Antonio del Valle, «Pasodoble».

n. en 1928. Bustarviejo (Madrid).

Claro que recuerdo cuándo empezó la guerra. Lo recuerdo porque soy muy chico, muy chico. Mi padre, que era bastante de derechas, porque era de la CEDA, al estallar la guerra tenía un retrato de Gil Robles en casa y desapareció. Esto era zona republicana. Y entonces yo, que tenía siete años, recuerdo que le decía a mi madre: «Pero ¿y esa fotografía que había ahí de ese tío gordo, por qué no está?» Mi madre me contestó: «Hijo, porque ése era al que tu padre quería, pero hoy no sé qué pasa y tu padre lo ha quitado por miedo». Y así me quedé, porque yo no entendía nada y no me dieron más explicaciones.

Mi padre, si voy a decir la verdad… Mi padre no hacía nada. Era un hombre que tenía unos hijos, algún criado… Tenía tierras en Miraflores, que es el pueblo de al lado. Para él sus hijos tenían menos méritos que nada. Su mujer, lo mismo. Él era el auténtico señor, que tenía que vivir como la hostia. No era torpe, no era torpe para preparar siempre trabajo para unos esclavos. Era de los ricos del pueblo. En el treinta y cuatro no lo era, pero luego sí. Más que trabajador fue, lo que he dicho… Él supo buscarse sus cosas, y sus cosas las tenía que atender una gente a la que él pagase como se le pusiese en los cojones. A él dar una limosna a un pobre en el invierno no le importaba, porque sabía que ese pobre en el verano casi seguro trabajaría para él. Tenía cabras, tenía vacas y tenía tierras.

Éramos diez hermanos, y en eso estoy de acuerdo en que era complicado mantener a diez hijos, y por eso siempre le he dado un poco de mérito. Porque valió para mantener una familia, pero para nada más. Yo era el séptimo. Detrás de mí hay tres. Ninguno de los hermanos estudió. Él sólo quería que trabajáramos en el campo, y nada más. Eso es lo que a él le interesaba. Mi padre pudo hacer mucho dinero, mucho. No lo hizo efectivamente por… no sé por qué. Casi te diría que por dictador. Por lo menos dictador de una familia.

En este pueblo entonces no había más que dos camiones, que estaban atosigados, que andaban siempre de mala manera. Mi padre no llegó a ser secretario pero sí miembro de la Hermandad de Agricultores y Ganaderos, y era el que la manejaba. Mi hermano el mayor, esto ya debió ser por el cuarenta y cinco o el cuarenta y seis, le dijo: «Padre, ¿por qué no compramos un camión, y todas estas músicas de llevar leche, de traer paja, de traer cosas para nosotros, por qué no las puedo hacer yo?» Pero eso no le interesó nunca a mi padre, porque siempre pensó que era un señor y que quien tenía que vivir como le saliera de las pelotas era él. Si le compraba un camión a su hijo el mayor, a otro por descontado al poco tiempo le tendría que meter de mozo, y entonces las cabras quién se las cuidaba, las vacas quién se las atendía, las tierras quién las labra…

Cuando empezó la guerra, en el treinta y seis, estuvo muy perseguido. Le querían matar.

Escondido en el campo

No le mataron porque se tiró ocho o diez meses por ahí, por el campo, escondido. Mi padre era amigo del tío Zanga, que era el más socialista de aquí y además el alcalde, y aquel hombre siempre dijo que mientras él estuviera en su pueblo a poder ser no mataban a nadie.

El tío Zanga algunas veces llegaba a casa, se cogía sus alforjillas al hombro, iba a donde mi padre y le decía: «Toma, Juan, sigue comiendo y sigue escondido. Mientras yo pueda no te matan». Éstas son oídas, que luego nunca sabes si son verdad o no.

Aquí hubo un pintor que era un golfo, como mi padre más o menos. Le gustaba mucho jugar, como a él. Pero a mi padre le íbamos solucionando las cosas más o menos nosotros, los hijos, pero el pintor, si no pintaba, no había nada que hacer. El pintor perdió dinero en el juego y parece que llegó a pedirle a mi padre, y él se lo prestó. A lo mejor eran amigos jugando pero, cuando empezó la guerra, y como mi padre era amigo del cura y de toda esa gente, pues el pintor dijo que a quien había que matar era a Juan del Valle. Por lo que mi padre decía, era porque le debía dos mil pesetas. Yo siempre oí decir en mi casa: «¿Y porque le dejara dos mil pesetas y no me las pudiera devolver me iba a matar?» Ésas son las cosas que yo he oído. Imagínate. Yo. Con seis o siete años…

En el treinta y ocho volvió mi padre, y nadie se metía con él. Si aquello no fue más que el primer momento. Yo siempre he dicho: «¿Por qué aquel hombre, el pintor, no volvió?» Pues o porque se fue al frente, o porque le mataron o porque las dos mil pesetas le importaron tres leches. Porque padre volvió a casa, estuvo trabajando toda la vida y aquí no acudió ni un pintor ni la madre que lo parió.

La muerte del cura

El pintor era rojo, pero nada más, porque si no… Aquí hubo poca represión. Sí, se mató. Aquí mataron al cura. El cura que, según he oído al tío Zanga (que he hablado mucho con él porque a mí me ha querido siempre mucho), tenía con él una rivalidad, pero no política, sino amorosa, por una tal Julia. El cura estaba perseguido, pero tampoco le pasaba nada, hasta que un día vinieron de fuera tres guerrilleros a por él. Y tío Zanga dijo: «Pues muy bien, yo también quería matarle o sea que vamos a por él». No sé si todavía era alcalde, supongo que no, porque había venido la revolución. Total, que se fueron a casa del cura, a por él, y le dijeron a su madre: «¿Doña Matilde, está su hijo?» Y ella contestó: «Sí, ¿qué quieres, Antonio?» «Vengo a por él para matarle». Y ella le contestó: «Ya sabía yo que si alguno mataba a mi hijo tenías que ser tú por ser rivales».

Total que no sé cómo lo arregló con los guerrilleros, porque eso debía de ser por agosto, y aquí en agosto hace una calor de los cojones. El caso es que le dijo al teniente de alcalde: «Vete a casa y súbete tres botellas de coñac al ayuntamiento». Y ahí tienes al teniente de alcalde con las tres botellas de coñac. Allí estaban, en el ayuntamiento, el tío Zanga, el cura, el teniente de alcalde y no sé si algún concejal más, bebiendo coñac con los tres que venían a matar al cura. El tío Zanga, que de tonto no tenía nada, como iban los guerrilleros con el correaje, les dijo: «Por favor, quitaos estos trastos y tiradlos ahí, que aquí en el ayuntamiento no vamos a matar al cura. Luego para matar al cura os lo volvéis a poner». El caso es que los tíos tiraron el correaje y siguieron con el coñac. Cuando el tío Zanga vio que estaban ya bastante chisbolas, cogió uno de los correajes y dijo: «Soy el alcalde y aquí mando yo, y a este hombre le mato con esta pistola por donde a mí me convenga, no donde vosotros queráis». Supongo que tendrían una buena, poco agradable, porque el tío Zanga decía que pasó más miedo que miedo, pero el caso es que se marcharon.

El cura dijo que tenía un amigo del Parque Móvil, así que el tío Zanga le llamó y le dijo que se viniera por aquí para coger y sacar al cura, que le querían matar y no había razón «porque no hay derecho de que tengan que matar a una persona». Así que vino el tío del Parque Móvil, cogieron al cura, se lo llevaron, cruzaron todos los «paros» porque iba el alcalde, que sacaba su documentación. Así se salvó, pero luego, aquel cura no sé si fue un orgulloso, un tonto o una persona que se creía que era buena y que no le podía pasar nada, el caso es que casi todos los días acudía al coche de línea a ver si veía a alguno de Bustarviejo para caciquear, para enterarse de cómo iban las cosas por aquí, hasta que le guiparon cuatro gachos de Miraflores y se lo cargaron.

Aquella muerte se la achacaron luego a un chico de aquí, a un tal Ángel Plaza. Por un hermano de su mujer que se pasó al otro lado. Imagínate, se presentó aquí el día 29 de marzo y se hizo cargo del pueblo, y como Ángel era pobre y encima rojo… Pero él no había tenido nada que ver.

Vinieron dando aviso a la CNT. Entonces existían la UGT y la CNT. Comunistas no había, y la que más funcionaba era la CNT. Entonces vino un parte a la CNT de que había habido una «corrida» en Cantagallos. Ahí mataron al cura. Imagínate los chicos de la CNT, los tíos de veintitantos años, pues a ver qué ha sido, a ver qué han hecho. Y cuando llegó, un tal Zaragoza, al cura ya le habían matado. No había sido culpa suya, pero la muerte del cura la pagó Zaragoza. Por ser novio de la hermana del que se había pasado. Le fusilaron después de un juicio.

Yo sentí mucho lo del cura. El que más. Porque yo de chico he sido un poco trasto. Me cago en la leche, no me acuerdo de cuánto le costaba la cajetilla de tabaco picado, no sé si eran quince céntimos, y él me daba veinte, fíjate, y los cinco me los gastaba yo en cualquier cosilla, en caramelos… Si no le daba la vuelta, él me daba dos tortas o un estirón de orejas, pero con cariño, porque todos los días me volvía a enviar a por tabaco.

El cura tenía un patio, donde está ahora el cine, y allí tenía veinticinco o treinta gallinas y un perro negro que le llamaba Moro. El perro me conocía a mí más que a él. Un día me lié yo a jugar con el Moro, y el perro cogió una gallina y la mató. Y yo, asustado, la cogí y la tiré al pozo. La Julia fue a sacar agua y al primer día no salió, pero al segundo, allí estaba, en el cubo. Me montó una el cura… Pero a mí me daba igual, yo le tenía cariño porque él me quería mucho a mí.

Cuando lo mataron fue un asco, un asco. Yo, que tenía seis o siete años, y que estaba harto de jugar con el cura y de hacerle veinte mil fechorías… y verle muerto. Mi primo y yo estábamos jugando por ahí, por el Cantón, y entonces llega un camión y alguien dice: «Han traído al cura muerto». Y los dos críos, anda que tardamos en mirar. Nos subimos a la rueda para mirar. Para mí fue una pena horrible, me dije: «Joder, estos rojos son unos hijos de puta».

A mí, don Federico nunca me enseñaba cosas de iglesia, solamente me enseñaba a ser un trasto, porque yo era muy enreda, muy revoltoso, no hacía nada más que pincharme para que yo le hiciese alguna trastada. Un día me dijo: «Niño, te vas a venir conmigo y vas a ser monaguillo», y yo le contesté: «¿Sabe lo que le digo? Que yo no me pongo unas faldas blancas, que yo me tengo que poner un smoking negro». Entonces, el muy jodio me llamaba cordobés: «Tú eres como un cordobés, y te hace falta un sombrero». Yo le contestaba: «Pues ande, tráigamelo». Y siempre andábamos con esas cosas.

Venganzas

Hubo otros dos muertos más en el pueblo. Matías y Cipriano. A Matías, que era más facha que la madre que lo parió, lo mataron por culpa de su hijo. Este Matías era el padre de Pepe, que era el secretario de la CNT. Matías era muy carca, muy facha, y estaba loco perdido. Y su hijo era tan carca como él, porque luego se marchó con el jefe de Falange al otro lado. El caso es que no aguantaba que su hijo fuera tan carca como él y al mismo tiempo fuese secretario de la CNT. No hacía más que hablar disparates de su hijo, todo lo que le daba la gana: «Voy a coger la escopeta y voy a salir por él y le voy a pegar dos tiros». Pero a quien pegaron dos tiros fue a él.

No fueron los de su hijo, porque además su hijo estaba en Fuencarral. Le mataron unos pistoleros que había aquí, pero la culpa fue del hijo. Eran de una comandancia de Colmenar o de Fuencarral o algo así. El tío Matías se había escondido en una piedra grande que hay frente al campo de fútbol. Al salir de la piedra le pegaron un tiro. Le mataron aquellos guerrilleros o quienes fuesen, pero le culparon a un chico de aquí. No llegó a ser juzgado ni nada. En cuanto terminó la guerra, a los veinte días se lo habían cargado. Siempre adjudicándole la muerte de Matías, pero a mí me ha dicho un amigo: «Mira, estas cosas no debían tener ni comentario. Cipriano no tuvo nada que ver en la muerte de Matías». Yo digo: «¿Entonces por qué le mataron?», y él dice: «A ver si un poco de culpa tuvo mi padre…» porque su padre era muy de derechas. A Cipriano no llegaron ni a juzgarle. Nada más que le detuvieron, le tuvieron en la cárcel o en la comisaría, le sacaron, le pegaron dos tiros y se acabó.

Fandangos del «Pionero».

En Bustarviejo no hubo combates. Hubo tropas descansando. Cada batallón se quedaba un mes o dos. Aquí los milicianos, como se decía entonces, fueron extraordinarios. Extraordinarios. Porque te voy a decir que había un tío que tenía el apodo artístico de «Pionero», y cantaba de maravilla. Aquel tío, todos, todos los días me tenía a mí encima de las piernas, yo sentado y él cantándome fandangos. Es una cosa que me debe de gustar desde que nací, porque aquel hombre se tiraba las mañanas enteras conmigo cantando. Y a lo mejor le decía mi madre o mi padre: «Bueno, Pionero, vete a dar una vuelta», y él decía: «Sí, pero al niño me le llevo». Y me llevaba en brazos por ahí, a ver a los milicianos que estaban hospedados en la iglesia y en otros dos o tres sitios.

La Navidad del treinta y siete el Pionero llamó a un amigo suyo, a un tal José, que no sé quién era ni de dónde venía, y se vinieron los dos a mi casa, con la guitarra, y aquello fue una juerga. Me quería mucho. Iban mucho por casa. Los milicianos se acoplaban en casas simplemente por un poco de amistad. Fue también un valenciano que pintaba muy bien y enseñó a mi hermana Berta. Pero lo del cante del Pionero, eso sí que fue… Con el Pionero oí por primera vez hablar de García Lorca, porque me decía: «En memoria de García Lorca te voy a cantar esta copla». Siempre que oigo ese nombre me acuerdo de él.

Mi primo y yo íbamos muchas veces a los milicianos a pedir comida. Mi primo era más trasto y más listo que yo, y me decía: «Vamos a pedirles un plato de rancho», y nos lo daban, nos lo comíamos y más contentos que la hostia los dos. Si en casa no teníamos más que un plato de patatas con sebo. Lo que nos daban los milicianos a lo mejor no estaba bueno, pero a nosotros nos lo parecía. Y yo, como tenía con el Pionero una relación tan especial…

Aquélla era gente de lo más humilde, de lo más buena. Debían de tener veinte o veinticinco años, y eran más juerguistas que la madre que los parió, y era a lo único a lo que se dedicaban aquí, a beber vino y a la juerga. Pero ellos no se metieron absolutamente en nada, en nada.

De la CNT a Falange

Aquí había escuela. Pero entonces aquello era yo qué sé. A lo mejor con algún año más hubieses podido captar algo, pero imagínate con seis años. El maestro que había aquí fue el que formó la CNT. Era un hijo de Satanás. Cuando vio que la guerra se perdía, se pasó al otro lado. Aquí acudió el 1 de abril con la gorra colorada y la camisa de Falange. Ese tío era zamorano o de por ahí, y luego fue aquí el jefe de Falange un montón de años y el maestro de la escuela. Fue maestro con las dos camisas, pero con la que triunfó fue con la de Falange.

Cuando volvió de maestro, eso fue lo más odioso, lo más asqueroso que puedas echarte a la cara. Antes de irse era buen maestro, pero cuando volvió no había para él más que política y Falange. Yo sólo hacía que estudiar el catecismo y cantar el Cara al sol. Teníamos que cantarlo al entrar, y cuando dejabas de cantarlo, ahí tenías el catecismo. Y si no te aprendías los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, te los recitaba enteros. Se llamaba Mariano García Montero. De eso me acuerdo muy bien, y pegaba palos, con las manos y con la regla. Durante la guerra, cuando todavía no se había marchado, casi le arrancó a uno la oreja de un tirón. Aunque era mejor porque enseñaba más. Luego, sólo Cara al sol y catecismo.

Luego, unos años más tarde, pude aprender algunas cosas. Fíjate qué cacique indecente él, como mi padre, que es lo que más me jode, y lo digo porque es así: mi padre le da autorización al cura para que me dé clases particulares, esto con doce o trece años. Yo tenía que estar todo el día trabajando en el campo, no tenía tiempo para ir a la escuela y, sin embargo, sí podía mi padre pagar la clase particular. Pero fíjate, el maestro fue el que me enseñó el catecismo y el cura por lo menos me enseñó las cuatro reglas, los ríos más importantes de España, las provincias, porque no tenía ni la más remota idea de nada con el de la CNT. Con ése, el catecismo y las cosas de José Antonio. Y punto.

Voluntarios abisinios

De mi familia, sólo mi hermano mayor estuvo en el ejército. Estuvo aquí, en la zona roja, voluntario. Yo creo que entonces todavía no era rojo, lo que pasa es que hubo un batallón aquí, se llamaba batallón de los Abisinios, que estaban aquí descansando. El comandante del batallón, Benito me parece que se llamaba, se casó aquí, además. Cuando movilizaron la quinta de mi hermano, como a aquella gente les cayó muy bien la gente del pueblo, el comandante les dijo: «¿Por qué no os venís conmigo?», y se apuntaron. «Lo que tenéis que ser, efectivamente, es voluntarios, claro está». Y cogieron toda la quinta de mi hermano menos uno y se marcharon.

Eso no cambió nada en absoluto las relaciones con la gente del pueblo, porque mira, en la guerra hubo a lo mejor quien era muy partidista e hizo lo que pudo y se largó al otro lado, y luego estaba al que le movilizaban o se iba voluntario, sin cambiarse de lado. Siempre dijeron: «Nosotros nos quedamos con el Gobierno que estamos, no tenemos que buscar otro». No hubo problemas con nadie.

Un día a la semana o un día cada quince días iban a verle. Cogían el caballo mi padre y a lo mejor mi hermana mayor, con una hogaza de pan, con un kilo de tocino, con lo que fuese, a ver a mi hermano, tan contentos porque se había ido con don Benito, el comandante del batallón de los Abisinios.

Cuando se acabó la guerra, la cosa fue más triste, porque mi hermano, siendo hijo de un fascista, se tiró dos meses en un batallón de castigo, en Santa Espina, en Valladolid, matando piojos, pasando hambre y ganándose palos de los otros. Eso es lo que le pasó a mi hermano. Pero volvió, porque aquí en el pueblo hubo gente como don Mariano García, el médico, el Crisantos, otro que se llamaba Agustín, que era juez, y otros, todos de la cofradía de mi padre, que pidieron unos avales y pudieron sacar a mi hermano.

Patatas con sebo

A nosotros nos quitaron algo, lo más insignificante. En El Berrueco hay una finca que se llama Santillana, que es del marqués de Castejón, y allí había un cuartel general de la izquierda. El cuartel se alimentaba con la comida de los pueblos, y a nosotros nos llegaron una vez y se llevaron dos vacas. No sé si se las pagaron a mi padre o no se las pagaron, pero sí sé que se llevaron dos vacas. También teníamos un prado en renta, que tenía monte, podría tener quince o veinte mil kilos de leña. La cortaron los de la CNT para traer leña a la gente, pero no era nuestro.

Yo de chico no hacía más que pasar hambre. Con la guerra y después de la guerra. ¿Que si en la guerra yo pasé hambre? Indudablemente la pasé. Nosotros a lo mejor íbamos tirando, pero al estallar la guerra aquello fue catastrófico, porque no había de nada. No había absolutamente de nada. Efectivamente, de aquellas cosas tienes que culpar a la guerra. Yo por lo menos, en lo poco que he pensado después, siendo así de pequeño, siempre he dicho esta palabra que no sirve de nada pero que alguno se la merece: «El hijoputa de Franco me hizo a mí pasar hambre».

Yo comía patatas con sebo. Y las patatas porque las cosechábamos nosotros. Teníamos vacas y cabras y, por lo menos, una taza de leche siempre tenías. En la guerra creo que había que dejar algo para los comités de milicianos, se llevaban algo, sí. Yo recuerdo que traíamos las judías para los milicianos.

Fandango del final de la guerra

El final de la guerra… Mira, te voy a contar lo más curioso, porque estaba el Pionero aquí. Entonces, se termina la guerra. Entonces tendría yo diez años justos. Teníamos las vacas al lado de la estación, pero se brincaban a otro prado, así que mi padre me mandaba de vaquero, a cuidar a las vacas. Pero como habían ganado la guerra los suyos, me compró unas zapatillas, que yo creo que fueron las primeras que estrené en mi vida.

Y allí me bajo yo, a cuidar a las vacas con mis zapatillas nuevas, cuando bajan los milicianos, que ya bajaban controlados, claro está. Se había terminado la guerra y ya se los llevaban…

Por allí había una presa de un molinero, y yo estaba dentro, y en eso me llama el Pionero y dice: «¡Niño!» «Hola, Pionero». «Dame un abrazo, que no te canto más fandangos, pero éste sí». Y me cantó un fandango. Fíjate, lo he intentado veces, pero no me acuerdo de cuál. Yo, tan emocionado por el fandango del Pionero, me salto al arroyo y me caí con las zapatillas nuevas. Hice una lumbre y puse las zapatillas, ahí a la lumbre, pero como era un trasto, no dejé de enredar, de jugar. Cuando fui a ver las zapatillas, se habían quemado. Me fui descalzo a casa y sin las zapatillas. Las zapatillas me valieron nada más el día que terminó la guerra.

Nunca más supe del Pionero. Se fue con todo el grupo. Al perder la guerra, el comandante que tenían fue a presentar sus fuerzas y aquí vinieron unos tíos con unos escopetones y se los llevaron.

Después de todo

Cuando acaba la guerra, ¿qué siento? Pues que mi hermano se tira dos meses en Santa Espina de Valladolid, en un batallón de trabajadores, pasando hambre y ganándose palos de toda esa gente que estaban protegidos por Franco. Mi padre no se cabreó con mi hermano porque estuviera con los rojos, porque mi padre entonces lo único que veía o que pensaba era que no íbamos a quedar ninguno, que íbamos a morir todos. Y como mi hermano se había ido un poco protegido por el comandante Benito, pues allí ya le encontraba un poco más salvado. Lo que no encontró nunca fue el advenimiento con su hijo. Nunca. No se llevaron mal, porque mi hermano era mucho más listo que él, mucho más. Pero era muy de izquierdas, un poco demócrata como decimos ahora, y mi padre no. Mi hermano respetaba a mi padre. Cuando le parecía lo escuchaba y cuando no, decía eso de «agua pasada no mueve molino».

Con el tío Zanga, bueno, no terminaron de comportarse con él como él se había comportado con ellos. Ni mucho menos. Pero en sí no le dieron de lado. No le encarcelaron. Mi padre siempre fue amigo de Antonio Zanga. Siempre.

La iglesia queda destruida, como quedaron todas. A los rojos, al que era del ayuntamiento rojo, sí les hicieron pagar para la reconstrucción de la iglesia, y además les obligaron a ir el día de Semana Santa a lavarse los pies y tontunas de ésas, que yo entonces no las entendí, pero luego las he entendido cuando me las ha contado el tío Zanga.

Yo, cuando acabó la guerra, de momento le tenía asco a los rojos, porque había tenido que estar mi padre escondido. En cuanto que hablé tres veces con mi hermano, que yo creo que era más comunista que la Pasionaria… Todo cambió. Mi hermano venía el pobre de la cárcel, contando todas las cosas que le habían pasado, todos los palos que le habían dado. Los curas, joder. Y luego yo aquí, con doce o catorce años y todos los días haciendo instrucción en la plaza porque está el cacho cabrón del alcalde, que es el jefe de la Falange, con cuatro… ¿Cómo se llamaban? Jefes de centuria. Todas las putadas, haciendo instrucción en la plaza, todos los críos, todas las tardes ahí. Y todos los sábados por la tarde, a confesar.

El maestro nos obligaba todos los sábados a ir a confesar, y los domingos nos llevaba a todos formados, de la escuela a la iglesia, a tomar comunión. De todas maneras yo creo que nacemos con algo. Sí, sí, porque le digo a un primo mío, fíjate si sería malo que le llamábamos el «Bicho», y le digo: «Bicho, vamos a formar los últimos». «¿Para qué?» «Para que cuando pase el maestro nosotros no vamos». Pero qué tontos. No entramos a confesar, pero nos marchamos al portal del ayuntamiento a jugar y nos pillaron a los diez minutos. Todos a Falange. Entonces se cobraban veinticinco céntimos con el recibo de Falange, o sea, un real. Y nos echaron de castigo cobrar todos los recibos de Falange. Pero como éramos tan malos en cuanto teníamos dos pesetas nos marchábamos a casa del «Tres Pelos», que tenía un puesto de bollos y tontunas, y nos las gastábamos. Total, que se acabaron los recibos y no ingresamos ni un duro. Bueno, qué lío en casa. Tuvo que pagar mi padre. Me parece que fueron cincuenta pesetas. Pagó lo mío y lo de mi primo, porque mi primo no tenía pasta. Qué lío montó mi padre…

Los fandangos del Málaga

Aquí estaban los presos, los presos que trabajaban en la vía. Después de la guerra, eran presos políticos. Uno de los jefes de prisiones, uno de estos «cacicuchos» asquerosos, tenía un kiosquito para que todos los presos que tuvieran una peseta se la gastaran allí. Porque aquí no podían subir. Había un tal Málaga, que cantaba. Yo llegaba, vendía un litro de leche, con el litro me daban setenta y cinco céntimos, y lo que me daban por el litro de leche me lo gastaba con el Málaga para oírle cantar. Y llegaban a lo mejor él y uno que se llamaba Zúñiga, y decían: «Niño, tú vendes leche». Y yo: «No, pero la regalo. Os voy a regalar un litro de leche para que me cantéis esta tarde». Y él decía: «Pues a costa de esto te voy a cantar este fandango». Siempre estaba con él, hasta que los pusieron en libertad. Vivían en los barracones, hasta que les ponen en libertad y ¿qué les pasa? Que no les dejan ir a su provincia, por la cosa política o yo qué sé.

Unos años después, ya casado, fui a Valencia. Era el día de la alternativa de Emilio Muñoz, no se me olvidará jamás, pero me dijo mi cuñado que no había entradas. Entonces pasó uno por la calle y mi cuñado le dice: «Málaga, ven para acá, que quiero dos entradas para mi hermana y mi cuñado». Contestó: «Siendo para ti… O sea, dos más de Segovia». «No, de Segovia esta gordita; ése con cara de sinvergüenza es de Madrid». Y el tal Málaga: «O sea, que de Madrid. ¿De dónde eres de Madrid?» Y yo me desentendía, pensando que no iba a conocer el pueblo, aunque me decía que él conocía algo de Madrid. El caso es que va y dice que conoce Bustarviejo, y yo que pienso: «Hostias, le llaman Málaga y conoce Bustarviejo». Yo ya creía que era aquel otro Málaga, pero él no me conocía a mí ni yo a él. Me decía que había estado preso en Bustarviejo, y yo le contestaba que allí no había cárcel, que todos eran de derechas. Y así seguimos hablando hasta que me dijo que había estado trabajando en la vía. Luego le pregunté que a quién había conocido en Bustarviejo, y él me dijo que a tío Benino, que era el alcalde, a don Ramón, que era el cura… Entonces le dije que se dejara de viejos y que me dijera si había conocido a gente más joven, y él me contó que había conocido a un Antoñito que cuidaba cabras y que le gustaba mucho el cante, que él pensaba que no podía haber gente en Madrid a la que le gustara tanto el cante. Así que ya le dije: «Málaga, yo soy Antoñito el de las cabras blancas». Y me dice: «Que te llamaban el Tango». «¡No, más fácil: Pasodoble!» Fue muy emocionante.

Eduardo Mangada

n. en 1932. Anna (Valencia).

Yo nací en el treinta y dos y la guerra terminó en el treinta y nueve. Esos recuerdos de los cinco o los seis años son más bien nebulosos. ¿Cuándo empiezo a recordar? Lo que te han contado veinte veces, lo que has recordado veinte veces, has vivido veinte veces, lo incorporas con imágenes, pero si haces un poco de autocrítica y un poco de análisis no estás seguro a veces de si lo recuerdas o se te ha incorporado como un mensaje transmitido, pero no vivido.

Mi madre estudió magisterio en Madrid, y mi padre estudió en Valencia, porque mi abuelo era médico en Valencia y Alicante, y cuando se fundó la FUE fue expulsado de la universidad por las represalias políticas en la época de Primo de Rivera. Fue expulsado y se vino a Madrid a terminar la carrera de Medicina, y siguió una actividad política muy ligada a la FUE. Mi madre, que era activista de la Residencia de Estudiantes, participó en un club femenino de la Institución Libre de Enseñanza, con Margarita Nelken, con toda esa gente.

Cuando mi padre terminó la carrera, en parte por una salida profesional y un poco por compromiso político, toma una decisión, la de irse de médico rural. Mi padre era un comunista con muchas reticencias hacia el Partido Comunista, incluso con un horror que a mí me infundió a los carnets y a las etiquetas. Le daban horror las pegatinas y los escudos. Si venías un día con una pegatina del PCE, decía: «No te pongas eso como las vacas en las exposiciones, que salen con una etiqueta. Nunca te dejes poner una etiqueta en tu vida encima de nada». Mi padre era muy amigo de la familia Gaos, de la más pequeña, Lola, y sobre todo de Pepe y de Ángel Gaos, que murió en México y yo le vi salir de la cárcel, después de nueve años.

Mi padre se fue de médico rural por compromiso político, porque hubo un momento en que la militancia tenía una variante que consistía en ir a los pueblos a neutralizar la influencia de personajes como el cura y el boticario. Y se fue, nada más empezar la República, de médico rural a un pueblecito llamado Anna, al lado de Xátiva, que es donde yo nací. Mi padre participó en la fundación del Partido Comunista de Anna, en 1932. Para mí este pueblo es una especie de referencia constante. Yo nací en la casa del primer alcalde republicano.

Brigadas Internacionales

En un viaje de misión cultural, en el que también va Díaz Plaja como presidente de la delegación que tiene el objeto de difundir la cultura de la República en Latinoamérica, llega a Colombia. Mi padre me contó que cuando llegaron a Venezuela el dictador no les dejó bajar del barco. Como mi padre era bastante aventurero, y en el barco se encontró con un arqueólogo alemán, Oppenheimer o algo parecido, se fue de arqueólogo al Amazonas en lugar de hacer propaganda política. Nos dejó a mi madre y a mí en la puta casa, con sus libros y tal. Al final nos fuimos a Colombia con él, donde llegamos en el treinta y cinco.

Cuando estalló la guerra civil mi padre decidió que había que volver. Regresamos a través de Bélgica, con una columna de las Brigadas Internacionales y se monta una brigada para entrar en España y crear un hospital de guerra en Onteniente, al lado de Alcoy, en el convento de San Francisco. Un hospital de guerra de las Brigadas Internacionales. Mi padre volvía a España con un montón de médicos italianos, rusos… Mi padre iba delante y detrás nosotros. Íbamos en una caravana de sesenta ambulancias, como las de Kosovo ahora, con todos los útiles para montar el hospital. Justo al entrar en Cataluña, antes de llegar a Figueras, los anarquistas ametrallaron a la columna de ambulancias porque decían que los comunistas no traían medicinas, sino armas. Era el momento de la batalla de los comunistas contra los anarquistas.

Mi madre siempre recuerda que Federica Montseny tuvo que ir allí y defender la columna desde el ayuntamiento de Figueras. Así entramos sin que nos fusilaran los anarquistas. Cuenta de haber dormido debajo de los olivos y debajo de las ambulancias, hasta que Federica Montseny tomó cartas en el asunto porque decían que las ambulancias iban llenas de armas y no de medicinas y material sanitario.

Cuando llegamos a Onteniente empiezo a tener las primeras imágenes de la guerra civil. Mi padre dijo al llegar: «Bueno, esto es un desastre, esto se va a perder, de aquí nos vamos a tomar por el culo, hemos venido a perder». Era comandante jefe del equipo quirúrgico.

Experiencia sexual

Recuerdo la ilusión que me hacía a mi ser pionero, y recuerdo los primeros himnos de los pioneros:

Somos los pioneros,

la roja flor de la nación,

no queremos luchar,

somos la obra en construcción.

Pero mi padre nunca me permitió ni siquiera uniformarme. Mi padre tenía horror al uniforme. Estaba en el puto campo. Me daban clase mi madre y mi abuelo, que murió en esa época. Mi madre había estudiado magisterio, pero nunca había ejercido, nunca trabajó, pero tocaba el piano. Yo vivía con los caseros. Hay una historia divertida… El primer recuerdo que tengo de experiencias sexuales infantiles es a los siete años. Allí te la meneaban las niñas del campo debajo de una parra. Era un mundo, lo que te tocaban y lo que te hacían tocar las mozas ya mayores: «Niño, juega con el conejito». En Onteniente era un mundo. Nosotros vivíamos en una casa muy bonita. Recuerdo que había muchos extranjeros, el hospital, mucha gente que venía a casa…

En el hospital había mucha gente de uniforme, con medio uniforme. Había ambulancias. Recuerdo a los hijos de los caseros, pastando unos corderos que nos habían traído, yendo a buscar leche a un caserío que había allí al lado… Un mundo.

Brazos y piernas

Alguna vez, al ir a buscar a mi padre al hospital, recuerdo la morbosidad de los niños del pueblo. Vivíamos en una casa de campo requisada, de ricos, con unos caseros que eran muy de campo. Recuerdo la sensación de guerra, de drama, de un hospital militar donde de pronto empezaban a llegar ambulancias y ambulancias y los niños nos íbamos a fisgar detrás del hospital, donde había un crematorio. Los miembros, las piernas que amputaban, se tiraban, e íbamos todos los niños a ver las piernas. Era esa morbosidad de los niños, de ir a ver cómo se muere un perro, de ir a ver cómo se folla un caballo a una yegua… Sí, recuerdo la sensación de guerra, esa sensación… Había mucha gente, internacionalistas…

Mi padre, dentro de su equipo, tenía a mucha gente, entre otros a un médico que todavía vive en Málaga. Era de derechas, pero un gran médico. Se llama Félix García Palacios, y era su ayudante. Allí sabían perfectamente que muchos de sus enfermeros eran curas franciscanos del convento, y en un momento de histeria parece que hubo cierta psicosis de espías. El SIM, el servicio de investigación, puso a todo el mundo bajo sospecha, incluso a mi padre. Mi padre decidió salir de ese mundo más controlado por los poderes y se marchó a un hospital al frente de Albuñol. Se hizo comandante de un hospital de guerra, un hospital de frente, un hospital de sangre.

Nosotros seguimos en Onteniente. Cuando la guerra estaba terminando vino de Alicante un tío mío, hermano de mi padre, médico también, para decirnos a mi madre y a mí que los últimos barcos salían de Alicante, que nos fuéramos. Pero mi madre no se quiso ir.

Fue cuando terminó la guerra. Recuerdo ver entrar a los invasores, que eran italianos, en Onteniente. Llenos de banderas y de brazos en alto, con camiones y tal.

Y ya no es mi sensación, sino la de mi madre, entre la tentación del suicidio, el llanto y el miedo.

Fue la primera vez que viví una situación de drama: mi padre no se sabía dónde estaba, se había desmoronado el frente, mi tío por lo visto se había ido, y nosotros quedamos solos en Onteniente, en la casa del campo. Recuerdo el ir a asomarnos los niños a un ribazo que había y ver entrar a los italianos y a las columnas franquistas con los brazos en alto, banderas, tirando chuscos de pan desde los camiones. Eso a mí me impactó, pues sabía en ese momento que habíamos perdido, que hay un drama, que se va salvando, como muchas cosas en la vida de mi familia se han salvado… unos protegidos de mi padre, los Gil, una familia de carroceros de Onteniente que salvaron a mi madre. La primera vez que fue mi madre al hospital a recoger la comida que repartían los nacionales, y había que saludar brazo en alto, pero lo que hizo mi madre fue levantar el puño… y la metieron en el calabozo. Pero aquel hombre, el Gil, que había sido de derechas de toda la vida, la sacó de allí. Es una señora que tuvo muchos cojones.

Desaparecido

Mi padre había desaparecido. Nos fuimos por primera vez a Valencia, donde mi abuelo que era belga, ingeniero. Había un consulado y un cierto estatus de tolerancia. Nos instalamos en un pueblecito que se llama Burjasot.

Luego hicimos un viaje a lo doctor Zhivago, a buscar a mi padre, que reapareció al cabo de muchos meses, íbamos en una caja de camión, a buscar a mi abuelo. Él había muerto, pero mi abuela, que era italiana, aún vivía. Teníamos una sensación si no de hambre, sí de penuria. Quizá los niños no recuerdan el hambre, no sé. Pero esa sensación de angustia, de no saber si mi padre estaba vivo o estaba muerto. Entonces, al cabo de unos meses, supimos que mi padre estaba vivo, en un pueblo que se llama Benaoján, en la serranía de Ronda.

Al terminar la guerra a mi padre lo habían cogido en Albuñol, en el frente. Entonces se produjo la hecatombe. Era jefe del equipo quirúrgico con el grado de comandante, pero se quitó los galones e insignias y se entregó con todos los soldados. Le metieron en un campo de concentración en Granada. Allí estaría una semana más o menos. Mientras tanto, los italianos y la Falange habían entrado. Una parte de la familia está en Alicante. A mi padre se le forma un juicio sumarísimo en ausencia, y le declararon muerto: «Eduardo Mangada, médico, ha muerto». Lo que pasa es que mi abuelo, que ya había fallecido, era también médico y se llamaba Eduardo. La confusión fue tan convincente que amigos nuestros, como Vicente Vives, Ángel Gaos, gente de México, llegaron a hacerle un funeral años después, porque creían que realmente había muerto. Yo tengo una carta por ahí, de Vicente Vives, de cuando se enteró, al cabo de dos años, de que mi padre aún estaba vivo.

Caos y fichas

Un día, mi padre estaba en el campo de concentración de Granada, sentado en el suelo, apoyado en un barracón, y de pronto pasa un capitán del ejército nacional y le dice: «Hombre, Eduardo, ¿qué haces tú aquí?» Se quedó acojonado y resulta que era un íntimo amigo suyo, Pepín Albert, compañero de bachillerato, hijo del práctico del puerto de Alicante. Entonces le dice: «Oye, ¿conoces a alguien en Granada?» «Pues sí, a la familia de García Lorca, a Eugenio Vallejo, a esa gente». «¿Tienes dónde quedarte? Te voy a dar un pase y no vuelvas por aquí». Todavía no se habían hecho las fichas de la gente detenida, o sea, que aquello debía de ser un desbarajuste.

Creo que recuerdo que Jesús Quílez, también represaliado pero con un hermano coronel de la Guardia Civil, le dijo a mi padre: «Hay un pueblo que no tiene médico, que el alcalde, Julio Carrasco, tiene un hermano condenado por masón. Es un tío leal y además necesita un médico, vaya usted para allá. Yo le llamo y vaya usted para allá». Se fue y, una vez allí, aquel señor le dijo: «Mire usted, quédese aquí, ya lo arreglaremos». Era alcalde, jefe del movimiento. Y allí se quedó mi padre, con un intermedio de unos meses en Benalmádena.

Nosotros, mientras tanto, estábamos en Burjasot, pero nos localizó y llamó, y nos fuimos con él. Cogimos un tren. Yo iba en ese tren, envuelto en un capote militar, con una maleta de cartón, tres días y cuatro noches de tren, con una parada en un sitio y cambio de tren, mi madre, el niño envuelto, los soldados… Yo no sabía si eran soldados de un frente o de otro. Es el primer viaje que recuerdo, con una estación con olor a carbonilla, el pan duro que teníamos para comer, manadas de gente en los pasillos, que te empujaban por la ventana para entrar en el tren. Al final no llegamos a Benaoján, porque había habido una denuncia de otro médico, así que nos fuimos desde allí a Benalmádena, ni más ni menos.

Masones y contrabandistas

Benaoján es un pueblo donde la guerra civil se terminó el 30 de julio de 1936. Allí habían matado a cinco republicanos. Los demás habían huido. Sobre todo eran masones. Es una zona de una gran influencia inglesa al lado del Campo de Gibraltar: republicanos, masones, campesinos anarquistas, viejos socialistas en Ronda, pero sobre todo yo creo que masones. Ese pueblo, que debe de tener mil y pico de habitantes, vivía de la chacina y del contrabando. Allí todo el mundo sabía del contrabando que traían de Gibraltar a caballo por las serranías. Había mucho contrabando, y con todas las penurias de la guerra nosotros tomábamos té inglés todas las tardes, y el primer chocolate que yo conozco es el Cadbury, y mi padre fumaba Craven A, y yo, cuando empecé a fumar, Abdullah Imperial. Allí casi todos eran contrabandistas.

El pueblo tenía tres personajes importantes: el alcalde, con un hermano condenado por masón, pero era un tío normal; el sargento de la Guardia Civil, Paniagua, que tenía un hermano fusilado porque estaba en la Guardia de Asalto; y el cura don Santiago, que estaba postergado por el obispo porque era un tío majo. Caímos en ese mundo donde te dicen: «Usted estese quieto aquí. Usted no se llama Mangada, usted se llama Eduardo Lahoz». El alcalde se fue a Málaga y arregló con Félix García Palacios, el jefe de equipo de mi padre, que lo dejaran estar de médico allí porque no había médico ni en Montejaque ni en Benaoján ni en Jimera.

Recuerdo la llegada a Benaoján, subiendo por una trocha que sale de la estación, a lomos de una mula. Vivimos allí unos años, hasta el cuarenta y cinco. De esa época sí tengo una conciencia muy clara. En aquélla serranía conviven tres mundos, que son los ricos (bueno, los ricos porque tienen una fábrica de chacina), que protegen muchísimo a mi padre; los pobres, que se quitan el hambre a tortazos, porque allí no se comía más que tagarnina verde y se cogía el tocino y se metía en el agua para hacer un caldo, porque aquélla serranía de Ronda es pobre de cojones y hasta hacían un carbón de picón para vender por las calles; y luego están los contrabandistas y el maquis. Allí hubo maquis muy fuerte.

Los hermanos Bernabé

Yo en ese mundo sí tengo una clara conciencia de que soy un perdedor, y que además no puedo decir nada y tengo que estar en una situación de clandestinidad. Pero como la mitad del pueblo: unos por contrabandistas, los otros por maquis y los otros por pobres. Era un pueblo muy curioso.

En Benaoján, cuando llegamos, todavía había gente en la cárcel, gente que habían fusilado y otros a los que habían asesinado «las hordas marxistas». En mi casa ha habido gente durmiendo, que era del maquis. Cuando estaban enfermos dormían en el sótano. Luego recuerdo la hecatombe, la desmovilización. Llegó un momento en que mandaban una compañía de regulares, de moros, a perseguir al maquis. Y también llegó un teniente famoso de la Guardia Civil, al mando de un regimiento de regulares para vigilar y un batallón de represaliados, condenados a trabajos forzados. Recuerdo de un tío que se escapó y mi padre lo sacó a través de Gibraltar hacia Ceuta, un valenciano. También recuerdo que los moros eran simpáticos con nosotros. La primera vez que yo he tomado té moro fue con los moros aquéllos.

Muchas noches los maquis venían y entraban por el corral. Recuerdo que bajaban de vez en cuando para ir a cagar a un retrete que había al final del corral, tenía una cuerda para sujetarse uno y no caer… También había un cuartito donde de vez en cuando había unas metralletas, que eran de la gente que bajaba del monte a oír la BBC y a recibir ciertas consignas, porque todavía estábamos en la época en que se esperaba que la invasión del norte de África desencadenara automáticamente una intervención de los aliados en España.

El drama del maquis en el Pirineo y en el sur… Allí en Ronda no hubo invasión, pero hubo un maquis bastante potente. Mi padre tuvo mucho contacto con ellos, creo que incluso a nivel orgánico, porque recuerdo que salía a pasear con mi madre, y de pronto veíamos a mi padre hablando con un grupo de gente debajo de una encina, hablando.

Mi padre escribía poemas y hacía cosas que en aquel momento… Se bañaba en pelotas en el río y mi madre iba con bikini, aquello era un escándalo. Mi padre iba con botas altas, un pañuelo atado al cuello y una cazadora, y además era bastante ligón, por lo que cuentan. Tuvo suerte. Recuerdo que de pronto desaparecía porque venía el sargento Paniagua y le decía: «Oiga, don Eduardo, váyase usted al monte tres días, porque viene la gente de Falange. Va a venir un capitán de la Guardia Civil de tal sitio y no quiero líos, o sea, que si preguntan, está usted de viaje».

Cuando volvimos a Benaoján, en 1949, era el momento justo en que habían cazado a los dos hermanos Bernabé, unos maquis muy famosos. Los cazan, los meten al calabozo y todas las mujeres del pueblo tienen tanto miedo que, como en Viva Zapata, se sientan alrededor del cuartel de la Guardia Civil porque no se fían de lo que pueda suceder. Y en efecto, a los dos días vino la Guardia Civil para llevarlos a Ronda y a la salida les aplicaron la ley de fugas y les mataron. Tengo una sensación muy clara con una carga de morbosidad. Un día apareció un maquis en un pozo, a la salida del pueblo, acribillado. Cuenta mi padre que fue un ajuste de cuentas entre ellos, dentro del maquis. Y yo me acuerdo que los niños del pueblo decían: «Hay un tío acribillado allí».

Noticias en la BBC

Recuerdo que mi padre tenía una radio General Electric. Oíamos a Mozart. Un rito era oír la BBC todas las noches. Esa infancia de pueblo después de la guerra… Los años del hambre vivimos muy mal, muy «señoritamente» mal, porque mi padre ha tomado siempre té y mi madre ha escuchado siempre a Mozart. Y las noches… Una imagen que siempre recuerdo es la de una moza que tenía un hermano en el maquis, Antonia se llamaba, en la puerta y venía la gente, entraban muy despacio y se ponía la BBC, con los chirridos de las interferencias. En el comedor había un espejo de cornucopia, de ésos que tienen tres hojas, y cuando sonaban las noticias, se abría el espejo y estaba el mapa europeo con banderas rusas, americanas, y se iban marcando los frentes. Y luego esa sensación de silencio y de disimulo.

Me ha costado mucho superar el odio a los vencedores. El odio que les he tenido hasta muchos años después, hasta que llegué a Madrid prácticamente, hasta que empecé arquitectura. Tenía un profundo odio a los vencedores y a los ricos. Bueno, a los ricos una especie de mezcla de odio y envidia, porque yo iba con alpargatas, con un impermeable que era un saco de harina inglesa. Y cuando terminabas la escuela tenías que coger un saco y recoger hierba para alimentar a los conejos, para comer. Sin embargo, estas cosas, al mismo tiempo, son algo preciosísimo, y afortunadamente, salvo momentos más dramáticos, yo nunca tuve sensación de riesgo absoluto. Teníamos noticias de que a Fulano lo fusilaban, de que otro está condenado a muerte. A Ángel Gaos le condenaron a muerte. De mi tío se dijo que había muerto en Argelia, en el exilio, es decir, se sabía que estaba en México. Muchos íntimos de mi padre empezaban a salir del país.

Cuando me llegó la hora de ingresar en el bachillerato, me examino con el maestro don Manuel en Antequera y apruebo. A los once años me tengo que ir pero resulta que el único instituto que había estaba en Ronda, y era de los salesianos. Pero mi padre no me dejó, me dijo que no iba a un colegio de curas de ninguna manera. A los once años me metieron en una pensión en Ronda e ingresé en una academia dirigida por Manuel Martín Rivero y Jesús Quílez, que acababan de salir de la cárcel, por Santiago Téllez, un cura que dejó de serlo para hacerse pintor, y que daba clases de latín, y por Manuel Martínez, un gran matemático. Para ir a esa academia me compraron por primera vez unos zapatos. También fue la primera vez que tuve que disimular y mentir: «¿De dónde eres, quién eres, a dónde vas?» Los niños de Ronda tenían gabardina. Yo recuerdo siempre la envidia de la primera vez que vi a un tío con gabardina ¡y con bicicleta! Para mí era la hostia… Yo tenía que ir a Benaoján todos los sábados, con un chico hijo del chacinero, Juanito Benítez. Eran casi veinte kilómetros andando por la serranía de Ronda. A la salida de Ronda nos quitábamos los zapatos, nos poníamos las alpargatas y nos tirábamos andando cuatro horas, en medio del maquis. Ésas son las cosas que yo recuerdo. Llegábamos a casa y nos bañábamos. Nos bañábamos una vez a la semana en una tina de zinc, primero los niños, luego la mamá y luego el papá, todos con la misma agua, porque no había para agua caliente. Ésa es la sensación que yo tengo de esa época, una mezcla de miedo y de aventura, una mezcla de odio y de envidia.

Mila Ramos Cuenca

n. el 7 de agosto de 1928. Madrid

Me acuerdo de la muerte de Calvo Sotelo. Recuerdo que gritaban por ahí: «Que han matado a Calvo Sotelo», como cosas de chiquillas, nada más. Luego todo estalló. Cuando empezó la guerra, también gritábamos como chiquillos: «¡Ha estallado la guerra!», pero veíamos la cosa, qué sé yo, como si fuera algo normal: que son los fascistas, pues bueno; que son los rojos, pues bueno también. Empezaron a quemar las iglesias. Quemaron la del Pilar, donde me habían bautizado. Estaba en la calle de Cartagena y se veía desde mi casa. Y todos los chiquillos en el campo, sentados, viendo quemar la iglesia y diciendo: «Fíjate, ésos han quemado la iglesia, lo queman todo». Pero como cosa de chiquillos.

Mis padres eran apolíticos pero, a lo mejor, como mantenían la ganadería, les trataban un poco de fachas, las cosas hay que reconocerlas. Un primo hermano mío, que trabajaba en ABC, cuando los esquiroles, se negó a hacer la huelga. Dijo que era el cabeza de familia y que no dejaba su puesto de trabajo, porque tenía que atender a su madre y a su hermana. Y ya ves, fue al frente, estuvo con la izquierda. Alguna vez le decía mi padre: «Pepe, ¿por qué no te pasas? Te vas por la sierra y te pasas al otro lado». Sería por lo de esquirol, pero él siguió aquí y le hicieron teniente por méritos de guerra.

Y luego se lo cargaron los mismos. Los comunistas o los que fueran. Estuvo en la cárcel, que iba mi madre a verle. El treinta y siete o por ahí… Y luego le fusilaron.

Nosotros lo sabíamos, pero mis padres nos decían: «No digas que han fusilado a tu primo, que si se enteran nos van a tomar por fascistas y entonces, se nos van a cargar». Porque se cargaban a la gente, sí. Yo he ido a ver sus cadáveres, como hacíamos todos los niños. «Que hay un besugo en el parque». Era allí, donde hacían los barros y en el alfar. Pues hala, allí íbamos los niños a ver un «besugo». Yo creo que igual que ahora los niños ven en una película en la que matan. Decíamos, pues bueno, pobre hombre, pero no pasaba más. Después, en casa no preguntaban por qué íbamos a ver esas cosas, pero sólo te decían eso, que no fueras a ver esas cosas, nada más.

Que vienen los aviones

En el barrio donde vivíamos de pronto alguien gritaba: «¡Que vienen los aviones!» En el campo hicieron un refugio, pero no se utilizó nunca. «¡Que vienen los aviones! ¡Que nos van a tirar bombas!», y los chiquillos, que todos estábamos en la calle, hala, corriendo a casa. «¡Éstos vienen y nos matan!» Aviones pasaban muchísimos.

En la casa donde yo vivía había una ametralladora. Por eso pasábamos miedo, porque esa ametralladora era un foco para el barrio. Mi madre nos tenía una bolsita con una muda para cada uno detrás de la puerta y decía: «Si hay que salir corriendo, cada uno que coja su bolsita». Las tenía colgadas de un clavo. Cuando pusieron la ametralladora nosotros nos íbamos a dormir a la calle, que tenían mis padres una casa baja, y dormíamos allí por el miedo a la ametralladora. Había veces que bajabas y sobre todo al final de la guerra yo he oído las balas «puuit, puuit».

Al final de la guerra dijeron que los aviones iban a venir a echar pan, pero que no lo cogiéramos, que no lo tocáramos porque era pan envenenado. Y nadie cogía pan. Yo no lo cogí, desde luego. No sé si llegó a caer. Algo dijeron, que eran esas bolas amarillas, pero yo no las cogí. ¿Miedo? Pues hombre, el miedo por las ovejas.

Ovejas y carnés

A mi padre la guerra le había pillado en el bando nacional, en la provincia de Toledo, en Illescas, pero la familia estábamos en Madrid. Ahí mismo, en Chamartín, al lado de El Corte Inglés, donde está ahora el Parque de Berlín, ahí estaban las ovejas. También había cuarteles. Como gente de la sierra pobre que ha pasado muchas calamidades, mi padre, claro, tenía miedo. Su afán era conservar su casa. Porque mi padre era de los que habían venido con una bata y un zapato, y le costó mucho hacerse con algo. Entonces él estaba con el ganado en Illescas, y lo cogió y se vino para Madrid, a reunirse con toda la familia. Pasó de zona con el ganado. Yo no sé cómo hizo, pero llegó a Madrid, pasando el frente, como trashumante.

Mi padre tenía carnet de Falange, carnet de UGT y carnet de la CNT. Los he visto yo, que los tenía en casa, de antes de la guerra. Porque decía que si estallaba la guerra y estaba él con el ganado allí en Toledo y venía uno preguntando de quién era él, que le dijéramos lo que conviniera en cada caso, de la CNT o de lo que fuera…

Nunca le quitaron ovejas, ni los unos ni los otros. Se las respetaron. Bueno, alguna se llevaron con su permiso, sobre todo a los cuarteles. La tapia donde las tenía era de un cuartel. Les dejaba tres o cuatro, según. Debía decir: «Bueno, llévense tres o cuatro», para que no se las quitaran todas. Se decía que a lo mejor si venían los comunistas le quitarían su ganado. Y mi padre y mi tío, pues bueno, su misión era defender su ganado. A lo mejor por eso mi tío se pasó a los nacionales, porque el pueblo de Peñalva, de donde eran ellos, era un pueblo que era de rojos y de nacionales. Bajaban los rojos y todos eran rojos. Se iban. Bajaban los nacionales y todos eran nacionales. O sea, se defendían. Yo creo que a mi tío se las incautaron, pero no se las llegaron a quitar. Fue cuando se pasó. Luego, mis padres se las cuidaron, las que le quedaron. La cosa era defender las ovejas como fuera. Era su misión. Que dicen que los comunistas se las quitan, pues oye, que no vengan los comunistas y nos las quiten, leñe, que nos dejen vivir. Las cosas así de claras. Era su medio de vida, no había otra manera.

El sordo y el perro

Luego, a mi padre le llamaron al ejército. Y dijo que, si podía, no iba al frente. Por amistades y tal se buscó cómo hacerlo. La guerra era una fuente de apaños. Porque él tenía carne, tenía leche. Había gente a la que se podía regalar, para no ir a la guerra. Uno le dijo: «Vamos a hacer una cosa: yo conozco médicos. Tú vas a hacerte el sordo». Y mi padre: «Pues muy bien, pues me haré el sordo». Y casi metió la pata, porque le dijeron: «Y usted, ¿qué alega?» Y él contestó: «Pues sordo». Pasó algo así, pero nada, se lo arreglaron. Le dieron por inútil y se quedó aquí, en el cuartel, de reserva o de lo que sea. Estaba en el cuartel de servicios auxiliares, pero seguía con su ganado. Recuerdo que venía por el campo con el chusco.

Después llamaron a otro tío, al tío Agapito, que también tenía ovejas. Con éste ya no había remedio, tenía que ir al frente. ¿Y qué se hacía con el ganado, que había que cuidarlo? La solución no sé quién se la daría, pero consistió en que le mordiera un perro. Como tenían perro con las ovejas, mi tío hizo que el perro le mordiera en el brazo. Fue a presentarse: «Me ha mordido un perro». «¿Estaba rabioso?» Él dijo que sí, y como hay que poner una inyección de cuarenta días, se la pusieron y ya está. Libre.

Mis padres eran personas sin ideas políticas. Yo recuerdo que mi padre una vez ha votado a unos y otra vez a otros, porque si vienen los rojos o los comunistas, te quitan las ovejas. Ellos lo que defendían era lo suyo, ni más ni menos. En las votaciones, no sé en qué votaciones, una vez votó a unos y otra vez a otros. Eso fue en la República. Los niños jugábamos en la calle. Yo me acuerdo que pintábamos a Gil Robles, en la calle, como una pera. «¡Vamos a pintar a Gil Robles, el malo éste que va a venir!», y dibujábamos una pera, pero lo hacíamos de bien…

Cuando se fueron a Valencia los evacuados, el colegio lo cerraron. Recuerdo que el colegio dijo que se llevaba a los niños fuera. Mi hermana y yo teníamos amistad con todos, pero sobre todo con Amalita, que era vecina nuestra y se fue. Nosotras nos queríamos ir con Amalita y pensábamos que por qué nuestros padres no nos dejaban. O sea, que lo tomabas como una cosa casi de aventura. Mi padre le dijo a mi madre: «Te voy a decir una cosa, Inés: si las chicas se marchan a Valencia, cogemos todos y nos marchamos todos a Valencia, pero si no, de aquí no se mueve nadie. Lo que sea de unos será de todos».

Dejamos de ir al colegio. Pero había una monja de Burgos, de esas javerianas o como sean, que estaba evacuada en Santamarca. No supimos que era monja entonces, ni ella nos dijo nada. Lo supimos después. Con esos temas había que tener cuidado ya te digo que nosotros supimos después de la guerra que a mi primo lo fusilaron. Nos lo imaginábamos, nos lo decían, pero «no podéis decir nada, porque aquí…». La monja nos daba clase por mediación de no sé quién. Era coja, y nos daba clase en casa a varios niños juntos: a Maruja la del gitano, a Paquita que eran tres o cuatro hermanas, a nosotras, a otros tres o cuatro. Todos los colegios salvo unos cuantos se fueron. Quedamos muy poquitos. Había que ir a algún sitio y esta profesora venía de una casa de acogimiento, que nos pillaba al lado, y nos daba clase. Nos enseñaba a coser…

Cuando acabó la guerra, qué alegría. En todo el barrio, en todos los sitios. Menos los que fueran de izquierdas, claro. En mi casa, después, si se ha podido hacer bien a alguien, se ha hecho. Ha bajado un vecino y ha dicho: «Señora Inés, que no tengo aceite, si tiene usted y hace el favor». Y se lo dábamos. «Señora Inés, que no tengo leche, que tengo un niño». «Pues tome la leche». Leche sin pagar. Se mataban los calostros. Si alguien quería sangre, pues se le daba la sangre; que eran los esquileos, pues se hacía una fiesta e iba la gente y se hacía un comilón para todos. Si había alguien y quería ir a comer sopa y carne, qué te voy a decir. Calostros, pues calostros.

Mariano Lara Nieto

n. el 1 de enero de 1927. Palencia.

Mi padre se fue al frente y creo que, como íbamos muchos chicos, pues lo vimos en plan de risa, sin miedo y sin temor a nada. Me acuerdo de él, vestido con un mono azul de artes gráficas y un gorro. Cuando se iba al frente se despedía simplemente, como que tenía que ser así. Mi padre faltaba días. Se tiraba a lo mejor una semana, o diez días. Una vez yo estaba en la calle y se subió a casa. Creo que fue la última vez. Le vi vestido de militar y vino un camión, venían varios. Él se bajó y subió a casa. Eran todos voluntarios, en un batallón de artes gráficas. Él era teniente cuando murió. Tengo una esquela de un periódico que dice: «Emiliano Lara, compañero de artes gráficas». Desapareció, porque no encontramos el cadáver. Mi padre fue de los que desaparecieron y no le encontraron.

Salidas de madrugada

Yo nací en Palencia el 1 de enero de 1927. Mi padre era impresor, y éramos cinco hermanos. Mi padre era socialista, era un hombre de artes gráficas, muy metido en el Partido Socialista. Fue uno de los fundadores del PSOE en Palencia. Era bibliotecario de la Casa del Pueblo aquí en Madrid, bastante revolucionario.

Cuando empezó la guerra, yo tenía ocho años, y mi vida era la de un niño normal. No dejé de ir al colegio. Me acuerdo de que una vez dijeron: «Que hay un cadáver en tal sitio, vamos a verle», y fuimos a verle a un descampado que había cerca, un cadáver en la vía, le habían pegado un tiro. Pero rápidamente lo taparon.

Yo veía a mi padre llegar cuando venía del frente. Una noche, salieron mi padre y otros vecinos y volvieron de madrugada. Habían estado por ahí, con sus pistolas, porque vi pistolas, me acuerdo de esto. Eran situaciones normales entonces.

Nosotros íbamos al colegio, al Nicolás Salmerón. Era un colegio público, que estrenamos nosotros. Lo inauguró Alcalá Zamora en la República, cuando era presidente. Me acuerdo muy bien porque me pusieron un babi muy blanco y nos dieron una banderita diciendo «¡Viva Alcalá Zamora!». Yo calculo que tendría seis años. Vivíamos en la calle Pradillo y el colegio estaba enfrente, en la Prosperidad. Luego, cuando acabó la guerra, se convirtió en escuela de mandos José Antonio.

Un día, el Gobierno dijo que quien quisiera marcharse lo hiciera, porque se acercaban a Madrid los nacionales. Entonces es cuando decidieron evacuar. Del colegio iríamos sesenta o setenta, éramos bastantes. Lo recuerdo con mucha alegría todo. Irnos a Valencia, con mucha alegría. Mi madre se quedó con el otro chico, con el pequeño. Los dos mayores se iban a Barcelona y otros dos a Valencia. No me acuerdo de cómo lo llevó mi madre. Me imagino que bien, cuando aceptó.

El pregón

Nos llevaron a Torrente. Sé que fue en tren y me acuerdo de cuando llegamos. Nos habían dicho que íbamos a un colegio, y al llegar allí nos repartieron por casas. Dieron un pregón y lo que sí hicieron es que no nos separaron a los hermanos. Nos metieron a mi hermano y a mí en casa del que cogía las pieles de los toros, y tenía en su casa unos rodales. Nosotros hacíamos la faena, porque este señor tenía un operario, pero se tuvo que ir al frente. Se llamaba Pedro.

Vivíamos muy bien. Yo creo que vivíamos del sueldo de mi padre, de la pensión, porque no había más. Yo dominaba el valenciano. Íbamos al colegio todos los de Madrid, porque habían ido profesoras de aquí de Madrid. Y vivía como un chico de pueblo porque, como no había mano de obra, podíamos coger las naranjas en el campo, las que quisieras, nadie te decía nada. Durante la guerra no pasé hambre, no comí mal. No tenía noticias de mi familia, hasta que mi madre, al mes y pico, se fue a Torrente. De allí pasó a Barcelona y trajo a mis dos hermanos. En ese momento murió mi padre. Me enteré por los llantos de mi madre.

Después de que ya estuvimos los cinco juntos, seguimos viviendo en casa de aquel hombre, hasta que mi madre buscó una vivienda que nos dieron donde antes estaba el Círculo Católico. Y vivíamos con nuestra madre los cinco.

Pinche de Miaja

Estuve de pinche de cocina en el cuartel de Miaja. Mi hermano y yo nos metimos, aunque él estaba en otro pueblo. No nos pagaban, pero nos daban comida. Viví en Torrente hasta que acabó la guerra. Del final de la guerra no tengo un recuerdo fuerte, porque allí no entraron salvajemente como en otros sitios. A los pocos días, nos fuimos a Madrid.

Cargamos desde Valencia en un tren de mercancías, de ésos de ganado. Tardamos una semana de Valencia a Madrid. Mi madre nos cargó con un saco a cada uno, que teníamos que tener cuidado para no perderlo. En el saco llevábamos ropa. Comida no, porque mi madre no tenía dinero. El viaje era eterno. Paraba el tren, y lo ponían en vía muerta. La gente se ponía a freír allí cosas. De repente, sonaba el silbato, y todo el mundo al tren. Pero a lo mejor se tiraba dos días sin salir.

Cuando llegamos a Madrid, esa noche dormimos en el metro. Mi padre tenía amistad con un carbonero de la calle General Pardiñas, esquina Lista, que también era de izquierdas el hombre, y mi madre fue allí para ver si tenía un carro y una mula. Él se pasó por el metro, nos recogió a todos y nos llevó a casa.

Once mujeres

Pero no pudimos volver a nuestra casa porque mi madre, antes de salir para Torrente, mandó precintar la casa para que no hubiera problemas. Entonces, al llegar a Madrid, le dijo la portera: «No, no, señora Julia, no pase. Es mejor que avise usted de que va a desprecintar la casa, porque si no la policía…» La policía llegó, cogió a once vecinas, entre ellas mi madre, y se las llevaron a la cárcel. Nosotros, los chicos, cogimos y desprecintamos y entramos en casa, y estuvimos los cinco viviendo solos. Cuatro meses solos. Nos atendieron los vecinos.

Los hombres se apañaban solos. A la portera la detuvieron también, pero el marido y la hija se quedaron. Íbamos a comer cada día a una casa, a la de la portera, a la de otro que se llamaba Castilla, a la de mi tía. Un día dije: «Ay, mi madre, si tengo un piojo aquí en la camiseta». ¿Cómo un piojo? Tenía un montón de ellos y tuve que tirar la camiseta.

El puño y el tranvía

En Madrid me llamaba la atención ver distinto tipo de gente a la que estaba acostumbrado. Como los soldados. Yo era muy pequeño, pero había chicos que nos decían: «¡Vosotros sois rojos, rojos!» Sentía miedo. Me acuerdo de los Queipos, que nos decían «¡Rojos, que sois rojos!» Sentía miedo, sí, miedo. Miedo hasta hace cuatro días.

Un día, veníamos del cuartel y entonces por allí pasaba el tranvía. Como antes, durante la guerra, para parar el tranvía hacías así con el puño cerrado, levantándolo, yo hice eso y me chillaron, toda la gente. Me acuerdo como si lo estuviese viendo. Cómo se pusieron, todo el tranvía. Me pusieron a parir.

Un día veníamos del campo de jugar y me dijeron: «¡Mariano, que ha salido tu madre!» Y salieron todas, claro, las once. Se habían pasado cuatro meses en la cárcel. No sé por qué las metieron. Por nada especial, por política. Mi madre era una mujer que, claro, la había marcado el marido. Estaba muy politizada, ya te digo. Cuando oía a Franco en la radio (no nos habíamos quedado sin radio de milagro), mi madre decía: «Me dan unas ganas de darle un escobazo a la radio». Tuvo la suerte de morir Franco antes que ella, por lo menos se llevó ese gustazo. La llamé yo, por la mañana temprano, cuando iba a trabajar y me enteré, y le dije: «Mamá, que se ha muerto el bicho». Y ella, más contenta…

No había trabajo. Ella algunas veces les lavaba la ropa a algunos militares y la vi llorar. Cuando salió de la cárcel comíamos en el Auxilio Social.

Falangista frustrado

Yo limpiaba un gallinero. Me daban dos pesetas a la semana. Iba donde una señora a la calle Luis Vives. Como yo vivía en un tercer piso y la casa tenía cuatro, había una señora a la que el agua no le subía, así que yo le llevaba cubos de agua a su piso y no sé cuánto me daba a la semana. «Hoy he hecho cuatro viajes, hoy he hecho once viajes». La echaba en la pila. Uno de mis hermanos era un lince, Luis. Iba al Auxilio Social y hacía cada pifia, pero siempre traía comida y pan. No comíamos allí. Lo que pasa es que ibas, hacías cola, y te daban. Ibas con tu puchero, tenías un número. Luego hubo una época que sí nos dieron de comer, pero vamos, siempre ibas con el puchero. A mi hermano le quitaban la cartilla cada dos por tres, como hacía tantas pifias.

Yo me hice amigo del que estaba allí, un chaval que estaba con el jefazo, un falangista, y cuando te quitaban la cartilla, él siempre me las devolvía. Me acuerdo que me decía: «Coño, hazte falangista». «Pero cómo me voy a hacer falangista». Me decía que iba a mejorar. Un día llegué a casa comentando la idea y mi madre casi me mata: «Mamá, que me voy a hacer falangista». Ay, si me coge… Nada, cosas de chicos.

Y luego, pues a robar sacos. Porque yo hambre he pasado toda la que he querido. Había un saco en cualquier sitio, y lo quitabas. Nos lo compraban en las pajerías, nos daban una peseta o dos, y con eso comprábamos comida, claro. Higos y almendras. Yo he comido verdaderas montañas de higos y almendras.

Lentejas con bichos

Luego estuve de aprendiz y me acuerdo de que en una obra a lo mejor estabas en el cuarto piso y decía el oficial: «Bájate a por tubo al cuarto». Allí teníamos la comida, y claro, cada vez que bajabas le metías mano a la comida, y llegaba la hora de comer y ya no había nada. Tenía un oficial que era muy melindres y yo estaba siempre deseando que no comiese. Me acuerdo de las algarrobas. Algarrobas, ¿eh?, no lentejas. Con bichos, y tener que quitar los bichos para comértelas. Bueno, hambre… Una Nochebuena lo único que teníamos eran chicharros, una fuente grande de chicharros. Y de turrón, unas almendras con azúcar en una sartén. Era lo que teníamos.

Cuando fuimos trabajando los hermanos, ya se notó en mi casa que empezamos a subir. Ya había dos toallas para secarse y se veía que se comía, a pesar de que mi madre, siempre como mujer que ha pasado mucho, era de comprar las naranjas más pequeñas para que hubiese más. Yo siempre cuento que nunca te daba dos huevos fritos. Decía que era mucho. Eso de comerte dos huevos era para ella…

Cuando empezó la guerra mundial, y luego cuando invadieron Europa en Normandía, estaba todo muy politizado. Vendían un especial, y yo lo compré enseguida para llevar a mi casa. Los oficiales de la obra me mandaban ir a la Embajada inglesa a por los partes, y allí siempre estaban los guardias vigilando. Tenías que entrar corriendo y salir corriendo para poder llevártelos. Los buscábamos porque una cosa era lo que decía la prensa franquista y otra cosa lo que pasaba de verdad.

En mi casa, a pesar de todo, no había tristeza.

Luis Otero Fernández

n. el 13 de septiembre de 1932. Madrid

Yo había vivido ya el espectáculo de haber visto milicianos con los fusiles entrar en casa y llevarse a mi padre, y también tengo en la mente ver a mi madre llorando a gritos. Esa conciencia de que estaba pasando algo absolutamente horroroso la tuve casi desde el primer día. Me di cuenta muy pronto, porque la guerra empezó el 18 de julio y el 16 de agosto, o sea, en menos de un mes, habían fusilado a mi padre. En ese intervalo le habían detenido dos veces. La imagen de los que vinieron a detenerle, esa imagen que tengo grabada de un mono azul y cartucheras, de un fusil. Y que me cogían, me llevaban por el pasillo…

Entonces vivíamos en Madrid, en la calle Espartero, entre la Puerta del Sol y la Plaza Mayor. Cuando empezó la guerra, mi padre, que era militar, no estaba, sin embargo, en servicio activo, sino en situación de disponible voluntario porque él, sin duda, era antirrepublicano. En el año treinta y dos había participado en la sublevación de Sanjurjo. De manera que, cuando yo nací, el 13 de septiembre de 1932, mi padre estaba en prisiones militares. Sin embargo, salió bien librado, porque estaba destinado en un regimiento en Madrid, en el Cuartel de la Montaña, que luego, al principio de la guerra, fue un sitio especialmente conflictivo. Cuando el alzamiento de Sanjurjo, en el Cuartel de la Montaña había un regimiento de infantería y otro de ingenieros. Él estaba en el de infantería, y junto con otros, participó en la detención del coronel y se hizo cargo de su regimiento. Pero como el alzamiento fracasó en el mismo día, no llegaron a hacer nada. Simplemente el coronel recuperó el mando, los arrestó y luego pasaron a prisiones militares.

La República fue benévola, porque a Sanjurjo le condenaron a muerte, pero luego le conmutaron la pena y le mandaron fuera de España. A otros pocos que juzgaron los mandaron al Sahara, pero al resto de oficiales que participaron, nada. Les cambiaron de destino. A mi padre le mandaron al Pirineo, pero no tuvo más problema. Los años del treinta y dos al treinta y seis había estado en diferentes destinos. El último fue en Guadalajara, pero su jefe allí era republicano, así que pidió la situación de disponible voluntario para hacerse cargo del negocio de mi abuelo. De manera que, cuando llegó el 18 de julio, aunque supongo que estaba de parte de los sublevados, él no había participado en nada, porque no había podido.

Luis Barceló

Durante esos días se mantuvo a la expectativa y enseguida, el mismo mes de julio, fueron a casa a detenerle porque era militar y había participado en la sanjurjada. Se lo llevaron. Entonces mi madre se acordó de un compañero y amigo de mi padre, pero significado republicano y comunista, que se llamaba Luis Barceló, que en aquel momento era inspector de milicias. Fue a verle al Ministerio de la Guerra, al palacio de Buenavista, en Cibeles, donde sigue estando el Cuartel General. Barceló la recibió y localizó inmediatamente a mi padre. Lo habían llevado a una checa. Hizo que lo trajeran al ministerio, a su despacho. Allí se saludaron afectuosamente y Barceló le dijo que, como era militar en activo, lo que tenía que hacer era incorporarse inmediatamente al ejército de la República. Aunque en aquel momento no se podía hablar propiamente de ejército, sino de milicias, porque el ejército estaba sublevado en su mayoría.

Mi padre le dijo que no, que no quería porque no estaba de acuerdo con la República. Y Barceló le dijo: «Pues entonces, vete. A partir de este momento estamos en bandos opuestos». Quedó como una cosa entre caballeros de la Edad Media. Se saludaron y mi padre se fue con mi madre a casa. Mi padre no debía de tener muy claro qué hacer, porque lo lógico hubiera sido que se metiera en una embajada o que se hubiera pasado, pero en vez de eso se quedó en casa y muy pocos días después vinieron a cogerle otra vez.

No puedo hacer nada

Mi madre volvió a recurrir a Barceló, y éste le dijo: «Lo siento muchísimo, pero Luis es un fachista, yo no puedo hacer nada». A los dos días, el 16 de agosto, lo fusilaron. El 17 de agosto, un primo de mi padre y una prima de mi madre fueron al cementerio de la Almudena, que era donde fusilaban, y se encontraron el cadáver de mi padre, entre cientos de muertos que estaban allí tirados. El depósito estaba lleno de cadáveres abandonados. Ella dice que tenían que andar con cuidado para no pisarlos.

Se hizo cargo de todo la familia, y lo enterraron en el mismo cementerio de la Almudena. Me parece que la fecha que dieron de defunción fue el 16 de agosto. Recuerdo perfectamente la conciencia de que había perdido a mi padre. Tenía una especie de esperanza de que apareciera, y por otra parte la idea cada vez más clara de que mi padre era un héroe, de que había muerto y de que yo quería ser igual a él, por eso me hice militar.

Yo oía hablar de gente que se había refugiado en las embajadas y siempre pensaba por qué a mi padre no se le había ocurrido meterse en una, porque se oía hablar: «Fulano está en tal embajada». La de Chile creo que acogió a muchísima gente. Claro ese ambiente, aun siendo tan niño, lo vivía y lo entendía, hablaban de gente presa. Mi madre hablaba también de Porlier, donde el colegio de los Escolapios, que fue cárcel antes y después de la guerra. Allí siempre hubo inquilinos. Se oía hablar de personas conocidas que estaban en Porlier. Oí hablar durante la guerra de la cárcel Modelo, que la asaltaron y la prendieron fuego. Esa conciencia de que estaba pasando algo absolutamente horroroso la tuve casi desde el primer día.

Recuerdo los bombardeos, las alarmas. La casa de la calle Espartero la bombardearon, cayó una bomba en la misma casa. Y a partir de eso, después de saber que había muerto mi padre, enterrarle y demás, pues mi madre decidió que había que cambiarse de casa, porque en aquellos tiempos la que teníamos no estaba en un sitio seguro. Primero nos fuimos a casa de las hermanas de mi padre que vivían en el barrio de Salamanca, pero enseguida, en el mismo barrio, encontramos un piso en la calle Castelló, cerca de Diego de León, y nos metimos allí: mi madre, mi hermana y yo.

Barrio de Salamanca

Aquella zona la respetaron los bombardeos. El barrio de Salamanca lo habían declarado como zona a no bombardear. Los franquistas habían hecho una declaración al respecto y se refugió allí bastante población civil. Además venía a Madrid mucha gente huyendo de los pueblos que habían sido bombardeados. El traslado de casa, sacar los muebles y demás, lo hicieron en un camión unos primos de mi madre que eran comunistas y que estaban movilizados. De tal manera que, a veces, mi imagen de milicianos no sé si es la de los que se llevaron a mi padre, o la de los que ayudaron a mi madre con el traslado.

Aquella casa, en la que empezamos a vivir de manera bastante precaria, ya la recuerdo bastante bien. Estábamos en malas condiciones, como todos los demás, con lo que tuviera entonces mi madre. Debió de ser a finales del verano del treinta y seis.

La familia había quedado completamente dividida: mi hermana se había quedado en Santander y cuando cayó, cuando la perdieron los republicanos, fue por ella y por mi abuela una hermana de mi madre que vivía en Logroño, que había sido nacional desde el principio. Mi hermana vivió estupendamente en Logroño, realmente para ella fue un periodo formidable, porque además vivía con una prima mía. Sin embargo, al marido de mi tía le había pillado en Madrid, y estaba aquí, en contacto con nosotros. Nos ayudó, porque era funcionario y siguió siéndolo durante la guerra en zona republicana. Cuando el Gobierno decidió abandonar Madrid le trasladaron a Valencia, y en una ocasión pudo mandar un cajón de naranjas a mi madre, que lo recibió en la estación de Atocha. Entonces no había ni taxis ni dinero, así que mi madre cogió el gran cajón de madera, lo ató con unas cuerdas y lo fue arrastrando desde Atocha hasta la calle Castelló, esquina Diego de León. Llegó muerta de cansancio, pero llena de alegría con sus naranjas. La recuerdo, subiendo las escaleras, muerta completamente…

Me acuerdo de una cosa terrible que vi desde la ventana de la casa de mis tías, que vivieron toda la guerra en Diego de León, esquina Serrano, donde está la iglesia de los jesuítas, enfrente de la Embajada americana. Estando en su casa, vi un hombre al que habían matado de un tiro, y tardaron muchísimo tiempo en retirarlo. Lo que no sé cómo sería la cosa, si fue un francotirador o le dieron paseo allí mismo. Me apartaron rápidamente de la ventana, pero le pude ver.

Los comunistas

Mi madre tenía esos primos, tres hermanos, los comunistas, que la ayudaron en el traslado. Uno murió en Santander al caer la ciudad en manos de los nacionales, no se sabe si le mataron o se suicidó. Su familia, su mujer y los demás, salieron en un barco y se fueron a Bélgica. A los otros dos hermanos que se quedaron en Madrid, les detuvieron después de la guerra y los condenaron a muerte. Afortunadamente les indultaron, y yo los he visto, porque mi madre tenía relación y agradecimiento con ellos, claro. Una hermana de ellos, que era un poco «loquinaria», tenía una fidelidad dudosa entre mi padre, al que quería mucho, y sus hermanos. No se sabía bien lo que sentía. Mi madre tuvo bastante relación con ella. Con sus primos no tanto, porque estaban en el frente, claro. Uno de ellos no sólo era comunista, sino que era masón, tenía un diploma en su casa con el mandil.

Una cosa terrible era que este hombre se había divorciado cuando la República, y al acabar la guerra, cuando por fin le indultaron, le anularon el divorcio y le obligaron a volver con su primera mujer. Para rematar el lado pintoresco, el hijo de este matrimonio, recasado por fuerza por Franco, ¡se metió a cura! Ahora todo parecen historietas. Es una locura.

Madrid estaba lleno de refugiados, y dieron la orden de que había que acogerlos, sobre todo en esa zona del barrio de Salamanca, en todas las casas. Mi madre se puso en contacto con su familia, y se metieron en casa unos parientes de una hermana suya que había muerto, y otra serie de gente, de tal manera que es una época de la guerra que recuerdo muy bien. Aquella casa llena de gente, lo recuerdo como algo divertido. Dormíamos en el pasillo con colchones. Toda la guerra recuerdo ese ambiente. Luego, los refugiados se marcharon y ya vivíamos sólo mi madre, mi hermana y yo.

Embajada suiza

La escasez de comida era tremenda. Al acabar la guerra yo pesaba lo mismo que cuando empezó. Cuando conseguían una patata, mi madre me la freía, y ellas se comían las mondas fritas. Un episodio que recuerdo muy bien es que, ya en el treinta y nueve o a finales del treinta y ocho, mi madre consiguió que me incluyeran en unos comedores de ayuda a niños que tenía la Embajada suiza. Para eso un médico hizo un certificado de que yo era un niño que estaba hecho una mierda, desnutrido, y me admitieron. Por la mañana iba a desayunar a un local, creo que por la Guindalera. Iba con mi madre, como los demás, pero a ellas no las dejaban entrar; solamente a los niños. Íbamos en fila, y nada más entrar había un tío con una botella de aceite de hígado de bacalao que nos daba una cucharada, de manera que mi madre me tuvo que hacer una especie de servilleta hasta los pies, porque lo vomitaba. Entrábamos y nos daban unas tazas de aluminio con una especie de cacao y un panecillo, no sé si nos darían algo para dentro del panecillo. Nos sentábamos en unas mesas y allí nos tomábamos el cacao y el panecillo. Como yo estaba completamente desganado, casi nunca me tomaba el panecillo, pero mi madre me decía siempre antes de entrar: «Lo que te sobre, métetelo en el bolsillo», y yo me lo metía y salía con el trozo. En cambio, para la comida íbamos a un chalé de la colonia de El Viso, o por esa zona, y eso me gustaba mucho porque nos daban casi siempre dulce y además, con frecuencia, tebeos del ratón Mickey, de Walt Disney. Fue un periodo que lamentablemente duró poco, porque me dio la tos ferina y me prohibieron entrar. Faltaba sólo un mes o mes y medio para que acabara la guerra.

Recuerdo que mi familia escuchaba la radio nacional, y aún veo a mi hermana agachada, tapada y con el volumen bajísimo.

Internacionales sin novia

Al lado de donde vivía, en General Oráa, casi esquina a Príncipe de Vergara, hay una iglesia. La iglesia y el convento anejo eran utilizados como cuartel de las Brigadas Internacionales. Los brigadistas de allí eran casi todos franceses y belgas. Mi hermana tenía quince o dieciséis años, y había estudiado en San Luis de los Franceses, por lo que hablaba francés perfectamente y entablaba conversación con los brigadistas. Ellos le daban comida, algún bocadillo, pero mi madre cuando se enteró no lo quiso comer, porque era del enemigo. Los veía paseando por esa esquina, tengo esa imagen de ellos con la gorra de visera de cuero. A mi hermana, a pesar de que era muy carca y de que había vivido el drama de mi padre, le podía su deseo de utilizar el francés. Además, seguro que eran tipos encantadores que deseaban echarse novia.

No me acuerdo de qué me regalaban, pero sí de seguir celebrando las fiestas, aunque no hubiera posibilidad de tener ningún juguete durante aquel periodo, ni después de la guerra tampoco, porque mi madre, mucho «viuda de caído por Dios y por España», pero no la ayudaron nada. En la guerra no tengo conciencia de ningún juguete, pero sí de celebrar de alguna manera los Reyes, algún tebeo, porque ya sabía leer.

Recuerdo a mi hermana adoctrinándome, alimentaba la idea de que mi padre había muerto por una causa. La recuerdo explicándome cómo estaba dividida España, cómo había dos lados, cómo mi otra hermana (que no sé cómo habían logrado saberlo) estaba en Logroño. Me decía que pronto habría un día en que estaríamos todos juntos. Todo esto, de repente, adquiría la trascendencia de aquellos tiempos.

En un piso del mismo edificio vivían otros niños, e hice amistad con uno que me llevaba un año o dos. Se llamaba Quique Marzal. Yo ya tenía cinco o seis años y no había colegio. Mi madre, de acuerdo con otras madres, supo de un profesor que luego averigüé que era un cura camuflado. Se dedicaba a dar clases por las casas a niños en situaciones como la nuestra. Allí aprendi a leer y escribir. También tenía otro amigo con el que jugaba a veces en la calle, pero murió, le alcanzó un disparo en la calle al final de la guerra. No lo vi, pero lo supe. Esa sensación de horror, de que estábamos viviendo algo terrible…

Madrid cayó el 28 de marzo, y un mes antes se produjo el golpe de Casado para rendirse, con la oposición de parte de los republicanos, de los comunistas, concretamente de Barceló, que fue el jefe. La zona principal de combate fue el barrio de Salamanca y me acuerdo perfectamente de ver desde la ventana de mi casa impactos, y mi hermana cogerme y tirarnos al suelo.

Fusilamiento de Barceló

A Barceló le cogieron y le fusiló Casado. Ni siquiera le fusilaron los franquistas, fue Casado. Siempre le he considerado como el paradigma de la coherencia. Hace años intenté averiguar si había tenido familia, porque me habría gustado haberles conocido.

El día 28 de marzo del treinta y nueve estaba yo en casa, todavía con la tos ferina, y sonó el timbre de la puerta y entró mi madre como loca diciendo: «Ha terminado, ha acabado». Se refería a la guerra, claro. Acababa de ver por la calle un camión con bandera roja y gualda, aunque los nacionales no habían entrado todavía, eran los de la quinta columna. Inmediatamente, mi madre y mi hermana me cogieron, me pusieron el abrigo o lo que fuera, y salimos a la calle corriendo. Ya la gente iba saliendo, y recuerdo la plaza de Salamanca, donde empezaron a llegar camiones que repartían pan a la gente, y la gente corría agolpada para coger pan y latas de sardinas, porque la guerra había sido de una carencia absoluta.

El portero de la casa era republicano, y con él no tuvimos ningún problema. Sin embargo, acabada la guerra, recuerdo que me impactó verle en la calle increpado por gente, llamándole: «¡Rojo, rojo!» Algo terrible.

De esos primeros días también recuerdo que apareció en casa un cuñado de mi tía la de Logroño. Vino vestido de uniforme, con botas altas y capote con cuello de piel. Era arquitecto en la vida civil y le habían movilizado. Era comandante de ingenieros. Cuando vino mi madre lloró muchísimo de la emoción. Nos dio mil pesetas, que en aquellos tiempos era una fortuna. Se solucionó el problema de que estuviéramos absolutamente sin nada.

Después de eso, antes del verano, nos fuimos en tren a Santander, a recoger a mi abuela. Fuimos en tren hasta Valladolid, y vi plátanos por primera vez, y me comí uno. Me llamó muchísimo la atención la forma que tenían. Tardamos dos días en llegar, de tren en tren. Recogimos a mi abuela y desde allí volvimos a Madrid. A mi hermana la trajeron, y puedes imaginar el trauma que fue para ella la vuelta a Madrid. De vivir como una reina a la miseria. El primer día que llegó, mi madre le dio una cacharra para la leche y le dijo: «Baja a la lechería». Se había acabado la buena vida.

Un día, aparecieron por casa unos tíos. Se presentaron como de la policía franquista. Uno de ellos había estado, según contó, infiltrado durante toda la guerra, había sido de la quinta columna, de la Falange clandestina, y venía porque decía que, entre las muchas cosas que había visto y oído, sabía de un tío que, entre otras hazañas, había sido el encargado de fusilar al capitán Luis Otero. Aquel hombre se había tomado la molestia de localizar a mi madre, que ya no vivía donde antes había vivido, y de aparecer por allí. Al parecer, el que fusiló a mi padre había tenido relación con la empresa de pinturas de la que se había encargado mi padre. Ahora le habían detenido. El falangista venía para que mi madre declarara, y delante de ella interrogaron y pegaron al otro tipo. Ella dijo que a mi padre no le iban a devolver la vida, que no quería saber nada de aquello, y que perdonaba. Luego supimos que le habían fusilado.

Juan García[12]

n. en 1928. Madrid

Mi padre era de Falange. Tenía que haber estado en el Cuartel de la Montaña, pero no sé por qué razón, si por miedo o por alguna falta de coordinación con su célula o como se llamara, el caso es que no fue. Y eso le salvó la vida, porque allí hubo una escabechina que no quedó vivo ninguno. Luego se pasó toda la guerra escondido en una embajada. Creo que era la de Chile.

Yo tenía ya ocho años, y me acuerdo perfectamente del momento. En casa todo era un correr de gente por los pasillos. Mi madre, mis tías, de un lado para otro. Mis hermanos y yo mirábamos aquello como si fuera una película. La radio no paraba de dar partes de que el golpe había fracasado, que los de África estaban detenidos, que los soldados habían apresado a los oficiales.

Luego se vio que eso no era más que propaganda. Nosotros vivíamos en la calle de Alonso Cano. El día 19, creo que era el 19, la calle era un hervidero. Iban camiones con gente gritando. Muchas mujeres. Eso, a mi madre y a mis tías las descomponía, como si fueran putas porque gritaban vivas a la República en los camiones.

Cuando cayó el Cuartel de la Montaña, aquello fue el desbordamiento. En casa todo el mundo lloraba de angustia. Mi padre se marchó enseguida. Nos dijeron que a mi madre y a mis tías no les iba a pasar nada, porque eran mujeres, y ellas no estaban metidas en nada, aunque eran monárquicas. Mi padre sí, estaba en Falange y tenía una pistola. Yo la he visto. Trabajaba en un banco y era muy exaltado. En casa, delante de nosotros, gritaba contra la República antes de que Franco diera el golpe. Daba con el puño encima de la mesa y decía que había que acabar con el caos que había en España. Mi madre intentaba que no gritara delante de nosotros, pero no lo conseguía casi nunca. No recuerdo verle con la camisa azul hasta después de la guerra.

No sé el día exacto que se marchó mi padre, pero estuvo listo, porque vinieron a buscarle enseguida. Me acuerdo de los milicianos, dando porrazos y poniéndolo todo patas arriba buscando lo que fuera. Y los gritos, las amenazas, el llanto de mi madre, asustada. Los hermanos también nos pusimos a llorar. A mi madre le dijeron que si mi padre no se presentaba en veinticuatro horas, se la llevarían a ella, pero mi padre no se presentó, entre otras razones porque no se podía establecer ninguna comunicación con él en la embajada.

Aquello era terrible. Desde ese día, en casa se vivía una tensión enorme, porque esperábamos siempre la llamada a la puerta por la noche. Y mi madre no quería ir a casa de mi abuela, porque pensaba que nos iban a localizar igual y que eso sólo iba a servir para comprometerla.

Portero de noche

El portero de la casa creo que era anarquista. Él respondió por nosotros cuando volvieron los milicianos. Nos salvó la vida. Luego no se lo pudimos agradecer de verdad cuando acabó la guerra, porque desapareció. No supimos nunca si le mataron porque le detuvieron o se escapó. No volvimos a saber nada de él.

Este portero tenía un comportamiento que ahora parece divertido. Todos los días se marchaba a Toledo, al sitio del Alcázar, y volvía a casa a dormir. Era como si hiciera la guerra a tiempo parcial. Se ponía el mono, cogía el fusil, y se marchaba. La noche que volvieron a buscar a mi padre, él estaba allí, y se puso en la puerta y dijo que si mi padre era un fascista, los demás de la familia eran muy buenas personas y que él respondía de todos. Y nos salvó, bueno, salvó a mi madre y a mis tías, porque a los niños no dijeron nada de que nos fuera a suceder ninguna desgracia. Esas cosas pasaban, que se iban al frente y volvían por la noche. Si lo piensas, no es raro que perdieran, con un ejército así… Aunque, después, los comunistas lo organizaron mejor.

Los bombardeos empezaron pronto. Por el barrio cayeron muchas bombas, aunque en mi casa no cayó ninguna. Caían más cruzando Bravo Murillo, y en el centro. Cuando Varela estuvo a punto de entrar en Madrid, en noviembre, bombardeaban además con cañones. La Telefónica, la Gran Vía… Nos evacuaron al barrio de Salamanca, que Franco lo declaró zona neutral. Fuimos a casa de unos amigos, en la calle Padilla.

La mudanza la hicimos con un carro de mano, que empujaba el amigo de mis padres. Nosotros íbamos detrás, empujando también algunas veces, pero no se debía de notar mucho la ayuda. Me acuerdo de nuestro amigo sudando la gota gorda por la cuesta que va de Castelar a Serrano.

«Radio Macuto».

En la nueva casa estábamos más incómodos, claro, porque no era la nuestra y estaba repleta de gente. Fíjate que nos metimos allí, en una casa de una familia media, mi madre, mis dos tías y los tres hermanos. Pero estábamos mejor desde otro punto de vista, y es que dejó de haber visitas de los milicianos. La situación se había calmado mucho. Cuando se paró el avance de Várela, hubo mucha represión, lo de Paracuellos, lo de la cárcel Modelo, pero después dejó de haber tantos muertos. Aún pasaban miedo mis tías y mi madre, pero mucho menos.

Vivían todo el día esperando a que Varela entrara en Madrid, pero todo se vivía como en silencio. Se hablaba en voz baja de esas cosas. Los niños mirábamos todo con asombro, con preocupación, pero luego salíamos a la calle, porque a veces nos dejaban salir a jugar a la calle, a Juan Bravo, y jugábamos como si la situación fuera la más normal del mundo. A veces mi madre lloraba y nos abrazaba sin decir nada. Era porque no sabía nada de mi padre, aunque pensaba que en la embajada no le sucedería nada malo. Aunque, como hubo algún asalto de embajadas, no había seguridad total.

Eso de que los nacionales no entraran en Madrid era una frustración para mi familia. No sé por qué tenían tanta fijación con el general Varela. Es posible que los periódicos lo citaran, porque no había más información que la que daban los rojos. Allí, en la casa de Padilla, no se atrevían a oír la radio, porque eran muy timoratos. Pero bueno, también estaba «Radio Macuto», que es como se llamaba a los rumores. Había muchos rumores, casi todos de gente que se atrevía, porque no era fácil, a oír la radio de Franco. Se hablaba de la famosa quinta columna, que era una expresión de Varela para referirse a los nacionales que estaban dentro de Madrid preparados para ayudar a las tropas que venían al asalto.

El hambre y el frío eran tremendos. No había casi nada de comer. Algunas familias que tenían los hombres en el ejército, disponían de más suministro, porque los soldados traían a casa el chusco y algunas cosas, pocas. Para el frío, porque tampoco había leña, comenzaron a quemar los muebles de la casa que no eran imprescindibles. Yo, más de una vez, ayudé a hacer astillas. Se quemaban también los libros. Los libros había que romperlos y sacar las hojas una a una y arrugarlas, para que quemaran bien y no se quedara el papel apelmazado y sin arder. El papel da un calor súbito, pero que se va enseguida. Lo quemábamos todo en una cocina de ésas de hierro, que tienen una placa encima que se va calentando y permanece durante horas a una temperatura altísima. Eran las cocinas económicas, que valían para todo, para cocinar, para calentar la casa, para calentar el agua. Siempre que teníamos algo que quemar, había potes con agua caliente encima.

El silencio

Yo empecé a sentirme un hombrecito porque guardaba silencio. Había que callarse, no contar nada. Ésa era la norma constantemente. Y mi madre me halagaba porque yo no comentaba nunca nada ante extraños. Eso es lo que me permitía entrar algo, aunque muy poco, en el mundo de los adultos. Recuerdo las escenas de estar todos los adultos en el comedor hablando de cómo iba la guerra y de lo poco que faltaba para que Várela, siempre Varela, entrara en Madrid. Yo luego, cuando leo en libros sobre la guerra lo de la quinta columna, creo que se refiere a eso, a conversaciones en voz baja en el comedor de las casas. Debía de ser un estado de ánimo más que una cosa organizada. Yo participaba de ese estado de ánimo, en mi casa, escuchando a los adultos contar lo que sabían o lo que imaginaban, porque información no podía haber mucha.

Luego, la guerra dejaba de existir, porque cuando empezamos a poder bajar a la calle a jugar, por mucho que te dijeran que había que tener cuidado, la guerra era sólo un paisaje. Jugábamos al escondite, al rescate o a lo que fuera, olvidados de lo que sabíamos. Bueno, de lo que se decía en casa, porque saber no sabíamos mucho, salvo que mi padre se había marchado. La figura de mi padre crecía, por un lado, y por el otro se diluía, porque teníamos una edad en la que, si se rompe el vínculo de la vida diaria, la gente se esfuma. Yo vivía la ausencia de mi padre al principio como un drama, y luego como una costumbre. Como no se podía hablar de él fuera de casa, quedaba borrado casi del todo. Cuando más le recordaba era cuando mi madre nos abrazaba y lloraba en silencio, porque sabíamos que lo hacía por él.

Jugábamos muchas horas, porque no había colegio. Mi madre nos mantenía al día, haciendo cuentas, leyendo lo que no se había quemado. Y nos enseñaba francés, que sabía bastante bien. Mis tías, hermanas de mi padre, eran señoritas de ésas que había antes, de familia media y que no sabían más que coser, poner la mesa y tocar alguna tontería al piano. Eso sí, tenían un número ensayado que tocaban a cuatro manos. No sé si era una polka. Pero el piano se quedó en Alonso Cano. O sea, que mis tías, que no trabajaban, que no sabían hacer nada, se pasaban el día de un lado a otro de la casa, ordenando las cosas, que decrecían en número porque se iban quemando, y atendiendo a que fuéramos limpios. Nos miraban constantemente a ver si teníamos piojos, porque Madrid estaba lleno de piojos.

«Semana comunista».

Luego lo llamaron la «semana comunista», cuando el golpe de Casado. Esos días sí que volví a sentir la guerra. El barrio se puso al rojo. No pudimos salir durante muchos días, y en las casas no había qué comer. Ni mondas de patata. No sé cómo alguien había conseguido achicoria, y tomábamos tazas de falso café caliente.

Mi madre, muy serena, dijo una vez: «Ahora se matan entre ellos. Falta poco». Y se ponía a rezar el rosario, en voz muy baja, con mis tías. Nosotros pasábamos allí sentados rezando los coros, también en voz muy baja.

Casi no pasó nada de tiempo entre aquello, cuando oí disparos por la calle, y la llegada de los nacionales. Nos echamos a la calle. Y no recuerdo muy bien cómo apareció mi padre. Nos abrazamos y estuvimos llorando una eternidad. Estaba delgado. Como por arte de magia se puso una camisa azul que sacó de no sé dónde, y se volvió a marchar otra vez, aunque volvía por las noches. Volvía con comida, latas de sardinas, pan y cosas así, y con una barra de hierro que llevaba envuelta en periódicos. Sé que era una barra de hierro porque se le cayó una vez y le dijo a mi madre que ya llevaba unas cuantas cabezas rotas.

Mi padre se dedicó a la venganza. Se marchaba y volvía de madrugada, con una cara que daba miedo. Un día le oí decir en una discusión que él había sido de la quinta columna. Yo aquellas salidas y el misterio que las envolvía no las viví nunca como algo malo. El odio no nos afectaba, ni la violencia, siempre que no lo viéramos. Yo pasé la guerra sin ver un muerto. Sólo oí cañonazos, bombas, tiros y carreras por los pasillos. Pasé mucho miedo cuando buscaron a mi padre y cuando, después, le veía la cara.

Luego, dos o tres años más tarde, le vi por última vez yéndose a la División Azul como voluntario. Mi madre siempre dijo que le habían obligado a ir por no haber hecho la guerra como combatiente. Le reventó una granada de mano en el lago limen, y no sabemos ni dónde está enterrado.

Angelines[13]

n. en 1932. Villarrobledo (Albacete).

Yo me quedé sola a los siete años, porque mataron a mis padres, a los dos. Los echaron a los barreros, como a todos los demás, pero nunca lo reconocieron. Decían que ya no estaban. Me tuve que buscar la vida. Iba al campo a coger lo que fuera, y pedía. Como iba pidiendo, pues la gente ya sabía que era una hija de rojos, y mucha gente me trataba mal, con desprecio. Pasé mucha hambre y mucho frío, hasta que me recogió una familia. Eso no está escrito, lo que yo pasé. Y sin mis padres. La Guardia Civil estaba a la puerta del pueblo, y cuando veía que los niños huérfanos veníamos de coger cardillos o espárragos, nos los quitaban, pero dejaban que los cogiéramos para ahorrarse el trabajo, y no sé si se los comían ellos o se los daban a los señoritos.

Mi padre era campesino. Tenía un cacho de tierra de nada, y tenía que trabajar para los señoritos, de jornalero, cuando hubiera trabajo. Mi madre, lo que fuera. Cuando había que vendimiar o recoger cereal, pues lo mismo. Yo no sé lo que pensarían, pero me imagino que eran de izquierdas, porque no iban a ser de derechas en un pueblo como Villarrobledo, que lo gobernaban cuatro señoritos que hacían lo que querían con la gente. A mí me querían mucho, y me hacían muchas caricias. Desde que tengo memoria, les acompañaba al campo. A mí me gusta mucho el campo.

Yo del comienzo de la guerra no me acuerdo de nada, que era muy chiquita. Sé las cosas que me contaron luego, que hubo una revolución y mataron a los ricos, porque este pueblo era todo de izquierdas, pero había unos pocos que lo tenían todo, como volvió a pasar después.

Hospital de sangre

Cuando empiezo a tener memoria es casi al final de la guerra. De la vida durante ese tiempo, nada especial, porque en Villarrobledo no había hambre, en los pueblos siempre hay cosas de comer. Unas gallinas, un cerdo… No pasó nada especial hasta el final, porque Villarrobledo no estaba en el frente, sino que llegaron como de improviso, cuando se acabó todo. No recuerdo casi a los soldados. Bueno, me acuerdo de algunos. Lo que sí tengo metido es lo de los falangistas. Se llenó todo de camisas azules, unos del pueblo y otros de fuera, y se pusieron a la tarea al contado.

En la plaza había un hospital de sangre, de heridos del ejército de los republicanos. Los falangistas no se molestaron en nada: lo tapiaron con todos los heridos, los médicos y las enfermeras dentro. No sé si echaron bombas o no, porque yo no estaba, pero eso se comentó. El caso es que el hospital desapareció y nadie hablaba nada. Todos los pobrecitos heridos se quedaron allí dentro, que tendrían una muerte…

Mis padres no se marcharon, porque no había a dónde ir, me imagino. Mi padre de todas maneras, no había hecho nada, y mi madre pensaría que a ella no le iban a hacer nada por ser mujer y porque tenía la conciencia tranquila. En mi casa entraron de día. Dieron unos golpes a la puerta y les abrió mi madre. Mi padre estaba allí, sentado a la mesa, y no le dejaron ni darme un beso. Le empezaron a dar golpes con lo que fuera. Puñetazos, palos con los fusiles, y se lo llevaron a rastras. Al que venía mandando, yo le conocía. O no sé si le conocí más tarde. Le estuve viendo toda la vida por el pueblo, y yo desde muy pequeña le odiaba. Odiaba a todos aquellos fascistas que me tuvieron toda la vida humillada, y me habían dejado sin mis padres.

Cuando se llevaron a mi padre, mi madre iba a verle, más asustada que nada, porque debía de temerse lo que iba a pasar. Fue un día al depósito municipal para llevarle comida y saber de él. Y volvió al día siguiente, a lo mismo. El depósito estaba lleno de gente, y le dijeron a mi madre que «ése ya no necesita comida». Volvió llorando. Me abrazaba y no paraba de llorar, porque supo que le habían matado. Y así nos pasamos la noche llorando, las dos abrazadas. Dos o tres días después vinieron a buscarla a ella. A mí me dieron un empujón porque intenté agarrarme a sus faldas. No la arrastraron ni la pegaron como a mi padre. Se la llevaron, y ya está. Yo no volví a saber nada. ¿Para qué me iban a mí a decir nada de que habían matado a mis padres?

Los barreros

Entonces se empezó a contar por el pueblo lo que pasaba. Que los pegaban, les cortaban las manos y luego los tiraban a los barreros, que son esos pozos profundos, de cuarenta metros, de donde se saca el barro para la cerámica. Los tiraban vivos y luego echaban cal viva y bombas. Munera, el «Caguetas», que les hacía recados a los que estaban matando gente, contó muchas cosas de los cuchillos que usaban para partirles las manos y de cómo los tiraban luego. Fueron pocos días, pero mataron a cientos. El pueblo quedó exterminado. Y de ninguno dijeron nada, sólo que ya no estaban allí, que habían desaparecido. Las viudas que quedaron no pudieron cobrar el subsidio hasta después de 1980, porque no dijeron nunca que los habían matado. Mataron también a muchas mujeres, como a mi madre. Y cuando tenían hijos pequeños, se los arrancaban de los pechos.

Hay que imaginarse lo que es una niña de siete años, como tenía yo, teniendo que procurarse la vida. No tenía nada que hacer más que ir al campo, a coger leña para calentarme, y a pedir un cacho de pan por las puertas. Y cómo te miraban. Así me pasé mucho tiempo, no sé cuánto. No sé si semanas o meses. Con siete años. Malditos sean ésos.

Muchos niños en Villarrobledo estábamos así. Poco a poco, a unos nos fueron cogiendo la familia, el que la tuviera, o gente, como me pasó a mí, que me cogieron otros que nos conocían y que les dábamos pena. Pero les costaba mucho trabajo porque tenían miedo. Éramos los hijos de los rojos, y eso les comprometía. El alcalde que hubo después, que le habían matado a al padre al empezar la guerra, decía al que le quisiera oír: «Mientras yo sea alcalde, este pueblo se va a acordar de mí». Y vaya si nos acordamos.

Yo, de mi infancia, los únicos recuerdos buenos que tengo son los pocos que me quedan de la voz y las caricias de mis padres. Lo demás es sólo hambre y miseria. ¿Cómo quiere que hable más de eso?