SEGUNDA PARTE

EL JARDÍN DE LOS SUPLICIOS

I

—¿Por qué no me habías hablado de nuestra querida Annie? ¿No le habías anunciado mi llegada? ¿No va a venir, hoy? ¿Sigue siendo tan hermosa?

—Pero ¿cómo? ¿No lo sabes? Annie murió, cariño mío.

—¡Muerta! —exclamé yo—. ¡No es posible! Te estás burlando de mí…

Miré a Clara. Divinamente tranquila y bella, desnuda en una túnica transparente de seda amarilla, estaba suavemente recostada sobre una piel de tigre. Su cabeza reposaba entre cojines y con sus manos cargadas de anillos jugaba con una larga mecha de sus cabellos sueltos. Un perro de Laos, de pelo rojo, dormía cerca de ella, con el morro sobre su muslo y una pata sobre su pecho.

—¿Cómo? ¿No lo sabías? Qué curioso.

Y muy sonriente, con estiramientos de animal flexible, me explicó:

—¡Fue una cosa horrible, querido! Annie murió de lepra… De esa lepra espantosa que llaman elefantiasis… porque aquí todo es espantoso… El amor, la enfermedad, la muerte… ¡Y las flores! Nunca había llorado tanto, te lo aseguro. ¡La quería tanto, tanto…! ¡Era tan hermosa, tan extrañamente bella!

Y después de un largo y gracioso suspiro, añadió:

—¡Nunca más gustaremos el sabor ácido de sus besos! ¡Es una gran desgracia!

—De modo que… ¿es verdad? —balbucí—. Pero ¿cómo sucedió?

—No lo sé… Hay tantos misterios aquí… Tantas cosas que no se comprenden… Las dos solíamos ir por la tarde al río… Debes saber que entonces había en un barco de flores… una bayadera de Benarés… Una criatura enloquecedora, amado mío, a quien los sacerdotes habían enseñado ciertos ritos malditos de antiguos cultos brahmánicos… Tal vez fue eso… u otra cosa… Una noche en que regresábamos del río, Annie se quejó de intensos dolores en la cabeza y los riñones. Al día siguiente, todo su cuerpo estaba cubierto de pequeñas manchas púrpura. Su piel, más rosa y de una pulpa más fina que la de la flor de altea, se hizo dura, gruesa, adquirió un color gris ceniciento… La levantaron gruesos tumores, monstruosos tubérculos… Era algo espantoso. Y el mal, que al principio había atacado las piernas, alcanzó los muslos, el vientre, los pechos, la cara… ¡Oh, su cara, su cara! Imagínate una bolsa enorme, un odre asqueroso, todo grisáceo, estriado de sangre oscura… y que colgaba y se balanceaba al menor movimiento de la enferma… De sus ojos —¡sus ojos, amor mío!— no se veía más que un estrecho ojal rojizo y supurante… ¡Todavía me pregunto si es posible!

Se enrolló alrededor de los dedos el mechón dorado. En un movimiento que hizo, la pata del perro dormido resbaló sobre la seda, y destapó por completo el globo del pecho, que apuntó su punta, rosa como una joven flor.

—Sí, todavía ahora me pregunto a veces si no lo soñé.

—¡Clara, Clara! —supliqué loco de horror—, no me digas nada más… Quisiera que la imagen de nuestra divina Annie permaneciera intacta en mi recuerdo… ¿Qué voy a hacer ahora para alejar de mi pensamiento esa pesadilla? ¡Ah, Clara, no me digas nada más, o háblame de Annie cuando era tan hermosa…! ¡Cuando era demasiado hermosa!

Pero Clara no me escuchaba. Prosiguió:

—Annie se aisló… Se enclaustró en su casa, sola con una ama de llaves china que cuidaba de ella. Había despedido a todas las criadas y no quería ver a nadie, ni siquiera a mí. Mandó venir a los más hábiles médicos de Inglaterra. Fue en vano, como puedes suponer. Los más célebres hechiceros del Tíbet, esos que conocen palabras mágicas y resucitan a los muertos, se declararon impotentes. Ese es un mal que no se cura, pero del que nadie muere tampoco. ¡Es horrible! Entonces Annie se mató. Unas gotas de veneno, y fue el fin de la más hermosa de todas las mujeres.

El espanto me tenía la boca paralizada. Miré a Clara sin que se me ocurriera una sola palabra.

—Por la criada china —prosiguió Clara— me enteré de un detalle realmente curioso… y que me encanta. Ya sabes cómo le gustaban las perlas a Clara. Poseía algunas perlas incomparables, las más maravillosas que existen en el mundo, creo. También recordarás con qué especie de alegría física, de espasmo carnal, se engalanaba con ellas. Pues bien, una vez enferma, esta pasión se convirtió para ella en una locura, una furia, ¡como el amor! Durante todo el día disfrutaba tocando sus perlas, acariciándolas, besándolas; hacía con ellas cojines, collares, esclavinas, capas… Pero ocurrió una cosa extraordinaria: las perlas se morían en contacto con su piel, primero su brillo se marchitaba poco a poco… Poco a poco se iban apagando… No había luz que se reflejara en su oriente… Y en pocos días, víctimas de la lepra, se convertían en pequeñas bolas de ceniza. Estaban muertas, muertas como las personas, amor mío. ¿Tú sabías que hubiera un alma dentro de las perlas? A mí me parece una cosa enloquecedora y deliciosa. Y desde entonces pienso en ello cada día.

Después de un breve silencio, continuó:

—¡Y esto no es todo! Muchas veces, Annie había manifestado el deseo de ser transportada, cuando muriera, al pequeño cementerio de los parsis… Muy lejos… En la colina del Perro Azul. Quería que su cuerpo fuera desgarrado por el pico de los buitres. Ya sabes qué ideas tan singulares y violentas tenía a propósito de todo. Pues bien, los buitres rechazaron aquel festín regio que ella les ofrecía. Se alejaron del cadáver lanzando unos gritos espantosos. Hubo que quemarlo.

—Pero ¿por qué no me escribiste todo eso? —reproché a Clara.

Con gestos lentos y hechiceros, Clara alisó el oro de fuego de sus cabellos, acarició el pelaje rojo del perro que se había despertado, y dijo con negligencia:

—¿De veras? ¿No te escribí sobre nada de todo eso? Sin duda se me olvidó. ¡Pobre Annie!

Todavía dijo:

—Después de esa gran desgracia, aquí todo me aburre. Estoy demasiado sola. Quisiera morir… Morirme… yo también, te lo aseguro. Si no hubieras vuelto, estoy segura de que ya estaría muerta.

Inclinó la cabeza hacia atrás, sobre los cojines, aumentó el espacio desnudo de su pecho… y con una sonrisa, una extraña sonrisa de niña y de prostituta a la vez, dijo:

—¿Todavía te gustan mis pechos? ¿Todavía me encuentras hermosa? Entonces, ¿por qué te fuiste tanto tiempo? Sí, sí, ya sé, no digas nada… No respondas nada… Ya sé… Eres como un animalillo, amor mío.

Habría querido llorar; no pude… Habría querido hablar de nuevo; tampoco pude.

Y estábamos en el jardín, bajo el quiosco dorado, donde las glicinias caían en racimos azules, en racimos blancos, y estábamos acabando de tomar el té. Relucientes escarabajos zumbaban entre las hojas, las cetonias vibraban y morían en el corazón extasiado de las rosas, y, por la puerta abierta en el lado norte, veíamos elevarse, desde un estanque a cuyo alrededor dormían las cigüeñas en una sombra mullida y totalmente malva, los largos tallos de unos iris amarillos, inflamados de púrpura.

De repente, Clara me preguntó:

—¿Quieres que vayamos a dar de comer a los presidiarios chinos? Es algo muy curioso… Muy divertido… En realidad es una de las distracciones más originales y elegantes que tenemos en este rincón perdido de la China. ¿Te apetece, cariño?

Yo me sentía cansado, con la cabeza pesada, todo yo invadido por la fiebre de aquel clima espantoso. Además, el relato de la muerte de Annie me había trastornado el alma… Y, en el exterior, el calor era mortal como un veneno.

—No sé qué me estás pidiendo, querida Clara… Pero aún no estoy recuperado de ese largo viaje a través de llanuras y más llanuras… de bosques y más bosques… Y este sol… ¡Le temo más que a la muerte! Además, ¡me habría gustado tanto ser todo tuyo…! ¡Y que tú fueras toda mía, hoy…!

—¡Pero hombre! Si estuviéramos en Europa y te hubiera pedido que me acompañaras a las carreras o al teatro, no habrías dudado… Y esto es mucho más hermoso que las carreras.

—Sé buena… Mañana, ¿de acuerdo?

—¡Oh, mañana! —respondió Clara con mohines de asombro y aires de suave reproche—. ¡Siempre mañana! ¿Acaso no sabes que mañana es imposible? ¿Mañana? Pero si está totalmente prohibido. Las puertas del penal están cerradas… incluso para mí. Sólo se puede dar de comer a los presidiarios los miércoles, ¿cómo puede ser que no lo sepas? Si faltamos a la visita hoy, tendremos que esperar una larga semana. ¡Qué aburrido sería! Ven, muñequito adorado… Anda, ven, te lo ruego… ¿No puedes hacer eso por mí?

Se incorporó un poco sobre los cojines. La blusa abierta dejó ver, más abajo de la cintura, entre nubes de tela, fragmentos de su carne ardiente y rosa. De una bombonera de oro colocada sobre una bandeja de laca sacó con la punta de los dedos una pastilla de quinina y, ordenándome que me acercara, la llevó gentilmente a mis labios.

—Ya verás cómo es apasionante… ¡Tan apasionante! No puedes hacerte una idea, amor mío. Y cuánto mejor te amaré esta noche… Qué locamente te amaré esta noche… Traga, corazón, anda, traga.

Y, como yo seguía triste y dubitativo, para vencer mis últimas resistencias, dijo con un oscuro brillo en sus ojos:

—Escucha… He visto colgar a ladrones en Inglaterra, he visto corridas de toros y dar garrote a los anarquistas en España. En Rusia, he visto cómo unos soldados azotaban hasta la muerte a bellas muchachas. En Italia he visto fantasmas vivientes, espectros de hambre desenterrando a los muertos por cólera para comérselos ávidamente. He visto, en la India, a la orilla de un río, a miles de hombres desnudos retorciéndose y muriendo entre los horrores de la peste. En Berlín, una noche, vi a una mujer a la que había amado el día antes, una espléndida criatura en mallas rosa, la vi devorada por un león en una jaula. Todos los horrores, todas las torturas humanas, yo las he visto. ¡Era muy hermoso! Pero no he visto nada tan bello, nada, ¿comprendes?, como esos presidiarios chinos… Es más hermoso que todo lo demás. No puedes imaginar, te lo juro, no puedes imaginar qué es… Annie y yo no faltábamos ni un miércoles. ¡Ven, te lo ruego!

—Si tan hermoso es, querida mía, y tanto insistes —respondí melancólicamente—, vayamos a dar de comer a los presidiarios.

—¿Es verdad? ¿Quieres venir?

Clara manifestó su alegría dando palmas como una niña a quien su tata acaba de dar permiso para torturar a un perrito. Después saltó sobre mis rodillas, cariñosa y felina, y me rodeó el cuello con sus brazos. Y su cabellera me inundó, me cegó el rostro con llamas de oro y perfumes embriagadores.

—¡Qué bueno eres conmigo, cielo! ¡Bésame en los labios… bésame la nuca… besa mis cabellos… granuja adorado!

Su melena despedía un olor animal tan poderoso y unas caricias tan eléctricas, que su mero contacto con mi piel me hacía olvidar instantáneamente fiebres, fatigas y dolores, y en el acto sentía en mis venas circular, galopar, heroicos ardores y fuerzas renovadas.

—¡Ah, verás cómo vamos a divertirnos, amado mío! A mí, cuando voy a los presidiarios, me da un vértigo… Y siento en todo el cuerpo unas sacudidas semejantes a las del amor. Tengo la sensación, fíjate, tengo la sensación de que bajo hasta el fondo de mi carne, a las hondas tinieblas de mi carne… Tu boca, dame tu boca… La boca… Quiero tu boca…

Y ágil, rápida, impúdica y alegre, seguida por el perro rojo que daba saltos, fue a ponerse en manos de las mujeres encargadas de vestirla.

Yo ya no estaba triste, ya no estaba cansado. El beso de Clara, cuyo sabor tenía aún en los labios —como un mágico sabor de opio—, insensibilizaba mis sufrimientos, reducía las pulsaciones de la fiebre, alejaba hasta lo invisible la imagen monstruosa de Annie muerta. Miré el jardín con ojos tranquilos.

¿Tranquilos?

En cuanto Clara hubo desaparecido detrás del follaje del jardín, me asaltó el remordimiento de estar allí. ¿Por qué había vuelto? ¿A qué locura, pues, a qué cobardía había cedido? Recordará el lector que una vez, en el barco, ella me dijo: «Cuando seas demasiado infeliz, te irás». Yo me creía fortalecido por todo mi pasado infame… y no era en realidad más que un niño estúpido e inquieto. ¿Infeliz? ¡Oh, sí, lo había sido hasta las peores torturas, hasta el más prodigioso desprecio hacia mí mismo! ¡Y me había marchado! Por una ironía realmente persecutoria, para huir de Clara había aprovechado el paso por Cantón de una misión —parecía destinado a las misiones— que iba a explorar las regiones poco conocidas de Annam. Tal vez significaba el olvido, tal vez la muerte. Había pasado dos años, dos largos y crueles años andando… andando. Y ello no había significado ni el olvido ni la muerte. A pesar de las fatigas, los peligros, la maldita fiebre, ni por un día, ni por un minuto había podido curarme del espantoso veneno que había inoculado en mi carne aquella mujer, y yo sabía que lo que me ataba a ella era la horrenda podredumbre de su alma y sus crímenes de amor, que yo era un monstruo, y que me gustaba ser un monstruo. Yo había creído —¿lo creí realmente?— elevarme gracias a su amor, pero en realidad había descendido más abajo, hasta el fondo del abismo envenenado, de cuyo olor, una vez respirado, uno no se recupera jamás. Muchas veces, en el corazón de las junglas, poseído por la fiebre después de la etapa, en mi tienda, creí matar mediante el opio la monstruosa y persistente imagen… Y el opio me la evocaba más poderosa, más viva, más imperiosa que nunca. Entonces le escribí unas cartas locas, insultantes, imprecatorias; unas cartas en las que la más violenta execración se mezclaba con la más sumisa adoración. Ella me respondió con unas cartas encantadoras, inconscientes y quejosas, que a veces encontraba en las ciudades y los puestos por donde pasábamos. Ella también se declaraba infeliz por mi abandono; lloraba, suplicaba, me llamaba. No encontraba más excusa que esta: «Comprende pues, querido mío —me escribía—, que yo no tengo el alma de tu horrible Europa. Yo llevo en mí el alma de la vieja China, que es mucho más hermosa». Ah, cómo pude resistirme durante tanto tiempo al mal deseo de abandonar a mis compañeros y volver a aquella ciudad maldita y sublime, a aquel infierno delicioso y torturante donde Clara respiraba, vivía, en medio de voluptuosidades desconocidas y atroces, que ahora me hacían morir por no participar en ellas. Y volví a ella, como el asesino regresa a la escena del crimen.

Unas risas entre el follaje, unos gritos breves… Un saltito como de perro… Era Clara. Iba vestida medio a la china medio a la europea. Una blusa de seda malva pálido sembrada de flores apenas doradas la envolvía con mil pliegues, dibujando su cuerpo esbelto y sus formas llenas. Llevaba un gran sombrero de paja rubia, en cuyo fondo aparecía su rostro semejante a una flor rosa en la sombra clara. Y sus pies pequeños iban calzados de cuero amarillo.

Cuando entró en el quiosco fue como una explosión de perfumes.

—Encuentras que voy muy mal vestida, ¿no es verdad? Oh tú, el hombre triste de Europa, que no se ha reído ni una sola vez desde que ha vuelto. ¿Acaso no estoy bella?

Como yo no me levantaba del sofá en el que estaba tumbado, dijo:

—Rápido, rápido, querido mío. Tenemos que dar la gran vuelta. Ya me pondré los guantes por el camino. Anda, ven. No, no, tú no —añadió, rechazando suavemente al perro que ladraba, saltaba, meneaba la cola.

Llamó a un boy y le encargó que nos siguiera con la cesta de la carne y la horquilla.

—Verás, ¡es divertidísimo! —me explicaba Clara—. Una cesta preciosa, trenzada por el mejor cestero de la China… Y la horquilla… Ya verás, una cosa estupenda, con dientes de platino incrustados de oro, y el mango de jade verde… Verde como el cielo iluminado por las primeras luces del alba… Verde como los ojos de la pobre Annie… Anda, hombre, no pongas esa cara de funeral, querido, ven, deprisa, deprisa.

Y nos pusimos en marcha bajo el sol, el espantoso sol que ennegrecía la hierba, mustiaba todas las peonías del jardín y me pesaba sobre el cráneo como un opresivo casco de plomo.

II

El penal está al otro lado del río que, al salir de la ciudad, despliega lentamente, siniestramente, entre las orillas planas, sus aguas pestilentes y muy negras. Para llegar hasta él hay que dar un gran rodeo, alcanzar un puente sobre el cual todos los miércoles, en medio de una afluencia considerable de personas elegantes, se instala el mercado de la Carne-de-los-Presidiarios.

Clara había rechazado el palanquín. Bajamos a pie por el jardín situado fuera de las murallas de la ciudad y, por un sendero bordeado aquí por piedras oscuras, allá por espesas matas de rosas blancas o de alheñas talladas, llegamos a las afueras, a ese lugar en el que la ciudad disminuida se convierte casi en campo, donde las casas convertidas en chozas se espacian de trecho en trecho en pequeños cercados de bambú. Después sólo hay jardines en flor, huertos cultivados, o descampados. Unos hombres desnudos hasta la cintura, cubiertos con sombreros en forma de campana, trabajaban penosamente bajo el sol, y plantaban lirios: esos bellos lirios atigrados cuyos pétalos se parecen a las patas de las arañas marinas, y cuyos bulbos sirven para la alimentación de los ricos. Así, pasamos por delante de algunos miserables hangares donde los alfareros torneaban vasijas, y los traperos, agachados entre grandes cestas, clasificaban la cosecha de la mañana, mientras por encima de ellos pasaba una y otra vez graznando una bandada de corores hambrientos. Más lejos, bajo una enorme higuera, vimos, sentado en el brocal de una fuente, a un viejo dulce y meticuloso que lavaba pájaros. A cada momento nos cruzábamos con palanquines que transportaban a la ciudad marineros europeos, ya borrachos. Y detrás de nosotros, ardiente y hacinada, escalando la alta colina, la ciudad, con sus templos y sus extrañas casas rojas, verdes, amarillas, crepitaba a la luz.

Clara caminaba deprisa, sin piedad por mi fatiga, sin mostrar preocupación por el sol que abrasaba la atmósfera y, a pesar de nuestros parasoles, nos quemaba la piel; caminaba libre, elástica, valiente, feliz. De vez en cuando, en un alegre tono de reproche, me decía:

—Qué lento eres, querido… Dios mío, qué lento. Parece que no avanzas. ¡Ojalá cuando lleguemos las puertas del presidio no estén abiertas, y los presidiarios ya hartos! ¡Sería espantoso! ¡Dios, cómo te odiaría!

De vez en cuando, me daba pastillas de hamamelis, que tienen la virtud de activar la respiración, y con ojos burlones me decía:

—¡Eres una mujercita, una mujercita insignificante!

Después, medio risueña medio enfadada, echaba a correr, y a mí me costaba mucho trabajo seguirla. Varias veces tuve que detenerme para recuperar el aliento. Me parecía que las venas me iban a estallar y que el corazón me reventaría dentro del pecho.

Y Clara repetía, con su voz cantarina:

—¡Mujercita, que eres una mujercita insignificante!

El sendero desemboca en el muelle del río. Dos grandes barcos a vapor descargaban carbón y mercancías de Europa; algunos juncos aparejaban para salir a pescar; una numerosa flotilla de sampanes, con sus tiendas abigarradas, dormía anclada, mecida por el chapoteo del agua. Ni un soplo movía el aire.

Aquel muelle me ofendió. Estaba sucio y descuidado, cubierto de polvo negro, sembrado de tripas de pescado. Desde el fondo de las chabolas que bordean el río nos llegaban olores pestilentes, ruido de peleas, cantos de flauta, aullidos de perro; se trataba de casas de té venenosas, tiendas peligrosas, factorías de poco fiar. Clara me señaló riendo una especie de tenderete en el que se vendían, extendidos sobre hojas de caladio, porciones de rata y cuartos de perro, pescados podridos, pollos héticos, además de resina de copal, racimos de bananas y murciélagos sangrantes ensartados en el mismo pincho…

A medida que íbamos avanzando, los olores se hacían más intolerables, la basura más espesa. En el río, los barcos se apretujaban, se amontonaban, mezclando los picos siniestros de las proas con los harapos rasgados de las pobres velas. Allí vivía una población densa —pescadores y piratas—, horrendos demonios del mar, de rostro ahumado y labios enrojecidos de betel, y cuyas miradas provocaban escalofríos. Jugaban a los dados, gritaban, se peleaban; otros, más pacíficos, destripaban peces que después dejaban secar al sol, en guirnaldas o atados a cuerdas… Otros aún adiestraban simios para que hicieran mil monerías y obscenidades.

—Qué divertido, ¿verdad? —me dijo Clara—. Y son más de treinta mil los que no tienen más domicilio que sus barcos. Sólo el diablo sabe lo que hacen.

Se subió el vestido, descubrió la parte baja de su pierna ágil y nerviosa, y durante mucho tiempo seguimos el horrible camino hasta el puente cuyas extravagantes construcciones atraviesan en cinco arcos macizos el río sobre el que, según los remolinos y las corrientes, giran, giran y descienden grandes redondeles aceitosos.

En el puente, el espectáculo cambia, pero el olor se agrava; ese olor tan particular de toda China y que, en ciudades, bosques y llanuras, te hace pensar sin cesar en la podredumbre y la muerte.

Pequeños comercios que imitaban pagodas, tiendas en forma de quiosco, drapeados de telas claras y sedosas, parasoles inmensos clavados en carros y en tenderetes ambulantes se apretujan unos contra otros. En esos comercios, bajo esas tiendas y esos parasoles, gruesos mercaderes con barriga de hipopótamo, ataviados con vestidos amarillos, azules, verdes, gritando y golpeando gongs para atraer a la clientela, venden carroñas de toda calaña: ratas muertas, perros ahogados, cuartos de ciervo y de caballo, aves purulentas, todo amontonado sin orden en amplios barreños de bronce.

—Aquí, aquí, vengan por aquí… Y miren, escojan ustedes… En ninguna parte encontrarán nada mejor… Nada hay más corrompido.

Y, hurgando en los barreños, blanden como una bandera, al extremo de largos ganchos de hierro, repugnantes trozos de carne saniosa y, con atroces muecas que acentúan las rojas cicatrices de sus rostros pintados como máscaras, repiten entre el retumbar rabioso de los gongs y los clamores de la competencia:

—Aquí, aquí, pasen por aquí… Vengan aquí y miren… Y escojan ustedes… En ninguna parte encontrarán nada mejor… Nada hay más corrompido.

En cuanto estuvimos en el puente, Clara me dijo:

—¿Lo ves? Llegamos tarde. ¡Y es culpa tuya! ¡Anda, démonos prisa!

En efecto, una nutrida multitud de chinas, y entre ellas algunas inglesas y unas cuantas rusas —puesto que había muy pocos hombres, si se exceptuaba a los recaderos—, pululaba por el puente. Vestidos bordados de flores y de metamorfosis, sombrillas multicolores, abanicos ágiles como pájaros, y risas, y gritos, y alegría, y lucha, todo vibraba, tornasolaba, cantaba, revoloteaba bajo el sol, como una fiesta de vida y de amor.

—Aquí, aquí, vengan por aquí…

Atontado por los empujones, aturdido por los chillidos de los mercaderes y las vibraciones sonoras de los gongs, casi tuve que pelear para penetrar en la multitud y proteger a Clara contra los insultos de las unas y los golpes de los otros. Un combate grotesco, a decir verdad, pues yo carecía de resistencia y de fuerza, y me sentía llevado por aquella marea humana con la misma facilidad con que el árbol muerto rueda en las aguas furiosas de un torrente. En cuanto a Clara, se lanzaba a lo más fuerte de la pelea. Sufría el brutal contacto y, por así decir, la violación de aquella multitud con un placer apasionado. En un momento, exclamó gloriosamente:

—Mira, querido, mi vestido está totalmente destrozado… ¡Es delicioso!

Nos costó muchísimo abrirnos camino hasta los puestos hacinados, asediados como para un pillaje.

—¡Miren y escojan! ¡En ninguna parte encontrarán nada mejor!

—¡Por aquí, por aquí, vengan aquí…!

Clara tomó la horquilla deliciosa de manos del boy que nos seguía con su deliciosa cesta, y pinchó en los barreños.

—¡Pincha tú también, amorcito mío, anda, pincha!

Yo creí que me iba a desmayar a causa del espantoso olor a cadáver que se exhalaba de aquellos puestos, de aquellos barreños removidos por la multitud que se lanzaba sobre la carroña como si fuera una cesta de flores.

—¡Clara, amor mío —imploré—, vámonos de aquí, te lo suplico!

—¡Qué pálido estás! ¿Por qué? ¿No te parece muy divertido?

—¡Clara, mi amor —insistí—, vámonos, por lo que más quieras! ¡No puedo soportar por más tiempo este hedor!

—Pero si no huele mal, querido… Huele a muerte, eso es todo.

No parecía incómoda. Ninguna mueca de disgusto plegaba su piel blanca, tan fresca como una flor de cerezo. Por el ardor velado de sus ojos, por el latir de su nariz, habríase dicho que estaba sintiendo los goces del amor. Aspiraba la podredumbre con deleite, como si fuera un perfume.

—¡Oh, qué pedazo tan hermoso!

Con gesto gracioso, llenó la cesta de piltrafas inmundas.

Y penosamente, a través de la multitud sobreexcitada, entre hedores abominables, seguimos nuestra ruta.

—¡Deprisa, deprisa…!

III

El penal está construido a orillas del río. Sus muros cuadrangulares encierran un terreno de más de mil metros cuadrados. No hay ni una sola ventana; no hay más abertura que la inmensa puerta, coronada de dragones rojos, armada de pesadas barras de hierro. Las torres de vigía, unas torres cuadradas terminadas en una superposición de tejados con pico curvado, marcan los cuatro ángulos de la siniestra muralla. Otras más pequeñas se espacian a intervalos regulares. De noche, todas estas torres se iluminan como faros y proyectan alrededor del penal, sobre la llanura y sobre el río, una luz denunciadora. Uno de dichos muros hunde en el agua negra, fétida y profunda, sus sólidos cimientos tapizados por algunas algas viscosas. Una puerta baja comunica, mediante un puente levadizo, con el dique que avanza hasta la mitad del río y con los maderos a los que están amarrados numerosos sampanes y barcas de servicio. Dos alabarderos, lanza en mano, vigilan la puerta. A la derecha del dique, un pequeño acorazado, parecido a nuestros guardacostas, se mantiene inmóvil con la boca de los tres cañones apuntando al penal. A la izquierda, hasta donde el río se pierde de vista, veinticinco o treinta hileras de barcos ocultan la otra orilla con una mezcolanza de maderas multicolores, mástiles variopintos, cordajes, velas grises. Y de vez en cuando se ve pasar alguna de esas enormes embarcaciones accionadas por una rueda que unos infelices, encerrados en una jaula, accionan penosamente con sus brazos secos y nervudos.

Detrás del penal, lejos, muy lejos, hasta la montaña que abraza el horizonte con una línea oscura, se extienden terrenos rocosos con cortas ondulaciones, terrenos aquí de color bistre y allí de sangre seca, en los que sólo crecen magros aceres, cardos azulados y cerezos enclenques que no florecen jamás. ¡Desolación infinita! ¡Abrumadora tristeza…! Durante ocho meses al año el cielo permanece azul, de un azul manchado de rojo en el que se avivan los reflejos de un incendio perpetuo, de un azul implacable en el que nunca osa aventurarse el capricho de una nube. El sol asa la tierra, torrefacta las rocas, vitrifica las piedras que, bajo los pies, estallan con crujidos de cristal y crepitar de llama. No hay pájaro que desafíe aquel horno aéreo. Allí sólo viven organismos invisibles, hormigueos bacilares que, hacia la tarde, cuando los sosos vapores ascienden del río extenuado con el canto de los marineros, adquieren distintamente las formas de la fiebre, de la peste… ¡de la muerte!

¡Qué contraste con la otra orilla, donde el suelo, graso y rico, cubierto de huertas y jardines, nutre los árboles gigantes, de flores maravillosas!

Al salir del puente, por suerte pudimos encontrar un palanquín que nos transportó a través de la ardiente llanura casi hasta el penal, cuyas puertas todavía estaban cerradas. Un equipo de agentes de policía, armados de lanzas con banderolas amarillas e inmensos escudos tras los cuales casi desaparecían, contenía a la multitud impaciente y muy numerosa. Aumentaba a cada momento. Se habían levantado tiendas donde la gente bebía té, picaba bonitos caramelos, pétalos de rosa y de acacia enrollados en finas pastas olorosas y espolvoreadas de azúcar. En otras, los músicos tocaban la flauta y los poetas recitaban versos, mientras que el gran abanico, agitando el aire abrasador, esparcía un ligero frescor, un roce de frescor en los rostros. Y los mercaderes ambulantes vendían imágenes de antiguas leyendas de crímenes, representaciones de torturas y suplicios, estampas y marfiles extrañamente obscenos. Clara compró algunos de estos últimos y me dijo:

—Fíjate cómo los chinos, a los que se acusa de ser unos bárbaros son, al contrario, mucho más civilizados que nosotros; también están más dentro de la lógica de la vida que nosotros, y más en armonía con la naturaleza. Ellos no consideran el acto de amor una vergüenza que se deba ocultar. Al contrario, lo glorifican, cantan todos sus gestos y todas sus caricias… Como los antiguos, por otra parte, para quienes el sexo, lejos de ser un objeto de infamia, una imagen de impureza, era un Dios. Fíjate también en todo lo que ha perdido el arte occidental al habérsele prohibido las magníficas expresiones del amor. Entre nosotros, el erotismo es pobre, estúpido y te deja helado; siempre se presenta con las tortuosas galas del pecado, mientras que aquí conserva toda la amplitud vital, toda la poesía encabritada, todo el grandioso estremecimiento de la naturaleza. Pero tú, tú no eres más que un enamorado de Europa, una pobre alma tímida y friolera, en la que la religión católica inculcó tontamente el miedo a la naturaleza y el odio al amor. La religión ha falseado, ha pervertido en ti el sentido de la vida.

—Clara querida —protesté—, ¿es natural que busques la voluptuosidad en la podredumbre y que traigas la manada de deseos tuyos a exaltarse con los horribles espectáculos del dolor y la muerte? ¿No se trata, al contrario, de una perversión de esa Naturaleza cuyo culto invocas, tal vez para excusar lo que tiene de criminal y monstruoso tu sensualidad?

—¡No —dijo Clara con vivacidad—, puesto que el Amor y la Muerte son la misma cosa! Y puesto que la podredumbre es la eterna resurrección de la Vida… Veamos…

De repente se interrumpió y me preguntó:

—Pero ¿por qué me dices todo eso? Eres muy raro.

Y con un mohín encantador, añadió:

—¡Qué fastidio, que no entiendas nada! ¿Cómo puedes no sentir…? ¿Cómo es que no has sentido ya que es, ya no diré en el amor, sino en la lujuria, donde reside la perfección, donde todas las facultades cerebrales del hombre se agudizan, que sólo gracias a la lujuria se alcanza el desarrollo total de la personalidad? Vamos a ver: durante el acto de amor, ¿no has pensado jamás, por ejemplo, en cometer un hermoso crimen? Es decir, elevar tu individualidad por encima de todos los prejuicios sociales y todas las leyes, en fin, por encima de todo. Y si no has pensado en ello, entonces, ¿por qué haces el amor?

—No tengo fuerzas para discutir —balbucí—. Y me parece que estoy caminando en una pesadilla. Este sol… Este gentío… Estos olores… Y tus ojos, ¡ah!, tus ojos de suplicio y de voluptuosidad, y tu voz, y tu crimen… Todo esto me asusta, todo esto me está volviendo loco.

Clara emitió una risita burlona.

—¡Pobre chiquillo! —suspiró cómicamente—. No dirás eso esta noche, cuando estés entre mis brazos… ¡y yo te ame!

La muchedumbre se iba animando cada vez más. Unos bonzos agachados bajo sombrillas, extendían a su alrededor amplios vestidos rojos como charcos de sangre, y descargaban sobre los gongs unos golpes frenéticos, insultaban groseramente a los transeúntes que, para aplacar sus maldiciones, dejaban caer devotamente grandes monedas en unos cuencos de metal.

Clara me llevó bajo una tienda toda ella bordada de flores de melocotonero, me hizo sentar a su lado, sobre un montón de cojines, y me dijo, acariciándome la frente con su mano eléctrica, su mano dispensadora de olvido y embriaguez:

—¡Dios mío, qué largo es todo esto, cariño! Cada semana ocurre lo mismo. No acaban nunca de abrir la puerta. ¿Por qué no hablas? ¿Acaso te doy miedo? ¿Estás contento de haber venido? ¿Estás contento de que te acaricie, querido canalla adorado? ¡Ah, tus bellos ojos, tan cansados! Es la fiebre… O soy también yo, dime. Dime que soy yo… ¿Quieres tomar té? ¿Quieres otra pastilla de hamamelis?

—Quisiera no estar aquí… ¡Quisiera dormir!

—¿Dormir? ¡Mira que eres raro! Venga, pronto vas a ver lo hermoso que es… Lo terrible que es. Y qué extraordinarios, qué desconocidos, qué maravillosos deseos te hará entrar en la carne. Regresaremos por el río en mi sampán. Y pasaremos la noche en un barco de flores, ¿quieres?

Me dio unos leves golpes en las manos con el abanico.

—Pero tú no me estás escuchando. ¿Por qué no me estás escuchando? Estás pálido y estás triste. Y en realidad no estás escuchando nada de lo que te digo.

Se acurrucó junto a mí, muy cerca de mí, ondulante y zalamera:

—No me estás escuchando, malo —prosiguió—. Y ni siquiera me acaricias… Acaríciame, amado mío… Palpa lo fríos y duros que están mis pechos…

Y con una voz más sorda, clavando en mí las llamas verdes de su mirada, voluptuosa y cruel, habló así:

—Hace ocho días, vi una cosa extraordinaria. ¡Oh, amor mío! Vi azotar a un hombre porque había robado un pescado… El juez había declarado simplemente esto: «¡No siempre puede decirse que quien que lleva un pescado es un pescador!». Y había condenado al hombre a morir bajo las vergas de hierro… ¡Por un pescado, amor mío! Ocurrió en el Jardín de los Suplicios. El hombre, imagínatelo, estaba arrodillado con la cabeza apoyada en una especie de tajo, un tajo negro de sangre antigua. El hombre tenía la espalda y los riñones desnudos… ¡Una espalda y unos riñones como oro viejo! Yo llegué justo en el momento en que un soldado había agarrado la trenza del condenado, que era muy larga, y la estaba atando a una anilla fijada en una losa de piedra, en el suelo. Cerca del paciente, otro soldado calentaba al rojo, en el fuego de una fragua una pequeña… una pequeñísima varilla de hierro. Y ahora… Ahora escúchame bien. ¿Me estás escuchando? Cuando la varilla estaba al rojo, el soldado azotaba al hombre en los riñones con todas sus fuerzas. La varilla hacía: ¡shuiiiit! en el aire… y penetraba muy hondo en los músculos, que chisporroteaban y de los que salía un pequeño vapor rojizo… ¿Comprendes? Entonces el soldado la dejaba enfriar en las carnes, que se hinchaban y se cerraban… Después, cuando la varilla estaba fría, la arrancaba violentamente de un solo golpe… levantando pequeños jirones de carne sangrienta. El hombre lanzaba espantosos gritos de dolor. Después el soldado repetía la operación… ¡Lo hizo quince veces! Y yo también, cariño mío, yo también sentía como si la varilla se hincara en mis riñones… ¡Era atroz y era dulcísimo!

Yo permanecía callado.

—Era atroz y era dulcísimo —repitió Clara—. ¡Y si supieras lo hermoso que era aquel hombre…! ¡Lo fuerte que era! Unos músculos como los de las estatuas… ¡Abrázame, amor mío, abrázame ya!

Las pupilas de Clara estaban desencajadas. Entre sus párpados medio cerrados sólo se veía el blanco de sus ojos. Siguió diciendo:

—No se movía… Y en la espalda se le iban formando como unas olas… ¡Oh, dame tus labios!

Después de unos segundos de silencio, prosiguió:

—El año pasado, con Annie, vi algo mucho más sorprendente. Vi a un hombre que había violado a su madre y después la había destripado de un navajazo. Parece ser que estaba loco, el pobre. Fue condenado al suplicio de la caricia. Sí, querido, la caricia. ¿No te parece admirable? No se permite a los extranjeros presenciar este suplicio, que además es muy infrecuente hoy día. Pero nosotros dimos dinero al guardián, que nos ocultó detrás de un biombo. Annie y yo lo vimos todo. El loco —que no parecía loco— estaba tumbado sobre una mesa muy baja, con los miembros y el cuerpo sólidamente sujetos con cuerdas, y la boca amordazada, de manera que no podía hacer ni un movimiento ni lanzar un grito. Una mujer, que no era bella ni joven, con expresión seria, completamente vestida de negro, con el brazo desnudo adornado con un amplio anillo de oro, vino a arrodillarse al lado del loco. Empuñó su verga… y ofició. ¡Oh, querido, querido, si lo hubieses visto! Duró cuatro horas… Cuatro horas, ¡imagínate! ¡Cuatro horas de caricias espantosas y sabias, durante las cuales la mano de la mujer no se hizo más lenta ni un solo momento, durante las cuales su rostro permaneció frío y triste! El paciente expiró con un chorro de sangre que salpicó todo el rostro de la atormentadora. Jamás había visto nada tan atroz, querido, y fue tan atroz, que Annie y yo nos desvanecimos. ¡Todavía pienso en ello!

Con un tono de pena, añadió:

—Aquella mujer llevaba en un dedo un gran rubí, que durante el suplicio iba y venía bajo el sol, como una pequeña llama roja y danzarina. Annie lo compró… No sé qué se habrá hecho de él… Me gustaría tenerlo.

Clara se quedó en silencio, sin duda su mente había regresado a las impuras y sangrientas imágenes de aquel recuerdo abominable.

Al cabo de unos minutos, se elevó un rumor en las tiendas y entre el gentío. A través de mis pesados párpados que, sin yo quererlo, casi se habían cerrado ante el horror de aquel relato, vi vestidos y más vestidos, sombrillas y abanicos, rostros felices y rostros malditos danzando, arremolinándose, precipitándose… Era como una marea de flores inmensas, como un revoloteo de pájaros fantásticos.

—¡Las puertas, amor mío! —exclamó Clara—. ¡Están abriendo las puertas! ¡Ven, date prisa! ¡Y no estés triste, te lo suplico! ¡Piensa en todas las cosas bonitas que vas a ver y que te he contado!

Me levanté… Y ella, cogiéndome del brazo, me arrastró con ella, no sé dónde…

IV

La puerta del penal se abría ante un amplio pasillo oscuro. Del fondo de este pasillo, pero más lejos que el pasillo, nos llegaban amortiguados, acolchados por la distancia, sonidos de campana. Al oírlos, Clara, feliz, dio palmadas.

—¡Oh, cariño, es la campana, la campana! Tenemos suerte… ¡No estés triste, no estés enfermo, por favor te lo pido!

La gente se apretujaba con tal furia a la entrada del penal, que los agentes de policía tenían trabajo para poner un poco de orden en el tumulto. Cacareos, gritos, ahogos, rozar de telas, choques de sombrillas y abanicos, a esta confusión se lanzó Clara decididamente, más excitada aún al haber oído aquella campana, por cuyo significado no me atreví a preguntar, ni por qué sonaba así, ni qué decía su doblar sordo, su doblar lejano que tanto placer le causaba.

—¡La campana, la campana, la campana! ¡Ven!

Pero no avanzábamos, a pesar del esfuerzo de los boys, portadores de cestas que, a fuertes codazos, trataban de abrir paso a sus dueñas. Algunos mozos de cuerda, altos y espantosamente flacos, con el pecho desnudo y medio cubiertos de harapos, con el rostro deformado por el esfuerzo, levantaban en el aire, por encima de sus cabezas, cestas llenas de carne que el sol contribuía a pudrir, haciendo eclosionar todo un hormigueo de vidas larvarias. Espectros de crimen y hambre, imágenes de pesadilla y de matanzas, demonios resucitados de las más lejanas y más terroríficas leyendas de la China. Veía a uno cerca de mí, cuya boca se desgarraba en una risa que descubría los dientes lacados de betel y se prolongaba hasta la perilla en torsiones siniestras. Otros se insultaban y se tiraban de la trenza, cruelmente; otros, con deslizamientos de bestia salvaje, se introducían entre la jungla humana, registraban bolsillos, cortaban bolsas, escamoteaban joyas, y desaparecían llevándose el botín.

—¡La campana, la campana! —repetía Clara.

—¿Pero qué campana?

—Ya verás… Es una sorpresa.

Y los olores que emanaban del gentío —olores de retrete y de matadero mezclados, hedores de carroña y perfumes de carnes vivas— me aflojaban el corazón, me helaban la médula. Había en mí la misma impresión de embotamiento letárgico que tantas veces había sentido en los bosques de Annam, por la noche, cuando los miasmas abandonan las capas de tierra profundas y emboscan la muerte detrás de cada flor, detrás de cada hoja, detrás de cada brizna de hierba. Al mismo tiempo, apretujado, empujado por todos lados y con la respiración que casi me faltaba, estaba a punto de perder el conocimiento.

—¡Clara, Clara! —llamé.

Me hizo respirar unas sales cuya potencia cordial me reanimó un poco. En cuanto a ella, estaba libre, muy alegre en medio de aquella multitud cuyos olores aspiraba, cuyos repugnantes abrazos sufría con una especie de goce extasiado. Tendía su cuerpo —todo su cuerpo esbelto y vibrante— a las brutalidades, a los golpes, a los desgarros. Su piel tan blanca se teñía de rosa ardiente; sus ojos tenían un brillo ahogado de alegría sexual; sus labios se hinchaban como duros brotes a punto de florecer… Me volvió a decir, con una especie de piedad burlona:

—¡Ah, mujercita, que eres una mujercita! ¡Nunca serás más que una mujercita sin importancia!

Al salir de la deslumbrante, de la cegadora luz del sol, el pasillo al que por fin conseguimos llegar me pareció, en un primer momento, lleno de tinieblas. Después, las tinieblas se fueron desvaneciendo poco a poco y pude darme cuenta del lugar en el que me encontraba.

El pasillo era grande, iluminado desde arriba por una vidriera que sólo dejaba pasar a través de la opacidad del cristal una luz atenuada de velario. Una sensación de frescor húmedo, casi de frío me envolvió por entero, como la caricia de un manantial. Los muros rezumaban como paredes de grutas subterráneas. Bajo mis pies quemados por las piedras de la llanura, la arena que cubría las losas del pasillo tenía la muelle suavidad de las dunas cerca del mar… Aspiré ampliamente el aire, a pleno pulmón. Clara me dijo:

—Ya ves qué bien tratan a los penados, aquí. Por lo menos están frescos.

—Pero ¿dónde están? —pregunté—. A derecha y a izquierda sólo veo paredes.

Clara sonrió.

—¡Qué curioso eres! ¡Ahora resulta que estás más impaciente que yo! Espera, espera un momento. En seguida, querido… ¡Mira!

Se había detenido y me señalaba un punto vago del pasillo, con los ojos más brillantes, las aletas de la nariz palpitantes, el oído atento a los ruidos, como una corza en el bosque.

—¿No oyes? ¡Son ellos! ¿Los oyes?

Entonces, por encima de los rumores de la gente que invadía el pasillo, más allá del zumbido de las voces, percibí unos gritos, quejas sordas, cadenas arrastradas, respiraciones jadeantes como fuelles, extraños y prolongados ronquidos de animal. Parecían venir de las profundidades del muro, bajo tierra… De los abismos de la muerte… No se sabía de dónde.

—¿No los oyes? —repitió Clara—. Son ellos, en seguida vas a verlos… Avancemos. Tómame del brazo… Mira bien… ¡Son ellos! ¡Son ellos!

Nos pusimos de nuevo en marcha, seguidos por un boy atento a los gestos de su ama. Y el espantoso olor de cadáver también nos acompañaba, ya no nos abandonaba, aumentado por otros hedores cuya acritud amoniacal nos picaba en los ojos y la garganta.

La campana seguía sonando lejos, lejos… lenta y suave, ahogada, semejante a la queja de un agonizante. Clara repitió por tercera vez:

—¡Oh, esa campana, esa campana! ¡Se está muriendo, se muere, amigo mío, pero tal vez aún podamos verlo!

De repente sentí cómo sus dedos se clavaban nerviosamente en mi piel.

—Querido, querido, a la derecha… ¡Qué horror!

Volví la cabeza vivamente… Empezaba el desfile infernal.

A la derecha había, dentro del muro, grandes celdas, o mejor dicho, grandes jaulas cerradas con barrotes y separadas unas de otras por macizos tabiques de piedra. Las diez primeras estaban ocupadas cada una por diez presos, y todas ellas repetían el mismo espectáculo: con el cuello encerrado en una canga de madera tan enorme que resultaba imposible ver los cuerpos. Y sólo se apreciaba lo que parecían espantosas cabezas vivientes de decapitados colocadas sobre una mesa. Agachados entre sus inmundicias, con las manos y los pies encadenados, aquellos hombres no podían ponerse de pie, ni tumbarse, ni descansar jamás. El menor movimiento, al desplazar la tabla alrededor del cuello en carne viva y de la nuca sangrante, les hacía lanzar gritos de sufrimiento, a los que se unían atroces insultos a nosotros y súplicas a los dioses, alternativamente.

Yo estaba mudo de espanto.

Ligera, con hermosos estremecimientos y gestos exquisitos, Clara pinchó en la cesta algunos pedacitos de carne que lanzó graciosamente a través de la reja a la jaula. Las diez cabezas simultáneamente oscilaron dentro del madero, que se balanceó; simultáneamente, las veinte pupilas exorbitadas lanzaron sobre la carne roja miradas de terror y de hambre. Después, un mismo grito de dolor surgió de las diez bocas torcidas. Y conscientes de su impotencia, los condenados ya no se movieron más. Se quedaron con la cabeza ligeramente inclinada y como a punto de rodar por el declive de la canga, con los rasgos de sus rostros descarnados y pálidos convulsionados en una mueca rígida, una especie de burla inmóvil.

—No pueden comer —explicó Clara—. No pueden llegar a la carne… ¡Claro, con unos aparatos así, se comprende! En el fondo, no es nada nuevo. Es el suplicio de Tántalo multiplicado por el horror de la imaginación china. ¡Ya ves, querido, lo infelices que pueden llegar a ser algunos!

Y todavía lanzó a través de los barrotes un pedacito de carroña que, al caer sobre el borde de una de las cangas, le imprimió un leve movimiento de oscilación. Sordos gruñidos respondieron a aquel gesto; un odio más feroz y más desesperado se encendió al mismo tiempo en las veinte pupilas. Instintivamente, Clara retrocedió:

—Ya ves —prosiguió en un tono menos tranquilo—. Les divierte que les dé un poco de carne, les hace pasar un momento a esos pobres diablos… Les procura un poco de ilusión… Adelante, adelante…

Pasamos lentamente por delante de las diez jaulas. Las mujeres se detenían ante ellas y lanzaban gritos o se reían a carcajadas, o bien se entregaban a mímicas apasionadas. Vi a una rusa muy rubia, de mirada blanca y fría, ofrecer a los supliciados, con la punta de su sombrilla, una repulsiva piltrafa verdosa que movía hacia delante y hacia atrás. Y entonces los presos, encogiendo los labios y descubriendo los dientes como perros furiosos, con expresiones de hambre que no tenían nada de humano, intentaban atrapar la comida que siempre huía de sus bocas viscosas de baba. Varias curiosas seguían todas las peripecias de aquel juego cruel con aire atento y divertido.

—¡Qué zorras! —dijo Clara seriamente indignada—. Parece mentira, hay mujeres que no respetan nada. ¡Qué vergüenza!

Yo pregunté:

—¿Qué delitos han cometido esos infelices para merecer tales torturas?

Ella respondió distraídamente.

—Yo qué sé… Ninguno, tal vez, o poca cosa, eso seguro. Pequeños robos a los comerciantes, supongo. ¡Es gente de la plebe… vagabundos del puerto… mendigos… gente pobre! No me interesan mucho. Pero hay otros… Ahora vas a ver a mi poeta… Sí, yo tengo un favorito, aquí, y justamente es poeta. Qué cosa más rara, ¿verdad? Pues es un gran poeta, ¿sabes? Hizo una sátira admirable contra un príncipe que había robado el tesoro. Y odia a los ingleses. Hace dos años, una noche me lo trajeron a casa. Cantaba cosas deliciosas. Pero destacaba sobre todo en la sátira. Vas a verlo. Es el más hermoso. A menos que no esté ya muerto. Con este régimen de vida, no tendría nada de extraño. Lo que más pena me da es que ya no me reconoce… Le hablo, le canto sus poemas, y él tampoco los reconoce. Es horrible, ¿no te parece? Bueno, y después de todo también es divertido.

Clara trataba de estar alegre, pero su alegría sonaba a falso. Su rostro estaba serio. La nariz le palpitaba más deprisa. Se apoyaba en mi brazo más pesadamente, y noté todo su cuerpo recorrido por escalofríos.

Entonces me fijé en que en la pared de la izquierda, delante de cada celda, se habían cavado unos nichos profundos. Los nichos contenía tablas pintadas y esculpidas que representaban, con ese horrendo realismo propio del arte de Extremo Oriente, todos los géneros de tortura usados en la China: escenas de decapitación, de estrangulamiento, de desollamiento y de descuartizamiento de carnes… Imaginaciones demoníacas y matemáticas, que llevan hasta un refinamiento desconocido por nuestras crueldades occidentales, ya tan inventivas, la ciencia del suplicio. Museo del espanto y de la desesperación, donde ningún aspecto de la ferocidad humana quedaba olvidado y que, sin cesar, a cada momento del día, recordaba a los presos, mediante imágenes precisas, la sabia muerte que les reservaba su verdugo.

—No mires eso —me dijo Clara con una mueca de desprecio—. Se trata tan sólo de tablas pintadas, amor mío. Mira al otro lado, que es lo real. Mira, justamente ahí está mi poeta.

Y de repente se detuvo delante de la jaula.

Pálido, descarnado, surcado de un rictus de esqueleto, con los pómulos a punto de rasgar la piel devorada de gangrena, con la mandíbula a la vista por el encogimiento tumescente de los labios, con la cara pegada a los barrotes, donde se aferraban dos manos largas, huesudas y semejantes a patas secas de pájaro… Aquel rostro, del que había desaparecido para siempre toda huella de humanidad, aquellos ojos sangrantes, aquellas manos convertidas en garras sarnosas, todo aquello me dio miedo. Me eché hacia atrás con un movimiento instintivo, para no sentir sobre mi piel el aliento pestilente de aquella boca, para evitar la herida de aquellas garras. Pero Clara me llevó enérgicamente hacia la jaula. Al fondo, en una sombra de horror, cinco seres vivos, que en otro tiempo habían sido hombres, caminaban, caminaban, daban vueltas, caminaban, daban vueltas, con el torso desnudo y el cráneo negro de magulladuras sanguinolentas. Jadeando, aullando, chillando, trataban en vano de mover con fuertes empujones la piedra sólida de la pared. Después volvían a caminar y a dar vueltas, con agilidades de fiera y obscenidades de simio. Un gran postigo transversal ocultaba la parte baja de sus cuerpos, y del invisible suelo de la celda ascendía un hedor sofocante y mortal.

—Buenos días, poeta —dijo Clara dirigiéndose al Rostro—. Qué amable soy, ¿verdad que sí? He venido a verte una vez más, pobre infeliz. ¿Me reconoces, hoy? ¿No? ¿Y por qué no me reconoces? Si soy hermosa, y te amé una noche entera…

El Rostro no se movió. Sus ojos no se separaban de la cesta de carne que llevaba el boy. Y de su garganta surgió un ruido ronco de animal.

—¿Tienes hambre? —prosiguió Clara—. Yo te daré de comer. Para ti he escogido los mejores bocados del mercado. Pero, antes, ¿quieres que recite tu poema «Las tres amigas?». ¿Quieres? Te gustará oírlo.

Y Clara recitó:

Tengo tres amigas.

La primera tiene el espíritu móvil como una hoja de bambú.

Su humor ligero y alocado se asemeja a la flor plumosa

de la eulalia.

Sus ojos se parecen a los lotos.

Y su pecho es tan firme como la cidra.

Sus cabellos, unidos en una sola trenza, caen sobre sus hombros de oro como negra serpiente.

Su voz tiene la dulzura de la miel de las montañas.

Sus caderas son estrechas y flexibles.

Sus muslos tienen la redondez del tallo liso del banano.

Su andar es el de un elefante joven y alegre.

¡Y le gusta el placer, sabe hacerlo nacer, y variarlo!

Tengo tres amigas.

Clara se interrumpió.

—¿No te acuerdas? —preguntó—. ¿O es que ya no te gusta mi voz?

El Rostro no se había movido. Parecía no oír. Su mirada seguía devorando la horrible cesta, y la lengua chasqueaba en su boca mojada de saliva.

—Anda —dijo Clara—, sigue escuchando. Y después ya comerás, si tanta hambre tienes.

Y prosiguió con voz lenta y ritmada:

Tengo tres amigas.

La segunda tiene una larga cabellera que brilla y se desenrolla en largas guirnaldas de seda.

Su mirada turbaría al Dios del amor.

Y haría ruborizar a los aguzanieves.

El cuerpo de esa graciosa mujer serpentea como una liana de oro.

Sus pendientes están cargados de pedrería,

como vemos adornada de nieve, en una mañana de helada y sol, una flor.

Sus ropajes son jardines de verano

y templos en un día de fiesta.

Y sus pechos, duros y redondos, brillan como dos vasijas

de oro llenas de licores embriagadores y adormecedores perfumes.

Tengo tres amigas.

—¡Uah! ¡Uah! —aulló el Rostro mientras en la jaula, caminando, caminando, girando, girando, los otros cinco condenados repetían el siniestro aullido.

Clara continuó:

Tengo tres amigas.

Los cabellos de la tercera forman trenzas enrolladas

sobre su cabeza.

Y jamás conocieron la dulzura de los aceites perfumados.

Su rostro, que expresa la pasión, es deforme.

Su cuerpo es semejante al de un cerdo.

Diríase que siempre está enfadada.

Siempre riñe y gruñe.

Sus pechos y su vientre exhalan el olor del pescado.

Y siempre va sucia de pies a cabeza.

Come de todo y bebe en exceso.

Sus ojos apagados están siempre legañosos

y su cama es más repugnante que el nido de una abubilla.

Y es a ella a quien amo.

A ella es a quien amo porque hay algo más misteriosamente

atrayente que la belleza: es la podredumbre.

¡La podredumbre en la que reside el calor eterno de la vida,

en la que se elabora el eterno renovarse de las metamorfosis!

Tengo tres amigas…

El poema había terminado. Clara se quedó en silencio.

El Rostro, con los ojos ávidamente fijos en la cesta, no había dejado de aullar durante la recitación de la última estrofa.

Entonces, Clara, dirigiéndose tristemente a mí, dijo:

—Ya ves… ¡No se acuerda de nada! Ha perdido el recuerdo de sus versos y de mi rostro… Y esa boca que yo besé ya no conoce la palabra de los hombres. Realmente, es inaudito.

Escogió entre la carne de la cesta el trozo mejor y más grande y, con el busto hermosamente inclinado hacia adelante, se lo ofreció en la punta de la horquilla al Rostro descarnado, cuyos ojos brillaron como dos pequeñas brasas.

—¡Come, pobre poeta! —le dijo—. ¡Anda, come!

Con movimientos de fiera hambrienta, el poeta asió con sus garras el horrible pedazo apestoso y se lo llevó a la mandíbula, donde lo vi colgar por un momento, semejante a una inmundicia de la calle entre los dientes de un perro. Pero inmediatamente en la jaula surgieron rugidos, saltos. Ya sólo se vieron torsos desnudos, mezclados, pegados unos a otros, agarrados por largos brazos flacos, destrozados por mandíbulas y zarpas, rostros retorcidos disputándose la carne… Y ya no vi nada más. Oí los ruidos de la lucha al fondo de la jaula, pechos jadeantes y silbantes, soplos roncos, caídas de cuerpos, carnes pisoteadas, crujir de huesos, blandos choques de matanza, estertores.

Clara se había pegado a mí, estremecida.

—¡Ah, querido, ah, querido!

Yo le grité:

—Échales ya toda la carne… ¿no ves que se están matando?

Ella me abrazaba, me agarraba.

—Bésame… Acaríciame… ¡Es horrible! ¡Oh, es demasiado horrible!

Y alzándose hasta mis labios, me dijo, en un beso feroz:

—Ya no se oye nada. ¡Están muertos! ¿No crees que deben de estar todos muertos?

Cuando levantamos los ojos hacia la jaula, un Rostro macilento, descarnado y cubierto de sangre estaba pegado a los barrotes y nos miraba fijamente, casi con orgullo. Una piltrafa de carne le caía de los labios, entre filamentos de baba rojiza. Tenía el pecho palpitante.

Clara aplaudió, y su voz todavía temblaba:

—¡Es él! ¡Es mi poeta! ¡Es el más fuerte!

Le lanzó toda la carne de la cesta y dijo, con la garganta oprimida:

—Me estoy ahogando. Y tú también estás muy pálido, amor mío… Vayamos a respirar un poco de aire en el Jardín de los Suplicios.

Ligeras gotas de sudor perlaban su frente. Se las enjugó y, volviéndose hacia el poeta, dijo, acompañando sus palabras con un pequeño gesto de su mano sin guante:

—Estoy contenta de que hayas sido el más fuerte, hoy. ¡Come, come! Vendré a verte otro día… Adiós…

Clara despidió al boy, que ya era inútil. Seguimos por el centro del pasillo con paso ligero, a pesar de la aglomeración de gente, evitando mirar a derecha e izquierda.

La campana seguía sonando. Pero sus vibraciones iban disminuyendo, disminuyendo, hasta no ser ya más que un soplo de brisa, la pequeña queja de un niño ahogada tras una cortina.

—¿Qué es esa campana? ¿De dónde viene esa campana? —pregunté.

—Pero ¿cómo? ¿No lo sabes? Es la campana del Jardín de los Suplicios. Imagínate. Atan a un paciente y lo colocan debajo de la campana. Y repican a todo repicar, hasta que las vibraciones lo matan… Y cuando se acerca la muerte, tañen más y más suavemente, para que no sobrevenga demasiado deprisa, como ahí dentro. ¿Lo comprendes?

Iba a hablar, pero Clara me cerró la boca con su abanico desplegado.

—No, calla, no digas nada. Y escúchame, amor mío. Y piensa en la muerte tan espantosa que ha de ser, con todas esas vibraciones, dentro de la campana… Y ven conmigo. Y no digas nada más, nada más.

Cuando salimos del pasillo, la campana no era ya más que un canto de insecto, un murmullo de alas apenas perceptible en la lejanía.

V

El Jardín de los Suplicios ocupa un inmenso espacio en forma de cuadrilátero en el centro del penal, cerrado por unos muros de los que no se ve la piedra, cubierta por un espeso revestimiento de arbustos sarmentosos y plantas trepadoras. Lo creó a mediados del siglo pasado Li-Pe-Hang, superintendente de los jardines imperiales, el botánico más sabio que haya conocido la China. En las colecciones del museo Guimet se pueden consultar numerosas obras que cantan su gloria, y curiosísimas estampas en las que se relatan sus más ilustres trabajos. Los admirables jardines de Kiew —los únicos que nos satisfacen en Europa— le deben mucho desde el punto de vista técnico, y también desde el punto de vista de la ornamentación floral y la arquitectura paisajística. Pero todavía están lejos de la pura belleza de sus modelos chinos. En palabras de Clara, les falta esa atracción del gusto más exigente que consiste en mezclar los suplicios con la horticultura; la sangre con las flores.

El suelo, de arena y guijarros, como toda aquella llanura estéril, fue hundido profundamente y reconstruido con tierra virgen traída, con grandes costes, de la otra orilla del río. Se cuenta que más de treinta mil culis sucumbieron a las fiebres en los gigantescos trabajos de nivelación, que duraron veintidós años. Pero estas hecatombes no fueron en modo alguno inútiles. Mezclados con la tierra, como el estiércol —puesto que los enterraban allí donde caían—, los muertos la abonaron con su lenta descomposición, por más que en ninguna parte, ni siquiera en el corazón de las más fantásticas junglas tropicales existía una tierra más rica en humus natural. Su extraordinaria fuerza de vegetación, lejos de haberse agotado con el paso del tiempo, actualmente se activa con los residuos de los presos, la sangre de los supliciados, todos los detritus orgánicos que deja el gentío cada semana y que, cuidadosamente recogidos, hábilmente trabajados con los cadáveres cotidianos en pudrideros especiales, forman un poderoso compost que las plantas asimilan vorazmente, cosa que las hace más vigorosas y más bellas. Unas derivaciones del río, ingeniosamente repartidas a través del jardín, mantienen, según las necesidades de los cultivos, un frescor húmedo, permanente, al tiempo que sirven para llenar albercas y canales, cuya agua se renueva sin cesar, y donde se conservan formas zoológicas casi desaparecidas, entre ellas el famoso pez de seis gibas, cantado por Yu-Sin y por nuestro compatriota el poeta Robert de Montesquiou.

Los chinos son unos jardineros incomparables, muy superiores a nuestros groseros horticultores, que sólo piensan en destruir la belleza de las plantas mediante prácticas irrespetuosas y criminales hibridaciones. Se trata de auténticos malhechores, y no puedo concebir que, en nombre de la vida universal, todavía no se hayan dictado leyes penales muy severas contra ellos. Incluso me parecería muy agradable que los guillotinaran sin piedad, preferentemente a esos pálidos asesinos cuyo «seleccionismo» social es más bien loable y generoso, puesto que las más de las veces apunta a unas viejas muy feas y unos burgueses muy ruines, que son perpetuos ultrajes a la vida. Además de llevar la infamia hasta deformar la gracia conmovedora y tan bella de las flores sencillas, nuestros jardineros han osado cometer la degradante burla de dar a la fragilidad de las rosas, al resplandor estelar de las clemátides, a la gloria firmamental de la espuela de caballero, al misterio heráldico de las azucenas, al pudor de las violetas, nombres de generales viejos y políticos deshonrados. ¡No es raro encontrar en nuestros parterres una azucena, por ejemplo, bautizada con el nombre de El general Archinard…! Existen narcisos —¡narcisos!— que se denominan grotescamente El triunfo del Presidente Félix Faure; malvarosas que, sin protestar, aceptan la ridícula apelación de Duelo de Monsieur Thiers; violetas, tímidas, frioleras y exquisitas violetas, a quienes los nombres del general Skobeleff y del almirante Avellan no les parecieron insultantes apodos… Las flores, todo belleza, todo luz y todo alegría… y todo caricias también, ¡evocando los bigotes gruñones y las pesadas polainas de un soldado, o bien el tupé parlamentario de un ministro! ¡Las flores exhibiendo opiniones políticas, usadas para difundir propaganda electoral! ¿A qué aberraciones, a qué decadencias culturales pueden corresponder semejantes blasfemias, tales atentados a la divinidad de las cosas? Si fuera posible que existiera un ser lo suficientemente desprovisto de alma como para odiar las flores, los jardineros europeos, y en particular los jardineros franceses, justificarían esta paradoja inconcebiblemente sacrílega.

Los chinos, artistas perfectos y poetas ingenuos, han conservado piadosamente el amor y el culto devoto a las flores: es una de las escasísimas, de las más lejanas tradiciones que han sobrevivido a su decadencia. Y, como es necesario distinguir unas flores de otras, les han atribuido analogías graciosas, imágenes de ensueño, nombres de pureza o de placer que perpetúan y armonizan en nuestra mente las sensaciones de hechizo dulce o de violenta embriaguez que nos aportan. Así, a algunas peonías, que son las flores preferidas de los chinos, ellos las saludan, según su forma y color, con estos nombres deliciosos, cada uno de los cuales es todo un poema y toda una novela: La muchacha que ofrece sus pechos, o El agua durmiendo bajo la luna, o El sol en el bosque, o Mi vestido ya no es del todo blanco porque al rasgarlo el Hijo del Cielo dejó en él un poco de sangre rosa, o bien todavía este: He gozado de mi amigo en el jardín.

Y Clara, que me contaba esas cosas deliciosas, exclamaba indignada, pateando el suelo con sus piececitos calzados de piel amarilla:

—¡Y tratan de payasos, de salvajes, a esos divinos poetas que llaman a sus flores: He gozado de mi amigo en el jardín!

Los chinos tienen motivos para estar orgullosos del Jardín de los Suplicios, tal vez el más perfectamente bello de toda la China donde, sin embargo, los hay maravillosos. Allí se hallan reunidas las esencias más raras de su flora, desde las más delicadas hasta las más robustas, las que proceden de las nieves de las montañas, las que crecen en el horno ardiente de las llanuras, también aquellas, misteriosas y salvajes, que se ocultan en lo más impenetrable de los bosques y a las que las supersticiones populares atribuyen alma de genio maléfico. Desde el mangle hasta la azalea saxátil, la violeta cornuda y biflora hasta el nepente destilatorio, el hibiscos voluble, o el helianto estolonífero, desde la androsace, invisible en su grieta de la roca, hasta las lianas más locamente enlazadoras… Cada especie está representada por numerosos especímenes que, atiborrados de alimentos orgánicos y tratados según los ritos de sabios jardineros, adquieren desarrollos anormales, coloraciones que nosotros, en nuestros climas sombríos y nuestros jardines sin genio, apenas podemos imaginar en toda su prodigiosa intensidad.

Un amplio estanque atravesado por el arco de un puente de madera pintado de verde intenso marca el centro del jardín en el hueco de un valle en el que desemboca una gran cantidad de caminos sinuosos y senderos floridos de diseño flexible y armoniosa ondulación. Los nenúfares y los nelumbos animan el agua con sus hojas procesionales y sus corolas errantes amarillas, malva, blancas, rosa, púrpura; matas de azucenas alzan sus finos tallos, de cuyo extremo parecen colgar extraños pájaros simbólicos; juncos empenachados, juncias semejantes a cabelleras, luzulas gigantes, mezclan su follaje dispar con las inflorescencias faloides y vulvoides de las más sorprendentes aroideas. En una combinación genial, en las orillas del lago, entre escolopendras metidas en gallones, las trollius y las ínulas, las glicinias artísticamente talladas se elevan y se inclinan como bóvedas por encima del agua que refleja el azul de sus racimos colgantes y balanceados. Y las grullas con su manto gris perla, sus sedosos plumeros, sus carúnculas escarlata, las garzas blancas, las cigüeñas blancas de nuca azul de Manchuria, pasean entre la alta hierba su gracia indolente y su majestad sacerdotal.

Aquí y allá, en elevaciones del terreno y rocas rojas tapizadas de helechos enanos, androsaces, saxífragas y arbustos trepadores, esbeltos y graciosos quioscos lanzan, por encima de bambús y cedrelas, el cono puntiagudo de sus tejados rameados de oro, y las delicadas nervaduras de sus armazones cuyos extremos se curvan y remangan en un osado movimiento. En las laderas pululan las especies: epimedios asomando entre las piedras, con sus flores gráciles y movedizas revoloteando como insectos; hemerocalas anaranjadas ofreciendo a la esfinge su cáliz de un día, y onagras blancas su copa de una hora; carnosos nopales, eomecones, moreas, y capas, coladas, chorros de primaveras, esas primaveras de la China, tan abundantemente polimorfas, y de las que nosotros no tenemos en nuestros invernaderos más que copias empobrecidas; ¡y tantas formas fascinantes y extrañas, y tantos colores fundidos! Y alrededor de los quioscos, entre fugas de césped en perspectivas temblorosas, hay como una lluvia rosa, malva, blanca, una sobreabundancia matizada, una palpitación nacarada, carnosa, láctea, y tan tierna y tan cambiante que es imposible expresar con palabras su dulzura infinita, su poesía inexpresablemente edénica.

¿Cómo habíamos sido transportados hasta allí? Yo no lo sabía. Clara dio un empujón y de repente se abrió una puerta en la pared del sombrío pasillo. Y súbitamente, como por obra de la varita mágica de un hada, se abrió ante mí una irrupción de claridad celestial, y ante mí había horizontes, horizontes…

Yo miraba, deslumbrado. Deslumbrado por la luz más suave, por el cielo más clemente; deslumbrado incluso por las grandes sombras azules que los árboles, muellemente, alargaban sobre la hierba, como alfombras perezosas; deslumbrado por la magia movediza de las flores, de las matas de peonías que unos ligeros cobertizos de caña protegían del ardor mortal del sol… No lejos de nosotros, en una de aquellas extensiones de césped, un aparato de riego pulverizaba agua; en ella jugaban todos los colores del arco iris, y a través de ella los prados y las flores adquirían transparencias de piedra preciosa.

Miraba ávidamente, sin cansarme nunca. Y en aquel momento no veía ninguno de los detalles que pude recomponer más tarde. No veía más que un conjunto de misterios y bellezas cuya súbita y consoladora aparición no intentaba explicarme. Ni siquiera me preguntaba, tampoco, si lo que me rodeaba era la realidad o bien era un sueño. No me preguntaba nada… no pensaba en nada… no decía nada… Clara hablaba, hablaba… Sin duda me seguía contando historias y más historias. Yo no la escuchaba y ni siquiera notaba que estuviera cerca de mí. En aquel momento, su presencia a mi lado me resultaba lejana, lejana… Tan lejana también su voz… ¡Y tan desconocida!

Finalmente, poco a poco, fui recuperando la posesión de mí mismo, de mis recuerdos, de la realidad de las cosas, y comprendí por qué y cómo había llegado hasta allí.

Al salir del infierno, pálido aún de terror por aquellos rostros de los condenados, con la nariz todavía impregnada de aquel hedor de podredumbre y muerte, con los oídos vibrando aún con los aullidos de los torturados, la vista de aquel jardín fue para mí un alivio súbito, después de haber sido como una exaltación inconsciente, como una irreal ascensión de todo mi ser hacia el embelesamiento de un país de ensueño. Aspiré con deleite, a grandes tragos, aquel aire nuevo impregnado de finos y muelles aromas. Era el indecible gozo del despertar después de la pesadilla opresiva. Saboreé aquella inefable impresión de alivio que siente alguien que ha sido enterrado vivo en un espantoso osario, y que levanta la piedra y renace al sol, con su carne intacta, los órganos libres, el alma totalmente nueva.

Cerca de mí se hallaba un banco hecho con troncos de bambú, a la sombra de un maravilloso fresno, cuyas hojas púrpura, brillando en la luz, daban la impresión de ser una cúpula de rubíes. Me senté, o mejor dicho, me dejé caer en él, pues, ahora, el gozo de aquella vida espléndida estaba a punto de hacerme desvanecer, víctima de una ignorada voluptuosidad.

Y vi a mi izquierda, guardián de piedra de aquel jardín, un Buda sentado sobre una roca, mostrando su faz tranquila, su cara de Bondad soberana, toda bañada de azul y de sol. Alfombras de flores, cestas de frutas, cubrían el zócalo del monumento con ofrendas propiciatorias y perfumadas. Una joven vestida de amarillo se alzaba hasta la frente del exorable dios, al que coronaba piadosamente con flores de loto y orquídeas. Las golondrinas revoloteaban a su alrededor con breves gritos de alegría. Entonces pensé —¡con qué religioso entusiasmo, con qué adoración mística!— en la vida sublime de aquel que, mucho antes de nuestro Jesucristo, había predicado a los hombres la pureza, la renuncia y el amor.

Pero, inclinada sobre mí como el pecado, Clara, con la boca roja y semejante a la flor del membrillo, Clara, de ojos verdes, del verde grisáceo que tiene la fruta joven del almendro, no tardó en hacerme volver a la realidad, y me dijo, señalando el jardín con un gran gesto:

—Admira, amor mío, a esos maravillosos artistas que son los chinos, y cómo saben hacer a la naturaleza cómplice del refinamiento de su crueldad. En nuestra horrible Europa, que desde hace tanto tiempo ignora lo que es la belleza, los suplicios se ejecutan secretamente en el fondo de las mazmorras, o en las plazas públicas, entre inmundas multitudes borrachas. Aquí, los instrumentos de tortura y de muerte, las estacas de empalar, las horcas y las cruces se yerguen entre las flores, entre el hechizo prodigioso y el prodigioso silencio de todas las flores. Pronto vas a verlos, tan íntimamente ligados a los esplendores de esta orgía floral, a las armonías de esta naturaleza única y mágica, que en cierto modo parecen formar un solo cuerpo con ella, como si fueran las flores milagrosas de este suelo y esta luz.

Yo no pude reprimir un gesto de impaciencia.

—¡Tonto! —dijo Clara—. Eres un tontito que no entiende nada.

Con la frente tachada por una sombra dura, prosiguió:

—Vamos a ver. ¿Alguna vez has entrado en una fiesta, estando triste o enfermo? ¿Has sentido cómo tu tristeza se ahondaba ante la alegría de los rostros, la belleza de las cosas, como si fueran una ofensa? Es una sensación intolerable. Piensa en lo que debe de ser eso para el paciente que va a morir entre suplicios. Piensa hasta qué punto la tortura se multiplica en su carne y su alma ante el resplandor de todo lo que le rodea, y hasta qué punto la agonía se hace más atroz, más desesperadamente atroz, corazoncito mío.

—Yo estaba pensando en el amor —repliqué en tono de reproche—, y ahora tú me hablas otra vez de suplicios, como siempre.

—Por supuesto… Puesto que ambos son lo mismo.

Se había quedado a mi lado, de pie, con las manos sobre mis hombros. Y la sombra roja del fresno la envolvía como un resplandor de fuego. Se sentó en el banco, y continuó:

—Y además, existen suplicios en cualquier parte donde existan hombres… Yo no puedo hacer nada contra eso, niño mío, y trato de adaptarme y alegrarme, pues la sangre es un precioso asistente en el placer… Es el vino del amor.

Con la punta del paraguas, trazó en la arena unas figuras ingenuamente indecentes, y dijo:

—Estoy segura de que consideras a los chinos más feroces que nosotros. Pues no, nada de eso. Nosotros, los ingleses… Habría que verlo… ¿Y vosotros los franceses? Te contaré lo que vi en vuestra Argelia, en los confines del desierto. Un día, unos soldados capturaron a unos árabes, unos pobres árabes que no habían cometido más crimen que el de huir de las brutalidades de sus conquistadores. El coronel ordenó que fueran ejecutados inmediatamente, sin investigación ni juicio. Y eso es lo que se hizo con ellos: eran treinta, y cavaron treinta hoyos en la arena, y los enterraron en ellos hasta el cuello, desnudos, con la cabeza descubierta, al sol del mediodía. Para que no murieran demasiado rápido de vez en cuando los regaban como a coles. Al cabo de una media hora, los párpados estaban hinchados, los ojos se les salían de las órbitas, las lenguas tumefactas les llenaban la boca horriblemente abierta, y la piel se agrietaba, se tostaba sobre los cráneos. Aquello no tenía ninguna gracia, te lo aseguro, ni siquiera tenía terror, aquellas treinta cabezas muertas asomando del suelo, como guijarros informes… ¿Y nosotros? Todavía peor. ¡Oh! Recuerdo la extraña sensación que experimenté en Kandy, la antigua y gris capital de Ceilán, cuando subí la escalinata del templo en el que los ingleses degollaron estúpidamente, sin suplicios, a los pequeños príncipes modeliar, que las leyendas nos pintan tan encantadores, semejantes a esos iconos chinos de un arte tan maravilloso, de una gracia tan hieráticamente tranquila y pura, con su nimbo de oro y sus largas manos unidas. Sentí que allí, en aquellos escalones sagrados, donde la sangre no había podido lavar ochenta años de posesión violenta, se había realizado algo más horrible que una matanza humana: la destrucción de una belleza preciosa, conmovedora, inocente. En aquella India agonizante y siempre misteriosa, a cada paso que damos sobre el suelo ancestral, descubrimos las trazas de aquella doble barbarie europea. Las avenidas de Calcuta, las frescas mansiones montañesas del Darjeeling, las tríbadas de Benarés, los fastuosos hoteles de los recaudadores de Bombay, no han podido borrar la impresión de duelo y muerte que dejan por todas partes la atrocidad de las matanzas sin arte, y el vandalismo y la destrucción estúpida. Al contrario, la acentúan. Y en cualquier parte donde aparezca la civilización, muestra su rostro gemelo de sangre estéril y de ruinas muertas para siempre jamás. La civilización puede decir, como Atila: «Por donde pasa mi caballo, no vuelve a crecer la hierba». Mira aquí, delante de ti, a tu alrededor… No hay ni un solo grano de arena que no haya sido bañado con sangre, y esa misma arena, ¿qué es sino polvo y muerte? ¡Pero qué generosa es esta sangre, qué fecundo este polvo! Mira… La hierba está fuerte… las flores pululan… ¡Y el amor está en todas partes!

El rostro de Clara se había ennoblecido. Una dulcísima melancolía atenuaba el trazo de sombra de su frente, velaba las llamas verdes de sus ojos. Prosiguió:

—¡Ay, qué triste y amarga me pareció la pequeña ciudad muerta de Kandy aquel día! Un pesado silencio planeaba sobre ella, junto con los buitres, en medio del calor tórrido. Algunos hindúes salían del templo en el que habían ofrecido flores a Buda. La profunda dulzura de sus miradas, la nobleza de su frente, la debilidad sufriente de sus cuerpos consumidos por la fiebre, la lentitud bíblica de sus andares, todo aquello me emocionó hasta el fondo de las entrañas. Parecían exiliados en su tierra natal, junto a su Dios tan dulce, encadenado y vigilado por cipayos. Y en sus negras pupilas no había ya nada de terrestre… Nada más que un sueño de liberación corporal, la espera de nirvanas llenos de luz. No sé qué respeto humano me impidió arrodillarme ante aquellos dolorosos, aquellos venerables padres de mi raza, de mi raza parricida. Me conformé con saludarlos humildemente. Pero ellos pasaron sin verme, sin ver mi saludo, sin ver las lágrimas de mis ojos… Y la emoción filial me hinchaba el corazón. Y cuando hubieron pasado, sentí que odiaba Europa, con un odio que no se apagaría jamás.

De repente, interrumpiéndose, me preguntó:

—Te estoy aburriendo, ¿no es cierto? No sé por qué te estoy contando todo esto… No tiene ninguna relación… Estoy loca.

—No, no, mi querida Clara —respondí besándole las manos—. Al contrario, te quiero por hablarme así. ¡Háblame siempre así!

Ella siguió:

—Después de visitar el templo, pobre y desnudo, decorado en la entrada por un gong, último vestigio de pretéritas riquezas, después de respirar el olor de las flores que cubrían la imagen de Buda, regresé melancólicamente a la ciudad. Estaba desierta. Un pastor, único ser humano y evocación grotesca y siniestra del progreso occidental, rondaba por allí, rozando las paredes, con una flor de loto en la boca. Bajo aquel sol cegador, seguía llevando, como entre las brumas metropolitanas, su caricaturesco uniforme de clérigo: sombrero de fieltro negro y flexible, larga levita negra con el cuello recto y pringoso, pantalón negro que caía en picado y crapulosamente sobre unos macizos zapatos de carretero. Aquel desagradable atuendo de predicador venía acompañado por una sombrilla blanca, una especie de punka portátil y risible, la única concesión hecha por aquel mamarracho a las costumbres locales y al sol de la India, que hasta el momento los ingleses no han conseguido convertir en niebla de hollín. Y pensé, no sin irritación, que no se puede dar un paso, desde el ecuador hasta el polo, sin chocar con ese rostro turbio, esos ojos rapaces, esas manos ganchudas, esa boca inmunda que sopla sobre las divinidades encantadoras y los mitos adorables de las religiones-niño, con olor de ginebra rancia, el espanto de los versículos de la Biblia.

Clara se animó. Sus ojos expresaban un odio generoso que yo no le conocía. Olvidando el lugar en que estábamos, sus entusiasmos criminales de un momento antes, y sus sangrientas exaltaciones, dijo:

—Allí donde haya sangre vertida que legitimar, piraterías que consagrar, violaciones que bendecir, comercios infames que proteger, podemos estar seguros de ver a ese Tartufo británico perpetuando, so pretexto de proselitismo religioso o estudio científico, la obra de su abominable conquista. Su sombra astuta y feroz se perfila sobre la desolación de los pueblos vencidos, unida a la del soldado que degüella y a la del Shylock que extorsiona. En las selvas vírgenes, donde el europeo es, con justicia, más temido que el tigre, en el umbral de la humilde choza devastada, entre las cabañas incendiadas, aparece después de la matanza, como en la noche de la batalla, el pirata del ejército que viene a desvalijar a los muertos. Digno compañero, por otra parte, de su competencia, el misionero católico, que también trae la civilización en la llama de las antorchas, en la punta de los sables y bayonetas… Por desgracia, la China se ha visto invadida por estas dos plagas. ¡Dentro de unos años ya no quedará nada de este país maravilloso, en el que tanto me gusta vivir!

De repente, se levantó lanzando un grito:

—¡La campana, amor mío! ¡La campana ya no suena! ¡Oh, Dios mío, ya debe de haber muerto! ¡Y mientras nosotros estábamos charlando, sin duda lo habrán llevado al osario! ¡Y no lo veremos! Es culpa tuya, también.

Me obligó a levantarme del banco.

—¡Rápido, querido, rápido!

—No tenemos ninguna prisa, Clara. Siempre tendremos tiempo para ver horrores. Vuelve a hablarme como me hablabas hace un segundo. ¡Amaba tanto tu voz, amaba tanto tus ojos!

Clara se impacientó:

—¡Deprisa, deprisa! ¡Tú no sabes lo que dices!

Sus ojos volvían a ser duros, su voz jadeante, su boca imperiosamente cruel y sensual. Me pareció que hasta el Buda ahora torcía, bajo un mal sol, un rostro deformado de verdugo. Y vi a la muchacha de las ofrendas que se alejaba por una alameda, entre prados, lejos… Su vestido amarillo era menudo, ligero, brillante, como una flor de narciso.

La avenida por la que caminábamos estaba bordeada de melocotoneros, cerezos, membrillos, almendros… Unos enanos y tallados en formas caprichosas, otros libres, en grupos, haciendo crecer en todos los sentidos sus largas ramas cargadas de flores. Un pequeño manzano con la madera, las hojas y las flores de un rojo vivo, imitaba la forma de un jarrón panzudo. También me fijé en un árbol admirable, al que llaman el peral de hojas de abedul. Se elevaba en forma de pirámide perfectamente recta hasta los seis metros de altura y, desde la base muy ancha hasta la copa en forma de cono puntiagudo, estaba tan cubierto de flores que no se veían hojas ni ramas. Innumerables pétalos no dejaban de desgajarse, al tiempo que otros se abrían, revoloteaban alrededor de la pirámide, y caían lentamente en las alamedas y prados, que cubrían de una blancura nívea. Y el aire, a lo lejos, se impregnaba de sutiles aromas de gavanza y de reseda. Después pasamos junto a macizos de arbustos decorados por deutzias parvifloras, de amplios corimbos rosados, o aquellas hermosas ligustrinas de Pekín, de follaje velloso, de grandes panículas plumosas con flores blancas, espolvoreadas de azufre.

Cada paso era una alegría nueva, una sorpresa para los ojos, que me hacía lanzar gritos de admiración. Me llamó la atención una viña con unas hojas anchas, rubias, irregularmente recortadas y dentadas, tan dentadas, tan recortadas, tan anchas como las hojas del ricino, que enlazaba con sus ventosas un enorme árbol seco, subía hasta la cima del ramaje, y desde ahí volvía a caer en cascada, en catarata, en alud, protegiendo con su sombra toda una flora que se expandía en la base, entre las naves, las columnatas y los nichos formados por sus sarmientos derrumbados. Más allá, un stephanandra exhibía su follaje paradójico, deliciosamente trabajado como un tabicado, y que me maravillaba al pasar por toda suerte de coloraciones, desde el verde pavo real hasta el azul de acero; del rosa tierno hasta el púrpura bárbaro; del amarillo claro al ocre marrón. Muy cerca, un grupo de viburnum gigantescos, altos como robles, agitaban grandes bolas de nieve en la punta de cada rama.

Aquí y allá, arrodillados sobre la hierba o encaramados en escaleras rojas, los jardineros hacían correr las clemátides sobre finos armazones de bambú. Otros enrollaban las ipomoeas, las correhuelas, sobre largos y finos tutores de madera negra. Y en todas partes, sobre el césped, las azucenas a punto de florecer erguían sus tallos.

Árboles, arbustos, macizos, plantas aisladas o agrupadas, a primera vista todo parecía haber surgido según el azar de la germinación, sin método, sin cultivo, sin más voluntad que la de la naturaleza, sin más capricho que la vida. Error. El emplazamiento de cada vegetal había sido, por el contrario, laboriosamente estudiado y elegido, ya fuera para que los colores y las formas se completaran, se dieran realce unos a otros, o bien para formar planos, fugas aéreas, perspectivas florales y multiplicar así las sensaciones al combinar los decorados. La más humilde de las flores, lo mismo que el árbol más gigante, por su mera posición, contribuía a una armonía flexible, a un conjunto artístico, cuyo efecto era más conmovedor porque no delataba ningún trabajo geométrico ni esfuerzo decorativo alguno.

Todo, también, parecía haber sido dispuesto por la munificencia de la naturaleza, para el triunfo de las peonías.

En suaves pendientes, sembradas, como si fuera césped, de aspérulas olorosas y espigadillas rosas, del rosa antiguo de las viejas sedas, las peonías, campos enteros de peonías arborescentes, desplegaban suntuosas alfombras. Cerca de nosotros, las había aisladas, que nos ofrecían enormes cálices rojos, negros, cobrizos, anaranjados, purpúreos. Otras, idealmente puras, brindaban los más virginales matices del rosa y el blanco. Reunidas en grupos multicolores, o bien solitarias a la orilla de las alamedas, meditativas al pie de los árboles, enamoradas a lo largo de los macizos, las peonías eran realmente las hadas, las reinas milagrosas de aquel milagroso jardín.

Allí donde se posara la vista, allí se hallaba una peonía. En los puentes de piedra, totalmente cubiertas de plantas saxátiles, uniendo con sus arcos audaces las masas de rocas, y comunicando los quioscos unos a otros, las peonías pasaban semejantes a una multitud en fiestas. Su procesión brillante ascendía por los cerros alrededor de los cuales suben, se cruzan, se enredan las alamedas y los senderos bordeados por diminutos boneteros plateados y alheñas talladas en setos. Admiré un montículo donde, sobre unos muros muy bajos, muy blancos, construidos en forma de caracol, se extendían, protegidas por esteras, las más preciosas especies de peonías, que hábiles artistas habían adaptado a las múltiples formas del espaldar. En el intervalo de dichos muros, unas peonías inmemoriales, en forma de bola sobre altos tallos desnudos, se espaciaban en cajones cuadrados. Y la cima se coronaba con matas espesas, libres matorrales de la planta sagrada cuya floración, tan efímera en Europa, aquí se produce durante casi todas las estaciones. Y a mi derecha, a mi izquierda, muy cercanas a mí o bien perdidas en lejanas perspectivas, una vez más, siempre, peonías, peonías, peonías, peonías…

Clara volvía a caminar muy deprisa, casi insensible a aquella belleza. Caminaba con la frente cruzada por una sombra dura, con las pupilas ardientes. Diríase que avanzaba empujada por una fuerza de destrucción. Hablaba, pero yo no la oía, o muy poco. Las palabras «muerte, encanto, tortura, amor» que caían sin cesar de sus labios ya no me parecían más que un eco lejano, una pequeñísima voz de campana apenas perceptible, allá a lo lejos, y fundida en la gloria, en el triunfo, en la voluptuosidad serena y grandiosa de aquella vida deslumbrante.

Clara caminaba, caminaba, y yo caminaba cerca de ella, y en todas partes surgían, con sorpresa renovada, peonías, arbustos de ensueño o de locura, boneteros azules, acebos de penacho violento, magnolias gofradas, rizadas, cedros enanos que se despeinaban como cabelleras, aralias y altas gramíneas, eulalias gigantes con hojas en forma de cinta que caen y se ondulan como pieles de serpiente laminadas de oro. Había también esencias tropicales, árboles desconocidos en cuyo tronco se balanceaban impuras orquídeas; el baniano de la India que echa raíces en el suelo mediante sus múltiples ramas; inmensas musas y, al abrigo de sus hojas, flores como insectos, como pájaros, así, la mágica strelitzia, o ave del Paraíso, cuyos pétalos amarillos son alas, animadas por un perpetuo vuelo.

De repente Clara se detuvo, como si un brazo invisible la hubiese agarrado brutalmente.

Inquieta, nerviosa, con la nariz palpitante, como una corza que acaba de captar en el viento el olor del macho, olió el aire a su alrededor. Un estremecimiento, que yo ya conocía como precursor del espasmo, recorrió todo su cuerpo. Sus labios se hicieron instantáneamente más rojos e hinchados.

—¿Lo hueles? —me dijo con voz breve y sorda.

—Yo huelo el aroma de las peonías que llenan el jardín —respondí.

Dio una patada en el suelo, impaciente.

—No es eso, no es eso… ¿No has olido? Recuerda.

Y sus fosas nasales se abrieron más, y sus ojos brillaron más.

—Huele como cuando te amo.

Entonces, rápidamente, se inclinó sobre una planta, un thalictrum que, en la orilla del sendero, erguía un tallo largo y fino, ramoso, rígido, de un violeta claro. Cada rama axilar salía de una vaina marfileña en forma de sexo y terminaba en un racimo de flores diminutas, apretadas unas contra otras y cubiertas de polen.

—¡Es esta, es esta! ¡Oh, querido!

En efecto, un olor poderoso, fosfatado, un olor de simiente humana se desprendía de aquella planta. Clara cogió el tallo, me obligó a respirar el extraño olor, y después me embadurnó el rostro de polen.

—¡Oh, querido, querido, qué hermosa planta! ¡Cómo me embriaga, cómo me enloquece! ¿No es curioso que haya plantas que huelan a amor? ¿Por qué?, dime. ¿No lo sabes? Pues yo sí que lo sé. ¿Por qué habría tantas flores que parecen sexos, si no es porque la naturaleza no cesa de llamar a los seres vivos mediante todas sus formas y todos sus perfumes? «¡Amaos, amaos, haced como las flores! ¡Sólo existe el amor!». Dilo tú también, di que sólo existe el amor. ¡Anda, dilo cerdito mío adorado!

Y siguió oliendo el thalictrum y masticando un racimo, cuyo polen se pegaba a sus labios. Y, bruscamente, declaró:

—La quiero en mi jardín… La quiero en mi habitación… en el quiosco… en toda la casa… ¡Huele, cariño, huele! ¡Una simple planta! ¿No es admirable? Y ahora ven, ven… ¡Ojalá no lleguemos demasiado tarde… a la campana!

Con una mueca que era trágica y cómica a la vez, siguió diciendo:

—¿Por qué te has entretenido tanto allí, en aquel banco? ¡Y todas esas flores! ¡No las mires, deja ya de mirarlas! Las verás mejor después, después de haber visto sufrir, después de haber visto morir. ¡Verás cómo son aún más hermosas, qué ardiente pasión exaspera sus perfumes! Huele una vez más, amado mío, y ven. Toca mis pechos. Mira qué duros están. Sus puntas se irritan con la seda del vestido… Parece como si un hierro al rojo los estuviera quemando… Es delicioso, anda, ven…

Echó a correr con el rostro amarillo de polen y el tallo de thalictrum entre los dientes.

Clara no quiso detenerse ante otra imagen de Buda cuyo rostro crispado y devorado por el tiempo se torcía al sol. Una mujer le ofrecía ramas de membrillo, y aquellas flores se me antojaron pequeños corazones de niño. A la vuelta de una alameda, nos cruzamos con una angarilla llevada por dos hombres, sobre la cual se movía una especie de masa de carne sangrienta, una especie de ser humano, cuya piel, cortada a tiras, se arrastraba por el suelo, como harapos. Aunque fuera imposible reconocer el menor vestigio de humanidad en aquella llaga repugnante que, sin embargo, había sido un hombre, se notaba que, por un gran prodigio, aquello aún respiraba. Y unas gotas rojas, regueros de sangre, marcaban el camino.

Clara cogió dos flores de peonía y las depositó sobre la angarilla, silenciosamente, con mano temblorosa. Los porteadores descubrieron, en una sonrisa de bestia, sus encías negras y sus dientes lacados. Cuando la angarilla hubo pasado, Clara dijo:

—¡Ah, ya veo la campana! ¡Ya veo la campana!

Y, alrededor de nosotros, alrededor de la angarilla que se alejaba, había como una lluvia rosa, malva y blanca, un hormigueo matizado, una palpitación carnosa, láctea, nacarada y tan tierna y cambiante, que resulta imposible expresar con palabras su dulzura infinita y su encanto inefablemente edénico…

VI

Dejamos la alameda circular de la que partían otras alamedas sinuosas hacia el centro, bordeando un talud plantado con gran cantidad de arbustos raros y preciosos, y tomamos un pequeño sendero que avanzaba por una depresión del terreno y llegaba directamente a la campana. Senderos y alamedas estaban enarenados con polvo de ladrillo, que da al verde del césped y del follaje una intensidad extraordinaria, y como una transparencia de esmeralda bajo la luz de una lámpara. A la derecha, prados floridos; a la izquierda, más arbustos. Arces rosas, frotados de pálida plata, de oro vivo, de bronce o de cobre rojo; mahonias con hojas de cobre dorado anchas como palmas de cocotero; elaeagnus que parecen cubiertos de lacas polícromas: pyrus empolvados de mica; laureles sobre los que espejean y mariposean las mil facetas de un cristal irisado; caladiums con nervaduras de oro viejo que sostienen sedas bordadas y encajes rosas; thuyas azules, malvas, plateadas, empenachadas de amarillos enfermos, de anaranjados venenosos; tamarindos verdes, tamarindos rojos, cuyas ramas flotan y ondulan al viento, semejantes a menudas algas en el mar; algodoneros cuyas borlas vuelan y viajan sin cesar a través de la atmósfera; el sauce y el alegre enjambre de sus semillas aladas; clerodendros abriendo cual parasoles sus amplias sombrillas encarnadinas… Entre aquellos arbustos, en las partes de sombra, anémonas, ranúnculos, heucheras, se mezclaban con el césped. En las zonas umbrías se mostraban extraños criptogramas, musgos cubiertos de minúsculas florecillas blancas y líquenes semejantes a aglomeraciones de pólipos, a masas madrepóricas. Era un hechizo perpetuo.

Y en aquel embrujo floral se erguían cadalsos, aparatos de crucifixión, patíbulos pintados con colores violentos, horcas muy negras en cuya cima reían, burlonas, horribles máscaras de demonios; altos postes para la estrangulación simple, potros más bajos y complejos para el despedazamiento de las carnes. En los fustes de aquellas columnas de suplicio, como un refinamiento diabólico, las calistegias pubescentes, las ipomeas de Dauria, las lofospermas, las coloquíntidas, enrollaban sus flores, entre las de las clemátides y atragenes… Allí cerca, los pájaros vocalizaban sus canciones de amor.

Al pie de uno de esos cadalsos, florido como una columna de terraza, un atormentador, sentado, con su caja de herramientas entre las piernas, limpiaba unos finos instrumentos de acero con paños de seda. Tenía la ropa cubierta de salpicaduras de sangre, y sus manos parecían enguantadas de rojo. A su alrededor, como en torno a una carroña, zumbaban y remolineaban enjambres de moscas. Pero en aquel ambiente de flores y perfumes, aquello no resultaba repugnante ni terrible. Lo que cubría su ropa parecía una lluvia de pétalos caídos de un membrillo cercano. Además, aquel hombre tenía una barriga pacífica y bonachona. Su rostro, en reposo, expresaba bonhomía e incluso jovialidad; la jovialidad de un cirujano que acaba de realizar con éxito una operación difícil. Cuando pasábamos cerca de él, levantó los ojos hacia nosotros y nos saludó cortésmente.

Clara le dirigió la palabra en inglés.

—Es una verdadera lástima que no hayan venido una hora antes —dijo aquel buen hombre—. Habrían visto una cosa muy hermosa, y que no se ve todos los días. ¡Un trabajo extraordinario, milady! He recortado a un hombre de los pies a la cabeza, después de haberle quitado la piel. Tenía muy mal tipo… ¡Ja, ja, ja!

Su tripa, sacudida por la risa, se hinchaba y vaciaba con sordos ruidos de borborigmo. Un tic nervioso le hacía subir la hendidura de la boca hasta el cigoma, al tiempo que, en el mismo movimiento, los párpados se le bajaban y se unían al extremo de los labios entre los pliegues grasos de la piel. Era una mueca —una multitud de muecas— que daba a su rostro una expresión de crueldad cómica y macabra. Clara preguntó:

—¿Se trata del hombre que hemos visto hace un rato en una angarilla?

—¡Ah, así que lo han visto! —exclamó el buen hombre, halagado—. Y qué, ¿qué les ha parecido?

—¡Qué horror! —dijo Clara con una voz tranquila que desmentía el disgusto de su exclamación.

Entonces el verdugo explicó:

—Era un miserable culi del puerto, un don nadie, milady. Desde luego, no se merecía el honor de un trabajo tan fino. Parece ser que había robado un saco de arroz a unos ingleses. Cuando le había quitado toda la piel, que sólo se aguantaba en los hombros gracias a dos pequeños ojales, le obligué a andar, milady. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué buena idea! ¡Era para partirse de risa! Parecía que llevara sobre el cuerpo eso… ¿cómo lo llaman ustedes? ¡Ah, sí, un macfarlán! Jamás estuvo mejor vestido, ese perro, ni el mejor sastre lo habría mejorado. Pero tenía los huesos tan duros que se me ha mellado la sierra… Esta sierra tan bonita.

Entre los dientes de la sierra había quedado un pequeño grumo blancuzco y grasiento. El hombre lo hizo saltar de un golpe de uña, y lo mandó a perderse entre la hierba, entre las florecillas.

—Era tuétano, milady —dijo el alegre hombrecillo—. No vale gran cosa.

Y moviendo la cabeza, añadió:

—Casi nada de lo que tocamos vale gran cosa… Es que nosotros casi siempre trabajamos con el populacho.

Después, con un aire de tranquila satisfacción, dijo.

—Ayer… en fin… Fue muy curioso… Convertí a un hombre en mujer. ¡Je, je, je! ¡Cualquiera se habría confundido! Y yo me confundí, para probar… Si mañana los genios tienen la bondad de concederme la merced de tener a una mujer en este cadalso… la convertiré en hombre. ¡Es más difícil! ¡Ja, ja, ja!

Bajo los efectos de un nuevo ataque de risa, su triple papada, los pliegues del cuello y la barriga se pusieron a temblar como gelatina. Una sola línea roja y arqueada unía entonces el ángulo izquierdo de su boca con la comisura de los párpados rectos, en medio de hinchazones y surcos por donde corrían finos hilillos de sudor y lágrimas de risa.

Metió la sierra ya limpia en el estuche, y lo cerró. La caja era magnífica y de un lacado admirable: un vuelo de ocas salvajes encima de un lago nocturno en el que la luna plateaba los lotos y los lirios.

En aquel momento, la sombra del cadalso puso sobre el cuerpo del atormentador un trazo transversal y violáceo.

—Mire usted, milady —continuó aquel hombrecillo charlatán—, nuestro oficio es igual que nuestros hermosos jarrones, nuestras hermosas sedas bordadas, nuestras hermosas lacas… Son cosas que se van perdiendo sin remedio. Hoy día, ya nadie sabe lo que es un suplicio. Por más que yo me empeñe en conservar las auténticas tradiciones, estoy desbordado, y yo solo no puedo detener la decadencia. ¿Qué le vamos a hacer? Ahora a los verdugos se los recluta ni se sabe dónde. Ya no hay exámenes, ni oposiciones. Sólo el favor y la protección deciden las selecciones. ¡Y qué selección, si usted supiera! ¡Es una vergüenza! Antiguamente sólo se encomendaban estas importantes funciones a auténticos sabios, a gente de mérito que conocía perfectamente la anatomía del cuerpo humano, que tenía diplomas, talento natural… Ahora, nada de nada. El más insignificante zapatero puede ofrecerse para ocupar esas honorables y difíciles plazas. ¡Se acabó la jerarquía, se acabaron la tradiciones! Todo termina. Vivimos en una época de desorganización. Algo está podrido en la China, milady.

Suspiró profundamente y, mostrándonos sus manos totalmente rojas y después el estuche que brillaba sobre la hierba, a su lado, dijo:

—Y, sin embargo, y tal como han podido ver, yo me esfuerzo todo lo que puedo en realzar nuestro prestigio abolido. Porque yo soy un viejo conservador, un nacionalista intransigente, y me repugnan esas nuevas prácticas, esas nuevas modas que, so pretexto de civilización, nos traen los europeos y en particular los ingleses. No quisiera hablar mal de los ingleses, milady, son buena gente y muy respetables… Pero hay que reconocer que su influencia sobre nuestras costumbres ha resultado desastrosa. Cada día despojan a nuestra China de su carácter excepcional. Sólo desde el punto de vista del suplicio, milady, nos han causado un gran daño. ¡Es una gran desgracia!

—Y, sin embargo, ¡ellos entienden mucho de eso! —interrumpió Clara, herida en su amor propio nacional por aquel reproche. Quería mostrarse severa hacia sus compatriotas, a los que detestaba, pero al mismo tiempo pretendía que todos los demás los respetaran.

El verdugo se encogió de hombros y, dominado por el tic nervioso, llegó a componer en su rostro la mueca más imperiosamente cómica que jamás se vio en rostro humano. Y, mientras nosotros, a pesar del horror, luchábamos penosamente para aguantarnos la risa, él declaró perentoriamente:

—No, milady, los ingleses no entienden nada de nada… Desde ese punto de vista, son auténticos salvajes. Veamos: en las Indias —nos limitaremos a hablar de las Indias—, ¡qué trabajo grosero y sin arte! ¡Y como despilfarraron tontamente —sí, tontamente— la muerte!

Juntó sus manos ensangrentadas como si fuera a rezar, levantó los ojos al cielo y con una voz en la que parecían temblar muchas lamentaciones, dijo:

—Cuando pensamos, milady, en todas las cosas maravillosas que habrían podido hacer allí, y que no hicieron… ¡y que no harán jamás! Es imperdonable.

—¡Qué bobada! ¡Usted no sabe lo que está diciendo! —protestó Clara.

—¡Que se me lleven los genios si miento! —exclamó el gordo hombrecillo.

Y con voz más lenta, con gestos didácticos, peroró:

—En suplicios, como en todo lo demás, los ingleses no son artistas. Tienen todas las cualidades que usted quiera, milady, pero esta… no, no y no.

—¡Qué está diciendo! ¡Pero si hacen llorar a toda la humanidad!

—Mal, milady, muy mal —rectificó el verdugo—. Porque el arte no consiste en matar mucho… en degollar, masacrar, exterminar en bloque, a los hombres. Eso es demasiado fácil, sin duda. El arte, milady, consiste en saber matar según unos ritos de belleza cuyo divino secreto sólo conocemos nosotros, los chinos. ¡Saber matar! Es decir, trabajar la carne humana como un escultor trabaja la arcilla o un trozo de marfil. Extraer de ella toda la suma, todos los prodigios de sufrimiento que la carne oculta en el fondo de sus tinieblas y misterios. ¡Eso es! Y se necesita ciencia, variedad, elegancia, invención… En fin, se necesita genio. Pero actualmente todo se está perdiendo. El esnobismo occidental que nos invade, los acorazados, los cañones de tiro rápido, los fusiles de largo alcance, la electricidad, los explosivos, ¿qué sé yo?, todo lo que convierte la muerte en algo colectivo, administrativo y burocrático… en fin, todas las porquerías de ese progreso de ustedes están destruyendo poco a poco nuestras bellas tradiciones del pasado. Sólo aquí, en este jardín, todavía se conservan, mejor o peor, o al menos nosotros tratamos de mantenerlas. ¡Cuántas dificultades! ¡Cuántas trabas! ¡Cuántas luchas continuas, si usted supiera! Por desgracia, tengo la sensación de que esto no va a durar mucho. Estamos siendo vencidos por los mediocres. Y el espíritu burgués triunfa en todas partes.

Entonces sus rasgos adquirieron una singular expresión de melancolía y orgullo, todo a la vez, al tiempo que sus gestos revelaban un profundo cansancio.

—Y, sin embargo, milady, este que le habla… Yo no soy ningún cualquiera, se lo aseguro. Puedo jactarme de haber trabajado durante toda mi vida, desinteresadamente, por la gloria de nuestro gran Imperio. Siempre fui —y a gran distancia— el primero en los concursos de torturas. Yo inventé, puede creerme, cosas realmente sublimes, suplicios admirables que, en otro tiempo y bajo otra dinastía, me habrían valido la fortuna y la inmortalidad. Pues bien, apenas nadie se fijó en mí. Soy un incomprendido. Digámoslo claro: me desprecian. ¿Qué le vamos a hacer? Actualmente, el genio no cuenta para nada, nadie le reconoce el menor mérito. Es para desanimarse, se lo aseguro. ¡Pobre China, antaño tan artista y tan espléndidamente ilustre! ¡Ah, mucho me temo que ahora ya sólo esté madura para la conquista!

Con gesto pesimista y desolado, tomó a Clara por testigo de aquella decadencia, y sus mohines fueron algo indescriptible.

—Porque, vamos a ver, milady, ¿no es para echarse a llorar? Fui yo quien inventó el suplicio de la rata. ¡Que los genios me roan el hígado y me retuerzan los testículos si no fui yo! ¡Ah, milady, un suplicio extraordinario, se lo puedo jurar! Originalidad, pintoresquismo, psicología, ciencia del dolor… ¡Lo tenía todo! Y por si fuera poco, ¡resultaba infinitamente cómico! Se inspiraba en esa vieja jovialidad china, tan olvidada en nuestros días. ¡Ah, cómo habría excitado el humor alegre de todo el mundo! ¡Qué buen remedio para conversaciones agonizantes! Pues bien, renunciaron a él. Mejor dicho, no quisieron saber nada de él. Y, sin embargo, las tres demostraciones que hicimos en presencia de jueces tuvieron un éxito colosal.

Como no parecía que compadeciéramos a aquel hombre, sino que sus recriminaciones de viejo empleado más bien nos aburrían, el verdugo repitió, insistiendo en la palabra:

—¡Co-lo-sal…! ¡Co-lo-sal!

—¿En qué consiste el suplicio de la rata? —preguntó mi amiga—. ¿Cómo es posible que yo no lo conozca?

—¡Una obra maestra, milady, una pura obra maestra! —afirmó con voz retumbante aquel hombrecillo, cuyo cuerpo fofo se encogió todavía más en la hierba.

—Eso ya lo he entendido. Pero ¿qué más me puede contar?

—Una obra maestra, de veras… Y fíjese, usted no la conoce… Nadie la conoce… ¡Qué desgracia! ¿Cómo quiere que no me sienta humillado?

—¿Puede usted describirlo?

—¿Que si puedo? Pues sí, claro que puedo. Se lo explicaré y podrá usted juzgar. Preste atención.

Y el hombre, con gestos precisos que dibujaban formas en el aire, habló así:

—Se coge a un condenado, encantadora milady, un condenado o cualquier otro personaje, puesto que para el éxito de mi suplicio no es necesario que el paciente esté condenado a lo que sea; se coge a un hombre, y, si puede ser, que sea joven, fuerte y con una musculatura resistente… en virtud del principio según el cual cuanta más fuerza, más lucha, y más dolor. Bueno… Se lo desnuda… Bueno… Y cuando está totalmente desnudo —¿verdad, milady?— lo hace arrodillarse, con la espalda curvada, en el suelo, y lo sujeta con cadenas acabadas en argollas de hierro que le aprietan la nuca, las muñecas, las pantorrillas y los tobillos. Bueno… No sé si me explico… Entonces, en una gran vasija con el fondo abierto mediante un agujerito, un jarrón para flores, milady, mete una rata muy grande, a la que conviene haber privado de alimento durante dos días, con el fin de excitar su ferocidad. Y esta vasija, habitada por la rata, la aplica herméticamente, como una enorme ventosa, sobre las nalgas del condenado mediante sólidas correas atadas a un cinturón de cuero que le rodea la cintura. ¡Ah, la cosa se va perfilando!

Nos miró maliciosamente, con la comisura de sus párpados bajados, a fin de juzgar el efecto que sus palabras producían en nosotros.

—¿Y qué más? —dijo Clara, simplemente.

—Entonces, milady, se introduce en el agujerito de la jarra… ¿no adivina qué?

—¡Yo qué sé!

El buen hombre se frotó las manos, sonrió horriblemente y siguió:

—Pues se introduce una varilla de hierro calentada en el fuego de una fragua… Una fragua portátil que tenemos allí cerca. Y cuando la varilla de hierro está introducida, ¿qué ocurre? ¡Ja, ja, ja! ¿Adivina usted lo que ocurre necesariamente, milady?

—¡Acabe ya, viejo charlatán! —ordenó mi amiga, cuyos piececillos pateaban la arena de la alameda.

—¡Bueno, bueno! —calmó el prolijo atormentador—. Un poco de paciencia, milady. Y procedamos con método, se lo ruego. Así, pues, se introduce en el agujero de la vasija una varilla de hierro calentada al rojo vivo en una fragua… La rata quiere huir de las quemaduras de la vara, y de su luz deslumbrante. Enloquece, salta, brinca, da vueltas por las paredes de la vasija, repta y galopa por las nalgas del hombre, a las que primero hace cosquillas, y después destroza con sus patas, y muerde con sus agudos dientes, buscando una salida a través de las carnes mordidas y sangrantes. Pero no hay salida… O, por lo menos en los primeros momentos de locura, la rata no encuentra la salida. Y la varilla de hierro, manejada con habilidad y lentitud, sigue acercándose a la rata… la amenaza… le chamusca el pelo… ¿Qué me dice de este preludio?

El hombre respiró durante unos segundos y, con calma y autoridad, explicó:

—El gran mérito, en este caso, es que hay que saber prolongar lo más posible esta operación inicial, pues las leyes de la fisiología nos enseñan que no existe nada más horrible que la combinación sobre la carne humana del cosquilleo y los mordiscos. Incluso puede ocurrir que el paciente se vuelva loco. Grita y se agita… La parte del cuerpo que ha quedado libre en el intervalo entre las argollas de hierro, palpita, se levanta, se retuerce, sacudida por dolorosos escalofríos. Pero los miembros siguen estando sólidamente sujetos mediante cadenas, y la vasija mediante correas. Y los movimientos del condenado no hacen más que aumentar el furor de la rata, al cual pronto viene a añadirse la embriaguez de la sangre. ¡Es algo sublime, milady!

—¿Y qué más? —dijo Clara, que había empalidecido ligeramente, y hablaba con voz breve y temblorosa.

El verdugo chasqueó la lengua y prosiguió:

—¿Qué más? En fin, ya veo que tiene usted prisa por conocer el desenlace de esta admirable y jovial historia… En fin… pues que bajo la amenaza de la varilla al rojo vivo, gracias a la excitación que le producen algunas quemaduras oportunas, la rata acaba encontrando una salida… Una salida natural, milady… Y ¡oh, cuán inmunda! ¡Ja, ja, ja!

—¡Qué horror! —exclamó Clara.

—¡Ah!, ¿lo está viendo? Ya se lo había dicho yo. Y me siento orgulloso del interés que muestra usted por mi suplicio. Pero aguarde… La rata penetra por donde usted sabe… en el cuerpo del hombre… ensanchando con las patas y los dientes… la madriguera… ¡Ja, ja, ja…! La madriguera que cava frenéticamente, como si fuera de tierra… Y la rata muere asfixiada al mismo tiempo que el paciente, el cual, después de media hora de indecibles e incomparables torturas, acaba sucumbiendo también a una hemorragia, cuando no al exceso de sufrimiento, o incluso a la congestión que le provoca una locura espantosa. En todo caso, milady, y sea cual sea la causa final de la muerte, créame usted que se trata de algo extremadamente hermoso.

Satisfecho, con aires de orgullo triunfante, concluyó:

—¿No le parece extremadamente hermoso, milady? ¿Acaso no se trata de una invención prodigiosa, de una admirable obra maestra, en cierto modo clásica, y cuyo equivalente en vano buscaríamos en el pasado? No quisiera pecar de inmodestia, pero convendrá usted conmigo, milady, en que los demonios que antiguamente moraban en los bosques de Yunnam no idearon jamás milagro semejante… Pues bien, ¡los jueces rechazaron mi invento! Yo les ofrecía, ya lo habrá entendido, algo infinitamente glorioso… Algo único en su género, capaz de inflamar la imaginación de nuestros más grandes artistas. Pues lo rechazaron. Ahora lo rechazan todo, todo. El retorno a la tradición clásica les da miedo. Por no hablar también de toda clase de intervenciones morales, que da mucha pena constatar… La intriga, la concusión, la venalidad en los concursos… El desprecio hacia la justicia… El horror hacia la belleza… ¿qué sé yo? Usted pensará que, por lo menos, en agradecimiento a este servicio me elevaron al mandarinato… Sí, sí… Nada, milady, no me dieron nada de nada. Todo eso son los síntomas característicos de nuestra decadencia… ¡Ah, somos un pueblo acabado, un pueblo muerto! Que vengan los japoneses, ya no seremos capaces de resistir… ¡Adiós, China!

Se quedó en silencio.

El sol llegaba al oeste, y la sombra del cadalso se iba desplazando junto con el sol, alargándose ahora sobre la hierba. El césped adquiría un verde más intenso; una especie de vaho rosa y dorado subía de los macizos regados, y las flores irradiaban más luz, semejantes a pequeños astros multicolores en el firmamento verde. Un pájaro totalmente amarillo, con una larga ramita de algodón en el pico, regresó a su nido, escondido en el fondo del follaje que adornaba la columna del suplicio, al pie de la cual estaba sentado el atormentador.

Este, ahora, soñaba, con un rostro más plácido y unas muecas más tranquilas, en las que la melancolía substituía a la crueldad.

—¡Como las flores! —murmuró después de un silencio.

Vino un gato negro que salía de los macizos de flores, con la espalda arqueada y la cola agitada, para frotarse contra el verdugo. Él lo acarició dulcemente. Después, el gato, al divisar un escarabajo, se agazapó detrás de una mata de hierba y, con el oído atento y los ojos brillantes, se puso a seguir en el aire el vuelo caprichoso del insecto. El verdugo, cuyas quejas patrióticas se habían visto interrumpidas por aquella visita, meneó la cabeza y siguió:

—¡Como las flores! También hemos perdido el sentido de las flores, ya que todo está relacionado. Ya no sabemos lo que son las flores. ¿Creerán ustedes que nos mandan flores de Europa, a nosotros, que tenemos la flora más variada del globo? ¡Qué es lo que no nos mandan, actualmente! ¡Gorras, bicicletas, muebles, molinillos de café, vino, y flores! ¡Y si supieran ustedes las sosas sandeces, las miserias sentimentales, las locuras decadentes que nuestros poetas dedican a las flores! ¡Es algo espantoso! ¡Los hay que pretenden que son perversas! ¡Las flores, perversas! Realmente, ya no saben qué inventar. ¿Se imagina usted tamaña insensatez, milady, semejante monstruosidad? ¡Pero si las flores son violentas, crueles, terribles y espléndidas… como el amor!

Cogió un ranúnculo que, a su lado y por encima del césped, balanceaba blandamente su cabezuela y, con infinitas delicadezas, lentamente, amorosamente, lo hizo girar entre sus dedos rojos en los que la sangre seca ya iba formando escamas.

—¿No es adorable? —repetía, contemplando la flor—. Es pequeñito, frágil, y sin embargo toda la naturaleza está en él… Toda la belleza y toda la fuerza de la naturaleza… El mundo entero está encerrado aquí… Un organismo débil e implacable, que lleva su deseo hasta el final. ¡Ah, las flores no hacen sentimientos, milady, las flores sólo hacen el amor…! El amor… Y lo hacen todo el tiempo y por todas sus partes. Sólo piensan en eso… ¡Y qué razón tienen! ¿Perversas? ¿Porque obedecen a la ley única de la Vida, porque satisfacen la única necesidad de la Vida, que es el amor? Fíjese, milady, la flor no es más que un sexo… ¿Existe algo más sano, más fuerte, más hermoso que un sexo? Esos pétalos maravillosos… Esas sedas… Esos terciopelos… Esas telas suaves, flexibles, acariciadoras… Son las cortinas de la alcoba… el ropaje de la cámara nupcial… el lecho perfumado donde los sexos se unen… donde pasan su vida efímera e inmortal desvaneciéndose de amor. ¡Qué ejemplo admirable para nosotros!

Apartó los pétalos de la flor, contó los estambres cargados de polen, y dijo, con los ojos inundados de un éxtasis burlón:

—¡Mire, mire usted, milady! Uno… dos… diez… veinte… Fíjese en cómo se estremecen… Mire… En ocasiones se reúnen veinte machos para provocar el espasmo a una única hembra… Bueno, a veces es lo contrario.

Uno por uno, fue arrancando los pétalos de la flor.

—Y cuando están henchidas de amor, entonces las cortinas de la cama se desgarran… Se disuelven y caen los ropajes de la alcoba… Y las flores mueren, porque saben muy bien que ya no tienen nada que hacer. Mueren para renacer más adelante, ¡y de nuevo para el amor!

Lanzando lejos de sí el pedúnculo desnudo, exclamó:

—¡Haga el amor, milady, haga el amor como las flores!

Después, bruscamente, recogió su estuche, se levantó con la trenza torcida, y después de saludarnos se alejó sobre el césped, pisando con su cuerpo pesado y balanceado la hierba sembrada de escilas, doronias y narcisos.

Clara lo siguió con la mirada durante unos instantes y, mientras nos poníamos en marcha de nuevo hacia la campana, comentó:

—Es divertido, ese gordinflón… Parece buen hombre.

Yo exclamé estúpidamente:

—¿Cómo puedes suponer eso, amada Clara? ¡Pero si es un monstruo! Es incluso horrendo pensar que, en algún lugar, entre los hombres, existe un monstruo semejante. Creo que a partir de ahora voy a tener siempre pesadillas con esa cara espantosa… Y con el horror de sus frases… Me das mucha pena, te lo aseguro.

Clara replicó vivamente:

—Pues tú también me das mucha pena a mí. ¿Por qué pretendes que el gordinflón es un monstruo? ¡Qué sabrás tú! Él ama su arte, nada más. Como un escultor ama la escultura y un músico la música… Y habla de ello maravillosamente. Me parece muy curioso y muy irritante que no quieras meterte en la cabeza que estamos en la China, y no, a Dios gracias, en Hyde Park ni en la Bodinière, en medio de todos esos malditos burgueses que tú adoras. Para ti, las costumbres deberían ser iguales en todos los países. ¡Y qué costumbres! ¡Bonitas ideas! ¿No comprendes que sería de una monotonía mortal, que no valdría la pena viajar, amado mío?

Y luego, de repente, siguió con un tono de reproche más acentuado:

—¡Ah, realmente eres muy poco amable! Ni por un momento te apeas de tu egoísmo, ni siquiera cuando yo te pido un minúsculo placer. Contigo no hay manera de divertirse ni un poco. Nunca estás contento con nada. Me contrarías en todo lo que a mí me gusta. Sin contar que, gracias a ti, seguramente nos hemos perdido lo más hermoso de todo.

Suspiró tristemente.

—Otro día perdido… ¡Qué mala suerte la mía!

Yo traté de defenderme y tranquilizarla.

—No, no —insistió Clara—, está muy mal. Tú no eres un hombre. Incluso en tiempos de Annie, siempre ocurría lo mismo. Echabas a perder nuestros placeres con tus desmayos de pensionista o de embarazada. Cuando uno es como tú eres, lo mejor es quedarse en casa. Es una lata, de veras. Salimos de casa felices, para divertirnos como la buena gente, para ver espectáculos sublimes, exaltarnos con sensaciones extraordinarias… y después, de golpe y porrazo, nos ponemos tristes, y se acabó. ¡No y no! ¡Eso es de tontos, de tontos de remate!

Se colgó de mi brazo, más fuerte, y puso cara de enfado y de cariño, una cara tan exquisita que sentí correr por mis venas un escalofrío de deseo.

—Y yo, que hago todo lo que tú quieres… como un perrito… —gimió.

Y siguió:

—Estoy segura de que me crees mala, porque me divierto con cosas que a ti te provocan palidez y temblores. Me crees maléfica y desalmada, ¿verdad que sí?

Sin esperar respuesta, afirmó:

—Pero yo también sufro palidez y temblores… Si no, no me divertiría. Y por tanto me consideras malvada, ¿verdad?

—No, amada Clara, tú no eres malvada… Tú eres…

Me interrumpió vivamente, mientras me ofrecía sus labios.

—Yo no soy mala… Yo no quiero que me creas mala… Yo soy una mujercita simpática y curiosa… como todas las mujeres… ¡Y tú no eres más que una gallina vieja! ¡Y ya no te quiero! Y ahora besa a tu mamá, amor de mi vida, bésame más fuerte, más fuerte, muy, muy fuerte… No, ya no te quiero, eres un blandengue… Bueno, sí, en fin, eso mismo, que eres un adorable blandengue sin importancia.

Alegre y seria, sonriente y con la frente oscurecida con unos pliegues de sombra que solía adquirir en la cólera y en la voluptuosidad, añadió:

—Y pensar que no soy más que una mujer… Una mujercita… Una mujer tan frágil como una flor… Tan delicada y endeble como un tallo de bambú… Y que, de nosotros dos, el hombre soy yo… Y que yo valgo diez hombres como tú…

Y el deseo que provocaba en mí su carne se complicaba con una inmensa piedad por su alma desorientada y loca.

Y pronunció una vez más, con un leve silbido de desprecio, aquella frase que tantas veces acudía a sus labios:

—¡Ay, los hombres! No saben lo que es el amor, ni lo que es la muerte, que es una cosa mucho más bella que el amor… No saben nada… Y siempre están tristes… Y siempre están llorando… Y se desmayan sin razón, por menudencias. Ufff…

Cambiando de ideas como un escarabajo cambia de flor, preguntó:

—¿Es verdad lo que contaba hace un momento el gordinflón ese?

—¿Qué, amada Clara? ¿Y qué importa el gordinflón ahora?

—Hace un momento, el gordinflón contaba que entre las flores, a veces veinte machos se emplean en conseguir el espasmo de una sola flor. ¿Es verdad, eso?

—Pues sí.

—¿Es verdad, realmente?

—Claro que sí.

—¿No se burlaba de nosotros, el gordinflón? ¿Estás seguro?

—¿Estás bromeando? ¿Por qué me preguntas eso? ¿Por qué me miras con esos ojos tan extraños? Ya te digo que es verdad.

—¡Ah!

Clara tenía una expresión soñadora, con los párpados cerrados durante un segundo. Su respiración se hacía más amplia, su pecho casi palpitaba. Y, en voz muy baja, murmuró apoyando la cabeza en mi pecho:

—Quisiera ser flor… Quisiera… Quisiera ser… ¡todo!

—Clara —supliqué—, Clara adorada…

La estreché entre mis brazos. La acuné entre mis brazos.

—¿Tú no? ¿No te gustaría? ¡No, tú prefieres seguir siendo toda la vida un blandengue! ¡Qué malo eres!

Después de un corto silencio, durante el cual oíamos cada vez más, bajo nuestros pasos, cómo chirriaba la arena roja de la alameda, Clara prosiguió con voz cantarina:

—Y también quisiera… Cuando esté muerta… quisiera que pusieran en mi ataúd unos perfumes muy fuertes… Flores de thalictrum… Y también imágenes de pecado, hermosas imágenes, ardientes y desnudas, como las que adornan las esteras de mi habitación. O bien… Quisiera… ser enterrada sin ropa y sin sudario, en las criptas del templo de Elefanta, con todas esas extrañas bacantes de piedra que se acarician y se destrozan con tan furiosa lujuria… ¡Ah, querido mío, quisiera…! ¡Quisiera ya estar muerta!

Y de repente añadió:

—Cuando estás muerta, ¿los pies tocan la madera del ataúd?

—¡Clara! —imploré—. ¿Por qué estás siempre hablando de la muerte? ¿Cómo quieres que no esté triste? Te lo suplico, no hagas que me vuelva completamente loco. Abandona esas ideas maléficas que me torturan… Regresemos a casa, por piedad, amada Clara, regresemos a casa.

Ella no escuchaba mi plegaria, y seguía hablando en un tono de melopea que yo no sabía… No, en verdad no sabía si aquello era emoción o ironía, lágrimas nerviosas o risas teatrales.

—Si estás cerca de mí cuando muera, querido amorcito mío, escúchame bien. Pondrás… Eso es… Pondrás un bonito cojín de seda amarilla entre mis pobres piececitos y la madera del ataúd… Y después, matarás a mi perrito de Laos y lo colocarás todo ensangrentado a mi lado… tal como suele ponerse él, ya sabes, con una pata sobre mi muslo y otra pata sobre mi pecho. Y después me besarás mucho, mucho rato, amor mío, en los dientes, en los cabellos… Y me dirás cosas… Cosas muy bonitas… de esas que acunan y que queman… Cosas como las que me dices cuando me amas… Lo harás, ¿verdad, querido? ¿Me lo prometes? Anda, no pongas esa cara de funeral… Lo triste no es morir… Es vivir cuando no se es feliz… ¡Júramelo, jura que me lo prometes!

—¡Clara, Clara, te lo suplico, cállate!

Yo tenía los nervios destrozados. Las lágrimas inundaron mis ojos. No habría podido decir el motivo de aquellas lágrimas, que no eran muy dolorosas; bien al contrario, me producían como un alivio, una relajación. Y Clara se equivocó al atribuírselas. No era por ella que yo lloraba, ni por su pecado, ni por la piedad que me inspiraba su pobre alma enferma, ni por aquella evocación de su muerte que acababa de hacer… Tal vez estaba llorando por mí, sólo por mí, por mi presencia en aquel jardín, por aquel amor maldito en el que sentía que todos los impulsos generosos, los altos anhelos, las ambiciones nobles que había en mí se profanaban bajo el soplo impuro de aquellos besos que me provocaban vergüenza, y también me daban sed. Pues bien, ¡no! ¿Por qué mentirme a mí mismo? Aquellas eran unas lágrimas totalmente físicas, lágrimas de debilidad, de fatiga y de fiebre, lágrimas por el estado de nervios que me habían provocado unos espectáculos demasiado duros para mi sensibilidad, unos olores demasiado fuertes para mi olfato, los continuos cambios de la impotencia a la exasperación, mis deseos carnales… Lágrimas de mujer… ¡Lágrimas por nada!

Segura de que era por ella, por ella muerta, por ella tendida en el ataúd, por quien yo lloraba, y feliz de su poder sobre mí, Clara se puso deliciosamente zalamera.

—¡Pobrecito mío! —suspiró—. ¡Si estás llorando! Pues entonces dime en seguida que el gordinflón tenía pinta de buen hombre, anda, dilo para darme gusto, y me callaré, no te hablaré nunca más de la muerte, nunca más… Anda, venga, ahora mismo, dilo, cerdito mío…

Por cobardía, pero también para acabar de una vez con todas aquellas ideas macabras, hice lo que me pedía.

Me saltó al cuello con alborozo, me besó en los labios y, enjugándose los ojos, exclamó:

—¡Oh, qué amable eres! ¡Eres un niño encantador… un niño adorable, corazón mío! Y yo soy una mujer mala… Una mujercita muy mala… que te está haciendo rabiar todo el tiempo, y te hace llorar… Y además, aquel gordo era un monstruo… Lo odio… Y además, no quiero que mates a mi precioso perrito de Laos… Y además no quiero morir. Y además… ¡Te adoro! Todo lo decía en broma, entiéndeme… No llores más, oh, por favor, no llores más… Ahora sonríe, sonríe con tus ojos tan buenos, con tu boca que sabe decir cosas tan tiernas… ¡Tu boca, tu boca! Y démonos prisa. Me gusta mucho andar deprisa cogida de tu brazo.

Y su sombrilla, por encima de nuestras cabezas que se tocaban, revoloteaba ligera, brillante y alocada como una gran mariposa.

VII

Nos íbamos acercando a la campana.

A derecha e izquierda, inmensas flores rojas, inmensas flores púrpura, peonías de color sangre y, en la sombra, bajo las enormes hojas en forma de parasol de las petasitas, los anturios, semejantes a pleuras sangrantes, parecían saludarnos a nuestro paso, irónicamente, y mostrarnos el camino de la tortura. También había otras flores, flores de carnicería y matanza. Las tigridias abrían sus gargantas mutiladas, las diclytras y sus guirnaldas de pequeños corazones rojos, y también ariscas labiadas de pulpa dura, carnosa, de color de mucosa, verdaderos labios humanos —los labios de Clara— vociferando desde lo alto de sus blandos tallos.

—Venga, amigos, daos prisa… En el lugar al que os dirigís, hay todavía más dolores, más suplicios, más sangre que mana y gotea hasta el suelo… Más cuerpos retorcidos, desgarrados, jadeando sobre planchas de hierro… Más carnes destrozadas balanceándose en las cuerdas de los cadalsos… Más espanto y más infierno… Venga, queridos, seguid adelante con los labios unidos y las manos cogidas. Y mirad entre el follaje y los emparrados, mirad cómo se desarrolla el infernal diorama y la diabólica fiesta de la muerte.

Clara, toda ella estremecida, con los dientes apretados y los ojos nuevamente ardientes y crueles, se había quedado callada. Estaba callada y, mientras andaba, iba escuchando la voz de las flores en la que reconocía su propia voz, su voz de los días terribles y las noches homicidas, una voz de ferocidad, de voluptuosidad, de dolor también y que, al tiempo que de las profundidades de la tierra y las profundidades de la muerte, parecía venir de las profundidades más profundas y más negras de su alma.

Un ruido estridente, como un chirrido de polea, cruzó el aire. Y después vino algo muy suave, muy puro, semejante al resonar de una copa de cristal contra la cual, una noche, choca el vuelo de una falena. Estábamos entrando en una gran alameda curva, bordeada a cada lado por altos emparrados que proyectaban sobre la arena sombras horadadas por rombos de luz. Clara miró ávidamente por entre los emparrados y el follaje. Y, contra mi voluntad, a pesar de mi sincera decisión de cerrar para siempre los ojos al espectáculo maldito, atraído por aquel extraño imán del horror, vendido por aquel invencible vértigo de las curiosidades abominables, yo también, por entre los emparrados y el follaje, miré.

Y esto es lo que vimos:

Sobre el llano de un cerro extenso y bajo, al que la alameda conducía por una pendiente insensible y continua, había un espacio totalmente redondo, artísticamente dispuesto en arboreto por sabios jardineros. En el centro de aquel espacio, la campana, enorme, panzuda, de un bronce mate con una lúgubre pátina roja, estaba colgada, mediante el gancho de una polea, del travesaño superior de una especie de guillotina de madera negra cuyos montantes estaban decorados con inscripciones doradas y terroríficas máscaras. Cuatro hombres, desnudos hasta la cintura, con los músculos tensos y la piel tirante hasta no ser más que paquetes de protuberancias deformes, tiraban de la cuerda, y sus esfuerzos, rítmicamente combinados, apenas conseguían mover, levantar aquella pesada masa de metal que, a cada tirón, exhalaba un sonido casi imperceptible, aquel sonido dulce, quejumbroso, que habíamos oído un rato antes, y cuyas vibraciones iban a perderse y a morir entre las flores. El badajo, un pesado mazo de hierro, tenía entonces un leve movimiento de oscilación, pero ya no llegaba a las paredes sonoras, hartas de haber tañido durante tanto tiempo por la agonía de un pobre diablo. Bajo la cúpula de la campana, otros dos hombres, con la cintura desnuda y el torso chorreante de sudor, fajados con una tela de lana oscura, se inclinaban sobre algo que no se veía. Y su pecho, del que sobresalían las costillas, sus magros flancos resoplaban como los de los caballos exhaustos.

Todo aquello se distinguía vagamente, de modo confuso, un poco turbio. Se rompía de vez en cuando por mil interposiciones de cosas, y volvía a recomponerse después, en los intersticios de las hojas y los rombos del emparrado.

—¡Tenemos que darnos prisa…! ¡Venga, venga, deprisa! —exclamó Clara que, para andar más ligera, cerró la sombrilla y se levantó el vestido hasta las caderas, con gesto descarado.

La alameda seguía en curva, a veces soleada, a veces sombría, y cambiaba de aspecto a cada momento, mezclando más belleza floral con más inexorable horror.

—Mira bien, querido —me dijo Clara—, mira por todas partes… Estamos en la zona más bella y más interesante del jardín. ¡Mira, esas flores, oh, esas flores!

Y me señaló unos extraños vegetales que crecían en una porción del suelo en que se veía agua manando por todas partes. Me acerqué. Eran, encaramadas en altos tallos, escamadas y manchadas de negro como pieles de serpiente, enormes espatas, como enormes cucuruchos acampanados, de un violeta oscuro de podredumbre en el interior, y en el exterior de un amarillo verdoso de descomposición, semejantes a tórax abiertos de animales muertos. Del fondo de esos cucuruchos salían largos espádices sanguinolentos, que imitaban la forma de monstruosos falos. Atraídas por el olor de cadáver que exhalaban aquellas horribles plantas, las moscas revoloteaban a su alrededor en enjambres apretados; las moscas se internaban en el fondo de la espata, tapizada de arriba abajo con sedas contráctiles que las enlazaban y las retenían prisioneras con más firmeza que las telarañas. Y, a lo largo de los tallos, las hojas digitadas se crispaban, se retorcían, como manos de supliciados.

—Ya ves, amor mío querido —profeso Clara—, esas flores no son en absoluto la creación de un cerebro enfermo, de un genio delirante, fue la Naturaleza… ¡Ya te digo yo que la Naturaleza ama la muerte!

—La Naturaleza también crea los monstruos.

—¡Los monstruos, los monstruos! Para empezar, no existen monstruos. Lo que tú denominas monstruos son formas superiores o simplemente alejadas de tu concepción. ¿Acaso los dioses no son monstruos? ¿Acaso el hombre de genio no es un monstruo, como el tigre, la araña, como todos los individuos que viven por encima de las mentiras sociales, en la resplandeciente y divina inmoralidad de las cosas? Pues entonces también yo soy un monstruo…

Ahora nos habíamos internado entre las empalizadas de bambú, a lo largo de las cuales corrían madreselvas, olorosos jazmines, güiras, malvas arborescentes, hibiscos trepadores, aún no florecidos. Una menisperma abrazaba una columna de piedra con sus innumerables lianas. En lo alto de la columna hacía muecas una divinidad repulsiva con unas orejas que se desplegaban en forma de alas de murciélago y una cabellera que se terminaba en cuernos de fuego. Incarvílleas, hemerocalas, móreas, delfiniums nudicaulos ocultaban su base, que se perdía entre sus campanillas rosa, sus tirsos escarlata, sus cálices de oro y sus estrellas purpurinas. Cubierto de úlceras y comido de parásitos, un mendigo que parecía ser el jardinero de aquel edificio y que domaba mangostas de Tourane para que hicieran saltos peligrosos, nos insultó al vernos:

—¡Perros, perros, perros!

Hubo que echar algunas monedas a aquel energúmeno, cuyas invectivas superaban todo lo que la indignación más indecente pueda concebir en cuanto a obscenidades ultrajantes.

—¡Lo conozco! —dijo Clara—. Es como todos los sacerdotes de todas las religiones. Nos quiere asustar para que le demos algún dinero. Pero no es más que un pobre diablo.

Aquí y allá, en las curvas entrantes de la empalizada, simulando salas de vegetación y parterres de flores, las banquetas de madera armadas de cadenas y argollas de bronce, las tablas de hierro en forma de cruz, los tajos, las parrillas, los cadalsos, las máquinas automáticas de descuartizar, los lechos erizados de cuchillas cortantes, de puntas de hierro, las cangas fijas, los caballetes y ruedas, las calderas y barreños encima de fogones apagados, todo un utillaje de sacrificio y tortura exhibía la sangre, aquí seca y negruzca, allá roja y viscosa. Los charcos de sangre llenaban las partes huecas; largas lágrimas de sangre coagulada colgaban de las junturas abiertas. Alrededor de dichos mecanismos, el sol acababa de bombear la sangre. También la sangre ponía estrellas rojas en la blancura de los jazmines, jaspeaba el rosa coralino de las madreselvas, el malva de las pasionarias, y algunos trozos diminutos de carne humana que habían salido despedidos por efecto de los golpes del látigo o la correa de cuero, se pegaban aquí y allá, en la punta de pétalos y hojas… Al ver que yo estaba desfalleciendo y que tropezaba con los charcos, cuyas manchas se ensanchaban y llegaban al centro de la alameda, Clara, con voz dulce, me dio ánimos:

—Todavía no has visto nada, querido. ¡Sigamos avanzando!

Pero resultaba difícil avanzar. Las plantas, los árboles, la atmósfera, el suelo… Todo estaba lleno de moscas, de insectos ebrios, de coleópteros fieros y guerreros, de mosquitos ahítos. Toda la fauna de los cadáveres eclosionaba allí por miríadas, a nuestro alrededor, bajo el sol… Larvas inmundas se retorcían en los charcos rojos, caían de las ramas en blandos racimos… La arena parecía respirar, parecía caminar, levantada por un movimiento, un pulular de vida vermicular. Nosotros, ensordecidos, cegados, nos veíamos detenidos a cada momento por aquellos enjambres zumbadores que se multiplicaban y me hacían temer que Clara sufriera picaduras mortales. ¡Y, a veces, teníamos la horrible sensación de que los pies se nos hundían en la tierra empapada, como si hubiese llovido sangre!

—¡Todavía no has visto nada! —repetía Clara—. ¡Sigamos avanzando!

Y he aquí que, para completar el drama, aparecieron rostros humanos… Equipos de obreros que, con paso indolente, venían a limpiar y reparar los instrumentos de tortura, pues ya había pasado la hora de las ejecuciones en el jardín. Nos miraron, sin duda extrañados de encontrar en aquel momento y en aquel lugar a dos seres aún vivos y que conservaban la cabeza, las piernas, los brazos… Más lejos, agachado en el suelo, en la postura de un buda de adorno, vimos a un alfarero barrigudo y bonachón que barnizaba jarros para flores, acabados de cocer; a su lado, un cestero, con dedos indolentes y certeros, trenzaba con flexibles juncos y paja de maíz ingeniosas protecciones para las plantas; en una muela, un jardinero afilaba su navaja de injertar entonando melodías populares, mientras una mujer, masticando hojas de betel y balanceando la cabeza, fregaba plácidamente una especie de fauces de hierro cuyos agudos dientes todavía conservaban en la punta inmundos restos humanos. También vimos a unos niños que mataban ratas a bastonazos, y las metían en cestos. Y, a lo largo de las empalizadas, famélicos y feroces, arrastrando el imperial esplendor de su ropaje por el fango sanguinolento, los pavos reales: manadas de pavos reales atrapaban con el pico la sangre que surgía del corazón de las flores, y con cloqueos carnívoros devoraban las piltrafas de carne pegadas a las hojas.

Un soso olor de matadero, que persistía por encima de los demás olores y los dominaba, nos revolvió las tripas y nos subió a la garganta unas náuseas imperiosas. Incluso Clara, el hada de los pudrideros, el ángel de las descomposiciones y podredumbres, tal vez menos sostenida por sus nervios, había empalidecido levemente. El sudor perlaba sus sienes. Vi cómo sus ojos se desencajaban y las piernas le flaqueaban.

—¡Tengo frío! —dijo.

Y me dirigió una mirada que era una auténtica demanda de socorro. Las aletas de la nariz, siempre hinchadas como velas, habían adelgazado al viento de la muerte. Creí que iba a desmayarse.

—¡Clara! —supliqué—. Ya ves que esto es imposible… que hay un grado de horror que ni siquiera tú puedes tolerar.

Le tendí los brazos, pero ella los rechazó e, irguiéndose contra el mal, con toda la indomable energía de su débil organismo, profirió:

—¿Acaso te has vuelto loco? Anda, sigamos, querido, más deprisa, caminemos más deprisa.

A pesar de todo, cogió el frasco y aspiró las sales.

—¡Tú sí que estás pálido, y caminas como un borracho! Yo me encuentro muy bien, estupendamente bien, y tengo ganas de cantar.

Y comenzó a cantar:

Sus ropajes son jardines de verano

y sus…

Había confiado demasiado en sus fuerzas. Bruscamente, su voz quedó estrangulada en la garganta.

Pensé que era una buena ocasión para hacerla regresar… para emocionarla, tal vez para infundirle miedo. Traté de atraerla hacia mí vigorosamente.

Pero ella protestó:

—No, no, déjame, no digas nada, no es nada. ¡Soy feliz!

Y se deshizo con vivacidad de mi abrazo.

—¡Fíjate, ni siquiera tengo sangre en los zapatos!

Y añadió, molesta:

—¡Dios santo, estas moscas son insoportables! ¿Por qué hay tantas moscas aquí? Y esos horribles pavos reales, ¿por qué no los haces callar?

Intenté ahuyentarlos, pero algunos se obstinaron en su picoteo sangriento; otros, pesadamente, levantaron el vuelo y, lanzando gritos más estridentes, se posaron cerca de nosotros, en lo alto de las empalizadas y en los árboles, y sus colas cayeron semejantes a telas bordadas con deslumbrantes joyas.

—¡Bestias inmundas! —exclamó Clara.

Gracias a las sales, cuyas emanaciones cordiales había respirado largamente, gracias sobre todo a su implacable voluntad de no desfallecer, el rostro de Clara había recuperado sus colores rosados, y sus piernas el movimiento ágil y nervioso.

Entonces, se puso a cantar con voz nuevamente firme:

Sus ropajes son jardines de verano

y templos en un día de fiesta.

Y sus pechos, duros y redondos, brillan como dos vasijas

de oro llenas de licores embriagadores y adormecedores perfumes.

Tengo tres amigas…

Después de un momento de silencio, volvió a cantar con voz más fuerte, cubriendo el zumbido de los insectos:

Los cabellos de la tercera forman trenzas enrolladas

sobre su cabeza.

Y jamás conocieron la dulzura de los aceites perfumados.

Su rostro, que expresa la pasión, es deforme.

Su cuerpo es semejante al de un cerdo.

Diríase que siempre está enfadada.

Siempre riñe y gruñe.

Sus pechos y su vientre exhalan el olor del pescado.

Y siempre va sucia de pies a cabeza.

Come de todo y bebe en exceso.

Sus ojos apagados están siempre legañosos.

Y su cama es más repugnante que el nido de una abubilla.

Y es a ella a quien amo.

A ella es a quien amo porque hay algo más misteriosamente

atrayente que la belleza: es la podredumbre

¡La podredumbre en la que reside el calor eterno de la vida,

en la que se elabora el eterno renovarse de las metamorfosis!

Tengo tres amigas…

Y, mientras cantaba, mientras su voz se iba desgranando entre los horrores del jardín, apareció una nube, muy arriba, muy lejos. En la inmensidad del cielo era como una pequeñísima barca rosa, una pequeñísima barca con velas de seda que crecían a medida que iba avanzando, en un suave deslizamiento.

Y cuando Clara hubo terminado de cantar, exclamó, otra vez alegre:

—¡Oh, una nubecita! ¡Mira qué bonita es, así, rosa, sobre el azul del cielo! ¿No la reconoces? ¿No la has visto nunca? Pues es una nubecilla misteriosa y tal vez ni siquiera sea una nube. Aparece cada día, a la misma hora, y nadie sabe de dónde viene. Siempre es rosa, y se desliza… Después se hace menos densa, se deshilacha, se dispersa, se disipa, se funde en el firmamento… ¡Ya se fue! Y tal como nadie sabe de dónde viene, nadie sabe adónde va. Hay aquí astrónomos muy sabios que creen que es un genio. Yo creo que es un alma que viaja, una pobre alma extraviada, como la mía…

Y añadió, hablando consigo misma:

—¿Y si fuera el alma de la pobre Annie?

Durante unos minutos estuvo contemplando la nube desconocida que ya iba palideciendo poco a poco, se iba desvaneciendo…

—¡Mira, fíjate, ya se está fundiendo…! ¡Ya está! ¡Se acabó la nubecita! ¡Se fue!

Y se quedó silenciosa y embelesada, con los ojos perdidos en el cielo.

Se había levantado una brisa ligera, que hacía correr por entre los árboles un suave estremecimiento, y el sol era menos duro, menos agobiante; su luz adquiría unos magníficos tonos de cobre en el oeste; por oriente se debilitaba en matices gris perla, de un nacarado que se matizaba hasta el infinito. Y las sombras de los quioscos, de los grandes árboles, de los budas de piedra, se alargaban más delgadas, menos recortadas, y completamente azules sobre el verde de la hierba.

VIII

Estábamos cerca de la campana.

Las altísimas ramas de un ciruelo de flores dobles, apretadas unas contra otras, nos interceptaban su visión. La adivinábamos por un poco más de sombra entre las hojas, entre las flores, pequeñas flores en pompón, blancas y redondas, como mayas.

Los pavos reales nos habían seguido a pocos metros, descarados y prudentes a la vez, estirando el cuello, extendiendo sobre la arena roja la espléndida cola ocelada. También los había totalmente blancos, de un blanco de terciopelo, con el pecho sembrado de manchas de sangre, y con la cabeza diademada con un gran penacho en forma de abanico, en el que cada pluma, delgada y rígida, llevaba en la punta una especie de diminuta gota de cristal rosa.

Allí se multiplicaban las tablas de hierro, los caballetes montados, las armaduras siniestras. A la sombra de un tamarindo gigante vimos una especie de sillón rococó. Los brazos segueteados estaban hechos alternativamente de una sierra y un filo de acero cortante, el respaldo y el asiento de un conjunto de picas de hierro. De una de esas picas colgaba una piltrafa de carne. Ligeramente, hábilmente, Clara la sacó con la punta de su sombrilla y la tiró a los pavos reales voraces, que se precipitaron batiendo las alas y se la disputaron a grandes picotazos. Durante unos minutos, aquello fue una pelea entre salpicaduras, un entrechocar de pedrerías tan fulgurante que, a pesar del asco que me daba, me quedé admirando aquel espectáculo maravilloso. Posados en los árboles cercanos, los lofóforos, los venerables faisanes, los grandes gallos de pelea malayos, de corazas damasquinadas, vigilaban la riña de los pavos reales y esperaban hipócritamente la hora del festín.

Inesperadamente, en el muro de los ciruelos, se abría una amplia brecha, una especie de arco de luz y flores, y allí estaba la campana, delante de nosotros, enorme y terrible, delante de nosotros… Sus pesados armazones, barnizados de negro, decorados con inscripciones de oro y máscaras rojas, se parecían al perfil de un templo y relucían al sol de forma extraña. A su alrededor, el suelo, totalmente recubierto de una capa de arena en la que se ahogaba el sonido, estaba circunscrito por el muro de ciruelos floridos; floridos con aquellas flores espesas que tapizaban con sus ramos toda la longitud del tallo. Desde el centro de aquel circo rojo y blanco, la campana era algo siniestro a la vista. Era, de algún modo, como un abismo en el aire, un abismo suspendido que parecía subir desde la tierra al cielo, un abismo cuyo fondo invisible acumulaba mudas tinieblas.

Y en aquel momento comprendimos sobre qué se inclinaban aquellos dos hombres con el torso flaco y la cintura fajada de lana oscura que habíamos visto bajo la cúpula de la campana en cuanto entramos en aquella parte del jardín. Estaban inclinados sobre un cadáver al que liberaban de las ataduras de cuerda y correas con las que había estado sólidamente amarrado. El cadáver, de color de arcilla ocre, estaba totalmente desnudo, y su cara tocaba al suelo. Estaba espantosamente contraído, con los músculos resaltados y la piel formando un oleaje violento, aquí hundida, allá hinchada como por un tumor. Se notaba que el supliciado se había debatido durante mucho tiempo, que había tratado en vano de romper sus ataduras y que, con aquel esfuerzo desesperado y continuo, las cuerdas y las correas le habían entrado poco a poco en la carne, donde ahora formaban abultamientos de sangre oscura, de pus coagulado, de tejido verdoso. Pisando con los pies al muerto, la espalda curvada y los brazos tensos como cables, los hombres tiraban de las ataduras, que sólo podían arrancar extrayendo también pedazos de carne. Y de sus gargantas salía un jadeo rítmico que pronto derivaba en un silbido ronco.

Nos acercamos…

Los pavos reales se habían detenido. Aumentado su número con nuevas manadas, ahora llenaban la alameda circular y la obertura florida, que no se atrevían a cruzar. Oíamos, detrás de nosotros, sus rumores y su sordo pisoteo múltiple. En efecto, era como una multitud que hubiese acudido a la puerta de un templo, una masa compacta, apresurada, impaciente, ahogada, respetuosa y que, con el cuello tenso y los ojos redondos y azorados, mirara cómo se cumplía un misterio que no podía comprender.

Nos acercamos un poco más…

—Fíjate en todo esto, amado mío, es algo curioso y único. ¡Y qué magnificencia! ¿En qué otro país podríamos hallar un espectáculo semejante? Una sala de tortura decorada como un salón de baile… Y esta deslumbrante multitud de pavos reales, que sirve de ayuda, de figuración, de plebe, de decorado a la fiesta… ¿No se diría que hemos sido transportados fuera de la vida, hasta las imaginaciones y la poesía de antiquísimas leyendas? ¿De veras no estás maravillado? A mí me parece que aquí y para siempre estoy viviendo en un sueño.

Los faisanes de plumaje resplandeciente, con sus largas colas enjoyadas, volaban, se cruzaban por encima de nosotros. Varios de ellos se atrevieron a posarse, aquí y allá, en la cima de los tallos en flor.

Clara, que seguía todos los caprichos de forma y color de aquellos vuelos fantásticos, siguió hablando, después de varios minutos de silencio hechizado.

—¡Admira, amor mío, cómo los chinos, tan despreciados por aquellos que no los conocen, son verdaderamente una gente asombrosa! No existe pueblo que haya sabido ablandar y domesticar la naturaleza con una inteligencia tan exacta. ¡Qué artistas únicos! ¡Qué poetas! Mira ese cadáver sobre la arena roja; tiene el tono de los viejos ídolos. Míralo bien, porque es extraordinario. Diríase que las vibraciones de la campana, tañendo a todo tañer, han penetrado en este cuerpo como una materia dura y propulsora, que han levantado los músculos, roto las venas, y torcido y machacado los huesos… Un simple sonido, tan dulce al oído, tan deliciosamente musical, tan conmovedor para el espíritu, se convierte en algo mil veces más terrible y doloroso que todos los complicados instrumentos del viejo gordinflón. ¿No es para volverse loca? Concebir esta cosa prodigiosa: que lo que hace llorar de éxtasis y melancolía divina a las vírgenes enamoradas que pasan por aquí, de noche, por el campo, también puede hacer enrojecer de sufrimiento, puede también matar de dolor, del más indecible de los dolores, a una miserable carcasa humana… ¡Eso es genio, te lo digo yo! ¡Oh suplicio admirable…! Y tan discreto, puesto que se ejecuta entre tinieblas… Y conteniendo un horror que, si se piensa un poco en ello, no puede ser igualado por ningún otro. Por otra parte, y como el suplicio de la caricia, resulta muy infrecuente en la actualidad, y tú has tenido la suerte de haberlo visto en tu primera visita a este jardín. Me han contado que los chinos lo trajeron de Corea, donde es muy antiguo y donde, según parece, todavía sigue vigente. Iremos a Corea, si quieres. Los coreanos son unos torturadores de una ferocidad inimitable… Y fabrican los jarrones más hermosos del mundo; unos jarrones de un blanco espeso, totalmente único, y que parecen haber sido sumergidos en… ¡ah, si tú supieras! En baños de licor seminal…

Después, volviendo al cadáver, dijo:

—Me gustaría saber quién es ese hombre. Porque aquí, el suplicio de la campana queda reservado a los criminales de calidad… Príncipes que conspiran… Altos funcionarios que han perdido el favor del Emperador… Es un suplicio aristocrático y casi glorioso.

Me tiró del brazo.

—No parece excitarte mucho, lo que te estoy diciendo. ¡Si ni siquiera me escuchas! Pero tú piensa… Esa campana que suena… que suena… ¡Es tan dulce! Cuando la oyes de lejos te da la idea de una pascua mística… De alegres misas… de bautismos… de bodas… ¡Y es la más terrorífica de las muertes! A mí me parece inaudito, ¿a ti no?

Y como yo no respondía, insistió:

—Sí, sí… Di que es algo inaudito… ¡Quiero que lo digas! ¡Quiero que lo digas! Anda, sé amable…

Ante mi silencio persistente, hizo un pequeño movimiento de cólera:

—¡Qué desagradable llegas a ser! —dijo—. Nunca tienes una palabra amable para mí. ¿Qué tengo que hacer para animarte? ¡Bah, no quiero amarte más…! ¡Ya no te deseo! Esta noche dormirás tú solo en el quiosco. Y yo iré a reunirme con mi pequeña Flor-de-Melocotón, que es mucho más agradable que tú, y que conoce el amor mucho mejor que los hombres…

Yo habría querido balbucir cualquier cosa.

—No, no déjalo, se acabó. No quiero hablar más contigo. Y ahora me arrepiento de no haber traído conmigo a Flor-de-Melocotón. Eres insoportable… Me pones triste… Me vuelves tonta… ¡Es odioso! ¡Y ya está, otro día perdido, un día que me había prometido exultante a tu lado!

Su palabrería, su voz, me irritaban. Desde hacía unos minutos, ni siquiera percibía su belleza. Sus ojos, sus labios, su nuca, sus pesados cabellos de oro, e incluso los ardores de su deseo, y hasta la lujuria de su pecado, ahora todo en ella me parecía repulsivo. Y de su escote entreabierto, de la desnudez rosa de su pecho, donde tantas veces yo había respirado, había bebido, había mordido la embriaguez de perfumes excitantes, ahora se elevaba la exhalación de una carne putrefacta, de aquel pequeño montón de carne putrefacta que era su alma… Varias veces intenté interrumpirla con un violento ultraje, cerrarle la boca con mis puños, torcerle la nuca… Sentía surgir en mí un odio tan salvaje contra aquella mujer que, agarrándola del brazo rudamente, grité con voz enloquecida:

—¡Cállate, por Dios, cállate ya! ¡No vuelvas a hablarme nunca, nunca más! ¡Porque tengo ganas de matarte, demonio, debería matarte y después tirarte al pudridero, porque no eres más que carroña!

A pesar de mi exaltación, tuve miedo de mis propias palabras. Pero para hacerlas ya irremediables repetí, magullándole el brazo con mis manos enloquecidas.

—¡Carroña, carroña, carroña!

Clara no hizo ningún movimiento de defensa, ni siquiera con los ojos. Adelantó el cuello, ofreció el pecho. Su rostro se iluminó con una alegría desconocida y resplandeciente. Simplemente, lentamente, con una dulzura infinita, dijo:

—Pues bien, mátame, querido. Me gustaría morir de tus manos, amado de mi corazón…

Aquello había sido un relámpago de rebelión en la larga y dolorosa pasividad de mi sumisión. Se apagó con la misma rapidez con que había nacido. Avergonzado del grito insultantemente ruin que había proferido, solté el brazo de Clara, y toda mi cólera, debida a la excitación nerviosa, se fundió súbitamente en un gran abatimiento.

—¡Ya ves! —dijo Clara, que no quiso aprovecharse más de mi lamentable derrota ni de su triunfo demasiado fácil—. Ni siquiera tienes valor para eso, que habría sido hermoso. ¡Pobre niño!

Y como si nada hubiese ocurrido entre nosotros, continuó contemplando con mirada apasionada el espantoso drama de la campana.

Durante aquella corta escena, los dos hombres habían estado descansando. Parecían extenuados. Flacos, jadeantes, con las costillas visibles bajo la piel y los muslos todo hueso, no tenían apenas nada de humano. El sudor les resbalaba como una gotera por la punta del bigote, y sus flancos palpitaban como los de las bestias cuando las persiguen los perros. Entonces, de repente, apareció un vigilante con un látigo en la mano. Vociferó unas palabras de cólera y azotó con todas sus fuerzas los macilentos riñones de aquellos dos miserables, que volvieron al trabajo aullando.

Asustados por el restallar del látigo, los pavos reales gritaron y batieron las alas. Entre ellos se produjo como un tumulto de huida… Un remolino de empujones, una desbandada de pánico. Después, poco a poco más tranquilos, regresaron de uno en uno, de dos en dos, para recuperar su lugar bajo el arco florido, hinchando aún más el esplendor de su pecho y clavando en la escena de muerte las más feroces miradas. Los faisanes, que seguían pasando rojos, amarillos, azules, verdes, por encima del circo blanco, bordaban con sedas resplandecientes, con adornos esbeltos y cambiantes, el luminoso techo del cielo.

Clara llamó al vigilante y entabló con él un breve coloquio en chino, que me iba resumiendo a medida que él respondía.

—Son esos dos pobres diablos los que tocaron la campana. Durante cuarenta y dos horas, sin beber, sin comer, sin descansar… ¿Te lo puedes creer? ¿Cómo es posible que no hayan muerto también ellos? Ya sé que los chinos no están hechos de la misma pasta que nosotros, que tienen una resistencia extraordinaria a la fatiga y al dolor. Así, una vez quise saber cuánto tiempo podía trabajar un chino sin recibir alimento. ¡Doce días, querido! ¡No cayó hasta el duodécimo día! ¡Se ve y no se cree! También es cierto que el trabajo que yo le impuse no era nada comparado con este… Le hacía cavar la tierra bajo el sol.

Clara se había olvidado de mis insultos. Su voz volvía a ser amorosa, acariciadora, como cuando me contaba un bello cuento de amor. Prosiguió:

—Porque tú, querido, no te puedes imaginar los esfuerzos violentos y continuos que hay que realizar para poner en movimiento y accionar el badajo de esta campana. Muchos sucumben, incluso entre los más fuertes. Una vena que se rompe, una lesión en los riñones… ¡Se acabó! Caen muertos de repente sobre la campana. Y los que no mueren aquí mismo, contraen enfermedades de las que jamás se curan. Mira sus manos, hinchadas y sanguinolentas por el roce de la cuerda. Pero, en fin, parece ser que ellos también son condenados. Mueren matando, y los dos suplicios son igualmente bellos. Da igual, hay que ser bueno con esos miserables; cuando el vigilante se vaya, les darás algunos taeles, ¿verdad?

Y volviendo junto al cadáver, prosiguió:

—¡Anda, ahora lo reconozco! Es un gran banquero de la ciudad. Era muy rico y robaba a todo el mundo. Pero no fue eso lo que le valió el suplicio de la campana. El vigilante no sabe exactamente por qué acabó aquí… Dicen que cometió traición con los japoneses. Algo tienen que decir…

Apenas había pronunciado estas palabras, cuando oímos una especie de quejas sordas, como sollozos ahogados. Surgían de enfrente de nosotros, de detrás del muro blanco a lo largo del cual los pétalos se desprendían y caían lentamente sobre la arena roja. ¡Caída de lágrimas y de flores!

—Es la familia —explicó Clara—. Están ahí, según la usanza, esperando a que les entreguen el cuerpo del supliciado.

En aquel momento, los dos hombres extenuados que, por un prodigio de voluntad, todavía se mantenían de pie, dieron la vuelta al cadáver. Clara y yo, simultáneamente, lanzamos el mismo grito. Y, apretándose contra mí y arañándome el hombro con las uñas, exclamó:

—¡Oh, amor mío, amor mío!

Exclamación con la que siempre expresaba la intensidad de su emoción tanto en el horror como en el amor.

Y seguíamos mirando el cadáver y, en un mismo movimiento de estupor, alargábamos el cuello hacia el cadáver, y no podíamos apartar la vista del cadáver.

En su rostro convulso, cuyos músculos contraídos dibujaban espantosas muecas y repulsivos ángulos, la boca torcida descubría las encías y los dientes y formaba una horrenda risa de demente, una risa que la muerte había agarrotado, fijado y, por así decir, modelado en todos los pliegues de la piel. Los ojos, desmesuradamente abiertos, clavaban en nosotros una mirada que ya nada miraba, pero en los que perduraba la expresión de la locura más terrorífica. Y tan prodigiosamente burlona era aquella mirada, que jamás en ningún asilo me fue dado sorprender una semejante en los ojos de un ser viviente.

Observando en el cuerpo todos aquellos desplazamientos musculares, todas aquellas desviaciones de los tendones, todos aquellos levantamientos de los huesos, y, en la cara, aquella risa de la boca, aquella demencia de los ojos que sobrevivía a la muerte, comprendí cuánto más horrible que cualquier otra tortura debió de ser la agonía de aquel hombre doblado y atado durante cuarenta y dos horas, bajo la campana. Ni el cuchillo que despedaza, ni el hierro candente que quema, ni las tenazas que arrancan, ni la cuña que abre las junturas, descoyunta las articulaciones y quiebra los huesos como si fueran maderos, podían causar más daños en los órganos en carne viva, y llenar el cerebro de más espanto que el sonido de la campana invisible e inmaterial, que se convertía por sí sola en todos los instrumentos de tortura conocidos, ensañándose a la vez en todas las partes sensibles y pensantes de un individuo, cumpliendo la tarea de más de cien verdugos.

Los dos hombres habían vuelto a tirar de las ataduras, su garganta volvía a silbar, sus flancos latían más deprisa. Pero les fallaban las fuerzas y por sus miembros circulaban chorros de sudor. Ahora apenas podían mantenerse en pie y tirar de las correas de cuero con sus dedos rígidos, anquilosados.

—¡Perros! —gritó el vigilante.

Un latigazo envolvió los riñones de los condenados y estos ni siquiera se enderezaron contra el dolor. Parecía como si sus nervios hubieran perdido toda sensibilidad. Sus rodillas, cada vez más dobladas, entrechocaban. Los músculos que aún les quedaban bajo la piel desollada se contraían en movimientos tetánicos. De repente, uno de ellos, en el límite del agotamiento, soltó las ataduras, emitió una pequeña queja ronca y lanzando los brazos hacia adelante, cayó al lado del cadáver, con la cara contra el suelo, echando por la boca un chorro de sangre negra.

—¡De pie, cobarde, levántate! ¡De pie! —gritó todavía el vigilante.

Por cuatro veces el látigo silbó sobre la espalda de aquel hombre. Los faisanes posados sobre las ramas floridas echaron a volar con gran ruido de alas. Oí detrás de mí los rumores enloquecidos de los pavos reales. Pero el hombre no se levantó. Había dejado de moverse y la mancha de sangre se ensanchaba sobre la arena. ¡El hombre estaba muerto!

Entonces arrastré a Clara, cuyos dedos se me clavaban en la carne… Me sentía muy pálido, y andaba y tropezaba como un borracho.

—¡Esto es demasiado, demasiado! —no cesaba de repetir yo.

Y Clara, que me seguía dócilmente, también repitió:

—Bueno, querido, yo ya lo sabía… Nunca te engañé…

Llegamos a una avenida que conducía al estanque central, y los pavos reales, que hasta entonces nos habían seguido, de pronto se dispersaron con gran ruido, a través de los macizos y los prados del jardín.

Aquella avenida, muy ancha, estaba bordeada a cada lado de árboles muertos, inmensos tamarindos cuyas gruesas ramas desnudas se entrecruzaban en duros arabescos sobre el cielo. En cada árbol se había cavado un nicho. La mayoría estaban vacíos; algunos contenían cuerpos de hombres y mujeres violentamente retorcidos y sometidos a suplicios repulsivos y obscenos. Delante de los nichos ocupados, una especie de secretario judicial vestido de negro se tenía de pie, muy serio, con un escritorio sobre el vientre y un registro en las manos.

—Es la avenida de los acusados —me dijo Clara—. Y estos hombres que ves de pie están ahí sólo para recoger las confesiones que el sufrimiento prolongado podría arrancar a esos infelices. No suelen confesar… Prefieren morir así antes que tener que arrastrar su agonía en las jaulas del penal y finalmente perecer en otros suplicios. Generalmente los tribunales no abusan de la acusación, salvo en casos de delitos políticos. Suelen juzgar en bloque, por hornadas, a la buena de Dios. Por otra parte, ya ves que los acusados no son numerosos y que casi todos los nichos están vacíos. Pero eso no quita que la idea sea muy ingeniosa. Creo que la han tomado de la mitología griega. Es una transposición, a lo horrible, de la encantadora fábula de las dríades, cautivas en los árboles.

Clara se acercó a un árbol en el que una mujer aún joven sufría entre estertores. Estaba colgada de las muñecas a un gancho y las muñecas estaban sujetas entre dos piezas de madera apretadas con gran fuerza. Alrededor de sus brazos se enrollaba una cuerda áspera, de filamentos de coco y cubierta de guindilla pulverizada y mostaza, e impregnada de una solución de sal.

—Se mantiene esta cuerda —tuvo a bien comentar mi amiga— hasta que los miembros se hayan hinchado hasta alcanzar el cuádruple de su grosor natural. Entonces se quita, y las úlceras que produce revientan formando llagas repulsivas. Suelen ser mortales; en todo caso no se curan jamás.

—Pero ¿y si el acusado resulta ser inocente? —pregunté.

—Pues nada… —dijo Clara.

Otra mujer, en otro nicho, con las piernas violentamente separadas, tenía el cuello y los brazos atenazados por argollas de hierro. Sus párpados, las aletas de su nariz, sus labios, sus partes sexuales, habían sido frotadas con pimiento rojo, y dos candados le aplastaban la punta de los pechos. Más lejos, un hombre joven estaba colgado por medio de una cuerda que le pasaba por debajo de las axilas; un gran bloque de piedra le pesaba sobre los hombros y se oía el crujido de las junturas. Otro, con el busto echado hacia atrás y sostenido en equilibrio mediante un alambre que le unía el cuello con los dedos de los pies, estaba agachado con piedras puntiagudas y cortantes entre los pliegues de las piernas. Cada vez eran más los nichos vacíos. Sólo aquí y allá, un hombre atado, un crucificado, un colgado con los ojos cerrados que parecía dormir y estaba muerto, tal vez. Clara ya no decía nada, ya nada explicaba… Escuchaba el vuelo pesado de los buitres que pasaban por encima de los ramajes entrecruzados, y, todavía más arriba, el graznido de los cuervos que, en bandadas innumerables, planeaban en el cielo.

La lúgubre alameda de los tamarindos terminaba en una amplia terraza florida de peonías por donde volvimos al estanque.

Los iris sacaban fuera del agua sus largos tallos cargados de flores extraordinarias, de pétalos coloreados como antiguas vasijas de gres; preciosos esmaltes violáceos con colores de sangre; púrpuras siniestros, azules incendiados de ocre anaranjado, negros de terciopelo, con gargantas de azufre. Algunos, inmensos y crispados, parecían caracteres cabalísticos. Los nenúfares y los nelumbiums extendían sobre el agua dorada sus gruesas flores abiertas, que daban la impresión de ser cabezas cortadas y flotantes… Nos quedamos unos minutos asomados a la balaustrada del puente, mirando el agua, silenciosamente. Una carpa enorme, de la que yo tan sólo veía el morro dorado, dormía bajo una hoja, y los ciprinos pasaban entre las espadañas y los juncos, semejantes a pensamientos rojos en el cerebro de una mujer.

IX

Y he aquí que la jornada terminó.

El cielo se puso rojo, atravesado por amplias franjas esmeraldinas de una sorprendente translucidez. Es la hora en que las flores adquieren un brillo misterioso, una irradiación violenta y contenida a la vez. Flamean por todas partes como si, al atardecer, devolvieran a la atmósfera toda la luz, todo el sol con que su pulpa se impregnó durante el día. Las avenidas de ladrillo pulverizado, entre el verde exaltado del césped, parecen aquí cintas de fuego, allá coladas de lava incandescente. Los pájaros se han callado en las ramas; los insectos han cesado sus zumbidos, mueren o se duermen. Sólo las mariposas nocturnas y los murciélagos empiezan a circular por el aire. Del cielo al árbol, del árbol al suelo, por todas partes, se establece el silencio. Y yo lo siento penetrando también en mí y helándome, como si fuera la muerte.

Una bandada de grullas desciende lentamente la pendiente cubierta de césped y viene a colocarse cerca de nosotros, alrededor del estanque. Oigo el roce de sus patas en la alta hierba y el castañeteo de sus picos. Después, descansando sobre una sola pata, inmóviles y con la cabeza bajo el ala, parecen adornos de bronce. Y la carpa de morro de oro que dormía bajo una hoja de nelumbium vira en el agua, se hunde, desaparece, dejando en la superficie amplias olas que agitan con muelle balanceo los cálices cerrados de los nenúfares, que se van ensanchando, perdiéndose entre los macizos de iris cuyas diabólicas flores, extrañamente simplificadas, inscriben en la magia del atardecer unos signos fatalistas, escapados del libro de los destinos.

Una enorme aroidea abre por encima del agua el cucurucho de su flor verdosa manchada de pecas oscuras y nos manda un fuerte olor de cadáver. Durante mucho tiempo, las moscas insisten, se obstinan, se ensañan alrededor del pudridero de su cáliz.

Apoyada en la rampa del puente, con la frente fruncida y los ojos fijos, Clara mira el agua. Un reflejo del sol poniente incendia su nuca. Su carne se ha relajado y tiene la boca más delgada. Está seria, muy triste. Mira el agua, pero su mirada va más lejos, atraviesa el agua; tal vez va hacia algo más impenetrable y más negro que el fondo de esta agua; tal vez va hacia su alma, hacia el abismo de su alma que, en un remolino de llamas y sangre, envuelve las flores monstruosas de su deseo. ¿Qué está mirando exactamente? ¿En qué piensa? No lo sé. Tal vez no mira nada, tal vez no piensa en nada. Un poco cansada, con los nervios rotos, magullada por los latigazos de los pecados excesivos, se queda callada, nada más… A menos que, en un último esfuerzo de su cerebralidad, esté recogiendo todos los recuerdos y todas las imágenes de este día de horror para ofrecer un ramo de flores rojas a su sexo… No sé…

No me atrevo a hablar. Me da miedo Clara, me turba hasta lo más hondo de mí mismo con su inmovilidad y su silencio. ¿Existe realmente? ¿No habrá nacido de mis desenfrenos y mi fiebre? ¿No será una de esas imágenes imposibles, como las que engendran las pesadillas? ¿Una de esas tentaciones de crimen como las que la lujuria engendra en esos enfermos que son los asesinos y los locos? ¿Acaso no será otra cosa que mi alma que salió fuera de mí a mi pesar y se materializó en la forma del pecado?

Pero no. La toco. Mi mano ha reconocido las admirables realidades, las realidades vivas de su cuerpo. A través de la delgada y sedosa tela que la recubre, su piel quemó mis dedos. Y Clara no se estremeció al notar su contacto, no se extasió, como tantas veces, al notar su caricia. La deseo y la odio. Quisiera tomarla en mis brazos y estrecharla hasta ahogarla, hasta destrozarla, hasta beber la muerte —su muerte— de sus venas abiertas. Grito con voz alternativamente amenazante y sumisa:

—¡Clara…! ¡Clara…! ¡Clara!

Clara no responde, no se mueve. Sigue mirando el agua que se va oscureciendo poco a poco; pero en realidad creo que no está mirando nada, ni el agua, ni el reflejo rojo del cielo en el agua, ni las flores, ni a sí misma… Entonces me aparto un poco para no verla y no tocarla, me vuelvo hacia el sol del que ya no queda en el cielo más que unos grandes resplandores efímeros que, poco a poco, pronto van a fundirse y a apagarse en la noche.

Las sombras descienden sobre el jardín, arrastran sus velos azules, más ligeras sobre el césped desnudo, más espesas sobre los macizos que se van simplificando. Las flores blancas de los cerezos y los melocotoneros, de un blanco que ahora es lunar, tienen aspectos deslizantes, aspectos errantes, aspectos extrañamente inclinados y propios de un fantasma. Y los cadalsos y las horcas levantan sus maderos siniestros, sus negros armazones en el cielo oriental de un color de acero azulado.

¡Horror! Por encima de un macizo de flores, sobre la púrpura moribunda del atardecer, veo girar y girar, girar sobre un palo, girar lentamente, girar en el vacío y balancearse, semejantes a inmensas flores cuyos tallos fueran visibles en la noche, veo girar, girar, las negras siluetas de cinco supliciados.

—¡Clara…! ¡Clara…! ¡Clara!

Pero mi voz no llega hasta ella. Clara no me responde, no se mueve, no se vuelve. Sigue inclinada sobre el agua, sobre el abismo del agua. Y del mismo modo que no me oye, tampoco oye las quejas, los estertores de todos los que están muriendo en el jardín.

Siento en mí un pesado abatimiento, como una inmensa fatiga después de escaleras y más escaleras, a través de las selvas febriles, a la orilla de los lagos mortales, y me siento invadido por un desánimo que creo que no podré alejar de mí nunca más. Al mismo tiempo, mi cerebro me pesa, me estorba. Diríase que una argolla de hierro me oprime las sienes y quiere hacerme estallar el cráneo.

Entonces, poco a poco, mi pensamiento se aleja del jardín, de los circos de tortura, de las agonías bajo la campana, de los árboles habitados por el dolor, de las flores sanguinolentas y devoradoras. Le gustaría franquear este escenario de cadáveres, penetrar en la luz pura, llamar, por fin, a las Puertas de la Vida… Pero ¡ay!, las Puertas de la Vida no se abren jamás si no es sobre la muerte, sólo se abren sobre los palacios y los jardines de la muerte. Y el universo me aparece como un inmenso, como un inexorable Jardín de los Suplicios… Sangre por todas partes, y allí donde hay más vida, verdugos horribles que hurgan las carnes, sierran los huesos, arrancan la piel, con siniestras expresiones de alegría en sus rostros.

¡Oh, sí, el Jardín de los Suplicios! Las pasiones, los apetitos, los intereses, los odios, la mentira; y las leyes, y las instituciones sociales, y la justicia, el amor, la gloria, el heroísmo, la religión, son las flores monstruosas y los repulsivos instrumentos del eterno sufrimiento humano. Lo que he visto hoy, lo que he oído, existe y grita más allá de este jardín, que para mí ya no es más que un símbolo de toda la tierra. Por más que busque un alto en el crimen, un reposo en la muerte, no los hallo en ninguna parte.

Quisiera, sí, quisiera tranquilizarme, limpiar mi alma y mi cerebro con recuerdos antiguos, con el recuerdo de rostros conocidos y familiares. Pido ayuda a Europa y sus civilizaciones hipócritas, y a París, a mi París del placer y de la risa… Pero lo que veo es el rostro de Eugène Mortain, haciendo muecas sobre los hombros del verdugo gordo y locuaz que, al pie del cadalso, entre las flores, limpiaba sus sierras y escalpelos. Son los ojos, la boca, las mejillas fofas y colgantes de Mme. G… lo que veo inclinándose sobre los caballetes, sus manos violadoras lo que veo tocar, acariciar, las fauces de hierro, atiborradas de carne humana. Todos y todas a quienes he amado, o creído amar, pequeñas almas indiferentes y frívolas, sobre las que ahora se extiende la inefable mancha roja. ¡Y son los jueces, los soldados, los sacerdotes, los que, por todas partes, en las iglesias, los cuarteles, los templos de la justicia, se afanan en la obra de la muerte! Y el hombre-individuo, el hombre-multitud, el animal, la planta, el elemento, toda la naturaleza en fin, empujados por las cósmicas fuerzas del amor, se precipitan al crimen, creyendo así encontrar fuera de la vida un alivio a los furiosos deseos de vida que la devoran y que brotan de ella en chorros de sucia espuma.

Poco antes me preguntaba quién era Clara, y si realmente existía. ¿Que si existe? ¡Pero si Clara es la vida, es la presencia real de la vida, de toda la vida!

—¡Clara…! ¡Clara…! ¡Clara!

Y ella no responde, no se mueve, no se vuelve. Un vapor más denso, azul y plata, asciende de los prados, del estanque, envuelve los macizos, difumina los andamios del suplicio. Y me parece que un olor a sangre, un olor a cadáver, asciende con él, incienso que invisibles incensarios, balanceados por manos invisibles, ofrecen a la gloria inmortal de la muerte, ¡a la gloria inmortal de Clara!

Al otro lado del estanque, detrás de mí, el geco empieza a dar las horas. Otro geco le responde… después otro… después otro… A intervalos regulares. Son como campanas que se llaman y conversan cantando, campanas de fiesta de un timbre extraordinariamente puro, de una sonoridad cristalina y dulce, tan dulce que disipa de golpe las figuras de pesadilla que habitan el jardín, y otorga seguridad al silencio, y a la noche el hechizo de un sueño blanco. Entonces esas notas tan claras, tan inexpresablemente claras, evocan en mí mil y mil paisajes nocturnos en los que mis pulmones respiran, en los que mi pensamiento se recupera. En pocos minutos me he olvidado de que estoy junto a Clara, de que a mi alrededor el suelo y las flores acaban de absorber la sangre, y me veo errante a través del atardecer de plata en medio de los fabulosos arrozales del Annam.

—¡Volvamos! —dice Clara.

Aquella voz breve, agresiva y cansada me devuelve de nuevo a la realidad. Clara está delante de mí. Sus piernas cruzadas se adivinan bajo los pliegues ceñidos de su vestido. Se apoya en el mango de la sombrilla. Y en la penumbra, sus labios brillan como en una gran habitación cerrada brilla una lucecita velada por una pantalla rosa.

Como no me muevo, repite:

—¡Anda, que te estoy esperando!

Yo quiero tomarla del brazo. Ella se niega.

—No, no, caminemos uno al lado del otro. Insisto.

—Debes de estar cansada, querida Clara.

—No, no, en absoluto.

—El camino es largo desde aquí hasta el río. Toma mi brazo, te lo suplico.

—No, gracias. Y cállate, por favor, cállate.

—Clara, no eres la misma…

—Si quieres hacerme feliz, ¡cállate! No me gusta que me hablen a esta hora.

Su voz es seca, cortante, imperiosa. Y nos vamos. Atravesamos el puente, ella delante, yo detrás, y nos internamos en las pequeñas veredas que serpentean a través del césped. Clara camina con paso brusco, a sacudidas, penosamente. Y es tal la invulnerable belleza de su cuerpo, que aquellos esfuerzos no rompen su línea armoniosa, flexible y llena. Sus caderas conservan un ondular divinamente voluptuoso. Incluso cuando su mente se aleja del amor y se pone rígida, se crispa y protesta contra el amor, siempre es el amor, todas sus formas, todos sus éxtasis, lo que anima y por así decir modela aquel cuerpo predestinado. No hay en ella una actitud, un gesto, un estremecimiento de su vestido, un volar de sus cabellos, que no llame al amor, que no deje caer amor y amor en su entorno, en todos los seres y en todas las cosas. La arena de la alameda chirría bajo sus pies pequeños, y yo escucho el rumor de la arena que es como un grito de deseo y como un beso, en el que distingo, netamente ritmado, ese nombre que está en todas partes, que estaba en el crujido de los patíbulos, en el estertor de los agonizantes, y que ahora llena todo el crepúsculo con su obsesión exquisita y fúnebre:

—¡Clara…! ¡Clara…! ¡Clara!

Para oír mejor, el geco se ha callado… Todo se ha callado.

El crepúsculo es adorable, de una dulzura infinita, de un frescor acariciante que da embriaguez… Caminamos entre perfumes. Rozamos flores maravillosas, más maravillosas por ser apenas visibles, y que se inclinan y nos saludan a nuestro paso como hadas misteriosas. Nada queda ya del horror del jardín; sólo su belleza permanece, se estremece y se exalta con la noche que va cayendo, cada vez más deliciosa, sobre nosotros.

Estoy recuperado. Me parece que ya no tengo fiebre. Mis miembros están más ligeros, más elásticos, más fuertes. A medida que camino, mi fatiga se disipa, siento subir en mí algo así como una violenta necesidad de amor. Me acerco a Clara, camino a su lado, inflamado por ella. Pero Clara ya no tiene su rostro de pecado, como cuando mordía la flor de thalictrum y se embadurnaba los labios apasionadamente con el acre polen. La expresión gélida de su rostro desmiente todos los ardores lascivos de su cuerpo. Al menos en la medida en que la puedo examinar, mucho me parece que la lujuria que habitaba en ella, que con tan extraño esplendor se estremecía en sus ojos, que se pasmaba en su boca, ha desaparecido; ha desaparecido por completo de su boca y de sus ojos, al mismo tiempo que las sangrientas imágenes del jardín.

Le pregunto con voz trémula:

—¿Tienes algo contra mí, Clara? ¿Me odias?

Ella me responde con voz irritada:

—¡Pues claro que no, hombre! Esto no tiene nada que ver contigo. Y por favor te lo pido, cállate. No sabes hasta qué punto me cansas.

Yo insisto:

—Sí, sí, ya veo que me odias. Y es horrible… Tengo ganas de llorar…

—¡Dios santo, me agotas la paciencia! Cállate de una vez, y llora si te apetece, pero cállate.

Y cuando pasamos por el lugar donde nos habíamos detenido a hablar con el viejo verdugo, creyendo que con mi estúpida persistencia conseguiría llevar una sonrisa a los labios muertos de Clara, dije:

—¿Te acuerdas del viejo gordinflón, amor mío? Qué divertido era, con su vestido empapado de sangre… Y su estuche, y sus dedos rojos, corazón mío… Y sus teorías sobre el sexo de las flores… ¿Te acuerdas? A veces se necesitan veinte machos para obtener el espasmo de una sola hembra…

Esta vez me respondió con un encogimiento de hombros. Ni siquiera se dignó irritarse ante mis palabras.

Entonces, llevado por un grosero celo, torpemente, me dirijo hacia Clara, trato de abrazarla, y con una mano brutal le agarro los pechos.

—Te deseo… Ahora… ¿Comprendes?… En este jardín… en este silencio… Al pie de estas horcas…

Tengo la voz jadeante, una baba asquerosa me cae de la boca y al tiempo que la baba, me salen de la boca palabras abominables… ¡Las palabras que a ella le gustan!

Con un movimiento de cintura, Clara se libera de mi abrazo torpe y pesado; y con una voz en la que hay cólera, ironía, y también cansancio y nerviosismo, exclama:

—¡Por Dios, eres insoportable! ¡Si supieras lo ridículo que te pones, pobre! Eres como un chivo lamentable. Déjame. Más tarde, si te apetece, podrás saciar tus deseos con las chicas. Realmente, eres de una ridiculez extraordinaria…

¡Ridículo! Sí, me doy cuenta de que resulto ridículo. Y tomo la decisión de quedarme tranquilo. No quiero volver a caer sobre su silencio como una gran piedra en un lago donde los cisnes duermen bajo la luna.

X

El sampán, todo él iluminado por farolillos rojos, nos estaba esperando en el embarcadero del penal. Sostenía la amarra una china de rostro rudo, vestida con una blusa y un pantalón de seda negra, con los brazos desnudos y cubiertos de pesadas argollas de oro, y las orejas adornadas con grandes pendientes también de oro. La seguí.

—¿Adónde debo llevarles? —preguntó la china en inglés.

Clara respondió con una voz brusca que temblaba un poco:

—A donde quieras… A cualquier parte… Por el río… Tú ya sabes…

Entonces observé que estaba muy pálida. Tenía la nariz estrecha, las facciones tensas, y sus ojos vagos expresaban sufrimiento… La china asintió con la cabeza.

—¡Oh, sí, sí…! ¡Ya sé! —dijo.

Tenía los gruesos labios comidos por el betel, y una dureza bestial en la mirada. Masculló unas palabras que no comprendí.

—Venga, Ki-Pai —ordenó Clara en tono breve—, cállate y haz lo que te digo. Además, las puertas de la ciudad ya están cerradas.

—Las puertas del jardín están abiertas.

—Haz lo que te mando.

La china, soltando la amarra con un movimiento robusto, agarró la espadilla, que manejó con flexible destreza. Y nos deslizamos sobre el agua.

La noche era muy suave. Respirábamos un aire tibio pero infinitamente ligero. El agua cantaba en la punta del sampán. El aspecto del río era el de una gran fiesta.

En la orilla opuesta, a nuestra derecha y a nuestra izquierda, los farolillos multicolores iluminaban los mástiles, las velas, las cubiertas atestadas de los botes… De allí procedía un extraño rumor —gritos, cánticos, músicas—, como de una multitud en fiesta. El agua estaba muy negra, de un negro mate y graso de terciopelo con, aquí y allí, destellos sordos y chapoteantes, sin otros vivos reflejos que los reflejos rotos, los reflejos rojos y verdes de los farolillos que decoraban los sampanes que a aquella hora surcaban el río en todas direcciones. Y más allá de un espacio sombrío, en el cielo oscuro, surgiendo de entre los negros perfiles de los árboles, la ciudad, a lo lejos: las terrazas escalonadas de la ciudad se encendían como un inmenso brasero rojo, como una montaña de fuego.

A medida que nos íbamos alejando, percibíamos más confusamente las altas murallas del penal, y, a cada vuelta del vigilante, los faros giratorios proyectaban sobre el río y sobre el campo unos triángulos de luz cegadora.

Clara había entrado bajo el baldaquín que hacía de aquella barca un cómodo tocador tapizado de seda que olía a amor. Violentos perfumes emanaban de un antiquísimo jarrón de hierro trabajado, representación ingenuamente sintética del elefante, cuyos cuatro pies bárbaros y macizos reposaban en un delicado entrelazado de rosas. En las tapicerías, estampas voluptuosas, escenas audazmente lujuriosas, de un arte extraño, sabio y magnífico. El friso del baldaquín, un precioso trabajo de madera coloreada, reproducía exactamente un fragmento de la decoración del templo de Elefanta, que los arqueólogos, según la tradición brahmánica, denominan púdicamente «la Unión de la Corneja»… Un amplio y profundo colchón de seda bordada ocupaba el centro de la barca, y del techo descendía un farol con transparencias fálicas; un farol parcialmente velado de orquídeas, que difundía sobre el interior del sampán una media luz misteriosa de santuario y de alcoba.

Clara se echó sobre los cojines. Estaba extraordinariamente pálida y su cuerpo temblaba, sacudido por espasmos nerviosos. Quise cogerle las manos… Sus manos estaban del todo heladas.

—¡Clara! ¡Clara! —imploré—. ¿Qué te ocurre? ¿Cuál es tu mal? ¡Háblame!

Pero después de apartar las cortinas y mostrar su rostro de quimera, Ki-Pai se encogió de hombros y exclamó brutalmente:

—Bah, no es nada… Siempre le ocurre lo mismo cuando sale de allí.

Y regresó al timón renegando.

Bajo el empuje nervioso de Ki-Pai, la barca se levantó y se deslizó más deprisa sobre el río. Nos cruzamos con sampanes parecidos al nuestro, de los que salían, bajo los baldaquines con las cortinas cerradas, cantos, ruido de besos, risas, jadeos de amor, que se mezclaban con el chapoteo del agua y con las sonoridades lejanas, como ahogadas, de tam-tames y de gongs. En pocos minutos alcanzamos la otra orilla y, durante mucho tiempo todavía, pasamos junto a los pontones negros y desiertos, pontones iluminados y llenos de gente, tascas populacheras, casas de té para los mozos de cuerda, barcos de flores para los marineros y la chusma del puerto. A través de los ojos de buey y las ventanas iluminadas pude ver apenas, en visiones rápidas, extrañas figuras maquilladas, danzas lúbricas, ruidosas orgías, rostros con ansia de opio…

Clara permanecía insensible a todo lo que ocurría a su alrededor, en la barca de seda y en el río. Tenía el rostro hundido en un cojín, y lo mordisqueaba. Traté de hacerle respirar sales. Por tres veces alejó el frasco con gesto cansado y lento. Con el escote descubierto y los dos pechos empujando la tela rota de la blusa, con las piernas estiradas y vibrantes como cuerdas de viola, respiraba con esfuerzo. Yo no sabía qué hacer, no sabía qué decir. Y me inclinaba sobre ella, con el alma angustiada, llena de incertidumbres trágicas y de cosas turbias, muy turbias… Para asegurarme de que se trataba en realidad de una crisis pasajera y que nada se había roto en los mecanismos de la vida, le tomé las muñecas. En mi mano, su pulso palpitaba rápido, ligero, regular, como un corazoncito de pájaro o de niño. De vez en cuando, de su boca se exhalaba un suspiro, un largo y doloroso suspiro que levantaba e hinchaba su pecho como una ola rosa. Y muy bajo, temblando, con voz muy dulce, yo murmuraba:

—Clara… Clara… Clara…

Ella no me oía, no me veía, con el rostro perdido en el cojín. Su sombrero se había caído de los cabellos, cuyo oro enrojecido adquiría bajo los reflejos del farolillo tonos de caoba vieja, y, desbordando del vestido, sus pies calzados de piel amarilla conservaban todavía algunas pequeñas manchas de barro ensangrentado.

—Clara… Clara… Clara…

Tan sólo el canto del agua y las músicas lejanas y, entre las cortinas del baldaquín, a lo lejos, la montaña incendiada de la ciudad terrible y, más cerca, los reflejos rojos, verdes, los reflejos vigilantes, ondulados, semejantes a delgadas anguilas luminosas que se hundieran en el río negro…

Un choque de la barca… Una llamada de la china… Y abordamos una especie de larga terraza: la terraza iluminada, toda alborotada de músicas y fiestas, de un barco de flores.

Ki-Pai amarró la barca a unos ganchos de hierro, delante de una escalinata que sumergía en el agua sus escalones rojos. Dos enormes faroles redondos brillaban en lo alto de mástiles en los que flotaban banderolas amarillas.

—¿Dónde estamos? —pregunté.

—Estamos en el lugar al que me ha ordenado llevarles —respondió Ki-Pai en tono arisco—. Estamos en el lugar al que viene a pasar la noche siempre que regresa de allí…

Yo propuse:

—¿Y no valdría más llevarla a su casa, dado su estado?

Ki-Pai replicó:

—Siempre hace esto cuando vuelve del penal… Y además, la ciudad está cerrada, y para llegar al palacio por los jardines ahora estamos demasiado lejos… Y es muy peligroso.

Añadió despectivamente:

—Aquí está muy bien… Aquí todo el mundo la conoce.

Me resigné.

—Entonces ayúdame —ordené—, y no seas brusca con ella.

Muy suavemente, con precauciones infinitas, Ki-Pai y yo cogimos en brazos a Clara, que no oponía más resistencia que una muerta, y sosteniéndola, o, mejor dicho, llevándola a cuestas, la hicimos salir penosamente de la barca y subir la escalinata. Pesaba mucho y estaba helada. Su cabeza caía un poco hacia atrás; sus cabellos, totalmente sueltos, sus espesos y flexibles cabellos, se derramaban sobre sus hombros en olas de fuego. Agarrándose con una mano floja, casi desfalleciente, al cuello rudo de Ki-Pai, emitía pequeños quejidos vagos, pronunciaba breves palabras inarticuladas, como una niña… Y yo, un poco jadeante bajo el peso de mi amiga, iba gimiendo:

—¡Ojalá no se nos muera, Dios mío, ojalá no se nos muera!

Y Ki-Pai se burlaba de mí con su boca feroz:

—¡Morirse! ¡Ella! ¡Pero si lo que tiene en su cuerpo no es ningún mal, es tan sólo suciedad!

En lo alto de la escalinata fuimos recibidos por dos mujeres con los ojos pintados, y cuya dorada y entera desnudez se transparentaba bajo los velos ligeros y vaporosos que las envolvían. Llevaban joyas obscenas en los cabellos, joyas en las muñecas y en los dedos, joyas en los tobillos y en los pies descalzos, y su piel frotada con finas esencias exhalaba olor de jardín.

Una de ellas aplaudió como señal de alegría.

—¡Pero si es nuestra amiguita! —gritó—. Ya te lo decía yo que volvería, nuestra queridísima. Siempre vuelve. Rápido, rápido, acostadla en la cama… Pobrecilla…

Señalaba una especie de colchón, o más bien una angarilla que había junto a la pared y en la que depositamos a Clara.

Clara ya ni se movía… Bajo sus párpados espantosamente abiertos, de los ojos desencajados sólo se veían dos globos blancos. Entonces, la china de los ojos pintados se inclinó sobre Clara y con una voz deliciosamente ritmada, como si cantara una canción, le dijo:

—Amiga, amiga mía de mis pechos y de mi alma… ¡Qué hermosa estás así! Estás hermosa como una joven muerta… Pero tú no estás muerta… Volverás a la vida, amiga mía de mis labios, volverás a la vida gracias a mis caricias y a los perfumes de mi boca.

Y le mojó las sienes con un perfume violento, le hizo respirar sales.

—Sí, sí, alma mía, sólo te has desmayado… y ahora no me oyes… y no sientes la suavidad de mis dedos… Pero tu corazón late, late, late… Y el amor galopa en tus venas, como un joven caballo… El amor salta en tus venas como un tigre joven.

Se volvió hacia mí.

—No debemos estar tristes… Porque siempre llega desvanecida cuando viene de allí. En pocos minutos gritaremos de placer en su carne feliz y ardiente…

Yo estaba allí, inerte, silencioso, con los miembros de plomo, el pecho oprimido, como ocurre en las pesadillas. Había perdido el sentido de la realidad. Todo lo que veía eran imágenes truncadas que surgían de la penumbra que nos rodeaba, del abismo del río, y que regresaban a ellos para resurgir inmediatamente, con deformaciones fantásticas… Todo me horrorizaba. La amplia terraza suspendida en la noche con sus balaustres lacados de rojo, sus finas columnas que soportaban la valiente curvatura del techo, sus guirnaldas de flores, estaba ocupada por una multitud parlanchina, movediza, extraordinariamente multicolor. Cien ojos maquillados se posaban sobre nosotros, cien bocas pintadas susurraban palabras que yo no oía, pero en las que me parecía distinguir sin cesar el nombre de Clara:

—¡Clara…! ¡Clara…! ¡Clara!

Y cuerpos desnudos, cuerpos abrazados, brazos tatuados, cargados de anillos de oro, vientres, pechos, giraban a mi alrededor entre ligeros chales al vuelo… Y en todo aquello, alrededor de todo aquello, por encima de todo aquello, gritos, risas, cantos, sones de flauta, y olores de té, de maderas preciosas, aromas poderosos de opio, alientos cargados de perfume…

Embriaguez de sueño, de orgía, de suplicio y de crimen, ¡y habríase dicho que todas aquellas bocas, todas aquellas manos, todos aquellos pechos, toda aquella carne viva, iban a precipitarse sobre Clara para gozar de su carne muerta!

Yo no podía hacer ni un gesto, pronunciar ni una palabra. Cerca de mí, una muchacha china muy joven y bonita, casi una niña, con ojos cándidos y lascivos a la vez, ofrecía un surtido de objetos extrañamente obscenos, marfiles impúdicos, falos de goma rosa y libros ilustrados en los que estaban reproducidos con pincel los mil complicados gozos del amor.

—¡Amor, amor! ¿Quién quiere amor? Traigo amor para todos…

Pero yo me incliné sobre Clara.

—Hay que llevarla a mi apartamento —ordenó la china de los ojos pintados.

Dos hombres robustos levantaron la angarilla. Yo los seguí maquinalmente.

Guiados por la cortesana, se internaron en un gran pasillo, suntuoso como un templo. A derecha e izquierda, se abrían puertas que daban a grandes cámaras forradas de esteras, iluminadas por lámparas de un rosa muy suave y veladas con muselinas. Guardaban el umbral animales simbólicos que apuntaban sus sexos enormes y simbólicos, divinidades bisexuadas que se prostituían a sí mismas o montaban a animales en celo. Y los perfumes emanaban de preciosos jarros de bronce.

Se abrió una puerta de seda bordada de flores de melocotonero, y aparecieron dos cabezas de mujer. Una de ellas preguntó, al vernos pasar:

—¿Quién ha muerto?

La otra respondió.

—Que no, mujer, que no ha muerto nadie. ¿No ves que es la mujer del Jardín de los Suplicios?

Y el nombre de Clara, susurrado de labio a labio, de cama en cama, de alcoba en alcoba, pronto llenó el barco de flores con una maravillosa obscenidad. Incluso me pareció que los monstruos de metal lo repetían en sus espasmos, lo aullaban en sus delirios de lujuria sangrienta.

—¡Clara…! ¡Clara…! ¡Clara!

Aquí entreví a un hombre tumbado en una cama. La lamparilla de un fumadero de opio ardía al alcance de su mano. En sus ojos, extrañamente dilatados, había como un éxtasis doloroso. Ante él, boca contra boca, vientre contra vientre, unas mujeres desnudas se penetraban una a otra y bailaban danzas sagradas, mientras los músicos, agachados detrás de un biombo, soplaban en pequeñas flautas. Más lejos, otras mujeres, sentadas en corro o tumbadas sobre la estera del suelo, en posturas obscenas, con unas caras de lujuria más tristes que las caras del suplicio, estaban esperando. En cada puerta por la que pasábamos percibíamos estertores, voces jadeantes, gestos de condenados, cuerpos retorcidos, cuerpos martirizados, todo un dolor gesticulante que a veces aullaba bajo el látigo de atroces voluptuosidades y onanismos bárbaros. Vi un grupo de bronce que impedía la entrada en una sala, y sólo el arabesco de sus líneas me produjo una sacudida de horror. Un pulpo enlazaba con sus tentáculos a una virgen y con sus ventosas ardientes y poderosas bombeaba el amor, todo el amor, en la boca, en los pechos, en el vientre.

Y creí que estaba en un lugar de tortura y no en una casa de alegría y de amor.

La aglomeración del pasillo llegó a ser tal, que durante unos segundos nos vimos obligados a detenernos delante de una sala, la más vasta de todas, que se distinguía de las demás por su decoración y su iluminación de un rojo siniestro. Primero sólo vi mujeres —una mezcolanza de carnes enloquecidas y chales abigarrados—, mujeres que se entregaban a danzas frenéticas, a posesiones demoníacas, alrededor de una especie de Ídolo, cuyo bronce macizo, de una pátina muy antigua, se erguía en el centro de la sala y llegaba hasta el techo. Después el Ídolo se fue precisando y reconocí que era el Ídolo terrible, denominado el Ídolo de las Siete Vergas. Tres cabezas armadas de cuernos rojos y cubiertas de cabelleras en llamas retorcidas coronaban un torso único o, mejor dicho, un solo vientre, que se incorporaba a un enorme pilar bárbaro y faliforme. Alrededor de ese pilar, en el punto preciso en que terminaba el vientre monstruoso, se erguían siete vergas, a las cuales las mujeres, bailando, ofrecían flores y furiosas caricias. Y el resplandor rojo de la sala otorgaba a las bolas de jade que servían de ojos al Ídolo una vida diabólica. En el momento en que nos pusimos nuevamente en marcha, asistí a un espectáculo horrendo, cuyo infernal estremecimiento me resulta imposible describir. Gritando, aullando, siete mujeres, de repente, se precipitaron sobre las siete vergas de bronce. El Ídolo abrazado, montado, violado por toda aquella carne delirante, vibró bajo las sacudidas múltiples de aquellas posesiones, y aquellos besos que resonaban como golpes de ariete sobre las puertas de hierro de una ciudad asediada. Entonces se alzó alrededor del Ídolo un clamor demencial, una locura de salvaje voluptuosidad, una mezcolanza de cuerpos tan frenéticamente enlazados y soldados los unos a los otros, que adquiría el aspecto fiero de una matanza y se parecía a la masacre en sus jaulas de hierro de los condenados que se disputaban la piltrafa de carne podrida de Clara… En aquel instante atroz, comprendí que la lujuria puede llegar hasta el más oscuro terror humano y dar la auténtica idea del infierno, de los espantos del infierno.

Y me parecía que todos aquellos choques, todas aquellas voces jadeantes, todos aquellos chillidos, todos aquellos mordiscos, y el mismo Ídolo, para expresar, para eructar su rabia de saciedad y su suplicio, tan sólo disponían de una palabra:

—¡Clara…! ¡Clara…! ¡Clara!

Cuando hubimos llegado a la habitación y depositado sobre una cama a Clara, que seguía desvanecida, me volvió la conciencia del lugar en que me hallaba, y de mí mismo. De aquellos cánticos, de aquellas orgías, de aquellos sacrificios, de aquellos perfumes deprimentes, de aquellos impuros contactos que mancillaban el alma dormida de mi amiga, yo experimentaba, más que horror, una vergüenza abrumadora. Me costó mucho trabajo alejar a las mujeres curiosas y vocingleras que nos habían seguido, no sólo del lecho en el que habíamos acostado a Clara sino también de la habitación, en donde deseaba quedarme solo. Sólo acepté que se quedara Ki-Pai que, a pesar de sus aires huraños y sus palabras rudas, se mostraba muy entregada a su ama, y ponía una gran delicadeza y una valiosa habilidad en los cuidados que le prodigaba.

El pulso de Clara seguía latiendo con la misma regularidad tranquilizadora que si estuviera sana y en pleno vigor. La vida no había abandonado ni por un instante aquella carne que parecía muerta para siempre. Y los dos, Ki-Pai y yo, estábamos inclinados ansiosamente, esperando su resurrección.

De repente, Clara lanzó una queja; los músculos de su rostro se crisparon, y unas leves sacudidas nerviosas agitaron su pecho, sus brazos y sus piernas. Ki-Pai dijo:

—Está a punto de tener un ataque terrible. Hay que sujetarla vigorosamente y tener mucho cuidado con que no se arañe el rostro y no se arranque el pelo con las uñas.

Pensé que podía oírme y que, al saberme a su lado, el ataque que había anunciado Ki-Pai, sería menos fuerte… Murmuré a su oído, tratando de poner en mis palabras todas las caricias de mi voz, toda la ternura de mi corazón y también toda la piedad —¡oh, sí!— toda la piedad que existe en la tierra.

—¡Clara…! ¡Clara…! Soy yo… Mírame… Escúchame…

Pero Ki-Pai me cerró la boca:

—¡Cállese usted! —dijo, imperiosa—. ¿Cómo quiere que le oiga? Todavía está con los genios malos…

Entonces Clara empezó a debatirse. Todos sus músculos se pusieron en tensión, espantosamente levantados y contraídos… Sus articulaciones crujieron como las junturas de un barco desamparado en medio de la tempestad… Una expresión de sufrimiento horrible, más horrible aún por ser silenciosa, invadió su rostro crispado y semejante al rostro de los supliciados bajo la campana del jardín. De sus ojos, entre los párpados semicerrados y palpitantes, tan sólo se veía una delgada línea blancuzca. Un poco de espuma asomaba de sus labios. Y yo, jadeando, gemía:

—¡Dios mío, Dios mío! ¿Cómo es posible? ¿Qué va a ocurrir?

Ki-Pai ordenó:

—Sujétela… Pero déjele el cuerpo libre, porque hay que permitir que los demonios se vayan de ella.

Y añadió:

—Esto es el final… Ahora se echará a llorar.

Le cogíamos las muñecas para impedirle que se lastimara el rostro con las uñas. Y había en ella tal fuerza, que creí que iba a rompernos las manos. En una última convulsión su cuerpo se arqueó desde los talones hasta la nuca. Su piel tensa vibró. Después, poco a poco, el ataque fue cediendo. Los músculos se le relajaron, volvieron a su lugar, y Clara se derrumbó agotada sobre la cama con los ojos llenos de lágrimas.

Durante unos minutos estuvo llorando, llorando… Las lágrimas manaban de sus ojos sin cesar y sin ruido, como de una fuente…

—¡Se acabó! —dijo Ki-Pai—. Ahora puede hablarle.

Su mano estaba blanda, húmeda y ardiente en mi mano. Sus ojos, todavía vagos y lejanos, trataban de recuperar la conciencia de los objetos y las formas que tenía a su alrededor. Parecía regresar de un sueño largo y angustioso.

—Clara… Mi pequeña Clara… —murmuré.

Durante largo rato me miró con ojos tristes y apagados, a través de las lágrimas.

—Tú… —dijo—. Tú… Ah, sí.

Y su voz era como un soplo.

—¡Soy yo, yo! ¡Clara…! ¡Estoy aquí! ¿Me reconoces?

Emitió una especie de hipo, un pequeño sollozo… Y balbució:

—¡Oh, querido mío…! ¡Querido…! ¡Pobrecito mío…!

Y poniendo la cabeza junto a la mía, suplicó:

—No te muevas… Estoy tan bien así… Así soy pura… Soy toda blanca… Toda blanca como una anémona…

Le pregunté si todavía sufría.

—¡No, no…! Me encuentro bien… Y soy feliz de estar aquí, contigo… Así, pequeñita, a tu lado… pequeñita… Pequeñita… y blanca, blanca como esas pequeñas golondrinas de los cuentos chinos… ya sabes… Esas golondrinas pequeñas…

Sólo pronunciaba —y apenas las pronunciaba— palabras cortas, pequeñas palabras de pureza, de blancura… En sus labios, eran como flores, pequeños pájaros, estrellas, fuentes… Y almas, y alas, y cielo… cielo… cielo…

Después, de vez en cuando, interrumpía su gorjeo y me apretaba la mano más fuerte, apoyaba, acurrucaba su cabeza contra la mía y decía con más intensidad:

—¡Oh, querido mío, nunca más, te lo juro, nunca más…! ¡Nunca más, nunca más…!

Ki-Pai se había retirado al fondo de la habitación. Y cantaba en voz baja una canción, una de esas canciones que duermen y mecen el sueño de los niños.

—¡Nunca más…! ¡Nunca más…! ¡Nunca más! —repetía Clara con voz lenta, con una voz que se iba perdiendo, fundiéndose con la canción de Ki-Pai, cada vez más lenta también.

Y se quedó dormida junto a mí, con un sueño tranquilo, luminoso y lejano, y profundo, como un lago grande y bello bajo la luna de verano.

Ki-Pai se levantó despacio y sin hacer ruido.

—Yo me voy —dijo—. Me marcho a dormir al sampán. Mañana por la mañana, al amanecer, lleve a mi ama al palacio… ¡Y a empezar otra vez…! ¡Siempre empezar otra vez!

—No digas eso, Ki-Pai —supliqué—. Mírala cómo duerme junto a mí. Mírala dormir con un sueño puro, junto a mí…

La china meneó la cabeza con una mueca, y murmuró, con ojos tristes, en los que ahora la piedad substituía al disgusto:

—La miro durmiendo junto a usted, y le digo… Dentro de ocho días les conduciré a los dos, como hoy, por el río, para volver al Jardín de los Suplicios… Y dentro de ocho años les conduciré igualmente por el río, si usted no se ha marchado todavía y yo no estoy muerta.

Y añadió:

—Y si yo estoy muerta, otra les conducirá, a usted y a mi ama, por el río. Y si usted se ha marchado, otro acompañará a mi ama por el río… Y nada habrá cambiado…

—Ki-Pai, Ki-Pai, ¿por qué dices eso? Mírala una vez más… Mira cómo duerme… No sabes lo que dices.

—Ssssh… —hizo ella posando un dedo en los labios—. No hable tan alto… No se mueva tanto… No la despierte… Al menos, cuando duerme, no hace ningún daño, ni a ella ni a los demás…

Andando con precaución sobre la punta de los pies, como si fuera una enfermera, se dirigió hacia la puerta y la abrió.

—¡Váyase…! ¡Váyase!

Era la voz de Ki-Pai, imperiosa en medio de las voces indistintas de las mujeres.

Y vi ojos pintados, caras maquilladas, bocas rojas, pechos tatuados, bocas sobre pechos… Y oí gritos, estertores, danzas, sones de flautas, metales resonando, y aquel nombre que corría, palpitaba, jadeaba, de labio en labio, y sacudía como un espasmo todo el barco de flores:

—¡Clara…! ¡Clara…! ¡Clara!

La puerta se cerró y los ruidos quedaron amortiguados, y los rostros desaparecieron.

Y yo me quedé solo en la habitación, donde dos lámparas ardían, veladas de crespón rosa… Solo con Clara, que dormía y, de tiempo en tiempo, repetía, como un niño que estuviera soñando:

—¡Nunca más…! ¡Nunca más!

Y, como para desmentir aquellas palabras, un bronce que yo todavía no había visto, una especie de simio de bronce agachado en un rincón de la estancia, tendía hacia Clara, con risa burlona, un sexo monstruoso.

¡Ah, si pudiera no despertarse nunca más, nunca más…!

—¡Clara…! ¡Clara…! ¡Clara!

Clos Saint-Blaise, París, 1898-1899