Pedro García Goicoa[8]
n. en 1924. Durango.
Javier García Goicoa[9]
n. en 1925. Durango.
JAVIER: Cuando comenzó la guerra nuestro padre trabajaba en la fundición de Olma. Teníamos dos hermanos mayores que se movilizaron también, uno en un batallón anarquista y otro de la UGT. Fueron voluntarios. Ellos algo ya se sospechaban, porque yo recuerdo de oírle a mi hermano Pepe que se veía algo raro y vino a casa diciéndole a mi padre que Queipo de Llano estaba hablando a favor de Franco, y el padre dijo: «No seas tonto, si Queipo de Llano está con la República». «Pues no puede ser, porque le hemos oído esto». Como eran jóvenes y éste era un pueblo muy carlista, pues esa noche se marcharon al monte por lo que pudiera pasar. Al día siguiente apareció por allí uno, Ondaro, que solían ir juntos al monte y tenía una imprenta. «¿Qué, ha pasado algo?» «No, no, no ha pasado nada». Y volvieron, empezaron a trabajar y ya seguido se movilizaron y se fueron.
PEDRO: Se movilizaron no, que fueron voluntarios. Éramos nueve. Siete chicos y dos chicas, y dos antes habían muerto, dos gemelos. Pero a ésos no les conocimos. Nosotros teníamos que ir por los caseríos comprando maíz, alubias… Dinero había. Nosotros al menos teníamos bastante, porque el padre trabajaba y a los hermanos que estaban en la guerra les pagaban trescientas pesetas al mes, les pagaban muy bien, entonces seiscientas pesetas… También les daban tabaco, y como no fumaban, todo el tabaco era para el padre.
J.: Yo allí (en Santander) le vi por última vez a un hermano que desapareció en el frente. Vinieron a despedirse él y un comandante de gudaris, Elorriaga. Fue uno de los gudaris más famosos.
P.: Nuestro padre era republicano, de izquierdas. Uno de los hijos mayores era de la UGT, de tendencia socialista, y el mayor anarquista de la CNT, del batallón Malatesta. Al principio no teníamos problemas, porque los aldeanos tenían comida, tenían vacas. Hasta septiembre, hasta que se cerrarían los colegios. Cuando el segundo bombardeo todavía íbamos al colegio. En Durango el Comité de Orden Público ordenó matar todos los perros y todos los gatos para que no los comerían, y los enterraban. Toto se dedicó a matar. El hijo trabajaba con nosotros, nosotros le enseñamos a andar en bici.
El frente
PEDRO: Nosotros nos enteramos de que había empezado la guerra en casa mismo. Lo comentaron los padres y también unos amigos, los Ibarra. Lo tengo un poco borroso, pero los vecinos nos llevábamos bien y dijeron: «Javier, hombre, que ha estallado la guerra y tal». En la calle, al día siguiente, ya salía todo el mundo, con miedo. Los crios sobre todo teníamos mucho miedo. «La guerra, la guerra». Nosotros de la guerra pensábamos, pues que era muerte.
En Otxandiano se estableció un frente en la entrada de Villarreal, otro en Elgueta. Claro, Durango era un pueblo que estaba ocupado por los milicianos, así les llamábamos a los soldados de la guerra, a los voluntarios. Era el ejército rojo.
JAVIER: Nuestro hermano el mayor vino desde Irún luchando. Los que primero salieron fueron los anarquistas. Luego aquí se formó el frente.
P.: Y el tío intervino en el asalto al cuartel de la Guardia Civil de Loyola.
J.: Y otros dos tíos, dos que después desaparecieron. Eran Luis y Rafael Goicoa. Eran los dos del batallón Larrañaga. Y un hermano, el mayor, también desapareció…
P.: No lloro. Es que me he emocionado.
J.: Cuando se puso aquí el frente, recuerdo que íbamos a entrar a la escuela. Nos sorprendió el ruido y nos metimos allá, en una cárcava que había, que hicieron un refugio con troncos de pino, unas chapas y sacos terreros, en calle Barría. Donde había cárcavas se hicieron refugios. Y así siguió. Yo recuerdo que éramos chavales y nos gustaba. Por las mañanas solamente teníamos clase en los Maristas, y a la tarde yo solía ir a la torre, que estaban Kilo y Martínez mirando con unos catalejos. Cuando me dejaron los catalejos me dijeron: «Cuando veas que vienen por allí, pues son unos intxortas, entonces toca seis campanas». Eso era la alarma. «Luego, si ves que se van acercando, tocas peligro». Eso era ya no tocar y no parar, pam, pam, pam. Más tarde pusieron la sirena de la fábrica de Mendizábal, y tocaban desde allí.
P.: A ti todo esto te lo ha contado Pepe, ¿no?
J.: A mí no me ha contado Pepe, todo esto lo he vivido yo. No se me olvidará nunca cuando empezó la guerra. Los camiones (entonces había muy pocos camiones), y los milicianos, armados con escopetas de caza. Luego ya les veías que iban mejor. Una vez vino nuestro hermano de Irún. Debía de tener algún cargo en el batallón Malatesta, que era el suyo. Venía con su chaquetón y vestido de uniforme, pero al principio marchó al monte como estaba, con la escopeta de caza.
Porras y escopetas
PEDRO: Yo recuerdo que el tío nos decía que habían asaltado el cuartel de la Guardia Civil con porras, con palos y porras. Los cazadores tenían escopetas, pero los demás con palos y porras.
JAVIER: El ejército no se posicionaba todavía. Estarían esperando que vendrían los navarros, que parece que venían acercándose a Irún.
R: Ese asalto fue en el que murieron los milicianos.
J.: La capilla la rompieron toda.
Bombardeo de Durango
PEDRO: Me acuerdo de cuando vi los primeros muertos. Yo de los de septiembre no me acuerdo, me acuerdo de los de marzo, el 31 de marzo. Los recuerdo porque subimos a los árboles. Llevaban a los muertos camino del cementerio, por una avenida que estaba rodeada toda de árboles, de platanales, y nos subíamos a los árboles para ver a la gente amontonada allí. Estaba lleno de muertos. Hicieron muchos viajes. Decían que murieron cuatrocientos y pico en Durango. En Durango murieron más que en Guernica.
JAVIER: No, en Guernica murieron más.
R: En Guernica mayor destrozo, pero…
J.: Más muertos también.
R: En Guernica lo que fue es que lo quemaron todo.
J.: Pero hubo más muertos. Lo que pasa es que no puede ser exacto porque hubo muchos refugiados.
R: Cuatrocientos y pico decían, recuerdo yo que decían.
J.: Si en Guernica hubo más de mil. Dos del barrio nuestro. Recuerdo que fue al día siguiente, me parece que bombardearon al día siguiente porque en Otxandiano se hacen las fiestas el 18 de julio, y recuerdo que fue el 22 cuando bombardearon Otxandiano. Yo recuerdo que venía gente, chavales corriendo, que está esto a catorce kilómetros, que nos encontramos que venían escapados a Durango y contaban cómo había sido el bombardeo. Nosotros andábamos en los Maristas. Entonces vino un batallón de gudaris y nos llevaron la escuela a calle Barría, donde vivíamos, donde hemos nacido, y donde estaba la sección de música.
R: Estuvimos poco tiempo, porque allí se alojó un batallón de trabajadores, de milicianos… Pero primero fueron los bombardeos, el del frontón, el 25 de septiembre. Lo que pasa es que antes hay que contar muchas cosas. Porque ocurrieron cosas muy, muy trágicas, también para la derecha. Malas. Porque claro, en aquellos momentos, cuando se bombardeó el frontón, que lo bombardearon los alemanes que eran de Franco, entonces murieron dieciocho o veinte gudaris y vamos… Además, los aviones no eran como ahora, eran mucho más lentos. Hacían un ruido como «grrrr, grrrr».
J.: La República tenía un avión al que llamábamos «El Abuelo». Volaba bajo, bajo, con un ruido a tornillos. Un día que estábamos cuidando unos bueyes, doce años teníamos, vino «El Abuelo» y se metió entre las nubes. Tiró cuatro bombas y una cayó al lado nuestro. Te ponías contento cuando le veías, parecía que si estaba él no tenía que venir ninguno más. Otro día estaba con nosotros un gudari, y si nosotros teníamos miedo, él estaba aterrorizado, porque en la calle le habían matado a dos compañeros. En cuanto veíamos el avión él echaba a correr y ya no aparecía más que al cabo de una hora o dos, cuando ya había pasado todo.
Un amigo nuestro quedó enterrado debajo del cura. Estaba diciendo misa, y el cura cayó muerto y el otro debajo, vivo.
Hubo un bombardeo. Yo salí del refugio y eché a todo correr para el cementerio donde íbamos siempre. Traían a un miliciano negro, negro, de Santa Susana y la mujer del escultor Elgorriaga decía: «¡Que vaya la gente a Santa Susana!» Entonces volvieron los aviones, que ya se estaban marchando, y a aquél le metieron donde Sansón. Luego yo fui para allá arriba. La madre nos contaba que ella se quedó por aquí y al padre de un amigo nuestro lo mataron.
P.: Los chavales solíamos meternos en un tubo de desagüe que había bastante grande. Pusimos unos sacos a la entrada y los días que estuvimos en Durango nos metíamos allí, y muy bien. A Olea le mataron dos hermanos y al abuelo, que apareció a los ocho días en un ángulo de la casa, tieso, tieso. Luego vi a un padre que iba con el hijo muerto. Le salió un hermano y le quitó al hijo de los brazos. Entonces fue a por el otro hijo y la mujer, en euskera, le dijo: «Beste bat», otro más… Tengo el día flojo, no paro de llorar.
Matanza en el cementerio
PEDRO: Pero ellos también sufrieron lo suyo. Un día los aviones bombardearon el frontón y murieron muchos refugiados. Entonces las milicias de Durango asaltaron la cárcel, sacaron a veinte o veintiún presos y los mataron.
JAVIER: Los subieron al cementerio. Fue un asalto, porque incluso había algunos republicanos que estaban allí porque les habían detenido en el tren sin documentación.
P.: Pero a aquéllos no los mataron.
J.: Sí, sí, también a los republicanos, a los veintidós que estaban les mataron. Hubo gente que se opuso, pero no pudieron hacer nada.
P.: Porque con la bomba mataron a casi todos los compañeros de los refugiados. Estaban descansando en Durango, jugando en el frontón a pelota, y les cayó una bomba donde estaban jugando. En la estación murió uno de Durango.
J.: Ese día yo estaba en la puerta del cementerio y subía mucha gente. Estábamos Luis Amántegui, Nicolás Eskubi, que luego marchó a Inglaterra refugiado, y yo. Vimos que venía mucha gente, «a qué vendría tanta gente»… Yo conocía a algunos, a Chicoviejo, que fue uno de los que fusilaron. Venía mucha gente y los chavales subían a las paredes y les veíamos cómo subían. A la bajada recuerdo que uno llevaba una pistola con un cargador que parecía una herradura. Yo no conocía a nadie, no creo que sería gente de Durango, se decía que no era gente de Durango.
Nosotros estábamos allí porque no podíamos ir a Escurdi, no podíamos salir del barrio, no se puede ni creer. Siempre en el camino del cementerio. Por ellos había sido la guerra, pero cuando les mataron sacándoles de la cárcel… Así son las guerras civiles. A mi tía la mataron en el mismo cementerio de Durango, le dieron un tiro en el pie.
Refugiados
PEDRO: La gente decía: «Ya traen a los de Otxandiano». Todos llorando, la pobre gente, asustados… Venían de Guipúzcoa. En Durango había un trasvase de personas enorme. Al frente unos, y los heridos aquí. A medida que avanzaban, nosotros teníamos que irnos. Nosotros hemos conocido el frente aquí y luego marchamos de refugiados a Bilbao. Pero antes de Bilbao, marchamos a unos caseríos, porque después del segundo bombardeo de marzo todos los días venían y tiraban alguna bomba. Y claro, el problema era la comida y el dormir.
La guerra era de pánico. Pasábamos mucho miedo, aunque luego se acostumbra uno, ¿eh? Cuando llegamos a Santander yo me hice, yo no entraba al refugio cuando tocaba la sirena. Estaba de pinche en un comercio y me iba con la carretilla a por género, y no me retiraba porque ya no me impresionaba aquello.
Nos fuimos primero a Bilbao. Yo acompañaba al padre a trabajar, a una fundición en Lamiaco, y allí hicieron un refugio. Íbamos desde Bilbao por Portugalete en lugar de ir por Las Arenas, porque por lo visto estaba mal para ir por el otro lado de la ría. Por allí, una vez, pasando por el transbordador, nos cortaron la corriente y empezaron a bombardear una casa de Las Arenas, y nosotros allí en medio de la ría.
En Bilbao tuvimos suerte porque nos dieron un piso para la familia. Allí no nos faltó comida, estuvimos muy bien. No recuerdo quién nos lo dio, pero seguramente el alcalde repartiría pisos para los refugiados. Vivíamos con otra familia.
JAVIER: A Bilbao nos fuimos toda la familia, los siete más los padres y una tía mayor que estaba imposibilitada. Bueno, imposibilitada hasta cierto punto, no era coja del todo, andaba con muletas. Yo me acuerdo de que en Bilbao nos íbamos al refugio con la hermana. Yo me llevaba a la hermana y ella hacía la comida.
Separación
JAVIER: Lo que yo recuerdo es que éramos chavales. Pedro iba con el padre a trabajar. Tenía catorce años, o quince años. La mayor ya hacía la comida para todos y yo llevaba la comida al refugio. Cuando salimos de Bilbao entraban las balas y a la noche no había luces ni nada. Yo llevaba un montón de ropa y siempre mirando para Artxanda, con doce años ya me daba cuenta de por dónde venían. Íbamos a Portugalete, bueno, no sé si sería Portugalete o Santurce, de noche, y nos montan en un pesquero. Llegamos a Santander a la madrugada y allí estuvimos también bastante tiempo. Desde allí nos fuimos en un mercante inglés, el Sarastone, a Normandía. Allí estuvimos.
Cuando llegamos a Santander, de madrugada, en el barco aquél, que yo no sé cómo nos sacó de Santurce a Santander, tocó la sirena y echamos a correr. Recuerdo que llevaba una estufa de gas, de casa, y enseguida vi a la gente que corría y me metí al refugio, con la estufa. Yo oía que decían unas mujeres: «Pobre Pedro. Esta gente, lo primero, cuando llegan, preguntan dónde están los refugios».
PEDRO: Cuando estábamos en Santander vino un hermano y nos hizo los papeles para ir a Francia. Nos hizo toda la documentación. Yo, cuando vi el nombre mío, no quería, yo quería quedarme con el padre.
J.: Es que nosotros nos íbamos a ir de Bilbao. Allí, a todos los niños, a toda la juventud, la sacaba un trasatlántico que era el Habana.
P: Qué ridículo estoy haciendo. Llorando así…
J.: No hombre… Me acuerdo de que el barco aquél, el Sarastone, estaba muy sucio. Tardamos una cantidad de horas en llegar a Normandía. Fuimos a Saint-Nazaire, luego a Pont-Lévêque y de allí para Lisieux y en todo el trayecto no comíamos más que queso de bola, chocolate…
Íbamos la madre, una tía, una amiga, Mari Bilbao, Geno, Martín, Javier, Julián, Lupe y yo. Allí ya quitamos el hambre. Luego nos daba pena volver. Al llegar, como éramos tantos, no sé en qué estación nos pusieron un cartón con el nombre, y cuando empezamos a entrar al tren, la madre contaba y faltaba uno, que se había quedado dormido encima de un saco en la estación. Teníamos relación con una tía de mi madres que vivía en San Sebastián, allí era donde escribíamos. Recibimos una tarjeta de mi hermano mayor que estaba prisionero en un campo en Santander. La madre nos mandó a nosotros escribir y no nos contestaron. La tía no le dijo a la madre que estaba un hermano en Trabajadores y el otro desaparecido, ni que el padre estaba en la cárcel, pero le decía que viniéramos. Yo había estado en una casa en Francia, con una familia, y Martín en un albergue con la madre y con los demás. Todos los días íbamos a la escuela y veíamos a nuestra madre. Nos enseñaban el francés con el cuento de santa Teresita y con Caperucita. Íbamos a la escuela unos cuantos, pero la hermana pequeña no quería ir, no tenía amigas, aunque la hija del conserje era de su edad, pero Lupe decía que no quería salir con aquélla porque no sabía hablar.
P.: Estuvieron en Francia tres meses y medio aproximadamente. Luego, cuando vinieron, yo empecé a trabajar.
J.: Lo que yo recuerdo es que decía: «De los de mi cuadrilla, Celes había estado conmigo en Santander y se marchó; Filiberto Azcárate, que después jugó en el Real Madrid, ése estará en Bilbao. El que sí estará es Sebas Amántegui». La familia de Sebas era carlista de derechas, aunque eran muy buenos. Nos dieron el piso cuando volvimos, para vivir, porque no teníamos donde entrar. Le escribí una carta a Sebas y enseguida me contestó. Me hizo una impresión… Me escribió en una postal que en la mitad venía la fotografía de Franco y había que poner «Viva España». No sé quién cogió la postal, yo estaba en el patio jugando, y cuando la vieron los demás refugiados, con la foto de Franco…
Pedro solo
PEDRO: Yo no fui a Francia, no quería ir. Rompí mi pasaporte. Me quería quedar con el padre. Yo trabajaba de dependiente en una tienda. Estábamos muy bien. Teníamos todo lo que queríamos. Yo trabajando y mi padre también, mis hermanos que mandaban el tabaco y el dinero. Yo salía con el padre los domingos y los días de fiesta.
Cuando vi mi nombre en los papeles, rompí el pasaporte, pero me equivoqué y rompí el de éste. Así que éste se fue con el mío. Entonces no había carnet. Pero lo peor es que esto no termina. Cuando tomaron Santander nos vinimos el padre y yo a Durango.
Al padre, al cabo de ocho días, le metieron en la cárcel y yo me quedé solo. Estuvimos en Durango unos ocho o diez días y fueron a por él. Estábamos durmiendo en la casa de unos vecinos y entonces vinieron, pero yo no me enteré. A la mañana siguiente, cuando pregunté, me dijeron los vecinos lo que había pasado. Estuvo en Durango un día o dos y luego le llevaron a Bilbao, al Carmelo. Pero dentro de lo que cabe estuvo muy bien, porque había una mujer que veía a la Virgen, Marigorri, y con ésa, pues no le faltaba a mi padre el paquete de comida ni el tabaco.
Me quedé solo, tres meses y medio hasta que vinieron éstos. En una casa me daban desayuno y de dormir, en otra de cenar. Al llegar éstos al pueblo, de vuelta, enseguida nos encontramos en la calle Berria.
Luego, en la posguerra, casi fue peor. Tuve que trabajar de ayudante y me pagaban ocho pesetas, que era un sueldo muy bueno. Luego picaba leñas y vendía por las casas…
JAVIER: Y yo repartía los sacos, a 1,50 el saco. El de ese bar siempre nos compraba sacos.
P.: Es que había muchas casas en ruinas. Había un batallón de trabajadores que eran presos y me guardaban a mí vigas y leña para cortar.
Auxilio Social
PEDRO: Luego éstos tuvieron que ir a Auxilio Social a comer. Yo fui un día nada más a comer porque, aunque una familia que era muy de derechas me hizo los papeles, yo no lo tenía nada claro. Sólo fui el primer día. Tenía un escaparate que era todo una cristalería. El día aquél que fui me tocó al lado de la cristalería. Estoy comiendo y nada más empezar a comer se ponen enfrente unos a los que yo conocía porque habían estudiado conmigo en los Maristas y van y dicen que estoy comiendo a cuenta de ellos. Dejé el plato, todo lo que tenía allí, abrí la puerta y no entré nunca más. Mis hermanos tenían que ir por obligación, porque no ganábamos bastante.
JAVIER: Nos daban de comer y cenar, y mientras el padre estuvo en la cárcel, de desayunar donde Sansón y a Pedro donde el músico. Hambre no pasábamos. Nos dejaron para vivir una casa, porque nos quitaron la que teníamos. No encontramos ni muebles ni nada.
La casa
PEDRO: Cuando volvimos a Durango fuimos a la casa donde siempre vivimos y resulta que estaba ocupada por otra familia. El dueño nos dijo que le habían obligado a darla. Habían sacado todos los muebles y fuimos al almacén de la escuela dominical, que es donde estaban. El padre hizo una solicitud con una moneda de cinco pesetas de plata. Hizo dos veces la solicitud y le dijeron que no estaban los muebles nuestros. «Si quieres te puedo dar los de Nicasio», le dijeron. Eran una familia nacionalista, y dijo mi padre: «No, si no son los nuestros no quiero». Eso fue a finales del treinta y siete. Cuando empezó la guerra, mucha gente decía eso de «Pues yo, cuando termine esto, me voy a ir a vivir a casa de tal o de cual», pero luego ganaron los de derechas y fue peor todavía.
JAVIER: Recuerdo que cuando cogieron alguna capital de Asturias, no sé si fue Gijón o qué, tocaban las campanas aquí, para celebrar. Luego, recuerdo que era el 28 de abril de 1938, organizaron algo, al lado de la tienda, donde está ahora el Banco Hispano. Pusieron una cuerda y en una parte ponía 27 de abril de 1937 y un pan negro, negro, que parecía barro; al otro lado ponía 28 de abril de 1938 y había un pan blanco.
Flechas y pelayos
PEDRO: Fue peor la posguerra que la guerra. Es que metían en la cárcel solamente por haber sido del PNV o republicano. A mi padre le metieron por ser republicano. Once meses una vez y otros cuantos la segunda.
Nuestra madre era muy dura. Pasamos mucha calamidad, pero menos mal que ella era fuerte. Una vez acompañó a una vecina que vino de Éibar para sacarle al marido y le dijo: «¿Y tú no tienes a nadie para sacar a tu marido?», y madre contestó: «El que le ha metido ya le sacará». Tenía un carácter… También fue a Santander en busca del hermano, y la engañaban, le dijeron que le habían visto, que se había escapado, pero en realidad le habían matado.
JAVIER: La guerra terminó el 1 de abril. Me acuerdo porque en la escuela tenías carteles de primer año de la victoria, segundo año de la victoria, y mapas… Luego fue el tercer año de la victoria. Teníamos un mapa grande y al maestro lo que más le interesaba era ir poniendo flechitas, y ya sabíamos de memoria que habían cortado entre Cataluña y Valencia «y ahora sólo falta eso», decían. Lo que más nos preguntaba era la historia de España y la guerra. A mí no me preguntaba mucho, porque me ponía el primero con un compañero que dibujaba muy bien, pero a otro, que era un trasto, le preguntaba todo el rato de la historia de España. Cuando volvimos al pueblo, la escuela ya estaba en marcha, y fuimos todos menos Pedro. Era completamente distinto. Antes no había ni banderas ni nada, pero entonces nada más entrar, a cantar el Cara al sol, y en el cine también.
R: Y en el mismo pueblo también: desfilaban los flechas y pelayos tenías que ponerte en fila y saludar.
J.: Y en los bailes. Ya no íbamos a los Maristas porque no podíamos pagar. Antes nos pagaba la tía, pero después empezamos a ir a la escuela nacional. Los maestros no eran de Durango, no, de fuera vendrían. Era un matrimonio, eran buenos maestros pero, joder, yo creo que tenían consignas de no enseñar más a que cantar y esas cosas.
Estábamos también con los hijos de los nacionales. En Kalebarria había una mujer, y chavales de mi edad le mandaban a limpiar los váteres por nada, porque era nacionalista aquella pobre mujer. Tenía un hermano que era anormal y se liaba a gritar «Gora Euskadi askatuta», y ella metiéndole al portal y venga a limpiar los váteres. Era terrible.
P.: Y te decían «¡Vete a Rusia!», y te mandaban a barrer el pueblo. A Rusia te mandaban continuamente. Siempre estábamos a pedradas. Entraba gente de nuestra edad y empezaban a pegarnos, y entonces o echabas a correr para casa o, si no podías, te subías a un edificio en ruinas y a pedradas. Nos metíamos cada paliza. A un amigo de él le abrimos la cabeza. Creíamos que era del bando contrario y le tiramos una teja.
J.: Es que estábamos mi amigo y yo. Y era de derechas, pero siempre estaba con nosotros. Aparecían los pelayos con las boinas rojas y nosotros andábamos como los monos por allí arriba. Estaba oscureciendo y estaba otro amigo, el que luego jugó en el Madrid. Venía a ayudarnos y subió por unas escaleras que solamente sabíamos nosotros que estaban allí. Yo, creyendo que era de los otros, le aticé y tuvieron que llevarle al hospital.
Algunos de los flechas eran amigos nuestros de antes de la guerra, pero ésos nos respetaron y seguimos siendo amigos, muy bien, muy bien. Mi madre había ayudado al padre de uno, que le pusieron preso los republicanos. Algunas personas le insultaban y mi madre le ayudaba. Cuando había que ir al refugio siempre iba con mi madre. Para ir a visitar a su padre a la cárcel necesitaban un salvoconducto para el tren y mi madre siempre le firmaba, aunque era de derechas.
Licencia de caza
PEDRO: Hubo unas venganzas terribles. A mí me gustaba cazar y siempre iba, pero no me daban licencia. Sin licencia cazaba yo, con la escopeta. Un día la madre se encontró con un hojalatero que era muy de derechas y le preguntó por la familia. Madre le dijo que tenía miedo de tener un disgusto conmigo, porque siempre andaba cazando sin licencia. Y el otro dijo: «Pues dile que venga». Fui donde la Guardia Civil y me dijeron: «Pues le vamos a dar la licencia por buena conducta, porque es el único que no ha estado en la cárcel. Quien les anda calentando es el secretario de la sociedad de caza y pesca, que es el que le rechaza siempre. Usted solicita pero él no tramita».
Sobre todo hubo uno que se portó muy bien. Le metieron en la cárcel y tenía miedo de que le mataran porque tuvo pena de muerte. Entonces el hermano empezó a recoger firmas de gente de izquierda y nuestra madre le acompañaba. Primero en casa le echó las firmas de tres, del padre y de los que estaban en el frente, y luego le acompañaba donde los de izquierda. Luego él se portó bien con nosotros.
Entre chavales era igual. Cuando venían a pegarnos, nosotros hacíamos un frente a la salida de la iglesia, montábamos un parapeto y allí no pasaba nadie. Nos teníamos odio entre nosotros mismos. Te pegaban, ¿eh?
El cura era terrible. Cuando tocaban las campanas porque habían cogido una ciudad o algo, si veía que alguien trabajaba le denunciaba. El cura de Mañaria. Echaba discursos desde el balcón. Solía decir: «Franco, Hitler y Mussolini son hermanos».
Ana Lezama[10]
n. en 1926. Durango (Vizcaya).
Nosotros nos enteramos de que había empezado la guerra porque vivíamos en la carretera de Vitoria, que ahora es Gasteiz. Todos los días subía el correo de Moreno, no puedo decir a qué hora, y una mañana subió hasta Otxandiano y le hicieron dar vuelta porque había estallado la guerra. No pudo entrar en Vitoria. Y decían: «Pues qué será, qué no será». Luego estuvieron esperando el otro correo, que no subió.
Las escuelas se cerraron. Nos enteramos del bombardeo de Otxandiano, pues empezaron a bajar camiones. Había como un pretil en nuestra casa, y subida allí veía cómo bajaban camiones. En camiones los bajaban a los soldados o como quieras llamarles.
He sido yo sola, no tenía hermanos. En mi casa, mis padres habían votado al PNV, pero por lo demás no se metían en política. A otros les quemaron la casa. Allí, al lado de mi casa, metieron proyectiles que cuidaban los milicianos, yo iba a mirar. Era un almacén, una pequeña fábrica, y por allí pasaban todos los del frente, los heridos y todos, y paraban. Yo estaba siempre mirando.
En el río
El primer bombardeo fue el 25 de septiembre. Luego, el 31 de marzo murieron muchísimos. En los jesuítas, en Santa María, en Santa Susana catorce monjas. Luego decían que habían bombardeado los rojos. Nosotros después del bombardeo nos íbamos a las cuevas de Santa Lucía. Salíamos a las cinco de la mañana y nos íbamos hasta que se hacía de noche, por los aviones. Iba con mi padre y mi madre, porque mi padre no fue al frente.
El primer bombardeo de Durango fue en el frontón. Yo estaba en el río con las refugiadas de San Sebastián. Fuimos al río porque no había agua en casa, y estábamos allí y entonces vino un avión. Yo tenía un miedo horroroso, pero no sabía qué iba a pasar, y la madre decía: «¡Cállate, que aquí no van a bombardear!», pero su hija contestaba: «¡Que son las bombas, que son las bombas!» Se puso como una loca porque ella ya sabía de qué iba la cosa, pero yo no. Para mí en Torrelavega fue peor. Subíamos una prima mía y yo del río. Allí había una cueva, y nos metimos porque teníamos mucho miedo. Total, hubo un bombardeo terrible el día que entraron los nacionales, como se llamaban ellos, y pasaron muchos soldados de izquierdas, milicianos como les llamábamos, y fueron dejando todos los fusiles allí, al lado de mi casa. Subíamos mi prima y yo cuando empezaron a bombardear. Mataron al burro, y nosotras nos caíamos al suelo del viento que echaban las bombas. Para nosotras fue lo peor. Yo me quedaba detrás de mi casa, pensando que allí, como había muchos árboles… Se les veía muy bien, se veía cómo salían las balas del avión, ametrallaban muy bajo.
Tuvimos en casa refugiados de San Sebastián. Algunos iban a Durango, al hospital, a Bilbao. Era gente que decía que estaban para irse, como eran de derechas…
La comida escaseaba muchísimo. Nosotros teníamos una vaca, gallinas y cerdos. En la plaza del mercado daban azúcar, o tenías que ir a por carbón y estabas en la cola y de repente tocaba la sirena y ya no te tocaba nada porque te tenías que ir. Qué carreras nos dábamos. Igual te iba a tocar ya, empezaba a tocar la sirena, y todos a correr.
En abril del treinta y siete nos marchamos a Begoña. Recuerdo que fuimos donde un primo de mi madre y allí no llegaban los bombardeos. Pero cuando tomaron Durango el 28 de abril nos fuimos a Carranza, y allí… ¡cómo bombardeaban!
Gente descarada
Luego fuimos a casa de un primo de mi madre, y había allí un refugio, con cada gente… Completamente distinta a la de aquí, más descarada, que insultaba. Claro, nosotros no conocíamos a nadie. Eran gente de derechas o así. Te llevabas muy malos ratos.
El vagón de los animales
También estuvimos en Santander. Primero nos metieron en Carranza, en un alto, en una casa en construcción que era de un americano, y allí lo pasamos muy mal. Los tres y un hermano de mi madre con los hijos, y unos vecinos, fuimos todos. Y ellos decían: «Mientras tenga Petra la vaca». Petra era mi madre. La vaca daba leche, como no había otra cosa. Yo solía bajar con la vecina a buscar algo de comer. Yo era chavala y ella ya mayor, pero nadie nos quería dar nada. Íbamos a robar patatas, porque teníamos que robar, éramos muy valientes. De allí fuimos a Torrelavega y a Santander y nos llevaron en el tren, pero en el vagón de los animales. Paramos en Santander y de allí nos echaron para adelante. Había que ver cómo nos insultaban y nos decían: «Eh, ¿por qué habéis venido? Marchaos. Haberos quedado allí». Nos marchamos de Carranza porque empezaron a bombardear y yo tenía pánico, era horrible, porque aquí en los montes no bombardeaban, pero allí ametrallaban, cómo ametrallaban.
Luego volvimos los tíos y nosotros en un camión de Torrelavega hasta Durango, y no tuvimos ningún problema para entrar en casa. La casa estaba igual porque unos vecinos nos la cuidaron. Hasta la patata que teníamos en la huerta estaba en el camarote. Mi tía se hizo cargo del caserío, aunque luego lo pasó muy mal, porque igual estaba trabajando en la huerta y le decían: «Venga, a desescombrar Durango», y como tenía el marido en la cárcel…
Había que desescombrar lo de los bombardeos, pero había tanto que vino mi padre y dijo: «Bah, así no se puede hacer nada». En la casa estaban todos los muebles que no valían, porque hubo un saqueo en Durango.
¡Bueno, las campanas! Para celebrar que había caído Asturias tocaban todas, pim pan, pim, pan… Todos los conventos y todo. Se oía estupendamente, como había silencio…
Juan González Madariaga
n. en 1925. Derio (Vizcaya).
Estaba con mi hermano. Yo tenía unos pajaritos verdes, crías de verderones, de un nido que había cogido. Estaban en el balcón delantero de la casa, y dije: «Vamos a coger para darles comida». Andaríamos unos diez metros dentro de la casa cuando sentimos un silbido fuerte y allí nos quedamos. Tuvimos la suerte de que había un tabique, y en aquel tabique nos quedamos los dos, mi hermano y yo. Mi hermano, como era más joven que yo, era demasiado joven, pues dijeron los médicos que se le había envenenado la sangre. A lo mejor murió reventado por dentro, pero como entonces no se sabía nada…
Recuerdo que cuando empezó la guerra no había colegio, porque era verano. De la República también recuerdo que un día hizo un vendaval terrible y tiró todas las pancartas. El día de la guerra los milicianos vinieron en los coches que quitaban a uno y a otro (porque entonces coche no tenía cualquiera), los forraban con colchones e iban con las escopetas por las ventanas amenazando a todos. Luego empezaron con lo del «cinturón de hierro», que es cuando empecé a vender periódicos.
Mi padre era marmolista. Le llamaban maketo porque no era de aquí. Sus cuñados también se lo llamaban. Tenía un taller en Derio y era natural de La Carolina, Jaén, pero había vivido en Madrid y a los veintidós años vino a Vizcaya y se casó aquí. La madre era de Ondárroa y hasta morir han vivido siempre en Derio. Murieron con ochenta y tantos años.
La familia de mi padre vivía en Madrid. Tenía un hermano párroco en la iglesia del Carmen, y la hermana era secretaria particular del Instituto Nacional de Previsión en Madrid. Nosotros vivíamos en Derio, enfrente del cementerio, donde tenía la marmolería. Éramos seis, tres chicos y tres chicas. Al principio la vida era normal, trabajando en la marmolería. Yo iba al colegio, pero a los doce empecé a trabajar. Mi madre estaba en casa y aparte trabajaba en el cementerio, limpiando sepulturas y eso. Como se vivía de aquello pues ella trabajaba allí. La vida, entonces, era así. Yo era el segundo de los chicos. El mayor, con dieciocho años, tuvo que ir a la guerra y estuvo cinco años fuera. No volvió hasta los veintitrés.
El dinero del cementerio
En mi casa no se ha pasado hambre porque se trabajaba, el cementerio ha dado mucho dinero. No para hacerte rico, pero trabajando, ¿eh? En casa no ha faltado nunca para comer. Yo no quise estudiar. La madre pasó mucho. Sí, porque a una hermana le dio parálisis infantil y se quedó inútil de cintura para abajo. En la guerra nos tocó todo seguido. Todos los días la llevaba a cepas al hospital de Bilbao a darle corrientes. En el tren y luego a cepas. Más tarde la llevó a Madrid a unas operaciones de tendones. A mi madre le tocó todo eso. Recuerdo que la ponía todas las mañanas y todas las noches con polvos de talco y le daba masajes en las piernas porque le decían que era bueno. Tenía tres añitos. Un día, estábamos todos cenando en casa y al día siguiente «¿qué le pasa, qué no le pasa?». Se quedó inútil. Así fue, de repente. Inútil de la cintura para abajo. Con los hermanos pequeños se quedaba la hermana mayor, que era a la que le tocaba más que a nadie.
Mis padres no se asustaron mucho cuando vino la guerra. Lo que más les preocupaba era cuando no había qué comer y había que ir a Morga por las noches a buscar harina de maíz, alubias… Ese tipo de cosas, porque todo empezó a escasear.
Yo ya entonces estaba acostumbrado a la guerra, a los aviones, a los bombardeos… Después bombardearon el cementerio también, allí están las muestras todavía, y nos echaron una bomba en la casa también a nosotros, la única que echaron en Derio. Del bombardeo de Derio no ha hablado nunca nadie, sólo de Guernica, porque allí destrozaron mucho. Cómo no me voy a acordar… Había un refugio debajo de la vía del tren, con una escalera, que era el saneamiento del cementerio y lo cruzaba. Allí es donde se metían varias familias cuando venía la aviación, pero hasta aquel día que nos echaron la bomba en casa, no habían bombardeado nunca.
Tumbas rotas
A raíz de salir entre los escombros en casa me entró un poco de miedo. Cuando sentía los aviones, si me pillaba fuera de casa. Pero al principio no. Te quedabas mirando cuando venían. Pero es que aquel día fue gordo. Destrozaron el cementerio. Como había gente que se refugiaba en los panteones de arriba, entonces, pum, pum, rompieron cantidad de tumbas y no le acertaron a ninguno, tuvieron suerte.
Y menos mal que otra bomba que echaron no llegó a explotar, porque si no habrían desaparecido todos los que estaban en el refugio. Hace doce o quince años construimos una casa, y cuando hacíamos la cimentación para los garajes dije yo al de la excavadora: «Oye, ten cuidado porque sé que por aquí cayó una bomba».
Y otro que estaba allí dijo: «No, que ya sacaron». «Pues yo no me he enterado de que sacaran». Y allí estaba, allí salió. Menos mal que no le dio a la espoleta.
Al principio de la guerra no bombardeaban. Venían a Sondica que está ahí cerca. Luego ya empezaron de noche. Más tarde vinieron a mi casa algunos del batallón Azaña. Y los armeros, los que arreglaban los fusiles, le quitaron al zapatero de Derio la casa y allí arreglaban las armas. Yo estaba con ellos, iba a las cocinas, me tenían como chaval.
Los asturianos
Cuando bombardearon mi casa, fue también cuando el bombardeo de Guernica, y cuando la aviación nos tiró la casa, uno de aquellos armeros, José Villarzábal, el de los betunes, nos dejó un piso que tenía en La Peña. Allí íbamos a las minas como refugio. Fue donde los asturianos dieron fuego a la dinamita. Parecía que íbamos a volar todos. La Peña está en Bilbao. Nos fuimos con cuatro trastos que sobraron de la casa, que no quedó nada, sábanas, mantas, en un carro de bueyes. En el alto de Santo Domingo hubo una tormenta. No teníamos ni paraguas ni nada que ponemos, nos mojábamos, y había unos cadáveres allí en la carretera que sacaban del monte para llevar a enterrar a Derio. Yo me bajé del carro y quité dos mantas a dos muertos, que los tenían tapados, una para el carretero y la otra para mí. Con aquellas mantas llegamos.
En un primer momento fuimos a Villa Luisa, donde tenían un taller. Era una señora que tenía una vivienda de planta baja libre, y nos la dejó. Y mi padre seguía yendo al cementerio. Luego todos nos fuimos a La Peña, éramos refugiados. A medida que se iban acercando las tropas, nosotros nos íbamos. Medió por nosotros ése que te he dicho que era del batallón Azaña, que había votado con mi padre a la República. Luego no le detuvieron, era muy inteligente y nos dijo que nos fuéramos a su casa, que tenía el piso libre. Más tarde nos volvimos a Derio, a Villa Luisa mientras se construyó la otra en el mismo sitio. En la Peña estábamos todos. Mi padre iba a Derio a trabajar, porque para no ir al frente consiguió meterse como enterrador y se salvó.
Vendiendo periódicos
Como en casa hacía falta me puse a vender periódicos. Nos costaba once céntimos el periódico y los vendíamos a quince. Yo sacaba doce pesetas todos los días, lo que no sacaba cualquier obrero. Con once años, ¿eh?
Conseguí el trabajo porque un tío mío era republicano y pertenecía a un batallón del capitán Casero. Hacía de cartero porque el cartero anterior era de derechas, y mi tío, como era republicano, le quitó la cartería. Luego, cuando mi tío se fue voluntario a la guerra, en el puesto se quedó mi hermano el mayor, que también fue a luchar más tarde. Yo vendía los periódicos, doscientos a la mañana y cien a la tarde: Euskadi Roja, cien; El Liberal, cien; y a la tarde, Lucha de Clases. Después salió el Hierro en el puesto de Lucha de Clases. Y yo, con once años, a las siete de la mañana empezaba y vendía a los trenes que traían a los zapadores. Venían a hacer el cinturón de hierro de Bilbao, y todos: «¡Chaval, chaval!» Había un matrimonio venido de Guipúzcoa como refugiados y me hacían la competencia, pero eran mayores, yo vendía más. El que más ganaba entonces era diez pesetas, once. Yo, doce.
Cuando estaba en Archanda, las balas también me silbaban, pero la ignorancia… Los oficiales gritaban: «¡Chaval! ¡Túmbate, chaval!», y yo vendiendo periódicos. Estuve así hasta que ya bombardearon y al poco entraron los otros.
Barcos de presos
Hubo un bombardeo en Bilbao y en represalia los asturianos cogieron, asaltaron dos barcos de presos, se montó una sarracina. Los traían en camiones y los metían en la iglesia. Luego la tuvieron que desinfectar, pero duró años el olor aquél. Los cogían y los tiraban al camión, y uno con una pata colgando, otro con un brazo. Duró días. Todos los días venían a fusilar. Aquello era como una juerga. Venían autobuses, bandas de música… Un día fusilaron a un militar, y era muy valiente. Venía delante, marcando el paso, dirigiendo la banda, y nosotros viendo todo allí. Tenía que ser valiente, ése. Claro, eran profesionales, estaban preparados, eran policías, militares, espías. Era una juerga para nosotros los chavales, aunque algunos no podían ni mirar, ¿eh? Hace falta estómago. Algunos se asustaban, y las mujeres, pero yo estaba mirando y veía. Otros no valen para eso. Como para otras cosas no valía yo. Era duro. Lo que pasa es que con el tiempo se te olvidan muchas cosas.
Aquello del barco era diferente. Los valientes, cómo morían, de tres en tres. Tres primero y luego otros tres. Tiro de gracia y todo, y los otros tres viendo cómo morían y esperando. Sin embargo, después, cuando entraron los otros… Aquellos gritos que se oían de: «¡Yo no he hecho nada, que yo no he hecho nada!» Y los otros ratatatatá… Qué sarracinas. Aquello era triste. Para que no se oyeran los gritos aceleraban al máximo los motores de los autobuses y de los camiones de la guardia de asalto, aquéllos de techo bajo, pero yo los oía…
La caza
Cuando iban al cementerio llamaban, tocaban a la puerta y el portero les abría la puerta. Una vez, uno se les escapó en el alto de Santo Domingo, esposado y todo se tiró del camión, que era un autobús de planta baja, y echó a correr, pero lo cazaron. Dijeron que había salido una liebre. Ahí mismo lo mataron. Otra vez otro se marchó corriendo cuando ya estaba puesto en la pared, y llegó a la fuente de en medio del cementerio. El capitán, porque, claro, si no le arrestaban, rodeó el cementerio y pidió refuerzos. Al final al hombre aquél le dieron un tiro en el muslo y mientras fue caliente aguantó pero ya con la pierna a rastras se puso detrás de un panteón y allí le dieron.
A las siete de la mañana ya oías los tiros, y venga a vigilar. En tiempo de los rojos no pasaba tanto, pero luego ya no dejaban de fusilar. Quemaban los motores para que no se oirían los gritos, pero es que hacían diez o doce o catorce de ésas cada día, todo el día fusilando. Traían gente de por aquí. Se oía cómo lloraban. Un enterrador me contó que a uno, al hacer montón, le dieron un tiro sólo en el hombro y le metieron en la fosa porque cada uno hacía su fosa. El tipo le dijo que le echaran poca tierra, pero un guardia vio que estaba vivo y le pegó un tiro. Es que si se descubría, le daban a él en su lugar, le trenaban.
Traían voluntarios para los piquetes pero si no había, te obligaban. A uno que se negó a disparar, le dieron a él. Además, se veía en el paredón que algunos disparaban al aire: por los impactos se veía la altura. Eso los oficiales lo veían, pero entre tantos… No todo el mundo tiene temperamento para esas cosas, hay que valer. Igual que aquel día, que estaban seis, y vi tres y tres, y ellos veían tiesos el tiro de gracia. Era gente que… No como aquéllos que igual les habían puesto una denuncia falsa y se los llevaban. Aquéllos ya sabían lo que se jugaban, y los militares… ya se sabe.
Profesionales
A mí me impresionaron más los fusilamientos de los nacionales, que los de antes. Porque antes a los fusilados los veías más valientes, más profesionales. Ellos ya sabían a qué se exponían. Después era más triste, porque mataron a mujeres también. Aquéllos no lo hicieron con mujeres. Éstos, a alguna la tuvieron que sentar en una silla porque no se podía tener de pie. Mataron a cientos, ¿eh? Yo tenía un amigo que mataron a su padre, el que tenía un bar en Gatica, de los Eguía. Eran seis hermanitos que los metías en un cesto a todos, la mujer era pequeñita. Pues le mataron sólo porque dijeron que había sido foral, de la diputación. La madre empezó a llevar leche del caserío de Derio a Bilbao, en la cabeza, para poderles mantener. Sólo por ser foral. Había denuncias falsas y malos quereres. Eso trae la guerra civil.
Supe que se acabó la guerra por la prensa y la radio. A mí nunca llegaron a cogerme. Yo era vivo. Aquéllos que llamaban de «segunda fila», sargentos y guardias civiles, que eran los que daban la leña, se ponían en el cruce de Derio y gritaban: «Eh, vente p’acá», y te ponían a cantar el Cara al sol. A mí nunca me llegaron a coger. Un día uno que era enterrador y de derechas se puso delante, en la estación de Derio, cuando los guardias le hicieron cantar a uno, y se puso a reírse, ja, ja, ja, y como la Guardia Civil no le conocía, le dio una hostia por reírse.
Recuerdo que mi padre era el presidente de una sociedad y pagaba una cuota al mes porque entonces no había seguro. Le dieron treinta mil pesetas para la casa. Yo cobraba los recibos de la sociedad, y cuando fui subiendo Santo Domingo, uno que era del PNV me dijo: «Eh, qué bien, ahora casa nueva, ¿eh?» No se me olvidará aquello. Era como una ofensa. Porque era chaval. Pero si no teníamos nada, para una casa nueva solamente treinta mil pesetas. Así me dijo.
María del Rosario Bruno García
n. el 20 de septiembre de 1925. Madrid
Yo tenía once años, pero no era tan avispada como ahora. Nos dijeron que mi padre había desaparecido. Mi padre era aviador. Primero se hizo mecánico de aviación, luego se hizo aviador y, bueno, cuando empezó la guerra él era teniente. Antes, cuando se implantó la República, le dieron una beca y estudió la carrera de ingeniero.
El 18 de julio había un barullo fenomenal. Mi padre no estaba en casa: «Ha empezado la guerra, ha empezado la guerra». Mi madre ponía la radio en el balcón para que la gente escuchara. Como empezaron a bombardear Madrid, en cuanto desapareció mi padre, mi madre empezó a trabajar, que no había trabajado nunca, en protección de menores, porque todos los colegios religiosos privados de niñas bien habían abandonado el cupo que tenían de caridad, para niñas pobres. Me acuerdo de que yo iba con mi madre todas las mañanas. Se trataba de atenderlas, y había niñas mayorcitas. En ese momento yo tenía diez años. A Luli y a mí, que estábamos educadas un poco diferente, nos hacían mucha gracia muchas cosas. Para obligarlas a bañarse desnudas, aquellas chicas armaban unos escándalos… ¡Quitarse la última camisa, buf!
Recuerdo los bombardeos porque íbamos a un refugio que había debajo de nuestra casa en la calle de Alonso Cano. Bueno, no era un refugio propiamente. Hasta cierto punto me asustaban, pero yo no era consciente. No lo he pasado tan mal como los que estuvieron siempre en Madrid, a mí no me dio tiempo a concienciarme. Además, estaba muy optimista, francamente. Yo estaba muy marcada, no tenía ninguna duda, para qué quería tener dudas. Yo sabía que la República tenía que ganar. Mi deseo era más fuerte que todo lo demás. He visto tiroteos, serían de la quinta columna, y no se podía andar por la calle. Los había todos los días. Por la tarde no salíamos, nadie. Me acuerdo de que mi abuela y mi madre ponían colchones en las ventanas y en los balcones.
Mi madre y yo estábamos en ese colegio y le dijeron que a mi padre le habían cogido prisionero. A mi madre le dio un ataque de nervios. Cuando se calmó un poquito nos llevaron en el coche de no sé quién, creo que fue Alberti quien vino a buscarnos, para llevarnos a casa. Pasamos unos días muy malos, porque mi madre, cada vez que se levantaba por la mañana, nos cogía así a todos y nos decía: «¿Qué voy a hacer yo con vosotros, qué voy a hacer yo?»
Mi madre estaba muy asustada porque siempre estaba pensando en su marido y en qué iba a hacer ella con sus cinco hijos. De vez en cuando le daba algún ataque de histeria, de ponerse a llorar, y entre mi abuela y yo no podíamos contenerla. Yo tenía susto, sí, pero no un susto trágico, francamente. No un susto horrible. En primer lugar era niña, en segundo lugar nos habían dicho con tanta esperanza que se le buscaría, que se le canjearía, que yo no veía la tragedia que veía mi madre. No supimos absolutamente nada más de mi padre. Incluso creo que salió en algún periódico, se lo oí comentar a mi madre. Una periodista que decía que, conociendo el carácter de Bruno, lo más probable era que se hubiera suicidado, que se hubiera pegado un tiro antes de caer prisionero. Luego supe que le habían fusilado el 11 de agosto de 1936. Le cogieron el día 9 y el día 11 lo fusilaron. Esto lo hemos sabido cuarenta años después.
Mi relación con mi padre había sido muy estrecha, mi padre era un padrazo. Conmigo podía hablar y distraerme y decir que leyera, que estudiara. Un día me dijo: «Mira, Charito, tienes que estudiar porque tú comprenderás que yo no puedo tirar de todo para que todos tengan estudios, así que tú tienes que estudiar. Y oriéntate, porque a mí me parece que una carrera buena sería la de farmacéutica, sí, para mujeres. Y tu hermano Leopoldo también, y entre los dos me tenéis que ayudar». Mi madre quizá fuera un poco infantil o quizá no se imaginara la vida sin él. Siempre estuvo muy mimada, mi padre resolvía todo en casa menos la cocina, claro. Ella estaba enamorada.
Mi padre era de la provincia de Valladolid, me parece que del pueblo de Rioseco. Sus padres debían de tener algunas tierras, pero las vendieron y se vinieron a vivir a Madrid. Bueno, sólo la madre, porque el padre murió cuando el mío debía de tener como diecisiete años. Se vinieron a vivir a Madrid. Mi padre era muy jovencito y no tenía oficio ni beneficio. Se fue a hacer la mili, estuvo en África y después se quedó en el Ejército porque le gustó la aviación, era un arma nueva prácticamente y allí hizo su carrera. A pesar de que no tenía el bachillerato. Mi padre, yo lo he oído en casa, necesitaba el título de bachillerato, y lo hizo externo, con un gran esfuerzo, hizo esfuerzos toda su vida. Era inteligente y además estudioso y ambicioso en el buen sentido de la palabra. Entonces le dieron una beca con la que terminó la carrera, entre el treinta y uno y el treinta y seis. Cuando terminó la carrera hizo un viaje por Europa. El comienzo de la guerra, el 18 de julio, le pilló en Alemania. Allí les dijeron que la única entrada a España era por el sur, y todos los demás, republicanos o lo que fueran, eso ya no lo sé, se fueron por el sur, pero mi padre y un tal Luis Fierro, un hombre algo más joven que mi padre, dijeron que no, que ellos por el sur no entraban, que ellos entrarían solamente por el norte. Alguna intuición. Estuvieron encerrados tres días y luego decidieron entrar por el norte.
Derribo
En Francia, mi padre se encontró con Largo Caballero, que le dijo: «Mira, Bruno, quédate conmigo que tengo que hacer una compra de aviones y la verdad que te necesitaría». Mi padre le dijo que lo sentía mucho pero que no podía quedarse, que tenía que volver a España inmediatamente a presentarse en el Ministerio de la Guerra. Entonces pasó al norte con un avión, creo que de los de Largo Caballero, y estuvo volando por esa parte, fundamentalmente en Asturias, pero se vino pronto a Madrid. Estuvo en casa sólo unas horas, hasta que le convencieron de que se volviera al norte. Se presentó en el Ministerio de la Guerra, cuando ya estaba cortado el frente, y le dijeron que allí no había nadie, ningún aviador, y se dio la vuelta. Iba con otro aviador y con un mecánico. Luego los averiaron a la altura de Palencia y tuvieron que aterrizar. Aquí, en Madrid, interceptaron un telegrama que le enviaban a Queipo de Llano diciendo: «Hemos cogido dos aviadores. Esperamos órdenes». Ahí mi padre se acabó. No hubo más noticias. Indagaron por todas partes. Incluso Hidalgo de Cisneros[11], que le dijo a mi madre: «No te preocupes, no te preocupes Clementina, que lo canjeamos cuando lo encontremos porque tenemos con quien canjearle». Pero mi padre había desaparecido. No supimos más.
A Moscú por Alicante
Luego nos evacuaron a Alicante, menos a la abuela, que quiso quedarse en Madrid. Era últimos de agosto o primeros de septiembre, y hacía un tiempo espléndido. El sitio al que nos llevaron estaba muy cerquita de la playa de San Juan. No nos bañábamos, o no lo recuerdo.
Entonces, empezaban a escasear los productos, y ya llegó algún barco, ruso me parece, con alimentos. Muchas niñas empezaron a sacudirse todos los prejuicios y todas sus creencias, claro que con ayuda de las cuidadoras, y no pocas de entre ellas, de las mayorcitas, se fueron al frente como enfermeras.
En Alicante estuve hasta el 12 de diciembre de 1936, cuando vino Hidalgo de Cisneros y le dijo a mi madre: «Mira, a mí, Clementina, me han propuesto que mande a la niña allá, a Moscú». Hidalgo de Cisneros era amigo, pero no muy amigo, no íntimo. Entonces mi madre me dijo que los niños eran muy pequeños y que si quería ir yo con Leopoldo, y yo dije que «sí, sí, sí», corriendo. Mi hermano dijo que «no, no» y a las faldas de mi madre. No es tanto que yo fuera aventurera, es que tenía unos radares así que lo escuchaba todo en casa. Y me fui.
La despedida no fue nada trágica. Me fui con Luli, la hija de Hidalgo de Cisneros, que era un año más joven que yo, pero era altísima, me llevaba la cabeza. Llegamos a Moscú el 12 de diciembre. Embarcamos en Alicante.
Fuimos en un barco checheno, de mercancías, pero había también pasajeros, un grupo de soviéticos, no sé si eran aviadores o qué eran. Algunos de ellos llevaban ramos de naranjos con sus naranjas. No lo pasamos mal, pero eso sí, tuvimos una vomitona grande las dos. No nos encontrábamos solas, de alguna manera aquellos hombres nos ayudaban, aunque no sabíamos ni una palabra de ruso. La comida rusa no nos gustaba.
Recuerdo cuando pasamos por los Dardanelos, antes de entrar en el mar de Mármara una noche que estuvo el barco parado y sin una luz. Nos dijeron que nos estuviéramos quietecitas. Luego sí pasamos ya el mar de Mármara y me acuerdo muy bien porque aquello era muy bonito, se veía la ciudad, Estambul, y todo estaba lleno de barquitas y todos iban con pañuelitos en la cabeza. Después, cruzamos al mar Negro y llegamos a la ciudad de Fedosia, allí cogimos un tren.
Caviar y pieles de oso
Estuvimos dos días y dos noches enteras en el tren. Un día nos trajeron un bocadillo, era un ritchie, con un montón de mantequilla y un montón de caviar negro. Luli y yo decíamos: «¿Qué hacemos con esto?» No lo veíamos muy claro, así que salimos, miramos a un lado y a otro del tren, no había nadie, y las dos, corriendo, corriendo entre los dos vagones, lo tiramos. Con lo que me gustaron después aquellas bolitas negras…
En Moscú nos estaban esperando en la estación, porque nosotras íbamos a estar con una familia de militares. Eran de rango, él era kombric, lo que aquí sería un general de brigada. Era el 12 de diciembre. Nos cogieron, nos metieron en el coche, nos echaron por encima una piel de oso que nos asustó bastante, y así llegamos a la casa.
Luli sabía hablar un poquitito de alemán porque me parece que Ignacio había sido en Alemania agregado militar, aunque no por mucho tiempo. Luli sabía alguna palabrita, y el alemán estaba entonces en Rusia bastante en boga, y se daba mucha importancia, pero vaya… Luli era muy buena, muy inteligente y buena persona, pero quieras que no llevaba sangre azul en las venas y esto no se puede remediar.
Al día siguiente de la llegada nos vestimos con la ropa que teníamos: un vestidito de manga corta, unos calcetines… De modo que a los dos días, sin sacarnos de casa, nos trajeron el ajuar. Un ajuar fenomenal.
Esta familia tenía fuera de Moscú un palacio muy conocido, pero media casa la habían dejado de museo y la otra mitad para pasar los fines de semana los altos cargos del Ejército. Ellos conservaban dos habitaciones contiguas y a nosotras nos dieron otras dos: una para
Luli y para mí y otra para nuestra profesora, educadora, miradora o lo que fuera, que estaba embarazada y era la mujer de algún funcionario diplomático que estaba en Bilbao. Esa señora estuvo con nosotras los meses que vivimos hasta que la primera expedición de niños españoles llegó allí, cuatro meses después. En mayo nos fuimos a Odessa a esperar esa expedición y nos integraron con los demás.
Habíamos aprendido ruso para defendemos y, cuando llegaron ellos, nos dábamos importancia. Y les traducíamos cosas.
El correo
Durante estos meses yo escribía cartas a mi madre. No las entregaba al correo, no sé si las mandaban por valija diplomática o con gente que iba para allá. Mi madre me escribía y me contaba que los niños estaban bien, que tenían esto, que me echaban de menos… Me acuerdo más de lo que escribía yo, francamente, porque como nos chocaba todo tanto, pues tenía que contarle muchas cosas, observaciones de cómo era aquello, que en general nos gustaba mucho, que comíamos muy mal… La verdad es que nos alimentábamos de caldito, tortilla francesa y poco más, porque no nos gustaba nada y nosotras todavía no llevábamos hambre de aquí.
Le dibujé toda la vestimenta que me habían dado porque era para dibujárselo. Tú que llegas de España con unas braguitas, unos calcetines así, una camisetita, un vestido… Nos trajeron medias de hilo como de punto inglés, bien tupidas, con portaligas. Encima de eso había que ponerse unos culottes que llegaban hasta la rodilla, y una camiseta. Y para salir a la calle había que ponerse botas de fieltro, chanclos. Cuando nos pusimos aquello andábamos para atrás en vez de para adelante. Además de eso nos trajeron un abrigo de piel de ardilla, de petit gris, precioso, y un gorro precioso, un traje de esquiar, unos patines de hielo y unos esquís. Empezamos a aprender a patinar y a esquiar.
Estudiábamos ruso todos los días y además hacíamos ejercicios de matemáticas, bueno, de aritmética, para no olvidar. Todos los días teníamos que pasear dos horas por lo menos, eso era a rajatabla, hiciese el tiempo que hiciese.
Ida y vuelta a España
Mi madre fue con el primer grupo de niños. Hidalgo de Cisneros insistía: «Clementina, vete. Las cosas se están poniendo muy mal, vete con todos los niños». Y mi madre se vino con todos los niños. Estuvo trabajando un tiempo como educadora en la Casa de Niños, pero en el año treinta y ocho, a finales, dijo: «Yo me vuelvo a España. La guerra no se ha terminado y no sé nada de mi marido». Hidalgo de Cisneros trató de persuadirla, incluso le dijo delante de mí: «Clementina, es una guerra muy dura donde no existen prisioneros». Pero mi madre no quiso, le entró por aquí y le salió por ahí.
Se fue a Cataluña, y en el treinta y nueve tuvo que salir de Barcelona arropada por Ignacio y su mujer. Luego llegó a México y estuvo allí un montón de años.
Nosotros nos quedamos allí, y yo estaba encantada. Los más pequeños tendrían sus penas, que la zapatilla de la madre es una cosa y el besito de por la noche otra… Yo lo entiendo ahora. En general creo que los padres han sufrido más que nosotros desde este punto de vista, aun pensando que estábamos bien. La inmensa mayoría de las cartas que escribieron los muchachos son verdaderamente entemecedoras. Decían que estaban bien, que estaban muy bien, que comían mucho y que hacían esto y lo otro. Pero a pesar de esto, si los padres encima no han recibido estas cartas, aunque supieran que estaban fuera de peligro, se habían quedado sin los hijos y encima en una situación terrible. Nosotros pensábamos que íbamos a ganar la guerra y que volveríamos. Teníamos un mapa, con las banderitas puestas y todo. No pensábamos. Estábamos muy bien atendidos y teníamos todo el día ocupado entre las clases, los deberes, los círculos. Unos hacían gimnasia, otros hacían aeromodelismo, otros pintura, no sé, que si estudiábamos, que si patinábamos… El ambiente era de niños de familias muy humildes, que en España nunca habrían tenido nada de esto. Sobre todo los asturianos, eran de familia humilde, muchos de ellos huérfanos del treinta y cuatro o ya de la guerra, o huérfanos de padre y madre que estaban en un orfanato allá en España.
Hasta que llegó la guerra mundial no tuvimos ningún contacto con niños rusos. Nosotros vivíamos prácticamente sedados. Teníamos maestros españoles, nos habían traducido los libros del ruso, teníamos todas las asignaturas del programa ruso, excepto el ruso, que lo teníamos como idioma. Íbamos a una escuela rusa, éramos como 110 o 115, todos en fila y juntitos, como patitos. No teníamos amigos rusos. Hasta que empezó la guerra mundial. Nosotras, Luli y yo, no conocimos a casi ningún ruso hasta ingresar en la universidad. Los que salían a trabajar sin terminar el bachillerato, sí, pero nosotras las amistades las hicimos en la universidad.
Con mi madre seguimos teniendo comunicación, aunque con grandes dificultades. Empezó la guerra mundial y… Después de la guerra, sí. Claro que sí. Siempre. La volvimos a ver en el cincuenta y seis, ya en España. De México pasó a Francia y luego a Madrid. Y nosotros en cuanto pudimos, vinimos. Los cinco.
Tardamos mucho en saber que a mi padre lo habían fusilado a los dos días de caer prisionero. Algún periódico escribió que, al estar obligado a aterrizar, le prendió fuego al avión, para que no lo cogieran.
Angelita Gabaldón Huguet
n. el 28 de octubre de 1929.
Es Mercadal (Menorca).
A mi padre lo fusilaron al poco de empezar la guerra.
Mi madre había muerto un año antes, cuando yo tenía cinco. Vivíamos con la abuelita, en la casa paterna, al lado de la farmacia, y mi tía estaba con mi hermano porque iba a la escuela en Mahón. Éramos dos hermanos. Cuando supimos que las tropas habían entrado en Ciudadela y que había bombardeos, mi abuela cogió un carrito y un caballo, y nos fuimos a Mahón y allí nos encontramos con mi tía. Cuando llegamos a Mahón tuvimos que meternos en un refugio, porque había bombardeos y todo estaba desastroso.
Yo tenía dos tías por parte de padre, aunque éstas vivían en Toledo. Y tenía otras dos tías, por parte de madre, que vivían aquí. Un hermano de mi madre murió de tuberculosis, como ella. Nosotros nos quedamos con mis tías y la abuelita. Mi abuelita era como mi madre. Ellas nos cuidaban y luego fue cuando nos fuimos a
Francia con una de ellas. La otra se quedó aquí, con mi abuela, porque estaba casada.
Mi hermano vino con nosotras. Nos sentíamos seguros porque ella lo dejó todo por nosotros. Era como una madre. Y la abuelita también. Fue… Eso nos ayudó. Porque nos quedamos muy desamparados.
La familia de mi padre, mis otras tías, eran menos de izquierda. Yo fui a Toledo a conocerles cuando volví de Francia, pero no hablamos mucho de política.
Una guerra te marca mucho. Mi vida habría sido totalmente diferente. Mi mamá se había muerto, vale, pero yo tenía a mi papá. Por mucho que yo tuviera dos tías que eran como dos madres, y una abuelita, yo perdí a mi padre, y siempre estaba atemorizada. Nunca me podía «soltar», siempre estaba encogida. El primer día que mi hija me llamó «mamá» para mí fue lo más grande. Yo nunca lo podía decir. Mi tía era muy buena, pero yo lo llevaba dentro.
Una vez, ya de vuelta en Mercadal, estuve enferma y vino el médico y me recetó unas medicinas, y yo le dije a mi abuela: «Ay, abuelita, ¿y quién me va a pagar las medicinas?» Y ella me dijo: «Yo, claro, ¿pero qué dices?» Era lo natural, pero yo tenía pena porque no tenía padres.
La muerte del padre
Mi padre era socialista, y también republicano. Era muy de izquierdas. Yo también, como mi hija ahora. Era militar, pero se retiró y al comenzar la guerra se reenganchó. Le mandaron a luchar, y cuando iba en el barco hacia la península alguien le denunció y le cogieron prisionero. Iba hacia la península y le llevaron a Mallorca. Todo esto es muy confuso para mí, no lo sé recordar muy bien. A él le mataron el treinta y seis.
Lo último que recuerdo es la despedida en el barco, en el puerto de Mahón. Después dijeron que lo habían cogido, pero yo era una niña y en aquellos momentos, aunque veas cosas, se te queda un poco pero no puedes asimilarlo, no te enteras de toda la gravedad. Lo sabes luego. Yo en mi casa noté que mi padre había muerto, que le habían fusilado. Me lo dijeron mi abuelita, y mis tías.
Yo aquí iba a la escuela, aunque me acuerdo más de la escuela de Francia que de la de aquí, me acuerdo de mis amiguitas.
A mi padre ya le habían detenido en 1934, cuando la revolución. Entonces le íbamos a ver a la cárcel, claro. Yo fui con mi tía y mi hermano, pero no me acuerdo mucho. Él escribía, pero no me acuerdo. Se me borra. Me acuerdo de la puerta… Tenía miedo y pena de pensar que mi padre estaba allí dentro. Estuvo meses.
Recuerdo que nos despedimos en el puerto y luego no le vi nunca más. Yo le decía: «Papá, ¿me traerás muchos juguetes?» Él me tenía en brazos y yo le pedía juguetes. Para mí era que se iba de viaje, no podía asimilar lo que era la guerra. Esto es lo único que recuerdo. Él era de la provincia de Toledo, aunque había nacido en un pueblo de Cataluña. Como el abuelo, su padre, era carabinero, iba cambiando de destino por ahí, por eso nació en Cataluña. Claro, de él me acuerdo poco. Bueno, que iba con él a pasear, porque cuando mi madre enfermó nos apartaron de ellos. La tuberculosis era terrible, aunque la íbamos a ver a ella y a mi tía. Un día, en la cocina, le dije a mi padre: «Papá, cuando sea mayor te haré la comida». Cuando mi mamá murió él quiso que la viéramos para despedirnos. Subimos. Ella tenía un pañuelo encima de la cara. Nos acercamos y le dimos un beso.
Era muy buen pintor y escribía muy bien. En la prisión hacía retratos, y una vez hizo un desnudo y lo rifó. Luego todos querían uno y él decía: «Cuando me suelten, quizás me dedicaré a esto». Eso fue cuando la República.
Cuando le fusilaron, en noviembre del treinta y seis, nos mandaron todas sus pertenencias. Había una foto suya, ésta, que aún conservo, que dice: «A mis hijitos queridos, con todo el cariño y el último pensamiento de su papá. Palma, 20 de noviembre de 1936».
Era para mí y para mi hermano. No me acuerdo de cuándo me la dieron, no exactamente. La dedicatoria ya dice que es para nosotros. «El último pensamiento». Para mí no hay nada más. Cada rato la cojo y la leo. Lo tengo que leer porque parece que me lo esté diciendo él mismo. La guardo como un tesoro.
Era militar. Antes de la guerra era sargento, toda su familia era militar. Luego pidió el retiro por lo del treinta y cuatro. Yo soy como mi padre, republicana y de izquierdas. Murió por ayudar, sólo pensaba en los pobres. En una de las cartas que mandó a mi madre cuando estuvo en la cárcel durante la República le decía: «Vendrá Fulano a Mercadal y te trae la paga. ¿Te das cuenta si en lugar de ser yo hubiera sido un obrero que no cobrara, pobrecito?» Porque él quería que el obrero fuera libre, que viviera como vivía él. No era como esta gentuza. Yo soy como él, y mi hija también, yo se lo he inculcado. Para ella su abuelo es un héroe. Para él, el fascismo era terrible.
Cuando le dijeron que tenía que ir a la guerra mi abuela me contó que dijo: «Pero vamos a luchar, no vamos de fiesta». Él defendía el Gobierno legítimo. Y yo lo he heredado. Dentro de mí tengo una rabia que no me puedo quitar. Mi casa ha sido una casa desgraciada, como tantas. Las guerras civiles son lo peor que puede pasar. Y tanto miedo a hablar, a todo. Había mucha gente peligrosa.
Huida
Luego nos fuimos a Francia en un barco, un carguero. Nos fuimos una noche, escondidas en la bodega, con mucho sigilo. De lo que sí me acuerdo es de que cuando nos fuimos nos perseguían, porque hicieron que estuviéramos en silencio, sin decir nada durante toda la travesía. Y llegamos a Argel.
Allí abrieron una escotilla y pasaron aviones, y yo grité: «¡Ay!, los aviones que van a bombardear». Me asusté porque era una niña y no sabía dónde estaba, pero nos trataron bastante bien. Nos dieron ropa y nos trasladaron a un barco inglés, pero antes nos llevaron a una habitación que estaba llena de negros y moros, y me impresionó mucho su mirada, tan negra. Parecía que se te clavaba. De allí nos fuimos a Port-Vendres, en Francia.
Nos fuimos por mi tía y porque papá tampoco quería que nos quedáramos con Franco. Yo creo que mi tía estaba en política, como mi padre. Y con aquel desastre de gente, pues le dijeron que salía un barco hacia Francia y nos marchamos. Todo fue muy precipitado. Una vecina mía también vino con su madre y tres hijos, pero ella regresó antes. Nosotros nos quedamos. Yo tendría cerca de dieciocho años cuando volvimos. Durante el viaje no conocí a mucha gente. De Argelia a Francia fuimos también en un carguero. Era un barco grande. Luego nos repartieron. De los que vinieron con nosotros no supe nada.
Exilio y chocolate
Cuando dejamos el barco grande nos metieron en un tren. Íbamos como refugiados y nos vigilaban los gendarmes. Luego nos metieron en un autocar y pasamos por un pueblo y, esto se me ha quedado grabado, pasamos por una tienda con un escaparate lleno de chocolate. Todos los niños nos quedamos con la cara pegada al cristal, y todavía siento el olor del chocolate, es una cosa muy rara que no puedo explicar… Aquel escaparate, tan lleno, me impactó. Aunque no pasamos hambre, porque nos daban comida, pero lo del chocolate lo tengo grabado. Aquel mostrador tan lleno…
Cuando llegamos a Port-Vendres estábamos sentados en la escalera de la casa de pisos, sobre la paja, y vino un señor y todos estábamos encogidos. Entonces dijeron: «Aquí hay niños», y nos dieron chocolate. También me acuerdo de que hubo una persecución. Alguien quería huir y los gendarmes le persiguieron.
Nos metieron en una casa de pisos. Mi tía dijo que quería ir al aseo y los gendarmes, terribles, porque eran unos sinvergüenzas, le dijeron: «Allí», y le mostraron un patio descubierto por donde pasaba la gente. De todas maneras los franceses, excepciones aparte (como los gendarmes) se portaron muy bien con nosotros. El Gobierno francés pagaba nuestro alojamiento. Era como un albergue o como un restaurante, pequeñito, y les pagaban a los dueños y ellos nos mantenían. Al final estuvimos en Nicole unos años. A partir de ahí, cada uno se buscó su vida, claro. Mi tía luchó muchísimo para mantenernos. Fuimos viviendo. Tengo recuerdos, claro, pero siento que a veces me encuentro sola.
Después, en Port-Vendres, estuvimos en una casa de pisos que era mucho peor. Sentados en el suelo, sobre la paja, se te encogía el corazón. El primer año no fuimos a la escuela, no nos quisieron. Luego, al cabo de un año ya nos admitieron. Encontramos buenos amigos, otros no tanto, porque te encontrabas en un país extranjero.
No fuimos a un campo de concentración, como les pasó a muchos. Nosotros tuvimos suerte porque el dueño del restaurante estaba casado con una española y nos acogieron. Tenían una criada que era muy buena, con nosotros fue muy buena, y allí estuvimos bien. Teníamos sitio donde dormir.
Los que se quedaron aquí en Menorca no lo pasaron tan mal como nosotros, porque luego, en Francia, pasamos también la ocupación alemana y lo de los nazis es terrible, aunque a nosotros no nos maltrataron ni nada. Donde vivíamos había una estación de tren y una fábrica de cemento muy importante, y aquello también nos daba miedo por los bombardeos, por si era un objetivo militar. Mi tía nos escribía y nos contaba cosas, lo que podía, porque había censura. Mi hermano y yo éramos pequeños y no sabíamos mucho de la guerra. Sé que mi tía nos contaba cosas, pero lo único importante que recuerdo es que estaba Franco. Eso era terrible para mí…
Me acuerdo de que jugaba con niños y también del comedor. Al llegar me dieron unos platos que eran boles, y ni a mí ni a mi hermano nos gustaba el café con leche. Entonces la señora que trabajaba allí nos llevaba a escondidas a la cocina y nos daba tartines, rebanadas de pan con mantequilla. Nos quería.
Los chicos franceses se reían de nosotros. El pueblo era como una calle muy larga, luego estaba la vía del tren y la fábrica de cemento. Nosotros nos sentábamos al borde de la vía y jugábamos, y cuando pasaban los niños que iban a la escuela se reían de nosotros, pero nosotros les contestábamos. Al principio, claro, no hablábamos francés, pero luego, cuando empezamos la escuela, aprendimos.
Los alemanes
Cuando entraron los alemanes estábamos en la escuela, era por la mañana. Entonces el maestro nos hizo cantar La marsellesa. Y a mí me entró pánico por tener que cantar La marsellesa y pensar que los alemanes podían pasar y oírnos. A mí los alemanes me dan pánico, lo de los nazis se me ha quedado dentro, y es terrible porque le digo a mi marido que es como un placer morboso, porque tengo que ver siempre las películas de alemanes, es como si me llamaran. Es algo… Siempre busco en las carteleras si ponen alguna película de alemanes. Con el miedo que me daban. Pero a lo mejor es que lo quiero entender bien.
Ese día de la escuela me acuerdo que el maestro nos hizo poner de pie y cantar. Yo tenía un pánico terrible porque pensaba: «Entrarán y nos cogerán a todos». Horrible.
Contrabando de tabaco
Después lo pasé fatal. Había toque de queda. Una vez tenía que ir a casa de una amiga y mi tía no me dejaba, pero como yo podía salir por un camino escondido, me fui. Tenía mucho miedo.
Un día fuimos a otro pueblo. Yo iba en una bici nueva que teníamos que vender. Mi tía no quería, pero a mí me hacía ilusión llevar la bici nueva porque era muy bonita, cosas de los niños. Ella creía que los alemanes me la quitarían. No tenía que haberme dejado ir. Parece que estoy viendo la carretera aquélla, con árboles, y al final un control. A medida que nos íbamos acercando yo veía que nos iban a coger, y menos mal que después de enseñar los papeles no me quitaron la bicicleta ni nos hicieron nada.
Nicole estaba a treinta kilómetros de Crillon, y nosotros hacíamos contrabando de tabaco, porque en caso de guerra haces de todo, y nos cogieron los gendarmes, íbamos en bicicleta con el tabaco y nos lo quitaron. Secaban el tabaco en casa de unos amigos italianos, y yo les ayudaba. Otro día iba por la carretera general en bici y al borde había una tanquette. Entonces me volví y vi a un grupo de alemanes que salían. Tenías que haber visto cómo pedaleaba. Ellos se echaron a reír y me gritaban. Yo tenía pánico e iba como una loca.
Luego cogimos una casa para los tres, y mi tía se mataba a trabajar. Después yo me puse a trabajar en casa de los alemanes. Mi hermano trabajaba en una granja.
Resistencia y colaboración
También supe de la resistencia. Yo trabajaba en casa de una señora que era como un cháteau pequeño. Iba a ayudarla porque tenía vides, aunque yo era muy pequeña. Un día me quedé a dormir. Entonces empecé a oír ruido y conversaciones. A mí me daba mucho miedo, pensé que era alguien que iba a por comida. Me encogí en la cama y cerré los ojos haciéndome la dormida. Subieron a mi habitación y uno dijo: «Sólo hay una niñita durmiendo». Más tarde la señora me contó que eran de la resistencia y que habían ido a coger cosas. Ella era muy rica.
De los otros también conocí. Donde nosotros vivíamos había una señora viuda que sólo tenía un hijo, y le cogieron los alemanes. Cuando volvió hablaba perfectamente alemán, porque era… era un traidor. Denunciaba a sus compañeros. Yo estuve haciendo de criada en casa de unos alemanes, pero es que tenía que trabajar, ayudar a mi tía. Conmigo se portaron estupendamente. Me acuerdo mucho de la guerra mundial. Ten en cuenta que nos fuimos de aquí porque íbamos a estar mejor y caímos en un sitio que era horrible. De todas maneras mi tía no quería volver a España.
También hubo muy buenos momentos. Teníamos unos amigos, un matrimonio ya de edad que tenía un niño recogido, adoptado, y le mimaban mucho. Recuerdo unas Navidades la chimenea de su casa con muchos regalos, y mi tía, pobrecita, no nos podía comprar casi nada. A veces lo poco que podía comprar lo juntaba en la chimenea de aquella casa y para nosotros era una ilusión, porque el padre del niño decía que Papá Noel lo traía. Para nosotros era una ilusión muy grande, aunque fuera poco lo que teníamos. Tenías un poco de alegría.
Represión
Mientras, en Menorca, se ve que venían muchas veces a buscar a la tía que nos había llevado a Francia: «Juanita Huguet, ¿dónde está Juanita Huguet?», decían. Y la abuelita decía: «No lo sé. Se fue, ella se fue». Vivían con miedo porque a cada momento iban a buscar a Juanita Huguet.
A ellas no les hicieron nada. Al abuelo sí. Supongo que porque era de izquierdas. El pobre ni siquiera había ido nunca a Mahón, pobrecito, simplemente por ser de izquierdas y porque era el padre de mi papá. Cuando él oía que llamaban a la puerta, decía: «Ya vienen a por mí». Le tuvieron detenido como dos años. En Menorca.
Nosotros seguimos en Francia porque todavía teníamos miedo. A lo mejor los de aquí dijeron que no volviéramos, porque la verdad es que teníamos miedo. «¿Juanita Huguet, dónde está?» Cuando volví a España mi tía se quedó viviendo en Francia y yo iba a verla. Todo el rato tenía ganas de ir. Más tarde, en mi pueblo, hicieron una exposición de la ocupación y fui a verla. Se veían los crematorios.
A los dieciocho años fue cuando volví. A mí no me apetecía irme, ya tenía amigos, mi vida, pero tenía que volver con mi hermano. Estuvimos en la frontera, supongo que examinaban nuestros papeles. Nos tuvieron allí por los papeles, supongo. Mi abuelita lloraba de alegría. Había perdido un hijo, luego mi madre muere por tuberculosis, después mataron a mi padre, que era más que un hijo para ella, porque le quería mucho… Luego sus nietos que se van, y también una hija. Cuando llegamos fue una gran alegría para ella. Ella me quería con locura.
Enric Ripoll i Borrell
n. el 14 de octubre de 1925. Barcelona
Recuerdo que era domingo. Estábamos pasando el verano fuera de Barcelona, en Premiá de Mar, y fuimos a misa a las nueve de la mañana al convento de las monjas. Entonces oímos las bombas o cañonazos de Barcelona. Creo que era la ocupación del cuartel de San Andrés, o el ataque contra un convento de frailes carmelitas que había en la Diagonal con Lauria.
En principio todo el mundo decía que sería cosa de quince días, que si un general que estaba en Canarias había volado a Marruecos y que sería una asonada militar parecida a las del siglo XIX, pero se fue alargando, alargando.
Volvimos a Barcelona. Vivíamos en la calle Asturias, encima mismo de la estación del metro Fontana. Eso permitía que cuando bombardearon el Elizalde o cuando había alarmas por bombardeo, aéreo o del Canarias, podíamos ir a refugiarnos al metro, aunque fuimos pocas veces.
El recuerdo que tengo de la guerra es de hambre, mucha hambre, y miedo, porque los bombardeos nos hacían bajar a los sótanos del metro. Pero también había algo divertido, extraordinariamente divertido, un sentimiento de libertad, de hacer cosas que antes no hacíamos.
Mis padres no transmitían su inquietud a sus hijos, no. Él era de Unió Democrática. Bueno, no estaba afiliado, pero votaba. Nosotros éramos muchos niños y nos divertíamos todos juntos, y mis padres nos preservaron de la inquietud que debían de sentir por los acontecimientos que se vivían. Éramos cinco hermanos, cuatro chicos y una chica. Yo era el mediano. Por parte de la familia de mi padre no teníamos parientes, porque él era hijo único de hijos únicos. Nuestra formación era religiosa y de derechas, y aunque en casa no se dijera, había buenos y malos. Los buenos eran los de Franco y los malos los otros. Los de la República no eran muy recomendables: los de la FAI, los anarquistas, la CNT. Las experiencias políticas habían alejado a mi padre de su tierra, de Tarragona. Por parte de mi madre también era lo que antes se llamaba «gente de orden», que iban a misa y no tenían ideología política.
Al principio no lo pasamos excesivamente mal porque creíamos que, bueno, creían mis padres, que sería cosa de quince días, pero luego, cuando ya llegó Navidad y se produjeron los primeros bombardeos, entonces ya me fui preocupando.
Don Quijote
Al cabo de un tiempo fui a una escuela en la misma calle Asturias, donde estaba nuestro anterior colegio, porque nosotros habíamos ido a los Hermanos de La Salle, pero se cerró. Así que para darnos algunos conocimientos y supongo que para tenernos algo sujetos y sacarnos del piso, nos mandaron a esa escuela, que era un desastre. Estaba montada como un negocio, con un local nada apropiado, sin patio y con un maestro del que recuerdo anécdotas que dan risa. Según él indudablemente El Quijote estaba escrito pensando en el mar que separa Inglaterra de Francia, por eso era don Quijote de la Mancha. Pegaba a los niños. Mis padres se dieron cuenta enseguida de que aquella escuela no era apropiada ni para pasar el rato. Hacia finales del año treinta y siete inauguraron una escuela de la Generalitat en la calle de la Forja, que era como un palacete, con un gran patio. La directora era una exmonja que se dedicaba a la enseñanza. Aquella escuela era buena, funcionaba bien. Había una organización cuáquera de Estados Unidos que nos mandaba leche en polvo y pan. Por la mañana el portero u ordenanza se hacía acompañar por algunos niños más mayorcitos y con una carretilla nos íbamos a la calle a buscar la leche y el pan que luego nos repartían en la escuela. O sea, que me siento muy agradecido a los cuáqueros.
Era una época de libertad en la que el control sobre los horarios era un poco más laxo. Hubo periodos de no ir a la escuela. Teníamos amigos de la calle y entonces era más divertido, mucho más que antes de la guerra, cuando todo estaba mucho más reglado. Había una relajación total. Recuerdo que los juegos con mis hermanos eran de una inventiva extraordinaria, por lo menos suficiente para inventarnos juegos. No sé si conoces el go, un juego chino de posiciones estratégicas. Nosotros nos inventamos una especie de go y lo jugábamos en las baldosas de casa con unas fichas que hacíamos. También jugábamos al fútbol con botones, dentro de la casa. En la escuela no había juegos organizados. En la primera escuela era imposible, pero en la de la calle de la Forja había un patio suficiente para jugar a la pelota, al fútbol. Es curioso que no recuerdo ninguna amistad con niñas. No he conservado amistades de entonces.
Imponer la ley
Tengo un recuerdo del colegio que no me enorgullece, porque actué mal. Fue cuando me opuse a que un niño refugiado, uno que venía de Madrid, apellidado Benavides, quisiera imponer su ley a todo el resto. En el barrio de Gracia hablábamos todos catalán porque, con todo el respeto y todo el afecto hacia las mujeres que venían a ayudar a mi madre, nosotros aprendimos el castellano con las chachas. Teníamos una cultura cien por cien catalana, el castellano se utilizaba sólo para dirigirse a la policía, o con las chachas. Sin embargo, este niño imponía el castellano: «Oiga, que no lo entiendo, oiga». Entonces, no sé si muy acertadamente, yo le dije: «¡Oye, que esto es Cataluña y si t’agrada be, i si no t’en vas!» A la mañana siguiente vino la madre del chico a reñirme y me montó un pollo… Me dijo que si estaban aquí no era por gusto, y tenía razón. Aunque también pienso que él podía haber hecho algún esfuerzo y no interrumpir la clase a cada momento.
Mi padre procuró siempre mantener su trabajo, sin distinguirse demasiado. Nos explicaba pequeñas historias, que si uno era de la UGT, que si el otro era de la CNT… Los empleados de banca siempre han sido (por lo menos en aquella época) gente más bien apocada, muy conservadora: todo tiene que cuadrar. Así pudo pasar la guerra sin demasiados problemas.
Leche en polvo
A mi madre la veía padecer mucho, pero no demostraba nada. Era muy valiente. Estuvo enferma, le dijeron que tenía el estómago caído, pero en realidad debía de tener una angustia tremenda y lo pasaba fatal. Hacía muchos esfuerzos para alimentar a las cinco fieras que éramos, que por la mañana nos levantábamos hambrientos, a mediodía teníamos hambre y nos acostábamos también con hambre. Mi idea de ella es que era muy abnegada, que hacía cualquier esfuerzo por darnos de comer a todos, aunque no había nada. Alguna asociación filantrópica americana nos daba leche en polvo. Íbamos a la calle de las Camelias y nos daban una ración de leche en polvo que habían desleído en agua y era fantástica. El tema del hambre en aquel periodo es recurrente para mí. Quizás tengo una memoria muy selectiva, pero recuerdo que hacíamos provisiones. A veces, yo por lo menos, iba a buscar comida en las basuras. Un día un niño de mi familia salió a la calle con una rebanada de pan blanco untada de aceite y pasó otro niño y se la quitó.
Teníamos una familia amiga en Premiá de Mar, que eran payeses y se dedicaban a las patatas. Cultivaban cosas. Nosotros íbamos a Premiá en tren y volvíamos cargados de provisiones. Recuerdo que mi madre una vez se cayó porque los trenes iban abarrotados, repletos, y se hizo una brecha en la cabeza muy aparatosa. A mí me impresionó muchísimo, me afectó. Procurábamos acaparar la comida necesaria para Navidad. Incluso alguna vez invitamos a unos viejecitos indigentes que eran amigos de mis padres y no tenían nada. Ellos procuraban comer mucho para recuperar, por lo que vendría después, aunque luego las comidas les sentaban mal. La Navidad entonces se celebraba en la intimidad, procurando no hacer mucho ruido ni ostentación, porque ciertamente existía una persecución contra los religiosos. De vez en cuando venía a mi casa un señor que decía misa, se rezaba, se mantenía un espíritu.
Caballos destripados
Mis padres nos preservaban de cualquier morbosidad: de los muertos de la Gran Vía, de las explosiones, de los espectáculos aquéllos. Cuando teníamos que ir a los refugios yo me asustaba mucho. Nos pasábamos allí una o dos horas. Solamente esperábamos, como en la cárcel. Nos íbamos al metro Fontana, bajábamos las escaleras y nos sentábamos donde podíamos, y allí solamente esperábamos. Primero bajábamos al principal de casa, que era el peor sitio donde nos podíamos refugiar, luego íbamos al metro y nos quedábamos dos horas o así hasta que volvía a sonar la alarma indicando que ya había acabado todo. Una vez hubo un bombardeo y yo estaba en la calle Nou de la Rambla, y me metí en un refugio de una casa. Cuando salí vi unos caballos destripados. No recuerdo pasar miedo, pero sí una sensación muy rara porque ver una persona muerta era lo normal, pero ver los caballos destripados… No sé, era impactante. A veces resultan más importantes las tonterías.
Vivíamos en la esperanza de que todo terminara lo más rápido posible, pero con la contradicción de esperar con ansia algo que rechazábamos intrínsecamente, porque los militares… Mi padre siempre hacía referencia a que «Si un médico viene a curarte y te cura, tú le preguntarás cuánto le debes; si los militares vienen a “curar” España, les preguntarás cuánto les debes. Pero un médico no te puede decir: “Démelo todo”». Ésta era la sensación, la filosofía de mi padre, y de hecho esto fue lo que pasó, que se lo quedaron todo.
Queipo de Llano
Escuchábamos a Queipo de Llano, escuchábamos Radio Sevilla, y también los gritos inoperantes de «Catalans, la Generalitat veilla per vosaltres!», que no quería decir casi nada. Cada vez más amigos y conocidos tenían que ir al frente. Teníamos una sensación de injusticia, de una guerra injusta, innecesaria y cruel, y teníamos ganas de que terminara, aunque el final, fuera quien fuera el que ganara, no lo veíamos feliz. Por el contrario, presentíamos un final muy desgraciado. Nos preguntábamos «¿Estamos hablando de la misma guerra, de la misma situación?» Como había tanta información por un lado y tanta desinformación por el otro… Teníamos la idea de que a partir de la batalla del Ebro la República lo tenía perdido, y cada avance de los nacionales significaba que aquello se terminaba. De alguna manera participábamos del deseo de que los nacionales llegaran, no porque vinieran, sino porque terminarían las muertes y las injusticias. No teníamos ni idea de las atrocidades de Málaga, Badajoz o del País Vasco, porque entonces no teníamos ni idea, y cualquier noticia sobre esto nos parecía propaganda republicana.
Un amigo muy amigo de mi hermano venía a casa, a esconderse con él en Arenys, y en un viaje a Barcelona le detuvieron y nunca más se supo. Se supone que le mandaron al frente, a la batalla del Ebro. Sus padres quedaron destrozados. Luchaba por una causa que no era la suya. Eso nos afectó bastante, es un hecho que recuerdo como de los más trágicos. Pero conocí a otro que me contó que gracias a que había aprendido a hacer calceta no se volvió loco. Se pasó toda la guerra haciendo calceta. Se pasó meses y meses encerrado, escondido, pero gracias a la calceta tenía la mente ocupada.
Requeté
Mi hermano mayor entró en edad militar, pero no lo podíamos contar, porque si los pequeños decíamos que teníamos un hermano que tenía que ir a la guerra y se escondía… Los pequeños no teníamos tampoco demasiada consciencia del riesgo que comportaba esto. Cumplió dieciocho años en el treinta y nueve y, por tanto, era de la llamada «quinta del biberón».
Le llamaron a filas pero no se presentó. Y como para trabajar tenía que afiliarse a un sindicato, se afilió a la UGT y les dijo que tenía un año menos, y nunca lo comprobaron, nunca le pidieron la documentación. Nunca se presentó al ejército y no pasó nada. Luego vino Franco, llamó a su quinta, y tampoco se presentó, porque un amigo le dijo: «Oye, en lugar de ir con esta tropa, vayamos al requeté». Él no sabía ni lo que quería decir eso, pero le daba igual. Un día el requeté se marchó y se quedó sin documentación ni nada, pero volvió y mi hermano le dijo: «Oye, a mí me meterán en la cárcel o me fusilarán por tu culpa, porque soy un desertor». Y el otro le dijo: «Te haré un certificado de que estás en el Requeté». «¿Pero el capitán te lo va a firmar?» «No, te lo firmo yo». Y con aquel certificado le dieron la medalla del mérito militar, que ni siquiera fue a buscar. Pensaba que sería mejor que no le vieran. O sea, que ni tirar un tiro, y encima no hizo la mili porque era «excombatiente». Más tarde vino a Barcelona el general Solchaga, que era el general de los requetés y estaba en el Ritz, y alguien le dijo que fuera a verle. Solchaga firmaba autógrafos y mi hermano le dio el certificado y le puso por detrás: «Al valiente excombatiente requeté que no sé qué, no sé cuántos», y no le conocía absolutamente de nada. Después de aquello no solamente era excombatiente sino también valiente, aunque ni siquiera sabía cómo se disparaba un fusil, ni dónde se ponían las balas. Solamente se dio cuenta de algo el hijo de la portera, que era muy amigo, y un día le preguntó que cuántos años tenía, porque él era un año más joven, y mi hermano le contestó: «Como tú». Mi hermano fue uno de los pocos españoles de aquel tiempo que no estuvo en ninguno de los dos ejércitos. La verdad es que lo hizo sin pensar, sin planificarlo, pero lo que tenía claro es que no quería ir al frente. Incluso estuvo en contacto con una gente que pasaba a otros por la frontera, pero a última hora mi padre le dijo que no fuera, y fíjate, a aquella expedición la cogieron y fusilaron a todos. Es cuestión de suerte, cosas que salen bien una vez en la vida. Seguro que si lo hubiera planificado habría salido fatal. Mi hermano es un pacifista con medalla militar.
La posguerra la recuerdo con mucho frío, mucho, y eso quiere decir que seguíamos subalimentados. Más hambre, no tanta como en la guerra porque mi padre trabajaba en el banco y supongo que tenía acceso a los billetes de numeración que fueron válidos tras la guerra. A fin de cuentas, si más o menos tenías dinero también podías comer mejor.
Patada en el culo
Recuerdo la entrada de las tropas franquistas un poco como una liberación. Sí, sí… Además, entraron dando pan a la gente, y aquello se agradecía mucho. Pero enseguida vimos que eran unos imbéciles. Me acuerdo perfectamente. Las tanquetas italianas bajaban por la calle Mayor de Gracia y hubo un movimiento de pánico, más que de miedo. Yo las vi desde una ventana de casa. Era como una mezcla de sentimientos: pánico, pero mezclado con alegría, no porque entraran los nacionales, los «nacionales nacionalistas», sino porque se terminaba la guerra y a mí me parecía muy importante. Luego, la visión de los moros, que se ponían tras las rejas de las tiendas, de los cierres, y repartían dinero válido a cambio de plata. Hubo un decreto de Burgos según el cual se decía que las monedas emitidas antes de no sé qué fecha eran válidas, bueno los billetes. Los posteriores no valían. Los moros repartían billetes válidos sólo a cambio de plata. Llevaban unos sombreros de forma troncocónica.
Recuerdo también el pillaje en un almacén de comida en la esquina de París con Aribau. Yo fui también, a pillar lo que pudiera. Si los nacionales entraron el 26 de enero, aquello ocurrió el día 22, 23 o 24, cuando ya no había ni vigilancia ni control. La gente que tenía alguna responsabilidad política había huido ya, habían desaparecido.
Desastres se hicieron por todos lados, pero en aquellos tiempos los que faltaban, los que desaparecían, a los que mataban, era más a los nuestros que a los demás, y esto hacía sufrir muchísimo. Yo tengo conciencia de que mi padre siempre se portó de una forma muy limpia con los demás. El único «defecto» que tenía es que los domingos iba a misa.
Cuando acabó la guerra sabíamos que existía el campo de la Bota y que se fusilaba gente, pero los fusilados no pertenecían al círculo, de amistades, conocidos o gente próxima. No pertenecían a nuestro ámbito social. Lo recuerdo como un periodo muy negro, muy falangista, con mucha propaganda, los flechas… Un día fui por casualidad a la calle Ros de Olano, donde había un centro del Frente de Juventudes, y me quedé horrorizado de las maneras y los modos de aquella gente y también de los chicos que iban allí, que se veía que iban por imposición familiar. Seguramente sus padres debían de haber participado en la guerra en el bando republicano y ahora les decían a sus hijos: «Id allí y os hacéis de Falange Española y podréis ser buenos patriotas, porque nosotros tenemos que presentar algún aval». Muchos conocidos se hicieron falangistas, franquistas.
En la calle Verdi, donde ahora está el cine Verdi, que antes era un local, creo que de la 5a división mixta, se recogía la ración de comida diaria. Íbamos allí y nos daban un cuarto de arroz.
Y la represión de la lengua. Un amigo mío fue a una misa que se celebró en la plaza de Cataluña en acción de gracias por la liberación, y cuando subía por la rambla de Cataluña comentando en catalán que «Gracias a Dios, esto ya ha terminado», de repente le dieron una patada en el culo y le dijeron: «¡Habla en cristiano!» Ya empezábamos mal. Luego hubo un decreto, que no sé si todavía está vigente porque quizás nadie lo ha anulado, que decía que se prohibía el catalán en las dependencias oficiales, en los carteles de las tiendas y en los cines. El cine Marx pasó a llamarse el Proyecciones… todo cambió rápidamente en las primeras semanas, los nombres de las calles, todo. Fue muy evidente, no se precisaba una percepción especial.
Yo estaba en el colegio rodeado de falangistas. Me dijeron que el catalán no era un idioma científico «porque no tiene una Real Academia de la Lengua», y yo le dije al profesor con toda inocencia: «Oiga, ¿y Andorra?» No me mandó a hacer puñetas, pero me dijo: «¡No vale!» Luego nos hicieron afiliarnos al SEU y teníamos que desfilar, creo que en el año cuarenta, en conmemoración del descubrimiento de América, en Montjuic.
Recuerdo que gracias a que estábamos en Premiá, el jefe de Falange de Arenys, que no me conocía de nada, me hizo un papel como que yo pertenecía a Arenys, lo que no era cierto, pero así me pude escapar. Pero la presión para que fuéramos del SEU, de Falange, de cualquier cosa, era fortísima y duró muchos años. La represión duró muchos años. Todo esto conformó en mí un sentimiento de rechazo. Todavía se mezcla todo para mí. Mi rechazo a que Cataluña sea gobernada desde Castilla, a que el castellano se imponga como idioma preferente, a que se impongan las actitudes autoritarias y no dialogantes. Todo lo que ahora conforma, aunque no de forma explícita y detallada, mi pensamiento político y social.
Pere Sunyer Abelló
n. el 30 de mayo de 1927.
Picamoixons (Tarragona).
Durante la guerra los chavales correteábamos por todos estos campos que estaban llenos de material de guerra. Había bombas, no sé ni cómo no nos matamos. Por aquí había también un molino de papel, y pusieron un cuartel del Ejército del Ebro, de los motorizados, los que llevaban los tanques. Y si, por ejemplo, habían estado dos meses en el frente, cuando bajaban a reposar estaban allí. Luego venían al pueblo, a los cafés. Nosotros íbamos a verles.
Toda mi familia estaba en Picamoixons, y ninguno murió en la guerra. Pero aquello fue un desastre. Se mataba solamente por ser de un partido diferente.
Cogían a uno de Unió Ciutadana, le metían en un camión, le soltaban en cualquier sitio y le pegaban cuatro tiros. Pero aquí no. Aquí pasaron solamente cosas como la de mi padre, que luego le soltaron. Incluso el que había sido alcalde durante toda la guerra estuvo ocho o diez años en Francia y cuando volvió no le pasó nada.
Al cura de aquí le cogieron los del ayuntamiento, lo que entonces se llamaba un «comité», y le preguntaron: «¿Usted, de dónde es?» Él era de la provincia de Lérida y le dijeron: «Entonces le llevaremos a su pueblo y allí se salvará». Al cabo de ocho días le bajaron y dijo: «Me persiguen y me quieren matar», y le tuvieron preso unos seis o siete meses. Luego, el mismo alcalde le llevó a Barcelona en coche. Allí se escondió, y cuando la guerra terminó volvió aquí a ser cura otra vez. Yo lo supe entonces. A los ocho o nueve años uno se entera ya de las cosas. A mí me parecía entonces lo mismo que ahora. Si en el treinta y seis había habido elecciones, se tenían que respetar.
Yo siempre he vivido aquí. Tenía nueve años, no acababa de entender muy bien qué era la política, pero sí sabía que había habido elecciones, y que había un golpe de Estado y había empezado la guerra. Luego veías movimientos de gente, de los pueblos, de los valles. Porque Picamoixons fue el único pueblo de estos alrededores en el que no se mató a nadie, pero en los demás pueblos, a los que eran del partido contrario los cogían, los subían a unos camiones, los mataban y los echaban a la cuneta. Aquí tuvimos suerte. Tampoco se encarceló a nadie.
Yo tuve suerte con la escuela, porque durante la guerra, la mayoría de los maestros eran un desastre, pero a mí me tocó la que estaba ya antes de la guerra, y como iba algo adelantado me pusieron con los mayores. Aquella señora, durante aquellos dos años y pico, algo me enseñó. No creo que muchos de los maestros tuvieran ni siquiera el bachillerato. Era gente que se había librado del frente y sabía algo. Todos los niños éramos republicanos. De vez en cuando escuchábamos a un general por la radio que decían que bebía mucho, el Queipo de Llano, y le insultábamos y le llamábamos borracho. Jugábamos con pistolas de madera y nos hacíamos flechas. Luego nos íbamos a un sitio, se llamaba la «Parada», y hacíamos dos bandos y nos tirábamos piedras. Los niños de ahora ya no juegan a lo de entonces. Era producto de la guerra. Oíamos tantas cosas.
No pienso que fuera una época de pasarlo bien. En una guerra nunca se pasa bien. Además, en los últimos tiempos veíamos pasar los aviones que iban a bombardear Tarragona, oíamos las bombas y por la noche teníamos que correr al refugio. Aunque tampoco la viví con miedo, ni siquiera cuando teníamos que ir al refugio, que estaba muy cerca de mi casa, allí mismo. Era como un agujero en una colina, aunque también en el pueblo había uno que construyeron presos políticos de la parte republicana. Los tenían trabajando aquí y construyeron los refugios del pueblo. Cuando estuve en el País Vasco había gente que, si podían probar que habían sido presos políticos de los republicanos, les dejaban libres y estaban como nosotros.
Ametrallamiento en Sabadell
No viví la guerra con miedo, aunque pasé también algún susto. Me acuerdo de que una vez fui con mi padre a llevar comida al campo de aviación de Sabadell. Mi padre iba con otro chico en el camión. Llevábamos la comida para los aviadores que venían del frente, y alguna vez nos tuvimos que esconder porque bombardeaban el aeródromo, entonces sí pasé miedo, aunque nunca vi ningún muerto. Heridos sí. En este campo de Sabadell, cuando vinieron las «pavas», como llamábamos a los bombarderos, tiraron muchas bombas. Había un chico que había estado en el frente, que era el que conducía el DKW, y dijo: «Ya han acabado los bombardeos. Vamos hacia aquellos árboles porque ahora van a ametrallar, que ya han dejado de tirar las bombas». Y allí murió gente, pero yo no vi los muertos. En cuanto acabaron las bombas, como ya habíamos entregado la comida, cogimos otra vez el camión y nos volvimos.
Cuando estabas durmiendo por la noche y oías como una tormenta, que era que estaban bombardeando Tarragona, pues te asustabas. Mi madre también se asustaba, aunque estaba también mi padre. Aquí solamente bombardearon cuando la retirada. Bombardearon una vía cercana, que hay un túnel que pasa debajo de una montañita. Tiraron dos bombas que no explotaron y estuvieron como catorce o quince años sin que nadie las quitara. Quedaba hasta bonito. Los niños íbamos a jugar allí, junto a ellas.
Las Brigadas Internacionales pasaban en tren y decíamos: «Mira, están pasando los de las Brigadas, que van hacia el Ebro», pero no paraban. Lo único que había eran los motorizados que reposaban del frente. Luego por la noche nos íbamos a verles a los cafés, porque no paraban de cantar y hacer bromas.
La pistola
Un día un amigo mío y yo encontramos una pistola. Aquel chico vivía al lado de mi casa, y dijo que la había encontrado entre unos arbustos, aunque yo creo que la sacó de su casa. La limpiamos, pero no teníamos balas para probarla. Los «madrileños» tenían cosas de la guerra que habían traído y robaron unas cuantas balas. Un día, a la salida del sindicato, que había habido una fiesta, la probaron, se disparó y le dio a una chica en un brazo. Los mayores no dijeron nada. Solamente que teníamos que haberla entregado y tal, pero no pasó nada. Le hizo un rasguño a la Teresa.
Al pueblo trajeron algún niño refugiado de Madrid. Les llamábamos los «madrileños». Eran como catorce o quince. Los sacaban de Madrid y los repartían por Cataluña. Vivían repartidos por las casas de por aquí. Había una tal Pilar que se casó luego con un chico de aquí. Entonces eran de nuestra edad y jugábamos juntos y acabaron aprendiendo catalán. A una de ellas la acogió un hermano de mi padre que era de derechas.
Entonces no era como ahora, que los chicos trabajan a partir de los dieciséis. Entonces nosotros teníamos tierra, y los niños cogíamos aceitunas, íbamos al huerto a trabajar, incluso cuando salíamos de la escuela. Nuestra juventud fue muy mala.
Mi padre no era un hombre destacado en política ni nada. Era un hombre de izquierdas, pero no estaba afiliado a ningún partido. Toda mi familia pensaba lo mismo, aunque había un hermano de mi padre que era algo de derechas. Eran amigos y todo eso, pero también discutían porque uno era de derechas y el otro de izquierdas. La mayoría de la gente de aquí era de Esquerra, que siempre fue mayoría. También había gente del POUM y de la FAI, pero nosotros sabíamos que eran los que cogían a la gente y los mataban, aunque estaban fuera del Gobierno.
Fuga en el camión
Mi padre se enroló aquí. De momento, sin pertenecer al ejército. Con la guerra faltaban muchas cosas para comer, y los payeses tenían conejos, gallinas, pollos, cosas así, que a lo mejor los del ejército no tenían, y entonces iban por estas masías y, claro, si unos tenían una docena de huevos, entonces los otros les daban un kilo de azúcar. Hacían el cambio, como se decía. Mi padre se enroló en una de estas masías para hacer intercambios. No estaba en el alto mando, pero le convenía lo del cambio, porque si unos tenían arroz pero no tenían la carne para las tajadas… Así pasó dos años, y en el último año de guerra se enroló. Terminó la guerra como voluntario, pero siempre haciendo lo mismo, no estuvo en activo.
Yo fui a Francia en uno de sus viajes, casi al final. Como aquí hay montañas, pues se decía: «Cuando desborden el Ebro —porque la batalla fuerte era la del Ebro— aquí quizá se forme una resistencia». Y mi padre, como iba con los del ejército, cogió un camión y nos metió a todos y nos fuimos hasta Sant Sadurní d’Anoia. Mi hermana, mi madre y mi hermano tenían que venir detrás de nosotros en un carro con unas cuantas cabras. Él se quedó, así que repatriaron al resto. Yo tenía once años y pico. Cuando mi padre dejó a mi madre y a la hermana allí, refugiados en una masía, me metí arriba del camión, que era uno de aquéllos que iban tapados. Mi madre y mi hermana se quedaron allí y padre se fue con el chófer en el camión. Cuando estaban por las garrigas, salté a la cabina y tuvieron que llevarme por fuerza. Como el alto mando iba por delante del frente, la frontera de Portbou todavía estaba cerrada, así que pasamos los Pirineos a pie. Ellos decían: «Uy, este chico no va a aguantar», pero yo entonces tenía buenas piernas. Entramos en Francia.
Campo de Argelés
Me acuerdo de que en Francia había un campo donde colocaban a todos los que iban llegando. Yo ya no iba con mi padre, me hicieron ir con los chavales, pero me colaba por todas partes y estuve con mi padre seis días en Argelés. Había allí un caza de la aviación, de esos aviones pequeñitos, en la playa. Nosotros dormíamos debajo del caza, así por lo menos estábamos a cubierto. Nos daban un pan de kilo y lo partíamos en cuatro y hasta mañana. Sin carne ni nada. Pasamos mucha hambre. Pero mi padre era muy valiente, y se escapaba cada día a través de las alambradas, que me acuerdo que las vigilaban unos senegaleses con pendientes en la nariz.
Si me hubieran cogido habría sido mejor, quizá me hubieran llevado a un colegio en Francia. Pero yo quería estar con mi padre. Él se escapaba y yo no sé si iba a pedir limosna o qué, pero volvía con cantidad de comida, y los dos o tres que estábamos con él comíamos. Yo no estaba asustado, porque estaba con mi padre y con otros, con los que había ido siempre. Al chófer no le vimos más. Algunos subieron hacia el norte. Y como mi padre estaba bien tranquilo, pues… Estaba con un grupo que había hecho la guerra con él, pero no habían matado a nadie ni habían robado y tenían la conciencia tranquila, porque allí no había bombas, lo único que había era hambre. Veíamos a gente que pasaba mucha hambre. Nosotros teníamos que esconder la comida como si fuera un tesoro, algo extraño. Cuando abrieron las fronteras de Portbou pasó muchísima gente y no había forma de darles comida a todos. Yo hablo solamente de seis días.
Había unos altavoces que decían que todo aquél que no hubiera robado, ni tuviera las manos manchadas de sangre, podía volver. Creo que eran españoles quienes lo decían, por lo menos se entendía bien. Entonces mi padre me dijo: «Anda, para casa». En la punta del campo había unas oficinas donde te tenías que apuntar si querías volver. Todavía me acuerdo de que una vez que fuimos a apuntarnos había un grupo de gente que quería volver y no la dejaban, y formaron un lío de discusiones y puñetazos entre ellos y nosotros: «Que si sois traidores, que si os vais». ¡Pero si estaba todo perdido! Luego, ya nos ponían aparte. El campo estaba dividido en cuatro secciones, y había una sección de los que querían volver.
Auxilio Social
Nos llevaron a la estación de Argelés y tardaron muchísimo. Ya no me acuerdo, pero de Argelés a Hendaya hay una buena tirada. La frontera la pasamos a pie, y estaba el ejército español esperándonos. Cuando llegamos a Irún, allí sí que ya no pude colarme más. A mi padre lo llevaron con los hombres y a mí con los chavales. Había una cosa que se llamaba Auxilio Social, y me trataron muy bien. Lo único que me dijeron es: «Tú ya no puedes ir con tu padre, te tienes que ir», en castellano. Entonces me asusté un poco al verme solo, pero al cabo de dos días vi que me trataban muy bien. Incluso me acuerdo de que íbamos al faro de Fuenterrabía y paseábamos. Había una muralla, porque aquello del puente que separa Irún y Hendaya no es ni río ni mar, es una escapada del Cantábrico, la ría. Y me acuerdo de que era por la mañana, que la ría estaba seca y podías ir a pie a Francia. Sin embargo, por la noche subían las olas altísimas.
Estuve con ellos como tres meses, me cuidaban muy bien. Comíamos bien, dos veces por semana nos daban ropa limpia y durante el día nos podíamos pasear por donde queríamos, no nos tenían prisioneros en absoluto. Ni nos hablaban de los republicanos ni nada. Eso fue en la posguerra.
Yo ya sabía escribir, y cuando llegué a Fuenterrabía escribí a mi madre. Le dijeron que cuando ella quisiera me devolverían. Yo no tenía ningún problema, lo único era que en San Sebastián esperaban que hubiera un tren, que hubiera un grupo para traernos de vuelta. Entonces mi madre estaba tranquila.
Me hice muy amigo de un chico de Barcelona que estaba en las mismas condiciones que yo, y también de uno de Valls, que le colaron un poco de estraperlo porque tenía dieciséis o diecisiete años y había ido voluntario, pero su padre fue el que dijo que me conocía y el que me trajo a Picamoixons.
En cuanto hubo un tren me mandaron a Barcelona, de Barcelona a Tarragona, y en Tarragona me acuerdo de que había un hombre de Valls, que tenía un hijo como yo y, claro, en aquel tiempo nos conocíamos todos. Debió de decir: «Yo conozco a este niño, es de Picamoixons». Y le dijeron: «Bueno, si le quieres coger, cógele, si tiene familia». Tenían que devolverte a la familia. Así que aquel señor me trajo hasta aquí. Y terminó mi aventura.
Sólo seis años
A mi padre primero le llevaron a un campo que se llamaba de León, y luego a Tarragona. Se pasó tres o cuatro años en la cárcel. Luego, a los que no tenían mucha condena les soltaron. Mi padre solamente tenía seis años de condena, que entonces se decía que era poca cosa. Fue uno de los primeros que trabajaron cuando construían la prisión, la que hoy en día es la prisión de Tarragona, en la avenida de Cataluña. Les sacaban de la cárcel para trabajar. Luego regresó a Picamoixons, donde teníamos una cantera de piedra refractaria. Mi padre había trabajado allí toda la vida y allí continuó trabajando, en la falda de estas montañas.
Hubo más gente encarcelada, como mi padre. Aunque más que por motivos políticos yo creo que eran venganzas personales. Debajo de nuestra casa había una fábrica de tejidos, todavía está pero no funciona. Mi padre hizo un pozo y tuvo suerte, porque encontró mucha agua. El rico, el de al lado, hacía pozos y no encontraba agua. Siempre estaba con que «si me lo vendes, si me lo vendes», y mi padre nada. Creo que por eso mi padre estuvo en la cárcel. Es verdad que mi padre era de Esquerra, pero no era del comité ni nada, pero en venganza… como alguna más.
En Picamoixons fue mucho más dura la posguerra que la guerra, a pesar de que murieron muchos jóvenes que fueron voluntarios. Pero en la posguerra se pasaba mucha hambre. Por aquí venían muchos estraperlistas que en la estación cambiaban el aceite. Entonces venía la Guardia Civil y se lo requisaba, y nosotros mirábamos y nos reíamos. Aquí cambiaban de tren y tenían que cambiar también los bultos. Acabada la guerra se decía que si querías comprar aceite del bueno tenías que ir a la casa de un guardia civil.