Renner se levantó antes de amanecer. Mientras se bañaba en la extraña bañera, los pajeños eligieron ropa para él. Dejó que los pajeños eligiesen las prendas a su gusto. Se pondría lo que le dijeran; aquéllos podrían ser los últimos criados no militares que tuviese en su vida. Su arma personal estaba discretamente metida entre su ropa, y después de pensárselo mucho, Renner la metió bajo una chaqueta civil hecha de unas fibras de maravilloso brillo. No es que desease llevar el arma, pero las normas eran las normas y había que cumplirlas.
Todos los demás estaban desayunando, contemplando el amanecer a través del gran ventanal. Era como el crepúsculo: se apreciaban en él todos los matices del rojo. El día de Paja Uno tenía unas cuantas horas más que el de la Tierra. De noche permanecían levantados más tiempo; dormían más tiempo por las mañanas, y cuando se levantaban, aún no había amanecido.
El desayuno consistió en huevos cocidos, grandes y de forma notablemente ovoidal. Dentro de la cáscara era como si el huevo hubiese estado previamente batido, con una cereza marrasquina enterrada en el centro. A Renner le dijeron que no merecía la pena probar aquella especie de cereza, y no lo hizo.
—El museo está sólo a unas manzanas de aquí —dijo la pajeña del doctor Horvath, frotándose las manos derechas con viveza—. Iremos andando. Supongo que querrán ustedes ropas de abrigo.
Los pajeños tenían siempre aquel problema: ¿qué par de manos utilizar para imitar los gestos humanos? Renner temía que la pajeña de Jackson acabase psicótica. Jackson era zurdo.
Fueron caminando. En las esquinas soplaba una brisa fría. El sol era grande y mate; podía mirarse hacia él perfectamente a aquella hora temprana del día. A dos metros por debajo de ellos, pasaban infinidad de coches pequeños. El olor del aire de Paja Uno les llegaba débilmente a través de los filtros de los cascos, y lo mismo el suave rumor de los coches y la rápida algarabía de las voces pajeñas.
El grupo de humanos avanzaba, ignorado entre las multitudes de pajeños de todos los colores. Luego, un grupo de peatones de piel blanca se quedó a la vuelta de la esquina examinándolos desde lejos. Hablaban con tonos musicales y miraban con curiosidad.
Bury parecía incómodo; procuraba colocarse en el centro del grupo. No quería que le miraran, pensó Renner. El piloto vio de pronto que le examinaba fijamente una Blanca muy embarazada; la masa del feto destacaba sobre las complejidades de la principal articulación de la espalda. Renner le sonrió, y le volvió la espalda. Su Fyunch(click) canturreó en tonos bajos, y la Blanca se aproximó más, y luego media docena de Blancos pasaron una docena de pequeñas manos sobre sus vértebras.
—¡Bien! Un poco más abajo —decía Renner—. Magnífico, rasque exactamente ahí. Ahhh.
Cuando los Blancos se fueron, Renner se apresuró a unirse a los demás. Su pajeña caminaba a su lado.
—Espero que no se me contagie su falta de respeto —dijo su Fyunch(click).
—¿Por qué no? —preguntó Renner, muy serio.
—Cuando se vayan nos darán otro trabajo. No, no se alarme. Si ustedes son capaces de satisfacer a la Marina, no creo que yo tenga mayor problema para satisfacer a los que dan órdenes.
Hablaba en un tono voluntarioso, pensó Renner… pero no estaba seguro. Si los pajeños tenían expresiones faciales, él aún no las sabía distinguir.
El museo estaba bastante lejos. Era, como los demás edificios, alto y cuadrado, pero la fachada era de cristal, o algo parecido.
—Tenemos muchos sitios que se ajustan a vuestra palabra «museo» —decía la pajeña de Horvath—, en ésta y en otras ciudades. Éste es el que quedaba más cerca y está dedicado a pintura y escultura.
Pasó ante ellos uno de aquellos porteadores de tres metros de altura y otro metro más encima debido a la carga que llevaba en la cabeza. Era una hembra; Renner se dio cuenta por el bulto alargado de la preñez que destacaba en la parte superior de su abdomen. Tenía unos ojos suaves de animal, sin conciencia, y pasó ante ellos sin disminuir un instante la marcha.
—El estar embarazada parece que no afecta mucho a la mujer pajeña —observó Renner.
Hombros y cabezas marrones y blancos se volvieron hacia él.
—No, claro que no —dijo la pajeña de Renner—. ¿Por qué habría de afectarle?
Sally Fowler intentó explicar minuciosamente lo inútiles que eran las hembras humanas preñadas.
—Es una de las razones de que las sociedades se orienten en función del varón. Y…
Aún seguía perorando sobre los problemas del embarazo cuando llegaron al museo.
La puerta no llegaba más que hasta la nariz de Renner. Los techos eran más altos; le rozaban el pelo. El doctor Horvath tenía que agachar la cabeza.
Y la luz era demasiado amarilla.
Y los cuadros estaban colocados demasiado bajos.
Las condiciones de visión no eran ideales. Además, los colores de los propios cuadros lo eran aún menos. El doctor Horvath y su pajeña hablaron animadamente después de que el doctor indicara que azul más amarillo equivale a verde para el ojo humano. El ojo pajeño estaba diseñado como el ojo humano, como un ojo de pulpo, en realidad: un globo, unas lentes adaptadas y nervios receptores por detrás. Pero los receptores eran distintos.
Sin embargo, los cuadros impresionaban. En la sala principal (que tenía techos de tres metros y contenía cuadros mayores) el grupo se detuvo ante una escena de calle. En el cuadro un Marrón-y-blanco se habían subido a un coche y al parecer arengaba a un enjambre de Marrones y Marrones-y-blancos, mientras tras él ardía el rojo cielo crepuscular. Todas las expresiones mostraban la misma suave sonrisa, pero Renner percibía violencia y se acercó más. Muchos de los que escuchaban llevaban herramientas, siempre en las manos izquierdas, y algunas estaban rotas. La propia ciudad ardía.
—Se llama «Volved a vuestras tareas». Se habrán dado cuenta de que el tema de Eddie el Loco se repite constantemente —dijo la pajeña de Sally. Y continuó su camino antes de que pudiesen pedirle que explicase algo más.
El cuadro siguiente mostraba a un cuasipajeño, alto y delgado, de pequeña cabeza y largas piernas. Salía corriendo de un bosque, hacia el observador, y su aliento dejaba tras él un rastro de humo blanco.
—El mensajero —dijo la pajeña de Hardy.
El siguiente era otra escena al aire libre: un grupo de Marrones-y-blancos comiendo alrededor de una llameante hoguera. Ojos de animales brillaban rojos alrededor de ellos. El paisaje era todo un rojo oscuro; y sobre ellos brillaba, contra el Saco de Carbón, el Ojo de Murcheson.
—No podéis saber lo que piensan y sienten mirándolos, ¿verdad? Nos lo temíamos —dijo la pajeña de Horvath—. Comunicación no verbal. Las señales son distintas para nosotros.
—Eso supongo —dijo Bury—. Todos los cuadros serían vendibles, pero no hay ninguno que sea excepcional. Serían sólo curiosidades… aunque muy valiosas como tales, debido al inmenso mercado potencial y a la oferta limitada. Pero no establecen una comunicación. ¿Quién los pintó?
—Éste es muy antiguo. Puede verse que se pintó en la pared del mismo edificio, y…
—Pero ¿qué tipo de pajeño lo pintó? ¿Un Marrón-y-blanco?
Hubo una carcajada descortés entre los pajeños.
—Todas las obras de arte las hacen los Marrones-y-blancos —explicó el pajeño de Bury—. Nuestra especialidad es la comunicación. El arte de comunicación.
—Pero ¿nunca tiene nada que decir un Blanco?
—Claro que sí. Pero tiene un Mediador que lo dice por él. Nosotros traducimos, comunicamos. Muchos de estos cuadros son argumentos, expuestos visualmente.
Weiss había seguido al grupo, sin decir nada. Renner se fijó en él. En voz baja, le preguntó:
—¿Algún comentario?
Weiss se rascó la mandíbula.
—Señor, no había estado en un museo desde la escuela de graduados… Pero ¿no se hacen algunos cuadros sólo para que hagan bonito?
—Bueno…
Sólo había dos retratos en todas las salas. Ambos eran de Marrones-y-blancos, y ambos mostraban al sujeto de cintura para arriba. Los pajeños debían de elaborar expresiones no con la cara sino con el cuerpo. Aquellos retratos estaban extrañamente iluminados y los brazos extrañamente distorsionados. A Renner le parecieron dos sujetos malvados.
—¿Malvados? ¡No! —dijo la pajeña de Renner—. Gracias a éste se construyó la cápsula de Eddie el Loco. Y éste fue el que inventó, hace mucho tiempo, un idioma universal.
—¿Aún se utiliza?
—Aún sigue utilizándose, sí. Pero se fragmentó, por supuesto. Con los idiomas pasa eso. Sinclair, Potter y Bury no hablan el mismo idioma que usted. A veces los sonidos son similares, pero las señales no verbales son muy distintas.
Renner volvió a encontrarse con Weiss cuando estaban a punto de entrar en la sala de escultura.
—Tenía usted razón. En el Imperio hay cuadros que sólo pretenden ser bonitos. Aquí no. ¿Se dio cuenta de la diferencia? No hay un solo paisaje en el que no aparezcan pajeños. Casi ningún retrato, y aquellos dos eran figuras de perfil. De hecho, todo parece tomado de perfil. —Se volvió para llamar a su pajeña—. ¿No es así? Aquellos cuadros que me señalaba, hechos antes de que vuestra civilización inventase la cámara. No eran representaciones directas.
—Renner, ¿sabe usted cuánto trabajo lleva un cuadro?
—Nunca he probado a pintar. Pero puedo imaginármelo.
—¿Puede imaginarse entonces que alguien vaya a trabajar tanto si no tiene algo que decir?
—¿Y qué me dice de «Las montañas son bellas»? —sugirió Weiss. La pajeña de Renner se encogió de hombros.
Las estatuas eran mejores que los cuadros. No se planteaba en ellas el problema de los colores y de la luz. La mayoría eran pajeños; pero no sólo había retratos. ¿Una cadena de pajeños de tamaño decreciente; un porteador, tres Blancos, nueve Marrones y veintisiete miniaturas? No, eran todos de mármol blanco y tenían la forma de los que tomaban decisiones. Bury los contempló imperturbable y dijo:
—Creo que necesitaría que alguien me explicase todo esto para poder venderlo. E incluso para poder regalarlo.
—Así es —dijo su pajeño—. Pues bien, éste, por ejemplo, alude a una religión del último siglo. El alma del padre se divide para convertirse en los hijos, y luego otra vez para los nietos, hasta el infinito.
Otra escultura consistía en un grupo de pajeños en arenisca roja. Tenían dedos largos y flacos, demasiados en la mano izquierda, y el brazo derecho era comparativamente pequeño. ¿Médicos? Los estaba matando una especie de hilo de cristal verde que se movía entre ellos como una guadaña: un arma de láser, manejada por alguien situado fuera de la escena. Los pajeños se mostraban reacios a hablar sobre aquella escultura.
—Un acontecimiento desagradable de la historia —dijo el pajeño de Bury, y eso fue todo.
Otra escultura mostraba la lucha entre unos cuantos Blancos de mármol y otro grupo de individuos de un tipo inidentificable, todo en arenisca roja. Los Rojos eran delgados y amenazadores, e iban armados con algo más que su dotación de dientes y garras. En el centro de la lucha había una extraña máquina.
—Vaya, éste es interesante —dijo la pajeña de Renner—. Por tradición un Mediador (uno de nuestro propio equipo) debe solicitar cualquier tipo de transporte que necesite a uno de los que toman decisiones. Hace mucho tiempo, un Mediador utilizó su autoridad para ordenar que construyeran una máquina del tiempo. Puedo mostrarles la máquina, si quieren utilizarla; está al otro lado de este continente.
—¿Y esa máquina del tiempo funciona?
—No funciona, Jonathon. Nunca llegó a terminarse. Su Amo quebró intentando acabarla.
—Oh —dijo Whitbread mostrando su desilusión.
—Nunca llegó a probarse —dijo la pajeña—. La teoría básica ha sido desechada.
La máquina parecía un pequeño ciclotrón con una cabina dentro… casi parecía correcta, como generador de un Campo Langston.
—Eso me interesa mucho —dijo Renner a su pajeña—. ¿Podéis solicitar cualquier transporte, en cualquier momento?
—Así es. Nuestro trabajo es la comunicación, pero nuestra principal tarea es evitar las luchas. Sally nos ha hablado de vuestros, digamos, problemas raciales, incluyendo las armas y el reflejo de rendición. Nosotros los Mediadores nacimos de eso. Podemos explicar los puntos de vista de unos seres a otros. La incomunicación puede adquirir a veces proporciones peligrosas; normalmente justo antes de una guerra, con una repetición estadística tan persistente que no puede ser coincidencia. Si uno de nosotros puede disponer siempre de transporte (e incluso de teléfonos o radios) la guerra resulta mucho más improbable.
Había expresiones de asombro entre los humanos.
—Magnífico —dijo Renner; luego, añadió—: Me preguntaba si podríais pedir la MacArthur.
—Por ley y tradición, sí. En la práctica, no se nos ocurriría siquiera.
—Comprendo. Esos seres que combaten alrededor de la máquina del tiempo…
—Demonios legendarios —explicó el pajeño de Bury—. Defienden la estructura de la realidad.
Renner recordó antiguos cuadros españoles que databan de la época de la Peste Negra en Europa, cuadros de hombres y mujeres vivos a los que atacaban malévolos muertos resucitados. Junto a los blancos, aquellos seres de arenisca roja tenían el mismo aspecto increíblemente flaco y huesudo de una malevolencia casi palpable.
—¿Y por qué la máquina del tiempo?
—El Mediador consideró que cierto incidente de la historia se había producido por falta de comunicación. Decidió corregirlo —la pajeña de Renner se encogió de hombros… con los brazos; un pajeño no podía alzar los hombros—. Eddie el Loco. Así era la sonda de Eddie el Loco. Quizás un poco más utilizable. Un vigilante del cielo (un meteorólogo, especialista también entre otros campos) encontró pruebas de que había vida en un mundo de una estrella próxima. Inmediatamente este Mediador, Eddie el Loco, quiso entrar en contacto con aquel mundo. Comprometió un enorme volumen de capital y de potencial industrial, tanto como para que afectara a la mayoría de nuestra civilización. Consiguió que se construyese la sonda, la dotó de una vela de luz y utilizó una batería de cañones láser para…
—Eso me suena a algo conocido.
—Exactamente. La sonda de Eddie el Loco se lanzó en realidad hacia Nueva Caledonia, mucho más tarde, y con un piloto distinto. Nosotros suponíamos que después nos localizaríais.
—Y así fue. Desgraciadamente el tripulante había muerto. Pero llegó hasta nosotros. Pero ¿por qué seguís llamándole la sonda de Eddie el Loco? Bueno, no importa —dijo Renner. Su pajeña reía entre dientes.
Había dos limusinas esperándoles a la salida del museo y habían levantado una escalera que conducía hasta la calle. Muchos pequeños automóviles biplazas pasaban bordeando la escalera sin disminuir la marcha y sin chocar.
Staley se detuvo al fondo de la escalera.
—¡Señor Renner! ¡Mire!
Renner miró. Junto a un gran edificio blanquecino se había detenido un vehículo; las calles no tenían bordillos. El chófer Marrón y su pasajero de pelo blanco descendieron y el Blanco caminó con viveza hasta doblar la esquina. El Marrón sacó dos palancas ocultas en la parte delantera y las aplicó a un lado del coche. Éste se desinfló como un acordeón, convirtiéndose en un objeto de medio metro de anchura. El Marrón se volvió luego y siguió al pajeño Blanco.
—¡Se pliegan! —exclamó Staley.
—Claro que sí —dijo la pajeña de Renner—. ¿Cómo sería si no el tráfico? Vamos, montemos en nuestros coches.
Así lo hicieron.
—No viajaría en una de esas pequeñas trampas mortales ni aunque me diesen todo el capital que tiene Bury.
—Son muy seguros —dijo la pajeña de Renner—. Es decir, no se trata de que el vehículo sea seguro, los que son seguros son los conductores. Por una parte, los Marrones no tienen mucho instinto territorial. Por otra, siempre andan pendientes de su coche, para que nada falle.
La limusina arrancó. Tras ellos aparecieron Marrones que empezaron a desmontar las escaleras.
Los edificios que les rodeaban eran siempre bloques cuadrados, las calles una especie de rejilla rectangular. Para Horvath la ciudad era claramente una ciudad hecha, proyectada, no algo que hubiese crecido naturalmente. Alguien la había planeado y había ordenado construirla desde los cimientos. ¿Serían todas así? La ciudad no reflejaba en absoluto la compulsión innovadora de los Marrones.
Y sin embargo, pensándolo bien, llegó a la conclusión de que sí se percibía, de que estaba presente. No en las cuestiones básicas, pero sí en cosas como la iluminación de la calle. En unos sitios había anchas fajas electrolumínicas a lo largo de los edificios. En otros había objetos semejantes a globos flotantes, pero el viento no los movía. Por todas partes se veían tubos que corrían a lo largo de los lados de las calles, o por el centro; o no había nada en absoluto que apareciese a la luz del día.
Y aquellos coches como cajas… todos eran sutilmente distintos, en el diseño de las luces o en las señales de las reparaciones, en la forma que tenían de plegarse los coches aparcados.
Las limusinas se detuvieron.
—Ya llegamos —dijo la pajeña de Horvath—. El zoo. La Reserva de Formas de Vida, para ser más exactos. Verán que está proyectado más en función de la comodidad de sus habitantes que en función de los espectadores.
Horvath y los demás miraron a su alrededor, desconcertados. Les rodeaban altos edificios rectangulares. No se veía por ninguna parte espacio abierto.
—A nuestra izquierda. ¡El edificio, señores, el edificio! ¿Hay alguna ley que prohiba instalar un zoo dentro de un edificio?
El zoo resultó tener seis plantas, con techos insólitamente altos para los pajeños. Era difícil determinar qué altura exacta tenían los techos. Parecían tan altos como el cielo. En la primera planta el techo era un despejado cielo azul, con pequeñas manchas de nubes y un sol de mediodía.
Cruzaron una vaporosa selva que parecía cambiar constantemente a medida que la cruzaban. Los animales no podían alcanzarles, pero resultaba difícil darse cuenta de que no podían. No parecían advertir que estaban en cautividad.
Había un árbol que parecía un inmenso látigo, con el mango profundamente hundido en la tierra, y que se extendía luego en una masa de hojas redondas. Un animal que era como un pajeño gigante miraba fijamente a Whitbread. Tenía agudas garras en las dos manos derechas y entre sus labios destacaban unos afilados colmillos.
—Era una variante del tipo porteador —dijo la pajeña de Horvath—, pero nunca pudimos domesticarlo. Supongo que se dan cuenta de por qué.
—¡Este ambiente artificial es asombroso! —exclamó Horvath—. Nunca he visto nada igual. Pero ¿por qué no construir parte del zoo al aire libre? ¿Por qué crear un ambiente cuando existe ya en la realidad?
—No sé exactamente por qué lo hicieron. Pero al parecer funciona.
El segundo piso era un desierto de seca arena. El aire era seco y balsámico, el cielo azul suave, y se oscurecía en amarillo marrón por el horizonte. En la arena crecían plantas carnosas sin espinas. Algunas tenían la forma de matas de azucenas. Muchas mostraban señales del mordisqueo de dientes. Pronto encontraron al animal propietario de aquellos dientes. Parecía un castor blanco sin pelo con dientes cuadrados y saltones. Les observó tranquilamente mientras pasaban.
En el tercer piso, llovía permanentemente. Los relámpagos relumbraban, a ilusorios kilómetros de distancia. Los humanos decidieron no entrar, pues no tenían ropa para protegerse de la lluvia. Los pajeños medio se disculparon, medio se enfadaron. No se les había ocurrido que la lluvia pudiese molestar a los humanos. A ellos les gustaba.
—Seguirá pasándonos constantemente —predijo la pajeña de Whitbread—. Os estudiamos, pero no os conocemos. Y vosotros estáis perdiéndoos algunas de las formas vegetales más interesantes del planeta. Quizás otro día, cuando suspendan la lluvia…
El cuarto piso no tenía nada de silvestre. Había incluso casitas redondeadas en cerros ilusoriamente distantes. Pequeños árboles en forma de sombrilla daban frutos rojos y azulados bajo un liso disco verde de follaje. Tras uno de ellos había un par de protopajeños. Eran pequeños, redondeados y barrigudos, y sus brazos derechos parecían haber encogido. Miraron al grupo de visitantes con ojos tristes; luego uno de ellos cogió un fruto azulado. Su brazo izquierdo era lo suficientemente largo para alcanzarlo.
—Otro miembro invisible de nuestra especie —dijo la pajeña de Horvath—. Extinto ahora, salvo en las reservas de formas de vida.
Parecía querer alejarse rápidamente de ellos. Encontraron a otra pareja en una parcela de melones del mismo tipo que los que habían comido los humanos para cenar, según indicó Hardy.
En un campo grande y herboso pacía plácidamente un grupo de seres de pezuñas y pelo lanudo. Uno de ellos hacía guardia, volviéndose constantemente para vigilar a los visitantes.
—Parece usted desilusionado. ¿Por qué? —dijo una voz detrás de Whitbread.
Whitbread se volvió sorprendido.
—¿Desilusionado? ¡No! Es fascinante.
—Me equivoqué —dijo su pajeña—. Me gustaría hablar unas palabras con el señor Renner. ¿Le importa dejarnos?
El grupo se había desparramado. No había posibilidad de perderse allí y todos disfrutaban del placer de sentir la hierba bajo los pies: largas y rizadas hojas verdes más esponjosas que la hierba ordinaria, muy parecidas a las alfombras vivas de las casas de la aristocracia y de los comerciantes ricos.
Renner miraba tranquilamente a su alrededor cuando sintió que se posaban en él unos ojos.
—¿Sí?
—Señor Renner, me da la sensación de que le desilusiona a usted un poco nuestro zoo.
Whitbread pestañeó. Renner frunció el ceño.
—Sí, y no entiendo por qué. No tendría por qué sentir esto. Es un mundo totalmente ajeno, expuesto aquí en beneficio nuestro. Whitbread, ¿siente usted lo mismo?
Whitbread asintió a regañadientes.
—¡Vaya! Eso es. Se trata de un mundo ajeno, expuesto aquí en beneficio nuestro, ¿no? ¿Cuántos zoos ha visto usted, en cuántos mundos?
Whitbread calculó mentalmente, y dijo:
—Seis incluyendo la Tierra.
—Y eran todos como éste, salvo que la ilusión es mejor. Nosotros esperábamos algo de una magnitud completamente distinta. Y no lo es. No es más que otro mundo distinto, salvo por los pajeños inteligentes.
—Parece razonable —dijo la pajeña de Whitbread. Quizás su voz tuviese un tono excesivamente forzado y los humanos recordaban que los pajeños no habían visto jamás un mundo distinto.
—Una lástima, sin embargo —añadió la pajeña—. Staley parece muy interesado. Y lo mismo Sally y el doctor Hardy. Pero ellos son profesionales.
Sin embargo, el piso siguiente fue una sorpresa.
El primero en salir del ascensor fue el doctor Horvath. Se quedó petrificado. Era una calle ciudadana.
—Creo que nos hemos equivocado… de puerta… —por un instante creyó que había perdido la razón.
La ciudad estaba desierta. Había unos cuantos vehículos en las calles, pero eran vehículos abandonados y destrozados, algunos con señales de fuego. Varios edificios se habían derrumbado, llenando la calle de montañas de escombros. Una masa móvil de color negro avanzó hacia ellos y se desvió luego en un enjambre, huyendo hacia los agujeros oscuros de una ladera de escombros, hasta que desapareció por completo.
A Horvath se le pusieron los pelos de punta. Cuando una mano alienígena tocó su codo, dio un salto.
—¿Qué pasa, doctor? Ustedes deben de tener también animales que han evolucionado para vivir en las ciudades.
—No —dijo Horvath.
—Las ratas —dijo Sally Fowler—. Y hay un tipo de insectos que viven sólo en los seres humanos. Pero creo que eso es todo.
—Nosotros tenemos muchos más —dijo la pajeña de Horvath—. Quizás podamos mostrarles unos cuantos. Aunque son muy asustadizos.
Desde lejos, los pequeños animales negros eran indiferenciables de las ratas. Hardy sacó una foto de un enjambre que corría a ocultarse. Esperaba que la foto resultase sensacional. Había un gran animal, muy liso, casi invisible, al que no distinguieron hasta que estuvieron delante de él. Era del color y de la forma del ladrillo por el que trepaba.
—Como un camaleón —dijo Sally. Luego tuvo que explicar cómo eran los camaleones.
—Ahí hay otro —dijo la pajeña de Sally, señalando a un animal color hormigón que subía por una pared gris—. No le moleste. Tiene dientes.
—¿Y dónde consiguen alimentos?
—En los jardines de las azoteas. Aunque también pueden comer carne. Y hay un insectívoro…
Les llevó hasta una azotea que quedaba a dos metros por encima del nivel de la calle. Había árboles frutales y verduras que crecían desordenadamente, y un pequeño bípedo sin brazos que sacaba una lengua retráctil de más de un metro de longitud. Parecía como si tuviese la boca llena de nueces.
En el sexto piso hacía un frío terrible. El cielo era gris plomo. La nieve giraba en torbellinos a lo largo de un infinito de heladas tundras. Hardy quería quedarse, pues había mucha vida en aquel infierno helado; a través del hielo crecían matorrales y árboles pequeños, y había un ser grande y pacífico que les ignoró, una especie de conejo de las nieves saltarín y peludo, con orejas en forma de plato y sin patas delanteras. A Hardy tuvieron que sacarle de allí casi por la fuerza; pues si se hubiese quedado mucho tiempo se habría congelado.
En el Castillo les esperaba la cena: alimentos procedentes de la MacArthur y rodajas de un cactus pajeño verde y plano de unos setenta y cinco centímetros de anchura por tres de grosor. La gelatina roja que contenía sabía casi a carne. A Renner le gustó, pero los otros no fueron capaces de comerlo. Del resto comieron como hambrientos, charlando animadamente entre bocado y bocado. Debía de ser el día de mayor duración lo que les despertaba aquel apetito.
—Tenemos cierta idea de lo que quiere ver un turista en una ciudad extraña —dijo la pajeña de Renner—, al menos sabemos lo que aparece en vuestras películas de viajes. Museos. Los edificios del gobierno. Monumentos. Piezas arquitectónicas únicas. Quizás las tiendas y los clubs nocturnos. Sobre todo, la forma de vivir de los nativos. —Hizo un gesto de disculpa—. Hemos tenido que omitir parte de esto. No disponemos de clubs nocturnos. El alcohol en cantidades pequeñas no nos produce ningún efecto. En cantidades grandes resulta mortal para nosotros. Tendréis oportunidad de oír nuestra música, pero, francamente, no creo que os guste.
»El gobierno es la asamblea de los Mediadores cuando se reúnen para hablar. Podría estar en cualquier sitio. Los que toman decisiones viven donde les parece, y en general se consideran obligados a respetar los acuerdos de sus Mediadores. Veréis algunos de nuestros monumentos. En cuanto a nuestra forma de vida, ya habéis tenido cierto tiempo para estudiarla.
—¿Y cómo vive el Blanco? —preguntó Hardy; luego su boca se abrió en un ruidoso bostezo.
—Tiene usted razón —dijo su pajeña—. Tenemos que llevarles a ver la residencia familiar de un miembro de la especie que da órdenes. Creo que podemos conseguir un permiso…
Los pajeños trataron del asunto.
—Yo también creo que podremos —dijo la pajeña de Sally—. Ya veremos. Bueno, creo que debemos retirarnos ya.
El cambio de tiempo había afectado a los humanos. Los doctores Horvath y Hardy bostezaron, pestañearon, parecieron sorprenderse, se excusaron y se fueron. Bury aún se sentía con fuerzas. Renner le preguntó qué rotación tenía su planeta. El, por su parte, llevaba suficiente tiempo en el espacio como para adaptarse a cualquier programa.
Pero el grupo se disgregaba. Sally dio las buenas noches y subió las escaleras, tambaleándose claramente. Renner sugirió que cantasen un poco, pero al no obtener el apoyo de nadie, renunció a la idea.
Torre arriba subía una escalera espiral. Renner penetró por un pasillo, movido por la curiosidad. Al llegar a una cámara neumática comprendió que debía conducir al balcón, el anillo liso que rodeaba la torre. No le importaba probar el aire de Paja Uno. Se preguntó si el balcón estaría realmente destinado al uso… y luego recordó un anillo que rodeaba una esbelta torre, y se preguntó si no estarían los pajeños jugando con el simbolismo freudiano.
Probablemente lo estuviesen haciendo. Siguió su camino, hasta su habitación.
Renner pensó al principio que se había equivocado de cuarto. La composición de colores era asombrosa: naranja y negro, completamente distintos de los apagados y pálidos marrones de la mañana. Pero el traje de presión que colgaba de la pared era el suyo, tenía el mismo diseño y los distintivos del rango en el pecho. Miró a su alrededor, intentando determinar si le gustaba el cambio.
Era el único cambio… no, la habitación era más cálida. La noche anterior hacía demasiado frío. Cruzó la habitación y comprobó en la alcoba donde dormían los pajeños. Sí, allí dentro hacía más frío.
La pajeña de Renner, apoyada en el quicio de la puerta, le observaba con la sonrisa habitual. Renner sonrió también, tímidamente. Luego continuó su inspección.
El cuarto de baño… el inodoro era distinto. Exactamente como el que él había dibujado. Pero no tenía agua. No tenía cisterna.
Pero qué demonios, sólo había un medio de probar un inodoro.
Cuando miró la taza vio que estaba resplandecientemente limpia. Echó en ella un vaso de agua y vio que corría sin dejar una gota. La superficie de la taza evitaba todo roce.
Tengo que decirle esto a Bury, pensó. Había bases en lunas sin aire, y mundos donde el agua, o la energía para reciclarla, eran escasas. Mañana. Tenía demasiado sueño.
El período de rotación de Levante era de veintiocho horas y 40,2 minutos. Bury se había adaptado bastante bien al día ordinario de la MacArthur, pero siempre era más fácil adaptarse a un día más largo que a uno más corto.
Esperó mientras su Fyunch(click) enviaba a su Marrón por café. Esto le hizo echar de menos a Nabil… y preguntarse si el Marrón sería más hábil que Nabil. Había subestimado gravemente el poder de los Marrones-y-blancos. Al parecer su pajeño podía tripular cualquier vehículo de Paja Uno, estuviese construido ya o no; aun así, actuaba como agente de alguien a quien Bury nunca había visto. La situación era compleja.
El Marrón regresó con café y con otra jarra, algo que tenía un tono marrón pálido y que no humeaba.
—¿Venenoso? Muy probablemente —dijo su Fyunch(click)—. Los contaminantes podrían perjudicarle, o las bacterias. Es agua, del exterior.
Bury no tenía la costumbre de ir con demasiada rapidez al negocio. Consideraba que a un comerciante demasiado ansioso podían engañarle mucho más fácilmente. No tenía conciencia de los miles de años de tradición que había tras esta opinión suya. En consecuencia, él y su contacto pajeño hablaron de muchas cosas…
—«De zapatos y naves y cera, de coles y reyes» —citó, e identificó cada una de estas cosas, por las que el pajeño mostró evidente interés. Al pajeño le interesaban sobre todo las diversas formas de gobierno de los humanos.
—Pero no creo que deba leer a ese Lewis Carroll —dijo— hasta que sepa mucho más de la cultura humana.
Luego Bury planteó otra vez el tema de los artículos de lujo.
—Los artículos de lujo. Sí, estoy de acuerdo, en principio —dijo el pajeño de Bury—. Si un artículo de lujo es fácilmente transportable, puede rendir aunque sólo sea por la disminución de los gastos de combustible. Eso debe regir incluso con su Impulsor de Eddie el Loco. Pero en la práctica existen restricciones entre nosotros.
Bury había pensado ya en unas cuantas.
—Dígame cuáles —pidió.
—El café. Los tés. Los vinos. Supongo que usted comercia también en vinos…
—Mi religión prohibe el vino. —Bury comerciaba indirectamente en el transporte de vinos de un mundo a otro, pero no creía que los pajeños quisiesen comerciar con vino.
—No importa. Nosotros no toleramos el alcohol, y no nos gusta el sabor del café. Puede que pase lo mismo con otros productos parecidos, aunque quizás merezca la pena probar.
—¿Y ustedes no comercian con artículos de lujo?
—No. Con poder sobre otros, seguridad, permanencia de costumbres y dinastías… Como siempre, hablo en nombre de los que dan órdenes. Cubrimos esos campos, en su nombre, pero también nos ocupamos de la diplomacia. Comerciamos con bienes duraderos, artículos de primera necesidad, trabajos técnicos… ¿Qué piensa usted de nuestras obras de arte?
—Podrían venderse a buen precio, hasta que se hiciesen corrientes. Pero creo que donde mejor podría desarrollarse nuestro comercio es en el campo de las ideas y de los proyectos.
—¿Sí?
—El inodoro de superficie antiadhesiva, y el principio que hay tras él. Varios superconductores, que construyen ustedes mejor que nosotros. Vimos una muestra en un asteroide. ¿Pueden ustedes reproducirlo?
—Estoy seguro de que los Marrones encontrarán el medio —contestó el pajeño—. En eso no habrá problema. Ustedes, desde luego, tienen mucho que ofrecer. Terreno, por ejemplo. Querremos comprar terreno para nuestras embajadas.
Probablemente se lo ofrecerían gratis, pensó Bury. Pero para aquella raza la tierra debía de tener un valor literalmente incalculable; sin los humanos jamás tendrían más de la que tenían por el momento. Y querrían tierra para asentamientos. Aquel mundo estaba superpoblado. Bury había visto las luces urbanas desde la órbita, un campo de luz alrededor de océanos oscuros.
—Tierra —repitió— y cultivos. Hay cultivos que crecen bajo soles muy parecidos a éste. Sabemos que pueden ustedes comer algunos de ellos. ¿Podrían cultivarse aquí con más eficacia que los productos del planeta? Los alimentos nunca resultan comercialmente productivos por los gastos de transporte, pero puede que las semillas sí.
—Supongo que tendrán ustedes también ideas que pueden vendernos.
—No lo sé. Vuestra inventiva es enorme y admirable.
El pajeño hizo un gesto cortés.
—Gracias. Pero no hemos hecho todo lo que se puede hacer. Tenemos un Impulsor de Eddie el Loco, por ejemplo, pero el generador del campo de fuerza que protege…
—Si me fusilasen, perderían ustedes al único comerciante de este sistema.
—Por Alá… quiero decir, ¿están las autoridades del Imperio tan decididas a guardar sus secretos?
—Quizás cambien de idea cuando conozcamos mejor a los pajeños. Además, yo no soy físico —dijo Bury suavemente.
—Ah. Bury, no hemos agotado el tema del arte. Nuestros artistas tienen libertad total y acceso inmediato a los materiales, y muy poca supervisión. En principio, el intercambio de obras de arte entre Paja y el Imperio facilitaría la comunicación. Aún no hemos intentado nunca dirigir nuestro arte a una mente alienígena.
—Los libros y las cintas pedagógicas del doctor Hardy contienen muchas de nuestras obras de arte.
—Debemos estudiarlas —el espejo de Bury bebió pensativo un trago de su agua sucia—. Hablemos del café y del vino. Mis compañeros han percibido… ¿cómo lo expresaría?… una fuerte inclinación cultural hacia el vino entre los científicos y los oficiales de la Marina humanos.
—Sí. Lugar de origen, fechas, marcas, capacidad para soportar la caída libre, qué vino va con cada comida —Bury hizo un gesto agrio—. Son cosas de las que oigo hablar, pero de las que prácticamente no sé nada. Me parece irritante y muy poco práctico el que algunas de las naves avancen con aceleración constante sólo para impedir que una botella de vino sedimente. ¿Por qué no se puede centrifugar el líquido tranquilamente después de desembarcar?
—¿Y el café? Todos toman café. El café varía según su origen, el suelo en que se cría, el clima, el método de tostado. Sé que es así. He visto vuestros almacenes.
—Tengo mucha mayor variedad a bordo de la MacArthur. Sí… y hay mucha diferencia también entre los bebedores de café. Diferencias culturales. En un mundo de origen norteamericano como Tabletop no soportarían la pócima oleaginosa que prefieren en Nuevo París, y les parece mucho más dulce y fuerte el café de Levante.
—Ah.
—¿Ha oído hablar del Blue Mountain de Jamaica? Crece en la misma Tierra, en una gran isla: la isla nunca fue bombardeada, y las mutaciones fueron eliminadas en los siglos que siguieron al derrumbe del Condominio. No puede comprarse. Las naves de la Marina lo llevan al palacio imperial de Esparta.
—¿Cómo sabe?
—Como ya he dicho, está reservado para la Casa Real… —Bury vaciló—. Muy bien. Pero ya me conoce. No volvería a pagar ese precio, pero no lo lamento.
—La Marina le menosprecia a usted por su falta de conocimientos en cuestión de vinos. —El pajeño de Bury no parecía sonreír; su suave expresión era la de un comerciante, se ajustaba a la del propio Bury—. Una estupidez por su parte, desde luego. Si supiesen todo lo que hay que saber sobre el café…
—¿Qué quiere decir?
—Tiene usted reservas de café a bordo. Enséñeles sobre el café. Utilice sus reservas para ese fin.
—¡Mis reservas no durarían una semana con los oficiales de un crucero de combate!
—Debería usted mostrarles que hay una similitud entre su cultura y la de ellos. ¿O no le agrada esta idea? No, Bury, no estoy leyéndole el pensamiento. Usted detesta a la Marina; tiende a exagerar las diferencias entre ellos y usted. ¿Cree que ellos piensan de igual modo? Le repito que no estoy leyendo su pensamiento.
Bury reprimió la furia que sentía crecer en su interior… y en aquel momento se dio cuenta. Supo por qué el alienígena seguía repitiendo aquella frase. Era para desconcertarle. En un marco comercial.
Bury desplegó una amplia sonrisa.
—Una semana de buena voluntad quizás merezca la pena. De acuerdo, seguiré su consejo cuando vuelva a la nave. Alá sabe que tienen mucho que aprender sobre el café. Quizás pueda enseñarles incluso a utilizar correctamente sus filtros.