La trampa tendida
Eran ya más de las siete, cuando los Tres Investigadores llegaron a la casa del alfarero. Pete llamó a la puerta y Júpiter dio unas voces para que le reconocieran.
Tom Dobson abrió.
—Llegáis a tiempo —les dijo—. Entrad.
Los muchachos siguieron a Tom hasta la cocina, donde encontraron a la señora Dobson sentada en una silla y contemplando dos llamas verdes que apenas oscilaban ya y se iban apagando en el linóleo, cerca de la puerta de la bodega.
—Como veis —les dijo, sin demostrar estar impresionada—, estas cosas acaban por no afectarle a uno en lo más mínimo.
—¿Dónde se encontraba usted cuando empezaron a verse? —le preguntó Júpiter.
—Arriba —dijo la señora Dobson—. Se oyó una especie de chasquido y Tom bajó a ver qué pasaba. Ahí estaban esas huellas tan divertidas, en número superior a las que todavía habéis contemplado.
—¿Queréis registrar la casa? —les dijo Tom—. Yo iba a hacerlo cuando habéis llamado.
—Dudo que podamos descubrir algo nuevo —le respondió Júpiter.
—Además que ya la hemos registrado —agregó Pete—. Y lo mismo han hecho los hombres del comisario Reynolds.
—¿Ha tenido usted por casualidad alguna noticia del comisario? —preguntó Júpiter.
—Ni una palabra —respondió Eloisa Dobson.
—Señora Dobson —empezó Júpiter, yendo directamente a la finalidad de su visita—, creemos que usted debería abandonar esta casa, y cuanto antes mejor.
—¡No la abandonaré! —contestó la señora Dobson—. He venido a ver a mi padre, y no me moveré de aquí hasta que lo vea.
—La posada «Seabreeze» no está lejos —le insinuó Bob con toda delicadeza.
—La tía Mathilda se alegraría de tenerla en su casa unos días —le indicó Júpiter.
—Usted no tiene que irse de Rocky Beach, sino solamente salir de esta casa —dijo Pete.
La señora Dobson miró fijamente a los tres.
—¿Qué es lo que estáis tramando? —preguntó.
—¿A usted no se le ha ocurrido pensar que alguien está tratando de asustarla para que abandone esta casa? —le preguntó Júpiter.
—Naturalmente que lo he pensado. Y quisiera ser la persona más ingeniosa del mundo para que no me ocurriera eso. Bien, eso a mí ya no me asusta tan fácilmente.
—Es que nosotros creemos que la persona que hace que esas pisadas aparezcan ardiendo no es simplemente un chantajista —dijo Júpiter—. Quienquiera que sea, sabe muchas cosas sobre su padre y sobre la historia de su familia. Sabe mucho más que usted, aun cuando no puede sospechar qué poco le han contado a usted. Nuestra suposición es que quiere tener campo libre. Quiere registrar esta casa sin que nadie le estorbe, y nosotros le proponemos que le dé esa oportunidad. Váyase, por favor, ahora que todavía es de día. Déle una oportunidad para que vea que efectivamente usted se va. Y quédese en Rocky Beach, Pete, Bob y yo observaremos qué pasa en cuanto usted se haya ido.
—¡No es eso lo que os proponéis! —exclamó la señora Dobson.
—Sí, es así, créanos —dijo Júpiter.
—Lo que vosotros queréis es que yo me vaya y que dejemos que ese tipo estrafalario que anda rondando por la casa haciendo que aparezcan esas huellas flameantes, entre a sus anchas y lo destroce todo.
—Creo que es la única manera de que podamos descubrir la finalidad que se oculta tras todo esto; la desaparición de su padre, el registro de la casa el día que usted llegó, las huellas flameantes, en fin, todo.
Eloisa Dobson frunció el ceño y dirigió la mirada a Júpiter.
—El comisario Reynolds me habló de ti —explicó—. Y también de ti, Bob, y de Pete. Me dijo, si mal no recuerdo, que vuestro talento para resolver dificultades y problemas sólo lo supera vuestra habilidad en imaginaros cosas.
—Un cumplimiento un poco confuso —comentó Júpiter.
—Conforme —dijo la señora Dobson, poniéndose en pie—. Tom y yo vamos a recoger las cosas y nos vamos, cuanto antes. Así os podéis esconder donde sea y vigiláis la casa. Y quiero que antes me acompañéis parte del trayecto. Incluso podemos dejar la puerta abierta para que ese tipo, quienquiera que sea, pueda entrar fácilmente. Aunque creo que no ha tenido dificultad alguna en hacerlo hasta ahora, siempre que ha querido. Pero a no ser que ese sujeto esté verdaderamente interesado por la cerámica, no sé qué espera encontrar. No hay absolutamente nada.
—Tal vez no sea así —dijo Júpiter—. Ya veremos.
—Bueno, una cosa —dijo la señora Dobson—. Me gustaría saber cuál es ese gran secreto, tan enigmático, que hay oculto respecto al árbol genealógico de la familia de mi padre.
—Señora Dobson, realmente ahora no disponemos de tiempo para explicárselo —le contestó Júpiter—. Dentro de media hora estará ya oscuro. Por favor, dese prisa y váyase cuanto antes.
—Conforme. Pero aún hay otra cosa.
—¿De qué se trata? —preguntó Júpiter.
—En el momento en que Tom y yo lleguemos a la ciudad me iré directamente a la comisaría e informaré al comisario Reynolds de todo lo que habéis planeado —les advirtió la señora Dobson—. Si se os presenta alguna situación difícil vais a necesitar ayuda.
Los Tres Investigadores permanecieron callados un momento. Al cabo dijo Júpiter:
—Puede que ésa sea una excelente idea.
—Oye, Júpiter. Creo que lo echaremos todo a perder si la Policía viene tocando la sirena del coche —manifestó Pete.
—Estoy seguro de que la señora Dobson persuadirá al comisario para que no vengan haciendo sonar la sirena —dijo Júpiter—. Vamos a ir con usted parte del camino hasta Rocky Beach con las bicicletas. Cuando usted haya perdido de vista la casa, nosotros nos detendremos, esconderemos las bicicletas entre la maleza junto a la carretera y volveremos aquí. Los matorrales de la colina están ahora lo suficientemente crecidos para que nadie nos pueda ver, ni desde la carretera ni desde Hilltop House. Dígale al comisario Reynolds que estaremos observando detrás del seto de adelfas que hay a espaldas de la casa.
—Bueno, ¿nos vamos ya? —suplicó Bob. Su tono de voz quería dejar traslucir la urgencia del caso—. Se está haciendo de noche.
—Vamos, Tom —dijo la señora Dobson. Los dos subieron las escaleras a toda prisa, y los Tres Investigadores, que se quedaron en la cocina esperando, pudieron oír que los cajones se abrían y se cerraban, lo mismo que las puertas de los armarios, y que las maletas se dejaban caer en el suelo.
A los tres o cuatro minutos bajaba ya la escalera la señora Dobson, con una maleta pequeña y un estuche de aseo en las manos. Le seguía Tom con dos grandes maletas.
—Esto es un récord de velocidad —dijo Júpiter satisfecho—. ¿Lo tienen todo, cepillos de dientes, etc.?
—Sí, todo —dijo la señora Dobson—. Pero cuando lo saque todo ya verás qué enorme lío de cosas hay en las maletas.
—Todo eso se puede solucionar más tarde —dijo Júpiter, que tomó la maleta a la señora Dobson. Pete cargó con una de las que llevaba Tom. Júpiter lanzó una mirada en torno suyo y dijo:
—Vamos.
Cruzaron el vestíbulo y se encaminaron hacia la puerta. Al pasar por delante del despacho, la señora Dobson vaciló un momento, y dijo:
—¡Esperad! Tom, ve y coge la caja.
—¿Qué caja? —preguntó Pete.
—Estuve revolviendo los papeles y las cosas de mi padre —dijo la señora Dobson, con un tono de voz algo retador—. No es que me metiera donde no me importa, ¿comprendéis?, pero quería averiguar cosas, y me encontré con una caja y algunos efectos personales dentro. No es nada importante. Una foto de mis padres el día de su boda, un montón de cartas de mi madre y algunas mías, y… Júpiter, no quiero que nadie sepa nada más sobre esto.
—Lo comprendo, señora Dobson —dijo Júpiter, mientras recogía Tom la otra maleta. Ésta entró en el despacho y sacó con una caja de cartón de unos treinta centímetros.
—Creo que mi abuelo se lo guardaba todo.
Pete abrió la puerta y fueron saliendo todos, de uno en uno, encaminándose hacia el coche de la señora Dobson que estaba aparcado junto al cuarto trastero que había en el jardín de la entrada de la casa. Júpiter, levantando la voz, dijo:
—Siento que hay decidido abandonar la casa, señora Dobson.
—¿Qué? —respondió ella.
—Simule que está asustada —le susurró Júpiter.
—Ya, ya —le respondió. Entonces, casi chillando, dijo—: Júpiter, si crees que me voy a estar aquí mientras alguien trata de prender fuego a la casa, estás completamente equivocado.
Y la señora Dobson dejó el estuche de aseo en el suelo, junto a su coche, y abrió el portamaletas.
—Por lo que a mí respecta —dijo también en voz alta, para que todos pudieran oírle—, preferiría no haber tenido padre, y haber nacido huérfana de él.
Con muchos bríos fue dejando las maletas en el porta-maletas, mientras continuaba diciendo:
—Y si nunca más vuelvo a ver Rocky Beach o esta casa, tanto mejor para mí. Tom, dame esa caja.
Tom entregó la caja que contenía antiguas cartas a su madre, y ésta la iba a dejar en el coche. De repente:
—Aguántela, no la deje —dijo una voz que salía de detrás del cuarto trastero del alfarero.
Los Tres Investigadores y los Dobson se volvieron. Allí, a la luz mortecina y dorada del crepúsculo, pudieron ver al apuesto pescador, con un revólver en la mano.
—¡Todo el mundo quieto! —dijo Farrier—. Que no se mueva nadie y nada le pasará.
El pescador apuntó el arma a Eloisa Dobson.
—Creo —dijo Pete—, que algo nos ha fallado en nuestros cálculos.
—¡Dame la caja! —ordenó Farrier—. O mejor todavía, ábrela y vacíala en el suelo.
—Sólo contiene cartas antiguas que le escribían a mi abuelo —dijo Tom.
—Ábrela —gritó Farrier—. Quiero verlo.
—No discutas con este hombre —le aconsejó Júpiter.
Tom lanzó un suspiro, sacó la caja del portamaletas, la abrió y volviéndola dejó caer su contenido en el suelo. Un montón de sobres cayó al suelo.
—¡Estaba llena de sobres! —exclamó el pescador. Y su tono de voz denotaba realmente sorpresa.
—¿Qué esperaba usted encontrar, una diadema de brillantes? —le preguntó Tom.
Aquel hombre dio un paso hacia delante.
—¿Qué…? —empezó a decir, y de repente se detuvo—. ¡Las maletas! —ordenó—. Entradlas otra vez en la casa; creo que son demasiado pequeñas, pero ya lo veremos ahora detenidamente.
Eloisa Dobson se agachó y recogió las cartas, que volvió a poner dentro de la caja, mientras los muchachos sacaban las maletas del coche descapotable. Acto seguido los Dobson y los Tres Investigadores marcharon en fila de nuevo hacia la casa, seguidos por el señor Farrier, que les seguía apuntando con el arma.
En el vestíbulo, los muchachos fueron obligados a vaciar las maletas en el suelo, y eso encolerizó todavía más a la señora Dobson. También tuvieron que abrir la maleta de Tom, que el señor Farrier inspeccionó a sus anchas, una vez vaciada en el suelo.
—Así que ustedes no lo encontraron —dijo Farrier al fin—. Yo estaba seguro de ello, cuando vi esa caja de cartón…
—¿Encontrar qué?, por todos los santos —preguntó la señora Dobson.
—¡No lo sabe usted? —dijo Farrier, y su voz se cambió en un tono muy lisonjero.
—No, en realidad usted no lo sabe. Vale más así. De hecho, mi querida y encantadora señora Dobson, es como si usted no lo hubiera encontrado. Bueno, y ahora todo el mundo abajo, a la bodega.
—¡No bajaré! —exclamó la señora Dobson.
—Sí, señora Dobson, usted bajará —le dijo Farrier—. Yo ya he registrado la bodega. Las paredes están hechas de ladrillo macizo y el piso de cemento, y todo está intacto desde hace décadas, así que será un lugar magnífico para que todos estén allí quietos hasta que yo termine mi trabajo. Como verán, no hay ventanales en esa bodega.
—Fue usted, pues, quien registró la casa el sábado pasado —dijo en tono acusador Júpiter.
—Desgraciadamente no tuve tiempo de terminar —dijo Farrier—. En esa ocasión sólo encontré una cosa muy valiosa. —Y Farrier sacó un manojo de llaves de su bolsillo.
—Las llaves del alfarero —dijo Júpiter.
—Supongo que son el duplicado —dijo sonriendo burlonamente Farrier—. Tuvo mucho juicio al dejarlas en el despacho. Bueno, todo el mundo abajo, vamos.
Los Dobson y los Tres Investigadores pasaron por la cocina y bajaron a la bodega. La señora Dobson, de paso, encendió la luz que alumbraba la escalera de bajada, y descendió asimismo a aquel lugar desmantelado y con las paredes de ladrillo.
—Espero que no esté demasiado incómoda ahí —dijo Farrier desde lo alto de la escalera—. No se preocupe; siempre habrá alguien que les echará en falta a no tardar y vendrán a buscarles.
Y diciendo esto, el pescador cerró la puerta de la bodega. Se oyó cerrar con llave y luego sacarla de la cerradura. Además se corrió el cerrojo.
—No me gusta que mi abuelo haya estado siempre tan preocupado en cuestiones de cerraduras y cerrojos —dijo lamentándose el joven Tom.
—No sé, no sé —dijo Júpiter, sentándose en los peldaños de la escalera y dirigiendo la mirada en torno suyo—. Desde luego no es el sitio ideal para pasar largos períodos de tiempo, pero es mucho más cómodo que permanecer atados. Estoy seguro de que nuestra sospecha era correcta, y que el hombre que se apellida Farrier registrará ahora la casa de arriba abajo. Esa caja de cartón con las cartas, es lo que ha hecho que llegáramos a esta situación. Cuando él la vio creyó que habíamos encontrado lo que él busca. Nuestra trampa ha sido bien preparada.
—Sí, desde luego —dijo Pete en tono amargo—. Sólo que en esta ocasión los cazados hemos sido nosotros mismos.