17 • El desahucio del señor Crawford

El guardiamarina Whitbread llegó a su hamaca mucho antes de lo que había supuesto. Se hundió beatíficamente en la red y cerró los ojos… y abrió uno al sentir otros sobre él.

—Sí, señor Potter —dijo, suspirando.

—Señor Whitbread, me gustaría mucho que hablase usted con el señor Staley.

No era lo que él esperaba. Abrió el otro ojo.

—¿Por qué?

—No sé lo que pasa. Ya sabe cómo es, no se queja nunca, es capaz de dejarse morir antes que quejarse. Pero anda paseando como un robot, y no habla apenas con nadie salvo cuando le obliga la cortesía. Come solo… usted le conoce más que yo, y pensé que podría descubrir el motivo.

—Está bien, Potter. Lo intentaré. Cuando me despierte —cerró los ojos; Potter aún seguía allí—. Dentro de ocho horas, Potter. No puede ser tan urgente.

En otra parte de la MacArthur el piloto jefe Renner se encontraba en un camarote no mucho mayor que su litera. Era el tercer teniente, pero dos científicos habían pasado a ocupar la cabina de Renner, y el tercer teniente se había trasladado a otro camarote que compartía con un oficial de la infantería de marina.

Renner se incorporó de pronto en la oscuridad, persiguiendo mentalmente algo que podría haber sido un sueño. Luego encendió la luz y comenzó a accionar el tablero de intercomunicación del camarote, que le resultaba poco familiar. El operador que contestó mostró un notable control de sí mismo: ni gritó ni nada parecido.

—Póngame con la señorita Sally Fowler —dijo Renner.

El operador estableció el contacto, sin comentarios. Debe de ser un robot, pensó Renner. Sabía el aspecto que tenía.

Sally no estaba dormida. Ella y el doctor Horvath acababan de instalar a la pajeña en la cabina del oficial artillero. Su expresión y su voz cuando dijo «Sí, señor Renner» informaron a éste de que tenía en cierto modo el aspecto de un cruce de hombre y topo… Un notable logro de comunicación no verbal.

—Me acordé de una cosa —dijo Renner—. ¿Tiene usted su computadora de bolsillo?

—Desde luego —la sacó y se la enseñó.

—Pruébela, por favor.

Sally, algo desconcertada, trazó letras sobre la superficie lisa de la caja y planteó un pequeño problema, luego otro más complejo que exigía la ayuda de la computadora de la nave. Luego pidió una ficha de datos personales al azar a la memoria de la nave.

—Funciona perfectamente.

La voz de Renner tenía un tono somnoliento.

—¿Es cierto que la pajeña la desmontó y volvió a montarla?

—Lo es. Lo mismo hizo con la pistola de usted.

—Pero ¿una computadora de bolsillo? Sabe usted que eso es imposible, ¿no?

Ella pensó que era una broma.

—No, no lo sabía —dijo.

—Pues lo es. Pregúntele al doctor Horvath. —Renner colgó y volvió a dormirse.

Sally se puso en contacto con el doctor Horvath, que entraba entonces precisamente en su cabina. Le dijo lo de la computadora.

—Pero esas computadoras son un gran circuito integrado. Ni siquiera intentamos repararlas… —Horvath murmuró otras cosas para sí.

Mientras Renner dormía, Horvath y Sally despertaron al personal de ciencias físicas. Ninguno pudo dormir gran cosa en toda la noche.

En una nave espacial la «mañana» es una cosa relativa. El turno de mañana es de 0400 a 0800, período en que las especies humanas dormirían normalmente; pero en el espacio es distinto. Tanto en el puente como en las salas de máquinas se necesita un equipo completo sea la hora que sea. Como oficial de vigilancia, Whitbread hacía una guardia de cada tres, pero existía en la MacArthur gran confusión. Había apagado los relojes de la mañana y del mediodía para disfrutar de ocho deliciosas horas de sueño; sin embargo, se hallaba despierto en el comedor de oficiales a las 0900.

—No me pasa nada —protestó Horst Staley—. No sé qué te hace pensar eso. Olvídalo.

—De acuerdo —dijo Whitbread tranquilamente. Eligió zumo y cereales y los colocó en su bandeja. Iba detrás de Staley en la cola de la cafetería, lo que era bastante natural, pues había entrado después.

—Aunque agradezco tu preocupación —le dijo Staley. No había en su voz el menor rastro de emoción.

Whitbread asintió con un gesto. Cogió su bandeja y le siguió. Staley eligió como siempre una mesa vacía. Whitbread se sentó con él.

En el Imperio había numerosos mundos en que las razas dominantes eran blancos caucasianos. En esos mundos las imágenes de los carteles que llamaban a alistarse en la Marina siempre se parecían a Horst Staley. Tenía la mandíbula cuadrada, los ojos azul hielo. Su cara era toda ella planos y ángulos, bilateralmente simétricos y sin expresión. Tenía la espalda muy recta, los hombros anchos, el vientre liso y duro y bordeado de músculos. Constituía un agudo contraste frente a Whitbread, que había tenido que luchar durante toda su vida con un problema de peso, y era como mínimo ligeramente redondeado por todas partes.

Comieron en silencio un largo desayuno. Por último, con tono excesivamente despreocupado, Staley preguntó, como si tuviera que hacerlo obligatoriamente:

—¿Qué tal tu misión?

Whitbread estaba preparado.

—Terrible. Lo peor fue la hora y media que la pajeña estuvo contemplándome. Mira. —Whitbread se levantó, dobló la cabeza hacia un lado y hundió las rodillas y bajó los hombros, como para ajustarse a un ataúd invisible de ciento treinta centímetros de altura—. Así durante hora y media. Una tortura, te lo aseguro. —Se sentó de nuevo—. No hacía más que pensar que ojalá te hubiesen elegido a ti.

Staley se ruborizó.

—Yo me ofrecí voluntario.

—Era mi vez. Tú fuiste uno de los que aceptaron la rendición de la Defiant, en Nueva Chicago.

—¡Dejé que aquel maníaco robara la bomba!

Whitbread posó el tenedor.

—¿Cómo?

—¿No lo sabías?

—Desde luego que no. ¿Crees que Blaine iba a contárselo a toda la tripulación? Ahora recuerdo que viniste muy nervioso de aquella misión. Nos preguntábamos por qué.

—Ahora ya lo sabes. Hubo quien intentó renunciar. El capitán de la Defiant no le dejó, pero podría haberlo hecho. —Staley hizo un gesto con la mano—. Me robó la bomba. ¡Y yo se lo permití! Habría dado cualquier cosa por tener la oportunidad de… —Staley se levantó bruscamente, pero Whitbread fue lo bastante rápido para cogerle por el brazo.

—Siéntate —dijo—. Puedo explicarte por qué no te eligieron.

—¿Es que puedes leerle el pensamiento al capitán? —Hablaban en voz baja por acuerdo tácito. Las divisiones interiores de la MacArthur tenían aislamiento sonoro, de todos modos, y sus voces, aunque bajas, eran muy claras.

—Adivinar el pensamiento de los oficiales es una buena práctica para un guardiamarina —dijo Whitbread.

—Dime entonces por qué. ¿Fue por la bomba?

—Indirectamente. Te habrías sentido tentado a demostrar de lo que eras capaz. Pero aun sin eso, tienes demasiado aspecto de héroe, Horst. Perfecta forma física, magníficos pulmones, entrega absoluta y ningún sentido del humor.

—Yo también tengo sentido del humor.

—No, no lo tienes.

—¿Que no?

—Ni rastro. La ocasión no exigía un héroe, Horst. Necesitaban a alguien al que no le importase quedar en ridículo por un buen motivo.

—Bromeas. Maldita sea, nunca sé exactamente cuándo estás bromeando.

—No sería una ocasión muy adecuada. No me burlo de ti, Horst. Escucha, no debería haberte contado esto. Estuviste viéndolo todo, ¿verdad? Sally me dijo que aparecía mi imagen en todas las pantallas de telecomunicación, en directo, en color y en tres dimensiones.

—Así es —dijo Staley con una breve sonrisa—. Deberían haberte enfocado la cara. Sobre todo cuando empezaste a gritar. No nos avisaron de ningún modo. Y nos sorprendió mucho oír cómo gritabas a la alienígena de pronto.

—¿Qué habrías hecho tú?

—Otra cosa. No sé. Seguiría órdenes, supongo. —Los ojos de hielo se achicaron—. No habría intentado resolverlo con un grito, ¿comprendes?

—¿Quizás un segundo de láser sobre el tablero de control? Para eliminar el campo de fuerza…

—No sin órdenes.

—¿Y qué me dices del lenguaje de signos? Estuve un rato haciendo gestos, esperando que la alienígena me entendiese, pero no me entendió.

—No podíamos ver eso. ¿Por qué?

—Ya te lo dije —explicó Whitbread—. La misión exigía alguien dispuesto a burlarse de sí mismo si era necesario. Piensa las veces que oíste a los demás reírse de mí mientras traía a la pajeña.

Staley asintió.

—Ahora olvídalo y piensa en la pajeña. ¿Qué te parece su sentido del humor? ¿Te gustaría que una pajeña se riese de ti, Horst? Nunca podrías estar seguro de si se reía o no; no sabes cómo es o cómo habla…

—No digas tonterías.

—Lo único que todos sabían era que la situación exigía a alguien capaz de descubrir si los alienígenas querían hablar con nosotros. No se necesitaba un héroe que defendiese el honor imperial. Ya habrá tiempo de sobra para eso cuando sepamos lo que nos aguarda. Ya habrá entonces tareas suficientes para los héroes, Horst. Siempre las hay.

—Es tranquilizador —dijo Staley. Había acabado el desayuno. Se levantó y se alejó deprisa, con la espalda muy recta, dejando a Whitbread pensativo.

Bueno, pensó Whitbread. Lo intenté. Y puede que…

En una nave de guerra el lujo siempre es algo relativo.

El artillero Crawford tenía una cabina que era del tamaño de su litera. Cuando levantaba la litera tenía espacio para cambiarse de ropa y un pequeño lavabo para lavarse los dientes. Para bajar la litera, al irse a dormir, tenía que salir al pasillo; y al ser alto para la talla de la Marina, Crawford se vio obligado a acostumbrarse a dormir encogido.

Una cama y una puerta con cierre, en vez de una hamaca o una serie de literas: lujo. Habría sido capaz de luchar por conservarlo; pero no había tenido posibilidad alguna. Ahora tenía que estar allí apretado mientras un monstruo alienígena ocupaba su cabina.

—No mide más de un metro de altura, así que le servirá —dijo Sally Fowler juiciosamente—. Aun así, es una habitación muy pequeña. ¿Creen que podrá soportarlo? Si no tendríamos que acomodarla en la sala de oficiales.

—Yo vi la cabina de su nave. No era mayor. Creo que podrá soportarlo —dijo Whitbread.

Era demasiado tarde para intentar dormir en la sala artillera, y tenía que decirles a los científicos todo lo que sabía: al menos eso serviría si Cargill le preguntaba por qué había estado atosigando a Sally.

—Supongo —añadió— que estará alguien vigilándola por el intercom.

Sally asintió. Whitbread la siguió a la sala de los científicos. Parte de la estancia estaba aislada por una red de alambre dentro de la cual se encontraban las dos miniaturas. Una de ellas mordisqueaba la cabeza de una col, utilizando cuatro brazos para sujetarla contra el pecho. La otra, con el abdomen hinchado por la preñez, jugaba con una linterna.

Exactamente igual que un mono, pensó Whitbread. Era la primera oportunidad que tenía de observar a las miniaturas. Tenían el pelo más tupido, y motas marrones y amarillas donde la grande tenía un pelo totalmente marrón claro. Los cuatro brazos eran casi iguales, cinco dedos en las manos izquierdas y seis en las derechas; pero los brazos y los dedos eran todos ellos delgados y con las mismas articulaciones. Sin embargo los músculos del hombro superior izquierdo estaban fijados a la parte superior del cráneo.

¿Qué otro motivo podría tener esto que el de proporcionar mayor fuerza y equilibrio?

Le encantó el que Sally le condujese a una mesita de un rincón, separada de donde los biocientíficos se rascaban la cabeza y discutían escandalosamente. Cogió café para los dos y preguntó a Sally por la extraña musculatura de las miniaturas; no era precisamente lo que le apetecía hablar con ella, pero era un principio…

—Creemos que se trata de un vestigio —dijo ella—. Evidentemente no lo necesitan; los brazos izquierdos no tienen, de todos modos, envergadura suficiente para realizar trabajos pesados.

—¡Entonces las pequeñas no son monos! Son crías de las grandes.

—O ambas son crías de algún otro ser. Tenemos ya más de dos clasificaciones. Mire.

Se volvió hacia la pantalla de intercomunicación en la que apareció una imagen de la habitación de la pajeña.

—Parece muy contenta —dijo Whitbread; sonrió al ver lo que estaba haciendo la pajeña—. Al señor Crawford no va a gustarle lo que está haciendo con su litera.

—Al doctor Horvath no le parece oportuno impedírselo. Puede hurgar todo lo que quiera mientras respete el aparato de intercomunicación.

La pajeña había acortado y doblado la litera. Le había dado una forma sumamente extraña, no sólo por las complejas articulaciones de su espalda, sino también porque al parecer dormía de costado. Había cortado y cosido el colchón y doblado y retorcido el somier. Había hecho encajes para sus dos brazos derechos, y una especie de pozo para la protuberancia del hueso de la cadera, y un saliente en la parte superior para que le hiciese de almohada…

—¿Por qué dormirá sólo del lado derecho? —preguntó Whitbread.

—Quizás pueda defenderse mejor con el izquierdo, si alguien la sorprende mientras duerme. El brazo izquierdo es mucho más fuerte.

—Puede ser. Pobre Crawford. Puede que la pajeña tema que intente cortarle el cuello una noche. —Observó que la pajeña comenzaba a manipular la lámpara—. Es de ideas fijas, ¿verdad? Podríamos sacar algo en limpio de todo esto. Quizás introduzca mejoras.

—Quizás. ¿Ha visto usted dibujos del alienígena diseccionado?

Parecía una maestra. Ya tenía edad para serlo, además; pero era demasiado bonita, pensó Whitbread.

—Sí, los he visto —contestó.

—¿Advierte usted alguna diferencia?

—El color de la piel es distinto. Pero eso no tiene importancia. El otro llevaba cientos de años en animación suspendida.

—¿Nada más?

—Creo que el otro era más alto. Aunque no estoy seguro.

—Mire la cabeza de ésta.

—No veo nada especial —dijo Whitbread, frunciendo el ceño.

Sally utilizó su computadora de bolsillo. La máquina ronroneó levemente indicando que había establecido comunicación con la memoria central de la nave. En algún punto de la MacArthur un láser recorría líneas holográficas. La memoria de la nave contenía todo lo que sabía la Humanidad sobre los pajeños. La computadora localizó la información que Sally quería; en la superficie de la caja lisa apareció un dibujo.

Whitbread lo estudió y luego miró a la pantalla donde estaba la pajeña.

—La frente ¡Es más inclinada!

—Eso es lo que nosotros pensamos, el doctor Horvath y yo.

—No es fácil darse cuenta. Como tiene la cabeza tan ladeada…

—Lo sé. Pero no hay duda. Creemos que las manos son también distintas. Aunque la diferencia sea muy pequeña.

Sally frunció el ceño y aparecieron tres cortas arrugas entre sus cejas marrones. Se había cortado el pelo muy corto para el espacio, y el ceño fruncido y el pelo corto la hacían parecer muy eficiente. Esto no le gustó a Whitbread.

—Así que tenemos tres tipos distintos de pajeños —dijo—. Y sólo cuatro pajeños. Esto significa un porcentaje muy alto de mutación, ¿no le parece?

—Yo… No me sorprendería… —Whitbread recordó las lecciones de historia que había dado el capellán Hardy a los guardiamarinas durante el viaje—. Están atrapados en este sistema. Embotellados. Si tuviesen una guerra atómica, tendría que seguir viviendo después, ¿no es cierto? —pensó en la Tierra y se estremeció.

—No hemos descubierto ninguna prueba de guerras atómicas.

—Salvo el porcentaje de mutación. —Sally se echó a reír.

—Argumenta usted en círculos. De cualquier modo, no tiene sentido. Ninguno de estos tres tipos puede considerarse una deformación. Están todos muy bien adaptados y perfectamente sanos… salvo el muerto, claro, y eso no cuenta, pues difícilmente elegirían a un lisiado para pilotar la sonda.

—Sí, desde luego. ¿Cuál es entonces la solución?

—Usted los vio primero, Jonathon. Podemos considerar al de la sonda un tipo A. ¿Cuál era la relación entre los tipos B y C?

—No lo sé.

—Pero usted los vio juntos.

—No tenía sentido. Los pequeños se mantenían apartados de la grande, al principio, y la grande no les hacía caso. Luego yo indiqué a la grande que quería que me acompañase a la MacArthur. Entonces cogió a los dos primeros pequeños que se pusieron a su alcance, los metió en la bolsa y mató al resto sin previo aviso.

Whitbread se detuvo, pensando en el torbellino que le había expulsado de la cámara neumática de la nave pajeña.

—Eso me dijo usted. ¿Qué son los pequeños? ¿Animales domésticos? ¿Niños? Pero ella los mató. ¿Parásitos? ¿Por qué salvar a esos dos? ¿Animales que le sirven de alimentación? ¿Ha considerado eso?

—¿Cómo vamos a comprobarlo? —dijo Sally hoscamente—. ¿Cree usted que vamos a cocinar a una de las pequeñas para ofrecérsela a la grande? Sea razonable.

La alienígena de la cabina de Crawford sacó un puñado de una especie de semilla y lo comió.

—Palomitas de maíz —dijo Sally—. Probamos primero con las pequeñas. Quizás sirviesen para eso, para probar los alimentos.

—Quizás.

—Come también coles. Bueno, no se morirá de hambre. Pero quizás pueda morirse por deficiencia vitamínica. Lo único que podemos hacer es observar y esperar… Supongo que llegaremos muy pronto al planeta de donde proceden. Mientras tanto, usted es el único hombre que ha visto la nave pajeña. ¿Estaba doblado el asiento del piloto? Sólo pude verlo un instante a través de la cámara de su casco.

—Sí, lo estaba. De hecho se ajustaba a ella como un guante. Advertí algo más. El tablero de control estaba situado del lado derecho del asiento. Sólo para las manos derechas…

Recordaba mucho de la nave minera, en realidad. El explicarlo le permitió seguir disfrutando de la agradable compañía de la señorita Fowler hasta que tuvo que volver a hacerse cargo del servicio de vigilancia. Sin embargo, ninguno de los datos que recordaba resultó particularmente útil.

Apenas había ocupado Whitbread su puesto en el puente, llamó el doctor Buckman preguntando por el capitán.

—Una nave, Blaine —dijo Buckman—. Procede del mundo habitable, Paja Uno. No la localizamos porque estaba oculta por culpa de esa condenada señal láser.

Blaine hizo un gesto de asentimiento. También sus pantallas habían mostrado la nave pajeña nueve minutos antes. La tripulación de Shattuck no estaba dispuesta a dejar que los civiles tuviesen un sistema de observación mejor que la Marina.

—Nos alcanzará en unas ochenta y una horas —dijo Buckman—. Está acelerando a cero ochenta y siete gravedades, que es la gravedad que existe en la superficie de Paja Uno por una curiosa coincidencia. Desprende constantemente neutrinos. En general actúa como la primera nave, aunque es mucho más grande. Si descubrimos algo más se lo comunicaré.

—De acuerdo. Continúe vigilando, doctor. —Blaine hizo un gesto y Whitbread desconectó el circuito; el capitán se volvió a su segundo—. Compare, por favor, lo que sabemos con el archivo de Buckman, Número Uno.

—De acuerdo, señor. —Cargill accionó los controles de la computadora durante unos minutos—. ¿Capitán?

—¿Sí?

—Mire el momento inicial. Esa nave alienígena se puso en camino poco más de una hora después del encuentro. Blaine lanzó un silbido.

—¿Está usted seguro? Eso significa que tardaron diez minutos en detectarnos, otros diez en determinar nuestro rumbo y cuarenta en prepararse y despegar. Jack, ¿qué tipo de nave despega en cuarenta minutos?

Cargill frunció el ceño.

—Ninguna, que yo sepa. La Marina podría hacerlo, mantener una nave con tripulación completa en situación de alerta…

—Exactamente. Creo que esa nave que avanza hacia nosotros es una nave de guerra. Será mejor que se lo comunique al almirante y luego a Horvath. Whitbread, póngame con Buckman.

—¿Sí? —el astrofísico parecía inquieto.

—Doctor, necesito todo lo que su gente pueda descubrir sobre esa nave pajeña. Inmediatamente. ¿No podría estudiar detenidamente su aceleración? Me parece bastante extraña.

Buckman estudió los números que Blaine transmitió a su pantalla.

—Creo que está bastante claro. Salieron de Paja Uno o de una luna próxima cuarenta minutos después de que llegáramos nosotros. ¿Cuál es el problema?

—Si despegaron a esa velocidad, es casi seguro que se trata de una nave de guerra. Nos gustaría creer lo contrario.

Buckman parecía molesto.

—Piense lo que quiera, capitán, pero lo estropeará todo. Hayan despegado en cuarenta minutos o… bueno, el vehículo pajeño podría haber partido de algún punto situado a unos dos millones de kilómetros de este lado de Paja Uno; esto les daría más tiempo… pero no lo creo.

—Tampoco yo. Quiero que se asegure respecto a esto, doctor Buckman. ¿Qué podríamos suponer que les daría más tiempo para despegar?

—Déjeme pensar… No estoy acostumbrado a calcular en términos de cohetes, ¿sabe? Mi campo son más bien las aceleraciones gravitatorias, veamos…

Buckman adoptó una extraña expresión, con los ojos en blanco. Durante unos instantes pareció un imbécil.

—Hay que considerar un período de deslizamiento. Una aceleración mucho mayor que el mecanismo de lanzamiento. Muchísimo mayor.

—¿Cuánto cree usted que pudo prolongarse el primer período?

—Varias horas por cada una que quiera usted darles para tomar una decisión. Capitán, no comprendo su problema. ¿Por qué no van a poder lanzar una nave científica de investigación en cuarenta minutos? ¿Por qué tenemos que suponer que es una nave de guerra? Después de todo la MacArthur es ambas cosas, y le costó a usted un tiempo absurdamente largo despegar. Yo estaba listo varios días antes.

Blaine apagó la pantalla. Le retorcería el cuello de muy buena gana, se dijo. Pero tendría que comparecer ante un tribunal militar. De todos modos alegaría homicidio justificado. Citaría como testigos a todos los que conocían a Buckman. No tendrían más remedio que absolverme. Apretó varias teclas.

—Cargill, ¿qué ha conseguido?

—Ellos lanzaron la nave en cuarenta minutos.

—Lo cual significa que es una nave de guerra.

—Eso piensa el almirante, señor. El doctor Horvath no está convencido.

—Ni yo tampoco, pero tendremos que estar preparados por si acaso. Y tendremos que saber más sobre los pajeños de lo que están descubriendo el doctor Horvath y su gente con nuestra pasajera. Cargill, quiero que coja usted el transbordador y vaya hasta el asteroide en que estaba la pajeña. No hay ninguna señal de actividad allí, así que supongo que se trata de un lugar seguro… quiero saber exactamente qué es lo que estaba haciendo allí la pajeña. Podría darnos la clave.