La familia del alfarero
Júpiter consideró que debería haber una ley obligatoria sobre los teléfonos y que incluso los más excéntricos alfareros debían tener uno.
Por otra parte, aun cuando el alfarero dispusiera de teléfono, de poca utilidad hubiera sido entonces. Por supuesto el autor del registro del despacho estaría ya a una milla de distancia, carretera abajo.
Tanteó la manivela de la puerta pero estaba cerrada. Entonces se agachó apoyándose en una rodilla y miró a través del ojo de la antigua cerradura. La puerta ha sido cerrada con llave desde fuera, y todavía estaba puesta. Se encaminó a la mesa del despacho, buscó un cortapapeles y manipuló en la cerradura.
Desde luego, podía haber salido por la ventana, pero prefirió no hacerlo, ya que tenía muy desarrollado el sentido de su propia dignidad, además de que sabía que podía inspirar sospechas si alguien desde la carretera le veía saltando por la ventana.
Júpiter estaba manipulando todavía en la cerradura cuando oyó más pasos en el vestíbulo, y se quedó helado.
—¡Abuelo! —gritó alguien.
La campanilla de la puerta sonaba cascadamente en la cocina.
—¡Abuelo!, somos nosotros.
Indudablemente alguien llamaba a la puerta.
Abandonó sus esfuerzos por abrir la cerradura y acercándose a la ventana la abrió y se asomó. En la entrada vio a un muchacho de cabellos rubios que llamaba insistentemente, y detrás de él una mujer joven con pelo también rubio y desordenado por el viento. En la mano tenía unas gafas de sol, y del brazo le colgaba un bolso de piel, repleto de cosas.
—Buenos días —dijo Júpiter Jones.
Tanto la mujer como el muchacho le miraron, pero sin responderle.
Júpiter, que no tenía intención de saltar por la ventana, lo hizo ahora, pensando de manera juiciosa que no tenía nada que perder.
—Estaba encerrado dentro —dijo brevemente. Volvió a entrar en la casa por la puerta principal, dio la vuelta a la llave del despacho y abrió su puerta.
Tras un momento de duda, la mujer y el muchacho penetraron en la casa, detrás de Júpiter.
—Alguien estuvo registrando este despacho, y a mí me encerraron dentro —dijo.
Júpiter se fijó en el muchacho; era aproximadamente de su misma edad.
—Ustedes deben ser los invitados del alfarero.
—Yo soy…, bueno, pero ¿quién eres tú? —preguntó el muchacho—. Y, ¿dónde se encuentra mi abuelo?
—¿Abuelo? —repitió como un eco Júpiter, buscando con la mirada una silla. Como no vio ninguna se sentó en las gradas de la escalera.
—Sí, el señor Alejandro Potter —le interrumpió el muchacho—. Ésta es su casa, ¿no es así? Lo pregunté en la fábrica de gas de Rocky Beach y me lo dijeron.
Jupe apoyó los codos en las rodillas y se quedó con la barbilla cogida entre las manos. Le dolía la cabeza.
—¿Abuelo? —repitió de nuevo—. ¿Quieres decir que el alfarero tiene un nieto?
Jupe estaba tan sorprendido como si alguien le hubiera dicho, por ejemplo, que el alfarero tenía guardado un dinosaurio amaestrado en el sótano.
La mujer se puso las gafas de sol, y como el vestíbulo estaba en penumbra se las quitó de nuevo. Tenía una cara muy bonita, y así lo creía Júpiter.
—No sé dónde está el alfarero. Le he visto esta mañana, pero ahora no está aquí.
—¿Y por eso saltabas por la ventana? —le preguntó la mujer—. Tom —le dijo al muchacho—, llama a la policía.
El muchacho miró en torno suyo, algo aturdido.
—En la carretera hay un teléfono público —dijo Júpiter cortésmente—, nada más salir del patio.
—¿Eso quiere decir que mi padre no tiene teléfono? —preguntó la mujer.
—Si su padre es el alfarero —le contestó Jupe—, desde luego que no tiene.
—¡Tom! —dijo la mujer, mientras rebuscaba en su bolso.
—Ve tú a telefonear, mamá —dijo Tom—. Y yo me quedaré vigilando a este Individuo.
—No tengo la menor intención de marcharme —aseguró Júpiter.
La mujer salió, primero despacio, y luego echó a correr hacia la carretera.
—Así que el alfarero es tu abuelo —inquirió Jupe.
El muchacho llamado Tom le miró fijamente.
—¿Qué de extraño tiene eso? —le preguntó—. Todo el mundo tiene abuelo.
—Cierto —respondió Jupe—. Sin embargo no todos tienen un nieto, y el alfarero es…, bueno, es una persona muy rara.
—Lo sé; es artista —Tom fijó la mirada en los estantes llenos de cerámica—. Siempre nos envía algún objeto.
Júpiter meditó estas palabras en silencio. ¿Cuánto tiempo suponía él que llevaba el alfarero en Rocky Beach? Veinte años, por lo menos, según decía su tía. Ciertamente, estaba ya bien establecido mucho antes que sus tíos Titus y Mathilda abrieron el «Patio Salvaje» de los Jones. Aquella mujer tan atolondrada bien podía ser hija suya. Pero en ese caso, ¿dónde había estado ella todo ese tiempo? ¿Por qué el alfarero nunca les había hablado de ella?
La mujer regresó, comentando mientras ponía el billetero dentro del bolso:
—Pronto llegará un coche patrulla aquí.
—Estupendo —respondió Jupe.
—Y tú tendrás que dar alguna explicación.
—Tendré mucho gusto en hacerlo, señora…, señora…
—Dobson —dijo la mujer.
—Yo soy Júpiter Jones, señora Dobson —comentó realizando una profunda inclinación.
—Mucho gusto en conocerte —le respondió ella cortésmente, a pesar de todo—. ¿Cómo estás?
—No muy bien por ahora —confesó Júpiter—. Como usted sabe, vine aquí en busca del alfarero, y alguien me echó al suelo y luego me encerró en este despacho.
El gesto que puso la señora Dobson indicaba que no daba crédito alguno a esa historia. El pito de la sirena de la policía se dejó oír en la carretera.
—Rocky Beach no tiene muchas posibilidades de que se presente algún caso que investigar —dijo Júpiter con toda tranquilidad—. Estoy seguro de que los hombres de Reynolds se encuentran satisfechos al presentárseles la ocasión de hacer sonar la sirena.
—Demasiado seguro estás —le interrumpió Tom Dobson.
La sirena dejó de sonar exactamente al llegar el coche delante de la casa. A través de la puerta, Júpiter vio el coche patrulla pintado de blanco y negro, que se detenía. Dos policías salieron en seguida y echaron a correr en dirección a la casa.
Júpiter se sentó de nuevo en la escalera, y la señora Dobson, cuyo nombre era Eloisa, se presentó a sí misma a la policía, hablando precipitadamente. Según dijo, vino todo el trayecto conduciendo su coche, desde Belleview, en Illinois, para visitar a su padre, el señor Alejandro Potter, que no se encontraba en casa en el momento de su llegada, pero en cambio se había encontrado con este… con este joven delincuente que saltaba por la ventana. Con el dedo señaló de forma acusadora a Jupe, dando a entender que tal vez la policía iba en busca suya.
El agente Haines había pasado toda su vida en Rocky Beach y el sargento McDermott acababa de celebrar los quince años de servicio en el Cuerpo de Policía. Los dos conocían a Júpiter Jones así como al alfarero. El sargento McDermott tomó unas breves anotaciones en el cuaderno que llevaba, y luego dijo a la señora Dobson:
—¿Puede usted demostrar que es la hija del alfarero?
La señora Dobson se puso colorada y luego palideció.
—Perdón, ¿cómo ha dicho? —exclamó.
—Decía que si estaba usted dispuesta a…
—Ya lo oí antes.
—Mira, mamá, si te limitaras a explicar…
—Explicar, ¿qué? Ya le he dicho que llegamos aquí y nos encontramos con este… este joven ladronzuelo…
El sargento McDermott suspiró.
—Júpiter Jones puede que sea algo mentirosillo —declaró—, pero él no roba nada. —Y dirigió una mirada de complacencia a Jupe, que le tranquilizó—. ¿Qué ha ocurrido, Jones? —le preguntó—. ¿Qué estabas haciendo aquí?
—¿He de empezar por el principio? —preguntó Júpiter.
—Disponemos de todo el día —le replicó McDermott.
Así que Júpiter empezó por el principio. Habló de la visita que había hecho el alfarero al «Patio Salvaje» y de los muebles que había comprado para los huéspedes esperados.
El sargento McDermott, al oír esto, hizo un gesto de afirmación con la cabeza, y el agente Haines entró en la cocina y sacó una silla para que se sentara la señora Dobson.
Jupe siguió diciendo que el alfarero había desaparecido de allí, dejando abandonada su camioneta, y se había encaminado hacia las colinas, detrás de Rocky Beach.
—Yo vine hasta aquí para ver si había regresado a casa —dijo Jupe—. La puerta de delante estaba abierta, y entré. No encontré al alfarero, pero sí había alguien escondido en el despacho, que seguramente estaba detrás de la puerta. Así que entré y vi que la mesa escritorio había sido forzada y abierta, y entonces esa persona me puso la zancadilla por detrás y me derribó al suelo. En seguida salió corriendo y cerró la puerta con llave desde fuera. Por eso tuve necesidad de saltar por la ventana cuando la señora Dobson y su hijo aparecieron en el umbral y llamaron a la puerta.
El sargento McDermott guardó un momento de silencio, y luego dijo:
—Bien, bien.
—El despacho del alfarero ha sido registrado —insistió Jupe—, y usted puede ver que sus papeles se encuentran todos revueltos.
McDermott se acercó hasta la puerta del despacho y contempló los montones de papeles y notas esparcidos por la mesa y el cajón forzado y abierto.
—El alfarero es muy ordenado —agregó Jupe— y nunca dejaría el despacho de esa forma.
McDermott volvió a donde estaban los demás en el vestíbulo.
—Vamos a llamar al detective para que observe las huellas digitales —dijo—. Mientras tanto, señora Dobson…
Y al oír esto, la señora Dobson rompió a llorar.
—Venga, mamá —el muchacho llamado Tom se le acercó y puso su mano sobre su brazo—. Venga, mamá, no llores.
—¡Es mi padre! —dijo entre sollozos la señora Dobson—. Pero no importa; lo cierto es que las cosas son así, y hemos hecho todo el recorrido para verle, y ni siquiera nos hemos detenido en el gran Canyon porque yo quería… porque es el caso que ni siquiera puedo recordar…
—¡Mamá! —dijo en tono de súplica Tom.
La señora Dobson buscó un pañuelo en su bolso y se sonó con él.
—Bueno, pero no esperaba que tuviera necesidad de probarlo —exclamó—. No sabía que hiciera falta una partida de nacimiento para entrar en Rocky Beach.
—Ahora, señora Dobson —dijo el sargento McDermott mientras cerraba el cuaderno de notas y lo guardaba en el bolsillo— en estas circunstancias, lo mejor sería que ni usted ni su hijo se quedaran aquí.
—¡Pero si Alejandro Potter es mi padre!
—Puede que sí —convino el sargento— mas parece como si hubiera decidido largarse…, al menos de momento. Y resulta que alguien ha entrado en la casa de forma ilegal. Estoy seguro de que el señor Potter se presentará, más pronto o más tarde, y explicará lo sucedido. Pero entretanto, tanto usted como su hijo estarán más seguros si se quedan en el pueblo. Allí está la posada «Seabreeze», que está muy bien y…
—La tía Mathilda se alegraría de tenerlos con ella —añadió Júpiter.
La señora Dobson no le hizo caso. Aspiró profundamente, y se retocó los ojos, con las manos temblorosas.
—Además —dijo McDermott—, el detective vendrá y no quiero que se le estorbe en lo más mínimo.
—¿Dónde está la posada «Seabreeze»? —preguntó la señora Dobson.
—Siguiendo la carretera abajo, a milla y media de distancia en dirección al pueblo —dijo McDermott—. Ya verá el cartel indicador.
La señora Dobson se levantó y se puso las gafas de sol.
—El comisario Reynolds tal vez quiera hablar con usted después —dijo McDermott—. Ya le diré que la puede encontrar a usted en la posada.
La señora Dobson empezó a llorar de nuevo. Tom se apresuró a sacarla de la casa, y ambos se dirigieron hacia la carretera. Una vez allí, ella se sentó ante el volante de un descapotable azul, con matrícula de Illinois.
—Ahora ya lo tengo todo claro —dijo el sargento McDermott—. ¡La hija del alfarero!
—¡Si es que realmente es la hija! —dijo el agente Haines.
—¿Por qué tenía que fingirlo? —dijo McDermott—. El alfarero es un auténtico atractivo, pero no tiene nada de lo que cualquiera puede desear.
—Debe tener algo —dijo Júpiter—, pues de otra forma, ¿cómo se explica que alguien se haya tomado la molestia de registrar su despacho?