Una tragedia real
Pasaban de las cinco de la tarde cuando Los Tres Investigadores se reunieron en el remolque que les servía de cuartel general. Júpiter les informó del traslado de los Dobson a la casa del alfarero y de las flameantes huellas que habían aparecido en la cocina.
—¡Vaya jaleo! —exclamó Pete—. Pero tú no creerás que el alfarero haya muerto y que haya vuelto para rondar la casa, ¿verdad?
—Eso es lo que a Hans se le ocurrió —dijo Júpiter—. Pero las huellas no estaban hechas por el alfarero, o por lo menos no eran sus huellas. Éste ha ido descalzo durante muchos años y, como cualquiera puede observar, los pies se ensanchan con el tiempo. Las huellas eran pequeñas; podríamos decir que pertenecían a un hombre bajito o a una mujer.
—¿De la señora Dobson, por ejemplo? —dijo Pete.
—No, ella nunca hubiera tenido tiempo de hacerlo —dijo Júpiter—. Pues bajó las escaleras sólo para recoger de la camioneta las provisiones, y yo salí tras ella inmediatamente. Ya volvía con ellas y estaba a punto de entrar en la cocina, cuando vio las llamas; y yo estaba detrás de ella. Además, ¿por qué tenía que hacer una cosa así? Y, ¿cómo pudo llevarla a cabo?
—¿Entonces los hombres de Hilltop House? —sugirió Pete.
—Es posible —dijo Júpiter—. Ellos bajaban a la playa precisamente cuando nosotros íbamos a entrar en la casa con los Dobson. No podemos asegurar que estuvieron en la playa. Pudieron haber estado dando vueltas por delante de la puerta, que estaba abierta, y haber grabado esas huellas que empezaron a arder de la forma que fuera, y tras ello, haberse escabullido para dirigirse a la playa de nuevo. Pete, ¿qué has podido averiguar respecto a Hilltop House?
Pete sacó una libretita de su bolsillo.
—El señor Holtzer nunca se ha sentido tan feliz —dijo a los demás—. Yo me detuve en su oficina hoy para ver si quería que le recortara el césped, que, por cierto, dijo que no, y ni siquiera tuve que preguntarle nada. Ha tenido anotado Hilltop House en sus libros durante unos quince años, y como aquello es un verdadero montón de ruinas nunca ha podido venderlo o alquilarlo, y ahora se le presenta un hombre que dice que es la única casa de Rocky Beach que le interesa y que la quiere. La arrienda para un año y le paga tres meses por anticipado. El señor Holtzer tenía el contrato de arrendamiento encima de la casa, pues supongo que estaba calculando la comisión que le tocaba, y así no tuve más que echarle un vistazo para leer el nombre del nuevo inquilino.
—¿Cuál es?
—El señor Llyan Demetrieff —dijo Pete—. O tal vez sea Demetrioff. Lo tuve que leer al revés, y por cierto la máquina de escribir del señor Holtzer necesita una buena limpieza. De todas formas, Demetrieff o Demetrioff, indicó que su anterior dirección era 2901 Wilshire Boulevard, Los Ángeles.
Bob cogió el listín de teléfonos que había encima de un archivador, pasó hojas, y movió la cabeza.
—No figura en la lista.
—Hay mucha gente que no está —dijo Júpiter—. Más tarde podremos comprobar la dirección y ver qué podemos averiguar sobre ese señor Demetrioff —Júpiter se estiró el labio—. Lo que sí desearía es saber más respecto al águila bicéfala. Creo que puede ser muy importante. No sólo figura en el medallón del alfarero y en aquellos dos jarrones que hay en el jardín, sino que hay también una enorme placa en uno de sus dormitorios con el mismo diseño. Parece ser que ha fascinado siempre al alfarero.
—En eso tenemos suerte —dijo Bob Andrews con una mueca.
—¿Qué quieres decir?
—Que no hemos de esperar a que la biblioteca se abra mañana —dijo Bob—. Mi padre se ha comprado un libro ilustrado.
—¿Un libro cómo? —dijo Pete.
—Un libro ilustrado, o sea uno de esos libros con grandes ilustraciones y fotografías que anuncian siempre por correo. Mi padre siente debilidad por ellos.
Bob se había sentado y tenía a sus pies un paquete envuelto en cartón. Y ahora con una sonrisa que denotaba cierto orgullo puso el paquete encima de la mesa y lo abrió. Júpiter y Pete vieron un hermoso volumen de lustrosa encuadernación. El título rezaba así: «Riquezas reales. Estudio fotográfico de las joyas de la corona en Europa, con un comentario de E. P. Farnsworth».
—¿No es ésa la corona británica? —preguntó Júpiter mirando la ilustración que decoraba la cubierta. La fotografía estaba tomada desde muy cerca, y tenía como fondo un terciopelo rojo.
—Es una de ellas —dijo Bob—. Los ingleses tienen dos coronas, y además tantos cetros, esferas, mazas y espadas que nadie lo creería. Los individuos que prepararon esta obra recorrieron muchas regiones y países. Han conseguido fotografías de las joyas de la corona inglesa, más la corona de Carlomagno, que está en Austria, y la corona de San Esteban de Hungría. Además, la llamada corona lombarda, hecha de hierro, de la que hay un pequeño fragmento en Rusia, y los rusos son muy aficionados a las águilas, pero creo que el águila que buscamos es ésta.
Bob pasó más de la mitad de las páginas de la obra, y se la acercó a Júpiter, diciéndole:
—La corona imperial de Lapathia.
Pete también se acercó para observar por encima del hombro de Júpiter, y lanzó una exclamación.
La corona imperial de Lapathia se asemejaba más a un yelmo que a una corona, pero un yelmo de oro con incrustaciones de piedras preciosas azules. En la parte superior había cuatro bandas de oro que rodeaban un gran rubí, y encima de esta gema había un águila, un águila escarlata con dos cabezas. Tenía las alas brillantes totalmente extendidas, y las cabezas miraban a derecha e izquierda, los ojos de diamantes resplandecían, los picos los tenían abiertos, en feroz actitud de desafío bélico.
—Ciertamente, se parece muchísimo al águila del alfarero —dijo Júpiter.
—El comentario está en la página siguiente —dijo Bob.
Jupe volvió la página y empezó a leer en voz alta:
»La corona imperial de Lapathia fue labrada por el artífice Boris Kerenov, aproximadamente en el año 1543. Kerenov sacó el diseño de la corona que figuraba en el yelmo que llevaba el duque Federico Azimov en la batalla de Karlon. La victoria lograda por Azimov en Karlon puso fin a las guerras civiles que habían devastado el reducido territorio de Lapathia. Tras su derrota por el ejército de Azimov, los barones del sur hicieron un solemne juramento comprometiéndose a no quebrantar más la paz en Lapathia. Al año siguiente, el duque Federico convocó a los nobles para que se reunieran en la fortaleza de Madanhoff, y allí él mismo se proclamó rey de Lapathia. Los nobles, aislados en la fortaleza y separados de sus propios ejércitos, cedieron a los deseos del duque Federico y le prometieron fidelidad como soberano. Un disidente, Iván «el Terrible», se negó a prestar el juramento de fidelidad. Dice la leyenda que ese orgulloso guerrero fue ejecutado en la torre del homenaje de Madanhoff, y que su cabeza fue empalada en una lanza y exhibida en las almenas de la fortaleza.
»La coronación de Federico I de Lapathia tuvo lugar en la capilla de Madanhoff en 1544. La corona, diseñada y labrada por Kerenov, continuó en poder de la familia Azimov durante casi cuatrocientos años, y fue utilizada últimamente en la coronación de Guillermo IV, en el año 1913. Tras el destronamiento de la dinastía Azimov en el año 1925, la corona fue declarada propiedad de la población Lapathia. Ahora se exhibe en el Museo Nacional de Madanhoff, la capital que creció en torno al emplazamiento de la antigua plaza fuerte, del duque Federico.
»La corona Azimov, de oro macizo e incrustaciones de lapislázuli, está rematada con un gran rubí que se dice que perteneció a Iván «el Terrible», cuyos estados fueron decomisados y entregados a Federico Azimov, tras la ejecución de aquél. El águila bicéfala que hay encima del rubí es la divisa de la familia de los Azimov. Kerenov la labró de esmalte sobre oro. Los ojos son diamantes, y cada uno pesa más de dos quilates.
Júpiter detuvo en este punto la lectura y volvió a examinar la foto de la corona.
—Ésa es una manera de llegar a la cima —dijo Pete—. Exterminando a la oposición.
—El robar al pobre e incrustar rubíes en la corona fue una táctica funesta —dijo Bob.
—Se realizaba un juego muy duro en aquellos días —dijo Júpiter.
—Y también en 1925 —dijo Bob, que tenía abierta su libreta—. He buscado Lapathia en la enciclopedia. Lo creáis o no, todavía existe.
—¿Quieres decir que ninguno de los grandes poderes ha acabado con ella? —dijo Júpiter.
—No. Ahora constituye la república de Lapathia, que abarca una extensión de 73 millas cuadradas y una población de unos 20 000 habitantes. Su mayor industria es la del queso. Dispone de un ejército permanente de 350 hombres, de los que 35 son generales.
—Eso equivale a un general por cada diez soldados —exclamó Pete.
—Bien; no podemos decir que carezcan de mandos directivos —dijo entre risas Jupe—. ¿Qué más?
—La Asamblea Nacional de Lapathia es el organismo de gobierno, y está constituido por los 35 generales más un representante de cada uno de los departamentos o provincias. Existen diez provincias, así que podemos deducir cómo se desarrollan las votaciones.
—Los generales gobiernan el país —dijo Júpiter.
—Y ellos mismos eligen asimismo al presidente —afirmó Bob.
—Pero ¿qué hay de los Azimov? —preguntó Pete.
—Pues bien, que ya no siguen allí. Como he dicho, no jugaron limpio en 1925. Guillermo IV, que como recordaréis fue el último que se ciñó la corona, dijo que el tesoro real iba en disminución. Se había casado con una joven de Lapathia, prima suya por cierto, y por tanto era una Azimov también, que tenía unos gustos y aficiones muy costosos. Le gustaban las pulseras de diamantes y los vestidos de París. Además, tenía cuatro hijos, y cada uno de ellos había de tener su propio tutor, su propio carruaje y sus propios caballos. El rey Guillermo contrajo grandes deudas, y por ello señaló un impuesto sobre cada libra de queso que saliera de las fábricas de Lapathia. Naturalmente, los habitantes de Lapathia mostraron su disgusto, y los generales vieron en ello su oportunidad. Éstos esperaron hasta el día del cumpleaños del rey, en que todos los Azimov estarían reunidos en la capital. Llegado el momento, marcharon a palacio y le dijeron al rey que había llegado la hora de no serlo ya más.
—¿Y qué sucedió entonces? —preguntó Júpiter.
—Probablemente lo mismo que le ocurrió a Iván «el Terrible» —dijo Bob—. El relato oficial dice que Su Majestad enloqueció y que saltó desde un balcón.
—Alguien le debió empujar —sugirió Pete horrorizado.
—Parece lo más probable —añadió Bob—. El resto de la familia se conmocionó tanto que pusieron fin a sus días de diversas formas. Se supone que la reina tomó veneno.
—¿Quieres decir que la población dio crédito a todo eso? —preguntó Pete.
—Teniendo a todos esos generales alrededor, ¿quién iba a discutir con ellos? —replicó Bob—. Además, los generales inmediatamente suprimieron el impuesto sobre el queso, y eso les favoreció. El palacio real se convirtió en el Museo Nacional, y las joyas de la corona fueron entregadas al pueblo, para que todos pudieran disfrutar de ellas.
—Pero nadie pudo lucirlas —replicó Júpiter—. Una historia fantástica. Por otra parte, el impuesto sobre el té y nuestra revolución americana guarda mucha relación con esto, así que tal vez no sea tan fantástica. ¿Y no queda ya ningún Azimov?
—Lo volveré a ver mañana en la biblioteca —prometió Bob—. Según dice la enciclopedia, la familia quedó extinguida cuando el rey Guillermo saltó por el balcón.
Jupe se quedó pensando.
—Tom Dobson dijo que su abuelo procedía de Ucrania. Vamos a suponer que Tom no está en lo cierto. El alfarero y esa águila Azimov parece que son viejos amigos. Quisiera saber si el alfarero ha tenido algo más que ver con esa familia real.
—O con los generales revolucionarios —agregó Bob.
—Las familias enteras no se suicidan —dijo Pete sintiendo escalofríos—. Recordemos lo que les ocurrió a los Romanov en Rusia.
—Todos murieron —dijo Jupe.
—Exacto. Y si el alfarero tuvo parte alguna en eso, no deseo conocerlo ya más de lo que lo conozco hasta ahora.