Júpiter concibe un plan
Pete había terminado de cortar el césped y se estaba preparando un refresco cuando sonó el teléfono.
—¿Pete? —le dijo Júpiter—, ¿puedes venir al cuartel general en cuanto acabes de cenar?
—Sí, pero con tal de que no vaya a durar toda la noche —respondió Pete—. Mi madre no me lo va a permitir dos veces seguidas.
—No vamos a estar toda la noche —le prometió Júpiter—. Tengo noticias nuevas e interesantes que puede que sean de utilidad para nuestro cliente. Ya he dejado un mensaje para Bob, y tal vez cuando éste regrese de la biblioteca tenga asimismo una información valiosa para todos.
—Ojalá que así sea —le dijo Pete.
Las esperanzas de Júpiter estaban bien fundadas. Cuando Bob apareció en el cuartel general aquella noche se tambaleaba bajo el peso de dos voluminosos libros con trozos de papel intercalados entre sus páginas, como señales previamente colocadas.
—Un diccionario del idioma de Lapathia —explicó Bob con cierto orgullo—. Es lapathiano-inglés. No os creeréis lo que me ha costado de conseguir. Tuvimos que hacer un préstamo especial a la biblioteca principal de Los Angeles. Mi padre me trajo los libros a casa, al volver del trabajo. El segundo es la historia completa de Lapathia.
—¡Magnífico! —exclamó Pete.
—¿Has podido descifrar el documento que encontramos en casa del alfarero? —le preguntó Júpiter.
—Casi todo; y el resto lo podemos deducir —dijo Bob—. Gracias a Dios, el idioma de Lapathia no es como el ruso, sino que usa el alfabeto normal. Pero creo que si tuviera que traducir de otro tipo de escritura, me resultaría imposible.
—¿Qué clase de documento es? —preguntó Júpiter.
Bob sacó el pergamino doblado de entre las páginas del diccionario y lo puso encima de la mesa y al lado de éste una hoja de papel en la que había estado traduciendo, a lápiz, con muchos tachones y añadidos, el mensaje que contenía el documento.
—Poco más o menos dice así: «Sepa todo el mundo que en este día, 25 de agosto del año 1920, Alexis Kerenov, habiendo alcanzado la mayoría de edad y habiendo jurado fidelidad a su monarca, es nombrado duque de Malenbad, y que a su cuidado y conciencia se confían la corona y el cetro de Lapathia, para que los guarde con su vida contra todos los enemigos, para tranquilidad del monarca».
Júpiter y Pete escuchaban con atención.
—Eso es todo —dijo Bob levantando la vista—. Luego viene el sello con el águila y una firma ilegible. La gente suele ser chapucera en cuanto a firmas.
—Y cuanto más importantes son, más todavía —confirmó Júpiter—. ¿Puede ser Azimov?
—Puede ser cualquier cosa —dijo Bob encogiéndose de hombros—. Probablemente es Azimov, o alguna variante, porque la familia Kerenov resultó ser un gran puntal en Lapathia. Boris Kerenov no se esfumó y desapareció, sino que fue rondando y resultó ser de mucha utilidad.
Bob abrió el segundo libro que había traído, por la página previamente señalada con un papel.
—Este libro tiene un índice —aclaró con satisfacción—, así que no necesitamos ir de aquí para allá. Boris Kerenov, que fabricó la corona para el viejo duque Federico, y más tarde le aconsejó cuando éste decidió proclamarse rey. Ayudó al nuevo monarca en el trazado de las calles en torno al castillo de Madanhoff, y vigiló todas las cosas que se tuvieron que llevar a cabo para la ampliación del castillo. Dispuso que los reyes utilizasen cetros, y por eso diseñó e hizo el cetro de los Azimov. Federico se mostró agradecido a su debido tiempo y le nombró duque de Malenbad. Malenbad, por una de esas extrañas coincidencias, fue el ducado que gobernó antaño Iván «el Terrible».
—Espera un momento —le interrumpió Pete—. Vamos a seguir la pista de los hechos desde aquí. Iván «el Terrible». ¿No fue ése el individuo que se sublevó contra el duque Federico y no le quiso jurar lealtad? Y de resultas de ello fue muerto.
—Y su cabeza fue clavada en un palo en el castillo de Madanhoff. Éste es, pues. Kerenov consiguió el rubí de Iván para la corona imperial, y además los bienes de éste pasaron a ser de su propiedad, consiguiendo ser nombrado además duque y custodio de las joyas reales, cosa muy razonable ya que era su artífice, y de esa forma se hizo muy rico, y los Kerenov mantuvieron esa situación desde aquel día. Este libro está lleno de hechos de los Kerenov. Todos los primogénitos fueron duques de Malenbad y además custodios de la corona y el cetro.
Bob pasó a otra página del libro.
—Los Kerenov interesan casi más que los Azimov —prosiguió—. Durante un tiempo vivieron en el viejo castillo de Iván en Malenbad, pero desde hace unos 300 años abandonaron el castillo y se trasladaron a la capital, a Madanhoff, y creo que desearéis saber el motivo.
—¿Por qué nos ha de interesar saberlo? —preguntó Júpiter.
—Porque es tan oportuno que casi no puedo creerlo —dijo Bob—. Parece ser que había ciertas dificultades en Malenbad. Una de las hijas de Kerenov, llamada Olga, fue acusada de practicar la brujería.
—¿No era eso falso? —preguntó Pete—. Quiero decir, si no hubiera sido peligroso acusar a la hija del duque de ser una bruja.
—No tan falso como puedas creer —aclaró Bob—. Era uno de esos casos de histerismo, parecido a la supuesta brujería de Salem, y todo el mundo acusaba al prójimo. La muchacha había tenido la mala fortuna de caer en desgracia con su padre porque quería casarse con el posadero de la ciudad, y su padre no lo aprobaba. Además, él mismo se acusó. Fue amenazado de muerte y tuvo que llamar a los Azimov, que entonces gobernaban, para que vinieran en su defensa. Por eso su hija fue quemada en la hoguera.
—¡Vaya triunfo! —exclamó Pete.
—¿Quemada? —Júpiter dijo con especial atención—. ¿Y entonces los Kerenov dejaron el castillo de Malenbad?
—Sí. Como ves, después que fue quemada, la joven, o también podríamos decir su espíritu, continuó visitando el castillo, vagando por él y dejando…
—¡Huellas flameantes! —exclamó Júpiter.
—¡Exacto! —dijo Bob—. Por eso el castillo se abandonó, y ahora se encuentra en ruinas, y los Kerenov se establecieron en la capital hasta la revolución de la que tenemos noticias, alrededor del año 1925, en la que desaparecieron. Ya no hay otra mención de ellos en todo el libro.
Los Tres Investigadores permanecieron sentados en silencio por unos momentos, tratando de asimilar toda esa Información.
—Yo me atrevería a lanzar una suposición, basada en muy buenos informes, por cierto, gracias a Bob, sobre cuál es el verdadero nombre y apellido del señor Alejandro Potter —dijo Júpiter por fin.
—Si es que deduces que se trata de Alexis Kerenov, opino lo mismo que tú —confirmó Bob.
—Pero Tom decía que era un apellido muy largo, y que tenía muchas «ces» y «zetas» —replicó Pete.
—Sin duda alguna, no utilizaba su verdadero apellido cuando conoció a la abuela de Tom —contestó Júpiter—. Y recuerda su descripción.
—¿Olía así como a arcilla mojada? —preguntó Pete.
—Sí. Era muy nervioso; además tenía tres cerraduras en cada puerta. Hasta el día de hoy, cree mucho en las cerraduras. El alfarero es un hombre que guarda un secreto, y además que trataba de enviar un mensaje.
—¿Cuál? —preguntó Bob.
Júpiter les refirió brevemente su aventura de aquella tarde. Les contó cómo había logrado registrar la habitación del apuesto pescador; les dijo cómo había visto el arma, y también los periódicos con el mismo anuncio en los tres, en un diario de Nueva York, en «Los Ángeles Times» y en el «Chicago Tribune». Y todos publicados en el mismo día, el 21 de abril. Todos suplicando a Nicolás que escribiera a un tal Alexis, a un apartado de Correos de Rocky Beach.
—¿Nicolás? —repitió Bob.
—¿Tienes en el índice algún Nicolás que nos pueda servir de ayuda? —preguntó Pete.
—Nicolás era el nombre del hijo mayor de Guillermo IV de Lapathia —dijo Bob, que volvió unas cuantas páginas más del libro y pasó el volumen a todos, para que pudieran ver la última fotografía tomada de la familia real de Lapathia. Efectivamente, allí estaba su majestad Guillermo IV, su extravagante esposa, y cuatro hijos, en fila, desde el joven más alto, que estaba de pie, detrás del monarca, hasta un niño que tendría unos diez años—. El que está de pie, detrás del rey, es el gran duque Nicolás —señaló Bob.
—Y Guillermo IV fue el que cayó por el balcón —añadió Júpiter—. De acuerdo con el relato que figura en la enciclopedia, la reina tomó veneno. ¿Qué le ocurrió a Nicolás?
—Se dice que se ahorcó.
—¿Y los otros hijos?
—Los dos de enmedio también se ahorcaron, según refirieron los generales que se adueñaron del poder. Y el pequeño sufrió un accidente en la bañera, se cayó y se ahogó.
—¡Hum! —Júpiter se pellizcó el labio con los dedos.
—Vamos a suponer por un momento que el gran duque Nicolás no se ahorcó. ¿Qué edad tendría hoy?
—Por encima de los setenta —dijo Bob.
—¿Cuántos años creéis que tiene el alfarero?
—Pues poco más o menos esa misma edad. Jupe, ¿no creerás que el alfarero puede ser en realidad el gran duque, verdad?
—No, desde luego que no. Yo creo que es Alexis Kerenov, que se esfumó el mismo día que se aniquiló a la familia Azimov. Y a propósito, ¿qué día ocurrió eso?
Bob consultó el libro.
—El 21 de abril de 1925.
—Y el 21 de abril de este año, alguien llamado Alexis, que sospechamos que es el alfarero, publicó un anuncio en los periódicos de poblaciones muy distantes del país, suplicando a un tal llamado Nicolás que se comunicara con él por escrito. Parece que esos anuncios han atraído al señor Farrier, que en realidad no es pescador, a Rocky Beach. Él no puede ser Nicolás Azimov, porque es demasiado joven para serlo.
—Tal vez los mismos anuncios han atraído aquí a esos dos sujetos desde Lapathia —dijo Bob—. A propósito, hay una pequeña información sobre el general Kaluk, que se encontraba presente cuando la matanza, y ha sido uno de los generales que han gobernado Lapathia desde entonces. Hay una fotografía suya en la página 433.
Jupe volvió las páginas hasta encontrarla.
—La inscripción al pie de la foto indica que el general tenía 23 años cuando se tomó, el año 1926 —dijo—. No ha cambiado mucho, pues tampoco entonces tenía pelo. Pero lo que quisiera saber es si realmente es calvo o se afeita la cabeza. Ello sería un nuevo medio de impedir aparentar la edad que tiene. Si una persona se afeita la cabeza y las cejas, nunca mostrará las canas.
—O debe tener un trabajo poco pesado para evitar encorvarse poco a poco —argumentó Pete.
—El general, ciertamente no se ha encorvado por los años —dijo Júpiter—. Debe tener la misma edad que el gran duque Nicolás, si es que todavía vive, y que el alfarero. Con todo, no creo que haya sido el anuncio lo que le ha hecho venir aquí, a Rocky Beach, sino que fue la foto publicada en «Westways». Demetrieff reside en realidad en Los Ángeles, ya que la Cámara de Comercio de Lapathia tiene allí una agencia. Recordad que Kaluk dijo que el alfarero había aparecido en nuestros periódicos. Las únicas noticias que tengo es que «Westways» es el único periódico que ha publicado una fotografía del alfarero. Demetrieff pudo haberla visto, y haber reparado en el medallón, y por eso informó a sus superiores de Lapathia.
—Y por eso vino el general.
—Sí. Una persona muy desagradable. Sin embargo, todas estas suposiciones no aportan ninguna ayuda eficaz en favor de nuestro cliente Tom. Lo que se deduce claramente es que alguien que conoce la historia de la familia de los Kerenov y el cuento de las huellas flameantes en el castillo encantado, está tratando de asustar a la señora Dobson y a su hijo, para alejarlos de la casa. Sólo puede haber una razón para ello: la creencia de que la casa encierra algo de valor. Ahora bien, la señora Dobson no sabe nada de los Kerenov, y tiene un carácter muy tenaz, y por eso se niega a salir de allí. Si pudiéramos persuadir a la señora Dobson y a Tom para que abandonaran la casa y volvieran a la posada, o incluso se fueran a Los Ángeles, tal vez fuéramos testigos de algunos hechos más significativos que las huellas flameantes.
—Algo así como preparar una trampa —dijo Pete.
—Sí, excepto que en ese caso, la trampa puede estar vacía. La señora Dobson y Tom no pueden continuar en la casa. Los dos hombres que hay en Hilltop House no se han movido para nada desde que ella llegó, y el hombre que se llama Farrier no ha hecho otra cosa de provecho más que tratar de tomar café con la señora Dobson. Y por supuesto, el alfarero continúa entre las personas desaparecidas.
—Por eso hemos de conseguir que la señora Dobson se yaya y luego observaremos qué pasa —intervino Pete.
—Exacto. Y tendremos que ir con mucho cuidado.
—Te habrás de mostrar muy persuasivo —concluyó Pete—. Hay ocasiones en que la señora Dobson me recuerda a tu tía Mathilda.