Los investigadores tienen un cliente
Hans fue enviado en seguida a la cabina de teléfonos que había en la carretera para que avisara a la Policía. Ésta se presentó al cabo de unos minutos y registró la casa desde el ático hasta los sótanos, sin encontrar nada; bueno, tan sólo aquellas huellas extrañas y chamuscadas que había en la cocina.
El agente Haines olfateó las huellas, las midió, extrajo unos pedacitos de linóleo quemado y los puso en un sobre. Luego dirigió una mirada de indiferencia a Júpiter.
—Si te enteras de algo respecto a este asunto, espero nos lo comuniques —empezó diciéndole.
—¡Es ridículo! —dijo tía Mathilda, cortándole la palabra—. ¿Cómo puede enterarse Júpiter de algo que desconocemos? Ha permanecido conmigo todo el día, y estaba bajando las escaleras para echar una mano a la señora Dobson que iba entrar las provisiones, cuando esas… huellas aparecieron.
—¡Está bien! ¡Está bien! —dijo el agente—. Sólo que él tiene esa costumbre, señora Jones. Cuando surge una dificultad, allí está él.
Haines se metió en el bolsillo el sobre con los trocitos de linóleo.
—Yo en su lugar, señora Dobson, me marcharía de aquí y volvería a la posada.
Eloisa Dobson se sentó y empezó a llorar. La tía Mathilda, siempre refunfuñando, puso agua en un cazo para preparar una buena taza de té que la animara. La tía Mathilda creía que había pocas crisis en esta vida que no se pudieran superar con una buena taza de té caliente.
La Policía se marchó a su cuartelillo. Tom y Júpiter salieron sin hacer ruido al patio de delante de la casa, y se sentaron en los peldaños de la entrada, entre los dos grandes jarrones.
—Casi estoy por creer que Hans tenía razón —dijo Tom—. Suponte que mi abuelo ha muerto y que…
—Yo no creo en fantasmas —dijo Júpiter con entereza—. Y lo que es más, tampoco admito que tú puedas creer en ellos. Además que el señor Potter hizo grandes preparativos para vuestra visita. ¿Por qué había de volver sólo para asustar a tu madre de esa forma?
—También yo estoy asustado —confesó Tom—. Pero si mi abuelo no ha muerto, ¿dónde está?
—La última vez que le vimos, estaba en lo alto de esas colinas —dijo Júpiter.
—Pero ¿por qué? —preguntó Tom.
—Eso puede que dependa de muchas cosas —dijo Júpiter—. ¿Qué sabes realmente de tu abuelo?
—No mucho —admitió el joven Tom—. Sólo lo que le he oído decir a mi madre. Y ella tampoco sabe mucho. Una cosa es cierta; su apellido no ha sido siempre Potter.
—¿Ves? —dijo Júpiter—. Yo siempre me había extrañado de eso. Parecía demasiada coincidencia.
—Él vino a los Estados Unidos hace mucho tiempo —empezó diciendo Tom—. Alrededor del año 1931, más o menos. Era ucraniano y tenía un apellido tan lleno de ces y zetas que nadie podía pronunciarlo. Estaba aprendiendo el arte de la cerámica en una escuela nocturna de Nueva York cuando conoció a mi abuela, pero ésta no quería ser la señora… la señora…, bueno, como se llamara. Y por eso cambió su apellido por el de Potter.
—¿Tu abuela era de Nueva York?
—Realmente no —dijo Tom—. Había nacido en Belleview, lo mismo que nosotros, y se fue a Nueva York a trabajar como diseñadora de modelos o algo parecido. Entonces conoció a ese Alejandro Potter y se casó. Supongo que no llevaba entonces esa especie de bata blanca. Ella no lo hubiera consentido; además, era muy hermosa.
—¿Tú la recuerdas?
—Un poco. Murió hace ya tiempo. Yo era solamente un niño. De pulmonía. Por lo que he oído decir, en la familia no se llevaban muy bien desde el principio. Mi abuelo realmente era un gran ceramista y tenía una pequeña tienda, pero ella decía que era terriblemente nervioso y que echaba tres cerrojos a cada puerta. Como solía decir mi abuela, no podía resistir toda la vida aquel olor a arcilla mojada. Por eso, cuando mi madre estaba a punto de nacer, se volvió a Belleview, y allí se quedó.
—¿Nunca volvió a reunirse con su esposo?
—No. Creo que él vino a verla una vez, cuando mi madre era todavía muy pequeñita, pero ella nunca volvió a su lado.
Júpiter se estiró el labio inferior con los dedos y se puso a considerar la vida del alfarero, tan solitario en su casa al lado del mar.
—Mi abuelo nunca la olvidó —prosiguió el joven Tom—. Enviaba dinero cada mes a mi madre, como puedes suponer. Y cuando mis padres se casaron les envió un formidable juego de té. Nunca dejó de escribir. Incluso después de la muerte de mi abuela siguió escribiéndole a mi madre, y todavía lo hace.
—¿Y tu padre? —preguntó Júpiter.
—¡Oh!, es un tipo célebre —dijo Tom con cara risueña—. Lleva una tienda de ferretería en Belleview. A decir verdad, no se mostró ni satisfecho ni contento cuando mi madre decidió venir a ver a mi abuelo, pero aceptó las razones que tenía para hacerlo.
—Supongo que no sabes por qué tu abuelo vino a California —dijo Júpiter.
—Por el clima, me imagino —dijo Tom—. ¿No es por eso por lo que viene mucha gente?
—Existen otras razones —le dijo Júpiter. La mirada de éste se dirigió al sendero de la playa. Los dos hombres vestidos de negro subían el sendero tambaleándose, atravesaron la carretera y enfilaron el camino hacia Hilltop House.
Júpiter se levantó y se acercó a uno de los jarrones, trazando con el dedo índice el contorno de aquellas llamativas águilas de color escarlata.
—Una serle interesante de enigmas —dijo—. Primero, por qué prefirió el alfarero desaparecer. En segundo lugar, quién registró su despacho ayer. Después, quién o qué hizo que aparecieran aquellas flameantes huellas en la cocina, y por qué. Por último, ¿no resulta curioso que nadie de Rocky Beach tuviera noticia de que vosotros existíais?
—¡Pero si mi abuelo era como un ermitaño! —dijo el joven Tom—. Quiero con ello decir que un individuo que sólo dispone de una silla en su casa realmente no es una persona de trato social.
—Ermitaño o no ermitaño —dijo Júpiter—, lo cierto es que era también abuelo. Muchos amigos de mi tía Mathilda son abuelos y siempre están enseñando fotos de sus nietos. El tuyo nunca jamás lo hizo. Ni siquiera habló de que tú y tu madre existierais, a nadie.
—Ello hace que me sienta como algo invisible —declaró agachándose y abrazándose a sus rodillas—. Esto está resultando como si fuera un sueño terrible. Creo que deberíamos prescindir de todo, cortar por lo sano y volver a casa, solamente…
—Sólo que si hicieras eso nunca sabrías la verdad, ¿no lo crees así? —dijo Júpiter—. Me atrevería a insinuarte que buscaras una agencia de detectives privados.
—Bueno, pero nosotros no podemos hacer eso —contestó Tom—. No es que estemos arruinados, pero tampoco nadamos en abundancia. Los detectives privados cuestan mucho dinero.
—Creo que esta agencia te tendrá muchas consideraciones —ofreció Júpiter, mientras sacaba una tarjeta de visita de su bolsillo y se la entregaba a Tom. Era una tarjeta de negocios, de tamaño mayor que lo normal, y decía:
Tom leyó la tarjeta y se sonrió forzadamente.
—Te estás burlando de mí —le dijo.
—Te hablo muy en serio —le respondió Júpiter—. Nuestro historial es realmente impresionante.
—¿A qué vienen esos interrogantes? —preguntó Tom.
—Sabía que me lo ibas a preguntar —le dijo Júpiter—. El signo de interrogación es el símbolo universal de algo desconocido. Los tres interrogantes representan a Los Tres Investigadores, y nos consideramos preparados para resolver cualquier misterio que se nos exponga. Podríamos decir que los interrogantes son nuestras marcas registradas.
Tom dobló la tarjeta y se la puso en el bolsillo de la camisa.
—Conforme —dijo—. Así que, si Los Tres Investigadores se encargan del caso del abuelo desaparecido, ¿qué ocurre?
—Lo primero —dijo Júpiter—, es que todo convenio debe quedar entre nosotros solamente. Tu madre, verdaderamente se encuentra algo perturbada, y así, aun sin querer, podría ser un estorbo para cualquier convenio que pactáramos.
Tom asintió con la cabeza.
—Es como los objetos de goma, que se hinchan.
—En segundo lugar, el agente Haines tiene razón. Considero una tontería que tú y tu madre os quedéis aquí en esta casa solos.
—¿Quieres decir que deseas que nos volvamos a la posada?
—Todo dependerá de tu madre, por supuesto —dijo Júpiter—. Con todo, si os quedáis aquí, te sentirías más respaldado si uno de los tres investigadores se quedara también en la casa.
—No sé lo que pensará mi madre —dijo Tom—, pero yo me sentiría un poco más feliz.
—Queda, pues, todo convenido —dijo Júpiter—. Hablaré de todo ello con Bob y Pete.
—¡Júpiter! —la tía Mathilda gritó desde la casa—. Acabamos de montar la otra cama. Y estoy pensando que podrías haber sido un poco más atento y considerado.
—Lo siento, tía; pero Tom y yo empezamos a hablar y…
—He estado tratando de persuadir a la señora Dobson para que volviera a la posada —la tía Mathilda refunfuñó—, pero insiste en que quiere quedarse aquí. Sostiene la idea peregrina de que su padre se puede presentar en cualquier momento.
—Tal vez lo haga —dijo Júpiter—. Ésta es su casa.
La señora Dobson salió, con aspecto pálido, pero algo más animada, después de la taza de té.
—Bien, querida —dijo tía Mathilda—, si no hay nada más que hacer, nos vamos a ir. Si tienes miedo, no tienes más que llamar. Y sobre todo ten cuidado.
Eloisa prometió que iría con todo el cuidado posible, y que cerraría la casa con llave.
—Esas puertas necesitan un buen cerrajero, ¿sabes? —comentaba la tía Mathilda, cuando acompañada de Júpiter y Hans se dirigían hacia Rocky Beach—. Las puertas se pueden cerrar desde dentro, pero no se pueden abrir desde fuera. Ese extravagante alfarero debe llevar consigo las llaves. Además, necesitarían un teléfono. Es una verdadera locura por su parte que estén allí sin teléfono.
Júpiter dijo que estaba conforme con cuanto decía su tía. Cuando llegaron al «Patio Salvaje», se escabulló y se metió por el pasadizo secreto del túnel número dos para llamar a Pete y a Bob.
—Los Tres Investigadores tienen un cliente —le dijo a Pete—, y esta vez no es Júpiter Jones.