I
Hace doce años, sin saber ya qué hacer y condenado por una serie de infortunios al duro dilema de colgarme o arrojarme al Sena, me presenté a las elecciones legislativas —recurso supremo— en un departamento en el que, por otra parte, yo no conocía a nadie, ni había puesto jamás los pies.
Es cierto que mi candidatura venía apoyada oficiosamente por el Gobierno, que, no sabiendo tampoco qué hacer conmigo, encontraba así un medio ingenioso y delicado de deshacerse de una vez por todas de mis cotidianas y apremiantes peticiones.
En esta ocasión, tuve una entrevista, solemne y familiar a un tiempo, con el ministro, que era amigo mío y antiguo compañero de colegio.
—Ya ves lo amables que somos contigo… —me dijo aquel poderoso y magnánimo amigo—. Apenas te acabamos de librar de las garras de la justicia, cosa nada fácil, y ya vamos a convertirte en diputado.
—Todavía no he sido nombrado —dije en tono gruñón.
—No, claro que no. Pero tienes todas las probabilidades. Eres inteligente, seductor, pródigo, buen muchacho cuando quieres, y posees el don soberano de agradar. Los hombres que saben seducir a las mujeres, amigo mío, son siempre hombres que también saben seducir a las multitudes. Yo respondo de ti. Se trata de comprender bien la situación. Por lo demás, es muy sencilla…
Y me aconsejó:
—Sobre todo, ¡nada de política! No te comprometas, no te embales. En la circunscripción que te he elegido hay una cuestión que domina todas las demás: la remolacha. Lo demás no cuenta, fíjate en el prefecto. Tú eres un candidato puramente agrícola, mejor que eso, eres un candidato exclusivamente remolachero. No lo olvides jamás. Pase lo que pase durante la lucha, tú mantente firme en esta excelente plataforma. ¿Conoces un poco la remolacha?
—Bueno, pues… no —dije—. Sé lo que todo el mundo, que de ella se saca azúcar… y alcohol.
—¡Bravo, con eso basta! —aplaudió el ministro con una cordial y tranquilizadora autoridad—. Avanza decidido sobre estos datos. Promete rendimientos fabulosos… Abonos químicos extraordinarios y gratuitos… Ferrocarriles, canales, carreteras para la circulación de esta interesante y patriótica hortaliza… Anuncia desgravaciones en los impuestos, primas a los cultivadores, derechos feroces sobre las materias en competencia, todo lo que se te ocurra… En este orden de cosas, tienes carta blanca, y yo te ayudaré. Pero no te dejes arrastrar a polémicas personales o generales que podrían volverse peligrosas para ti, y comprometer, junto con tu elección, el prestigio de la República. Porque, entre nosotros, amigo mío, no te reprocho nada, tan sólo hago constar que tienes un pasado tirando a molesto…
Yo no tenía muchas ganas de broma. Humillado por aquella reflexión, que me pareció inútil y ofensiva, repliqué vivamente mirando bien directamente a mi amigo, que pudo leer en mis ojos todas las amenazas claras y frías que había acumulado:
—Podrías decir con más justicia: «Tenemos un pasado…». Me parece que el tuyo, querido compañero, no tiene nada que envidiar al mío…
—¡Oh, yo…! —exclamó el ministro con aire de distanciamiento superior y confortable despreocupación—. Lo mío es otra cosa… Mira, muchacho… A mí me cubre… ¡Francia!
Y volviendo a mi elección, añadió:
—Así pues, resumo: remolacha, más remolacha y siempre remolacha. Este es tu programa. Procura no salirte de él.
Después me entregó discretamente algunos fondos y me deseó buena suerte.
Seguí fielmente el programa que me había trazado mi poderoso amigo, y me equivoqué. No salí elegido. La aplastante mayoría que correspondió a mi adversario yo la atribuyo, dejando aparte ciertas maniobras desleales, a que aquel hombre que Dios confunda era aún más ignorante que yo, y de una vileza más notoria.
Digamos de paso que una vileza bien establecida, en la época en que estamos, ocupa el lugar de todas las cualidades, y que cuanto más infame es un hombre, más fuerza intelectual y valor moral se tiende a concederle.
Mi adversario, que actualmente es una de las ilustraciones menos discutibles de la política, había robado en varias circunstancias de su vida. Y su superioridad residía en el hecho de que, en vez de esconderlo, se pavoneaba de ello con el más irritante cinismo.
—Yo he robado… Yo he robado… —proclamaba por las calles de los pueblos, en las plazas mayores de las ciudades, en las carreteras y en los campos.
—Yo he robado… Yo he robado —publicaba en sus profesiones de fe, en carteles murales y en circulares confidenciales.
Y en las tabernas, sus agentes, encaramados en los toneles, manchados de vino y congestionados de alcohol, repetían, trompeteaban aquellas palabras mágicas:
—Ha robado… Ha robado…
Las laboriosas poblaciones de las ciudades, maravilladas al igual que las poblaciones de los campos, aclamaban a aquel hombre valiente con un frenesí que iba aumentando día a día, en razón directa con el frenesí de sus confesiones.
¿Cómo podía luchar yo con un rival semejante, con una hoja de servicios así, yo, que de momento sólo tenía en la conciencia, y los ocultaba púdicamente, algunos menudos pecadillos de juventud tales como robos domésticos, pagos a queridas, trampas en el juego, chantajes, cartas anónimas, delaciones y falsificaciones? ¡Oh candor de los ignorantes años juveniles!
Incluso una vez, en una reunión pública, estuve a punto de ser agredido por unos electores furiosos porque, ante las escandalosas declaraciones de mi adversario, yo tuve el valor de reivindicar, junto con la supremacía de las remolachas, el derecho a la virtud, la moral, la probidad, y proclamar la necesidad de limpiar la República de las basuras individuales que la deshonraban. Se abalanzaron sobre mí; me saltaron al cuello; se pasaron, de puño en puño, mi persona izada y bamboleante como un paquete… Por fortuna, me libré de aquel ataque de elocuencia con sólo una fluxión en la mejilla, tres costillas magulladas y seis dientes rotos…
Es todo lo que saqué de aquella desastrosa aventura, a la que me había llevado la desafortunada protección de un ministro que se proclamaba amigo mío.
Yo estaba indignado.
Tenía todo el derecho a estar indignado porque de repente, en lo más crudo de la batalla, el Gobierno me abandonaba, me dejaba sin apoyos, con la remolacha como único amuleto, para entenderse y tratar con mi adversario.
El prefecto, primero muy humilde, no tardó en ponerse muy insolente; después me negaba las informaciones útiles para mi elección; finalmente me cerró su puerta, o casi. El ministro también dejó de responder a mis cartas, no me concedía nada de lo que le pedía, y los diarios favorables dirigían contra mí sordos ataques, penosas alusiones, en prosas pulidas y floridas. No llegaron hasta el extremo de combatirme oficialmente, pero estaba claro para todo el mundo que me habían abandonado a mi suerte. ¡Ah, creo que nunca entró tanta hiel en el alma de un hombre!
De regreso a París, firmemente decidido a armar un escándalo aun a costa de perderlo todo, exigí explicaciones al ministro. Mi actitud lo hizo inmediatamente flexible y acomodaticio.
—Querido amigo —me dijo—, estoy muy apenado por lo que te ha pasado… ¡Palabra de honor! No puedes ni imaginarte lo apenado que estoy… Pero ¿qué podía hacer? Yo no estoy solo en el ministerio… Y además…
—¡Pero yo sólo te conozco a ti! —interrumpí violentamente, haciendo saltar un montón de carpetas que había sobre la mesa del despacho, al alcance de su mano—. ¡Los demás no me importan! ¡Los demás no son cosa mía! Yo sólo contaba contigo. ¡Y me has traicionado! ¡Eso es una vileza!
—Pero, hombre, escúchame un momento, anda… —suplicó el ministro—. Y no te sulfures así, antes de saber…
—Yo sólo sé una cosa, y me basta. Que tú me has tomado el pelo. Pues ¡no, no y no! ¡Esto no quedará así! ¡Te vas a enterar!
Yo caminaba por el despacho profiriendo amenazas, repartiendo tortas a las sillas.
—¡Ah, me has tomado el pelo! Pues ahora vamos a reírnos un poco… Todo el país sabrá por fin quién es su ministro… Aun a riesgo de envenenar al país, voy a darle una lección, voy a abrirle de par en par el alma de un ministro. ¡Imbécil! ¿No comprendes que te tengo agarrado a ti, a tu fortuna, que conozco tus secretos, el contenido de tu cartera? ¡Ah! ¿Mi pasado te incomoda? ¿Atenta contra tu pudor y el de la República? Pues bien, ¡espera a ver! Mañana o pasado se sabrá todo…
Yo estaba sofocado de cólera. El ministro trató de tranquilizarme, me tomó del brazo, me llevó suavemente hasta el sillón del que acababa de levantarme hecho una furia.
—¡Cállate ya, por favor! —me dijo, con voz suplicante—. ¡Escúchame, te lo ruego! Anda, siéntate. Qué hombre este, que no quiere escuchar… Mira, te contaré lo que pasó.
Y rápidamente, con frases cortas, entrecortadas, temblorosas, dijo:
—Nosotros no conocíamos a tu concurrente… Resultó ser un hombre muy fuerte en la lucha… Como un auténtico estadista. Tú ya sabes lo limitado que es el personal ministrable. Aunque siempre sean los mismos los que vuelven, de vez en cuando necesitamos mostrar una cara nueva al Congreso y al país. Y resulta que no hay caras nuevas. ¿Conoces alguna, tú? Pues bien, pensamos que tu concurrente podría ser una de esas caras. Tiene todas las cualidades que precisa un ministro provisional, un ministro de crisis… En fin, como estaba disponible para la compra y la entrega inmediata… ¿comprendes? Reconozco que para ti resulta molesto… Pero los intereses del país son lo primero.
—No me vengas con bobadas. No estamos en el Congreso. No se trata de los intereses del país, que a ti te traen sin cuidado, como a mí. Se trata de mí. Y yo, gracias a ti, estoy en la calle. Ayer, el cajero de mi garito me negó cinco francos con insolencia. Mis acreedores, que contaban con el éxito, ahora están furiosos por mi fracaso y me persiguen como a una liebre. Van a venderme… Hoy no tengo ni siquiera con qué comer. ¿Te crees que todo eso puede pasar así, sin más? Entonces es que te has vuelto idiota, idiota como cualquier miembro de tu grupo parlamentario.
El ministro sonreía. Me dio unas palmadas en las rodillas, con familiaridad, y me dijo:
—Lo he dispuesto todo, pero tú no me dejas hablar; lo he dispuesto todo para concederte una compensación.
—Una re-pa-ra-ción.
—Muy bien, pues una reparación.
—¿Completa?
—¡Completa! Vuelve dentro de unos días. Seguro que estaré en condiciones de ofrecértela. Mientras tanto, aquí tienes dos mil francos. Es todo lo que me queda de los fondos secretos.
Añadió amablemente, con cordial gentileza:
—¡Media docena de pájaros como tú, y nos quedamos sin presupuesto…!
Aquella liberalidad, que yo no esperaba tan importante, tuvo el poder de calmar instantáneamente mis nervios. Me metí en el bolsillo los billetes que me ofrecía mi amigo sonriente —pero sin dejar de refunfuñar, pues no quería mostrarme desarmado ni satisfecho—, y me retiré dignamente.
Los tres días siguientes los pasé entregado a los más bajos excesos.
II
Permítaseme ahora una vuelta atrás. Acaso no sea indiferente que diga quién soy y de dónde vengo.
Nací en provincias, en una familia de la pequeña burguesía, esa buena pequeña burguesía ahorradora y virtuosa que los discursos oficiales nos enseñan a considerar la Francia auténtica. Bueno, pues la verdad es que no me siento orgulloso de mi cuna.
Mi padre se dedicaba al comercio de granos. Era un hombre muy rudo, poco pulido, y que entendía maravillosamente de sus negocios. Tenía fama de ser muy hábil en ellos y su gran habilidad consistía en «llevar a la gente al huerto», como decía él. Engañar sobre la calidad de la mercancía y sobre el peso, hacer pagar dos francos por lo que a él le había costado diez céntimos y, cuando podía hacerlo sin gran escándalo, hacer pagar dos veces, tales eran sus principios. Por ejemplo, nunca entregaba la avena sin antes haberla empapado de agua. De este modo, los granos hinchados daban el doble en kilos y en litros, sobre todo cuando se les añadía gravilla, una operación que mi padre practicaba siempre a conciencia. También sabía repartir juiciosamente en los sacos granos de neguilla y otras simientes venenosas, rechazadas en los cribados, y nadie sabía mejor que él disimular las harinas fermentadas entre las frescas. Pues en el comercio no hay que perder nada, y todo sirve para hacer peso. Mi madre, todavía más ávida de ganancias turbias, lo ayudaba en sus ingeniosas depredaciones y, rígida, desconfiada, guardaba la caja como si montara guardia ante el enemigo.
Mi padre, republicano estricto, patriota fogoso —abastecía al regimiento—, moralista intolerante, en fin, hombre honrado en el sentido popular de esta palabra, no conocía la piedad, y no hallaba excusas para la deshonestidad de los demás, sobre todo cuando le causaba perjuicio. Entonces no escatimaba argumentos sobre la necesidad del honor y la virtud, y una de sus grandes ideas era la de que en una democracia bien entendida, ambas deberían ser obligatorias, como la instrucción, el impuesto y el sorteo de los quintos. Un día se dio cuenta de que un carretero que llevaba quince años a su servicio le robaba. Inmediatamente lo hizo detener. En la audiencia, el carretero se defendió como pudo.
—¡Pero si mi patrón sólo pensaba en la manera de «llevar a la gente al huerto»! ¡Cuando había hecho una buena jugarreta a un cliente, se vanagloriaba de ello como de una buena obra! «Lo que importa es sacar dinero», solía decir, «de cualquier lugar y de cualquier modo, pero sacarlo. Vender una coneja vieja por una hermosa vaca, este es todo el secreto del comercio». Pues bien, yo hacía lo mismo que mi patrón con sus clientes. Lo llevaba al huerto…
Aquel cinismo fue muy mal acogido por los jueces. Condenaron al carretero a dos años de prisión, no sólo por haber sustraído unos kilos de trigo, sino sobre todo porque había calumniado a una de las más antiguas casas de comercio de la región, una casa fundada en 1794, y cuya antigua, firme y proverbial honradez había dado lustre a la ciudad de padres a hijos.
La noche de aquel famoso juicio, recuerdo que mi padre había reunido a su mesa a algunos amigos, comerciantes como él, y como él imbuidos del principio inaugural de que «llevar a la gente al huerto» es el alma misma del comercio. Es fácil imaginar cómo se indignaron por la actitud provocadora del carretero. Hasta la medianoche sólo se habló de eso. Y de entre los clamores, los aforismos, las discusiones y los vasitos de aguardiente que hicieron famosa aquella noche memorable, siempre he recordado este precepto, que fue, por así decir, la moraleja de aquella aventura, y al mismo tiempo la síntesis de mi educación:
—Cogerle algo a alguien y conservarlo es robo. Cogerle algo a alguien y pasarlo a otro a cambio de tanto dinero como se pueda, eso es comercio. El robo es una tontería porque se conforma con un solo beneficio, muchas veces peligroso, mientras que el comercio comporta dos beneficios y sin embargo ningún riesgo…
En esta atmósfera moral me crie y me desarrollé, de algún modo yo solo, sin más guía que el ejemplo cotidiano de mis padres. En el pequeño comercio, los niños suelen quedar a merced de sí mismos. Los padres no tienen tiempo de ocuparse de su educación. Se crían como pueden, siguiendo su naturaleza y las influencias perniciosas de ese ambiente, en general degradante y estrecho de miras. De forma espontánea, sin que nadie me obligara a ello, aporté mi parte de imitación o de imaginación a los tejemanejes familiares. Desde los diez años de edad, no tuve más concepción de la vida que el robo, y estaba convencido —¡de manera muy ingenua, puedo asegurarlo!— de que «llevar a la gente al huerto» constituía la única base de todas las relaciones sociales.
El colegio decidió la extraña y tortuosa dirección que iba a tomar a mi existencia, pues allí conocí a quien, más adelante, iba a convertirse en amigo mío, el célebre ministro Eugène Mortain.
Eugène, hijo de un comerciante en vinos, adiestrado en la política, como yo en el comercio, por su padre, que era el principal agente electoral de la región, el vicepresidente de los comités gambettistas, fundador de diversas ligas, agrupaciones de resistencia y sindicatos profesionales, ocultaba en su interior, desde la infancia, una alma de «auténtico estadista».
Aunque era becario, en seguida se impuso a nosotros por una evidente superioridad en el descaro y la grosería, y también por una especie de fraseología solemne y vacía, que violentaba nuestro entusiasmo. Además, había heredado de su padre la manía provechosa e invasora de la organización. Le bastaron pocas semanas para transformar el patio del colegio en toda clase de asociaciones, comités y subcomités, de los que él era elegido a la vez presidente, secretario y tesorero. Estaba la asociación de jugadores de balón, de trompo, de pídola y de marcha, el comité de barra fija, la liga del trapecio, el sindicato de la carrera de saltos, etc. Cada miembro de estas asociaciones tenía la obligación de pagar a la caja central, es decir, a los bolsillos de nuestro compañero, una cotización mensual de veinticinco céntimos, la cual, entre otras ventajas, incluía una subscripción a la revista trimestral que redactaba Eugène Mortain para hacer propaganda de las ideas y defender los intereses de esas numerosas agrupaciones «autónomas y solidarias», como proclamaba él.
Los malos instintos que nos eran comunes y unos apetitos semejantes nos acercaron inmediatamente a él y a mí, y convirtieron nuestra estrecha colaboración en una explotación ruda y continua de nuestros compañeros, orgullosos de estar sindicados… Pronto me percaté de que no era yo el más fuerte en aquella complicidad; pero, justamente a causa de esta constatación, me agarré aún más sólidamente al destino de aquel ambicioso compañero. A falta de una repartición justa, tenía por lo menos la seguridad de recoger algunas migajas. En aquel entonces eso me bastaba. Por desgracia, nunca he obtenido más que las migajas de los pasteles que devoró mi amigo.
Volví a encontrar a Eugène al cabo de un tiempo, en una circunstancia difícil y dolorosa de mi vida. A fuerza de «llevar al huerto» a la gente, mi padre acabó también engañado. Un desgraciado abastecimiento que al parecer envenenó a todo un cuartel fue la ocasión de aquella lamentable aventura que culminó la ruina de nuestra casa, fundada en 1794. Mi padre tal vez habría sobrevivido al deshonor, pues conocía la infinita indulgencia de su época, pero no pudo sobrevivir a la ruina. Un ataque de apoplejía se lo llevó una tarde. Murió dejándonos sin recursos a mi madre y a mí.
Al no poder ya contar con él, me vi obligado a espabilarme por mi cuenta y, desoyendo los lamentos maternos, me fui a París, donde Eugène Mortain me acogió con la mejor disposición del mundo.
Poco a poco fui ascendiendo. Gracias a sus protecciones parlamentarias hábilmente explotadas, a la flexibilidad de su naturaleza, a su absoluta falta de escrúpulos, empezaba a hablarse favorablemente de él en los medios periodísticos, políticos y financieros. Muy pronto me encargó trabajos sucios y, al vivir constantemente a su sombra, no tardé en ganar un poco de su fama, de la que no me supe aprovechar como hubiera debido hacer. Pero la perseverancia en el mal es lo que más me ha faltado. No es que sienta tardíos escrúpulos de conciencia, remordimientos, pasajeros deseos de honestidad; habita en mí un capricho diabólico, una acuciante e inexplicable perversidad que me obligan, de repente, sin razón aparente, a abandonar los negocios mejor llevados, a aflojar los dedos de las gargantas más ásperamente apretadas. Con unas cualidades prácticas de primer orden, un agudísimo sentido de la vida, una audacia capaz de concebir aun lo imposible, una prontitud incluso excepcional para realizarlo, no tengo la tenacidad que necesita un hombre de acción. Tal vez, bajo el bribón que soy, hay un poeta desviado. ¿Tal vez un mistificador que se divierte mistificándose a sí mismo?
Sin embargo, en previsión del futuro e intuyendo que fatalmente llegaría un día en que mi amigo Eugène querría deshacerse de mí, que le pondría sin cesar ante los ojos un pasado molesto, tuve la habilidad de comprometerlo en historias enojosas, y la previsión de conservar en mi poder pruebas irrefutables de ello. Si no quería caer, Eugène iba a arrastrarme perpetuamente tras él, como la cadena de un condenado.
A la espera de los honores supremos a los que lo lanzó el flujo cenagoso de la política, he aquí, entre otras cosas honorables, cuáles eran la calidad de sus intrigas y el tono de sus preocupaciones.
Eugène tenía oficialmente una querida. En aquel momento se llamaba condesa Borska. Ya no era muy joven, pero sí bonita y deseable todavía. Unas veces polaca, otras rusa y a menudo austríaca, se decía de ella, naturalmente, que era una espía alemana. Su salón lo frecuentaban nuestros más ilustres estadistas. Se hacía en él mucha política, y allí empezaban, con mucho coqueteo, numerosos negocios importantes y turbios. Entre los invitados más asiduos a este salón destacaba un financiero del Mediterráneo oriental, el barón K., un personaje silencioso de rostro de color plata pálida, ojos muertos, y que revolucionaba la bolsa con sus operaciones formidables. Se sabía, o por lo menos se decía, que detrás de aquella máscara impenetrable y muda actuaba uno de los más poderosos imperios de Europa. Pura suposición novelesca, sin duda, pues en esos ambientes corruptos, nunca se sabe lo que hay que admirar más, si la corrupción o el papanatismo. Sea como fuere, la condesa Borska y mi amigo Eugène Mortain deseaban con ansia entrar en el juego del misterioso barón, un ansia avivada todavía más porque él oponía a sus proposiciones discretas pero precisas una no menos discreta y precisa frialdad. Yo creo que esa frialdad llegó incluso hasta la maldad de un consejo, del cual resultó, para nuestros amigos, una liquidación desastrosa. Entonces se les ocurrió la idea de lanzar sobre el banquero recalcitrante a una jovencita muy guapa, íntima amiga de la casa, y lanzarme a mí, al mismo tiempo, sobre aquella jovencita que, instruida por ellos, estaba muy dispuesta a acogernos favorablemente a los dos, al banquero en serio, y a mí por diversión. Su cálculo era sencillo, y yo lo comprendí desde el primer momento: introducirme en la plaza y allí, yo mediante la mujer y ellos gracias a mí, convertirse en amos de los secretos que el barón dejaría escapar en momentos de tierno olvido… Es lo que cabría llamar política de concentración.
Mas ¡ay!, el demonio de la perversidad, que viene a visitarme en el instante preciso en el que debo actuar, quiso que las cosas se torcieran y que aquel hermoso proyecto abortara sin elegancia. En la cena que debía sellar aquella unión tan parisina, yo estuve tan patán con la bella joven, que ella, deshecha en llanto, avergonzada y furiosa, abandonó escandalosamente el salón y volvió a su casa, viuda de nuestros dos amores.
La pequeña fiesta duró poco más. Eugène me acompañó en coche. Bajamos por los Campos Elíseos en medio de un silencio trágico.
—¿Dónde quieres que te deje? —me dijo el gran hombre cuando doblábamos por la esquina de la rue Royale.
—En la taberna… Esa del bulevar… —respondí yo con expresión burlona—. Me muero por respirar un poco de aire puro, en compañía de buenas personas…
Y, de pronto, con un gesto de desaliento, mi amigo me dio una palmada en las rodillas y —¡oh!, estaré viendo toda mi vida la expresión siniestra de su boca y su mirada de odio— suspiró diciendo:
—Anda, anda… ¡Nunca haremos nada bueno contigo!
Tenía razón. Y aquella vez no pude acusarlo de ser él el culpable.
Eugène Morain pertenecía a aquella escuela de políticos que, con el famoso nombre de oportunistas, Gambetta lanzó sobre Francia cual bandada de hambrientos carnívoros. Sólo ambicionaba el poder por los goces materiales que procura y por el dinero que un hombre listo como él sabía extraer de los pozos fangosos. En realidad, no sé por qué atribuyo tan sólo a Gambetta el histórico honor de haber concebido y desencadenado aquella triste carnicería que todavía dura, a pesar de todos los Panamás[2]. Es cierto que Gambetta amaba la corrupción; dentro de aquel demócrata atronador había un voluptuoso, o mejor dicho, un diletante de la voluptuosidad, que se deleitaba en el olor de la podredumbre humana; pero también hay que decir en descargo de él y para gloria de ellos, que los amigos de los que se rodeaba y que el azar, más que una selección razonada, vinculó a su destino, eran muy capaces de lanzarse por sí mismos sobre la Presa eterna, en la que tantas y tantas fauces habían clavado ya sus colmillos furiosos.
Antes de llegar al Congreso, Eugène Mortain había pasado ya por todos los oficios —hasta los más bajos—, por los entresijos —incluso los más tenebrosos— del periodismo. Uno no elige sus comienzos, los toma de donde están… Ardiente y pronta —y sin embargo calculada— fue su iniciación a la vida parisién, y me refiero a esa vida que va desde los despachos de redacción hasta el Parlamento, pasando por la prefectura de policía. Devorado por necesidades inmediatas y apetitos ruinosos, no hubo entonces chantaje importante ni negocio maloliente del que nuestro buen Eugène no fuera, de un modo u otro, el alma misteriosa y violenta. Había tenido la idea genial de agrupar a una gran parte de la prensa para llevar a buen puerto sus vastas operaciones. En este género tan denigrado, conozco de él algunas combinaciones que son puras obras maestras y que revelan en ese provinciano, rápidamente pulido, un psicólogo asombroso y un admirable organizador de los malos instintos del desclasado. Pero tenía él la modestia de no jactarse de la belleza de sus jugadas, y el valioso arte de, sirviéndose de los demás, no arriesgar jamás su persona en los momentos de peligro. Con una habilidad constante y un perfecto conocimiento de su campo de maniobras, siempre supo evitar, rodeándolos, los charcos fétidos y fangosos de la policía correccional, donde tantos otros se hundieron torpemente. Es cierto que mi ayuda —dicho sea sin fatuidad— no le resultó inútil en numerosas circunstancias.
Por lo demás, era un muchacho encantador, sí, de veras, un muchacho encantador. Tan sólo cabía reprocharle algunas torpezas en la compostura, vestigios persistentes de su educación provinciana, y detalles vulgares en su elegancia demasiado reciente y que se exhibía inoportunamente. Pero todo aquello no era más que una apariencia que disimulaba mejor ante los observadores poco eficaces todos los sutiles recursos que poseía su mente, su olfato penetrante, su retorcida flexibilidad, la tenacidad áspera y terrible que contenía su alma. Para descubrir su alma, habría sido necesario ver —como vi yo, para mi desgracia, ¿cuántas veces?— los dos pliegues que, en ciertos momentos, aflojándose, dejan caer las comisuras de sus labios y dan a su boca una expresión espantosa… ¡Oh, sí, era un muchacho encantador!
Gracias a los duelos apropiados hizo callar las malas lenguas que suelen cuchichear alrededor de las nuevas personalidades, y su alegría natural, su cinismo bonachón que muchas veces se interpretaba como amable paradoja, así como sus amores lucrativos y escandalosos, acabaron de procurarle una reputación discutible pero suficiente para un futuro hombre de Gobierno que verá otras muchas. También tenía esa facultad maravillosa de poder hablar durante cinco horas y sobre cualquier tema, sin expresar jamás una sola idea. De su elocuencia inagotable manaba sin cesar y sin fatiga la lenta, monótona, mortal lluvia del vocabulario político, tanto sobre cuestiones de marina como sobre las reformas escolares, las finanzas o las bellas artes, la agricultura o la religión. Los periodistas parlamentarios reconocían en él su propia incompetencia universal y reflejaban en su jerga escrita su galimatías hablado. Servicial, cuando no le costaba nada, generoso, incluso pródigo, cuando ello le iba a reportar mucho, arrogante y servil según los acontecimientos y los hombres, escéptico sin elegancia, corrupto sin refinamiento, entusiasta sin espontaneidad, ingenioso sin imprevisión, a todo el mundo resultaba simpático. De este modo, su rápida ascensión no sorprendió ni indignó a nadie. Por el contrario, fue acogida con favor por parte de los distintos partidos políticos, pues Eugène no era considerado un sectario furioso, no desalentaba ninguna esperanza, ninguna ambición, y nadie ignoraba que, llegada la ocasión, era posible entenderse con él. Todo consistía en poner el precio.
Así era el hombre, así el «muchacho encantador» en quien reposaban mis últimas esperanzas, y que realmente tenía mi vida y mi muerte entre sus manos.
Habrá notado el lector que en este boceto apenas esbozado de mi amigo, yo me he mantenido modestamente a un lado, por más que haya colaborado, poderosamente y por medios a veces curiosos, en su fortuna. Tendría muchas historias que contar, y no son lo que se dice edificantes, puede creerme el lector. ¿Para qué una confesión completa, si todas mis torpezas pueden adivinarse sin que deba exhibirlas más claramente? Además, mi papel junto a ese valeroso y prudente sinvergüenza fue siempre, no digo insignificante, ¡oh, no!, ni meritorio, se reirían ustedes en mis narices, pero sí permaneció bastante en secreto. Séame permitido conservar esta sombra, apenas discreta, con la que he querido disimular aquellos años de luchas siniestras y tenebrosas maquinaciones… Eugène no «me reconoció» nunca… Y yo mismo, por un resto de pudor bastante extraño, sentía a veces una invencible repugnancia ante la idea de ser considerado su «hombre de paja».
Por otra parte, era frecuente que pasaran meses enteros en que lo perdía de vista, en que «pasaba de él», como suele decirse, y entonces encontraba en los garitos, en la Bolsa, en los apartamentos de las muchachas galantes, los recursos que me había hartado de pedir a la política, y cuya búsqueda se adaptaba más a mis gustos, por pereza y por lo imprevisto de la empresa… A veces, llevado por súbitos arranques poéticos, iba a esconderme en algún rincón perdido del campo y, frente a la naturaleza, aspiraba a la pureza, al silencio, a unas reconquistas morales que, ¡ay!, no duraban mucho tiempo… Y volvía a Eugène en las horas de crisis. No siempre me recibía con la cordialidad que yo exigía de él. Era cosa visible que le habría gustado deshacerse de mí. Pero yo, con un tirón de riendas seco y duro, lo devolvía a la verdad de nuestra mutua situación.
Un día vi brillar en sus ojos una llama de asesinato. No me preocupé, y con un gesto pesado, poniéndole la mano en el hombro, como un guardia a un ladrón, le dije socarronamente:
—Y después, ¿qué? ¿Qué saldrías ganando con eso? Mi mismo cadáver te acusará. ¡No seas tonto! Te he dejado llegar a donde tú querías. Nunca he contrariado tus ambiciones. Al contrario, he trabajado para ti como he podido, con lealtad, ¿no es cierto? ¿Crees que me resulta agradable verte a ti arriba, pavoneándote a plena luz, y a mí abajo, chapoteando estúpidamente en el fango? Y sin embargo, con un pequeñísimo empujón, esta maravillosa fortuna tan trabajosamente edificada por los dos…
—¡Oh, eso de por los dos…!
—¡Sí, por los dos, sinvergüenza! —repetía yo, exasperado por aquella rectificación inoportuna—. Sí, con un pequeñísimo empujón… Con un soplo… Sabes que puedo destruir esa maravillosa fortuna… Sólo tengo que decir una palabra, bribón, para precipitarte del poder hasta la mazmorra… Convertir el ministro que eres —¡ah, tan irónicamente!— en el presidiario que deberías ser si hubiera todavía justicia, y si yo no fuera el peor de los cobardes… Pues bien… Ese gesto, no lo hago, esa palabra, no la pronuncio. Te dejo recibir la admiración de los hombres y la estima de las cortes extranjeras, porque… Mira tú… Todo esto me parece prodigiosamente cómico… Lo que pasa es que quiero mi parte, ¿me entiendes? Mi parte… Y ¿qué es lo que te pido? Es una tontería, nada, unas migajas, cuando podría exigirte ¡todo…, todo…, todo! Por favor, no me irrites todavía más, no me exasperes por más tiempo, no me obligues a representar dramas burlescos… Porque el día en que me harte de la vida, del fango, de este fango —tu fango, cuyo olor intolerable siento siempre sobre mí—, bien, pues, ese día, Su Excelencia Eugène Morin no se reirá, amigo mío, ¡eso te lo juro…!
Entonces, Eugène, con una sonrisa de incomodidad, mientras las comisuras de sus labios colgantes daban a toda su fisonomía una doble expresión de miedo ruin y crimen impotente, me dijo:
—Tú estás loco al contarme todo eso… Y, ¿a santo de qué? ¿Acaso te he negado yo algo? Hay que ver el genio que gastas…
Y alegremente, multiplicando unos gestos y muecas que me aturdían, añadió cómicamente:
—¿Quieres la cruz de honor, eh?
Sí, realmente era un chico encantador.
III
Pasados unos días de la escena de violencia que siguió a mi lamentable fracaso, me encontré a Eugène en la residencia de una amiga, en la casa de esa buena Mme. G…, a la que los dos habíamos sido invitados a cenar. Nuestro apretón de manos fue cordial. Parecía como si entre nosotros no hubiese ocurrido nada desagradable.
—Qué caro eres de ver —me reprochó en ese tono de amistad indiferente que en él constituía la urbanidad del odio—. ¿Estabas enfermo?
—No, qué va… de viaje hacia el olvido… simplemente.
—Por cierto, ¿ya te portas mejor? Me gustaría hablar contigo cinco minutos. Después de cenar, ¿te parece?
—¿Así que hay novedades? —pregunté con una sonrisa amarga, con la intención de que viera que no me dejaría «despachar» como un asunto sin importancia.
—¿Novedades? —dijo—. No, nada… Un proyecto que aún está en el aire… En fin, habrá que ver.
Yo ya tenía en los labios una impertinencia preparada cuando Mme. G…, enorme paquete de flores ambulantes, danzantes plumas, encajes espumeantes, vino a interrumpir aquel inicio de conversación. Y, suspirando, dijo:
—¡Ay, querido ministro! ¿Cuándo va usted a librarnos de esos horribles socialistas?
Y arrastró a Eugène hacia un grupo de mujeres jóvenes que, por la manera en que estaban colocadas en un rincón del salón, me produjeron el efecto de estar allí alquiladas como, en el café concierto, aquellas nocturnas criaturas que amueblan con sus escotes excesivos y sus galas prestadas la pompa engañosa del decorado.
Mme. G… tenía la reputación de jugar un papel importante tanto en la Sociedad como en el Estado. Entre las innumerables comedias de la vida parisina, la influencia que se le atribuía no era de las menos cómicas. Los pequeños historiógrafos de los sucesos menudos contaban con seriedad, estableciendo brillantes paralelismos con el pasado, que su salón era el punto de partida y la consagración de fortunas políticas y nombradías literarias, y, por consiguiente, el lugar de cita de todas las jóvenes ambiciones y también de todas las viejas. Si hay que creerlos, allí se fabricaba la historia contemporánea, allí se tramaba la caída o la formación de los gobiernos, allí se negociaban entre geniales intrigas y amenas charlas —pues era ese un salón en el que se charlaba— tanto las alianzas exteriores como las elecciones académicas. El mismísimo Sadi Carnot[3], que en aquel entonces reinaba sobre los corazones franceses, se veía obligado, según se decía, a hábiles miramientos con aquel poder temible, y, para conservar su favor, le mandaba galantemente, ya que no una sonrisa, las más bellas flores de los jardines del Elíseo y de los invernaderos de la ciudad. Por haber conocido en la juventud de ella, o de ellos —Mme. G… no era muy exacta en ese punto de la cronología—, a Thiers, Guizot, Cavour y al viejo Metternich, esta anciana persona conservaba un prestigio que la República gustaba de aprovechar, como una elegancia tradicional, y su salón se beneficiaba del brillo póstumo que aquellos nombres ilustres, invocados sin cesar, derramaban sobre las disminuidas realidades del presente.
Por lo demás, en aquel selecto salón se entraba como en la feria, y no he visto jamás —yo que tantas cosas he visto— mezcla social más extraña ni más ridícula mascarada mundana. Desclasados de la política, del periodismo, del cosmopolitismo, de los círculos, de la alta sociedad, de los teatros, con las mujeres correspondientes, aquel salón lo acogía todo, y allí todo hacía bulto. Nadie se dejaba engañar por aquella mistificación, pero cada cual tenía interés, a fin de exaltarse a sí mismo, en exaltar aquel ambiente notoriamente ignominioso, en el que muchos de nosotros obteníamos no sólo recursos poco confesables, sino hasta la única razón de ser en la vida. Por otra parte, yo tengo el convencimiento de que la mayor parte de los salones, antaño tan célebres, en los que venían a comulgar, bajo las especies más diversas, los apetitos errantes de la política y las vanidades sin empleo de la literatura, debían parecerse bastante fielmente a este. Y no tengo ninguna prueba, tampoco, de que este se distinguiera esencialmente de aquellos otros cuyo tenor moral y elegante dificultad de acceso se nos ensalza continuamente con líricos entusiasmos.
La verdad es que Mme. G…, despojada del engrandecimiento de la propaganda y de la poesía de las leyendas, reducida al estricto carácter de su individualidad mundana, no era más que una señora viejísima, de mente vulgar, educación descuidada, extremadamente viciosa, por añadidura, y que, al no poder cultivar ya la flor del vicio en su propio jardín, la cultivaba en el de los demás, con un tranquilo impudor en el que uno ya no sabía qué era lo más digno de admiración, si el descaro o la inconsciencia.
Substituía el amor profesional, al que había tenido que renunciar, por la manía de hacer uniones y desuniones extraconyugales, y era su alegría, su pecado, seguirlas, dirigirlas, protegerlas, incubarlas, y calentar así su viejo corazón marchito, al roce de aquellos ardores prohibidos. En casa de aquella gran política, uno estaba seguro de encontrar, con la bendición de Thiers, Guizot, Cavour y el viejo Metternich, algunas almas hermanas, adulterios recién preparados, deseos aparejados, amores de toda índole, frescamente equipados para la carrera, la hora o el mes: precioso recurso en caso de ruptura sentimental y de veladas ociosas.
¿Por qué precisamente aquella noche tuve la idea de ir a casa de Mme. G…? No lo sé, pues estaba muy melancólico y sin el menor ánimo para la diversión. Mi cólera contra Eugène se había calmado, por lo menos momentáneamente. La substituía una inmensa fatiga, un asco inmenso hacia mí mismo, los demás y todo el mundo. Desde la mañana había estado reflexionando seriamente sobre mi situación y, a pesar de las promesas del ministro —de las que, por lo demás, no estaba dispuesto a liberarlo tan fácilmente—, no le veía una salida honorable. Ya comprendía que le era muy difícil a mi amigo procurarme un empleo oficial, estable, algo honorablemente parasitario y administrativamente remunerativo, gracias a lo cual yo habría podido terminar en paz mis días como anciano respetable, como funcionario con canonjía. Primero, es probable que yo hubiese desperdiciado ese empleo; y después, por todas partes, en nombre de la moralidad pública y del decoro republicano, se habrían elevado protestas concurrentes, a las cuales el ministro, interpelado, no habría sabido qué responder. Así, todo lo que podía ofrecerme era, mediante expedientes transitorios y miserables, con pobres prestidigitaciones presupuestarias, retrasar la hora inevitable de mi caída. Y además, yo ni siquiera podía contar eternamente con ese mínimo de favores y protección, pues Eugène, por su parte, tampoco podía contar con la estupidez eterna de la ciudadanía. Muchos peligros amenazaban entonces al Gobierno, y muchos escándalos a los que, aquí y allá, algunos periódicos descontentos por su afición a los fondos secretos aludían de manera cada vez más directa, emponzoñando la seguridad personal de mi protector. Eugène sólo se mantenía en el poder gracias a sus agresivas maniobras contra los partidos impopulares o vencidos, y también a base de dinero, un dinero que, tal como yo sospechaba entonces y más tarde quedó demostrado, recibía del extranjero a cambio, cada vez, de una libra de carne de la Patria.
Trabajar a favor de la caída de mi compañero, insinuarme hábilmente a un posible líder ministerial, reconquistar junto a ese nuevo colaborador una especie de virginidad social… esas eran algunas de las cosas que se me habían ocurrido. Todo me empujaba a ello, mi naturaleza, mi interés, y también el placer tan amargamente sabroso de la venganza. Pero, además de las incertidumbres y los avatares que acompañaban esta maquinación, yo no me sentía con ánimos para otra experiencia ni para empezar de nuevo semejantes maniobras. Había quemado mi juventud por completo. Y estaba harto de aventuras peligrosas y precarias que me habían llevado… ¿dónde? Sentía fatiga cerebral, anquilosamiento en las junturas de mi actividad; todas mis facultades iban disminuyendo cuando estaban en plena fuerza, deprimidas por la neurastenia. ¡Ah! ¡Cuánto lamentaba no haber seguido los caminos rectos de la vida! Sinceramente, en la hora actual ya tan sólo anhelaba los goces mediocres de la regularidad burguesa; y no quería más, no podía soportar más aquellos sobresaltos de fortuna, aquellas alternativas de miseria que no me habían dejado ni un minuto de respiro, y que convertían mi existencia en una perpetua y torturante ansiedad. ¿Qué sería pues de mí? El futuro me parecía más triste y más desesperanzador que los crepúsculos de invierno que caen en las habitaciones de los enfermos. Y dentro de un rato, después de cenar, ¿qué nuevo manejo me propondría el infame ministro? ¿En qué fango más profundo, de esos de los que uno no regresa, querría hundirme y hacerme desaparecer para siempre?
Lo busqué con la mirada entre el bullicio. Estaba mariposeando entre las mujeres. Nada en su cabeza ni en sus hombros delataba que fuera cargado con el pesado fardo de sus crímenes. Se lo veía despreocupado y alegre. Y, al verlo así, mi furor contra él se acrecentó con el sentimiento de la doble impotencia en la que nos hallábamos los dos, él para salvarme de la vergüenza, y yo para precipitarlo hacia ella… ¡Sí, precipitarlo a la vergüenza!
Abrumado como estaba por estas múltiples y acuciantes preocupaciones, no es extraño que perdiera mi facilidad de palabra y que las hermosas criaturas seleccionadas y exhibidas por Mme. G… para el placer de sus invitados no me causaran ninguna impresión. Durante la cena, me mostré perfectamente desagradable, y apenas dirigí la palabra a mis vecinas, cuyos hermosos escotes resplandecían entre flores y pedrerías. La gente creyó que mi falta de éxito electoral era la causa de aquella negra disposición de mi humor, habitualmente alegre y galante.
—¡Ánimo, hombre! —me decían—. ¡Usted es joven, qué caramba! Se necesitan agallas para seguir en la carrera política… Otra vez será.
A aquellas frases de trivial consuelo, a las sonrisas de ánimo, a los escotes ofrecidos, yo respondía con obstinación:
—No, no… No me hablen más de política… ¡Es una cosa vil! No me hablen más del sufragio universal… ¡Es una idiotez! No quiero… no quiero oír hablar de eso nunca más.
Y Mme. G…, con las flores, las plumas y los encajes súbitamente alzados a mi alrededor, en oleadas multicolores y perfumadas, me susurraba al oído, con amanerados vahídos y coqueterías húmedas de vieja alcahueta:
—Lo único que queda es el amor, créame usted… Lo único que existe es el amor… Pruebe con el amor… Mire, justamente esta noche tenemos aquí a una joven rumana… apasionada… ¡Ah!, y poetisa, amigo mío, ¡y condesa! Estoy segura de que está loca por usted. Para empezar, porque todas las mujeres están locas por usted… Les voy a presentar.
Esquivé aquella ocasión tan brutalmente ofrecida, y esperé el fin de aquella interminable velada sumido en un silencio agrio y sin nervio.
Eugène, acaparado por todos lados, no pudo reunirse conmigo hasta bien avanzada la noche. Aprovechamos que una cantante famosa absorbía por un momento la atención general para refugiarnos en un pequeño gabinete, discretamente iluminado por una lámpara de brazo largo emperifollada de crepé rosa. El ministro se sentó en el diván, encendió un cigarrillo y, mientras delante de él, yo pasaba con negligencia la pierna por encima de una silla y cruzaba los brazos sobre el respaldo, me dijo con gravedad:
—Últimamente he estado pensando mucho en ti.
Sin duda esperaba una frase de agradecimiento, un gesto amistoso, un movimiento de interés o de curiosidad. Permanecí impasible, esforzándome por conservar ese aire de indiferencia altiva, casi insultante, con el que me había propuesto acoger las pérfidas proposiciones de mi amigo, pues desde el comienzo de la velada yo me empeñaba en convencerme de que dichas proposiciones tenían por fuerza que ser pérfidas. Fingía mirar con insolencia el retrato de Thiers que, detrás de Eugène, ocupaba toda la altura de la pared y se oscurecía con los reflejos sombríos, luchando por reaparecer en su superficie demasiado barnizada. Lo más visible era el tupé blanco, cuyo surgimiento piriforme constituía la expresión única y completa de la fisonomía desaparecida. El ruido de la fiesta, amortiguado por las colgaduras, nos llegaba como un murmullo lejano. El ministro asintió con la cabeza y prosiguió:
—Sí, he pensado mucho en ti… Y, bueno… Es difícil… muy difícil…
Se calló de nuevo, como si estuviera meditando cosas profundas.
Yo me divertí prolongando el silencio para gozar del apuro que aquella actitud calladamente burlona forzosamente debía de causar en mi amigo. ¡Iba pues a ver una vez más a mi amado protector ante mí, ridículo y desenmascarado, tal vez suplicante! Sin embargo él permanecía tranquilo y no parecía preocuparse lo más mínimo de lo hostil de mi actitud, visible en exceso.
—¿No me crees? —dijo con voz firme y calmada—. Sí, ya veo que no me crees. Te imaginas que sólo intento engañarte, como los demás, ¿verdad? Pues bien, te equivocas, amigo mío. Por lo demás, si esta conversación te aburre, nada más fácil que darla por terminada.
Hizo ademán de levantarse.
—¡Yo no he dicho eso! —protesté yo moviendo la mirada desde el tupé de Thiers hasta el frío rostro de Eugène—. Yo no he dicho nada…
—Entonces escúchame. ¿Quieres que hablemos de una vez de nuestras situaciones respectivas?
—Como quieras. Te escucho.
Ante su seguridad, yo iba perdiendo poco a poco la mía. Contrariamente a lo que yo había augurado con excesiva vanidad, Eugène reconquistaba toda su autoridad sobre mí. Notaba que volvía a escapárseme. Lo notaba en aquella soltura del gesto, en aquella casi elegancia de las maneras, en aquella firmeza de la voz, en aquella entera posesión de sí mismo, que tan sólo mostraba cuando estaba meditando sus golpes más siniestros. Tenía entonces una especie de imperiosa seducción, una fuerza atractiva a la que, incluso estando prevenido, resultaba difícil resistirse. Sin embargo, yo lo conocía, y muchas veces, para mi desgracia, había sufrido los efectos de aquel hechizo maléfico que no debería constituir sorpresa para mí. Pues bien, toda mi combatividad me abandonó, mis odios se apagaron, y, a mi pesar, me abandoné hasta recuperar la confianza, hasta olvidar tan completamente el pasado que aquel hombre, cuya alma inexorable y fétida había escrutado yo hasta sus más oscuros recovecos, volvió a ser para mí un amigo generoso, un héroe de bondad, un salvador.
Y he aquí lo que me dijo… Y quisiera poder comunicar el acento de fuerza, de crimen, de inconsciencia y de gracia que puso en sus palabras:
—Tú ya has visto la vida política lo bastante de cerca como para saber que existe un grado de poder en el que el hombre más infame se halla protegido contra sí mismo por sus propias infamias, y, con más razón aún, contra los demás por las de ellos. Para un estadista, sólo hay una cosa irreparable: ¡la honradez! La honradez es inerte y estéril, ignora la explotación de apetitos y ambiciones, las únicas energías con las que puede fundarse algo duradero. La prueba es ese idiota de Favrot, el único hombre honrado del Gobierno, y también el único cuya carrera política, al decir de todo el mundo, está acabada para siempre. Comprenderás entonces, amigo mío, que la campaña que se desarrolla contra mí me deja absolutamente indiferente.
Esbocé un gesto ambiguo al que él respondió con rapidez:
—Sí, sí, ya lo sé, se habla de mi ejecución, de mi próxima caída, de la policía, de Mazas[4]… «¡Muerte a los ladrones…!». Muy bien… De algo tienen que hablar… ¿Y qué? Todo eso me hace reír, ya ves tú. E incluso tú, so pretexto de creerte implicado en algunos de mis negocios —de los que, dicho sea de paso, no conoces más que la contrapartida—, so pretexto de que posees —o, por lo menos, eso vas proclamando por ahí— algunos papeles inconcretos… que a mí, amigo mío, me preocupan tanto como eso…
Y sin interrumpirse me señaló un cigarrillo apagado que acto seguido aplastó en el cenicero que había en una mesita cerca de él.
—También tú… Crees poder disponer de mí por medio del terror… En fin. Hacerme chantaje como a un vulgar banquero corrupto. ¡Qué niño eres! Razona un poco, hombre… ¿Mi caída? ¿Quieres decirme quién, en este momento, tendría el valor de asumir la responsabilidad de tamaña locura? ¿Quién, dime, quién ignora que mi caída acarrearía el hundimiento de demasiadas cosas, de demasiadas personas a las que no se puede tocar, como a mí, so pena de abdicación, so pena de muerte? Porque no sería sólo yo quien llevara la gorra de presidiario. Sería todo el Gobierno, todo el Parlamento, toda la República, asociados todos ellos, hagan lo que hagan, a lo que ellos llaman mis venalidades, mis corruptelas, mis delitos… Creen tenerme en sus manos, pero soy yo quien los tiene en las mías. Puedes estar tranquilo, los tengo bien agarrados.
E hizo el gesto de apretar una garganta imaginaria.
La expresión de su boca, cuyas comisuras cayeron hacia abajo, se hizo repulsiva, y en sus globos oculares aparecieron unas venitas púrpura que dieron a su mirada una significación implacable de asesinato… Pero pronto se recuperó, encendió otro cigarrillo y prosiguió:
—Que derroquen al Gobierno, muy bien… Yo colaboraré con ellos. Por culpa de ese individuo, Favrot, nos encontramos metidos en una serie de cuestiones inextricables, cuya solución lógica es precisamente que no puede existir solución. Se impone una crisis ministerial con un programa totalmente nuevo. Fíjate en un detalle: yo soy, o parezco, ajeno a esas dificultades. Mi responsabilidad no es más que una ficción parlamentaria. En los pasillos del Congreso y entre cierta parte de la prensa se me mantiene hábilmente al margen de mis colegas. De este modo, mi situación personal permanece limpia; políticamente, claro. Más aún: con el apoyo de ciertos grupos cuyos líderes tienen intereses en mi fortuna, de la gran banca y las mayores compañías, me he convertido en un hombre indispensable para la nueva formación, soy el presidente del Consejo de mañana… Y en el momento en que por todas partes se anuncia mi caída, ¡yo alcanzo la cúspide de mi carrera! Reconocerás que es algo cómico, muchacho, y que falta mucho para que obtengan mi cabeza…
Eugène volvía a estar alegre. Aquella idea de que no hubiese para él ningún lugar intermedio entre esos dos polos —la presidencia del Gobierno y el presidio—, hacía su conversación chispeante. Se acercó a mí y, con una palmada en las rodillas, como solía hacer en los momentos de distensión, repitió:
—¡No me negarás que es para morirse de risa…!
—Sí, es divertidísimo —confirmé—. Y yo, ¿qué pinto en todo ese embrollo?
—Ah, tú, claro… Tú, muchacho, tú tienes que irte, desaparecer… Un año, dos años… No es por nada, pero tienes que hacerte olvidar.
Y cuando me disponía a replicar, él añadió:
—Pero, diantre, ¿qué culpa tengo yo, si has echado a perder estúpidamente todas las oportunidades admirables que he puesto ahí, en tus manos? Un año, dos años… Pasan volando. A tu vuelta tendrás una nueva virginidad, todo lo que quieras, te lo daré. Pero, mientras tanto, no puedo hacer nada, te lo juro, nada de nada.
Un resto de furor seguía gruñendo dentro de mí… Pero sólo me salió una voz atiplada para exclamar:
—Jolín… Jolín… Jolín…
Eugène sonrió y, comprendiendo que mi resistencia se agotaba con aquel último estertor, añadió con aire de buen chico:
—Venga, venga, no pongas mala cara. Escucha, he estado pensando mucho en todo esto. Tienes que irte. En interés tuyo, por tu futuro, no hay más remedio. Anda, hombre, a ver… ¿Cómo decirte esto…? ¿Tú eres embriólogo?
Leyó mi respuesta en la mirada de asombro que le clavé.
—No, claro… No eres embriólogo… ¡Es una lástima, una auténtica lástima!
—¿Por qué me preguntas eso? ¿Qué broma es esta?
—Es que en este momento podría obtener créditos considerables —relativamente—, pero, en fin, unos simpáticos créditos para una misión científica que sería un placer confiarte.
Y sin dejarme tiempo para responder, con frases cortas, alegres, acompañadas de gestos cómicos, me explicó el asunto:
—Se trata de ir a las Indias, a Ceilán, creo, para explorar el mar… En los golfos… Estudiar lo que los sabios llaman la gelatina pelágica, ¿comprendes? Y entre los gasterópodos, los corales, los heterópodos, las madréporas, los sifonóforos, las holoturias y los radiolarios, ¿qué sé yo?, encontrar la célula primordial… Escúchame bien… El initium protoplasmático de la vida organizada… En fin, algo por el estilo. Es delicioso, y, como puedes ver, la mar de fácil.
—La mar de fácil —repetí mecánicamente.
—Sí, pero lo que pasa… —concluyó aquel auténtico estadista—, lo que pasa es que tú no eres embriólogo.
Y añadió con benevolente tristeza:
—Es un fastidio…
Mi protector meditó durante unos minutos… Yo permanecía callado, pues no había tenido tiempo de recuperarme del estupor en que me había sumido aquella proposición imprevista.
—Claro que… —prosiguió—, claro que habría otra misión… Porque actualmente tenemos muchas misiones… Y ya no sabemos en qué gastar el dinero de los contribuyentes… Se trataría, si lo he entendido bien, de ir a las islas Fidji y a Tasmania para estudiar los diversos sistemas de administración penitenciaria que funcionan allí… y su aplicación a nuestro estado social… Lo que pasa es que no es tan divertido… Y te advierto de que los créditos no son enormes… Y además la gente de por allí todavía son antropófagos, ¿sabes? Crees que estoy bromeando, ¿eh? ¿Que te estoy contando una opereta? En fin, amigo mío, por desgracia, todas las misiones son de ese pelaje…
Eugène se echó a reír con una risa maliciosamente discreta.
—También está la policía secreta… Je, je… Tal vez allí podríamos encontrarte una buena colocación… ¿Qué te parece?
En las circunstancias difíciles, mis facultades mentales se activan, se exaltan, mis energías se multiplican, y me veo gobernado por un súbito remolino de ideas, dotado de una prontitud de decisión que siempre me asombra y que muchas veces me ha resultado útil.
—¡Bah! —exclamé—. Después de todo, bien puedo ser embriólogo por una vez en la vida. ¿Qué arriesgo? La ciencia no va a morir por eso… Cosas peores ha visto la ciencia. Entendido. Acepto la misión de Ceilán.
—Haces bien. ¡Bravo! —aplaudió el ministro—. Sobre todo porque eso de la embriología, muchacho, con sus Darwin, Haeckel, Carl Vogt, en el fondo todo eso debe de ser un gran timo. ¡Ah, muchacho, seguro que no te aburres, en esos países…! Ceilán es un país maravilloso. Parece ser que hay unas mujeres extraordinarias… Pequeñas encajeras de una belleza… de un temperamento… ¡Aquello es el paraíso terrestre! Ven mañana al ministerio, arreglaremos el asunto oficialmente. Mientras tanto, no es necesario que lo vayas pregonando por ahí a todo el mundo; figúrate que yo estoy ejecutando una pirueta peligrosa para mí, que puede costarme muy cara… ¡Venga, hasta pronto!
Nos levantamos. Y, mientras regresaba al salón del brazo del ministro, este me decía una vez más, con voz cantarina:
—Bueno, después de todo… Esa célula… ¿Y si la encuentras? ¿Quién sabe, eh? Berthelot se quedaría con un palmo de narices, ¿no crees?
Aquella intriga me había devuelto un poco de ánimo y alegría. No es que me gustara sin reservas… Antes que aquel diploma de ilustre embriólogo, yo habría preferido un buen puesto de recaudador, por ejemplo, o un asiento bien relleno en el Consejo de Estado… Pero hay que resignarse; además, aquella aventura no carecía de atractivos. Del simple vagabundo de la política que era un minuto antes, uno no se convierte, gracias a un toque de varita ministerial, en un sabio considerable que iba a violar los misterios en las fuentes mismas de la Vida, sin sentir cierta jactancia mistificadora, y algo de cómico orgullo…
La velada, que había empezado en la melancolía, se terminó en el contento.
Abordé a Mme. G… que, muy animada, estaba organizando el amor y paseando el adulterio de grupo en grupo, de pareja en pareja.
—Y esa adorable condesa rumana —le pregunté—, ¿sigue estando loca por mí?
—Más que nunca, querido.
Me tomó del brazo. Sus plumas se habían alisado, sus flores estaban marchitas, los encajes aplastados.
—Venga usted —me dijo—, está flirteando en el saloncito de Guizot con la princesa Onane…
—¡Cómo! ¿Así que también…?
—Pues claro, querido —replicó aquella gran política—. A su edad… Con su naturaleza de poeta… ¡Sería una auténtica desgracia que no lo hubiera probado todo!
IV
Pronto estuvieron hechos los preparativos. Tuve la suerte de que la joven condesa rumana, que se había prendado de mí, me ayudara amablemente con sus consejos y, lo digo con cierta vergüenza, también con su bolsa.
Por lo demás, todo estaba a mi favor.
Mi misión se presentaba bien. Por una excepcional dispensa de las costumbres burocráticas, ocho días después de aquella conversación decisiva en los salones de Mme. G… cobré sin ningún contratiempo ni retraso alguno los susodichos créditos. Estaban calculados con liberalidad, mucho más de lo que yo me habría atrevido a esperar, pues conocía la tacañería del Gobierno en estos temas, y los miserables presupuestos con los que se gratifica penosamente a los sabios que van de misión… A los auténticos. Aquella insólita liberalidad yo la achacaba sin duda a la circunstancia de que, al no ser en absoluto un sabio, necesitaba más que cualquier otro los más generosos recursos para parecerlo.
Estaba previsto el mantenimiento de dos secretarios y dos criados, la compra muy costosa de instrumentos de anatomía, microscopios, cámaras fotográficas, lanchas desmontables, campanas de inmersión, incluso tarros de cristal para colecciones científicas, fusiles de caza y jaulas destinadas a traer vivos a los animales capturados. No se podía negar que el Gobierno hacía las cosas con todo lujo, y yo no podía más que agradecérselo. Ni que decir tiene que no compré nada de aquella impedimenta, y decidí no llevar a nadie y contar únicamente con mi ingenio para apañármelas yo solo en medio de las selvas desconocidas de la ciencia y de la India.
Aproveché el tiempo libre para informarme sobre Ceilán, sus costumbres, sus paisajes, y hacerme una idea de la vida que llevaría allí, bajo aquellos terribles trópicos. Incluso eliminando todo lo que aquellos relatos de viajeros contenían de exageración, jactancia y mentira, lo que leí me encantó, particularmente el detalle, transmitido por un grave científico alemán, de que existe en los suburbios de Colombo, entre mágicos jardines, a la orilla del mar, una maravillosa villa, un bungalow, como dicen ellos, en el que un rico y caprichoso inglés mantiene una especie de harén en el que están representadas, en perfectos ejemplares femeninos, todas las razas de la India, desde las negras tamil, hasta las serpentinas bayaderas de Lahore y las demoníacas bacantes de Benarés. Me prometí firmemente encontrar la manera de acercarme a aquel polígamo aficionado, y limitar a su hacienda mis estudios de embriología comparada.
El ministro, de quien fui a despedirme y a confiar mis proyectos, aprobó todas mis disposiciones y elogió muy alegremente mi virtud ahorrativa. Al separarnos, me dijo con emocionada elocuencia, mientras yo, bajo la oleada de sus palabras, experimentaba un enternecimiento, un puro, refrescante y sublime enternecimiento de hombre honrado:
—Parte, amigo mío, y vuelve a nosotros más fuerte, vuelve hecho un hombre nuevo y un sabio glorioso. Tu exilio, tú sabrás emplearlo, no lo dudo, en grandes cosas; renovará tus energías para futuras luchas… Las renovará en los orígenes mismos de la vida, en la cuna de la humanidad que… De la humanidad cuyo… Parte y, si a tu vuelta te encontraras —cosa que no puedo creer—, si te encontraras, decía, con que persisten tus malos recuerdos, las dificultades, las hostilidades… algún obstáculo, en fin, a tus justas ambiciones… ten por seguro que posees sobre el personal gubernamental los suficientes papelitos como para triunfar con gran ventaja sobre él… ¡Sursum Corda…! Por lo demás, cuenta conmigo. Mientras tú estés allí, a lo lejos, pionero del progreso, soldado de la ciencia, mientras tú estés sondeando los golfos y explorando los misteriosos atolones, por Francia, por nuestra querida Francia, nosotros no te olvidaremos, créeme. Hábilmente, progresivamente, en la Agencia Havas[5] y en los periódicos, sabré crear expectación en torno a tu joven fama de embriólogo. Encontraré frases de propaganda admirables, patéticas: «Nuestro gran embriólogo…», «Recibimos de nuestro joven e ilustre sabio cuyos descubrimientos embriológicos… etc…», «Mientras estudiaba, a veinte brazas de profundidad, una holoturia todavía desconocida, a punto estuvo de ser víctima de un tiburón… Una lucha terrible… etc.». Adelante, adelante, amigo mío… Trabaja sin temor por la grandeza del país. Hoy día, un país no es grande únicamente por sus armas, es grande sobre todo por sus artes… Por su ciencia… Las conquistas pacíficas de la ciencia sirven más a la civilización que las conquistas, etc. Cedant arma sapientiae…
Yo lloraba de alegría, de orgullo, de exaltación, la exaltación de todo mi ser ante algo inmenso e inmensamente hermoso. Proyectado fuera de mi yo, no sé dónde, yo tenía en aquel momento otra alma, un alma casi divina, un alma de creación y de sacrificio, el alma de algún héroe sublime en el que reposan las supremas confianzas de la Patria, todas las esperanzas decisivas de la humanidad.
En cuanto al ministro, ese bandido de Eugène, tampoco podía contener su emoción. En su mirada había un entusiasmo auténtico, un temblor sincero en su voz. Dos lagrimitas asomaban de sus ojos… Me apretó la mano hasta casi romperla.
Durante unos minutos los dos fuimos el juguete inconsciente y cómico de nuestro propio engaño.
¡Ay, cuando pienso en ello!
V
Provisto de cartas de presentación para «las autoridades» de Ceilán, finalmente embarqué en Marsella, una tarde espléndida, en el Saghalien.
En cuanto hube puesto el pie en el paquebote, experimenté inmediatamente la eficacia de lo que es un título oficial, y cómo, gracias a su prestigio, un hombre fracasado como yo lo era entonces, se crece en la estima de los desconocidos y los transeúntes y, por consiguiente, en la suya propia. El capitán, que conocía «mis admirables trabajos» me cubrió de atenciones, casi de honores. Me habían reservado el camarote más confortable, así como el mejor lugar en la mesa. Como entre los pasajeros pronto corrió la noticia de que a bordo se hallaba un sabio ilustre, todo el mundo se las ingenió para manifestarme su respeto. En todos los rostros se leía florecer la admiración. Las mujeres, por su parte, expresaban curiosidad y benevolencia, esta, con discreción, aquella con un sentimiento más bravío. Hubo una que atrajo violentamente mi atención. Era una criatura maravillosa, con una pesada cabellera pelirroja y los ojos verdes tachonados de oro, como los de las fieras salvajes. Viajaba acompañada de tres camareras, una de las cuales era china. Fui a informarme con el capitán.
—Es inglesa —me dijo—. La llaman miss Clara. La mujer más extraordinaria del mundo. Aunque sólo tiene veintiocho años, ya conoce la tierra entera. En este momento reside en China. Es la cuarta vez que la veo a bordo de mi barco.
—¿Es rica?
—Sí, sí, muy rica. Su padre, muerto hace ya mucho tiempo, fue traficante de opio, según me dijeron, en Cantón. Allí nació ella. Está un poco chiflada… Pero es encantadora.
—¿Casada?
—No.
—¿Y…?
Puse en esa conjunción todo un orden de interrogaciones íntimas y hasta picantes.
El capitán sonrió.
—Eso… eso no lo sé… No creo… No me he dado cuenta de nada, aquí.
Tal fue la respuesta del bravo marinero que me pareció, al contrario, que sabía mucho más de lo que quería decir. No insistí, pero pensé para mis adentros, elíptico y familiar: «Tú, niña… Estupendo».
Los primeros pasajeros con los que entablé relaciones fueron dos chinos de la embajada de Londres y un gentilhombre normando que se dirigía a Tonkín. Este quiso en seguida hablarme de sus cosas. Era un cazador apasionado.
—Estoy huyendo de Francia —me declaró—, huyo de ella cada vez que puedo. Desde que somos una república, Francia es un país perdido. Hay demasiados cazadores furtivos, y son ellos los que mandan. Imagínese, ¡ya no puedo ni tener caza en mi propia casa! Los furtivos me la matan y los tribunales les dan la razón. ¡Es el colmo! Sin contar con que lo poco que dejan se muere de no sé qué epidemias… Así que me voy a Tonkín. ¡Qué admirable país para la caza! Es la cuarta vez, querido amigo, que voy a Tonkín.
—¿Ah sí?
—Sí. En Tonkín hay caza de todo tipo y en abundancia. Pero sobre todo pavos reales. ¡Qué gusto, señor mío! Se trata de una caza peligrosa, hay que tener mucha vista…
—Deben de ser, sin duda alguna, pavos reales feroces.
—No, qué va… Pero esta es la situación. Allí hay ciervos, hay tigres… Sí, sí, hay tigres… Y también hay pavos reales.
—¿Es un aforismo?
—Usted sabrá comprenderme. A ver, el tigre se come al ciervo… Y…
—¿El pavo real se come al tigre? —insinué, con seriedad.
—Exactamente… Es decir… El caso es que… Cuando el tigre está harto porque se ha comido al ciervo, se queda dormido… Y después se despierta, se alivia el vientre, y se va… ¿Y qué hace el pavo real? Pues, apostado en la rama de un árbol vecino, espera prudentemente… Y después, baja a tierra y se come los excrementos del tigre… Y es en ese momento preciso cuando hay que sorprenderlo.
Y con los brazos extendidos como si sujetara un fusil, hizo el gesto de apuntar a un pavo real imaginario.
—¡Ah, qué pavos reales! ¡No se hace usted ni la más remota idea! Porque lo que ustedes, en sus pajareras y sus jardines, toman por pavos reales, en realidad no llegan ni a pavos a secas. Eso no es nada… Yo, querido amigo, yo he matado de todo, hasta hombres, he matado. Pues bien, jamás un disparo de fusil me ha procurado una emoción más viva que la que siento cuando disparo a los pavos reales. Los pavos reales, señor mío… ¿Cómo decírselo?… son una cosa estupenda para matar.
Después de un silencio, concluyó:
—¡Viajar, ahí está el todo! Cuando viajas, ves cosas extraordinarias, que te hacen pensar…
—Sin duda… —asentí—. Pero se necesita ser un buen observador, como usted.
—Es verdad, yo he observado muchísimo… —dijo con suficiencia el valeroso gentilhombre—. Pues bien, de todos los países que he recorrido, Japón, la China, Madagascar, Haití y una parte de Australia, no conozco ninguno tan divertido como Tonkín… Por ejemplo, usted sin duda cree haber visto gallinas…
—Sí, eso creo.
—Craso error, querido amigo, usted no ha visto gallinas. Para ver gallinas hay que haber ido a Tonkín. Y aun así… No se las ve. Están en las selvas y se esconden en los árboles. No se las ve nunca. Lo que pasa es que yo tengo un truco. Remontaba los ríos en sampán con un gallo en una jaula. Me detenía en la linde de la selva y colgaba la jaula de una rama. El gallo cantaba. Entonces, desde todas las profundidades de la selva llegaban las gallinas, venga gallinas… Acudían en bandadas, innumerables. ¡Y yo las mataba! ¡Llegué a matar mil doscientas en un solo día!
—¡Admirable! —proclamé con entusiasmo.
—Sí, sí… Pero no tanto como lo de los pavos reales… ¡Ah, los pavos reales!
Pero aquel gentilhombre no sólo era cazador; también era jugador. Mucho antes de llegar a avistar Nápoles, los dos chinos, el asesino de pavos reales y yo mismo habíamos formado una fuerte partida de póquer. Gracias a mis conocimientos especiales en dicho juego, al llegar a Port-Said yo había descargado de su dinero a aquellos tres incomparables personajes y triplicado el capital que llevaba hacia la alegría de los Trópicos y lo desconocido de las embriologías fabulosas.
VI
En aquella época, yo habría sido incapaz de la menor descripción poética, puesto que la vena lírica me vino más adelante, con el amor. Desde luego, como todo el mundo, disfrutaba de las bellezas de la naturaleza, pero no me volvían loco hasta el desvanecimiento; disfrutaba de ellas a mi manera, que era la de un republicano moderado. Y me decía:
—La naturaleza, vista desde la portezuela de un vagón o el ojo de buey de un barco, es, siempre y en todo lugar, semejante a sí misma. Su principal carácter es que carece de improvisación. Se repite constantemente, al tener sólo una pequeña cantidad de formas, combinaciones y aspectos que son una y otra vez, aquí y allá, aproximadamente iguales. En su inmensa y pesada monotonía, no se distingue más que por matices apenas perceptibles y carentes de interés excepto para los domadores de bestezuelas, cosa que yo no soy, aun siendo embriólogo, y los buscadores de tres pies al gato. En resumen, que cuando uno ha viajado por cien leguas cuadradas de país, en cualquier dirección, ya lo ha visto todo. Y ese sinvergüenza de Eugène que me gritaba: «¡Verás qué naturaleza, qué árboles, qué flores!». A mí, los árboles me atacan los nervios, y sólo soporto las flores en casa de la modista y en los sombreros. En cuestión de naturaleza tropical, Montecarlo habría satisfecho ampliamente mis necesidades de estética paisajista, mis sueños de viajes lejanos… Yo sólo comprendo las palmeras, los cocoteros, los bananos, los mangles, los pomelos y las palmas si, a su sombra, puedo obtener buenos dividendos y hermosas señoritas que mastiquen entre sus dientes cualquier cosa que no sea betel… Cocotero, árbol que da cocottes… Sólo me gustan los árboles en esta clasificación tan parisina.
¡Ah, qué pedazo de bruto ciego y sordo era yo entonces! ¡Cómo pude, con cinismo asqueroso, blasfemar contra la belleza infinita de la Forma, que va del hombre al animal, del animal a la planta, de la planta a la montaña, de la montaña a la nube, y de la nube a la piedra, que contiene en reflejos todos los esplendores de la vida!
A pesar de que estábamos en el mes de octubre, la travesía del Mar Rojo fue algo realmente penoso. El calor era tan agobiante y el aire tan pesado para nuestros pulmones de europeos, que varias veces pensé morir de asfixia. Durante el día, apenas salíamos del salón, donde el gran punka indio funcionaba sin cesar y nos daba la ilusión, pronto perdida, de una brisa más fresca; la noche la pasábamos en la cubierta, donde, por lo demás, nos resultaba tan imposible dormir como en los camarotes. El gentilhombre normando resoplaba como un buey enfermo y ya no pensaba en contarnos más historias de caza tonkinesa. Entre los pasajeros, los que se habían mostrado más jactanciosos, más intrépidos, estaban totalmente hundidos, con los miembros inertes y la garganta silbante, como animales extenuados. No había cosa más ridícula que el espectáculo de aquellos individuos derrumbados con sus pijamas multicolores. Sólo los dos chinos parecían insensibles a aquella temperatura propia de una hoguera. Nada había cambiado en sus costumbres ni en su ropa, y repartían el tiempo entre paseos silenciosos por la cubierta y partidas de cartas o de dados en sus camarotes.
Nada nos interesaba. Nada, tampoco, nos distraía del suplicio de sentir cómo nos asábamos con la lentitud y regularidad con que se guisa un cocido. El paquebote navegaba en mitad del golfo: por encima, a nuestro alrededor, tan sólo el azul del cielo y el azul del mar, un azul oscuro, un azul de metal caliente que, aquí y allá, conservaba en su superficie las incandescencias de la fragua; apenas distinguíamos las costas somalíes, la masa roja, lejana, en cierto modo vaporizada, de aquellas montañas de arena ardiente, donde no crece ni una hierba, ni un árbol, y que rodean como un brasero siempre encendido aquel mar siniestro, semejante a un enorme depósito de agua hirviendo.
Debo decir que durante aquella travesía di muestras de gran valentía, y que conseguí disimular mi estado real de sufrimiento. Lo conseguí por fatuidad y por amor.
El azar —¿fue el azar o fue el capitán?— me había concedido a miss Clara por vecina de mesa. Un incidente de servicio hizo que trabáramos relación casi inmediatamente. Por otra parte, mi alta situación en el mundo de la ciencia y la curiosidad de la que era objeto autorizaban ciertas infracciones a las convenciones habituales de la urbanidad.
Tal como me había informado el capitán, miss Clara regresaba a la China después de haber repartido el verano entre Inglaterra para sus intereses, Alemania para su salud, y Francia para sus placeres. Miss Clara me confesó que Europa cada vez le inspiraba más disgusto. No podía soportar sus costumbres mezquinas, sus modas ridículas, sus gélidos paisajes. ¡Ella sólo se sentía feliz y libre en la China! Mostraba un porte muy decidido, una existencia excepcional, a veces charlaba sin ton ni son, otras veces con una intensa sensación de las cosas, con una alegría febril llevada hasta lo extravagante. Era sentimental y filosófica, ignorante e instruida, impura y cándida, misteriosa en fin, con lagunas… Fugas… Caprichos incomprensibles, voluntades terribles… Me intrigó en gran medida, por más que uno pueda esperar cualquier cosa de la excentricidad de una inglesa. Y, desde el primer momento, yo, que en cuestión de mujeres sólo había conocido a las chicas ligeras de París y, cosa peor, a mujeres políticas y literarias, no dudé ni por un momento de que podría conquistar fácilmente a aquella, y me propuse aderezar con ella mi viaje, de una manera imprevista y sugestiva. Pelirroja, con un cutis luminoso, su risa estaba siempre a punto de sonar en sus labios rojos y carnosos. Era realmente la joya del barco, y como el alma de aquel navío en marcha hacia la loca aventura y la libertad edénica de los países vírgenes, los trópicos de fuego… Eva de los paraísos maravillosos, flor también ella, flor de embriaguez, fruto sabroso del eterno deseo. Yo la veía errar y saltar entre las flores y los frutos de oro de los jardines primordiales, ya no con aquel moderno vestido de piqué blanco, que ceñía su cintura flexible e hinchaba su busto, semejante a un bulbo, potente de vida, sino en el esplendor sobrenatural de su bíblica desnudez.
No tardé en reconocer el error de mi diagnóstico galante, dado que miss Clara, al contrario de lo que yo había augurado con harta vanidad, era de una honradez inatacable. Lejos de quedar decepcionado por aquella comprobación, me pareció que aquella mujer era todavía más hermosa y albergué verdadero orgullo por el hecho de que, siendo pura y virtuosa, me hubiera acogido a mí, vil y pervertido, con tan simple y graciosa confianza. No quería escuchar las voces interiores que me gritaban: «Esta mujer miente, se está burlando de ti. ¡Mira, imbécil, mira esos ojos que lo han visto todo, esa boca que todo lo ha besado, esas manos que lo han acariciado todo, esa carne que, tantas veces, se ha estremecido con todos los goces y en todos los abrazos…! ¿Pura? ¡Ja, ja, ja! ¿Y esos gestos tan sabios? ¿Y esa languidez, y esa flexibilidad, y esas flexiones del cuerpo que conservan todas las formas del abrazo? ¿Y ese busto pletórico, como la cápsula de una flor ebria de polen…?». No, en verdad yo no escuchaba esas voces. Y fue para mí una sensación deliciosamente casta, hecha de ternura, de gratitud, de orgullo, una sensación de reconquista moral, entrar cada día más adentro en la familiaridad de una mujer bella y virtuosa, de la que pensaba por adelantado que jamás sería nada para mí, nada más que un alma. Aquella idea me elevaba, me rehabilitaba a mis propios ojos. Gracias a aquel puro contacto cotidiano, gané, sí, gané en estima hacia mí mismo. Todo el fango de mi pasado se transformaba en azul luminoso, y divisaba el futuro a través de la tranquila, límpida esmeralda de la felicidad regular. ¡Oh, qué lejos de mí estaban Eugène Mortain, Mme. de G… y todos sus semejantes! ¡De qué modo todas aquellas figuras de gesticulantes fantasmas se fundían, a cada minuto, bajo la celestial mirada de aquella criatura lustral, gracias a la que yo me revelaba a mí mismo como un hombre nuevo, con unas generosidades, unas ternuras, unos impulsos que nunca me había conocido!
¡Oh ironía de los enternecimientos de amor! ¡Oh comedia de los entusiasmos que habitan en el alma humana! Muchas veces, junto a Clara, creí en la realidad, la grandeza de mi misión, y que poseía el genio de revolucionar todas las embriologías de todos los planetas del universo…
Pronto llegamos a las confidencias. En una serie de mentiras hábilmente mesuradas, que eran por una parte vanidad y por otra parte un naturalísimo deseo de no devaluarme en el ánimo de mi amiga, me mostré muy favorecido en mi papel de sabio, narrando mis descubrimientos biológicos, mis éxitos universitarios, todas las esperanzas que los más ilustres científicos depositaban en mi método y en mi trabajo. Después, abandonando aquellas alturas algo arduas, mezclaba anécdotas de la vida mundana con apreciaciones sobre la literatura y el arte, mitad sanas mitad perversas, lo suficiente para interesar la mente de una mujer sin turbarla. Y aquellas conversaciones frívolas y ligeras, a las que procuraba dar un toque de ingenio, prestaban a mi grave personalidad de sabio un carácter particular, acaso único. Acabé de conquistar a miss Clara durante aquella travesía del mar Rojo. Dominando mi malestar, supe encontrar ingeniosos cuidados, y delicadas atenciones que durmieron su mal. Cuando el Saghalien recaló en Adén para cargar carbón, Clara y yo ya éramos amigos perfectos, amigos con aquella amistad milagrosa que no enturbia ninguna mirada, ningún gesto ambiguo, que no roza ninguna intención culpable, para empañar su bella transparencia. Y, sin embargo, había voces que seguían gritando dentro de mí: «Pero hombre, mira esa nariz que aspira la vida con terrible voluptuosidad… Mira esos dientes que tantas veces han mordido la fruta sangrienta del pecado». Yo, heroicamente, les imponía silencio.
Fue una inmensa alegría cuando entramos en aguas del océano Índico; después de las mortales, torturantes jornadas pasadas en el mar Rojo, aquello parecía la resurrección. A bordo renacía una nueva vida, una vida de alegría y actividad. Aunque la temperatura seguía siendo muy alta, el aire era delicioso de respirar, como el olor de un abrigo de pieles que una mujer se acaba de quitar. Una ligera brisa impregnada, diríase, de todos los perfumes de la flora tropical refrescaba el cuerpo y el espíritu. A nuestro alrededor todo deslumbraba. El cielo, de una transparencia de gruta de hadas, era de un verde de oro flameado de rosa; el mar calmo, con un ritmo poderoso bajo el soplo del monzón, se extendía extraordinariamente azul, adornado aquí y allá de grandes volutas esmeraldinas. Sentíamos, en verdad físicamente, como una caricia de amor, la proximidad de los continentes mágicos, de los países de luz en los que la vida, un día de misterio, había lanzado sus primeros vagidos. Y todos, incluso el gentilhombre normando, teníamos en el rostro algo de aquel cielo, de aquel mar, de aquella luz.
Miss Clara —ni que decir tiene— atraía, excitaba mucho a los hombres; siempre tenía a su alrededor una corte de adoradores apasionados. Yo no estaba celoso, sino seguro de que ella los juzgaba ridículos y que me prefería a todos los demás, incluso a los dos chinos, con los que solía conversar, pero a los que no miraba como me miraba a mí, con aquella extraña mirada en la que, varias veces y a pesar de tantas reservas, me había parecido sorprender complicidades morales, no sé qué secretas correspondencias… Entre los más fervientes se hallaba un explorador francés que se dirigía a la península malaya para estudiar sus minas de cobre, y un oficial inglés que habíamos recogido en Adén y que regresaba a su puesto, en Bombay. Eran, cada uno a su modo, dos brutos macizos y muy simpáticos, de los que Clara se burlaba a gusto. El explorador no paraba de hablar de sus recientes viajes a través del África central. En cuanto al oficial inglés, capitán en un regimiento de artillería, intentaba impresionarnos describiendo todos sus inventos de balística.
Una noche, en cubierta, después de cenar, estábamos todos reunidos alrededor de Clara, deliciosamente recostada en una mecedora. Unos fumaban cigarrillos, otros soñaban… Todos teníamos en el corazón el mismo deseo de Clara; y todos, con el mismo pensamiento de posesión ardiente, seguíamos el vaivén de sus dos piececillos calzados con chinelas rosas que, en el balanceo de la silla, asomaban del cáliz perfumado de sus faldas, como los pistilos asoman de las flores. No decíamos nada. Y la noche era de una suavidad mágica, y el barco se deslizaba voluptuosamente sobre el mar, como si fuera seda. Clara se dirigió al explorador:
—Así pues… —dijo con voz maliciosa—, ¿no es una broma? ¿Es verdad que ha comido usted carne humana?
—Sí, ciertamente —respondió orgullosamente y con un tono que establecía una indiscutible superioridad sobre los demás—. No había más remedio… Se come de lo que se tiene…
—¿Y a qué sabe? —preguntó ella, con asco.
Él se quedó un rato pensando. Después, esbozando un gesto vago, añadió:
—Bueno, pues… ¿cómo se lo explicaría? Imagínese usted, adorable miss… Imagínese usted la carne de cerdo… Cerdo un poco marinado en aceite de nuez.
Negligente y resignado, prosiguió:
—No es muy bueno… Pero tampoco es que se coma eso por gusto… Yo prefiero un asado de cordero o un filete…
—¡Desde luego! —consintió Clara.
Y como si, por urbanidad, quisiera aminorar el horror de aquella antropofagia, precisó:
—Porque, sin duda, ustedes comerían sólo carne de negro…
—¿Carne de negro? —exclamó él con un sobresalto—. ¡Puagh! Por suerte, querida miss, no nos vimos reducidos a esa dura necesidad. ¡Gracias a Dios nunca nos faltaron los blancos! Nuestra comitiva era numerosa, formada en gran parte por europeos: marselleses, alemanes, italianos, un poco de todo… Cuando el hambre acuciaba, abatíamos a un hombre de la comitiva, con preferencia un alemán. El alemán, divina miss, es más graso que las demás razas… Y cunde más. Y además, para nosotros los franceses, ¡es un alemán menos! El italiano es seco y duro… Está lleno de nervios.
—¿Y el marsellés?
—Bah… —declaró el viajero meneando la cabeza—. El marsellés está muy sobrevalorado… Huele a ajo… Y también, no sé por qué, a lana. No puede decirse que sea delicioso, precisamente… No… Es comestible, nada más.
Se volvió hacia Clara con gestos vehementes, e insistió:
—Pero carne de negro… ¡Jamás! Yo creo que la habría vomitado. He conocido a gente que la había comido. Se pusieron enfermos. El negro no es comestible. Incluso hay algunos que son venenosos, se lo aseguro.
Y rectificó, escrupuloso:
—Después de todo… Hay que conocerlos bien, como a las setas. ¿Tal vez los negros de la India se pueden comer?
—¡No! —afirmó el oficial inglés con un tono tajante y categórico, concluyendo entre risas aquella discusión culinaria que ya empezaba a provocarme náuseas.
El explorador, algo desconcertado, prosiguió:
—No importa… A pesar de todos estos pequeños inconvenientes, estoy muy contento de viajar de nuevo. En Europa me pongo enfermo… Es que no vivo… No sé adónde ir… En Europa me encuentro como aletargado y prisionero, como un animal en su jaula… Imposible doblar el codo, estirar los brazos, abrir la boca, sin chocar con prejuicios estúpidos… Leyes idiotas… Costumbres viles… El año pasado, encantadora miss, me paseaba por un campo de trigo. Con el bastón iba abatiendo las espigas que había a mi alrededor. Era divertido. Tengo derecho a hacer lo que me place, ¿verdad? Pues un campesino vino corriendo y gritando, me insultó, me ordenó salir de su campo… ¡Es inconcebible! ¿Qué habría hecho usted en mi lugar? Pues yo le aticé tres vigorosos bastonazos en la cabeza. Cayó con el cráneo partido. Bueno, pues ¿adivina usted lo que ocurrió?
—¿Tal vez se lo comió? —insinuó riendo Clara.
—No… Me llevaron ante no sé qué jueces, que me condenaron a dos meses de prisión y diez mil francos por daños y perjuicios. ¡Por un sucio campesino! ¡Y a eso llaman civilización! ¿Le parece creíble? ¡Pues sí que estamos bien! ¡Si hubieran tenido que castigarme así, en África, cada vez que maté a un negro, o incluso a un blanco!
—¿De modo que también mataba usted negros?
—Desde luego que sí, adorable miss.
—¿Y por qué, si no se los iba a comer?
—Pues para civilizarlos, es decir, para llevarnos sus reservas de marfil y caucho… Y además… ¿qué quiere usted? ¿Qué dirían los gobiernos y las empresas comerciales que nos confían misiones civilizadoras, si se enteraran de que no habíamos matado a nadie?
—Es justo —aprobó el gentilhombre normando—. Además, los negros son animales salvajes, cazadores furtivos. ¡Son unos tigres!
—¿Los negros? Qué grave error, señor mío. Son dulces y alegres… Son como niños… ¿Usted ha visto alguna vez cómo juegan los conejos al atardecer en algún prado, junto al bosque?
—¡Por supuesto!
—Hacen unos movimientos muy bonitos… Con una alegría loca… Se limpian el pelo con las patas, saltan y se revuelcan entre la menta… Pues bien, los negros son como esos conejitos… Son muy simpáticos.
—Pero ¿es verdad que son antropófagos? —insistió el gentilhombre.
—¿Los negros? —protestó el explorador—. ¡En absoluto! En los países negros los únicos antropófagos que existen son los blancos. Los negros comen plátanos y pacen la hierba en flor. Incluso conozco a un sabio que pretende que los negros tienen el estómago de los rumiantes. ¿Cómo quiere que coman carne, sobre todo carne humana?
—Entonces, ¿por qué los mata? —objeté yo, pues notaba que me estaba volviendo bueno y lleno de piedad.
—Pero si ya se lo he dicho… Para civilizarlos. ¡Y era la mar de divertido! Cuando, después de caminar y caminar, llegábamos a un poblado de negros… los encontrábamos muy asustados. Lanzaban gritos de angustia, ni siquiera intentaban huir del miedo que tenían, lloraban con la cara en la tierra. Les repartíamos aguardiente —pues nosotros siempre llevamos grandes provisiones de alcohol en nuestro equipaje—, y cuando estaban bien borrachos, los matábamos a golpes.
—¡Valiente cacería! —resumió, no sin asco, el gentilhombre normando, que sin duda en aquel momento estaba recordando los pavos reales pasando en vuelo raso una y otra vez sobre el cielo de Tonkín.
La noche proseguía con su esplendor: el cielo estaba en llamas, a nuestro alrededor el océano balanceaba grandes capas de luz fosforescente. Y yo, ¡ay!, estaba triste, triste por Clara, triste por aquellos hombres groseros y por mí mismo y por nuestras palabras, que ofendían al silencio y a la Belleza.
De repente, Clara preguntó al explorador:
—¿Conoce usted a Stanley?
—Por supuesto que sí, lo conozco —respondió este.
—¿Y qué piensa de él?
—Oh, bueno… Es… —dijo, meneando la cabeza.
Y como si unos recuerdos horrendos hubieran acudido a su mente, terminó con voz grave.
—Creo que ha ido demasiado lejos.
Yo había notado que el capitán, desde hacía un momento, tenía ganas de hablar. Aprovechó el momento de pausa que siguió a aquella confesión para intervenir:
—Yo he hecho cosas mucho mejores que todo eso. Vuestras pequeñas matanzas no son nada comparadas con las que se me deberán a mí. Yo inventé una bala… Una bala extraordinaria. Y la llamé la bala Dum-Dum, nombre de la aldea hindú donde tuve el honor de inventarla.
—¿Y mata mucho? ¿Más que las otras? —preguntó Clara.
—¡Oh, querida miss, no sabe usted! —dijo riendo el capitán—. ¡Es incalculable!
Y, más modesto, añadió:
—Y, sin embargo, no es nada, es algo muy pequeño. Imagínese una cosa pequeña, ¿cómo la llaman ustedes? Una avellana… Eso es… Imagínese usted una avellana pequeña. Una cosa encantadora.
—¡Y qué bonito nombre, capitán! —admiró Clara.
—En efecto, muy bonito —aprobó el capitán, visiblemente halagado—, muy poético.
—Parece… No sé… Parece el nombre de un hada de una comedia de Shakespeare. ¡El hada Dum-Dum! ¡Me encanta! Un hada risueña, ligera y muy rubia, que salta, baila y brinca entre los brezos y los rayos de sol… ¡Vuela, Dum-Dum!
—¡Vuela! —repitió el oficial—. ¡Eso es! Además, eso es algo que hace muy bien. Y lo que tiene de único, creo, es que con ella… no hay heridos, por así decir.
—¡Ah!
—No hay más que muertos. Eso la hace realmente exquisita.
Se volvió hacia mí y, con un acento de pena en el que se confundían nuestros dos patriotismos, suspiró:
—¡Ah, si la hubiesen tenido en Francia cuando aquella horrible Comuna! ¡Qué triunfo!
Y pasando de repente a otro ensueño, exclamó:
—A veces me pregunto… si no es un cuento de Edgar Allan Poe, un sueño de nuestro Thomas de Quincey… Pero no, porque esa pequeña y adorable Dum-Dum la he experimentado yo mismo. Esta es la historia: hice colocar a doce hindúes…
—¿Vivos?
—¡Pues claro! El emperador de Alemania practica sus experimentos balísticos con cadáveres. Reconocerán que es algo absurdo y totalmente incompleto. Yo opero con personas, no sólo vivas, sino además de constitución robusta y en perfecto estado de salud. Al menos así ves lo que haces y hacia dónde vas. Yo no soy un soñador, ni mucho menos… ¡Yo soy un sabio!
—¡Mil perdones, capitán! Siga usted.
—Pues bien, hice colocar a doce hindúes, uno detrás de otro, en una línea geométricamente recta… y disparé.
—¿Y bien? —interrumpió Clara.
—Pues bien, deliciosa amiga, esa pequeña Dum-Dum hizo maravillas… De los doce hindúes no quedó ni uno en pie. La bala había atravesado sus doce cuerpos que, después del disparo, no eran más que un montón de picadillo de carne y huesos literalmente machacados. ¡Mágico, realmente! Nunca habría imaginado un éxito tan formidable.
—Formidable, en efecto, parece cosa de milagro…
—¿Verdad?
Y, pensativo después de unos segundos de silencio emocionado, murmuró confidencialmente:
—Busco… busco algo mejor… Algo más definitivo… Busco una bala… una pequeña bala que no deje ni rastro de aquellos a los que alcanza… Nada… Nada… ¡Nada! ¿Me comprende?
—¿Cómo es posible? ¿Nada de nada?
—O muy poca cosa —explicó el oficial—. Apenas un montón de cenizas… O incluso un humo ligero y rojizo que en seguida se disiparía. Es factible…
—¿Una incineración automática, digamos?
—Exactamente. ¿Han pensado ustedes en las numerosas ventajas de semejante invento? De este modo se suprimen los cirujanos del ejército, los enfermeros, las ambulancias, los hospitales militares, las pensiones a los heridos, etc., etc., etc. Representaría un ahorro incalculable… Un alivio para los presupuestos de los Estados. ¡Y no hablemos de la higiene! ¡Qué conquista para la higiene!
—Podría llamar a esa bala la bala Nib-Nib[6] —exclamé yo.
—¡Muy bueno, muy bueno! —aplaudió el artillero que, aunque no había entendido nada de aquella interrupción argótica, se echó a reír ruidosamente, con aquella risa franca y fuerte que se encuentra en los soldados de todos los grados y de todos los países.
Cuando se hubo calmado, añadió:
—Estoy seguro de que cuando Francia haya conocido ese espléndido chisme, volverá a insultarnos en todos sus periódicos. Y serán los patriotas más furiosos, esos mismos que gritan que no se gastan suficientes millones en la guerra, que sólo hablan de matar y bombardear, serán esos, una vez más, los que condenarán a Inglaterra a la execración de los pueblos civilizados. Pero, ¡diantre!, nosotros somos lógicos con nuestro estado de barbarie universal. ¿Qué es eso? Se admite que los obuses estallen… pero querrían que las balas no lo hicieran. ¿Por qué? Vivimos bajo la ley de la guerra. ¿Y en qué consiste la guerra? Consiste en masacrar al mayor número de hombres que se pueda en el menor tiempo posible. Para hacerla más mortífera y expeditiva, se trata de hallar máquinas de destrucción cada vez más formidables… Es una cuestión de humanidad, y se trata también del progreso moderno.
—Pero, capitán, ¿y el derecho de las personas? ¿Qué hace con él?
El oficial se rio nerviosamente, y, levantando los brazos hacia el cielo, dijo:
—¡El derecho de las personas… —replicó— es el derecho que tenemos de masacrar a las personas, en bloque o en detalle, con obuses o con balas, no importa, siempre que las personas sean debidamente masacradas!
Uno de los chinos intervino:
—¡Nosotros no somos salvajes!
—¿Que no somos salvajes? Y qué otra cosa somos, si me hace el favor. Nosotros somos unos salvajes peores que los de Australia, puesto que, teniendo conciencia de nuestro salvajismo, persistimos en él. Y puesto que es mediante la guerra, es decir, el robo, el pillaje y la matanza como gobernamos, iniciamos, arreglamos nuestros conflictos, vengamos nuestro honor… Pues bien, no tenemos más remedio que soportar los inconvenientes de ese estado de brutalidad en el que queremos mantenernos nosotros mismos a pesar de todo. Somos animales, de acuerdo… ¡Pues entonces actuemos como animales!
Entonces Clara dijo con voz dulce y profunda:
—Además, sería un sacrilegio luchar contra la muerte. ¡Es tan bella, la muerte!
Se levantó, toda ella blanca y misteriosa, bajo la luz eléctrica de a bordo. El chal largo y fino que la cubría, la envolvía con reflejos pálidos y cambiantes.
—¡Hasta mañana! —dijo.
Todos estábamos a su alrededor, solícitos. El oficial le había tomado la mano y la besaba… Y yo odié su rostro viril, su talle flexible, sus pantorrillas nerviosas, todo su aspecto de fuerza. Se excusó:
—Perdone —dijo— que me haya dejado llevar a un tema semejante, olvidando que delante de una señora como usted tan sólo deberíamos hablar de amor.
Clara respondió:
—Pero capitán, quien habla de la muerte habla también del amor…
Me tomó del brazo y la acompañé a su camarote, donde sus camareras la esperaban para ayudarla a acostarse.
Toda aquella noche estuve obsesionado con masacres y destrucción. Tuve un sueño muy agitado. Por encima de los brezos rojos, entre los rayos de un sol rojo sangre, vi pasar, rubia, risueña y saltarina, a la pequeña hada Dum-Dum… La pequeña hada Dum-Dum que tenía los ojos, la boca, toda la carne desconocida y descubierta de Clara.
VII
Una vez estábamos mi amiga y yo, apoyados uno junto a otro en la barandilla, mirando el mar y mirando el cielo. El día estaba a punto de terminar. En el cielo, grandes pájaros, alciones azules, seguían el navío balanceándose con exquisitos movimientos de bailarina; en el mar, manadas de peces voladores se levantaban al acercarnos nosotros y, brillantes bajo el sol, iban a posarse más allá para alzar el vuelo rozando el agua, de un azul vivo de turquesa aquel día… Después, bandadas de medusas, medusas rojas, medusas verdes, medusas púrpura, y rosa, y malva, flotaban como montones de flores sobre la superficie blanda, y tan magníficas de color que Clara, a cada instante, lanzaba gritos de admiración señalándomelas. Y de repente me preguntó:
—Dígame, ¿cómo se llaman esos animales maravillosos?
Yo habría podido inventarme nombres extraños, encontrar terminologías científicas. Ni siquiera lo intenté. Llevado por una inmediata, espontánea, violenta necesidad de franqueza, le dije con firmeza:
—No lo sé.
Sentí que me estaba perdiendo… Que todo aquel sueño vago y fascinante que había mecido mis esperanzas y adormecido mis ansias, lo perdía sin remisión; que, en una caída más profunda, estaba a punto de sumirme en los lodos inevitables de mi existencia de paria. Me daba cuenta de todo aquello. Pero había en mí algo más fuerte que yo, que me ordenaba lavarme de mis imposturas, de mis mentiras, de aquel auténtico abuso de confianza mediante el cual, de modo cobarde, criminal, había estafado la amistad de un ser que había prestado fe a mis palabras.
—No, de veras, no lo sé —repetí, dando a aquella simple negación un carácter de exaltación dramática que en sí no comportaba en absoluto tal cualidad.
—¿Cómo puede decir eso? ¿Acaso se ha vuelto loco? ¿Qué le ocurre? —dijo Clara extrañada del sonido de mi voz y de la extraña incoherencia de mis gestos.
—¡No lo sé, no lo sé, no lo sé!
Y, para dar más fuerza de convicción a aquel triple «No lo sé», golpeé tres veces, con violencia, la barandilla.
—¿Cómo que no lo sabe? Un sabio… Un naturalista…
—Yo no soy un sabio, miss Clara… Yo no soy un naturalista… Yo no soy nada —grité—. Un miserable, sí, soy un miserable. Le he mentido, le he mentido odiosamente. Tiene que conocer al hombre que soy. Escúcheme…
Jadeante, desordenado, le conté mi vida. Eugène Mortain, Mme. de G…, la impostura de mi misión, toda mi suciedad, mi fango… Experimentaba una alegría atroz en acusarme, en mostrarme más vil, más desclasado, más negro incluso de lo que era… Cuando hube terminado aquel doloroso relato, le dije a mi amiga, deshecho en lágrimas:
—¡Ahora se acabó! Usted me odiará, me despreciará, como todos, se alejará de mí con repugnancia… Y tendrá razón, y yo no me quejaré. ¡Esto es horrible! Pero no podía seguir viviendo así, no quería que siguiera existiendo esta mentira entre usted y yo…
Estaba llorando desconsoladamente, y tartamudeaba palabras sin sentido, como un niño.
—Es horrible, horrible… Y yo que… Porque en fin… es verdad, se lo juro… Yo que… usted me entiende… Un engranaje, eso es, ¡un engranaje! Eso es lo que he sido. Yo no lo sabía. Y después, esa alma de usted… Ah, su alma, su alma querida… Y sus miradas de pureza… Y su… su amable… Sí, en fin… Usted ya sabe… su amable acogida… Fue mi salvación, mi redención, mi… mi… ¡Esto es espantoso, espantoso! Estoy perdiendo todo eso… ¡Es espantoso!
Mientras yo iba hablando y llorando, miss Clara me miraba fijamente. ¡Oh, aquella mirada! Jamás… No. Jamás olvidaré la mirada que aquella mujer adorable lanzó sobre mí… Una mirada extraordinaria, en la que había a la vez asombro, alegría, piedad, amor —sí, amor—, y también malicia, e ironía… Y de todo… Una mirada que entraba en mí, me penetraba, hurgaba en mí, me perturbaba el alma y la carne.
—Bueno, pues —dijo, simplemente—, la verdad es que no me extraña mucho… Y creo sinceramente que todos los sabios son como usted.
Sin dejar de mirarme, riendo con la risa tan clara y tan bella que tenía, una risa parecida al canto de un pájaro, añadió:
—Conocí a uno. Era un naturalista… de su estilo. Iba enviado por el gobierno inglés para estudiar en las plantaciones de Ceilán el parásito del cafeto. Pues bien, durante tres meses no salió de Colombo. Se pasaba el tiempo jugando al póquer y emborrachándose con champán.
Y con su mirada fija en mí, una mirada extraña, profunda y voluptuosa, clavada en mí, añadió después de unos segundos de silencio, con un tono de misericordia en el que me pareció oír el canto de todas las alegrías del perdón:
—¡Ay, menudo sinvergüenza!
Yo no sabía qué más decir, ni si tenía que reír o llorar de nuevo, o bien arrodillarme a sus pies. Balbuceé tímidamente:
—Entonces… ¿no me guarda usted rencor? ¿No me desprecia? ¿Me perdona usted?
—¡Tonto! —dijo ella—. ¡Tonto más que tonto!
—¡Clara! ¡Clara! ¿Es posible? —exclamé, casi desfalleciendo de felicidad.
Como la campana de la cena hacía tiempo que había sonado y no quedaba nadie en aquella parte de la cubierta, me acerqué más a Clara, tanto que noté cómo su cadera se estremecía contra mí y su pecho palpitaba. Cogiendo sus manos, que ella abandonó a las mías, mientras mi corazón saltaba como en una tempestad, exclamé:
—¡Clara, Clara! ¿Me ama usted? ¡Por Dios, se lo suplico! ¿Me ama usted?
Ella replicó débilmente:
—Se lo diré esta noche… En mi camarote.
Vi pasar por sus ojos una llama verde, una llama terrible que me dio miedo. Liberó sus manos del abrazo de las mías, y con la frente súbitamente tachada por un pliegue duro, y con la nuca pesada, se quedó callada mirando el mar.
¿En qué estaba pensando? No lo sé. Y mirando yo también al mar, pensaba: «Mientras fui para ella un hombre normal, no me amó, no me deseó. Pero desde el momento en que ha comprendido quién era, cuando ha respirado el auténtico y pestilente olor de mi alma… Venga, venga… Entonces, ¿lo único verdadero es el mal?».
Había llegado el ocaso y después, sin crepúsculo, la noche. Una dulzura inexpresable circulaba por el aire. El barco navegaba entre un hervidero de espuma fosforescente. Grandes claridades rozaban el mar… Y habríase dicho que unas hadas emergían del mar, extendían sobre el mar sus largos mantos de fuego, y sacudían y lanzaban, a manos llenas, en el mar, perlas de oro.
VIII
Una mañana, al llegar a cubierta, distinguí, gracias a la transparencia de la atmósfera y tan netamente como si la estuviera pisando, la isla encantada de Ceilán, la isla verde y roja coronada por las mágicas blancuras del pico de Adán. Ya la víspera habíamos sido alertados de su proximidad por los nuevos perfumes del mar y por una misteriosa invasión de mariposas que, después de haber acompañado al barco durante unas horas, desaparecieron súbitamente. Y sin pensar en nada más, a Clara y a mí nos pareció algo exquisito que la isla nos enviara su bienvenida por medio de aquellos deslumbrantes y poéticos mensajeros. Yo había llegado entonces a tal punto de lirismo sentimental, que la sola visión de una mariposa hacía vibrar en mí todas las arpas de la ternura y el éxtasis.
Pero aquella mañana, la visión real de Ceilán me provocó angustia; más que angustia, terror. Lo que divisaba a lo lejos, más allá de las olas, que en aquel momento eran color de miosotis, no era un territorio, ni un puerto, ni la curiosidad ardiente de todo lo que suscita en el hombre el velo finalmente levantado sobre lo desconocido…; era la llamada brutal a la mala vida, el retorno a mis instintos abandonados, el desolador y amargo despertar de todo lo que durante aquella travesía había dormido en mí… y que ya creía muerto. Era algo más doloroso, en lo que jamás había pensado y que me resultaba imposible, ya no de comprender, sino tan sólo de concebir en su imposible realidad: era el fin del sueño prodigioso que había sido para mí el amor de Clara. Por primera vez, una mujer me tenía. Yo era su esclavo, tan sólo la deseaba a ella, tan sólo quería tenerla a ella. Nada existía ya fuera o más allá de ella. La posesión, en lugar de apagar el incendio de aquel amor, cada día reavivaba sus llamas. Cada día descendía más abajo en el abismo abrasador de su deseo, y cada día sentía con más intensidad que toda mi vida se agotaría en buscar, en tocar su fondo. ¿Cómo admitir que, después de haber sido conquistado —en alma, cuerpo y cerebro— por aquel irrevocable, indisoluble y torturante amor, debía abandonarlo al instante? ¡Qué locura! ¡Aquel amor estaba en mí, como mi propia carne; había substituido a mi sangre, a mis tuétanos; me poseía por entero, era yo! Separarme de él era separarme de mí mismo, era matarme. ¡Peor aún! Era aquella extravagante pesadilla de que mi cabeza estuviera en Ceilán y mis pies en la China, separados por abismos de mar, y que yo persistiese en vivir en esos dos pedazos que no se unirían jamás. Que al día siguiente no tuviera ya para mí aquellos ojos extasiados, aquellos labios devoradores, el milagro cada noche más imprevisto de aquel cuerpo de formas divinas, ni aquellos abrazos salvajes ni, después de largos espasmos poderosos como el crimen, profundos como la muerte, aquellos balbuceos ingenuos, aquellas menudas quejas, aquellas risitas, aquellas lágrimas, aquellos cantos cansados de niño o de pájaro… ¿Era ello posible? ¿Iba a perder todo aquello, que me era más necesario para respirar que mis pulmones, que el cerebro para pensar, que el corazón para alimentar mis venas con sangre caliente? ¡Ni pensarlo! Yo pertenecía a Clara como el carbón pertenece al fuego que lo devora y consume. A ella y a mí nos parecía tan inconcebible una separación, y tan locamente quimérica, tan totalmente contraria a las leyes de la naturaleza y de la vida, que no habíamos hablado jamás de ello. El día antes, todavía, las dos almas confundidas tan sólo pensaban, sin ni siquiera decírselo, en la eternidad del viaje, como si el barco que nos llevaba fuera a llevarnos así para siempre, siempre, sin llegar jamás, jamás, a ninguna parte. ¡Porque llegar a alguna parte es morir!
Y sin embargo, ahora yo iba a desembarcar allí, a hundirme allí, en aquel verde y en aquel rojo, a desaparecer allí, en aquel territorio desconocido… ¡Más horriblemente solo que nunca! Y pronto Clara no sería más que un fantasma, después un puntito gris apenas visible en el espacio… ¡Y después nada, nada de nada, nada, nada!
El mar estaba suave, tranquilo y radiante… Exhalaba un feliz olor de ribera, de jardín florido, de lecho de amor… Me puse a llorar.
La cubierta se animaba; no había más que expresiones felices, miradas relajadas por la espera y la curiosidad.
—Estamos entrando en la bahía… ¡Ya estamos en la bahía!
—Ya veo la costa.
—Ya veo el faro.
—¡Ya hemos llegado…! ¡Ya hemos llegado!
Cada una de estas exclamaciones me caía pesadamente sobre el corazón. No quise tener delante de mí aquella visión de la isla aún lejana pero tan implacablemente neta, y que se me acercaba a cada vuelta de hélice y, dándome la vuelta, contemplé el infinito del cielo en el que deseaba perderme, así como aquellos pájaros, a lo lejos, allá arriba, que pasaban por un instante por el aire y se fundían con él tan dulcemente.
Clara no tardó en venir. ¿Era por haber amado demasiado? ¿Era por haber llorado demasiado? El caso es que tenía los párpados hinchados y sus ojos, con ojeras azules, expresaban una gran tristeza. Y en sus ojos había algo más que tristeza, en realidad había una piedad ardiente, a la vez combativa y misericordiosa. Bajo sus pesados cabellos de oro oscuro, su frente estaba tachada por un pliegue de sombra, ese pliegue que tenía en el placer y en el dolor. Sus cabellos emanaban un perfume extrañamente embriagador. Me dijo, simplemente, con una sola palabra:
—¿Ya?
—¡Por desgracia! —suspiré yo.
Ella terminó de ajustarse el sombrero, un sombrerito marinero que fijó con una larga aguja de oro. Sus brazos levantados hacían destacar el busto, cuyas líneas esculturales vi dibujarse bajo la blusa blanca que lo envolvía. Prosiguió con una voz que temblaba ligeramente:
—¿Has pensado en ello?
—No.
Clara se mordió los labios, a los que afluyó la sangre.
—¿Y entonces?
No respondí… No tenía fuerzas para responder. Con la cabeza vacía, el corazón destrozado, habría querido hundirme en la nada. Ella estaba muy emocionada, muy pálida… salvo por la boca, que me parecía más roja y cargada de besos. Durante largo rato, sus ojos estuvieron mirándome con grave fijeza.
—El barco hace una escala de dos días en Colombo. Y después vuelve a zarpar, ¿lo sabías?
—Sí, sí…
—¿Y después qué?
—Después se acabó…
—¿Puedo hacer algo por ti?
—Nada, gracias, puesto que todo ha terminado…
Y comprimiendo el llanto en el fondo de la garganta, balbuceé:
—¡Tú lo has sido todo para mí! No. ¡Has sido más que todo! No me hables más, te lo suplico… Es demasiado doloroso… Inútilmente doloroso. No me hables más, porque ahora sí que ya todo terminó…
—Nada termina nunca —pronunció Clara—; nada, ni siquiera la muerte.
Sonó la campana. ¡Ah, aquella campana! ¡Cómo resonó en mi corazón! ¡Cómo tocó a muertos en mi corazón!
Los pasajeros se apretujaban en cubierta, gritaban, exclamaban, se interpelaban, apuntaban los anteojos, los aparatos fotográficos hacia la isla que se iba acercando. El gentilhombre normando señalaba las masas de verde y explicaba las junglas impenetrables al cazador. Y, entre el tumulto y los empujones, los dos chinos, indiferentes y concentrados, con las manos cruzadas bajo las largas mangas, proseguían su lento, su grave paseo cotidiano, como dos curas recitando el breviario.
—¡Ya hemos llegado!
—¡Hurra, hurra, hemos llegado!
—Ya veo la ciudad.
—¿Es la ciudad?
—¡No, es un arrecife de coral!
—¡Yo distingo el embarcadero!
—¡Que no, que no!
—¿Qué es eso que viene por allí, en el mar?
A lo lejos, con las velas rosas, una flotilla de barcas avanzaba hacia el paquebote. Las dos chimeneas, echando bocanadas de humo negro, cubrieron el mar con una sombra de luto, y la sirena gimió largo, largo tiempo…
Nadie nos prestaba atención. Clara me preguntó con un tono de imperiosa ternura:
—Pero vamos a ver, ¿qué va a ser de ti?
—¡Y yo qué sé! ¡Qué me importa! Yo estaba perdido… Te conocí… Me has mantenido durante unos días al borde del abismo… Y ahora vuelvo a él… Era inevitable…
—¿Por qué inevitable? No seas niño. Y ten un poco de confianza en mí. ¿Tú crees que es una casualidad que me hayas conocido?
Y añadió después de un silencio:
—No es tan sencillo… Yo tengo amigos poderosos en la China. Sin duda podrán hacer mucho por ti. ¿Quieres que…?
No le dejé tiempo de terminar.
—¡No, no, eso no! —supliqué defendiéndome, pero sin mucha fuerza—. Eso sí que no… Te entiendo… No tienes que decir nada más.
—Eres un niño —repitió Clara—. Y hablas como en Europa, cariño. Y tienes escrúpulos idiotas, como en Europa. En la China la vida es libre, feliz, total, sin convenciones, sin prejuicios, sin leyes… Por lo menos para nosotros… La libertad no tiene más límites que uno mismo… El amor sólo lo limita la variedad triunfante del propio deseo… Europa y su civilización hipócrita y bárbara es la mentira. ¿Qué otra cosa hacéis en Europa más que mentir, mentiros a vosotros mismos y a los demás, mentir a todo lo que, en lo más hondo de tu alma, reconocéis como verdadero? Os veis obligados a fingir un respeto exterior hacia personas e instituciones que sabéis absurdas. Seguís cobardemente ligados a unas convenciones morales o sociales que despreciáis y condenáis, que sabéis totalmente faltas de cualquier fundamento. Esta permanente contradicción entre vuestras ideas, vuestros deseos, y todas las formas de vida muertas, todos los vanos simulacros de vuestra civilización, eso es lo que os hace tristes, confusos, desequilibrados… En este conflicto intolerable, perdéis toda la alegría de vivir, toda sensación de personalidad, porque a cada momento os comprimen, os impiden y detienen el libre juego de vuestras fuerzas. Esta es la herida envenenada, mortal, del mundo civilizado. Entre nosotros las cosas son muy diferentes, ya lo verás. Poseo en Cantón, entre jardines maravillosos, un palacio en el que todo está dispuesto para la vida libre y el amor. ¿De qué tienes miedo? ¿Qué dejas atrás? ¿Quién se preocupa por ti? Cuando ya no me quieras, o cuando seas demasiado infeliz, te irás…
—¡Clara! ¡Clara! —imploré.
Ella dio un golpe seco en el piso del barco.
—¡Tú todavía no me conoces…! —dijo—. ¡Tú aún no sabes quién soy, y ya quieres dejarme! ¿Acaso te doy miedo? ¿Serías tan cobarde?
—¡Pero si yo no puedo vivir sin ti! ¡Sin ti yo sólo puedo morir!
—Bueno, bueno… Deja de temblar… No llores más. Y ven conmigo.
Un relámpago cruzó el verde de sus pupilas. Entonces, con una voz más baja, casi ronca, dijo:
—Yo te enseñaré cosas terribles… Cosas divinas… Al fin sabrás lo que es el amor… Te prometo que descenderás conmigo hasta el fondo del misterio del amor… ¡Y de la muerte!
Y, sonriendo con una sonrisa roja que hizo que un escalofrío me recorriera los tuétanos, añadió:
—¡Pobre criatura! Tú que te creías un gran disoluto… Un gran rebelde… ¡Ah!, tus pobres remordimientos, ¿te acuerdas? Y ahora resulta que tu alma es más tímida que la de un niño pequeño…
¡Era verdad! Por mucho que yo alardeara de ser un sinvergüenza intransigente, de estar por encima de todos los prejuicios morales, de vez en cuando todavía escuchaba la voz del deber y el honor que, en ciertos momentos de depresión nerviosa, subía desde las turbias profundidades de mi conciencia. ¿El honor de quién? ¿El deber de quién? ¡Qué abismo de locura es la mente del hombre! ¿En qué mi honor —¡mi honor!— estaba comprometido, en qué desertaría yo de mi deber si en vez de morirme de aburrimiento en Ceilán, proseguía el viaje hasta la China? ¿Realmente me había metido tanto en la piel de un sabio para imaginarme que iba a «estudiar la jalea pelágica», descubrir «la célula», sumergiéndome en los golfos de la costa cingalesa? Esa idea totalmente grotesca de tomar en serio mi misión de embriólogo pronto me devolvió a las realidades de mi situación. ¡Cómo! La suerte, el milagro había querido que conociera a una mujer divinamente bella, rica, excepcional, a la que amaba y que me amaba, y que me ofrecía una vida extraordinaria, placeres sin fin, sensaciones únicas, aventuras libertinas, una protección fastuosa… En fin, la salvación… Y más que la salvación… ¡La alegría! ¿Y yo iba a dejar escapar todo eso? Una vez más, el demonio de la perversidad —ese estúpido demonio al que, por haberle obedecido estúpidamente, debía todas mis desgracias— ¿intervendría de nuevo para aconsejarme una resistencia hipócrita contra un acontecimiento inesperado, que tenía algo de cuento de hadas, que no se repetiría nunca más, y que yo deseaba ardientemente, en el fondo mí mismo, que se realizara? ¡No y no! ¡Qué idiotez, bien pensado!
—Tienes razón —le dije a Clara, atribuyendo únicamente a la derrota amorosa una sumisión que contenía también todos mis instintos de pereza y desenfreno—. Tienes razón. No sería digno de tus ojos, de tu boca, de tu alma… De todo ese paraíso y ese infierno que eres tú… Si siguiera dudando por más tiempo. Y además… yo no podría… yo no podría perderte. Puedo concebirlo todo excepto eso. Tienes razón, soy tuyo… Llévame adonde quieras. Sufrir… morir… ¡no importa! Puesto que tú, a quien todavía no conozco, tú eres mi destino.
—Bebé, mi bebé… —dijo Clara en un tono singular, en el que no supe distinguir la expresión auténtica, si era alegría, ironía o piedad.
Después, casi maternal, me aconsejó:
—Ahora, no te preocupes de nada más que de ser feliz… Quédate aquí, contempla la isla maravillosa… Yo voy a arreglar con el comisario tu nueva situación a bordo.
—Clara…
—Descuida, yo sé lo que hay que decir.
Y cuando yo iba a oponer una objeción, ella añadió:
—¡Chitón…! ¿No eres tú mi bebé, mi cariño? Tienes que obedecerme… Además, tú no sabes…
Y desapareció, mezclándose con la multitud de pasajeros apiñados en la cubierta, muchos de los cuales acarreaban ya las maletas y el equipaje de mano.
Habíamos decidido que los dos días de escala en Colombo, Clara y yo los pasaríamos visitando la ciudad y sus alrededores, donde mi amiga ya había estado y que conocía a la perfección. Hacía un calor tórrido, tan tórrido que los puntos más frescos —en comparación— de aquel país atroz donde los sabios sitúan el Paraíso terrestre, por ejemplo los jardines a la orilla de las playas, me parecieron estufas asfixiantes. La mayor parte de nuestros compañeros no se atrevió a desafiar aquella temperatura de fuego, que les privaba de cualquier veleidad de salir e incluso del menor deseo de moverse. Me parece estar viéndolos, aún, ridículos y gimientes, en el gran vestíbulo del hotel, con el cráneo cubierto de paños mojados y humeantes, elegante aparato renovado cada cuarto de hora, que transformaba la parte más noble de su persona en un tubo de chimenea coronado por un penacho de vapor. Tumbados en mecedoras, bajo el punka, con el seso licuado y los pulmones congestionados, tomaban bebidas heladas que les preparaban los boys, quienes, por el color de la piel y la estructura corporal, recordaban a aquellos ingenuos monigotes de alajú de nuestras ferias parisinas, mientras que otros boys, del mismo tono y la misma calaña, alejaban de ellos los mosquitos a grandes abanicazos.
En cuanto a mí, recuperé, tal vez con demasiada rapidez, toda mi alegría, e incluso toda mi palabrería bromista. Mis escrúpulos habían desaparecido; ya no me sentía presa de nostalgias poéticas. Liberado de mis preocupaciones, seguro del futuro, volví a ser el hombre que fui al salir de Marsella, el parisino estúpido y revoltoso a quien «nadie le toma el pelo», el arrabalero a quien «nadie se las da con queso», y que sabe cuadrar a la naturaleza… ¡Incluso a la de los Trópicos!
Colombo me pareció una ciudad aburridísima, ridícula, sin pintoresquismo y sin misterio. Medio protestante medio budista, estúpida como un bonzo y enfurruñada como un pastor, con qué alegría me felicité interiormente por haber escapado de milagro al aburrimiento profundo que se desprendía de sus calles rectas, de su cielo inmóvil y sus duras vegetaciones. Hice chistes sobre los cocoteros, a los que no dejé de comparar con plumeros horribles y calvos, y sobre todas las grandes plantas, a las que acusé de haber sido talladas por siniestros industriales en chapa pintada y hojalata barnizada. En nuestros paseos por Slave-Island, que viene a ser el Bois de Boulogne local, y en Pettah, que sería el barrio de Mouffetard, sólo encontramos horribles inglesas de opereta, metidas en vestidos claros, medio hindúes medio europeos, de un efecto muy carnavalesco; y cingalesas, todavía más horribles que las inglesas, viejas a los doce años, arrugadas como uvas pasas, torcidas como cepas centenarias, hundidas como chozas en ruinas, con las encías llenas de llagas sangrantes, los labios quemados por la nuez de areca y los dientes de color de pipa vieja. En vano busqué mujeres voluptuosas, negras sabias en las prácticas del amor, aquellas pequeñas encajeras tan acicaladas de las que me había hablado aquel embustero de Eugène Mortain con una mirada significativamente picaresca. Y compadecía de todo corazón a los pobres sabios a los que mandaban aquí con la problemática misión de conquistar el secreto de la vida.
Pero comprendí que a Clara no le gustaban aquellas bromas fáciles y groseras, y consideré prudente atenuarlas, pues no quería herirla en su culto ferviente a la naturaleza, ni perder mérito a sus ojos. En varias ocasiones había observado que me escuchaba con un asombro penoso.
—¿Por qué estás tan alegre? —me preguntó—. No me gusta que la gente esté tan alegre, cariño. Me causa pena. Cuando se está alegre es que no se ama. El amor es una cosa seria, triste y profunda.
Cosa que a ella no le impedía, por otra parte, estallar en risas a propósito de todo y de nada.
Así, me animó mucho en una mistificación cuya idea fue mía y que paso a contar:
Entre las cartas de recomendación que había traído de París había una para un tal sir Oscar Terwick, que ostentaba entre otros títulos científicos el de presidente en Colombo de la Association of the Tropical Embriolgy and of the British Entomology. En la residencia en la que pregunté supe en efecto que sir Oscar Terwick era un hombre importante, autor de famosos trabajos; en una palabra, un sabio muy grande. Decidí ir a verlo. Una visita así ya no podía resultarme peligrosa, y además me hacía ilusión conocer, tocar, a un auténtico embriólogo. Vivía lejos, en un suburbio llamado Kolpetty, que viene a ser, por así decir, el Passy de Colombo. Allí, en medio de jardines espesos, adornados por el inevitable cocotero, en villas espaciosas y extravagantes, viven los ricos comerciantes y los notables funcionarios de la ciudad. Clara quiso acompañarme. Me esperó en el coche, cerca de la casa del sabio, en una especie de plazoleta sombreada por tecas inmensas.
Sir Oscar Terwick me recibió amablemente; nada más. Era un hombre muy alto, muy delgado, muy seco, muy colorado de tez, con una barba blanca que le descendía hasta el ombligo, cortada en línea recta, como si fuera una cola de poni. Vestía un amplio pantalón de seda amarilla, y su torso peludo lo llevaba envuelto en una especie de chal de lana clara. Leyó con seriedad la carta que le entregué y, después de examinarme de reojo con aire desconfiado —¿desconfiaba de mí o de él?—, me preguntó:
—¿Usted… ser… embriólogo?
Me incliné en signo de asentimiento.
—All right —cloqueó.
Y haciendo el gesto de arrastrar una red en el mar, prosiguió:
—¿Usted… ser… embriólogo? Yes… Usted… Así… En el mar… Fish… Fish… Little fish?
—Little fish… Exactamente… Little fish… —insistí, repitiendo el gesto imitativo del sabio.
—¿En la mar?
—Yes, yes.
—Muy interesante… Muy bonito… ¡Muy curioso! Yes!
Así, chapurreando y echando a la mar nuestras quiméricas redes, el importante sabio me llevó ante una consola de bambú sobre la que estaban alineados tres bustos de yeso coronados de lotos artificiales. Señalándomelos con el dedo sucesivamente, me los presentó con un tono de seriedad tan cómico que a punto estuve de estallar en carcajadas.
—Master Darwin… Muy grande naturralista… Muy, muy grande… Yes!
Saludé con reverencia.
—Master Haeckel… Muy grande naturralista… No tan grande como él, ¡no! Pero muy grande… Master Haeckel aquí… Así… Él… En la mar… Little fish…
Saludé de nuevo. Y con una voz más fuerte, gritó poniendo su manaza roja como un cangrejo sobre el tercer busto:
—Master Coqueline… Muy grande naturralista… Del museo… museo… Grevin… Yes… Grevain… Muy bonito… Muy curioso…
—Muy interesante —añadí yo.
—Yes!
Después de lo cual, me despidió.
Le conté a Clara con detalle y ayudándome incluso de la mímica aquella extraña entrevista, y ella se rio como una loca.
—¡Oh, bebé, bebé…! ¡Qué divertido eres…! ¡Gamberrito mío…!
Fue el único episodio científico de mi misión. ¡Y entonces comprendí lo que era la embriología!
A la mañana siguiente, después de una noche de amor salvaje, nos hicimos de nuevo a la mar, en ruta hacia la China.