El alfarero aparece y desaparece
Júpiter Jones oyó que la camioneta doblaba la esquina de la carretera de la costa. No se habla equivocado, no. Era el alfarero.
Júpiter había estado rastrillando la gravilla del camino de acceso al «Patio Salvaje» de los Jones. En aquel momento se detuvo y se puso a escuchar.
—Por ahí viene —dijo.
Su tía Mathilda se encontraba allí cerca, regando los geranios que había plantado al borde del camino. Cerró la boquilla de la manguera y el agua dejó de chorrear; y dirigió la mirada al camino que llevaba hasta la carretera.
—¿A qué viene ese hombre ahora? ¿Qué pasa? —preguntó.
La vieja camioneta del alfarero subía a duras penas la ligera pendiente que separaba la carretera del «Patio Salvaje» de los Jones.
Júpiter se sonrió burlonamente. El hombre, conocido en Rocky Beach sencillamente como «el alfarero», era motivo de inquietud y de preocupación para la tía Mathilda. Todos los sábados por la mañana el alfarero iba con su vieja y desmantelada camioneta a la ciudad a recoger las provisiones y víveres que necesitaba para la semana. Muchas veces la tía Mathilda se había encontrado con la camioneta que llegaba carraspeando hasta la zona de aparcamiento junto al mercado de Rocky Beach. La tía Mathilda solía siempre decir en tono profético que aquel cacharro viejo nunca podría llegar resoplando a la carretera. Pero siempre se equivocaba.
Y aquel sábado no fue una excepción. La camioneta llegó a la cima de la pendiente despidiendo humo por el radiador. El alfarero saludó con la mano, y con el traqueteo propio de ese vehículo dobló la esquina y entró en el «Patio Salvaje». Jupe saltó, apartando su cuerpo rechoncho, y la camioneta hizo un viraje y se detuvo, dando un resoplido como de cansancio, ya dentro de la verja del patio.
—Júpiter, hijo mío —exclamó el alfarero—. ¿Cómo estás? Y usted, señora Jones, tiene un magnífico aspecto en esta mañana de junio.
El alfarero saltó de la cabina de la camioneta, y aquella bata larga y limpia que llevaba puesta se le arremolinó.
Tía Mathilda nunca podía asegurar si estaba o no, conforme con tal indumentaria. Es verdad que era uno de los más hábiles artesanos de la costa occidental. La gente acudía de ciudades tan distantes como San Diego por la parte sur, y Santa Bárbara por el norte, para comprar los cacharros, botijos y jarrones que tan bien sabía moldear. Tía Mathilda admiraba aquella hermosa artesanía. Con todo, estaba plenamente convencida de que todos los hombres debían llevar pantalones, una vez salidos ya de la edad de los juegos.
Aquellos ropajes colgantes se contradecían con la idea que ella se había forjado de cómo debían ser las cosas. Y lo mismo ocurría con aquella cabellera del alfarero, tan larga y reluciente, y con su limpia y bien arreglada barba, sin omitir tampoco el medallón de cerámica que colgaba de una cinta de cuero que llevaba alrededor del cuello. El dibujo que figuraba en el medallón era un águila bicéfala, de color escarlata. A tía Mathilda le parecía que lo normal era una cabeza de águila. Aquel pájaro con dos cabezas era también otra de las extrañas chifladuras del alfarero.
Luego tía Mathilda dirigió una mirada a los pies del alfarero, con muestras de manifiesto desagrado, como siempre, el alfarero iba descalzo.
—Va usted a pisar un clavo —le dijo en tono de advertencia.
—Nunca piso clavos, señora Jones —dijo limitándose a sonreír—. Usted bien lo sabe. Bueno, yo necesitaría que me ayudara en algo hoy. Estoy esperando…
El alfarero se detuvo de repente y dirigió la mirada a un cuartito de madera que servía como de despacho en el «Patio Salvaje».
—¿Qué es eso? —preguntó.
—¿Quiere usted decir que nunca lo ha visto? —le respondió la tía Mathilda—. Tiene ya varios meses.
Y descolgó de la pared del despacho el marco de un cuadro, que entregó al alfarero para que lo pudiera ver bien. A través del cristal se veían una serie de fotografías en colores muy vivos, con unas frases al pie de cada una. Sin duda las fotografías estaban tomadas de una revista. Había una de la parte delantera del «Patio Salvaje»; en ella se podía ver al tío Titus que posaba con orgullo ante la valla de madera que cercaba el «Patio». Algunos artistas de Rocky Beach habían decorado la valla con la pintura de un barco de vela, en lucha contra el borrascoso océano. Además se podía distinguir claramente el dibujo de un pez que levantaba la cabeza por encima de las olas, para ver el barco.
Debajo de la fotografía del «Patio Salvaje» había otra del señor Dingler, que labraba joyas de plata en una pequeña joyería de Rocky Beach, y otra de Hans Jorgenson, pintando una marina. Había otra foto del propio alfarero. El fotógrafo había captado una magnífica instantánea del viejo cuando salía del mercado, con su barba reluciente a la luz del sol, y el águila bicéfala que destacaba sobre el blanco de su vestimenta, llevando colgado del brazo una bolsa ordinaria con las provisiones adquiridas. La inscripción que figuraba al pie de la fotografía del alfarero ponía de manifiesto que a los habitantes de Rocky Beach no les molestaba que uno de sus más famosos artistas llevara ese ropaje tan excéntrico.
—Seguramente usted debía tener noticia de ella —dijo la tía Mathilda—. Está recortada de la revista «Westways». ¿Recuerda que hicieron una foto a los artistas de las ciudades del litoral?
—No lo sabía —respondió frunciendo el entrecejo—. Recuerdo que un día vi por ahí un joven con una máquina fotográfica, pero no le presté mucha atención. Además, nos encontramos con tantos y tantos turistas, y todos ellos suelen llevar máquina de fotografías que… Pero si al menos…
—Si al menos, ¿qué? —preguntó la tía Mathilda.
—Nada —respondió el alfarero—. Ahora ya no tiene remedio —y diciendo esto se alejó de tía Mathilda y de aquella foto suya tan divulgada, viniendo a apoyarse en el hombro de Júpiter—. Júpiter —le dijo—, me gustaría echar un vistazo a tu mercancía. Espero huéspedes y me temo que encuentren la casa un poco… bueno, un poco desmantelada y vacía.
—¿Espera usted huéspedes? —replicó la tía Mathilda—. ¡Válgame Dios!
A pesar de su carácter jovial y abierto, el alfarero nunca había tenido un amigo íntimo. Júpiter sabía que su tía manifestaba vivas ansias por saber quién podía ir a visitar a aquel viejo. Sin embargo, se abstuvo de preguntárselo, y simplemente le ordenó a Júpiter que le enseñase cuanto tenían.
—Tu tío Titus no volverá de Los Ángeles hasta dentro de una hora por lo menos —dijo; y se apresuró a cerrar el grifo que daba paso al agua de la manguera.
Júpiter se sentía muy contento al poder mostrar al alfarero todas las cosas. La tía Mathilda tenía sus propias dudas sobre el viejo, pero a Jupe le gustaba su carácter. Su lema parecía ser «Vive y deja vivir», y Júpiter pensaba que no era cuestión suya sino del alfarero, si éste disfrutaba andando con los pies descalzos y vestido con aquella túnica blanca.
—Bueno, en primer lugar —dijo al alfarero—, necesito dos camas.
—Sí, señor —dijo Jupe.
El alfarero echó una mirada en torno suyo.
El «Patio Salvaje» de los Jones estaba perfectamente organizado. Estando al frente la tía Mathilda hubiera resultado difícil imaginárselo de otra manera. Jupe acompañó al alfarero hasta el cobertizo donde se guardaban los muebles, para evitar que les atacara la humedad que venía del océano. Había escritorios, mesas, sillas y camas. Algunos muebles estaban rotos o estropeados por los años de uso y los malos tratos. Otros muebles hablan sido retocados y pintados de nuevo por Jupe, su tío, y Hans y Konrad, dos hermanos bávaros que les ayudaban en ese menester.
El alfarero dirigió una mirada a las camas amontonadas junto a una de las paredes del cobertizo. Le dijo a Jupe que se habla comprado nuevos colchones y somieres, pero que todo ello quedaba incompleto mientras no estuviera puesto encima de una buena y sólida cama.
—¿Cree usted que los huéspedes que espera, van a estar mucho tiempo? —preguntó. La curiosidad de Jupe empezó a aumentar por momentos.
—No estoy seguro, Júpiter —respondió el alfarero—. Ya veremos. Bueno, ¿y qué te parece esa cama de bronce con ese adorno que tiene arriba en forma de voluta?
—Es muy anticuada —respondió Jupe dudando.
—También yo lo soy. ¿Quién sabe? Tal vez a mis huéspedes las guste yo, tal y como soy —el alfarero levantó la cabecera da la cama y la sacudió para comprobar su solidez—. Estupenda. Ahora ya no las fabrican así. ¿Cuánto vale?
Jupe dijo que lo ignoraba. La cama procedía de un viejo caserón de las colinas de Hollywood. Su tío la había comprado precisamente la semana anterior, pero no tenía ni la más remota idea de lo que pensaba pedir por ella.
—No te preocupes —le dijo el alfarero—. No es preciso saberlo en seguida. Ponla aparte, y ya se lo preguntaré a tu tío cuando vuelva.
—Necesito otra cama —le dijo a Jupe—. Para un muchacho de una edad parecida a la tuya. ¿Tú cuál escogerías, Júpiter, si te tuvieras que comprar una?
Jupe no vaciló, y echó mano de una cama de madera clara, que además tenía adosada una estantería para libros.
—Si al muchacho le gusta leer en la cama, ésta es estupenda —respondió—. La madera no es de la mejor, pero Hans la pulió con papel de lija y la pintó. Creo que ahora tiene mejor aspecto que cuando era nueva.
—Magnífico, sí —comentó el alfarero satisfecho—. Y si al muchacho no le gusta leer en la cama, puede guardar en la estantería su colección particular.
—¿Su colección? —preguntó Jupe.
—Debe tener su colección propia —replicó el alfarero—. ¿No coleccionan cosas todos los muchachos? ¿Bien sean conchas marinas, o sellos, o minerales, o cápsulas de botellas de licor o lo que sea?
Jupe estaba a punto de decirle que él no, cuando le vino a la memoria aquella especie de cuartel general suyo, formado por un remolque escondido disimuladamente detrás de un montón de chatarra al fondo del patio. En realidad, Júpiter tenía una colección; una colección de casos resueltos por Los Tres Investigadores. Los informes estaban todos en el remolque, cuidadosamente guardados en folios metidos en carpetas.
—Sí, señor, me imagino que todos los muchachos tienen una colección —dijo—. ¿Quiere algo más de mí ahora?
Solucionada la cuestión de las camas, el alfarero no sabía qué más buscar ni por qué decidirse.
—Tengo tan pocas cosas en mi casa —declaró—. Supongo que otras dos sillas también irían bien.
—¿Cuántas sillas tiene usted? —preguntó Jupe.
—Una —le respondió al alfarero—. Nunca he necesitado más de una, y trato de no complicarme la vida nunca.
Jupe sin decir palabra escogió dos sillas fuertes del montón que había junto a la pared derecha del cobertizo, y las puso delante del alfarero.
—¿Una mesa? —le preguntó Júpiter.
—Ya tengo una. Pero estoy pensando Júpiter, en una cosa que se llama televisión. Sé que es muy popular, y puede que a mis huéspedes les gustara tener una. Tal vez tú pudieras…
—No —le interrumpió Júpiter—. Cada vez que un aparato llega a nuestras manos sólo podemos guardar unas pocas piezas de repuesto. Si desea tener un aparato de televisión no tendrá más remedio que comprarse uno.
El alfarero se quedó dudando.
—Los televisores nuevos todos tienen garantía —prosiguió Júpiter—, y si tienen algún defecto se pueden devolver a la casa para que los arregle.
—Ya comprendo, ya. No hay duda de que estás en lo cierto, Júpiter. Por ahora me he de conformar con las camas y las sillas. Después ya…
El alfarero cortó la frase. Fuera, en el patio, sonaba el claxon de un coche, de forma insistente y fuerte.
Júpiter se encaminó a la puerta del cobertizo. El alfarero le siguió. Aparcado en el camino, cerca de la desmantelada camioneta del alfarero, había un reluciente «Cadillac» negro. De nuevo sonó el claxon y el hombre que conducía el coche miró en torno suyo con señales de impaciencia y se dirigió hacia la puerta del despacho.
Jupe se apresuró a salir.
—¿En qué puedo servirle? —le preguntó.
El hombre se detuvo y esperó a que Jupe y el alfarero llegaran hasta donde él se encontraba. Júpiter iba pensando que tenía aspecto de persona retraída, de esas que se callan todo cuanto piensan. Era alto y flaco y no muy viejo, aun cuando unos mechones de pelo plateado destacaban entre su cabellera negra y ensortijada.
—¿Deseaba usted algo, señor? —le dijo Jupe.
—Voy buscando Hilltop House —le respondió el hombre—. Me parece que no he tomado el desvío de la carretera que corresponde.
Aquel hombre hablaba el inglés propio de una persona europea bien educada.
—Se encuentra a una milla al norte —le respondió Jupe—. Vuelva a la carretera y tuerza a la derecha. Siga recto hasta que vea la casa del alfarero. El camino que conduce a Hilltop House se encuentra allí detrás. No tiene equivocación posible. Hay una puerta de madera con un candado.
El hombre asintió con un movimiento afirmativo de cabeza, le dio las gracias de forma brusca y se volvió al coche. Entonces se dio cuenta Jupe de que había otra persona en el coche. Un hombre más bien grueso, estaba sentado y sin moverse en el asiento de atrás. Entonces se inclinó hasta tocar el hombro del que conducía y le dijo algo en un lenguaje que Jupe no pudo entender. Ese hombre no parecía ni joven, ni viejo, ni de edad intermedia. Al instante cayó en la cuenta Jupe de que ello se debía a que estaba completamente calvo. Incluso le habían caído las cejas, si es que alguna vez había tenido. Y tenía la piel tan curtida que parecía cuero.
Ese hombre dirigió una mirada primero a Jupe, y en seguida volvió sus ojos negros y ligeramente angulosos hacia el alfarero, que había permanecido callado al lado de Jupe. El alfarero emitió como un extraño silbido muy débil. Jupe le miró, y vio que tenía la cabeza inclinada hacia un lado, como si tratara de escuchar con atención, y con la mano derecha cogía con fuerza el medallón que le colgaba del cuello. Aquel hombre de edad indefinida se volvió a acomodar en el asiento. El que iba al volante puso el coche en marcha, retrocedió un poco y salió del camino. La tía Mathilda salió de la casa a tiempo para ver pasar el «Cadillac» rápidamente y volver hacia la carretera.
El alfarero tocó el brazo de Júpiter.
—Hijo mío —le dijo—, ¿quieres hacer el favor de ir y pedirle a tu tía un vaso de agua? De repente me ha entrado como un ligero mareo.
El alfarero se sentó en un montón de tablas de madera. Parecía estar enfermo.
—Se la traigo en seguida —le prometió Jupe. Y salió corriendo.
—¿Quiénes eran esos hombres? —le preguntó tía Mathilda.
—Iban buscando Hilltop House —le respondió Jupe, que entró en la cocina, sacó la botella de agua que la tía Mathilda tenía siempre en la nevera y llenó un vaso.
—¡Qué extraño! —comentó la tía Mathilda—. Hace ya años que no vive nadie en Hilltop House.
—Ya lo sé —dijo Jupe, y salió corriendo con el vaso de agua. Pero cuando llegó al patio, el alfarero había desaparecido.