El pacto
Nadie abrió la boca hasta que Júpiter cogió el revólver de Demetrieff y registró al general Kaluk, arrebatándole la pistola automática y silenciosa de Farrier y otra más pequeña, pero asimismo mortífera.
—Cierra las armas con llave en la despensa, y tráeme la llave —dijo el alfarero.
Así lo hizo Júpiter. El alfarero se escondió la llave en un bolsillo oculto de su vestimenta, y entonces apoyó su cuerpo un poco contra un armario de pared.
En aquel momento Eloisa Dobson empezó a sollozar.
—Venga, querida, ahora ya ha terminado todo —dijo el alfarero—. Yo he estado vigilando a estos pillos todo el tiempo. Nunca hubiera consentido que te tocaran un solo cabello.
La señora Dobson se levantó y se acercó a su padre, que entregó su arma a Júpiter, y la abrazó.
—Ya lo sé, ya lo sé —le dijo. Y se echó a reír, apartándola a ella un poco, de modo que no tuviera más remedio que ver su cabellera, su barba, y la vestidura que llevaba, sucia y descolorida—. Sí, ya sé que te causa extrañeza, ¿verdad? Nadie tiene un padre como Alejandro Potter.
La señora Dobson primero asintió con la cabeza, luego dijo que no, y por fin prorrumpió en llanto.
El general Kaluk dijo unas palabras en aquel sonoro y extraño lenguaje que Júpiter y Bob oyeron en Hilltop House.
—Por favor, le ruego que hable en inglés —le dijo el alfarero—. Hace tantos años que no oigo mi lengua materna que casi no la entiendo.
—Asombroso —exclamó el general.
—¿Y quién es ése? —dijo el alfarero, señalando al infeliz señor Farrier, que todavía se encontraba sentado en la silla, sujetándose la muñeca herida.
—Es un tipo que no tiene importancia alguna —dijo el general—. Un vulgar ladrón.
—Su apellido es Farrier, abuelo —dijo Tom—. Júpiter cree que es la persona que ha estado tratando de asustarnos y alejarnos de la casa.
—¿Alejaros a vosotros? ¿Cómo?
—En tres ocasiones distintas —dijo Júpiter—, han aparecido huellas flameantes en la casa. Aún puede usted ver tres huellas cerca de la despensa y dos cerca de la puerta de la bodega. Otro grupo hay además en la escalera.
—Hola, hola —dijo el alfarero—. ¿Huellas flameantes? Ya veo que usted ha realizado su trabajo, señor Farrier, y que se ha aprendido todo lo referente a los fantasmas de nuestra familia. Júpiter, ¿por qué está herido este hombre?
—El general Kaluk le disparó —dijo Júpiter.
—Ya entiendo. Entonces, si mal no he comprendido, este individuo ha ido entrando en la casa, tratando dé asustar a mi familia.
—Eso usted nunca lo podrá demostrar —dijo refunfuñando Farrier.
—Ya tiene sus llaves de repuesto —dijo Júpiter.
—Creo que debemos llamar al comisario Reynolds —manifestó el alfarero—. Mi querida Eloisa, yo no tenía idea. Estaba tan preocupado para que Kaluk no te hiciera daño alguno que olvidé dejarte una vigilancia adecuada en mi propia casa.
El general miró al alfarero con cierto temor.
—¿He comprendido bien, Alexis, cuando ha dicho usted que me ha estado vigilando?
—Sí, yo lo he estado vigilando a usted, y usted ha estado vigilando a mi hija.
—¿Le puedo preguntar, viejo amigo, dónde ha estado usted estos tres días?
—Hay un desván en el garaje de Hilltop House —dijo el alfarero con toda naturalidad—. Las puertas del garaje están cerradas con llave, pero hay una ventana en el lado norte.
—Ya comprendo —dijo el general—. Temo que me voy descuidando en mi vejez.
—Muchísimo —dijo el alfarero—. Y ahora, Júpiter, llamemos al comisario Reynolds y que se lleve a esta gente de mi casa.
—Un momento, Alexis —dijo el general—. Está la cuestión de unas joyas que fueron arrebatadas a sus legítimos dueños hace muchos años.
—Los legítimos dueños son los Azimov —le replicó el alfarero—. Y mi obligación es salvaguardar esas joyas.
—Los dueños legítimos son los habitantes de Lapathia —dijo el general—. Los Azimov se fueron.
—¡Mientes! —dijo con energía el alfarero—. Nicolás no murió en el palacio de Madanhoff, porque huimos juntos y nos reunimos en América. Así lo acordamos. Yo disponía de un medio para enviarle un mensaje cuando conviniera, y he estado esperando.
—¡Pobre Alexis! —dijo el general—. Usted ha estado esperando toda una vida, y para nada. Nicolás no llegó ni a la estación del ferrocarril. Fue reconocido. —El general se puso la mano en un bolsillo interior y sacó una fotografía, que entregó al alfarero.
Éste se quedó mirándola por un momento y luego dijo al general de Lapathia:
—¡Asesino!
El general recogió la fotografía.
—No fue cosa mía —le dijo al alfarero—. Su alteza era amigo mío, ¿se acuerda?
—¿Y así se sirve usted de los amigos? —le preguntó el alfarero.
—No se le podía ayudar —dijo el general—. Debe haber una razón en ello, que no sabemos. Los Azimov comenzaron con sangre y acabaron con sangre. Lo cierto es, Alexis, que terminaron. ¿Y usted, qué? Se ha pasado toda una vida esperando. Esperando tras unas puertas cerradas. Ocultándose tras una barba y la túnica propia de una persona excéntrica. Viviendo sin su familia, porque supongo que no ha visto crecer a su hija, ¿verdad?
El alfarero reconoció esta verdad con un movimiento de su cabeza.
—Por una corona —dijo el general—. Todo esto lo ha hecho usted por una corona que nadie puede ceñirse.
—¿Qué quiere usted, pues? —preguntó por fin el alfarero.
—Quisiera llevármela conmigo a Madanhoff —dijo el general—. Y allí la pondremos en el Museo Nacional. Allí es donde debe estar, y allí la quiere ver el pueblo. Eso es lo que los generales prometieron hace tiempo.
—Esa promesa fue una burla —exclamó el alfarero.
—Lo sé, lo sé. Yo mismo no lo aprobé, pero Lubaski insistió y, una vez iniciadas las gestiones, teníamos que continuar con ellas. Cualquier otra cosa hubiera sacudido la confianza del pueblo.
—¡Embusteros! —dijo Alexis, en cólera—. ¡Asesinos! ¿Cómo se atreve usted a hablar de confianza del pueblo?
—Yo ya soy viejo, Alexis —le dijo el general—, y usted también. Y el pueblo de Lapathia es feliz, se lo aseguro, es feliz. ¿Querían mucho a los Azimov? Ahora ya han desaparecido. ¿Qué conseguirá usted si se me niega? ¿Va a convertirse en un ladrón? No puedo creerlo. Usted tiene la corona. Usted juró que siempre la tendría. Por eso he venido. Démela, Alexis, y volvámonos a separar como amigos.
—¡Amigos nunca! —dijo el alfarero.
—En ese caso, pues, no nos vayamos siendo enemigos —le suplicó el general—. Consideremos qué será lo mejor para todos. Y olvidemos el precio que ambos hemos tenido que pagar.
El alfarero permanecía callado.
—Usted no la puede reclamar para sí —le dijo el general—. Alexis, no hay elección posible. No puede ir a otro sitio más que a Madanhoff. Y piense cuáles serían las consecuencias que usted tendría que sufrir si se supiera que está en su poder. ¿Y qué consecuencia tendría para Lapathia? No lo sé, pero me las imagino: desconfianzas, recelos, tal vez una revolución. ¿Desearía otra revolución, Alexis?
El alfarero se estremeció.
—Muy bien, voy a dársela.
—¿La tiene ahora aquí? —preguntó el general Kaluk.
—Sí, está aquí, escondida —dijo el alfarero—. Espere un momento.
—Señor Potter —dijo Júpiter.
—¿Qué, muchacho?
—¿Se la traigo yo? —preguntó Júpiter—. Está metida en; el jarrón, ¿verdad?
—Eres un muchacho muy listo, Júpiter. Sí, está en el jarrón. ¿Quieres traerla?
Jupe salió de la cocina y tardó escasamente un minuto, pero durante ese tiempo nadie habló una sola palabra. Júpiter regresó llevando en las manos un paquete voluminoso. Telas y más telas envolvían un objeto que Júpiter dejó encima de la mesa.
—Ya puedes abrirlo —dijo el alfarero.
El general Kaluk demostró con un movimiento de cabeza que estaba de acuerdo.
—Estoy seguro que eres curioso —comentó.
Júpiter fue quitando envoltorios de tela que iba dejando aparte doblados, hasta que al fin, a la vista de todos, encima de la mesa, apareció una espléndida corona de oro y lapislázuli, rematada por un gran rubí, con un águila de color rojo que parecía dar gritos con aquellos dos picos esmaltados.
—La corona imperial de Lapathia —exclamó Bob.
—Pero yo creía que estaba en el museo de Madanhoff —dijo Pete.
El general se puso en pie y miró aquella magnífica joya, casi con reverencia.
—La que hay en Madanhoff es una copia —dijo—. Es una copia muy buena, aunque en su realización no se contó con la ayuda de un Kerenov. Supongo que hubo unos cuantos expertos, como este… como este Farrier… que tal vez dedujeron la verdad, pero el secreto se ha mantenido bien. La corona se muestra siempre bajo la protección de un grueso cristal y unas barras. Nadie puede observarla de cerca. Ni tampoco se le permitió a ningún fotógrafo sacar una copia para incluirla en algún libro ilustrado.
El general empezó a envolver de nuevo la corona.
—El secreto se mantendrá —dijo—, pero la corona que habrá en Madanhoff será la auténtica.
—¿Cómo puede estar usted tan seguro de que se guardará el secreto? —dijo el insolente Farrier—. Aquí hay algunas personas que pueden atestiguar.
—¿Y quién le creería a usted? —respondió el general—. Puede decir cuanto quiera.
El general cogió la corona y tendió la mano al alfarero, que se apartó sin hacer caso.
—Muy bien, Alexis —dijo el general—. Tal vez no nos encontremos ya más. Le deseo mucha suerte.
Y el general salió, seguido por el señor Demetrieff, una persona delgada y siempre seria.
—Júpiter —dijo el alfarero—, creo que ahora puedes avisar ya a la policía.