Vieron a los otros guardiamarinas cerca de la catedral. Las botas de Horst Staley repiqueteaban huecamente al aproximarse. Whitbread alzó los ojos, se fijó en la forma de caminar de la pajeña, y dijo:
—¿Fyunch(click)?
—Fyunch(click).
—Hemos estado explorando su….
—Jonathon, no tenemos tiempo —dijo la pajeña. El otro Marrón-y-blanco les miró con impaciencia.
—Estamos condenados a muerte por transgresión —dijo lisamente Staley—. No sé exactamente por qué. Hubo un silencio.
—¡Ni yo tampoco! —exclamó Whitbread—. Esto no es más que un museo…
—Sí —dijo la pajeña de Whitbread—. No tenían ustedes más remedio que aterrizar aquí. No se trata de mala suerte. Las miniaturas debieron de programar los conos de aterrizaje de modo que no cayeran al mar ni en las ciudades ni en las cimas de las montañas. Tenían que aterrizar en las tierras de cultivo. Y aquí es donde instalamos los museos.
—¿Aquí? ¿Por qué? —preguntó Potter; por su tono parecía como si lo supiese ya—. Aquí no hay gente…
—Así no los bombardearán.
El silencio era parte de la edad del lugar.
—Gavin —dijo la pajeña—, no parece muy sorprendido.
Potter intentó rascarse la barbilla. Su casco se lo impidió.
—Supongo que no habrá ninguna posibilidad de convencerles de que no hemos descubierto nada…
—Desde luego que no. Llevan ustedes aquí tres horas.
—Más bien dos —interrumpió Whitbread—. ¡Horst, este lugar es fantástico! Museos dentro de museos; y los objetos se remontan a una antigüedad increíble… ¿Es ése el secreto? ¿El que la civilización es muy antigua aquí? No veo por qué tiene que ocultarlo…
—Han tenido ustedes muchas guerras —dijo lentamente Potter. El pajeño movió la cabeza y el hombro.
—Sí.
—Grandes guerras.
—Desde luego. También guerras pequeñas.
—¿Cuántas?
—¡Por amor de Dios, Potter! ¿Quién puede contarlas? Miles de Ciclos. Miles de retrocesos a la barbarie. Eddie el Loco intentando eternamente impedirlo. Bueno, en mi opinión toda la casta que toma decisiones se ha convertido en Eddie el Loco. Creen que podrán acabar con el régimen de Ciclos saliendo al espacio y estableciéndose en otros sistemas solares.
Horst Staley habló con voz lisa. Mientras lo hacía miraba cuidadosamente a su alrededor y su manos descansaban en la culata de su pistola.
—¿De veras? ¿Y qué sabemos que nos está prohibido saber?
—Se lo diré. Y luego intentaré llevarles vivos a nuestra nave… —Señaló al otro pajeño, que había permanecido impasible durante la conversación; habló con él brevemente—. Será mejor que la llaméis Charlie —dijo—. No podríais pronunciar su nombre. Charlie representa a uno de los que dan órdenes que está dispuesto a ayudarles. Quizás. Es la única oportunidad que tienen, de todos modos…
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó Staley.
—Intentaremos llegar hasta el jefe de Charlie. Allí estarán protegidos. (Silbido, click, silbido.) Bueno, podemos llamarle Rey Pedro. Nosotros no tenemos reyes, pero él ahora es macho. Es uno de los miembros más poderosos de la casta, y después de que hable con ustedes probablemente esté dispuesto a ayudarles.
—Probablemente —dijo lentamente Horst—. Pero bueno, ¿qué secreto es ése que les da tanto miedo que descubramos?
—Más tarde. Tenemos que ponernos en marcha. Horst Staley sacó la pistola.
—No. Aún no. Potter, ¿hay algo en este museo que podamos utilizar para comunicarnos con la Lenin? Busque algo.
—Está bien, está bien… ¿Cree usted que debe utilizar esa pistola?
—¡Busque una radio!
—Escuche, Horst —insistió la pajeña de Whitbread—. Los que toman decisiones saben que han aterrizado ustedes cerca de aquí. Si intentan comunicarse desde aquí, les localizarán. Y si consiguen enviar el mensaje, destruirán la Lenin. —Staley intentó hablar, pero la pajeña continuó insistentemente—: No les quepa duda de que pueden hacerlo. No sería fácil. Ese Campo de ustedes es muy poderoso. Pero ya han visto lo que pueden hacer nuestros Ingenieros, y no han visto aún lo que pueden hacer los Guerreros. Ya han visto cómo ha quedado destruida una de sus mejores naves. Sabemos cómo hacerlo. ¿Creen ustedes que una pequeña nave de combate puede sobrevivir contra las flotas de aquí y de las estaciones asteroidales?
—Por favor, Horst, quizás tenga razón —dijo Whitbread.
—Tenemos que comunicárselo al almirante —Staley parecía vacilar, pero la pistola no temblaba—. Potter, cumpla sus órdenes.
—Tendrán ustedes oportunidad de llamar a la Lenin en cuanto sea seguro —insistió la pajeña de Whitbread; su voz fue casi estridente un instante pero luego recuperó la modulación—. Horst, créame, es el único medio. Además, serían incapaces de manejar solos un comunicador. Necesitan nuestra ayuda, y no vamos a ayudarles a hacer una estupidez. ¡Tenemos que salir inmediatamente de aquí!
El otro pajeño gorjeó. La pajeña de Whitbread contestó, e intercambiaron sonidos unos segundos.
—Si las tropas de mi propio Amo —tradujo la pajeña de Whitbread— no llegan, lo harán los Guerreros del Encargado del museo. No sé dónde estará el Encargado. Charlie tampoco lo sabe. Los Encargados son estériles, y no son ambiciosos, pero se muestran muy posesivos con lo que ya tienen.
—¿Nos bombardearán? —preguntó Whitbread.
—No mientras estemos aquí. Destrozarían el museo, y los museos son importantes. Pero el Encargado enviará tropas… si no llega primero mi propio Amo.
—¿Por qué no están aquí ya? —preguntó Staley—. No oigo nada.
—Por amor de Dios, ¡deben de estar ya a punto de llegar! Escuchen, mi Amo, mi viejo Amo, obtuvo jurisdicción sobre los estudios humanos. No cederá eso, así que no invitará a nadie más. Intentará por todos los medios que no intervenga nadie, y como sus propiedades se encuentran alrededor del Castillo, sus Guerreros tardarán un rato en llegar. Hay unos dos mil kilómetros.
—Su avión era rápido —dijo Staley.
—Un vehículo de emergencia para Mediadores. Los Amos tienen prohibido utilizarlos. La llegada de ustedes a nuestro sistema estuvo a punto de desencadenar una guerra de jurisdicciones, y trasladar a los Guerreros en un vehículo de ese género sería un acto muy grave…
—¿No tienen los que toman decisiones aparatos militares? —preguntó Whitbread.
—Por supuesto que sí, pero son más lentos. Podría ponerles a ustedes a cubierto de todos modos. Hay un subterráneo bajo este edificio…
—¿Subterráneo? —repitió Staley. Todo transcurría demasiado aprisa. Aunque era quien estaba al mando, no sabía qué hacer.
—Por supuesto. La gente visita museos de vez en cuando. Y se tarda un rato en llegar aquí con el tren subterráneo desde el Castillo. ¿Quién sabe lo que puede hacer entre tanto el Encargado? Hasta podría prohibirle a mi Amo que invadiera. Pero si lo hace, pueden estar seguros de que él les matará, para impedir que otros Amos luchen aquí.
—¿Ha encontrado algo, Gavin? —gritó Staley.
Potter apareció en la puerta junto a una de las columnas de cristal y acero.
—Nada que pueda utilizar como comunicador. Nada que esté seguro de que sea un comunicador. Y éste es todo el equipo más nuevo, Horst. Lo que hay en los edificios más viejos debe de estar todo oxidado.
—¡Horst, tenemos que salir de aquí! —insistió de nuevo la pajeña de Whitbread—. No hay tiempo para hablar.
—Esos Guerreros podrían venir en aviones hasta la estación más próxima y luego tomar el ferrocarril subterráneo desde allí —les recordó Whitbread—. Sería mejor que hiciésemos algo, Horst.
—Muy bien —aceptó Staley lentamente—. ¿Cómo salimos de aquí? ¿En su avión?
—No podemos ir todos en él —respondió la pajeña de Whitbread—. Pero podemos enviar a dos con Charlie y yo podría…
—No —el tono de Staley era concluyente—. Permaneceremos juntos. ¿No puede usted pedir un avión mayor?
—Ni siquiera estoy segura de que podamos escapar en éste. Tiene usted razón, sin duda. Lo mejor es que sigamos juntos. Bueno, no nos queda más salida que el ferrocarril subterráneo.
—Que puede estar lleno de enemigos en este instante.
Staley caviló un momento. La cúpula era una buena protección contra las bombas y el espejo una buena defensa contra los lásers. Podían resistir allí… pero, ¿cuánto tiempo? Comenzaba a sentir la inevitable paranoia del soldado en territorio enemigo.
—¿Adonde tenemos que ir para enviar un mensaje a la Lenin? —preguntó. Eso era evidentemente lo primero.
—Al territorio del Rey Pedro. Queda a unos mil kilómetros de distancia, pero es el único sitio donde pueden conseguir el equipo necesario para enviar un mensaje que no puedan detectar. Puede que hasta eso sea imposible, pero desde luego no hay otro sitio.
—Y no podemos ir en avión… Está bien. ¿Dónde está el subterráneo? Tendremos que preparar una emboscada.
—¿Emboscada? —la pajeña asintió—. Por supuesto. Horst, las tácticas de lucha no son mi especialidad. Los Mediadores no combaten. Yo sólo pretendo conducirles hasta el Amo de Charlie. Tendrán que procurar defenderse ustedes de los que intenten matarnos por el camino. ¿Qué armas tienen?
—Sólo armas manuales. No son muy potentes.
—Hay otras en el museo. Los museos son en parte para eso. No sé cuáles funcionarán.
—Merece la pena que lo comprobemos. Whitbread. Potter. Echen un vistazo a las armas. ¿Dónde está el subterráneo?
Los pajeños miraron a su alrededor. Charlie había entendido, evidentemente, lo que él había dicho, aunque no hablaba una palabra en ánglico. Las dos pajeñas intercambiaron sonidos unos instantes, y la de Whitbread señaló:
—Es allí.
Indicó el edificio en forma de catedral. Luego señaló las estatuas de «demonios» de las cornisas.
—Todo lo que se ve es inofensivo salvo ésos. Son de la clase de los Guerreros, son soldados, guardaespaldas, policías. Su oficio es matar, y lo hacen bien. Si ven algo como eso, corran.
—Nada de correr —murmuró Staley; apretó la pistola—. La veré abajo. —Llamó a los otros—. ¿Y nuestro Marrón?
—Yo le llamaré —dijo la pajeña de Whitbread. El Marrón entró con varios objetos, que entregó a Charlie. Las pajeñas los examinaron un momento, y la de Whitbread dijo:
—Los necesitarán. Son filtros de aire. Pueden quitarse los cascos y ponerse esas máscaras.
—Pero nuestras radios… —protestó Horst.
—Llévenlas también. El Marrón podrá transformar las radios más tarde. ¿Prefieren realmente llevar puestos esos malditos cascos? Las botellas de aire y los filtros no pueden durar mucho ya, de todos modos.
—Gracias —dijo Horst.
Cogió el filtro y se lo puso. Una suave copa cubrió su nariz, y fijó un tubo ligado a un tanque a su cinturón. Fue un alivio quitarse el casco, pero no sabía qué hacer con él. Por último lo ató también al cinturón, donde se balanceaba incómodamente.
—Bien, en marcha. —Era más fácil hablar sin el casco, pero tendría que acordarse de no respirar por la boca.
La rampa era una espiral descendente. Nada se movía bajo aquella iluminación sin sombras, pero Staley pensaba que constituían un blanco ideal para cualquiera que estuviese abajo. Echó de menos unas cuantas granadas y una compañía de infantes de marina. Pero en vez de eso estaban sólo él y sus dos colegas guardiamarinas. Y los pajeños. Mediadores. «Los Mediadores no luchan», había dicho la pajeña de Whitbread. Debía recordar eso. Imitaba tan bien a John Whitbread que tenía que contar los brazos para asegurarse de que hablaba con ella, pero ella no luchaba. Los Marrones no luchaban tampoco.
Avanzaba cautamente, precediendo a los alienígenas rampa abajo con la pistola en la mano. La rampa terminaba en una entrada, y se detuvo un momento. Más allá, el silencio era completo. Al diablo, pensó, y cruzó el umbral. Se vio de pronto solo en un ancho túnel cilindrico con vías en el suelo y una rampa suave a un lado. A su izquierda el túnel terminaba en una pared de roca. Por el otro lado parecía extenderse eternamente en la oscuridad. Había huellas en la roca del túnel que parecían costillas de una ballena gigante.
La pajeña llegó tras él y vio lo que estaba mirando.
—Aquí había un acelerador lineal, antes de que una civilización en ascenso lo robase para obtener metal.
—No veo ningún vehículo. ¿Cómo conseguiremos uno?
—Puedo solicitar uno. Todos los Mediadores podemos.
—Usted no. Charlie —dijo Horst—. ¿O saben también que forma parte de la conspiración?
—Horst, si esperamos un vehículo, vendrá lleno de Guerreros. El Encargado sabe que ustedes abrieron su edificio. No entiendo por qué no está aquí ya su gente. Probablemente haya un enfrentamiento jurisdiccional entre él y el Amo. La jurisdicción es algo muy importante para los que toman decisiones. Y además, el Rey Pedro procurará liar las cosas.
—No podemos escapar en avión. No podemos irnos andando por los campos. Y no podemos llamar un vehículo —dijo Staley—. Está bien. Pida un vehículo subterráneo para mí.
La pajeña lo dibujó en la pantalla de la computadora manual de Staley. Era una caja sobre ruedas, la forma universal de los vehículos que deben tener el máximo espacio útil posible y al mismo tiempo aparcar en un espacio limitado.
—Los motores están aquí, sobre las ruedas. Los controles pueden ser automáticos…
—No en un vehículo de guerra.
—En ese caso los controles están aquí delante. Y los Marrones y los Guerreros quizás hayan hecho todo tipo de cambios. Suelen hacerlo, ya sabe…
—Como una armadura. El cristal y los laterales blindados. Cañones de proa. —Los tres pajeños se irguieron y Horst escuchó atentamente. No oía nada.
—Pisadas —dijo la pajeña—. Whitbread y Potter.
—Puede. —Staley avanzó como un felino hacia la entrada.
—Tranquilícese, Horst. Puedo identificar los ritmos.
Habían encontrado armas.
—Ésta es la mejor —dijo Whitbread; alzó un tubo con una lente en el extremo y una culata claramente adaptable a los hombros pajeños—. No sé cuánta energía acumula, pero conseguí agujerear de lado a lado una gruesa pared de piedra. Rayo invisible.
Staley cogió el arma.
—Esto es lo que necesitamos. Ya me explicarán cómo son las otras más tarde. Ahora entren y quédense aquí.
Staley se colocó donde terminaba la rampa de pasajeros, a un lado de la entrada del túnel. Nadie le vería hasta que saliese de aquel túnel. Se preguntaba cómo serían las armaduras pajeñas. ¿Servirían para rechazar un láser de rayos X? No se oía nada, ningún ruido, y Staley esperaba impaciente.
Es una estupidez, se decía. Pero ¿qué podemos hacer? ¿Y si viniesen en aviones y aterrizasen fuera de la cúpula? Debería haber cerrado la puerta dejando allí alguien de guardia. En realidad, no era demasiado tarde para hacerlo.
Se volvió hacia los otros que estaban detrás de él, pero entonces lo oyó: un ronroneo suave que venía del fondo del subterráneo. Le tranquilizó, en realidad. Ya no tenía que tomar decisiones. Horst avanzó cautelosamente y colocó en mejor posición aquel arma que le resultaba tan poco familiar. El vehículo se acercaba muy deprisa…
Era mucho más pequeño de lo que Staley esperaba: era como un coche de juguete. Pasó silbando ante él. El viento azotó su cara. El vehículo se detuvo con un balanceo, mientras Staley esgrimía el arma como la vara de un mago. ¿Saldría algo por el otro lado al disparar? No. El arma funcionaba correctamente. El rayo era invisible, pero se pintaron sobre el vehículo líneas cruzadas de metal al rojo. Enfocó el rayo hacia las ventanas, por las que nada se veía, y hacia el techo, luego se asomó rápidamente al túnel y disparó por él.
Había otro vehículo. Staley retrocedió para cubrir la mayor parte de su cuerpo, pero continuó disparando, dirigiendo el arma al vehículo que llegaba. ¿Cómo diablos sabría cuándo se acababa la batería, o el elemento que producía los rayos? ¡Qué demonios, aquello era una pieza de museo! Pasó el segundo vehículo, y se marcaron sobre él rayas rojo cereza. Tras lanzarle una ráfaga más disparó otra vez hacia el túnel. No venía nadie.
No había tercer vehículo. Mejor. Disparó sistemáticamente contra el segundo. Algo le había detenido inmediatamente detrás del primero… ¿Quizás algún sistema destinado a evitar el choque? No podía saberlo. Corrió hacia los dos coches. Whitbread y Potter salieron para unirse a él.
—¡Les he dicho que se queden ahí!
—Perdone, Horst —se excusó Whitbread.
—Esto es una operación militar, señor Whitbread. Puede llamarme Horst cuando no estén disparando contra nosotros.
—Sí, señor. Quiero señalar que nadie ha disparado salvo usted.
De los coches llegaba un olor: carne quemada. Las pajeñas salieron de su escondite. Staley se aproximó cautelosamente a los vehículos y miró dentro.
—Demonios —dijo.
Examinaron los cuerpos con interés. No habían visto aquel tipo de pajeños más que en estatuas. Comparados con los Mediadores y los Ingenieros parecían nervudos y ágiles, como un intermedio entre podencos y dogos. Los brazos eran largos, con dedos cortos y gruesos y sólo un pulgar; el otro borde de la mano derecha era suave y calloso. El brazo izquierdo era más largo, con dedos como salchichas. Había algo bajo el brazo izquierdo.
Los demonios tenían dientes, largos y agudos, como auténticos monstruos de libros infantiles y leyendas semiolvidadas.
Charlie gorjeó algo dirigiéndose a la pajeña de Whitbread. Al no obtener respuesta repitió el gorjeo, más agudo, e hizo una seña al Marrón. El ingeniero se aproximó a la puerta y comenzó a examinarla detenidamente. La pajeña de Whitbread permanecía petrificada contemplando a los Guerreros muertos.
—¡Cuidado con las trampas! —gritó Staley; el Marrón no prestó ninguna atención y empezó a tantear cautelosamente la puerta—. ¡Cuidado!
—Habrán puesto trampas, pero el Marrón lo resolverá —dijo muy lentamente Charlie—. Le diré que tenga cuidado. —La voz era clara y sin ningún acento.
—Sabe hablar —dijo Staley.
—No bien. Es difícil pensar en vuestro lenguaje.
—¿Qué es lo que le pasa a mi Fyunch(click)? —preguntó Whitbread. En vez de contestar, Charlie gorjeó de nuevo. Los tonos se elevaron agudamente. La pajeña de Whitbread pareció estremecerse, y se volvió hacia ellos.
—Lo siento —dijo—. Son… Guerreros de mi Amo. Maldita sea, ¿qué estoy haciendo?
—Vamos, entremos ahí —dijo Staley nervioso.
Alzó su arma para taladrar un lateral del vehículo. El Marrón seguía inspeccionando la puerta, con mucha cautela, como si le diese miedo.
—Permítame, señor.
Whitbread parecía querer gastar una broma. Empuñaba una espada corta de gruesa empuñadura. Horst vio sorprendido cómo cortaba con ella un gran cuadrado de plancha del lateral del vehículo con un movimiento continuado de la hoja, casi sin esfuerzo.
—Creo que vibra —dijo.
A través de sus filtros de aire llegaban algunos olores. Debía de ser peor para los pajeños, pero no parecía importarles. Se amontonaron en el interior del segundo vehículo.
—Será mejor que miren esto —dijo la pajeña de Whitbread; parecía mucho más tranquila ya—. Conozcan a sus enemigos.
Gorjeó dirigiéndose al Marrón, que examinó detenidamente los controles del vehículo y luego se sentó en el asiento del conductor. Tuvo que sacar a un guerrero para hacerlo.
—Échenle un vistazo debajo del brazo izquierdo —dijo la pajeña de Whitbread—. Eso es un segundo brazo izquierdo, que es sólo un vestigio en la mayoría de las especies pajeñas. Es como una uña, como una… —lo pensó un momento—. Una garra. Afilada como un cuchillo. Y los músculos necesarios para manejarla.
Whitbread y Potter se estremecieron. Dirigidos por Staley, comenzaron a echar los cuerpos de los demonios por el agujero del coche. Los Guerreros parecían todos gemelos, todos idénticos salvo por las quemaduras de los rayos láser. Los pies terminaban en un material córneo agudo en el talón y en los dedos. Una patada, hacia adelante o hacia atrás, sería suficiente. Las cabezas eran pequeñas.
—¿Son seres inteligentes? —preguntó Whitbread.
—Para vuestras normas, sí, pero tienen muy poca inventiva —contestó la pajeña de Whitbread; hablaba como él cuando recitaba lecciones al primer teniente, un tono muy preciso pero sin sentimientos—. Pueden arreglar un arma, pero no saben idear modificaciones ni armas nuevas. Hay, además, una forma distinta de Médico, un híbrido entre el verdadero Médico y el Guerrero. Semiinteligente. Creo que pueden imaginarse su aspecto. Será mejor que dejen al Marrón comprobar las armas que cojan…
El vehículo comenzó a moverse sin previo aviso.
—¿Adonde vamos? —preguntó Staley.
La pajeña de Whitbread gorjeó de nuevo. Parecía el silbido de un pájaro.
—Ésa es la próxima ciudad que encontraremos siguiendo el subterráneo…
—Tendrán bloqueado el camino. O habrá un grupo armado esperándonos —dijo Staley—. ¿Qué distancia hay?
—Oh… cincuenta kilómetros.
—Recorreremos la mitad y pararemos —ordenó Staley.
—De acuerdo, señor —la voz de la pajeña se parecía aún más a la de Whitbread—. Les han subestimado, Horst. Es la única explicación posible. Nunca oí que un Guerrero muriese a manos de otro que no fuese un Guerrero. O un Amo, a veces; no muy a menudo. Hacemos que los Guerreros luchen entre sí. Así podemos mantener controlado su crecimiento.
—Ah —murmuró Whitbread—. ¿Y por qué no intentan simplemente que no procreen?
La pajeña se echó a reír. Era una risa curiosamente amarga, muy humana y muy inquietante.
—¿Nunca se preguntaron por qué murió la Ingeniera a bordo de su nave?
Todos contestaron a la vez:
—Sí.
—Por supuesto.
—Claro.
Charlie gorjeó algo.
—Pueden saberlo, no hay problema —dijo la pajeña de Whitbread—. Murió porque no había nadie que pudiese dejarla embarazada. —Hubo un largo silencio—. Ése es todo el secreto. ¿Aun no lo entienden? En todas las variedades de mi especie, las hembras tienen que quedar embarazadas después de haber sido hembras durante un tiempo. Niño, varón, hembra, preñez, varón, hembra, preñez. Y así sucesivamente. Y si cuando es hembra no queda embarazada en determinado período, muere. Incluso nosotros. Y nosotros los Mediadores no podemos procrear. Somos híbridos estériles.
—Pero… —Whitbread hablaba como un niño al que acabasen de decir quiénes son en realidad los Reyes Magos—. ¿Y cuánto tiempo viven los Mediadores?
—Unos veinticinco años de los vuestros. Quince años después de la madurez. Pero los Ingenieros, los Agricultores y los Amos (¡sobre todo los Amos!) tienen que procrear en un período de dos años de los vuestros. Esa Ingeniera que recogisteis debía de estar ya muy cerca del punto límite.
Continuaban avanzando en silencio por el subterráneo.
—Pero… Dios mío —dijo lentamente Potter—. Eso es terrible.
—«Terrible». Maldita sea. Por supuesto que es terrible. Sally y su…
—¿Qué pasa con Sally? —preguntó Whitbread.
—Pildoras anticonceptivas. Le preguntamos a Sally Fowler qué hacía una humana cuando no quería tener hijos. Utiliza pildoras anticonceptivas. Pero las chicas honradas no las utilizan. Lo que hacen es prescindir de las relaciones sexuales —dijo ferozmente.
El vehículo continuaba su camino. Horst iba sentado en la parte posterior, que era ahora la delantera, mirando atento con el arma dispuesta. Se giró un poco. Ambos pajeños miraban a los humanos con los labios un poco abiertos para mostrar los dientes, ampliando su sonrisa; pero la amargura de las palabras y del tono desmentía las miradas cordiales.
—¡Lo que hacen es prescindir de las relaciones sexuales! —dijo de nuevo la pajeña de Whitbread—. ¡Fyoofwffle(silbido)! Ahora ya sabéis por qué tenemos guerras. Guerras siempre…
—Explosión demográfica —dijo Potter.
—Sí. Cuando una civilización sale de la barbarie, los pajeños dejan de morirse de hambre… ¡Vosotros los humanos no sabéis lo que es la presión demográfica! Podemos controlar el crecimiento de las especies inferiores, pero ¿qué pueden hacer los que dan órdenes con los de su propia casta? ¡Lo más próximo al control de la natalidad que conocemos es el infanticidio!
—Y no podéis practicarlo —dijo Potter—. Un instinto así hay que eliminarlo de la raza. Así que al final todo se convierte en una lucha generalizada por apoderarse de los alimentos que existen.
—Exactamente. —La pajeña de Whitbread parecía ahora más tranquila—. Cuanto más elevada es la civilización, más prolongado es el período de barbarie. Y siempre aparece Eddie el Loco intentando modificar la ley de los Ciclos, y empeorando aún más las cosas. En este momento estamos muy próximos al colapso, caballeros, por si no lo han advertido. Cuando ustedes llegaron había una terrible lucha por problemas jurisdiccionales. Ganó mi Amo…
Charlie gorjeó y ronroneó un segundo.
—Sí. El Rey Pedro intentó eso, pero no pudo lograr suficiente apoyo. No era seguro que pudiese ganar en una lucha contra mi Amo. Lo que estamos haciendo ahora nosotros probablemente provoque esa guerra. No importa. Tenía que estallar tarde o temprano.
—¿Plantan ustedes cultivos en las azoteas por la presión demográfica? —dijo Whitbread.
—No, eso es simple sentido común. Como lo de instalar parcelas de tierra de cultivo en las ciudades. Siempre sobreviven algunos, para iniciar de nuevo el ciclo.
—Debe de ser duro, edificar una civilización sin disponer siquiera de materiales radiactivos —dijo Whitbread—. ¿Y han de pasar directamente a la fusión de hidrógeno cada vez?
—Claro. Veo que va entendiendo algo.
—No estoy seguro de entenderlo bien.
—Bueno, ha sido siempre así, durante toda la historia escrita. Mucho tiempo para nuestra medida. Salvo el período en que se descubrieron materiales radiactivos en los asteroides troyanos. Allí vivían unos cuantos grupos que trajeron la civilización aquí. Los materiales radiactivos habían sido explotados concienzudamente por otra civilización más antigua, pero todavía quedaba algo.
—Demonios —dijo Whitbread—. Pero…
—Pare el vehículo, por favor —pidió Staley.
La pajeña de Whitbread gorjeó y el vehículo se detuvo lentamente.
—Me pone nervioso seguir por aquí —dijo Staley—. Tienen que estar esperando. Los soldados que matamos no han comunicado nada …y si eran hombres de vuestro Amo, ¿dónde están los del Encargado? Además, quiero probar las armas de los Guerreros.
—Que las examine el Marrón —dijo la pajeña de Whitbread—. Pueden estar cargadas.
Aquellas armas tenían un aspecto mortífero. Y no había dos idénticas. El tipo más corriente era un lanzametralla, pero había también lásers manuales y granadas. Las culatas de las armas estaban individualizadas. Unas se apoyaban en el hombro superior derecho, otras en ambos. Los visores variaban también. Había modelos para zurdos. Staley recordó confusamente haber sacado un cadáver zurdo.
Había también un lanzacohetes de quince centímetros de apertura.
—Que revise esto —dijo Staley.
La pajeña de Whitbread entregó el arma al Marrón, aceptando a cambio un lanzametralla que metió debajo del asiento.
—Éste estaba cargado —el Marrón miró el lanzacohetes y gorjeó—. Está bien —dijo la pajeña de Whitbread.
—¿Y las municiones? —Staley las examinó. Había varios tipos distintos, y ninguna de las piezas era exactamente igual a otra. El pajeño gorjeó de nuevo.
—El cohete mayor estallaría si intentasen cargarlo —dijo la pajeña de Whitbread—. Quizás ellos acertasen en eso. De todos modos, prepararon trampas suficientes. Yo suponía que los Amos les consideraban a ustedes una especie de Mediadores ineptos. Era lo que pensábamos nosotros, al principio. Pero esas trampas significan que creen que pueden ustedes matar Guerreros.
—Vaya. Yo habría preferido que siguieran considerándonos unos ineptos. Además, estaríamos muertos sin las armas del museo. Por cierto, ¿por qué conservan armas utilizables en un museo?
—No ha entendido usted el objetivo de un museo, Horst. Es para la ascensión siguiente en los Ciclos. Los bárbaros empiezan a edificar otra civilización, y cuanto más deprisa puedan hacerlo, más tiempo transcurrirá hasta el colapso siguiente, porque su capacidad crecerá más deprisa que la población. ¿Entienden? Así, con los museos, los bárbaros pueden elegir elementos de una serie de civilizaciones previas, y las armas necesarias para poner en marcha una nueva. ¿Se fijó usted en el cierre?
—No.
—Yo sí —dijo Potter—. Es necesario tener ciertos conocimientos astronómicos para abrirlo. Supongo que es para impedir que los bárbaros dispongan de las armas y de las demás piezas del museo antes de que estén preparados.
—Exactamente. —El Marrón entregó un cohete de morro muy grande con un gorjeo—. Ha arreglado éste. Es seguro. ¿Qué es lo que planea hacer usted con él, Horst?
—Que me prepare más armas. Potter, usted llevará ese láser de rayos X. ¿A qué distancia estamos de la superficie?
—Bueno… la estación de —silbido de pájaro— está a sólo un tramo de escaleras de la superficie. En esta región el terreno es muy llano. Yo diría que estamos de tres a diez metros por debajo del nivel del suelo exterior.
—¿A qué distancia estamos de otro medio de transporte?
—Una hora de camino hasta… —silbido de pájaro—. ¿Piensa usted agujerear el túnel? ¿Sabe usted durante cuánto tiempo se ha estado utilizando este túnel?
—No. —Horst abrió la puerta lateral del vehículo. Caminó unos cuantos metros hacia atrás por el camino que habían recorrido. Las armas aún podían estar trucadas y matarles cuando intentasen utilizarlas.
El túnel se extendía en línea recta hasta el infinito delante de él. Lo habían marcado sin duda con un láser y excavado luego con un tipo de taladro capaz de fundir la roca.
La voz de la pajeña de Whitbread descendió por el túnel.
—¡Once mil años!
Staley disparó.
El proyectil alcanzó el techo, bastante abajo. Horst se encogió ante las vibraciones del impacto. Cuando se incorporó había mucho polvo en el túnel.
Sacó otro proyectil y disparó.
Esta vez brotó una rojiza luz del día. Se acercó a examinar el agujero. Sí, podían subir hasta allí.
Once mil años.