Hilltop House
Bob y Júpiter abandonaron el «Patio Salvaje» de los Jones por la puerta pirata roja y corrieron hacia un sendero que serpenteaba formando una serie de zig-zags hasta la cima de Coldwell Hill.
—Podríamos echar por el camino de en medio —dijo Bob, levantando la vista hacia la cima de la colina—. Si cogiéramos las bicicletas, podríamos llegar con ellas hasta la casa del alfarero, dejarlas allí, y seguir por el sendero hasta Hilltop House.
—Eso apenas si se diferenciaría de lo primero —dijo Júpiter—. No sabemos por qué esos hombres fueron a Hilltop House. Yo preferiría que nos acercáramos a la casa sin ser vistos. No es probable que estén vigilando el camino principal, pero nos distinguirían fácilmente si intentáramos subir por el sendero desde la carretera.
—Tienes razón —afirmó Bob. Y se volvió para mirar en dirección al mar. El sol ya había desaparecido tras una barrera de niebla que se escondía a distancia de la costa—. Estará completamente oscuro antes de que podamos volver aquí.
—No tendremos ninguna dificultad —dijo Júpiter—. La luna va a salir dentro de poco.
—¿Te has fijado en el almanaque? —preguntó Bob.
—Sí, desde luego.
—Qué tonto he sido al hacerte esa pregunta —dijo Bob, que empezaba a subir por el sendero. Júpiter le seguía más despacio, jadeante al hacerse cada vez más escarpado, y parándose de cuando en cuando para descansar. Pero al cabo de diez minutos de marcha, entrenado ya el cuerpo, ascendía con más facilidad—. Aquí está ya —exclamó—, por fin.
Bob, volviéndose y echando una mano a Júpiter para que subiera al camino principal que discurría ya por la cima de la colina, comentó:
—Desde aquí ya falta poco. Y todo el trayecto hasta Hilltop House es cuesta abajo.
Jupe se quedó parado un momento y dirigió la mirada hacia el norte, en la dirección del camino. Estaba ya casi oscuro del todo, y la luna todavía no había salido. Además, el camino, hecho de tierra, parecía como una cinta de color tostado que se prolongaba a lo largo de la cumbre de la colina. Los matorrales abundantes a ambos lados parecían negros y ofrecían un aspecto amenazador en aquel casi completo dominio de la oscuridad.
—¿Qué esperas encontrar esta noche? —preguntó Bob.
—Lo más probable, a aquellos dos extranjeros que se detuvieron en el «Patio Salvaje» —dijo Júpiter—. Suponemos que uno de ellos es el señor Demetrieff, de la Junta de Comercio de Lapathia. El otro puede ser cualquiera. Será interesante ver cómo se están divirtiendo en Hilltop House.
Júpiter empezó a andar y Bob apretó también el paso, caminando a su lado. La luna empezaba a aparecer tras las colinas, bañando con su luz plateada el camino y proyectando largas y negras sombras de los dos muchachos. Pocas palabras mediaron, y por fin la pesada y oscura mole de Hilltop House se ofreció a su vista, delante y a la izquierda. Las ventanas de los pisos altos estaban sin luz, pero en una de las habitaciones de la planta baja brillaba una luz tenue.
—Yo recorrí esa casa en una ocasión —dijo Bob—. Creo que la luz está en lo que era biblioteca.
—A las ventanas les vendría bien una limpieza, desde luego —dijo Júpiter—. La luz no parece que sea una bombilla eléctrica.
—No. Parece más una linterna o una lámpara de petróleo. Bien, dejémosles tranquilos por ahora; pues se instalaron ahí ayer sin ir más lejos.
Al lado del camino había un pequeño cauce de río que descendía desde lo alto de la colina, bordeando Hilltop House. Como era la época de estiaje, los muchachos se metieron en él y empezaron a andar con cuidado y en silencio, asegurando los pasos que daban por temor a pisar un guijarro suelto que les hiciera resbalar y tambalearse. Hubo un trecho en que casi tuvieron que arrastrarse, antes de que el curso del río doblara y discurriera junto al muro de contención que protegía el camino de coche hasta Hilltop House.
Júpiter se encaramó y subió por el muro de contención hasta un batiente del mismo que había en la parte trasera de la casa. Allí estaba el «Cadillac» aquel tan grande, fuera del garaje. Júpiter se acercó al coche y le dio la vuelta, vio que no tenía nada y prescindió de él.
Todas las ventanas que daban a esta parte estaban oscuras. Había una puerta con la mitad superior de cristal, pero estaba cerrada con llave.
—La cocina —afirmó Júpiter.
—Los cuartos de la servidumbre están arriba —indicó Bob.
—Apenas si han tenido tiempo de buscarse servidumbre —dijo Júpiter—. Mi plan es que vayamos directamente a la biblioteca.
—¡Jupe! No creo que estés pensando en entrar, ¿verdad? —susurró Bob, con una voz que denotaba horror.
—Creo que no —dijo Jupe—. Nos podría acarrear disgustos innecesarios. Podemos darle la vuelta a la casa y mirar por la ventana de la biblioteca.
—Conforme —dijo Bob—. Mientras estemos fuera, si vemos que las cosas se ponen mal podemos echar a correr como locos.
Júpiter no contestó a esto. Y empezó a dar la vuelta, empezando desde la puerta de la cocina. Había una acera embaldosada por la que se caminaba tranquilamente. Los matorrales que antaño habían adornado las paredes de la casa hacía tiempo que se habían secado por falta de cuidado y de agua.
Como Júpiter había indicado antes, efectivamente, las ventanas de la biblioteca necesitaban una buena limpieza. Los muchachos se agacharon y miraron al interior por encima del antepecho de la ventana y vieron, aunque un poco borroso, a los dos extranjeros que se habían detenido en el «Patio Salvaje» el día anterior. En aquella enorme habitación se habían colocado dos camas plegables. En los estantes que antaño habían tenido libros, ahora se veían botes de conservas, platos y servilletas de papel, todo amontonado sin orden ni concierto. La chimenea estaba encendida, y el hombre más joven, el que conducía el «Cadillac», estaba de rodillas delante de las llamas, tostándose una salchicha metida en una varilla de hierro. El otro hombre, el de edad indefinida y calvo, estaba sentado en una silla plegable junto a una mesa de juego. Parecía como que estuviera sentado en un restaurante esperando que le sirviera el camarero.
Bob y Jupe vieron cómo el más joven volvía las salchichas en aquel improvisado asador. Entonces el hombre calvo hizo un gesto de impaciencia, se levantó y se dirigió a una habitación oscura contigua a la biblioteca. Tardó unos minutos, y cuando regresó encontró ya el bocadillo preparado, que le había dispuesto el otro hombre, poniendo las salchichas en un panecillo que le sirvió a la mesa con un plato de papel.
Júpiter no pudo reprimir una sonrisita al ver la cara que puso el hombre calvo cuando se fijó en el bocadillo. Y recordó que la tía Mathilda hizo un gesto similar cuando un amigo danés le sirvió anguilas frías y huevos revueltos, en una cena en Rocky Beach.
Los muchachos se retiraron de la ventana y volvieron a la parte trasera de la casa.
—Ahora ya sabemos que están haciendo —dijo Bob apoyándose en el «Cadillac»—. Este paraje tiene un aspecto muy desaliñado y sucio; nunca había visto una cosa igual.
—Debe de haber algo más que no vemos —reflexionó Júpiter—. Nadie alquila una casa, aunque sea ya de edad, tan sólo para dormir en una cama plegable y asarse salchichas en la biblioteca. ¿Dónde ha ido ese hombre calvo cuando ha salido de la biblioteca?
—La sala de estar de la casa da a la parte del mar —dijo Bob.
—Y la terraza también —le recordó Júpiter—. Vamos de prisa.
Bob siguió a Júpiter hasta uno de los ángulos del edificio. La terraza estaba contigua al camino de coches y ocupaba toda la parte de delante. Tenía unos quince pies de ancha, era de cemento y estaba limitada por un banco de piedra de más de tres pies de alto.
—Algo hay colocado ahí —susurró Júpiter—. Un aparato apoyado en un trípode.
—¿Tal vez un telescopio? —preguntó Bob.
—Probablemente. ¡Escucha!
Una voz de hombre llegó hasta donde ellos estaban. Júpiter se pegó a la casa para poder observar mejor. El hombre más joven salió de la casa y cruzando la terraza bañada por la luz de la luna se dirigió hacia el aparato situado encima del trípode, miró por él y dijo algo en voz alta. Volvió a mirar y se rio, y en seguida hizo otra observación. Júpiter frunció el entrecejo. El tono de la frase era muy especial; casi como la música de una cancioncilla.
Entonces se oyó una segunda voz, más grave. Era una voz que sonaba a cansada. El hombre calvo salió a la terraza, se acercó al trípode y se agachó para observar. Pronunció dos o tres palabras, se encogió de hombros y se volvió adentro. El más joven le seguía apresuradamente y le iba hablando de forma precipitada.
—No es francés —dijo Júpiter en cuanto se fueron.
—Puede que alemán —dijo Bob, que lo había estudiado un año.
—Me gustaría saber cómo suena el lenguaje de Lapathia —manifestó Júpiter.
—Y yo quisiera saber qué están mirando —fue la respuesta de Bob.
—Eso, al menos, podemos averiguarlo —dijo Júpiter. Y acto seguido subió a la terraza y sin hacer ruido se dirigió rápido hacia el aparato montado en el trípode. Como Bob había supuesto, era un telescopio.
Júpiter se agachó, cuidando no tocar nada, y miró a través del catalejo.
Vio las ventanas de la parte posterior de la casa del alfarero. Los dormitorios estaban con las luces encendidas y pudo distinguir claramente a Pete sentado en una cama y hablando con el joven Tom. Entre los dos muchachos se veía un tablero de juego de damas. Tom se comió una de las damas de Pete, que hizo un gesto de disgusto y se puso a pensar qué jugada debía hacer. La señora Dobson entró en la habitación con una bandeja en las manos, con tres vasos. Algo de beber, dedujo Júpiter.
Se retiró del telescopio y volvió a donde estaba Bob.
—Ahora ya sabemos en qué se están divirtiendo —le informó—. Están espiando la casa del alfarero.
—Lo que tú te suponías —dijo Bob—. Salgamos de aquí, Jupe. Esas dos personas, desde un principio, me están dando muy mala espina.
—Sí. Y además que no hay nada más por el momento que nos interese saber —dijo Júpiter.
Los muchachos volvieron a pasar por donde estaba el «Cadillac» y se encaminaron hacia el muro de contención para bajar de nuevo al cauce del río.
—Creo que por aquí está más cerca —dijo Bob, atajando por un terreno que antes pudo muy bien haber sido un pedazo de huerta.
Al decir esto, de repente Bob dio un grito, levantó los brazos y cayó, desapareciendo de la vista.