26 • Paja Uno

PAJA UNO: Mundo parcialmente habitable del sector Trans-Saco de Carbón. Primario: enana amarilla G-2 aproximadamente a diez parsecs de Nueva Caledonia, sector central de la zona Trans-Saco de Carbón. Denominado generalmente la Paja del Ojo de Murcheson (q.v.) o la Paja. Masa 0,91 Sol; luminosidad 0,78 Sol.

Paja Uno tiene una atmósfera parcialmente tóxica, respirable con ayuda de filtros comerciales y de los normales de la Marina. Contraindicada en caso de afecciones cardíacas o de problemas enfisemáticos. Oxígeno: 16 por ciento. Nitrógeno: 79,4 por ciento. CO2: 2,9 por ciento. Helio: 1 por ciento. Compuestos hidrocarbúricos, incluidas acetonas: 0,7 por ciento.

Gravedad: 0,780 normal. El radio del planeta es de 0,84 y la masa de 0,57 normal Tierra; planeta de densidad normal. Período: 0,937 años normales, o 8.750,005 horas. El planeta se halla inclinado en 18 grados con eje semiprincipal de 0,93 UA (137 millones de kilómetros). Temperaturas frías, polos inhabitables y cubiertos de hielo. El clima de las regiones ecuatoriales y tropicales varía de templado a caliente. El día local es de 27,33 horas.

Hay una luna, pequeña y próxima. Es de origen asteroidal y la cara posterior tiene un cráter indentado característico, típico de los planetoides del sistema pajeño. El generador de fusión y la estación energético-radial de base lunar son fuentes esenciales de la civilización de Paja Uno.

Topografía: 50 por ciento de océano, excluidas las extensas capas de hielo. La superficie es lisa en la mayor parte del área terrestre. Hay cadenas montañosas bajas y muy erosionadas. Los bosques son muy escasos. Las tierras cultivables son objeto de una explotación extensiva.

Las características más sobresalientes son formaciones circulares visibles en todas partes. Las más pequeñas están tan erosionadas que apenas es posible detectarlas; y las mayores sólo pueden verse orbitando.

Aunque los rasgos físicos de Paja Uno tienen cierto interés, sobre todo para ecólogos interesados por los efectos de la vida inteligente en planetografía, el mayor interés de la Paja reside en sus habitantes…

Dos exploradores convergieron ante el transbordador y subieron a bordo figuras enfundadas en trajes espaciales. Los humanos y los pajeños examinaron la nave y los tripulantes que se habían trasladado a ella para ponerla en órbita se la entregaron de nuevo gustosos a los guardiamarinas y volvieron a la MacArthur. Los guardiamarinas ocuparon con impaciencia sus puestos en la cabina de control y examinaron el paisaje que se extendía debajo.

—Tenemos que decirles que todos los contactos con ustedes se harán a través de esta nave —dijo Whitbread a su pajeña—. Lo siento, pero no podemos invitarles a subir a bordo de la MacArthur.

La pajeña de Whitbread se encogió de hombros de modo muy humano para expresar su opinión sobre aquellas órdenes. La obediencia no le planteaba ninguna tensión, ni a ella ni a su humano.

—¿Qué harán con el transbordador cuando se vayan?

—Es un obsequio —contestó Whitbread—. Quizás le sirva para un museo. Hay cosas que el capitán quiere que sepan sobre nosotros…

—Y cosas que quiere ocultar. Lo comprendo.

Desde la órbita el planeta era todo círculos: mares, lagos, el arco de una cadena montañosa, la línea de un río, una bahía… Había una, erosionada y enmascarada por un bosque. Habría sido indetectable de no ser porque quedaba exactamente al otro lado de una cadena montañosa, quebrando la espina dorsal de un continente, lo mismo que el pie de un hombre aplasta una serpiente. Más allá, un mar del tamaño del Mar Negro mostraba una isla llana en su centro exacto.

—El magma debe de haber ascendido donde el asteroide rompió la corteza —dijo Whitbread—. ¿Se imaginan el ruido que debió de hacer?

La pajeña de Whitbread asintió.

—No me extraña que trasladasen ustedes todos los asteroides a los puntos troyanos. ¿Fue ésa la razón, verdad?

—No lo sé. Nuestros archivos no alcanzan hasta esa época. Supongo que los asteroides debían de ser más fáciles de minar. Y que sería más fácil construir una civilización sobre ellos, una vez agrupados.

Whitbread recordó que la Colmena era piedra fría sin rastro de radiación.

—¿Cuánto hace que sucedió todo eso?

—Oh, por lo menos diez mil años. ¿Hasta qué fecha alcanzan vuestros archivos más antiguos?

—No sé. Podría preguntarlo.

El guardiamarina miró hacia abajo. Estaban cruzando el límite de iluminación, que era una serie de arcos. El lado nocturno brillaba con una galaxia de ciudades. La Tierra había debido tener aquel mismo aspecto durante el Condominio; pero los mundos del Imperio jamás habían estado tan densamente poblados.

—Mira allí delante —indicó la pajeña de Whitbread, señalando el fleco de una llama en el borde del planeta—. Ésa es la nave de transferencia. Ahora podremos mostraros nuestro mundo.

—Creo que vuestra civilización es mucho más antigua que la nuestra —dijo Whitbread.

El equipo y los efectos personales de Sally estaban empaquetados y dispuestos en el vestíbulo del transbordador, y su minúsculo camarote parecía desnudo y vacío. Sally observaba ante la escotilla, la cabeza de flecha dorada de la MacArthur que iba aproximándose. Su pajeña no miraba.

—Yo, ejem, tengo una pregunta un poco delicada —dijo la Fyunch(click) de Sally.

Sally se volvió. Fuera, la nave pajeña se había colocado en posición paralela y se aproximaba una nave pequeña procedente de la MacArthur.

—Adelante.

—¿Qué hacen las humanas cuando no quieren tener hijos?

—Oh, querida —dijo Sally, riendo.

Era la única mujer entre casi un millar de hombres… y en una sociedad orientada hacia el varón. Sabía todo esto antes de ir, pero aún echaba de menos lo que ella consideraba charlas de muchachas. El matrimonio y los niños, y las tareas domésticas y los escándalos: formaban parte de la vida civilizada. No se había dado cuenta de hasta qué punto la formaban hasta que la sorprendió la rebelión de Nueva Chicago, y ahora tenía aún más nostalgia. A veces, desesperada, había hablado de recetas de cocina con los cocineros de la MacArthur como mísero sustituto, pero la única inteligencia femenina, además de la suya, en años luz a la redonda era… su Fyunch(click).

—Fyunch(click) —le recordó la alienígena—. No habría tocado el tema pero creo que debo saberlo… ¿Ha tenido usted niños a bordo de la MacArthur?

—¿Yo? ¡No! —Sally rió de nuevo—. ¡Ni siquiera estoy casada!

—¿Casada?

Sally habló a la pajeña sobre el matrimonio. Procuró no olvidar ningún supuesto básico. Resultaba difícil recordar que la pajeña era una alienígena.

—Esto debe de sonar un poco raro —concluyó.

—Como diría el señor Renner, «ven, no te ocultaré nada». —La imitación era perfecta, incluidos los gestos—. Las costumbres humanas me parecen extrañas. Dudo que adoptemos ninguna de ellas, dadas las diferencias psicológicas.

—Bueno… .

—El matrimonio es para tener niños. ¿Quién cuida a los niños nacidos sin matrimonio?

—Hay centros de caridad —contestó hoscamente Sally. Le resultaba difícil ocultar su disgusto.

—Supongo que usted nunca… —La pajeña se detuvo delicadamente.

—No, por supuesto que no.

—¿Cómo no? Yo no pregunto por qué no, sino cómo.

—Bueno, ya sabes que hombres y mujeres tienen que tener relaciones sexuales para hacer un hijo, lo mismo que ustedes… he examinado todo su cuerpo.

—Así que si no hay matrimonio, simplemente no… no hay unión…

—Así es. Por supuesto, una mujer puede tomar pildoras si le gustan los hombres y no quiere tener hijos.

—¿Pildoras? ¿Cómo funcionan? ¿Hormonas? —La pajeña parecía interesada, aunque algo distante.

—Eso mismo. —Habían hablado ya de las hormonas. También la psicología pajeña empleaba activadores químicos, pero su composición era muy distinta.

—Pero una mujer decente no las utiliza —sugirió la pajeña de Sally.

—No.

—¿Y cuándo se casará usted?

—Cuando encuentre el hombre adecuado. —Lo pensó un instante, vaciló y añadió—: Quizás le haya encontrado ya. —Y el maldito idiota puede estar casado ya con su nave, añadió para sí.

—¿Por qué no se casa con él, entonces? Sally se echó a reír.

—No quiero hacer nada precipitadamente. Puedo casarme cuando quiera. —Su cultivada objetividad le hizo añadir—: Bueno, cuando quiera dentro de los cinco años próximos. Si para entonces no me he casado seré una solterona.

—¿Solterona?

—La gente lo consideraría raro. —Curiosa ahora, preguntó—: ¿Y si una pajeña no quiere tener hijos?

—Nosotros no tenemos relaciones sexuales —dijo melindrosamente la pajeña de Sally.

Hubo un clunk casi inaudible cuando la nave superficie-órbita se situó al lado.

El vehículo de aterrizaje era una cabeza de flecha roma forrada de material ablativo. La cabina del piloto era una gran transparencia envolvente, y no había más ventanas. Cuando Sally llegó a la salida con su pajeña, se asombró al ver inmediatamente delante de ella a Horace Bury.

—¿Baja usted a Paja Uno, excelencia? —preguntó Sally.

—Sí, señora.

Bury parecía tan sorprendido como Sally. Al entrar en el tubo de conexión descubrió que los pajeños habían utilizado un viejo truco de la Marina: el tubo estaba presurizado con una presión inferior en el extremo inicial, de modo que los pasajeros pasaban flotando. El interior era sorprendentemente grande, con espacio para todos: Renner, Sally Fowler, el capellán Hardy (Bury se preguntó si el capellán volvería a la MacArthur cada domingo), el doctor Horvath, los guardiamarinas Whitbread y Staley, y dos suboficiales a los que Bury no reconoció; iba además un alienígena con cada humano, salvo tres. Consideró la distribución en los asientos con una ironía que sólo parcialmente ocultaba sus temores: cuatro delante, con un asiento pajeño al lado de cada uno de los asientos humanos. Cuando se fijaron a ellos, la ironía pareció aumentar. Les faltaba uno.

Pero el doctor Horvath pasó a la cabina de control y ocupó un asiento próximo al del piloto Marrón. Bury se colocó en la primera fila, donde sólo había dos asientos, y una pajeña ocupó el otro. El miedo se agolpó en su garganta. Alá es clemente, Él es único… ¡no! No había nada que temer y él no había hecho nada peligroso.

Y sin embargo… él estaba allí y la alienígena estaba a su lado, mientras tras él, en la MacArthur, cualquier accidente podría llevar a los oficiales de la nave a descubrir lo que había hecho con su traje de presión.

Un traje de presión es el artefacto más ligado a la identidad personal que puede poseer un hombre del espacio. Es mucho más personal que una pipa o un cepillo de dientes. Sin embargo, los demás habían expuesto sus trajes a los manejos de los Marrones invisibles. Durante el largo viaje hasta Paja Uno, el teniente Sinclair había examinado las modificaciones que habían introducido los Marrones.

Bury había esperado. Se enteró a través de Nabil de que los Marrones habían duplicado la eficacia de los sistemas de reciclaje. Sinclair había devuelto los trajes de presión a sus propietarios… y había comenzado a modificar de modo similar los trajes de los oficiales.

Uno de los tanques de aire del traje de Bury estaba trucado. Contenía medio litro de aire presurizado y dos miniaturas en animación suspendida. Los riesgos eran graves. Podían descubrirlo. Las miniaturas podían morir por las drogas de congelación y sueño. Algún día podría necesitar el aire que no había allí. Pero Bury siempre se había mostrado dispuesto a correr riesgos si los beneficios eran suficientes.

Cuando llegó el aviso, pensó que no había duda, que le habían descubierto. Había aparecido un suboficial de la Marina en la pantalla de su camarote, diciendo, «llamada para usted, señor Bury», y, sonriendo aviesamente, había conectado. Antes de que le diese tiempo a sorprenderse, Bury se encontró frente a un alienígena.

—Fyunch(click) —dijo el alienígena; ladeó la cabeza y los hombros—. Parece usted sorprendido. Supongo que conoce el término. Bury se había recobrado enseguida.

—Por supuesto. Pero no sabía que estuviese estudiándome un pajeño. —No le gustaba gran cosa la idea.

—No, señor Bury, acaban de asignarme a usted. Señor Bury, ¿ha pensado usted venir a Paja Uno?

—No, dudo que me permitan dejar la nave.

—El capitán Blaine ha dado permiso, si usted quiere ir. Señor Bury, estimaríamos mucho sus comentarios sobre las posibilidades de relaciones comerciales entre los pajeños y el Imperio. Parece probable que resulten provechosas para ambas partes.

¡Sí! Por las barbas del Profeta. Una oportunidad como aquélla… Bury había aceptado enseguida. Nabil podía ocuparse de los Marrones ocultos.

Pero ahora, sentado a bordo de la nave de aterrizaje, le resultaba difícil controlar sus temores. Miró al alienígena que estaba a su lado.

—Soy el Fyunch(click) del doctor Horvath —dijo la pajeña—. Relájese usted. Estos vehículos están bien diseñados.

—Ah —exclamó Bury, y se relajó.

Lo peor había pasado horas atrás. Nabil habría introducido ya sin ningún problema el falso tanque en la cámara neumática principal de la MacArthur con centenares más, y allí estaría seguro. La nave alienígena era, sin duda, superior a los artefactos humanos similares, aunque no fuese más que por el deseo de los pajeños de evitar riesgos a los embajadores humanos. Pero no era aquel descenso lo que mantenía el miedo agolpado en su garganta…

Sintió un leve balanceo. El descenso había empezado.

Para sorpresa de todos, el viaje fue aburrido. Hubo cambios esporádicos de gravedad, pero ninguna turbulencia. Por tres veces distintas sintieron clunks casi subliminales como si estuviesen bajando el tren de aterrizaje, y una sensación de balanceo. La nave se había detenido.

Salieron a una cámara presurizada. El aire era bueno pero sin aroma, y sólo podían ver la gran estructura hinchada que les rodeaba. Miraban hacia atrás, hacia la nave, sin el menor recato.

Tenía ahora la forma de un deslizador con alas como de gaviota. Los bordes de la disparatada cabeza de flecha habían desarrollado una desconcertante variedad de alas y aletas.

—Un viaje increíble —dijo Horvath jovialmente al unirse a ellos—. Cambia de forma todo el vehículo. No hay bisagras en las alas, las aletas salen como si estuviesen vivas… ¡Los huecos de los propulsores se abren y se cierran como bocas! Tendrían que haberlo visto. Si el teniente Sinclair desciende alguna vez, tendrán que darle el asiento de la ventanilla —exclamó. No advirtió las miradas furiosas.

Al fondo del edificio se abrió una cámara neumática y entraron tres pajeños del tipo Marrón-y-blanco. El miedo se agolpó de nuevo en la garganta de Bury cuando se separaron, uniéndose cada uno de ellos a los tres oficiales de la Marina, mientras el otro se acercaba directamente a él.

—Fyunch(click) —dijo.

Bury notaba la boca muy seca.

—No tema —dijo el pajeño—. No puedo leer su pensamiento.

Era sin lugar a dudas lo peor que podía decir el pajeño si deseaba tranquilizar a Bury.

—Me han dicho que es la profesión de ustedes. El pajeño se hecho a reír.

—Es mi profesión, pero no puedo hacerlo. Lo único que puedo saber es lo que usted me muestre.

Aquello no correspondía en absoluto a la impresión que tenía Bury. El pajeño debía de haber estudiado a los humanos en general; sólo eso.

—Usted es macho —advirtió.

—Soy joven. Los otros eran hembras cuando llegaron junto a la MacArthur. Señor Bury, tenemos vehículos fuera y un lugar de residencia para usted, muy cerca. Venga a ver nuestra ciudad, y luego podremos hablar de negocios.

Le cogió un brazo con sus dos pequeños brazos derechos; aquel contacto le resultaba muy extraño. Bury se dejó conducir a la cámara neumática.

«No tenga miedo. No puedo leer su pensamiento», había dicho, leyendo su pensamiento. En varios mundos redescubiertos del Primer Imperio se hablaba de individuos que eran capaces de leer el pensamiento, pero no se había comprobado ningún caso concreto, gracias a la misericordia de Alá. Aquel ser afirmaba que no sabía leer el pensamiento; y era un ser muy extraño. El contacto con él no le producía repugnancia, aunque las gentes de la cultura de Bury detestaban que las tocasen. Pero Bury había visto demasiadas costumbres extrañas y había conocido a demasiados pueblos y razas para preocuparse de sus prejuicios infantiles. Sin embargo, aquel pajeño resultaba tranquilizadoramente extraño… y Bury no había oído que ningún Fyunch(click) actuase de aquel modo. ¿Estaba intentando tranquilizarle?

Sólo podría haberle tentado la esperanza de beneficio; beneficio sin techo, sin límite, beneficio sin esfuerzo. Ni siquiera la terraformación de los mundos de Nueva Caledonia, que hiciera el Primer Imperio, había exigido el poder industrial necesario para mover los asteroides hasta los puntos troyanos de Paja Beta.

—Un buen producto comercial —decía el pajeño— no debe ser grande y aparatoso. Nosotros podríamos indicar artículos que son escasos aquí y abundan en el Imperio; y a la inversa. Y obtener grandes beneficios…

Se unieron a los otros en la cámara neumática. Grandes ventanas mostraban el aeropuerto.

Bury asintió. Alrededor del pequeño campo había rascacielos, altos y cuadrados, muy juntos, con sólo un cinturón de verde saliendo de la ciudad hasta el este. Un accidente de aviación sería un desastre; pero los pajeños no construían aviones que pudiesen tener accidentes.

Había tres vehículos de superficie, limusinas, dos de pasajeros y otro para equipajes, y los asientos humanos ocupaban dos tercios del espacio de cada uno. Bury pensó que a los pajeños no les importaba amontonarse. En cuanto se sentaron los conductores, que eran Marrones, pusieron en marcha los vehículos. Éstos corrían silenciosamente, con una suave sensación de poder, y el viaje era sumamente agradable. Los motores estaban emplazados en los altos neumáticos globulares, muy parecidos a los de los coches de los mundos del Imperio.

Altos y feos edificios se alzaban sobre ellos hasta el cielo. Las negras calles eran anchas y estaban atestadas; los pajeños conducían alocadamente. Pequeños vehículos se pasaban unos a otros en intrincados caminos circulares con centímetros de margen. El tráfico no era del todo silencioso. Había un apagado pero firme ronroneo que quizás fuese producto de todos los centenares de motores funcionando a la vez, y a veces se oían cartas de sonidos agudos que muy bien podían ser maldiciones.

Cuando los humanos dejaron de preocuparse de un posible choque, advirtieron que todos los demás conductores eran también Marrones. La mayoría de los coches llevaban un pasajero, a veces Marrón-y-blanco, a veces blanco puro. Estos Blancos eran mayores que los Marrones-y-blancos y tenían la piel más limpia y sedosa; eran los que maldecían mientras sus conductores guardaban silencio.

Horvath, el Ministro de Ciencias, se volvió a los humanos que iban sentados detrás de él.

—Me he fijado en los edificios al descender… hay jardines en las terrazas de todos. Bueno, señor Renner, ¿se alegra de haber venido? Esperábamos que viniese un oficial de la Marina, no contábamos con usted.

—Pareció más razonable enviarme a mí —dijo Kevin Renner—. Yo era el oficial disponible a bordo, como dijo el capitán. No tendré que trazar rutas ni rumbos durante un tiempo.

—¿Y por eso le enviaron a usted? —preguntó Sally.

—No, creo que lo que realmente convenció al capitán fue que chillé y grité y amenacé con retener la respiración. Lo cierto es que tenía muchas ganas de venir. Y vine.

Sally, al ver cómo el oficial se inclinaba hacia delante en su asiento, pensó en el perro que saca la cabeza por la ventanilla de un coche al viento.

Apenas sí habían advertido los caminos que subían por las fachadas de los edificios, en los que se podía ver perfectamente a los peatones. Había más Blancos y Marrones-y-blancos, y… otros.

Un ser alto y simétrico caminaba como un gigante entre los Blancos. Debía de tener unos tres metros de altura y una cabeza pequeña sin orejas que parecía sumergida bajo los voluminosos músculos de los hombros. El impresionante ser llevaba dos cajas inmensas debajo de los brazos. Caminaba como una apisonadora, firme e imparable.

—¿Que es eso? —preguntó Renner.

—Obrero —contestó la pajeña de Sally—. Porteador. No muy inteligente…

Había otro ser que Renner miraba con detenimiento, pues su piel era de un color rojo orín, como si hubiese estado sumergida en sangre. Era del tamaño de su propia pajeña, pero con una cabeza más pequeña, y cuando alzaba y flexionaba las manos derechas mostraba dedos tan largos y delicados que Renner pensó en las arañas amazónicas. Tocó el hombro de su Fyunch(click) y señaló.

—¿Y eso?

—Médico. Emm Dee —dijo la pajeña de Renner—. Nosotros somos una especie diferenciada, como habrá comprendido ya. Ellos son todos parientes, como si dijéramos…

—Ya. ¿Y los Blancos?

—Son los que dan órdenes. Había uno a bordo de la nave, ya debe de saberlo.

—Ya, lo sospechábamos. —Al menos el Zar. ¿En qué otra cosa acertaría?

—¿Qué piensa usted de nuestra arquitectura?

—Fea. Espantosamente industrial —dijo Renner—. Ya suponía que sus ideas de belleza serían distintas a las nuestras, pero… ¿tienen ustedes una norma de belleza?

—Bueno, no le ocultaré nada. La tenemos. Pero no se parece a la de ustedes. No entiendo aún por qué a los humanos les gustan los arcos y las columnas…

—Simbolismo freudiano —dijo Renner. Sally carraspeó.

—Eso es lo que dice siempre la pajeña de Horvath, pero yo nunca he oído una explicación coherente —dijo la pajeña de Renner—. Aparte de eso, ¿qué piensa usted de los vehículos?

Las limusinas eran totalmente distintas a los vehículos de dos pasajeros que pasaban junto a ellos. Tampoco había dos biplazas que fuesen iguales; los pajeños no parecían haber descubierto las ventajas de la producción en serie. Pero todos los demás vehículos que habían visto eran pequeños, como un par de motocicletas, mientras que los humanos iban en unos vehículos majestuosos y aerodinámicos de suaves curvas, brillantes y pulidos.

—Son muy bellos —dijo Sally—. ¿Los diseñaron para nosotros?

—Sí —contestó su pajeña—. ¿Acertamos?

—Plenamente. Nos halaga mucho —dijo Sally—. Debió de ser un gasto considerable…

Renner miró a su lado y se quedó mudo de asombro.

Había habido castillos como aquél en los Alpes tiroleses de la Tierra. Aún estaban allí, respetados por las bombas; pero Renner sólo había visto copias en otros mundos. Ahora un castillo de cuento de hadas, de altas torres, se alzaba entre los cuadrados edificios de la ciudad pajeña. En un extremo había un alto minarete circundado de un pequeño balcón.

—¿Qué lugar es ése? —preguntó Renner.

—Vivirán ustedes ahí —contestó la pajeña de Sally—. Es un edificio presurizado y hermético, con garaje y coches a su disposición.

—Son ustedes unos magníficos anfitriones —dijo Horace Bury, rompiendo el admirado silencio.

Le llamaron desde el principio el Castillo. No había duda de que había sido diseñado y construido exclusivamente para ellos. Había sitio suficiente para unas treinta personas. Su belleza y su lujo seguían la tradición de Esparta… con unas cuantas notas sorprendentes.

Whitbread, Staley, Sally y los doctores Hardy y Horvath sabían controlarse. Retuvieron la risa cuando sus Fyunch(click) les mostraron sus respectivas habitaciones. Los técnicos especiales Jackson y Weiss se vieron forzados al silencio y se les advirtió que no dijesen tonterías. El pueblo de Horace Bury tenía estrictas tradiciones de hospitalidad; además, para él todas las costumbres eran extrañas salvo las levantinas.

Pero el pueblo de Renner respetaba la franqueza; y la franqueza, según él había descubierto, hacía la vida más fácil a todos. Salvo en la Marina. En la Marina había aprendido a mantener la boca cerrada. Afortunadamente su Fyunch(click) tenía puntos de vista similares a los suyos.

Revisó el apartamento que le habían asignado. Cama doble, vestidor, un gran armario, un sofá y una mesita de café; todo recordaba vagamente las cosas que les había enseñado a los pajeños. Era cinco veces mayor que su cabina de la MacArthur.

—Magnífica habitación —dijo muy satisfecho; olfateó: no olía a nada—. Hicieron un gran trabajo con el filtrado de aire.

—Gracias.

La ventana iba del suelo al techo, de pared a pared. La ciudad se alzaba sobre él; la mayor parte de los edificios que se veían eran mayores que el Castillo. Renner descubrió que estaba mirando directamente hacia una calle de la ciudad con un magnífico crepúsculo en el que se dibujaban todos los matices del rojo. Los peatones eran una apresurada horda de masas coloreadas, predominantemente Rojos y Marrones, pero también algunos Blancos. Miró un rato y luego se volvió.

Había una alcoba junto a la cabecera de su cama. Miró dentro. Contenía un vestidor y dos muebles de extraño aspecto que Renner reconoció. Recordaban lo que la Marrón había hecho con la cama del camarote de Crawford.

—¿Dos? —preguntó.

—Nos asignarán un Marrón.

—Le enseñaré una palabra nueva. Se llama «intimidad». Se refiere a la necesidad humana…

—Sabemos lo que es la intimidad —dijo la pajeña—. ¡No estará usted sugiriendo que deba aplicarse entre un hombre y su Fyunch(click)! Renner asintió solemnemente.

—Pero… Pero… Renner, ¿es que no tiene usted respeto a la tradición?

—¿Cómo?

—No, no lo tiene. Maldita sea. Muy bien, Renner. Pondremos una puerta aquí. ¿Con cierre?

—Sí. Y he de añadir que probablemente los demás piensen lo mismo, lo digan o no.

La cama, el sofá, la mesita, no mostraban ninguna de las innovaciones pajeñas conocidas. El colchón quizás fuese demasiado duro, pero qué demonios. Renner echó una ojeada al cuarto de baño y se echó a reír. El inodoro era como los de caída libre, parecido a los del transbordador, tenía una cisterna dorada, tallada en forma de cabeza de perro. La bañera era… extraña.

—Tengo que probar esa bañera —dijo Renner.

—Ya me dirá lo que le parece. Hemos visto algunas fotografías de bañeras entre las imágenes que nos enseñaron, pero parecen ridículas, dada la anatomía humana.

—Desde luego. Nadie ha diseñado nunca una bañera decente. ¿No había inodoros entre las imágenes que visteis?

—Aunque parezca extraño, no.

—Vaya, vaya —dijo Renner; e hizo un boceto de uno. Cuando acabó, su pajeña dijo:

—¿Cuánta agua utilizan?

—Mucha. Demasiada para las naves espaciales.

—Bueno, veremos lo que se puede hacer.

—Ah, y es mejor que pongan otra puerta entre el cuarto de baño y la sala.

—¿Más intimidad?

—Sí.

La cena aquella noche fue como una cena solemne del viejo hogar de Sally en Esparta, pero extrañamente modificada. Los criados (silenciosos, atentos, respetuosos, guiados por el anfitrión, que, por deferencia al rango, era la pajeña del doctor Horvath) eran obreros de un metro y medio de altura. La comida procedía de la MacArthur, salvo un aperitivo, un fruto parecido al melón, endulzado con una salsa amarilla.

—Les garantizamos que no es venenoso —aseguró la pajeña de Renner—. Hemos encontrado algunos alimentos que podemos garantizar, y estamos buscando más. Pero en cuanto al gusto, tendrán que ir probando.

La salsa mataba el sabor amargo del melón y la combinación resultaba deliciosa.

—Esto quizás sea explotable comercialmente —dijo Bury—. Sería mejor que nos lleváramos las semillas, no el melón mismo. ¿Es difícil el cultivo?

—En absoluto, aunque requiere una técnica especial —respondió el pajeño de Bury—. Les daremos la oportunidad de examinar el suelo. ¿Ha visto usted más cosas que le parezcan adecuadas para el comercio?

Bury frunció el ceño y miró su plato. Nadie había reparado en aquellos platos. Todo era oro: platos, cubiertos, incluso las botellas de vino, aunque imitaban el más fino cristal. Pero no podían ser de oro, porque no conducían el calor; y eran simples copias de los utensilios de plástico de caída libre del transbordador de la MacArthur, e incluso llevaban estampadas las mismas marcas de fábrica.

Todos esperaban la respuesta de Bury. Las posibilidades comerciales influirían profundamente en la relación entre Paja y el Imperio.

—En el recorrido hasta el Castillo estuve buscando artículos de lujo entre ustedes. No vi ninguno salvo en los objetos diseñados concretamente para los seres humanos. Quizás no pudiese identificarlos.

—Conozco la palabra, pero nosotros no nos ocupamos gran cosa de los lujos. Nosotros (hablo, claro está, en nombre de los que dan órdenes) insistimos más en el poder, el territorio y el mantenimiento de una casa y una dinastía. Lo que nos interesa es proporcionar un puesto adecuado en la vida a nuestros hijos.

Bury archivó la información: «Hablo en nombre de los que dan órdenes». Estaba tratando, pues, con un criado. No. Un agente. Debía tener en cuenta eso. Y determinar hasta qué punto eran válidas las promesas de su Fyunch(click).

Sonrió y dijo:

—Qué lástima. Los artículos de lujo son excelentes para el comercio. Supongo que comprenderá mi problema al buscar artículos comerciales si le digo que para mí apenas si sería provechoso comprarles oro.

—Eso mismo había pensado yo. Tenemos que ver si encontramos algo más valioso.

—¿Obras de arte, quizás?

—¿Arte?

—Permítame —dijo la pajeña de Renner; pasó a hablar su lenguaje, con sonidos muy rápidos y agudos, durante unos veinte segundos y luego miró a su alrededor, a los reunidos—. Perdón, pero era más rápido así.

—Entendido —dijo el pajeño de Bury—. ¿Querrían ustedes los originales?

—A ser posible.

—Desde luego. Para nosotros la copia es tan buena como el original. Tenemos muchos museos; organizaremos algunas visitas.

Se hizo evidente que aquellas visitas les complacían mucho a todos.

Cuando volvieron de la cena, Whitbread casi se echó a reír al ver que ya había una puerta en el cuarto de baño. Su pajeña se dio cuenta y dijo:

—El señor Renner dijo algo sobre la intimidad. —Señaló luego la puerta que ahora cerraba su alcoba.

—Oh, no era necesario eso —dijo Whitbread. No estaba acostumbrado a dormir solo. ¿Quién hablaría con él hasta que se durmiese de nuevo si se despertaba en mitad de la noche?

Alguien llamó a la puerta. El técnico especial Weiss; de Tabletop, recordó Whitbread.

—Señor, ¿puedo hablar con usted en privado?

—Desde luego —dijo la pajeña de Whitbread, y se retiró a la alcoba. Los pajeños habían entendido muy pronto la idea de intimidad. Whitbread pasó a Weiss a la habitación.

—Señor, tenemos un problema —dijo Weiss—. Jackson y yo, quiero decir. Bajamos a ayudar, ya sabe, a transportar el equipaje y limpiar y cosas así.

—Bien. No tendrán que hacer nada de eso. Todos tenemos asignado un Ingeniero.

—Lo sé, señor, pero es más que eso. Jackson y yo tenemos asignado un Marrón cada uno. Y, y…

—Y los Fyunch(click).

—Exactamente.

—Bueno, hay ciertas cosas de las que no se puede hablar. —Los dos suboficiales estaban estacionados permanentemente en la cubierta hangar y no sabían gran cosa sobre la tecnología del Campo.

—Sí, señor, sabemos eso. No se puede contar historias de guerra, ni se puede hablar de las armas ni del impulsor de la nave.

—Muy bien. Por lo demás, están ustedes de vacaciones. Viajando en primera clase, con un criado y un guía nativo. Disfruten. No digan nada por lo que el Zar pudiera mandar colgarles, no se molesten en preguntar dónde está el barrio libertino de la ciudad, y no se preocupen por los gastos. Diviértanse, y recen porque no les envíen de nuevo arriba en el próximo vehículo.

—De acuerdo, señor —Weiss sonreía abiertamente—. ¿Sabe? Por eso ingresé en la Marina. Mundos extraños. Esto es lo que nos prometen los reclutadores.

—«Lejanas ciudades doradas…» También a mí me lo prometieron.

Después de esto Whitbread se acercó al ventanal. La ciudad brillaba con un millón de luces. La mayoría de los vehículos pequeños había desaparecido, pero las calles seguían vivas, con inmensos y silenciosos camiones. Los peatones habían disminuido. Whitbread localizó a un ser alto y flaco que corría entre los Blancos como si éstos fuesen objetos estacionarios. Se situó detrás de un inmenso porteador y desapareció.