32 • La Lenin

El joven guardiamarina ruso tenía un aire orgulloso. Su armadura de combate estaba inmaculada y todo su equipo se ajustaba exactamente al Libro.

—El almirante les ordena que acudan al puente —dijo en un ánglico intachable.

Rod Blaine le siguió indiferente. Flotaron por la cámara neumática de la cubierta hangar número dos de la Lenin hasta una algarabía de saludos de los infantes de marina de Kutuzov. El recibimiento con todos los honores debidos a un capitán de visita no hizo más que aumentar su dolor. Rod había dado sus últimas órdenes, y había sido el último en abandonar su nave. Ahora era un observador, y probablemente fuese la última vez que le rindieran aquellos honores.

A bordo del crucero de guerra todo parecía demasiado grande, aunque él sabía que era sólo una ilusión. Los compartimentos y pasillos de las grandes naves estaban regularizados, con pocas excepciones, y muy bien podría encontrarse a bordo de la MacArthur. Los tripulantes de la Lenin ocupaban sus puestos de combate, y las puertas aislantes estaban cerradas y aseguradas. Había infantes de marina apostados en los controles de paso más importantes pero, aparte de eso, no vieron a nadie, y Rod se alegró de ello. No hubiese sido capaz de enfrentarse a ninguno de los miembros de su antigua tripulación. Ni a los pasajeros.

El puente de la Lenin era enorme. Estaba acondicionado como nave insignia, y además de las pantallas y de los puestos de mando de la propia nave, había una docena de literas para el Estado Mayor del almirante. Rod respondió maquinalmente al saludo del almirante y se hundió agradecido en el asiento. Ni siquiera preguntó dónde estaba el teniente Borman, lugarteniente de Kutuzov y jefe de su equipo. Estaba solo con el almirante en la estación de mando.

La MacArthur aparecía en media docena de las pantallas que había ante él. El último de los botes de la Lenin se alejaba de ella. Staley debe de haber cumplido su misión, pensó Rod. Sólo le quedan ya unos minutos de vida a la MacArthur. Cuando estalle estaré liquidado. Un capitán recién ascendido que pierde su nave en su primera misión… Ni siquiera la influencia del marqués podría borrar aquello. Sintió en su interior un odio ciego contra la Paja y todos sus habitantes.

—¡Maldita sea, deberíamos ser capaces de arrebatársela a ese puñado de… de condenados animales! —estalló.

Kutuzov le miró sorprendido. Sus pobladas cejas se fruncieron, luego se relajaron levemente.

Da. Si eso es todo lo que son. Pero supongo que serán más que eso. En cualquier caso, es demasiado tarde.

—Lo sé, señor. Ya han activado los torpedos.

Dos bombas de hidrógeno. El generador del Campo se evaporaría en milésimas de segundo y la MacArthur… se estremeció al pensarlo. Cuando las pantallas relampagueasen, habría desaparecido. Alzó la vista bruscamente.

—¿Y mis guardiamarinas, almirante? —Kutuzov lanzó un gruñido.

—Han desacelerado hasta una órbita más baja y se encuentran más allá del horizonte. Enviaré un bote a por ellos en cuanto termine todo.

Extraño, pensó Rod. Pero no podían venir directamente a la Lenin por órdenes del almirante, y los botes no les proporcionarían verdadera protección cuando estallase la MacArthur. Lo que habían hecho era una precaución innecesaria, pues los torpedos no liberarían una gran fracción de su energía de rayos X y neutrones, pero era comprensible la precaución.

Los cronómetros llegaron silenciosamente al cero. Kutuzov estuvo observando hoscamente otro minuto. Luego otro.

—Los torpedos no estallan —dijo acusadoramente.

—Es cierto, señor —Rod se sentía absolutamente hundido. Y ahora…

—Capitán Mijailov, prepare, por favor, la batería principal para disparar contra la MacArthur. —Kutuzov volvió su mirada sombría hacia Rod—. Me desagrada esto, capitán. Quizás no tanto como a usted, pero me desagrada. ¿Prefiere dar usted mismo la orden? Capitán Mijailov, ¿no le importa?

—No, almirante.

—Gracias, señor —Rod respiró profundamente; un hombre debe matar a su propio perro—. ¡Fuego!

Las batallas espaciales son una visión muy agradable. Las naves se aproximan como lisos huevos negros, sus impulsores radiando luz deslumbradora. Los centelleos de los negros flancos registran las explosiones de los torpedos que han escapado a la destrucción del penetrante color de los lásers secundarios. Las baterías principales vierten energía en los respectivos Campos, y líneas de verde y rubí reflejan polvo interplanetario.

Gradualmente, los Campos comienzan a brillar: rojo apagado, amarillo más claro, verde resplandeciente, a medida que se cargan de energía. Los huevos coloreados están ligados por hilos rojos y verdes de las baterías, y los colores cambian.

Tres líneas verdes ligaron a la Lenin y la MacArthur. No sucedió nada más. El crucero de batalla no se movió y no hizo ninguna tentativa de responder al fuego. Su Campo comenzó a adquirir un brillo rojo, que fue apagándose en amarillo donde los rayos convergían en mitad de las naves. Cuando se hiciese blanco se sobrecargaría y la energía almacenada sería liberada… hacia dentro y hacia fuera. Kutuzov observaba con creciente desconcierto.

—Capitán Mijailov. Por favor retrocedamos un poco. —Las arrugas de la frente del almirante se hicieron más profundas cuando el Impulsor de la Lenin la separó suavemente de la MacArthur.

La MacArthur tenía una tonalidad verde con desvaídos puntos azules. La imagen retrocedía en las pantallas. Los puntos calientes se desvanecieron al desparramarse ligeramente los lásers. A mil kilómetros de distancia, la nave brillaba intensamente en los telescopios.

—Capitán, ¿estamos quietos respecto a la MacArthur? —preguntó Kutuzov.

Da, almirante.

—Parece aproximarse.

Da, almirante. Su campo se está expandiendo.

—¿Expandiendo? —Kutuzov se volvió a Rod—. ¿Tiene usted alguna explicación?

—No, señor. —Rod no quería otra cosa que el olvido; hablar era dolor, calvario inevitable; pero… intentó pensar—. Los Marrones deben de haber reconstruido el generador, señor. Y siempre mejoran lo que reconstruyen.

—Es una lástima destruirla —murmuró Kutuzov—. Expandiéndose así, con esa superficie de radiación tan grande, la MacArthur podría enfrentarse con cualquier nave de la flota…

El Campo de la MacArthur había pasado a ser violeta, e inmenso. Llenaba las pantallas, y Kutuzov ajustó la suya multiplicando el aumento por un factor diez. La nave era un gran globo violeta recorrido por hilos verdes. Esperaron, fascinados. Pasaron diez minutos. Quince.

—Ninguna nave había sobrevivido tanto tiempo en violeta —murmuró Kutuzov—. ¿Está usted seguro aún de que tratamos sólo con animales, capitán Blaine?

—Los científicos están convencidos, señor. Y me convencieron a mí —añadió lentamente—. Me gustaría que estuviese aquí ahora el doctor Horvath. Kutuzov lanzó un gruñido como si le golpearan en el vientre.

—Ese imbécil. Pacifista. No entendería lo que viese. Permanecieron observando en silencio durante otro minuto, hasta que sonó una llamada en el intercomunicador.

—Almirante, hay señal de la nave embajadora pajeña —anunció el oficial de comunicaciones. Kutuzov frunció el ceño.

—Capitán Blaine, contestará usted a esa llamada.

—¿Cómo dice, señor?

—Conteste a la llamada de los pajeños. Yo no debo hablar directamente con ningún alienígena.

—De acuerdo, señor.

Su cara era como la de cualquier pajeño, pero se sentaba incómodamente erguido, y Rod no se sorprendió al oírle decir:

—Soy el Fyunch(click) del doctor Horvath. Tengo malas noticias para usted, capitán Blaine. Por cierto que agradecemos el aviso que nos dio… no entendemos por qué quiere usted destruir su nave, pero si hubiésemos estado allí…

—Estamos combatiendo una plaga. Quizás destruyendo la MacArthur podamos cortarla. Eso esperamos. Perdone, pero estamos muy ocupados en este momento. ¿Cuál es su mensaje?

—Sí, por supuesto. Capitán, los tres pequeños vehículos que escaparon de la MacArthur intentaron volver a entrar en Paja Uno. Lo siento, pero no sobrevivieron.

El puente de la Lenin pareció convertirse en niebla.

—¿Aterrizar con botes salvavidas? Es una estupidez. No deberían…

—No, no intentaron aterrizar. Les localizamos a mitad de camino… Capitán, tenemos imágenes de ellos. Ardieron completamente…

—¡Maldita sea! ¡Estaban seguros!

—Lo sentimos mucho.

La cara de Kutuzov era una máscara.

—Imágenes —murmuró por fin.

Rod asintió. Se sentía muy cansado.

—Nos gustaría ver esas imágenes —dijo al pajeño—. ¿Está usted seguro de que no sobrevivió ninguno de mis jóvenes oficiales?

—Completamente seguro, capitán. Lo sentimos mucho. Naturalmente, no teníamos idea de que fuesen a intentar una cosa así, y, dadas las circunstancias, no pudimos hacer nada.

—Claro, por supuesto. Gracias. —Rod apagó la pantalla y desvió la vista hacia la batalla que tenía lugar frente a él.

—Así que no hay ningún cadáver ni restos de naufragio —murmuró Kutuzov—. Muy conveniente.

Tocó un botón del brazo de su silla de mando y dijo:

—Capitán Mijailov, envíe, por favor, un transbordador para que busque a los guardiamarinas. —Se volvió a Rod—. No encontrarán nada, por supuesto.

—No cree usted a los pajeños, ¿verdad, señor? —preguntó Rod.

—¿Y usted, capitán?

—Yo… yo no sé, señor. No veo qué podemos hacer.

—Ni yo, capitán. El transbordador buscará y no encontrará nada. No sabemos en qué punto intentaron descender. El planeta es grande. Aunque sobreviviesen y estuviesen libres, podríamos buscar días y días sin encontrarles. Y si están prisioneros, nunca les encontraremos. —Lanzó un nuevo gruñido y habló por su circuito de mando—. Mijailov, ocúpese de que el transbordador busque bien. Y utilice torpedos para destruir esa nave, por favor.

—De acuerdo, señor.

El capitán de la Lenin hablaba quedamente en su puesto, al otro lado del gran puente. Una hilera de torpedos partieron hacia la MacArthur. No podrían atravesar el Campo; la energía almacenada allí los fundiría inmediatamente. Pero estallaron todos a la vez, una salva perfecta y cronometrada, y alrededor de la superficie violeta brillante de la MacArthur se alzó un gran oleaje de luz multicolor. Puntos blancos brillantes aparecieron y desaparecieron.

—Penetración en nueve puntos —anunció el oficial artillero.

—¿Penetración en qué? —preguntó Rod inocentemente. Era aún su nave, y estaba defendiendo su vida valerosamente…

El almirante resopló. La nave estaba a quinientos metros de la infernal superficie violeta; los brillantes relampagueos podían incluso haberla alcanzado, o podían haber errado el tiro por completo.

—Que los cañones continúen disparando. Lancen otra andanada de torpedos —ordenó Kutuzov.

Otra hilera de luminosos dardos salió hacia la MacArthur. Todos explotaron a lo largo de la temblorosa superficie violeta. Se marcaron en ella más puntos y hubo una oleada desbordante de llamas violeta.

Y luego la MacArthur apareció tal como era. Un globo de fuego violeta de un kilómetro de diámetro, cruzado por hilos de luz verde.

Un camarero entregó a Rod una taza de café. Este lo bebió con aire ausente. El sabor era horrible.

—¡Disparen! —ordenó Kutuzov; miraba furiosamente y con odio a las pantallas—. ¡Fuego!

Y de pronto sucedió. El Campo de la MacArthur se expandió enormemente, se volvió azul, amarillo… y se desvaneció. Los localizadores automáticos giraron y el aumento de las pantallas creció. La nave estaba allí.

Era toda ella un resplandor rojo, y muchas de sus partes se habían fundido. No debería estar allí. Cuando un Campo queda destruido, todo lo que hay dentro de él se evapora…

—Deben de estar asados ahí dentro —dijo mecánicamente Rod.

Da. ¡Fuego!

Las luces verdes brotaron otra vez. La MacArthur pareció cambiar y burbujear, expandirse, convertirse en aire en el espacio. Un torpedo se acercó casi con lentitud hasta ella y estalló. Las baterías de láser dispararon. Cuando Kutuzov ordenó finalmente que el fuego cesase, no quedaba más que vapor.

Rod y el almirante estuvieron largo rato mirando las pantallas vacías. Por último, el almirante apartó la vista.

—Llame a los botes, capitán Mijailov. Volvemos a casa.