Horace Bury observaba a las pajeñas de treinta centímetros de estatura que jugaban detrás de la pantalla de alambre.
—¿Muerden? —preguntó.
—No lo han hecho aún —contestó Horvath—. Ni siquiera cuando los biotécnicos les extrajeron muestras de sangre.
Bury le desconcertaba. El Ministro de Ciencias, Horvath, se consideraba muy capaz para juzgar a la gente (cuando abandonó la ciencia para entrar en la política, tuvo que aprender deprisa), pero no podía descubrir cuáles eran los procesos mentales de Bury. La fácil sonrisa del comerciante era sólo una fachada pública; tras ella, y sin emociones, Bury observaba a los pajeños como Dios juzgando una creación dudosa.
Bury pensaba: qué feos son. Qué horror. Al menos podrían ser útiles como animales domésticos… Avanzó hasta un agujero que había en la red, lo bastante grande para un brazo pero no para un pajeño.
—Detrás de la oreja —sugirió Horvath.
—Gracias.
Bury se preguntó si se acercaría alguna a investigar su mano. Se acercó la más delgada, y Bury le rascó detrás de la oreja, cuidadosamente, pues la oreja parecía frágil y delicada. Pareció gustarle.
Son espantosos como animales domésticos, pensó Bury, pero podrían venderse a varios miles cada uno. Durante un tiempo. Antes de que dejasen de ser novedad. Era mejor actuar en todos los planetas simultáneamente. Si se crían en cautividad, y podemos mantenerlos alimentados, y si dejo de vender antes de que la gente deje de comprar…
—¡Por Alá…! ¡Me ha quitado el reloj!
—Les encantan los aparatos. Habrá visto usted esa linterna que les dimos.
—A mí eso no me importa, Horvath. ¿Cómo voy a recuperar mi reloj? Por Alá… ¿cómo consiguió soltarlo?
—Entre y sáquelo. O déjeme a mí. —Horvath lo intentó; el espacio era demasiado grande y la pajeña no quería devolver el reloj; Horvath renunció—. No quiero molestarlas demasiado.
—¡Horvath, ese reloj vale ochocientas coronas! No sólo indica la hora y la fecha sino que… —Bury hizo una pausa—. En realidad, es a prueba de golpes. Anunciamos que cualquier golpe que pueda parar un Cronos matará también al propietario. No creo que pueda romperlo.
La pajeña examinaba el reloj de pulsera de forma serena y concentrada. Bury se preguntó si habría gente a quien aquellos gestos le resultasen cautivadores. Ningún animal doméstico se comportaba así. Ni siquiera los gatos.
—¿Hay cámaras filmando?
—Por supuesto —dijo Horvath.
—Quizás a mi empresa le interese comprar esta secuencia. Para fines publicitarios.
Esto era algo, pensaba Bury. Ahora se acercaba a ellos una nave pajeña, y Cargill se iba en un transbordador a algún sitio. Nunca conseguía sacarle nada a Cargill, pero le acompañaría Buckman. Quizás al final pudiera sacarle algún beneficio al café que bebía el astrofísico…
La idea le entristeció confusamente.
Aquel transbordador era el mayor de los vehículos que había en la cubierta hangar. Tenía un cuerpo elevado, con una superficie lisa arriba que se ajustaba a una de las paredes del hangar. Tenía escotillas de acceso propias, para llegar a la cámara neumática desde las regiones habitables de la MacArthur porque, normalmente, la cubierta hangar estaba en condición de vacío.
A bordo del transbordador no había ni generador de Campo Langston ni Impulsor Alderson. Pero su impulsor era eficaz y potente y tenía un depósito de combustible considerable, aun sin los tanques portátiles. El casco de protección ablativo del morro servía para un reingreso en una atmósfera terrestre de hasta veinte kilómetros por segundo, o varios reingresos si podían realizarse más lentamente. Estaba diseñado para una tripulación de seis individuos, pero podía llevar más. Podía ir de planeta en planeta, pero no viajar entre estrellas. Vehículos espaciales más pequeños que aquel transbordador de la MacArthur habían hecho historia una y otra vez.
Había media docena de hombres viviendo en él ahora. Uno de ellos había sido desplazado de su sitio para dejar espacio a Crawford cuando le había expulsado de su cabina una alienígena de tres brazos.
Cargill sonrió al ver esto.
—Me llevaré a Crawford —decidió—. Sería una vergüenza trasladarle de nuevo. Lafferty como timonel. Tres soldados… —Se inclinó sobre su lista de tripulantes—. Staley como guardiamarina—. Se alegraría mucho de tener una posibilidad de demostrar su valía, y cumplía las órdenes con bastante asiduidad.
El interior del transbordador estaba limpio y pulido, pero había pruebas de las reparaciones chapuceras de Sinclair a lo largo de la pared de estribor donde los lásers de la Defiant habían atravesado el caparazón ablativo; pese a las largas distancias en que se había desarrollado la lucha el transbordador había recibido graves daños.
Cargill extendió sus cosas en la única habitación cerrada y revisó los posibles rumbos que podía emprender. A aquella distancia podían ir todo el camino a tres gravedades. Porque la roca no tuviese una planta de fusión no iban a creer a ciegas que estaba deshabitada.
Jack Cargill recordó la velocidad con que la pajeña había reconstruido el gran filtro de su cafetera. ¡Incluso sin saber a lo que sabía el café! ¿Estarían más allá de la fusión? Dejó sus utensilios y se puso un traje de presión, una prenda tejida muy ajustada al cuerpo, lo bastante porosa para permitir que saliese el sudor, con un control de temperatura de regulación automática; con la ayuda de aquella tela tupida, su propia piel podía soportar la salida al espacio. El casco iba sellado en el cuello. En caso de combate, sobre aquella vestimenta se colocaba una pesada armadura, pero para realizar inspecciones bastaba aquello.
Desde el exterior no se veía señal alguna de daño o reparación. Parte del casco calorífico colgaba por debajo del morro del transbordador como una gran pala, dejando al descubierto las ventanas de la sala de control y la parte frontal del arma principal del vehículo: un cañón láser.
En caso de combate el primer deber del transbordador era realizar observaciones y enviar informes. A veces procuraba situarse como un torpedo sobre una nave de combate enemiga blindada. Contra las naves pajeñas, que carecían de Campo, aquel cañón era más que suficiente.
Cargill inspeccionó las armas del vehículo con más detenimiento de lo habitual. Temía ya a los pajeños. En esto era casi único; pero no lo sería eternamente.
La segunda nave alienígena era mayor que la primera, pero los cálculos de su masa dependían en gran medida de factores variables: la aceleración (conocida), el consumo de combustible (que se deducía de la temperatura del impulsor), temperatura de funcionamiento (que se deducía del espectro de radiación, cuya cúspide se encontraba en la región de los rayos X suaves) y eficiencia (pura especulación). La masa, considerada en su conjunto, parecía demasiado pequeña: aproximadamente del tamaño de una nave humana de tres tripulantes.
—Pero ellos no son hombres —indicó Renner—. Cuatro pajeños pesan tanto como dos hombres, pero no necesitan tanto espacio. No sabemos el equipo que llevan, el armamento ni la protección. Las paredes delgadas no parecen asustarles, y eso les permite construir cabinas mayores…
—Está bien —le interrumpió Rod—. Si no sabe, dígalo.
—No sé.
—Gracias —dijo pacientemente Rod—. ¿Hay algo de lo que esté seguro?
—Aunque parezca extraño, sí, señor. La aceleración. Ha sido constante en tres cifras significativas desde que localizamos la nave. Pero resulta extraño. Normalmente uno acciona el impulsor para mantenerlo al máximo, y corrige los pequeños errores sobre la marcha… y si dejas el impulsor solo, aún sigue habiendo diferencias. Para mantener la aceleración constante como ellos hay que estar controlándola constantemente.
Rod se rascó la nariz.
—Es una señal. Están diciéndonos exactamente adonde van.
—Sí, señor. Y vienen hacia aquí. Están diciéndonos que les esperemos —Renner esbozó una sonrisa extraña y feroz—. Bueno, sabemos algo más, capitán. El contorno transversal de la nave ha disminuido desde que la localizamos. Probablemente hayan abandonado algunos tanques de combustible.
—¿Cómo ha descubierto eso? ¿No tiene que estar el objetivo en tránsito sobre el sol?
—Normalmente sí. Pero aquí bloquea el Saco de Carbón. Hay suficiente luz saliendo del Saco de Carbón para permitirnos un buen cálculo del área transversal de la nave. ¿Se ha dado cuenta, capitán, de los colores del Saco de Carbón?
—No. —Blaine se rascó de nuevo la nariz—. El que se desprendan de tanques de combustible no parece muy propio de una nave de guerra, ¿verdad? Pero no es ninguna garantía. Lo único que nos dicen es que tienen prisa.
Staley y Buckman ocupaban los asientos traseros de la cabina de control triangular del transbordador. Mientras el vehículo se alejaba a una gravedad, Staley observaba cómo el Campo de la MacArthur se cerraba tras ellos. Frente al negro del Saco de Carbón el crucero de batalla parecía hacerse invisible. No había nada que mirar más que el cielo.
La mitad de aquel cielo era Saco de Carbón, sin estrellas salvo un cálido punto rosado a varios grados del borde. Era como si el universo terminase allí. Como un muro, pensó Horst.
—Mira eso —dijo Buckman, y Horst dio un salto—. Hay gente en Nueva Escocia que le llama la Cara de Dios. ¡Idiotas supersticiosos!
—Exactamente —dijo Horst. Las supersticiones eran absurdas.
—¡Desde aquí no parece en absoluto un hombre, y es diez veces más impresionante! Me gustaría que el marido de mi hermana pudiese verlo. Pertenece a la Iglesia de Él.
Horst asintió en la semioscuridad.
Desde cualquiera de los mundos humanos conocidos, el Saco de Carbón era un agujero negro en el cielo. Lo lógico hubiera sido esperar que fuese negro también allí. Pero ahora que sus ojos se ajustaban a la situación, Horst veía rastros de brillo rojo dentro del Saco de Carbón. La materia nebular parecía una serie de capas de visillos de gasa, como sangre extendida sobre el agua. Cuanto más grande parecía, más profundo podía verse en él. Ondas y torbellinos y corrientes parecían poseer una profundidad de años luz en el gas y el polvo sostenidos en el vacío.
—¡Os imagináis, tener que tocarme de cuñado un eliano! Intenté educar un poco a ese idiota —dijo Buckman enérgicamente—, pero no me escucha.
—Creo que nunca he visto un cielo más hermoso. ¿Toda esa luz viene del Ojo de Murcheson, doctor Buckman?
—No parece posible, ¿verdad? Hemos intentado localizar otras fuentes, fluorescencia, estrellas UV rodeadas de polvo… si hubiese masa allí dentro las habríamos localizado con los indicadores de masas. Eso no es tan probable, Staley. El Ojo no está tan lejos del Saco de Carbón.
—Un par de años luz.
—Bueno, ¿y qué? La luz viaja más deprisa que eso, si tiene vía libre. —Los dientes de Buckman brillaron a la desmayada luz multicolor del tablero de control—. Murcheson perdió una magnífica oportunidad al no estudiar el Saco de Carbón cuando pudo hacerlo. Por supuesto estaba en el peor lado del Ojo, y probablemente no se aventurase mucho más allá del punto de ruptura… ¡Y ha sido una suerte para nosotros, Staley! ¡Nunca imaginé una oportunidad como ésta! ¡Una espesa masa interestelar, y una supergigante roja exactamente en el borde como iluminación! Mire, mire el punto adonde señalo, Staley, hacia donde fluyen las corrientes. ¿Ve que hay como un remolino? Si su capitán me permitiese utilizar una vez la computadora de la nave, podría demostrar que ese remolino es una protoestrella en proceso de condensación. O que no lo es.
Buckman tenía un rango temporal superior al de Staley, pero era un civil. El cualquier caso, no debía hablar de aquel modo del capitán.
—Nosotros utilizamos la computadora para otras cosas, doctor Buckman.
—Desgraciadamente —dijo Buckman.
Su mirada pareció perderse de nuevo; su alma se perdía en aquel velo enorme de oscuridad rojiza.
—Pero quizás no la necesitemos —dijo—. Los pajeños deben de haber estado observando el Saco de Carbón durante toda su historia; centenares de años, millares quizás. Especialmente si han creado una seudociencia del estilo de la astrología. Si pudiéramos hablar con ellos…
—Nos preguntamos —dijo Staley— por qué tiene usted tanto interés en venir con nosotros.
—¿Cómo? ¿Se refiere a ir a ver esa roca? Staley, a mí no me importa para qué la utilizaba la pajeña. Lo que quiero saber es por qué los puntos troyanos están tan sobrecargados.
—¿Y cree que encontrará la clave aquí?
—Quizás en la composición de la roca. Hay posibilidades de que así sea.
—Podré ayudarle allí —dijo lentamente Staley—. Sauron, mi planeta natal, tiene un cinturón de asteroides e industrias mineras. Algo aprendí sobre eso de mis tíos. En otros tiempos pensé que yo también podría ser un buen minero. —Se detuvo bruscamente, esperando que Buckman trajese a colación un tema desagradable.
—Me pregunto —dijo Buckman— qué esperará encontrar aquí el capitán…
—Me lo dijo. Sabemos sólo una cosa sobre esa roca —dijo Staley—. La pajeña estaba interesada en ella. Cuando sepamos por qué, sabremos algo sobre los pajeños.
—No demasiado —gruñó Buckman.
Staley se tranquilizó. O bien Buckman no sabía por qué Sauron era un planeta deshonrado, o… ¿Tacto? ¿Buckman? Difícilmente.
El bebé pajeño nació cinco horas después de que el transbordador abandonase la MacArthur camino del asteroide. El nacimiento fue muy parecido al de los perros, considerando la relación distante entre la madre y los perros. Y sólo nació uno, del tamaño aproximado de una rata.
Acudió mucha gente aquel día, tripulación, oficiales y científicos. Hasta el capellán encontró una excusa para bajar.
—Mire, el brazo inferior izquierdo es mucho más pequeño —dijo Sally—. Teníamos razón, Jonathon. Los pequeños proceden de los pajeños grandes.
Alguien pensó que había que llevar a la pajeña grande a ver al recién nacido. No pareció interesarse lo más mínimo por el nuevo pajeño en miniatura; pero emitió sonidos dirigidos a las otras. Una de ellas sacó el reloj de Horace Bury de debajo de un cojín y se lo entregó a la grande.
Rod observaba las actividades que se desarrollaban alrededor del pajeño recién nacido cuando podía. Parecía muy activo para ser un recién nacido, de sólo unas horas de existencia, pues mordisqueaba coles y parecía capaz de caminar, aunque normalmente le ayudase a hacerlo la madre.
Entretanto, la nave pajeña seguía acercándose; y si había algún cambio en su aceleración era demasiado pequeño para que la MacArthur lo detectara.
—Llegarán aquí en setenta horas —dijo Rod a Cargill a través del transmisor láser—. Quiero que esté de vuelta en sesenta. No deje a Buckman empezar nada que no pueda acabar en ese límite. Si entran en contacto con alienígenas, díganmelo rápido… y no intenten hablar con ellos a menos que no puedan evitarlo.
—De acuerdo, capitán.
—No son órdenes mías, Jack. Son de Kutuzov. A él no le hace muy feliz esta excursión. Limítense a inspeccionar la roca y volver.
La roca quedaba a treinta millones de kilómetros de distancia de la MacArthur, veinticinco horas de viaje de ida y otras veinticinco de viaje de vuelta a una gravedad. Con cuatro gravedades el tiempo se reduciría a la mitad. No era bastante, pensaba Staley, para que mereciese la pena soportar cuatro gravedades.
—Pero podríamos ir a una gravedad y media —sugirió Cargill—. No sólo sería más rápido el viaje sino que nos cansaríamos más deprisa. No podríamos movernos mucho por allí. El transbordador no parecía tan atestado.
—Una idea inteligente —dijo con entusiasmo Cargill—. Una brillante sugerencia, señor Staley.
—¿Lo haremos entonces?
—No, no lo haremos.
—Pero… ¿por qué no, señor?
—Porque a mí no me gusta soportar esa gravedad. Porque se consume más combustible, y si consumimos demasiado combustible la MacArthur puede tener que entrar en la gigante gaseosa para el viaje de regreso. No hay que desperdiciar jamás combustible, señor Staley. Puede necesitarse más tarde. Y además, es una idea estúpida.
—Sí, señor.
—Las ideas estúpidas son para los casos de emergencia. Uno las utiliza cuando no puede hacer otra cosa. Si funcionan quedan consagradas. Pasan a figurar en el Libro. Si no hay que seguir el Libro, que es básicamente una colección de ideas estúpidas que funcionaron… —Cargill sonrió ante la expresión de desconcierto de Staley—. Permítame que le hable de una que yo conozco por el Libro…
Para un guardiamarina siempre era el momento de recibir una lección. Staley ocuparía puestos más elevados que aquél, si tenía capacidad y si sobrevivía.
Cargill terminó su relato y miró la hora.
—Duerma algo, Staley. Ocupará usted el control más tarde, a la vuelta.
Desde lejos el asteroide parecía oscuro, áspero y poroso. Efectuaba una rotación completa en treinta y una horas; extrañamente lento, según Buckman. No había ninguna señal de actividad: ni movimiento ni radiación ni flujo anómalo de neutrinos. Horst Staley buscó variaciones de temperatura, pero no descubrió ninguna.
—Creo que esto lo confirma —informó—. El lugar está vacío. Cualquier forma de vida desarrollada de Paja Uno necesitaría calor, ¿no es cierto?
—Así es.
El vehículo avanzó hacia la superficie del asteroide. Las irregularidades que habían hecho que la roca pareciese porosa desde lejos se convirtieron en bolsas y luego en grandes agujeros de tamaño variable. Evidentemente, meteoritos. Pero ¿tantos?
—Ya les dije que los puntos troyanos estaban sobrecargados —explicó Buckman muy contento—. Probablemente el asteroide pase a través de la espesura del racimo troyano regularmente… Pero déme un primer plano de ese gran agujero de allí, Cargill.
La pantalla quedó casi ocupada por un pozo negro. Alrededor de él se veían pozos más pequeños.
—No se ve ningún indicio de cráter —dijo Cargill.
—Se ha dado cuenta, ¿verdad? Ese maldito asteroide está hueco. Por esto tiene tan poca densidad. En fin, no está habitado ahora, pero debió de estarlo. Incluso se tomaron la molestia de proporcionarle una rotación cómoda. —Buckman se volvió—. Cargill, investigaremos detenidamente ese asteroide.
—Sí, pero no usted. Examinará la roca un equipo de la Marina.
—¡Eso entra dentro de mi competencia, demonios!
—Yo he de velar por su seguridad, doctor. Lafferty, dé la vuelta por el otro lado de la roca.
La parte trasera del asteroide era un enorme cráter en forma de copa.
—Tiene muchos cráteres pequeños… y son realmente cráteres. No son agujeros —dijo Cargill—. Doctor, ¿qué le parece eso?
—No lo entiendo. No puede ser una formación natural…
—¡Fue excavado! —exclamó Staley.
—Aunque parezca extraño, es precisamente lo que estaba pensando yo —dijo Cargill—. El asteroide fue desplazado utilizando instrumentos termonucleares, haciendo explotar las bombas progresivamente en el mismo cráter para canalizar el impulso. Eso ya se ha hecho antes. Déme un registro de radiaciones, guardiamarina.
—Desde luego, señor. —Salió y volvió al cabo de un minuto—. Nada, señor. Está frío.
—¿De veras? —Cargill fue a comprobar la lectura personalmente. Cuando acabó contempló todos los instrumentos y frunció el ceño—. Frío como el corazón de un pirata. Si utilizaron bombas, hicieron un trabajo magnífico. No me sorprendería que así fuese.
El transbordador siguió bordeando la montaña voladora.
—Eso podría ser una cámara neumática. Eso de allá. —Staley señaló una capa de piedra elevada a la que rodeaba una especie de diana de arquero de un naranja desvaído.
—Sin duda, pero no creo que consiguiéramos abrirla. Es mejor que entremos por uno de los agujeros meteoríticos. De todos modos… miraremos más detenidamente. Lafferty, descendamos.
En sus informes le llamaron el Asteroide Colmena. La roca estaba llena de cámaras interiores sin suelo ligadas por canales demasiado pequeños para los hombres. Todos llenos de secas y asimétricas momias. Fuesen cuales fuesen los milagros realizados por los constructores, la gravedad artificial no era uno de ellos. Los corredores iban en todas direcciones; las cámaras más grandes y las salas de almacenaje estaban llenas de huecos de almacenamiento, salientes donde sujetarse y puntos de anclaje para tender cables.
Las momias flotaban por todas partes, secas y flacas, con la boca abierta todas ellas. Variaban de un metro a metro y medio de longitud. Staley eligió varias y las cargó en el transbordador.
Había también maquinaria, incomprensible para Staley y sus hombres, congelada en el vacío. Staley arrancó una de las máquinas más pequeñas de la pared. La eligió por sus formas extrañas, no por el uso que pudiera darle; ninguna de las máquinas estaba completa.
—No hay metal —informó Staley—. Volantes de piedra y cosas que parecen circuitos integrados… cerámica con impurezas, cosas de ese tipo. Pero muy poco metal, señor.
Avanzaban al azar. Por fin llegaron a una cámara central. Era gigantesca, y también lo era la máquina que la dominaba. Cables que podían haber sido superconductores de energía convencieron a Staley de que aquélla era la fuente energética del asteroide; pero no había rastro de radiación.
Cruzaron estrechos pasajes entre extraños bloques de piedra, y encontraron al fin una gran caja metálica.
—Ábrala —ordenó Staley.
Lafferty utilizó su láser para cortar el metal. Observaron cómo el estrecho rayo verde caía sobre el metal plateado de la caja sin conseguir cortarlo. ¿Adonde irá la energía?, se preguntaba Staley. ¿Podrían de algún modo estar bombeando energía ellos? El calor que sintió en la cara le indicó la respuesta.
Observó el indicador termométrico. La caja estaba casi al rojo en toda su superficie. Cuando Lafferty desvió el láser, la caja se enfrió rápidamente; pero manteniendo la misma temperatura en todos sus puntos.
Un superconductor de calor. Staley silbó en el micrófono de su traje y se preguntó si podría encontrar una muestra más pequeña. Luego intentó utilizar tenazas con la caja, y ésta cedió como sí fuese de lata. Luego salió una capa arrancada por las tenazas. Arrancaron varias más con sus manos, protegidas por los guanteletes.
Era imposible hacer un mapa de la Colmena con sus estrechos y curvados pasadizos. Les era difícil saber dónde estaban; pero fueron dejando señales a su paso y utilizaron instrumentos de rayos protónicos para medir las distancias entre las paredes.
Las paredes de los pasadizos tenían el grosor de una cáscara de huevo por el interior. Por el exterior no eran mucho más gruesas. El asteroide colmena no podía haber sido un lugar seguro para vivir.
Pero la pared que había bajo el cráter tenía un espesor de varios metros.
Radiación, pensó Staley. Allí tenía que haber radiación residual. Si no habrían excavado aquella pared lo mismo que las otras, para disponer de más espacio.
Se había producido sin duda una disparatada explosión demográfica allí.
Y luego algo los había matado a todos.
Y ahora no había ninguna radiación. ¿Cuánto hacía que había sucedido todo aquello? El lugar estaba cubierto de pequeños agujeros meteoríticos; hileras de agujeros en las paredes. ¿Cuánto haría?
Staley miró pensativo el pequeño y pesado artefacto pajeño que Lafferty y Sohl transportaban manualmente a través del pasadizo. El cimentado de vacío… y la trayectoria de las partículas elementales a través de una cara interna. Eso podría indicar a los científicos civiles de la MacArthur cuánto hacía que estaba abandonado el asteroide colmena; pero él ya sabía una cosa. El asteroide era viejo.