La biblioteca secreta
Júpiter se despertó en la cama de Tom y oyó un ruido especial de cacharros y de abrir y cerrar armarios, que procedía de la cocina de abajo. Bostezó sin hacer mucho ruido, se volvió y miró el reloj. Pasaban ya de las siete.
—¿Ya estás despierto? —preguntaba Bob Andrews, que estaba mirando desde la puerta.
—Sí, ya estoy.
Y Júpiter se levantó con cierta pereza.
—La señora Dobson está furiosa —le comunicó Bob—. Está abajo preparando el desayuno.
—Eso está bien. Yo ya desayunaría. ¿Por qué está tan furiosa? Anoche no quería más que marcharse a casa.
—Pero esta mañana no. Esta mañana está dispuesta a revolver, si es preciso, toda la población de Rocky Beach. Es estupendo ver cómo un buen sueño hace cambiar a las personas. Ven abajo y te divertirás un poco. Me recuerda en cierta manera a tu tía Mathilda, cuando saca su genio característico.
Júpiter, sonriendo, entró en el cuarto de baño, se echó un poco de agua a la cara, se puso los zapatos, que era todo lo que se había molestado en quitarse la noche anterior, y bajó con Bob a la cocina.
Pete y Tom estaban ya allí sentados, viendo cómo la señora Dobson manejaba las cazuelas y los huevos. Estaba exteriorizando su opinión respecto al alfarero, la casa, las huellas flameantes y la ingratitud de un padre que había desaparecido cuando su única hija se había tomado la molestia de emprender un viaje tan largo, en auto conducido por ella misma, y teniendo que atravesar casi todo el país por verle.
—Y no creáis que voy a consentir que él se salga con la suya —decía la señora Dobson—. No. Voy a ir al puesto de policía esta mañana y a denunciar su desaparición, y así tendrán que buscarlo.
—¿Le reportará eso alguna ventaja, señora Dobson? —le preguntó Júpiter—. Si su padre se ha ausentado porque así lo quiere, resultará difícil procurar…
—No quiero que continúe más tiempo ausente —le interrumpió la señora Dobson, mientras ponía una fuente con huevos fritos y tocino encima de la mesa—. Yo soy su hija; él es mi padre, y sería mejor que se acostumbrara a serlo de veras. Y vuestro jefe de policía, haría bien en preocuparse un poco más por las huellas. Eso debe ser un crimen.
—Yo diría que un intento de incendio —replicó Bob.
—Llámalo como quieras. Eso ha de cesar de una vez. Venga, muchachos, a comer. Yo me voy a la ciudad.
—Pero si no has desayunado —le indicó Tom.
—¿Y quién puede tener ganas? —replicó su madre—. Comed vosotros primero. Volveré enseguida.
Echó mano al bolso, que había dejado encima de la nevera, buscó las llaves del coche y dando largos pasos cruzó la puerta. Unos segundos más tarde, los muchachos oyeron que se ponía en marcha el coche azul descapotable.
—Mi madre ha experimentado un gran cambio —dijo Tom un poco apurado.
—Los huevos están buenos —dijo Júpiter, que se había servido y estaba comiendo de pie, apoyado en la puerta—. Creo que lo mejor sería que arremetiéramos con los platos antes de que vuelva.
—Tus años de convivencia con tía Mathilda te han proporcionado un profundo conocimiento de la psicología —afirmó Bob.
—Es muy justificado, desde luego, el enfado que demuestra tener tu madre con tu abuelo —dijo Júpiter a Tom—. Sin embargo, no creo que él quiera ofenderla, pues nunca ha sentido deseos de injuriar a nadie. Es persona amante de la soledad, pero muy atenta, en mi opinión.
Júpiter puso su plato en la pila de fregar y recordó de nuevo a aquellos hombres que iban en el «Cadillac» y su breve charla con el alfarero. Y se imaginaba asimismo al alfarero de pie en el camino del «Patio Salvaje», sosteniendo el medallón con la mano.
—El águila bicéfala —dijo Júpiter—. Tom, tú dijiste que a veces tu abuelo te enviaba cosas hechas por él. ¿Te ha enviado en alguna ocasión algo que tuviera un águila con dos cabezas?
Tom se quedó pensativo un poco y luego movió la cabeza con gesto negativo.
—A mi madre le gustan los pájaros y el abuelo le enviaba cosas con grabados de pájaros la mayoría de las veces, pero siempre pájaros corrientes, como petirrojos y azulejos. No cosas raras como hay en esa placa de arriba.
—Pero él llevaba el águila grabada en el medallón —comentó Júpiter—, y la empleaba cuando diseñó esa placa, y se trata de una placa para una habitación que, da la casualidad, estaba vacía. Bueno, ¿y por qué se tomaría la molestia de hacer una cosa tan enorme como ésa, para situarla en una habitación vacía?
Júpiter se limpió las manos con una servilleta de papel y se encaminó hacia la escalera. Los otros muchachos inmediatamente dieron fin al desayuno y le siguieron.
Todos entraron en la habitación ocupada por la señora Dobson.
Aquella águila roja les miraba con fiereza desde lo alto de la pared.
Júpiter observó los bordes de la placa.
—Parece que se ha fijado después de hecha, ahí en la pared —señaló.
Tom salió rápido hacia su habitación y volvió con una lima para las uñas.
—Prueba con esto —le dijo.
Júpiter hurgó los bordes de la placa de cerámica.
—No; no hay que intentarlo más arriba, pues creo que el alfarero debe haber enlucido de nuevo la pared por encima de la chimenea, y aplicó la pieza directamente al yeso antes de endurecerse.
Júpiter se echó un poco hacia atrás y levantó la vista fijándose en aquel llamativo pájaro.
—Eso debe haber sido un buen entretenimiento. Es una pieza muy ancha.
—Todo el mundo ha de tener su entretenimiento —comentó Tom.
—Espera, espera —dijo Júpiter—. No está toda moldeada en una sola pieza. Necesitamos algo para subir encima y verlo de más cerca.
Pete se lanzó escalera abajo y subió con una de las sillas de la cocina. Júpiter se subió encima y así pudo tocar la cabeza derecha del águila.
—Ese ojo no es igual que el otro. Parece haber sido moldeado aparte.
Júpiter presionó con el dedo la porcelana blanca de que estaba hecho el ojo, y cedió. Los muchachos oyeron un ruido muy débil, y la pared entera que había encima de la cornisa de la chimenea se movió lentamente.
—Una puerta secreta —explicó Júpiter—. En cierto modo, esto parece indicar algo.
Y se bajó de la silla, cogió la moldura que contorneaba el panel de la pared y empujó. El panel giró sobre unas bisagras bien engrasadas.
Los muchachos se apretujaron para observar un pequeño departamento que tendría unos veinte centímetros de profundidad. Había cuatro estantes entre la cornisa y el techo, y estaban repletos de papeles amontonados. Júpiter cogió uno y lo sacó.
—¡Vaya! Son únicamente números atrasados del «Register and Tribune» de Belleview —exclamó Tom. Le quitó el periódico a Júpiter y le echó un vistazo—. Es el que lleva el relato referente a mí.
—¿Y cuál es la noticia? —preguntó Bob.
—Pues que gané en un certamen literario.
Júpiter había desdoblado otro periódico, pero éste mucho más viejo.
—Éste tiene el anuncio de la boda de tu madre —informó.
En ellos se leían otros muchos relatos o noticias, sobre el nacimiento de Tom, y sobre la muerte de su abuela. También una amplia información sobre la apertura de los almacenes Dobson Hardware, y otra sobre el discurso que el padre de Tom pronunció el «Día del Veterano». Todos los acontecimientos de los Dobson se habían publicado, y el alfarero tenía guardados todos los ejemplares que los anunciaban.
—Una biblioteca secreta —dijo Pete—, y tú y tu madre erais los grandes secretos.
—Esta seguridad hace que uno se sienta más estimado —celebró el joven Tom.
—El alfarero es más callado de lo que se pueda pensar —dijo Júpiter—. Nadie conocía tu existencia. Muy extraño. Y lo que resulta todavía más extraño es que no hay nada sobre el alfarero en esta biblioteca secreta.
—¿Cómo podía haberlo, si a él no le gusta que aparezca su nombre en los periódicos? —preguntó Pete—. No hay nada que pueda yo recordar.
—Es cierto. Y aquellos dos hombres que estaban en Hilltop House dijeron ayer que en los periódicos se habían publicado reseñas y noticias sobre su talento artístico. Y cuando de tales cosas se ocupan en la prensa, lo lógico es que uno guarde los ejemplares correspondientes, ¿verdad?
—Cierto es —afirmó Bob.
—De lo que podemos deducir una de esas dos cosas —continuó Júpiter—. O que el alfarero no siente esa vanidad propia tan natural, o que no se han publicado tales reseñas en los periódicos, excepto la fotografía difundida en el «Westways», de la que el alfarero no tenía noticia alguna hasta el sábado; y ciertamente no se alegró al verla.
—¿Y qué significa todo eso? —preguntó Tom.
—Quiero decir que el alfarero quería mantener su existencia en secreto, y que lo último a que podía aspirar en el mundo era al aplauso. Tal vez tuviera sus buenas razones. Tom, no sabemos por qué, pero anoche nos enteramos de que los dos hombres que han alquilado Hilltop House están enormemente interesados en tu abuelo. Y ellos han aparecido en Rocky Beach casi dos meses después de que el «Westways» difundiese la fotografía de tu abuelo. ¿Te sugiere esto algo?
—Únicamente que mi abuelo puede haber sido golpeado. Pero ¿por qué?
—¿Sabes algo de Lapathia? —le preguntó Júpiter.
—Nunca he oído hablar de ello. ¿Qué es?
—Es una nación, una pequeña nación europea, en la que ocurrió un asesinato político hace muchos años.
Tom se encogió de hombros.
—Bueno, pero según mi abuela decía que mi abuelo era de Ucrania —dijo.
—¿Has oído mencionar alguna vez el apellido Azimov? —le preguntó Júpiter.
—Nunca.
—¿No pudo haber sido ese apellido de tu abuelo antes de que lo cambiase por el de Potter?
—No; su apellido era muy largo, muy largo. Tú no lo hubieras podido pronunciar.
Júpiter estaba de pie, y pellizcándose el labio con los dedos.
—Sí que organizó un buen jaleo, total para esconder un montón de periódicos viejos —dijo Tom—. Lo podía haber resuelto mucho más fácilmente, si es que todo eso es tan importante, con haberlos metido en un archivador junto con facturas y notas viejas, como ocurre en «The purloined letter», de Edgar Allan Poe.
—Eso hubiera sido mucho más sensato —dijo Pete señalando la placa—. Una cosa así en una habitación vacía es natural que llame la atención, si es eso lo que uno busca.
—Pero él no pretendía eso —dijo Júpiter—. Era lo último del mundo que podía desear, llamar la atención.
Júpiter se agachó para examinar la chimenea por debajo de la cornisa. No tenía mancha alguna. Era obvio que nadie había encendido fuego nunca. Se arrodilló y echó un vistazo por dentro detenidamente.
—No hay chimenea —exclamó—. La chimenea que se ve por fuera es simulada.
—Probablemente el alfarero en persona se la construyó —dedujo Bob.
—En ese caso, ¿para qué es esa pequeña trampa de ahí? —interrogó Júpiter, y levantó una plaquita de metal que había colocada en el suelo de la chimenea—. Si se trata de una chimenea de veras, siempre hay una placa para poder sacar la ceniza. ¿Por qué razón poner una en una chimenea simulada, donde nunca ha de haber ceniza que sacar?
Júpiter metió la mano en la abertura que había en el suelo hecho de ladrillos, de la chimenea. Tocó el papel.
—Aquí hay algo. Un sobre —exclamó sacándolo y dejando caer de nuevo la trampa.
Era un sobre de papel de Manila, precintado con cera roja.
—La biblioteca secreta que hay detrás de la placa creo que es un reclamo —concluyó Júpiter, y levantó en alto el sobre—. Creo que el auténtico secreto está aquí. Bueno, Tom, ¿qué hacemos ahora? Esto pertenece a tu abuelo, que ha desaparecido, y tú eres nuestro cliente. ¿Qué hemos de hacer?
—Lo abrimos —dijo Tom sin vacilar un instante.
—Esperaba que dijeras eso —susurró Bob.
Júpiter sacó una hoja de pergamino que tenía tres dobleces, y lo desenvolvió con sumo cuidado.
—Bueno, ¿qué es? —preguntó Tom.
—No lo sé —Júpiter frunció el entrecejo—. Una especie de certificado. También parece que sea un diploma o un título, pero de tamaño muy pequeño.
Los muchachos se acercaron a Júpiter y observaron el papel.
—¿En qué clase de idioma está escrito? —preguntó Pete, extrañado.
—Que me maten si lo entiendo —contestó Bob—. Nunca había visto cosa semejante en mi vida.
Júpiter se acercó a la ventana, y observó atentamente aquel documento manuscrito.
—Sólo puedo reconocer dos cosas —dijo al cabo de un momento—. Una es el sello que hay debajo, y que reproduce algo que nos es muy conocido: el águila bicéfala. La otra es un apellido. Kerenov. Alguien en un tiempo determinado concedió un honor a un tal Alexis Kerenov. ¿Has oído alguna vez ese nombre, Tom?
—No —dijo Tom—. No puede ser el de mi abuelo, pues, como ya os he dicho, su apellido era en verdad muy largo.
—Este apellido te recuerda algo, ¿verdad, Bob? —dijo Júpiter.
—Claro que sí —respondió Bob—. Kerenov era el artífice que labró la corona para el viejo Federico Azimov.
—¿Federico Azimov? ¿Quién es? —y Tom miraba asombrado a ambos muchachos.
—Fue el primer rey de Lapathia, que vivió hace unos cuatrocientos años —le dijo Júpiter.
—Pero ¿qué tiene eso que ver con mi abuelo? —preguntó Tom con la vista fija en los investigadores.
—No lo sabemos —contestó Júpiter—, pero estamos tratando de averiguarlo.