36 • Juicio

—Envíe el vehículo sin nosotros —dijo Horst.

La pajeña de Whitbread gorjeó y el Marrón abrió el tablero de control. Trabajaba a una velocidad vertiginosa. Whitbread recordó a la Minera asteroidal que había vivido y muerto eones atrás, cuando su hogar era la MacArthur y los pajeños eran seres desconocidos, cordiales y fascinantes.

El Marrón se apartó de un salto. El vehículo vaciló un segundo y luego aceleró suavemente. Caminaron hasta la rampa que Horst había formado y escalaron en silencio.

El mundo exterior lucía todos los matices del rojo cuando salieron. Surcos interminables de cultivos plegaban sus hojas ante la inminencia de la noche. Alrededor del agujero había un anillo de plantas que se inclinaban entremezcladas.

Algo se movió entre las plantas. Tres armas se alzaron. Alguien avanzó hacia ellos… y Staley dijo:

—Tranquilos. Es un Agricultor.

La pajeña de Whitbread se colocó entre los guardiamarinas, sacudiéndose la tierra con todas sus manos.

—Tiene que haber más por aquí. Quizás se pongan a tapar el agujero. Los Agricultores no son demasiado inteligentes. No tienen por qué serlo. ¿Qué pasa ahora, Horst?

—Caminaremos hasta que podamos encontrar un vehículo. Si veis aviones…

—Detectores de infrarrojos —dijo la pajeña.

—¿Hay tractores por estos campos? ¿Podríamos coger uno? —preguntó Staley.

—Están guardados ahora. No suelen trabajar de noche… Claro que los Agricultores pueden traer uno para rellenar ese agujero.

Staley caviló un momento.

—En realidad será mejor prescindir de ellos. Un tractor destacaría demasiado. Ojalá parezcamos Agricultores en una pantalla infrarroja.

Caminaron. Tras ellos el Agricultor comenzó a enderezar las plantas y a alisar el suelo alrededor de sus raíces. Gorjeó algo, pero la pajeña de Whitbread no se molestó en traducir. Staley se preguntó vagamente si los Agricultores sabrían siquiera decir algo, o se limitarían a maldecir, pero no quería hablar en aquel momento. Tenía que pensar.

El cielo se oscureció. Sobre ellos brilló un punto rojo: el Ojo de Murcheson; y frente a ellos brillaban lejanas las luces de Silbido de Pájaro. Caminaron en silencio, los guardiamarinas alerta, con las armas dispuestas, los pajeños siguiéndoles, con un rítmico balanceo del torso.

Al rato Staley dijo a la pajeña:

—Me pregunto qué sacan ustedes en limpio personalmente de esto.

—Dolor. Esfuerzo. Humillación. Muerte.

—Ahí está. Por eso precisamente me pregunto por qué lo hacen.

—No, usted no, Horst. Usted sigue preguntándose por qué no lo hizo su Fyunch(click).

Horst la miró. El se había preguntado aquello. ¿Qué estaba haciendo su mente gemela mientras los demonios cazaban a su propio Fyunch(click) por todo un mundo? Esto le causó un sordo pesar.

—Los dos somos seres adictos al deber, Horst, su Fyunch(click) y yo. Pero el deber de su Fyunch(click) es para ella, digamos, su oficial superior. Gavin…

—Sí.

—Intenté hablar con su Fyunch(click) para que viniera, pero se le ha metido en la cabeza esa idea a lo Eddie el Loco de que podemos acabar con los Ciclos enviando nuestros excedentes de población a otras estrellas. Pero al menos tampoco ayudará a los otros a encontrarnos.

—Horst, su pajeña debe de saber exactamente dónde está usted, al suponer que yo llegué aquí; y estará segura de eso cuando sepa que han muerto los Guerreros.

—La próxima vez, será mejor tirar una moneda al aire, para elegir. Eso no puede predecirlo ella.

—Ella no ayudará. Un Mediador nunca ayudaría a cazar a su propio Fyunch(click).

—Pero ¿no tiene usted que obedecer las órdenes de su Amo? —preguntó Staley.

La pajeña balanceó rápidamente su cuerpo. Era un gesto que ellos no habían visto antes, y evidentemente no lo copiaban de nada humano.

—Escuche —dijo—. Los Mediadores nacimos para poner fin a las guerras. Representamos a los decisores. Hablamos en su nombre. Para hacer nuestro trabajo se necesita cierta independencia de juicio. Los ingenieros genéticos se esfuerzan por hallar un equilibrio. Con demasiada independencia dejamos de representar adecuadamente a los Amos. Entonces prescinden de nosotros y empiezan las guerras.

—Sí —intervino Potter—. Y una independencia escasa resulta insoportable, y estalla la guerra de todos modos… —Potter caminó en silencio un momento—. Pero si la obediencia es un elemento específico de la especie, no podrán ayudarnos solos. Tendrán que llevarnos a otro Amo porque no tienen elección.

Staley apretó con más fuerza el lanzacohetes.

—¿Es verdad eso?

—En parte —admitió la pajeña de Whitbread—. No tan absolutamente como piensan. Pero, sí, es más fácil elegir entre varias órdenes que intentar actuar sin ninguna.

—¿Y qué cree el Rey Pedro que hay que hacer? —preguntó Staley—. ¿Qué vamos a hacer?

El otro pajeño gorjeó. La pajeña de Whitbread le contestó. La conversación se prolongó varios segundos, lo que significaba mucho para los pajeños. La luz del crepúsculo se apagó, y el Ojo de Murcheson resplandeció cien veces más brillante que la luna llena terrestre. No había más estrellas en el Saco de Carbón. A su alrededor los campos de cultivo eran de un rojo oscuro, con agudas sombras negras de profundidad infinita.

—Sinceramente —dijo por fin Charlie—, mi Amo cree que debemos ser honrados con ustedes. Es mejor vivir con la ley vieja de los Ciclos que arriesgarse a la destrucción total y condenar a muerte a toda nuestra descendencia.

—Pero… —tartamudeó confuso Potter—, pero ¿por qué no pueden colonizar otras estrellas? En la galaxia hay sitio para todos. No atacarían al Imperio ¿verdad?

—No, nada de eso —protestó la pajeña de Whitbread—. Mi propio Amo no quiere más que comprar tierras para establecer bases en los mundos del Imperio y luego pasar al territorio exterior al Imperio. Después colonizaríamos mundos y habría intercambios comerciales. No creo que intentásemos compartir los mismos planetas.

—¿Entonces por qué…? —preguntó Potter.

—No creo que pudieseis construir tantas naves espaciales —interrumpió Whitbread.

—Las construiríamos en los mundos coloniales y luego las enviaríamos acá —contestó la pajeña—. Alquilaríamos también naves comerciales a hombres como Bury. Podríamos pagar más que nadie. Pero, en fin… no podría durar. Las colonias se independizarían, como si dijésemos. Tendríamos que empezar otra vez con nuevas colonias, más allá. Y habría problemas demográficos en todos los mundos en que nos estableciéramos. ¿Se imaginan la situación a los trescientos años?

Whitbread lo intentó. Naves, como ciudades volantes, millones de ellas. Y guerras separatistas como las que habían acabado con el Primer Imperio. Más y más pajeños…

—Centenares de mundos pajeños, ¡intentando todos enviar excedentes de población a otros mundos! ¡Millones y millones de Amos compitiendo por territorio y seguridad! Lleva tiempo utilizar vuestro Impulsor Eddie el Loco. Tiempo y combustible, buscar en cada sistema el siguiente punto Eddie el Loco. Llegaría un momento en que la Esfera Pajeña no bastaría. Tendríamos que invadir el Imperio de la Humanidad.

—Hum — murmuró Whitbread.

Los otros sólo miraban a la pajeña; luego continuaron todos hacia la ciudad. Staley con el gran lanzacohetes en brazos, como si su peso le confortase. De vez en cuando se llevaba la mano a la pistolera para tocar la tranquilizadora culata de su propia arma.

—Sería una decisión fácil —dijo la pajeña de Whitbread—. Habría envidia.

—¿De nosotros? ¿Por qué? ¿Por las pildoras anticonceptivas?

—Sí.

Staley se echó a reír.

—Aunque eso no sería el fin. Llegaría un momento en que habría una inmensa esfera de sistemas ocupados por los pajeños. Las estrellas del centro no podrían siquiera controlar a las lejanas. Lucharían entre sí. Guerra continua, civilizaciones constantemente desmoronándose. Sospecho que una técnica normal sería la de arrojar un asteroide contra un sol enemigo con la idea de repoblar el planeta cuando la llama se hubiese apagado. Y la esfera seguiría expandiéndose, dejando más sistemas en el centro.

—No creo que pudieseis derrotar al Imperio.

—¿Con el índice de natalidad de nuestros Guerreros? Bueno, quizás consiguiesen barrernos. Quizás conservasen algunos ejemplares para los zoos; eso sí, no tendrían que preocuparse de si procreábamos o no en cautividad. En realidad a mí me da igual. También habría muchas posibilidades de que nuestra civilización se desmoronase sólo por dedicar una parte excesiva de nuestra capacidad industrial a la construcción de naves espaciales.

—¿Si no planean una guerra contra el Imperio, por qué estamos los tres condenados a muerte? —preguntó Staley.

—Hay cuatro condenas a muerte. Mi Amo quiere mi cabeza tanto como las suyas, bueno, quizás no. Quieren los cuerpos para disección.

Nadie mostró sorpresa.

—Están ustedes condenados a muerte porque tienen información suficiente para deducir todo esto sin ayuda, ustedes y los biólogos de la MacArthur. Hay muchos Amos más que apoyan la decisión de matarles. Tienen miedo de que si escapan ustedes ahora su gobierno nos considere una grave amenaza, una plaga que puede extenderse por la galaxia y con el tiempo destruir el Imperio.

—¿Y el Rey Pedro? ¿Él no quiere matarnos? —preguntó Staley—. ¿Por qué no?

Los pajeños gorjearon de nuevo. La pajeña de Whitbread habló por el otro.

—Puede decidir matarles. Tengo que ser franco en eso. Pero quiere volver a encerrar al genio en la botella… si hay medio de que humanos y pajeños puedan volver a donde estaban antes de que encontraran ustedes nuestra sonda Eddie el Loco, lo intentará. Los Ciclos son preferibles a… ¡A toda una galaxia de Ciclos!

—¿Y usted? —preguntó Whitbread—. ¿Cómo ve usted la situación?

—Como ustedes —dijo lentamente la pajeña—. Yo estoy cualificada para juzgar a mi especie sin apasionamiento. No soy un traidor. —Había súplica en la voz alienígena—. Soy un juez. Juzgo esa asociación de nuestras especies y considero que sólo podría traer envidia mutua, por las pildoras anticonceptivas de ustedes y por nuestra inteligencia superior. ¿Decía usted algo?

—No.

—Considero que la propagación de mi especie por el espacio entrañaría riesgos terribles y no acabaría con la ley de los Ciclos. Únicamente haría más terrible los colapsos. Nos multiplicaríamos más deprisa de lo que podríamos propagarnos, hasta que llegase el colapso para centenares de planetas al mismo tiempo…

—Pero —objetó Potter— ha llegado usted a su juicio desapasionado adoptando nuestro punto de vista… O más bien el de Whitbread. Imita usted hasta tal punto a Jonathon que los demás tenemos que contarle los brazos constantemente para saber quién es. ¿Qué sucedería si abandonase usted el punto de vista humano? Puede que su juicio… ¡Ujh!

El brazo izquierdo de la alienígena se posó sobre la pechera del uniforme de Potter y apretó con fuerza, arrastrando al guardiamarina hasta que su nariz le quedó a unos centímetros de la cara.

—No diga eso nunca —dijo—. Ni lo piense. La supervivencia de nuestra civilización, de cualquier civilización, depende de la justicia de mi clase. Nosotros comprendemos todos los puntos de vista y los juzgamos. Si otros Mediadores llegan a conclusiones distintas a la mía, allá ellos. Puede que sus datos sean incompletos, o sus objetivos distintos. Yo juzgo basándome en pruebas.

Le liberó. Potter retrocedió torpemente. Con los dedos de una mano derecha la pajeña apartó la pistola de Staley de su oreja.

—Eso era innecesario —dijo Potter.

—Conseguí llamar su atención, ¿no? Vamos, estamos perdiendo el tiempo.

—Un momento —Staley hablaba muy quedo, pero todos le oían bien en el silencio de la noche—. Iremos a ver a ese Rey Pedro, que puede dejarnos comunicar con la Lenin o no. Eso no es suficiente. Es necesario decirle al capitán lo que sabemos.

—¿Y cómo lo conseguirán? —prosiguió la pajeña de Whitbread—. Les aseguro que no les ayudaremos y no podrán hacerlo sin nosotros. Espero que no hayan pensado alguna estupidez como amenazarnos de muerte. ¿Creen que estaría aquí si me asustara eso?

—Pero…

—Horst, métase usted en su cabeza militar que la Lenin no está ya destruida sólo porque mi Amo y el Rey Pedro están de acuerdo en no destruirla. Mi Amo quiere que la Lenin vuelva con el doctor Horvath y el señor Bury a bordo. Si no nos hemos equivocado en nuestro análisis, serán muy persuasivos. Abogarán por el libre comercio y las relaciones pacíficas con nosotros…

—Ya —dijo Potter pensativo—. Y sin nuestro mensaje no habrá oposición… ¿Por qué no llama el propio Rey Pedro a la Lenin?

Charlie y la pajeña de Whitbread hablaron entre sí. Contestó Charlie.

—No tenemos ninguna seguridad de que el Imperio no venga a destruir los mundos pajeños en cuanto sepa la verdad. Y hasta que sea seguro…

—Por amor de Dios, ¿cómo puede estar seguro de algo así por el simple hecho de hablar con nosotros? —dijo Staley—. No estoy seguro yo mismo. Si Su Majestad me preguntase en este momento, no sabría qué decirle… por amor de Dios, sólo somos tres guardiamarinas de un crucero de combate. No podemos hablar en nombre del Imperio.

—¿Podríamos hacerlo? —preguntó Whitbread—. Empiezo a preguntarme si el Imperio podría destruirles…

—Por Dios, Whitbread —protestó Staley.

—Hablo en serio. Cuando la Lenin regrese e informe en Esparta, ellos tendrán ya el Campo. ¿No es así?

Ambos pajeños se encogieron de hombros. Los gestos eran exactamente iguales… y exactamente iguales al gesto que hacía Whitbread al encogerse de hombros.

—Los Ingenieros trabajarán en eso ahora que saben que existe —dijo la pajeña de Whitbread—. Aun sin él, tenemos cierta experiencia en guerras espaciales. Pero, continuemos. ¡Ustedes no saben lo cerca que estamos en este momento de la guerra! Si mi Amo creyese que han comunicado ustedes todo eso a la Lenin, ordenaría atacar la nave. Si el Rey Pedro no se convenciese de que hay un medio de conseguir que nos dejen ustedes en paz, podría dar la misma orden.

—Y si no nos apresuramos el almirante habrá emprendido el viaje de vuelta a Nueva Caledonia —añadió Potter—. Señor Staley, no tenemos elección. Hemos de encontrar al Amo de Charlie antes que los otros Amos nos encuentren. Es así de simple.

—¿Jonathon? —preguntó Staley.

—¿Quiere usted un consejo, señor? —la pajeña de Whitbread rió con gesto de desaprobación; Jonathon Whitbread la miró irritado, pero luego sonrió—. Pues bien, señor, yo estoy de acuerdo con Gavin. ¿Qué otra cosa podremos hacer? No podemos combatir contra todo un planeta, y no podemos improvisar un sistema seguro de comunicación porque no disponemos de elementos suficientes.

Staley bajó su arma.

—De acuerdo. Entonces sigamos —contempló su pequeño comando—. Somos una patética embajada de la especie humana.

Continuaron cruzando los campos oscuros hacia la ciudad de brillantes luces que había más allá.