Los otros observadores
Los Dobson y Los Tres Investigadores se acomodaron lo mejor que pudieron en los peldaños de la escalera de la bodega y oían cómo arriba el falso pescador registraba la casa.
Se abrieron los cajones de la cocina; se oyeron los portazos de las puertas de los armarios. Los pasos se encaminaron a la despensa y los botes y latas caían al suelo. Las paredes eran golpeadas.
Luego oyeron que Farrier salía de la cocina y se dirigía al despacho de la casa. Se oyó un ruido fuerte y como de algo que es arrancado y luego un golpe seco que hizo que les cayera encima algo de polvo del techo.
—Ha tropezado con el archivador —dijo Pete.
La antigua mesa del despacho fue arrastrada, y las vigas de madera que sostenían el techo crujieron. En seguida se volvieron a oír los ruidos característicos de paredes que se golpean.
—¿La policía encontró la biblioteca secreta? —preguntó Júpiter a Tom.
—No, no la encontraron.
—Veo, muchachos, que me habéis estado ocultando cosas —dijo la señora Dobson—. ¿Qué biblioteca secreta?
—No es nada, mamá —dijo Tom—. Sólo unos montones de periódicos antiguos detrás de esa placa con un águila, que hay en tu habitación.
—¿Y cuál es la razón para que una persona esconda un montón de periódicos? —preguntó la señora Dobson.
—Para proporcionar a alguien que se meta a registrar, la ocasión de encontrar algo —dijo Júpiter.
En aquel momento se oyó como un estrépito arriba.
—¡Dios mío! —dijo la señora Dobson—. Debe haber sido ese jarrón grande que hay en el vestíbulo.
—Una lástima —dijo Júpiter.
Las pisadas de Farrier cruzaron el vestíbulo y se oyeron ahora en la escalera.
—Él debe haber sido el que hacía que aparecieran todas esas huellas flameantes —exclamó la señora Dobson de repente.
—Sin duda alguna —afirmó Júpiter—. Pues él tenía las llaves y podía entrar y salir a su gusto. Además se hubiera servido de la puerta de atrás, estoy seguro, si la de delante hubiera estado asegurada con cerrojo.
—Y las pisadas… —dijo Tom.
Júpiter levantó la mano al instante y dijo:
—Escuchad.
Todos permanecieron callados. Al cabo de un poco susurró Tom:
—No oigo nada.
—Alguien se ha llegado hasta el portal de atrás —dijo Júpiter—. Ha intentado abrir la puerta y ha retrocedido de nuevo.
—¡Ay, Dios mío! —dijo Eloisa Dobson—. Chillemos.
—No, por favor, señora Dobson —dijo Bob con toda sensatez—. Como usted sabe, no está solo ese granuja de Farrier. Están también esos dos tipos siniestros de Hilltop House.
—¿Los dos husmeadores? —preguntó la señora Dobson.
—Me temo que tengan intenciones más siniestras que sólo atisbar —manifestó Júpiter—. Han alquilado Hilltop House por una razón evidente, y es porque desde allí se domina esta casa.
Júpiter hizo un gesto indicando silencio. Se oían pasos en el vestíbulo.
—Farrier se ha olvidado de cerrar con llave la puerta de delante —susurró Pete.
—Esto se está poniendo más interesante —Júpiter subió la escalera hasta la misma puerta de entrada a la bodega, y allí pegó el oído a la puerta. Muy confusamente pudo oír un murmullo de voces. Y levantó dos dedos, indicando que había otras dos personas más arriba, que también deseaban registrar.
Los dos hombres recorrieron el vestíbulo, llegando casi hasta la cocina y luego retrocedieron. Los pasos se oyeron después en la escalera. Luego se oyó un grito y un estampido.
—Eso ha sido un disparo —exclamó Júpiter.
Ya no se oyeron más disparos, sino un jaleo de voces que llegaban confusas a los oídos de todos los que estaban encerrados y esperando acontecimientos en la bodega. Más pisadas de nuevo en la escalera. Alguien dio un tropezón. Luego entraron en la cocina y se percibió cómo arrastraban una silla.
—Usted se va a estar quieto ahí sentado sin moverse —dijo la voz del general Kaluk.
Júpiter se apartó un escalón o dos de la puerta de la bodega.
La puerta se abrió y dejó ver la corpulenta figura del general de Lapathia.
—¡Hola! —dijo el general—. MI joven amigo Jones. Y también tú, Andrews. Suban todos, por favor.
Los Tres Investigadores y los Dobson subieron hasta la cocina. La luz estaba encendida, y la señora Dobson se quedó con la boca abierta de pasmo al ver al apuesto pescador Farrier, sentado en una silla, apretándose con un pañuelo la muñeca derecha. Unas salpicaduras de sangre manchaban aquella elegante chaqueta.
—Le molesta ver sangre, ¿verdad, señora? —preguntó el general Kaluk—. No se asuste. Ese hombre no está herido de importancia. —Y le acercó una silla a la señora Dobson, indicándole que hiciera el favor de sentarse—. No me gusta la violencia, a no ser que sea necesaria —añadió—. Sólo disparé a este intruso para evitar que él hiciera lo mismo conmigo.
La señora Dobson se sentó.
—Creo que deberíamos llamar a la policía —gimió con voz temblorosa—. Hay una cabina en la carretera. Tom, ¿por qué no vas…?
El general Kaluk le ordenó que se callara con un gesto de la mano, y mientras el joven Demetrieff se situó delante de la puerta de la cocina, con un arma en la mano, un revólver que convencía a cualquiera.
—Creo, señora, que podemos prescindir de esta persona, ya que carece de importancia —dijo el general Kaluk, moviendo la cabeza con gesto de indicar al infeliz Farrier—. No estaba sabedor de que se encontraba por estos parajes, pues de lo contrario hubiera tomado las medidas necesarias para que no le estorbase.
—Sus palabras suenan como si se trataran de viejos amigos —dijo en un arranque de sinceridad Júpiter—. ¿O más bien debo decir viejos enemigos?
El general soltó una breve carcajada fingida.
—¿Enemigos? Este tipo no tiene la suficiente categoría como para ser un enemigo. Se trata de un criminal, de un vulgar criminal. ¡Un ladrón! —El general se acercó una silla y se sentó—. Como usted puede ver, señora, mi obligación es estar enterado de estas cosas. Entre las obligaciones que tengo en Lapathia, una es supervisar la policía nacional. Este individuo tiene abierto un expediente. Usa diferentes apellidos —Smith, Farrier, Taliaferro—, pero siempre se trata de la misma persona. Suele robar joyas. Y usted estará de acuerdo, señora, en que eso no está bien que digamos. ¿Está usted de acuerdo?
—¡Horrible! —dijo Eloisa Dobson al instante—. Pero… pero en esta casa no hay joyas. ¿Qué hacía él… bueno, por qué está usted aquí?
—Desde nuestra terraza hemos estado observando, señora, que esta persona malvada tal vez se estaba interfiriendo en sus asuntos y en los de mis jóvenes amigos, y por eso, naturalmente, hemos venido a ayudarles.
—Oh, gracias —exclamó la señora Dobson, y se levantó de la silla—. Muchas gracias de nuevo. Ahora podemos ya llamar a la policía y…
—Todo a su debido tiempo, señora. Haga el favor de sentarse otra vez.
La señora Dobson obedeció.
—Me he olvidado de presentarme —dijo el general—. Soy Klaus Kaluk. ¿Y usted, señora?
—Me llamo Eloisa Dobson; la señora Thomas Dobson. Y éste es mi hijo Tom.
—¿Y es usted amiga de Alexis Kerenov?
La señora Dobson movió la cabeza en ademán de negar.
—Nunca he oído hablar de esa persona.
—Se llama el señor Potter —aclaró el general Kaluk.
—Desde luego, la señora Dobson es amiga del señor Potter —intervino Júpiter con presteza—. De Midvest. Ya se lo dije a usted.
El general miró con el ceño a Júpiter.
—Deja que sea la misma señora Dobson quien conteste, por favor —le ordenó. Y se volvió a dirigir a la señora Dobson—. ¿Es usted amiga del hombre conocido aquí como el alfarero?
Eloisa Dobson miró en torno suyo. Tenía el aspecto de un aprendiz de nadador que de repente se ve metido en agua que llega a cubrirle.
—Sí —dijo con voz apenas perceptible, y se puso colorada.
—Creo que la señora no me está diciendo toda la verdad —el general Kaluk se sonrió—. Recuerde, por favor, que soy persona experta en esta clase de juego. Ahora, tal vez la señora quiera decirme cómo se ha relacionado con el hombre conocido como el señor Potter.
—Pues bien —dijo la señora Dobson—, por… por carta; ¿comprende?, nos escribíamos y…
—El alfarero tiene montado un gran negocio de venta por correo —añadió Pete en seguida.
—Sí sí —continuó Bob—. Y el alfarero le enviaba a la señora Dobson objetos de cerámica por correo; ella le escribía, y unas cosas traen otras, y…
—¡Callen ya! —gritó el general—. Vaya tontería. ¿Suponen que me lo voy a creer? ¿De modo que esta señora le escribe a un hombre ya anciano que se dedica a fabricar objetos de cerámica, y lo que se escriben es tan interesante que ella viene a este pequeño pueblo y se sitúa en su casa, precisamente el mismo día que él desaparece? ¡No, no estoy tonto!
—¡No grite! —exclamó la señora Dobson; pero ella también gritaba—. Se ve que está usted nervioso por entrometerse en esto. Y a mí no me importa nada, aunque este Farrier haya robado la corona real de Inglaterra. Lo que necesitamos es un médico que le atienda. Está sangrando, y ya llega al suelo la sangre.
El general dirigió una mirada hacia Farrier y las dos manchas de sangre que se veían en el suelo.
—La señora tiene un corazón muy tierno —dijo—. Ya nos ocuparemos de Farrier cuando sea el momento. Ahora, usted me va a decir cómo entabló relación con el señor Potter.
—Bueno, pues yo no creo que sea cosa que atañe a su maldito negocio —gritó la señora Dobson—. Pero si desea saberlo…
—Señora Dobson, yo no quisiera… —le suplicó Júpiter.
—¡Es mi padre! —terminó diciendo con tono de orgullo la señora Dobson—. Es mi padre, ésta es su casa, y usted no tiene nada que hacer aquí. Y no se atreva a…
El general echó la cabeza hacia atrás y se rio a carcajada limpia.
—No creo que resulte tan gracioso —le atajó la señora Dobson.
—Pues sí que lo es, sí —replicó el general, que miró al joven que iba con él y permanecía de pie junto a la puerta— Demetrieff, tenemos un auténtico botín. Tenemos a la hija de Alexis Kerenov.
El general se inclinó hacia la señora Dobson.
—Ahora usted me va a decir una cosa que quiero saber. Luego ya podremos atender al señor Farrier, que tanto le preocupa.
—¿Qué es lo que desea saber? —preguntó la señora Dobson.
—Existe cierta posesión, una cosa de gran valor, que pertenece a mi pueblo —dijo el general—. ¿Sabe a lo que me refiero?
Eloisa Dobson movió la cabeza indicando que no.
—Ella no lo sabe —dijo Júpiter en seguida—. Ella no sabe nada, nada sobre Lapathia, nada en absoluto.
—¡Contén tu lengua! —atajó el general—. Señora Dobson, estoy esperando.
—No lo sé —dijo Eloisa—. Júpiter tiene razón. Ya no sé nada. Nunca he oído hablar de ese Alexis Kerenov. Mi padre se llama Alejandro Potter.
—¿Y él no le confió el secreto? —preguntó el general.
—¿El secreto? ¿Qué secreto? —exclamó Eloisa Dobson.
—¡Es ridículo! —rugió el general—. Él debe habérselo dicho. Era su obligación. Y usted me lo va a decir ahora, venga.
—Pero si yo no sé nada —exclamó la señora Dobson.
—¡Demetrieff! —gritó el general, que había perdido ya el control—. Ella ha de hablar.
Demetrieff se acercó a la señora Dobson.
—¡Oiga! —gritó Tom—. ¡No toque a mi madre!
Demetrieff apartó bruscamente a Tom.
—Todos a la bodega —ordenó el general Kaluk—. Todos menos esta obstinada mujer.
—¡No, usted no lo hará! —gritó Pete. Él y Bob se abalanzaron sobre aquel hombre, Pete con la Intención de arrebatarle el arma, y Bob se dirigió en hábil maniobra a sus piernas.
Demetrieff cayó al suelo lanzando un fuerte quejido, y el revólver se disparó hacia el techo, sin alcanzar a nadie.
Ese disparo fue seguido de un segundo estampido como de un trueno. La puerta de detrás saltó de un disparo y quedó abierta, y tras ella apareció el alfarero, con un arma de fuego antigua y algo mohosa.
—¡No se mueva nadie! —gritó el alfarero.
Júpiter se quedó petrificado donde estaba, entre la puerta de la bodega y la silla donde se encontraba el general Kaluk. El general permaneció inmóvil y Pete y Bob siguieron tumbados en el suelo, encima de Demetrieff.
—¡Abuelo! —exclamó Tom.
—Hola, Tom —dijo el alfarero—. Eloisa, hija mía, siento haya ocurrido todo esto.
El general Kaluk trató de levantarse. El arma que tenía en la mano el alfarero apuntó inmediatamente en dirección suya.
—No se mueva, Kaluk —dijo el alfarero—. Hay otra bala dentro, y me causaría una gran satisfacción tener que incrustársela en su cabeza.
El general se volvió a sentar.
—Júpiter, hijo mío —dijo el alfarero—. ¿Quieres hacer el favor de recoger todas las armas? La del amigo del general, que está en el suelo, por supuesto, y estoy seguro además de que el general tiene alguna escondida. El general siempre ha sido aficionado a las armas.
—Sí, señor Potter —dijo Júpiter—. Bueno, quiero decir, señor Kerenov.