«y… ya no oiréis más,
porque no quiere añadir mentiras».
(vv. 6806-07)
Se ha querido ver en estos versos finales de El Caballero del León una advertencia de Chrétien de Troyes no sólo a los que añadiesen aventuras a su relato, como entonces era frecuente a través de las Continuaciones, sino a quienes glosaran su obra, imponiendo una visión ajena a la intención del autor[23]. Severa observación que nos lleva a preguntarnos cómo abordar la interpretación de una obra maestra de la que nos alejan siglos y culturas.
Es verdad que la referencia a los modelos latinos y a los preceptos de la poética medieval es necesaria para no perderse en teorías alejadas de la composición original. Pero no bastan las artes poéticas para dar cuenta del hecho literario, que siempre desborda los cánones retóricos, y no es menos válido el enriquecimiento de la obra que suponen glosas y comentarios, lo que una escritora de la Edad Media, María de Francia, definió felizmente como «surplus de sens»[24].
Desde que Lady Charlotte Guest hiciera a mediados del siglo pasado la primera edición moderna del texto —junto con la de los mabinogion o cuentos galeses— ha variado mucho la manera de enfocarlo, pero como no es lugar para traer a colación las teorías que han marcado la recepción de la obra, sólo apuntaremos dos posibilidades de lectura. Existe en efecto un Chrétien preciosista y a veces hasta burlesco, mientras que a su vez el texto ofrece elementos cuyo análisis llevaría a una interpretación que le concediera mayor trascendencia y dramatismo.
Así, una lectura de la obra a través de los personajes femeninos nos incitaría a adoptar el punto de vista de un autor alemán de principios de siglo, que en contraste con una corriente crítica que hacía de El Caballero del León, como de otras obras de Chrétien, una novela marcada por la angustiosa búsqueda de la aventura caballeresca, un aprendizaje semimístico, emitió entonces la sacrílega idea de que toda la obra no era más que una frívola comedia de salón, posibilidad de lectura cómica que algunos críticos han vuelto a sugerir recientemente[25]. Comedia o quizá tragicomedia, género burlesco por excelencia, pues como advierte la doncella de Yvain cuando las gentes del castillo andan en su busca para matarle, una situación tan trágica como la de una persecución a muerte puede ser motivo de «solaz y deleite» (v. 1072).
En esta perspectiva, los diálogos entre dama y doncella —enfados y requiebros, vivo retrato de las mudanzas del alma femenina— que para un lector de literatura francesa pueden figurar al lado de los de Molière o Marivaux, con hallazgos dignos de un escenario, llevan a plantear la cuestión de la imagen de la mujer en la obra de Chrétien, a la que han respondido varios estudios. Mientras unos ven refleja da una concepción muy pesimista del alma femenina cada vez más degradada a medida que avanza en su obra el novelista —retrato, por tanto, muy cruel en El Caballero del León, por ser obra más tardía—, otros han dedicado páginas para salvar a Laudina de los reproches de inconstancia y frivolidad[26]. Dejaremos el tema a la opinión personal del lector, pero aconsejándole que no se pierda sondeando como un psicólogo las almas de las heroínas de Chrétien, porque recuérdese que «psicología» es una palabra que no existe para el Medioevo y que la visión de la mujer tal como aparece en la literatura de aquella época, se halla sujeta a dos condiciones: los modelos retóricos y la doctrina eclesiástica. Por ello no deben extrañar las conclusiones contradictorias a las que han llegado los estudios antes señalados, ya que corresponden precisamente a la oscilación que marca los dos polos del pensamiento cristiano, el carácter maligno de la mujer-serpiente, criatura demoníaca a la que sirve de contrapeso el ideal mariano, modelo o no de la transfigurada Dama de la literatura cortés.
Pero llegaremos a una visión distinta si en vez de recordar los enredos de Luneta con su dama y los debates amorosos que, después del relato de Calogrenante, ocupan casi exclusivamente la primera parte de la novela, nos fijamos en el anexo y la segunda parte de la misma, prestando especial atención a la topología de la narración y en particular a un motivo recurrente en la aventura, el del bosque.
Resulta superficial aislar un motivo de su contexto y en ningún caso conviene perder de vista la relación que guarda con las otras partes de la narración, porque como ha demostrado el análisis estructural, un mismo elemento cambia de signo según el sitio que ocupa en el sistema, Así, el bosque puede ser refugio de fuerzas hostiles, lugar salvaje opuesto a la cultura de la corte de donde huye Yvain en loquecido, o naturaleza semidomesticada como la artiga que desbroza el ermitaño. De la misma manera el castillo se alza con todos los signos de la agresividad, insidioso cepo cuyas diabólicas puertas tajan el caballo de Yvain, para terminar siendo feliz hospedaje femenino, signo de la reconciliación del caballero con su Dama. Por tanto, aparte de alusiones temáticas sobre la significación del bosque en la aventura, nos referiremos a la trama narrativa, todavía presente en la mente del lector.
A nivel simbólico, el bosque como lugar de metamorfosis del hombre en busca de identidad, que se pierde para mejor encontrarse, inspira varios mitos celtas y germanos, y hasta la filosofía existencialista con sus caminos que no llevan a ninguna parte sino al corazón del bosque, es decir, al abismo esencial del Abgrund a partir del cual se puede renovar el hombre, resurgiendo desde la profundidad. Nada más opuesto al consejo que daba Descartes al viajero extraviado, de andar siempre recto en la misma dirección, porque así terminaría llegando a algún lugar que aun sin ser el deseado, siempre resultaría más grato que el corazón del bosque. Regla cuya semejanza con el método cartesiano de dirigir el pensamiento es evidente, pero al que no se alude gratuitamente, porque en el texto de Chrétien hemos de encontrar tanto el caos y la hosquedad del bosque como el orden de la vía recta.
En el primer encuentro de Yvain con el bosque, que coincide con su primera aventura, quedan ya definidos los rasgos tópicos que enmarcarán las otras pruebas. Rasgos que figuraban ya en el relato de Calogrenante, pues en su primera salida Yvain recorre exactamente las mismas etapas hasta invertir el signo de la prueba final, llevando a feliz término lo que había sido derrota para quien le inició en la aventura.
Así atraviesa Yvain lugares salvajes, caminos y pasos difíciles, hasta llegar a la estrecha senda donde adquiere la certeza de no perderse (v. 769). Alternancia entre la discontinuidad de caminos peligrosos, perdidos en la espesura del bosque y la senda que pone orden al caos. Pero claro, esta vía recta que un lector del siglo XX puede permitirse relacionar con el método cartesiano, sale derecha del modelo retórico que conformó el camino narrativo de la literatura caballeresca, las vidas de santos, donde el elegido de Dios se aventura por la vía recta de la santidad. Aquí este caminar derecho por la droite voie tiene un claro significado religioso, pero asociado precisamente al derecho que defiende el caballero como representante de un orden jurídico temporal, reflejo del divino. Antes de enfrentarse a sus adversarios, el Caballero del León invoca a «Dios y el derecho (que) se mantienen unidos» (v. 4437), en la confianza de que luchan a su lado. No cabe duda de que ahí está una de las claves de interpretación de la novela, y no se olvide que el lema «Dieu et mon droit» tiene su origen en la monarquía anglonormanda, sobre cuya reapropiación de la leyenda artúrica hemos hablado en el prólogo.
Un antagonismo análogo al que acabamos de ver, entre la dificultad de un universo caótico y la facilidad de la senda recta, vuelve a manifestarse en oposición binaria en el paisaje de la fuente. Ubicada en pleno corazón del bosque al final de la vía recta y al lado de una ermita, ofrece la imagen más desapacible cuando alguien desencadena la tormenta vertiendo agua en el escalón. En cambio cuando por intervención divina amaina la tormenta, la fuente y el bosque se convierten en un lugar de sosiego, bajo la protección de un hermoso pino, sede de pájaros cuyas angélicas melodías proporcionan al caballero una felicidad hechicera, que a Calogrenante casi le hizo perder el uso de la razón. Experiencia onírica que aquí todavía funciona bajo un signo religioso, como en el primer texto en que aparece el motivo, la Navigatio Sancii Brendani, donde oyendo el concierto de los pájaros en la fuente maravillosa, halla el santo un anticipado gozo paradisíaco.
La locura de Yvain se sitúa hacia la mitad de la obra, cuando después de recordar su incumplida promesa y recibir enmudecido los reproches de una mensajera de su dama, abandona la corte del rey Arturo. Que esta escena constituya el eje de la novela es uno de los escasos puntos en que coinciden los numerosos estudios sobre la composición de la misma[27].
Los lugares recorridos por Yvain enloquecido reflejan este progresivo abandono de lo conocido que señala el principio de toda aventura o descubrimiento, cuando el héroe va rompiendo poco a poco con todo lo que le ata a su vida anterior. Así Yvain se va despojando de sus vestiduras y del viejo hábito de la memoria, pues no recuerda ninguno de sus actos pasados. Ya desnudo de cuerpo y alma, trueca la espada por el arco, arma que en muchos casos tiene un claro signo infamante, como parece ser el caso aquí, porque se enmarca en un proceso de degradación y regresión a un estado salvaje, que se manifiesta en la caza de animales que el arquero furioso consume crudos.
En dos pasajes de la novela que tienen por escenario el bosque, Chrétien refleja los dos modos de manifestarse la locura según la creencia medieval: el frenesí y la melancolía. Así durante su vida de cazador errante, Yvain está preso de un frenesí (rage en el original, v. 2863) o furor propio del forsenez (vv. 2805, 2872), es decir, del que ha perdido el sentido y se encuentra fuera de sí, y cuyas manifestaciones describe Chrétien con detalles tópicos; así, por ejemplo, la desnudez reveladora de su estado para el ermitaño y la doncella. Ésta, que como en la famosa escena homérica le ha reconocido gracias a una cicatriz, se apercibe de su locura midiendo cuánto le separa esta desnudez de su antigua apariencia de caballero cortés, cuando vestía armadura o rico brocado. Poco tienen que ver estas descripciones de un comportamiento con las escenas del Orlando Furioso, con el que se le ha comparado a veces. En cambio en otro pasaje, cuando pierde el sentido el caballero en la fuente y sufre un ataque de desesperación que le lleva al borde del suicidio, el escritor abandona las notaciones externas, dejando a su héroe expresar su honda melancolía en unas estancias al modo maestoso (vv. 3523-54).
Antes de lograr su curación gracias al ungüento mágico con que la doncella le frotara generosamente de pies a cabeza, Yvain se va reintegrando a una vida semicivilizada gracias a la mediación de un ermitaño. Se trata de un personaje tópico, pues varios relatos y vidas de santos, textos a los que tanto debe la literatura caballeresca, empiezan en el bosque bajo los auspicios de un ermitaño, como el «ermite en bois» que inicia a Brandan en su navegación hacia el paraíso, hermano del homo silvester de la Vita Merlini. Pero aquí su papel no es de iniciador en la aventura, sino de prosaico proveedor de alimentos. Espectador asustado de la locura de Yvain, rehuye su presencia. Sin embargo, gracias al trueque mudo de alimentos cocidos depositados en el borde de la ventana, contra la caza cruda que va dejando delante de la puerta, Yvain se reaproxima a la civilización e incluso al circuito de una economía más amplia, gracias al comercio que hace el ermitaño, desollando la caza para vender las pieles y comprar pan con el producto de la venta[28].
La tierra que el ermitaño va artigando en medio del bosque representa un espacio enclavado entre el mundo de la cultura y una naturaleza salvaje. Precisamente en la época de Chrétien esta técnica de desbrozamiento por el fuego, a la que alude en varios pasajes de la novela, conocía su momento de mayor intensidad[29]. Fue el motor de muchos cambios en el siglo XII, no sólo a nivel económico por la extensión de las tierras cultivables sino que supuso una modificación de las actitudes psicológicas, una evolución hacia una mentalidad que busca provecho y ganancia. No deja de ser significativo el paralelismo entre la reintegración de Yvain, cazador salvaje, y el trabajo del ermitaño desbrozando las malezas de una naturaleza inculta.
Del mismo bosque adonde Yvain se ha adentrado arquero furioso, saldrá el caballero liberador de doncellas y defensor de causas justas, pero para que esta metamorfosis acontezca falta el encuentro del héroe con el personaje cuya compañía no le abandonará ya, sino que llegará a ser blasón y signo emblemático del caballero, su alter ego en las proezas caballerescas: el león que le dará fama y nombre.
Está claro que el bosque, la locura de Yvain, el encuentro del caballero con el león y su posterior transformación en parangón de las virtudes caballerescas, son motivos muy próximos, tanto en la narración como en la urdimbre de símbolos que van tejiendo. Pero existe además entre el carácter del animal y el lugar donde lo sitúa Chrétien una perfecta adecuación, como era preceptivo según las reglas teóricas y la simbología propia de tratados como los bestiarios. Todos los detalles de la narración convergen para hacer resaltar una misma virtud, la mansedumbre, aun cuando más allá de la alegoría acaso pudiera subyacer una significación más profunda. En efecto, el león no surge de la espesura del bosque sino de un espacio clareado, es decir, de una de aquellas tierras que van desbrozando con fuego ermitaños y villanos. Y además no sale de esta amansada selva una fiera sino un animal domesticado. Los pasajes en que el escritor describe al león husmeando la pista, morro al viento, como un perro braco, dándose la, vuelta y parándose dócilmente, para esperar antes de cobrarse la pieza a que le siga su amo, o mirando a aquél comerse el cervatillo que acaba de cazar para él, a la paciente espera de los últimos huesos, son otras tantas ilustraciones del amansamiento de sus instintos salvajes. Refrena el animal esta ley de naturaleza, a la que alude el propio Chrétien (v. 3147), y que le haría lanzarse sobre cualquier presa, para constituirse en proveedor de carne cruda, papel análogo al de Yvain cazador en anterior episodio, y para poner su crueldad al servicio de su señor cuando aquél se encuentre en peligro.
No cabe duda de que los cuadros del caballero con su león resultan de un intimismo enternecedor, pero de ahí a pretender que este animal representa el ideal femenino del canónigo de Troyes, jugando en esa novela el mismo papel que la Enida del Erec, al atesorar toda la dulzura de la que carece Laudina, tirana cruel y caprichosa, hay un gran paso, franqueado por un crítico al que no seguiremos[30]. Porque efectivamente existe un límite a las extrapolaciones sobre literatura medieval: los modelos retóricos ya aludidos. Aquí resulta evidente que este león, emblema de nobleza y constante devoción, sale derecho de la tradición aristotélica y de la bíblica, del anónimo Fisiólogo que recoge a ambas, amén de fábulas y apólogos, donde nace esta consonantia entre hombre y animal, encaminada a esbozar, de manera tan intrincada en el bestiario de los capiteles, a la vez una tipología del carácter y un comentario alegórico de la doctrina eclesiástica. En efecto, estos rasgos atribuidos a ciertos animales vuelven a encontrarse idénticos en todas las ficciones y descansan sobre unos esquemas apuntados por Aristóteles en su Tratado sobre la Fisonomía, según el cual las cualidades propias de los animales se expresan en la forma de sus órganos y la observación de los mismos y su comparación con los del hombre tienen un valor paradigmático, estableciéndose una tipología que nutre la literatura y el arte medieval, algo enrarecida a veces por las definiciones que sirven de glosa a los dogmas cristianos y tan pronto equiparan un animal con un significado o con otro. Así figura esta hominización del león con los mismos rasgos en La General Estoria de Alfonso X el Sabio (Libro XX, caps. 10 y 11), donde cita varios ejemplos de «la su mansedumbre», comentando cómo: «Otra guisa los leones non son engannosos nin sabidores de nemiga, como otras animalias hay».
Pero lo más interesante es el paralelismo que existe entre la mansedumbre del animal y la domesticación de la naturaleza. Volvamos al fuego de la artiga: se podría objetar que aquella llama es bíblica, y que aquel león enredado por una serpiente que le abrasa la cola sale de la visión de Ezequiel, tal el apocalíptico monstruo tetramorfo envuelto en fuego, una de cuyas cabezas es la de un león. Ciertamente Chrétien habrá pagado tributo a este cliché retórico, pero al mismo tiempo le añade una notación realista —procedimiento estilístico típico de este autor— aludiendo a una artiga. Si intentáramos imaginar qué significarían aquellas llamas para el hombre medieval, acaso nos encontraríamos con las dos claves: las zarzas ardientes de la Biblia, pero también el fuego pionero de los artigadores quemando el bosque para extender los cultivos alrededor de las abadías[31].
Al resumir las observaciones anteriores hay que preguntarse qué función desempeñan en la aventura motivos como el bosque, con su senda recta entre las malezas, sus espacios clareados por el fuego, la fuente tormentosa y apacible, u otros a los que no se ha podido aludir. Todos se pueden ordenar según dos principios. Unos pertenecen al campo de lo mágico, fantástico y hostil, donde está permitido ver un reflejo de la nueva realidad extraña al universo caballeresco. Frente a aquel mundo inquietante, la vía recta del orden jurídico, moldeado según el ordo divinis de la caballería celestial al que sirve el caballero artúrico. Entre ambos, unas zonas intermedias, limen entre nuevo y antiguo mundo, donde el caballero encuentra la ayuda y alianza de personajes como el villano, el ermitaño y el león.
Tras significativos encuentros en el bosque de Brocelandia, el que abandonó el castillo de su Dama como Yvain ya es el Caballero del León, redentor de cautivas que cumple su papel liberador con proezas singulares, pero al servicio de un orden colectivo. Triunfará de oscuras fuerzas, encarnadas por seres demoniacos y gigantes animalescos, combatientes que no respetan el código de la caballería, y por una serie de pasos difíciles, elementos fantásticos omnipresentes en la novela, especialmente en el Castillo de la Pésima Ventura, que asumen la función obstaculizadora propia de todos los relatos de bajadas a zonas infernales, a aquellos reinos sin retorno de donde sólo vuelve el elegido[32].
Retomando la interpretación sociológica apuntada en el prólogo, todos estos agentes maléficos serían reflejo de aquellas nuevas fuerzas sociales, ajenas a los valores caballerescos, pues lo que en la realidad histórica posee carácter insoluble u hostil reaparece en la ficción bajo el aspecto de sortilegio u obstáculo[33]. Así dos escenas antagónicas, yuxtapuestas en la narración, el taller de las hilanderas condenadas a la maldición del trabajo y el vergel idílico donde, reclinados en paños de seda, escuchan unos señores la lectura de una novela, representarían la división del espacio cortés en dos reinos, a semejanza del dualismo de la filosofía medieval, el antimundo de los poderes extraños y hostiles y el afortunado círculo de la corte artúrica.
A este nivel de significación, el final de la novela, es decir, la reconciliación del caballero con su Dama y la fusión de las dos identidades del mismo personaje, simbolizaría el feliz término de una búsqueda y la armonía entre ambos universos lograda por Yvain, ya Caballero del León.
Marie-José Lemarchand
Bilbao, enero de 1984