Capítulo 2

El escudriñador

La vieja camioneta del alfarero permanecía todavía en el camino cuando el tío Titus y Hans regresaron de Los Ángeles. Traían una carga de muebles de jardín ya oxidados y estropeados en la caja de la camioneta. El tío Titus trató de pasar por el lado del coche del alfarero, pero no pudo y lanzó un grito desde la cabina.

—¿Qué hace ese trasto ahí en medio del camino? —preguntó.

—El alfarero lo dejó ahí después de desaparecer —respondió Jupe.

—¿Después de qué?

—Después que desapareció —repitió Júpiter.

El tío Titus se sentó en el estribo de la camioneta.

—Mira, Júpiter, la gente no desaparece así como así.

—Pues el alfarero sí —dijo Jupe—. Se detuvo aquí para comprar algunos muebles con los que poder acomodar a los huéspedes que espera. Cuando me dijo que se encontraba mareado entré en casa y le saqué un vaso de agua, y mientras hice eso desapareció.

El tío Titus se atusó el bigote.

—¿Huéspedes? —dijo—. ¿El alfarero? ¿Desapareció? ¿Y, dónde desapareció?

—No es fácil seguir el rastro de los movimientos de una persona que va descalza —dijo Jupe a su tío—. Salió por la puerta y se dirigió al camino. Como la tía Mathilda estaba regando se mojó los pies. Al llegar a la esquina dobló hacia Coldwell Hill. Hay muchas huellas clarísimas en el polvo del sendero que lleva hacia la colina. Por desgracia dejó el sendero unas cincuenta yardas más arriba y torció hacia el norte. A partir de allí ya no encontré más huellas porque el terreno es muy rocoso.

El tío Titus se levantó de su asiento en el estribo.

—Bien —dijo. Se volvió a atusar el bigote y echó una mirada a la camioneta del alfarero—. Quitemos este cacharro del camino. No podemos hacer nada si continúa ahí, y quiera Dios que el alfarero vuelva pronto para llevárselo.

El tío Titus hizo varios esfuerzos en vano para poner en marcha la camioneta del alfarero, pero el viejo motor no arrancaba de ninguna manera.

—Que no me digan que los motores no pueden pensar —dijo el tío Titus—. Apuesto a que el alfarero es la única persona en el mundo que es capaz de hacer que este trasto se ponga en marcha.

Volvió a bajar de la camioneta y le hizo señas a Jupe para que se sentara al volante, y así, conduciendo éste, su tío y Hans empujaron la camioneta hasta dejarla en un espacio libre que había junto al despacho.

La tía Mathilda había salido presurosa de la casa para ver lo que pasaba.

—Voy a poner las provisiones de ese hombre en nuestra nevera —dijo—. De continuar fuera y expuestas al sol se estropearán. No sé lo que habrá comprado, Júpiter, ¿te dijo cuándo iban a venir sus huéspedes?

—No, no me lo dijo.

La tía Mathilda sacó la bolsa de comestibles de la camioneta.

—Júpiter, estoy pensando que podrías coger la bicicleta y llegarte hasta la casa del alfarero —le dijo—. Tal vez esté allí, o quizás hayan llegado ya los huéspedes. En ese caso tráetelos contigo, pues creo que resultaría muy desagradable presentarse en una casa y encontrársela vacía.

Júpiter había estado a punto de sugerir lo mismo que le proponía. Así que hizo una mueca graciosa y se fue corriendo a por la bicicleta.

—Y no pierdas el tiempo; vuelve en seguida —le gritó su tía—. Hay muchas cosas que hacer.

Al oír esto, Júpiter lanzó una carcajada. Mientras pedaleaba por la carretera, siempre teniendo gran cuidado de mantenerse en su derecha para no ser atropellado por los coches que, a toda velocidad circulaban en dirección norte, llegó a la conclusión de que el muchacho huésped del alfarero, caso de haber llegado, le podría ayudar en las tareas del «Patio Salvaje» antes de terminar el día. La tía Mathilda sabía muy bien qué tenía que hacer con los muchachos de la edad de Júpiter. Era sencillamente hacerles trabajar.

La carretera torcía en Evanston Point, y la casa del alfarero atraía las miradas con ese color tan blanco sobre el fondo verde negruzco de las lomas de California. Júpiter dejó de pedalear y bajó la cuesta. La casa del alfarero había sido antaño una vivienda elegante. Ahora se le presentaba a Jupe como una casa desafiante que ostentaba su color jengibre de la época victoriana en aquel solitario trecho de costa.

Júpiter se detuvo ante la puerta de entrada. Una pequeña señal en la valla, daba a entender que la tienda del alfarero estaba cerrada pero que éste regresaría pronto. Júpiter quería saber si el alfarero estaría todavía dentro de la gran casa sin querer enfrentarse con la acostumbrada riada de clientes de los sábados por la mañana. Era cierto que dio muestras de estar enfermo cuando Júpiter entró por el agua.

El muchacho apoyó la bicicleta sobre la valla y cruzó la puerta. El patio delantero de la casa estaba pavimentado con losas anchas y lleno de mesas en las que se exhibían grandes piezas de cerámica: espléndidos jarrones, grandes platos decorados con flores y frutos, enormes búcaros en los que se veían revolotear pájaros, en un vuelo sin movimiento.

—¡Señor alfarero! —gritó Júpiter.

Nadie respondió. Las altas y estrechas ventanas de la casa parecían vacías. El cobertizo donde el alfarero conservaba sus provisiones estaba cerrado con llave y silencioso. Al otro lado de la carretera y aparcado en un recodo de la playa vio un «Ford» de color tostado y lleno de polvo. No había nadie en el coche. Sin duda alguna, el dueño estaba en la playa, patinando o pescando.

El sendero que conducía desde la carretera a lo alto del monte, a Hilltop House, se encontraba sólo a unos metros de distancia, más allá del patio del alfarero. Júpiter observó que la puerta estaba abierta. La propia Hilltop House no era visible desde la casa del alfarero, pero Jupe pudo ver la pared de piedra que sostenía la terraza. Alguien estaba allí de pie, apoyado en la pared. A esa distancia, Jupe no podía decir si era el conductor del «Cadillac», el hombre de pelo negro y ensortijado, o aquel otro extraño ocupante del coche, sin edad determinada.

Jupe recorrió con rapidez la exposición de objetos colocados sobre las mesas de madera y encima de dos peldaños adornados con un par de jarrones. Éstos eran casi tan altos como el propio Júpiter, y una franja pintada con águilas bicéfalas, semejantes a las del medallón del alfarero, figuraba en cada jarrón. Los ojos de las águilas brillaban mucho y tenían los picos abiertos en ademán de desafiarse mutuamente.

Al entrar en la casa, el piso de madera crujió, bajo las pisadas de Jupe.

—Señor alfarero —preguntó—. ¿Está usted aquí?

No hubo respuesta, y Jupe frunció el entrecejo. La puerta de delante estaba entornada solamente. Jupe sabía que el alfarero no se preocupaba mucho de las cosas que tenía en el patio, ya que eran grandes y difícilmente se las podían llevar. Pero también sabía que todo lo demás que poseía el alfarero lo guardaba cuidadosamente bajo llave. Si la puerta delantera estaba abierta, el alfarero debía estar en casa.

Cuando Jupe entró por la puerta vio que el vestíbulo estaba vacío, o al menos lo vacío que podemos considerar un local que sólo tiene una fila de estantes, desde el suelo hasta el techo, llenos de fuentes, tazas, platos azucareros, tarros y bomboneras de diversos colores. Todo brillaba, limpio de polvo y en perfecto orden, y colocado de tal manera que causara en el visitante la mejor impresión posible.

—Señor alfarero —gritó esta vez Júpiter.

No se oía ni una mosca, excepto el ruido del motor de la nevera que funcionaba en la cocina. Júpiter miró la escalera, y se quedó dudando si debía o no subir al piso. El alfarero podía haber vuelto y haberse metido en la cama. Incluso podía haber sufrido un desvanecimiento.

Entonces Jupe oyó un pequeño ruido. Algo se había movido en la casa. A la izquierda de Jupe había una puerta que se encontraba cerrada, y éste ya sabía que era la que daba al despacho del alfarero.

De allí procedía el ruido.

—Señor alfarero —insistió Jupe golpeando la puerta.

Nadie le respondió. Jupe puso la mano en la manivela, la accionó y la puerta se abrió ante su mirada. El despacho no tenía más que una mesa escritorio de tapa abatible y unos estantes con libros de cuentas y facturas. Júpiter entró despacito en la habitación. El alfarero tenía organizado un negocio de venta por correo. Júpiter vio montones de listas de precios y de facturas. En una esquina del estante había una caja con sobres.

Entonces Júpiter vio algo que le entrecortó la respiración. La mesa del alfarero había sido forzada y se encontraba abierta. Tenía rayaduras recién hechas en la madera y también en la cerradura de la tapa giratoria. Uno de los cajones igualmente abierto y vacío; encima de la mesa se veían montones de fichas esparcidas en desorden.

Alguien había registrado el despacho.

Júpiter iba a dirigirse de nuevo hacia la puerta cuando de repente unas manos se apoyaron en sus hombros. Entre sus tobillos se introdujo un pie, y fue empujado brutalmente hacia una esquina de la habitación. Tropezó con la cabeza en el borde del estante y le cayeron encima una montonada de papeles.

Pudo darse cuenta de que cerraban una puerta y echaban la llave de la cerradura. Las pisadas se alejaron del vestíbulo.

Aturdido trató de incorporarse y sentarse en el suelo, pero aguardó un momento para serenarse. Cuando se aseguró de que estaba en su sano juicio se levantó y corrió hacia la ventana. El patio de delante de la casa estaba vacío. El que entró a registrar el despacho había desaparecido.