Demasiados advenedizos
Júpiter rechazó el ofrecimiento de Haines para llevarlo en su coche a Rocky Beach.
—Tengo aquí mi bicicleta —le dijo al policía— y además, me encuentro muy bien.
—¿Estás seguro? —le preguntó. Haines miró de soslayo el chichón que Jupe tenía en la frente.
—Sí, completamente. Es sólo un trompazo.
Y Júpiter echó a andar por el camino.
—Está bien, pero ten cuidado con él, Jones —le dijo McDermott desde dentro de casa—. Si sigues metiendo las narices donde no te importa, tal vez te quedes sin ellas el día menos pensado. Y procura estar cerca de tu casa, ¿oyes? Tal vez el comisario necesite hablar contigo también.
Júpiter les dijo adiós con la mano, tomó la bicicleta y esperó a que se interrumpiera el tráfico para poder cruzar la carretera. El «Ford» de color tostado que Jupe había visto antes se encontraba todavía aparcado en el recodo de la playa. El tráfico cedió y Jupe cruzó rápido la carretera montado en su «bici». Luego se detuvo junto al coche y echó una mirada hacia la playa. La marea iba cediendo y dejaba tras sí anchas zonas de arena mojada. Siguiendo el sendero de la playa, Jupe pudo ver un pescador vestido con las ropas más elegantes que jamás hubiera imaginado. Llevaba puesta una reluciente y blanca camisa, y encima una impecable chaqueta de color azul pálido con un escudo bordado encima del bolsillo. La chaqueta era exactamente igual que los pantalones azules de dril, y éstos a su vez combinaban perfectamente con sus zapatillas también azules. Se cubría la cabeza con una gorra de marino tan inmaculada que muy bien pudiera haber sido retirada del escaparate de unos almacenes de deporte el día antes.
—Hola, muchacho —dijo el hombre al encontrarse frente a Jupe; y éste observó un rostro delgado y curtido, unas gafas de sol de gran tamaño, y un bigote gris con las puntas dirigidas hacia arriba, hasta casi tocarle las orejas.
El aparejo y la cesto del pescador eran también perfectos y relucían lo mismo que el resto de la indumentaria.
—¿Ha habido suerte? —preguntó Júpiter.
—No. Hoy no pican —el hombre abrió el maletero de aquel «Ford» tan polvoriento y empezó a colocar los aparejos dentro—. Tal vez no empleé el cebo adecuado. Soy novato en cuestiones de pesca.
Júpiter ya había deducido eso. Muchos pescadores parecían maniquíes de una tienda de comercio.
El hombre dirigió la vista al coche patrulla aparcado frente a la casa del alfarero.
—¿Ha habido jaleo? —preguntó.
—Un poco —le respondió Júpiter—. Probablemente un ladrón.
—¡Qué insensatez! —la tapa del maletero cayó de golpe y éste quedó herméticamente cerrado—. ¿No es ésa la tienda del famosísimo alfarero? —preguntó abriendo la portezuela del coche.
Jupe le dijo que sí con un movimiento de cabeza.
—¿Es amigo tuyo? —le preguntó el pescador—. ¿Vives por aquí?
—Sí, vivo por estos alrededores, y le conozco. En la ciudad todo el mundo conoce al alfarero.
—Así me lo suponía. Creo que realiza obras de cerámica muy bellas —y sus ojos echaron una mirada penetrante y escudriñadora a Jupe, desde la cabeza a los pies, por detrás de los cristales de las gafas de sol—. Tienes un buen chichón ahí, ¿eh?
—Es que me caí —respondió Jupe de forma seca.
—Ya lo veo. ¿Quieres que te lleve a algún sitio?
—No, gracias —dijo Júpiter.
—¿No? Bueno, es verdad, tienes razón. Nunca subas a un coche con una persona extraña —el hombre se echó a reír como si hubiera dicho algo muy divertido, y en seguida puso en marcha el coche, se situó en la carretera, movió la mano para decir adiós, y salió disparado.
Júpiter subió a la «bici» y se volvió al «Patio Salvaje». Pero no entró por la puerta principal sino que continuó a lo largo de la valla pintada hasta que llegó a donde estaba aquel curioso pez que, como hemos dicho, sacaba la cabeza por encima del agua para observar a aquel barco que luchaba contra la furia de la tormenta. Júpiter bajó de la «bici» y apretó uno de los ojos del pez. Dos batientes de puerta se balancearon y se abrieron, y así Júpiter entró en el patio con la bicicleta.
Ésta era una de las puertas de entrada, secretas. En total había cuatro, pero la tía Mathilda no sabía que existían. Al aparecer Júpiter en una de las esquinas de la zona del patio reservada para la chatarra pudo oír la voz de su tía que, a no dudar, estaba fuera del cobertizo donde se guardaban los muebles, limpiando los de jardín que acababan de comprar. Además daba prisas a Hans, y con cierta exigencia, para que hiciera como ella. Desde allí no veía a Júpiter porque éste había sabido muy bien amontonar la chatarra delante de su taller y así se ocultaba a la vista. Jupe sonrió burlonamente, apoyó la «bici» en una antigua máquina de imprimir, apartó una rejilla de hierro forjado que había apoyada contra un banco de carpintero detrás de la impresora, y se agachó para arrastrarse por el túnel número dos.
El túnel número dos era un trozo de tubo de hierro acanalado, que estaba forrado por dentro con trozos sobrantes de tela de alfombra, y conducía a una escotilla que daba al remolque en el que estaba emplazado el cuartel general de Los Tres Investigadores. Jupe se deslizó por el túnel número dos, y por la escotilla llegó hasta el remolque. Una vez allí cogió el teléfono situado encima de la mesa.
El teléfono era otra de las novedades de las que era desconocedora la tía Mathilda. Júpiter y sus amigos Bob Andrews y Pete Crenshaw lo habían pagado con el dinero que ganaban trabajando en el «Patio Salvaje», y con las propinas que algunas veces conseguían Los Tres Investigadores cuando solucionaban algún caso.
Júpiter marcó el número de Pete, y éste contestó al momento.
—¡Hola, Jupe! —Pete parecía contento de oír de nuevo la voz de Júpiter—. La marea subirá esta tarde. Qué te parece si sacamos nuestras barcas y…
—Dudo de que pueda tener ocasión de hacerlo hoy —dijo Júpiter con sequedad.
—¡Oh! ¿Quieres decir que tu tía está al acecho?
—Mi tío ha comprado varios muebles de jardín hoy —dijo Júpiter—. Están muy oxidados, y tía Mathilda está ahora dando instrucciones y prisas a Hans para quitar la herrumbre y la pintura antigua, y estoy seguro que en cuanto me vea, me envía a ayudarle a Hans.
Pete, que estaba ya acostumbrado a esta forma tajante de hablar que tenía Jupe, se limitó a desearle que lo pasara lo mejor posible en esa tarea de rascar la pintura antigua.
—No te he llamado para eso —le dijo Jupe—. ¿Puedes venir aquí al cuartel general, esta noche a las nueve?
Pete lo deseaba, y por eso asintió enseguida.
—Puerta pirata roja —dijo Júpiter sin más, y colgó.
En seguida telefoneó a Bob Andrews. Le contestó su madre. Bob estaba trabajando en la biblioteca de Rocky Beach.
—¿Puedo dejarle un encargo para Bob, señora Andrews? —le preguntó Jupe.
—Desde luego, Jupe, pero será mejor que vaya a coger un lápiz y lo escriba, porque vosotros, los muchachos, parece que nunca decís nada en correcto inglés.
Júpiter no hizo comentario alguno, y esperó a que la señora Andrews cogiera papel y lápiz. Cuando estuvo dispuesta se limitó a decirle:
—Puerta pirata roja, a las nueve.
—Puerta pirata roja, a las nueve —repitió la señora Andrews—. Cualquiera sabe lo que esto quiere decir. Conforme, Júpiter, se lo diré en cuanto llegue a casa.
Júpiter le dio las gracias, colgó el teléfono y salió del cuartel general y por el mismo túnel número dos volvió al punto de partida. Abrió la puerta verde número uno, sacó otra vez la bicicleta a la calle y llegó hasta el camino de entrada de gravilla al «Patio Salvaje» de los Jones.
Tía Mathilda estaba esperando junto al despacho, con unos guantes de goma ya gastados en la mano.
—Estaba a punto de enviar a la policía en tu búsqueda —le dijo—. ¿Qué ha ocurrido?
—El alfarero no estaba en su casa —le dijo Jupe—. En cambio llegaron los huéspedes que esperaba.
—¿Sí? ¿Y por qué no te los has traído contigo? Júpiter, te dije que les invitaras.
Júpiter dejó la bicicleta junto al despacho.
—Es que ellos no están seguros de si soy o no, «Jack el destripador» —le dijo a su tía—. Se han ido a la posada «Seabreeze». Uno de ellos era una tal señora Dobson, que afirma que es la hija del alfarero, y el otro es su hijo Tom.
—¿La hija del alfarero? Júpiter, eso es ridículo. El alfarero nunca ha tenido hijas.
—¿Estás segura? —le preguntó Jupe.
—Bueno, por supuesto. Él nunca ha dicho… él nunca… Júpiter, ¿por qué suponen que eres «Jack el destripador»?
Júpiter explicó, con las menos palabras posibles, que alguien, un desconocido, se había introducido en el despacho del alfarero.
—Y ellos suponen que yo entré violentando la puerta —fueron sus últimas palabras.
—¡Vaya una consecuencia original! —tía Mathilda se indignó mucho al oírlo—. ¿Y qué tienes en la cabeza? Júpiter, entra en seguida en casa y te pondré ahí un poco de hielo.
—Tía, no es nada. Me encuentro bien.
—Venga, venga, déjate estar. Adentro. En seguida, vamos.
Júpiter obedeció y entró.
Su tía le trajo un poco de hielo y se lo aplicó al chichón. Luego le preparó un bocadillo de mantequilla y un vaso de leche. Al llegar la hora de la cena, tía Mathilda se convenció de que aquel chichón no era peor que otros abundantes que su sobrino se había hecho ya en otras ocasiones. Después de fregar los platos se fue enseguida a lavarse la cabeza y dejó a Júpiter con el encargo de que los secara y que luego ya se podía ir.
El tío Titus se puso a dormir plácidamente frente al aparato de televisión, y cuando Júpiter salió de puntillas de casa, el bigote de su tío se movía acompasadamente al ritmo de sus ronquidos.
Júpiter cruzó la calle y dando la vuelta se encaminó a la parte trasera del patio. Este lado de la valla estaba decorada de una forma tan caprichosa como la de delante. La pintura representaba el incendio de San Francisco del año 1906, con gente aterrorizada que huía de los edificios envueltos en llamas. En primer término había un perrito sentado, en actitud de estar observando la escena de terror. Uno de sus ojos era un nudo de madera de las tablas. Júpiter sacó con habilidad ese nudo y a través del agujero consiguió deshacer un lazo, y acto seguido se abrieron tres hojas de puerta. Ésta era la puerta pirata roja. Dentro, un indicador con una flecha negra señalaba el camino hacia el cuartel general. Júpiter siguió la dirección que marcaba la flecha, se deslizó por debajo de un montón de trastos viejos y salió a un pasillo formado por elevadas pilas de chatarra a cada lado. Siguió por ese pasillo hasta que llegó a un sitio donde había varios tablones de madera que formaban la techumbre de la puerta número cuatro. Sólo tuvo que pasar por debajo, arrastrarse unos cuantos pasos y empujar una tabla; ya estaba en el cuartel general.
Eran las nueve menos cinco. Esperó, y mientras procuró revivir todos los acontecimientos del día. A las nueve menos diez Bob Andrews entró, arrastrándose por el suelo, en el remolque. Pete Crenshaw apareció puntualmente a las nueve.
—¿Ya tienen Los Tres Investigadores otro cliente? —preguntó Pete con viveza. Luego miró el chichón de la frente de Jupe—. ¿Es quizá como tú?
—Es muy probable —dijo Júpiter—. Hoy ha desaparecido el alfarero.
—Ya he oído hablar de eso —dijo Bob—. Tu tía Mathilda envió a Hans al mercado a traer unas cosas, y éste se encontró con mi madre. ¿Así que se fue y dejó aquí la camioneta?
—Eso es lo que hizo exactamente —Júpiter asintió con la cabeza—. Todavía está la camioneta aparcada junto al despacho. El alfarero ha desaparecido y en cambio han aparecido otras muchas personas.
—¿Como esa mujer que solicitó habitación en la posada «Seabreeze» después que a ti te golpearon en la cabeza? —preguntó Pete.
—Es cierto que Rocky Beach es un pueblo pequeño —murmuró Júpiter.
—Me encontré con el agente Haines —explicó Pete—. Ella reclama ser la hija del alfarero. Si lo es, ese muchacho que va con ella es nieto suyo. ¡Extraordinario! Ese alfarero es un tipo muy divertido. Seguramente que vosotros nunca habíais sospechado que tuviera una hija.
—Bueno, ten en cuenta que alguna vez fue joven —dijo Júpiter—. Pero la señora Dobson y su hijo no son las únicas personas que acaban de llegar a Rocky Beach. Hay dos hombres en Hilltop House.
—¿En Hilltop House? —Pete se enderezó en su asiento—. ¿Se ha traslado alguien a vivir a Hilltop House? ¡Pero si eso es un montón de ruinas!
—Pues alguien ha visitado ese paraje hoy —dijo Júpiter—. Es una extraña coincidencia que se pararan en el «Patio Salvaje» esta mañana para preguntar el camino. Entonces se encontraba también allí el alfarero, que también resulta ser una interesante coincidencia. Todos se vieron. Y Hilltop House queda exactamente encima de la tienda del alfarero.
—¿Él los conocía? —preguntó Bob.
Jupe se cogió el labio inferior con los dedos, tratando de recordar todos los detalles de la escena.
—No puedo decir con certeza que los conociera o que ellos le conocieran. El que conducía el coche, que parecía europeo, me preguntó la dirección, y el otro que iba dentro del coche, una persona rara y completamente calva, se mostraba algo nervioso. Luego hablaron entre sí unos momentos en un idioma extranjero. El alfarero estaba allí de pie, teniendo entre sus dedos ese medallón que siempre lleva. En cuanto se fueron me dijo que se encontraba mal. Yo entré en casa para sacarle un vaso de agua, y desapareció.
—¿Se encontraba bien cuando llegó al patio? —preguntó Bob.
—Muy bien —afirmó Júpiter—. Me dijo que estaba esperando huéspedes, y parecía satisfecho. Pero después de la llegada de esos hombres que me preguntaron por Hilltop House…
—Desapareció —dijo Bob.
—Sí. Se fue. Ahora yo quisiera saber si tenía el medallón entre sus dedos sólo por costumbre, de la misma forma que otros dan vueltas a un botón con los dedos, o si estaba tratando de ocultarlo.
—En el medallón figura un águila, ¿verdad? —preguntó Bob.
—Un águila con dos cabezas —le dijo Júpiter—. Que podría ser un simple dibujo creado por el alfarero o algo más, tal vez un símbolo que quisiera indicar algo a los hombres que vinieron en el coche.
—¿Algo así como una señal? —preguntó Pete.
—O un emblema o escudo —afirmó Bob—. Los europeos tienen muchos escudos, y cualquier cosa puede figurar en ellos, como leones, unicornios, halcones y demás.
—¿Lo podrías comprobar? —le preguntó Júpiter—. ¿Recuerdas algo de ellos?
Bob hizo un expresivo gesto de afirmación con la cabeza.
—Hay una obra nueva sobre heráldica en la biblioteca. Si viera otra vez esa águila bicéfala seguro que la reconocería en seguida.
—Conforme —Júpiter se dirigió ahora a Pete y le preguntó—: ¿Tienes amistad con el señor Holtzer?
—¿Ese hombre que tiene propiedades? Yo le arreglé el césped una vez en un instante, puesto que él no se encontraba en condiciones de poderlo hacer. ¿Por qué?
—Es el único que tiene una agencia de propiedades y bienes en Rocky Beach —dijo Júpiter—. Si alguien se ha trasladado a vivir a Hilltop House él lo sabrá, y puede que también pueda decir quién es y por qué lo ha hecho.
—No creo que quiera que le arregle el césped mañana —dijo Pete—, pero como los domingos también tiene abierta la oficina ya entraré al pasar y le veré.
—Estupendo —dijo Júpiter—. Creo que mi tía Mathilda quiere ir a la posada «Seabreeze» mañana. Será una buena delegación para ver a la señora Dobson y a su hijo. Yo la acompañaré, y de paso veré si puedo echar un vistazo a un pescador aficionado que ha venido con un «Ford» de color tostado.
—¿Algún otro recién llegado? —preguntó Bob.
—Tal vez, o quizá vino a Los Ángeles solamente a pasar el día —Júpiter se encogió de hombros—. Si permanece todavía en Rocky Beach, y si Hilltop House ha sido alquilado, sabemos que tenemos cinco personas nuevas que han llegado a la ciudad en un mismo día, y que una de ellas puede que sea la que ha penetrado de forma violenta en casa del alfarero.