Ceferina Calurano Delgado
n. el 19 de febrero de 1929.
Hornachos (Badajoz).
A mi padre le fusilaron en el año treinta y seis. Mi padre tenía el oficio de talabartero y trabajaba en casa. No era político, pero le gustaba leer el periódico y era un hombre instruido. Vivíamos en una avenida principal y delante teníamos el cuartel de la Guardia Civil. Los hijos de uno de los guardias, que eran más o menos como nosotros, siempre estaban metidos en mi casa, siempre. Pero aquel guardia, como mi padre era un hombre muy culto, pues le tenía muchísimo odio, y aunque nosotros siempre hemos sido pobres, no nos han visto nunca sucios ni… En fin, nos tenía envidia porque decía que nosotros comíamos y vestíamos bien, y lo que le decía mi madre, que cómo no íbamos a vestir bien, si sólo teníamos cada uno un vestido que lavábamos y nos volvíamos a poner y ustedes tienen dinero pero nosotros no. Eso fue en el treinta y seis.
Yo ya me había enterado de que había guerra, porque por allí hay muchas sierras y había oído el tiroteo en la sierra y además no podías tener las puertas de las casas cerradas: había que abrirlas de par en par porque no querían que la gente las cerrara. Nosotros teníamos una casa con mucho fondo, mucho corral, mucho patio, y unas zahúrdas con cerdos y todo en el corral. Muchos de los que se iban huyendo entraban y se escondían en las zahúrdas. Pero tú no podías salir de las habitaciones en las que estabas metida porque tenías que tener… Ellos entraban y salían y nosotros nos quedábamos en las habitaciones de los lados. En una parte había habitaciones y en la otra como una especie de salón con una chimenea. Entraban y salían y se escondían los que iban huyendo, y luego venían otros, los cogían, los sacaban a rastras y se los llevaban.
Y entraban los tiros por la puerta, porque la avenida aquélla estaba frente por frente a la sierra. Yo no sé si me daba miedo. Nos pasábamos mucho tiempo encima de las camas, y veíamos cómo entraban y salían, pero no nos movíamos de las habitaciones que tenían cortinas, no puertas y los veíamos salir y entrar, y los tiros, aquellos truenos…
Un día entraron unos y se llevaron los cerdos y se llevaron todo. Fueron los nacionales, los que estaban allí en el pueblo. Requisaron todo. Y las iglesias las requisaron todas para encerrar a los rojos.
El cementerio estaba a las afueras del pueblo, y los mataban siempre fuera. Luego los enterraban fuera o dentro, pero vamos, abrían una zanja y los metían allí. Mi abuelo conducía burros con serones de carga y pasaba por la carretera, toda llena de muertos. Mi hermano muchas veces quiso ir con él a vender, pero mi abuelo no le dejaba, porque el cuadro era… Encontrarte a tantos muertos cuando pasabas, gente que conocías. Eso era horroroso, y para un niño era un trauma muy grande. Mi abuelo nunca lo quiso llevar.
Tiros sí, muchos. No podías estar con las puertas cerradas, y cada día venían y te registraban la casa a ver si tenías a alguien escondido. Esto era diario. A nosotros nos asustaba. Venían aquellos tíos con los fusiles colgados y con aquellas caras que parecían fieras, entraban y no te podías mover. «Estate ahí sentado, que nosotros vamos a registrar», nos decían. Y aunque les dijeras que no tenías a nadie ellos no se fiaban. Todo esto son cosas que a un niño se le quedan grabadas, más que las cosas que te pasan ahora…
Ya te digo, se llevaron todo, las gallinas, los cerdos…y no podías decir no: «No cierres la puerta, porque te la abrimos con la culata». Y si te ponías en medio… Cuántas veces, cuántas veces hicieron que mi madre se sentara de culo dándole un empujón o pegándole con la culata del fusil, cuántas veces… Porque ella decía: «No os llevéis esto, que tengo niños y les tengo que dar de comer» y qué va, no respetaban nada. Eso fue un sufrimiento. Algunos días íbamos a casa de una tía de mi madre que estaba en el campo y tenía un melonar, íbamos con un burro a buscar melones. ¿Sabes por qué nos lo dejaron? Porque el burro era ciego. Mi madre cogía unas alforjas, se las ponía al burro y nos montaba a mi hermano y a mí, pero un día el burro se metió en una zanja y nos tiró a los dos. Todavía tengo una señal de aquello. Mi hermano y yo pasamos la tos ferina juntos, y mi madre nos sacaba en el burro, a las seis de la mañana, a pasear por el campo, porque pensaba que el aire de la mañana nos curaría. Esto era en Valverde.
La muerte del padre
Mi padre no se quiso ir cuando todos se pasaron a la zona roja, mis tíos y muchos otros del pueblo, porque decía que no había hecho nada y no tenía por qué irse. A la semana de irse mis tíos lo cogieron y lo metieron en la cárcel. Él no era político, aunque tenía sus ideas.
Mi padre fue uno de los primeros que cogieron al estallar la guerra para meterlo en la cárcel, bueno, en las iglesias que servían de cárceles. Fue el guardia civil aquél, que vino con otros dos, que por cierto mi hermano los conocía muy bien. Éramos niños, porque si yo tenía siete años, él tenía ocho y medio. Me dijo: «Cuando sea mayor me vengaré», porque los conocía y sabía quiénes eran. Claro que luego cuando fue creciendo… La venganza es una cosa que…
A mi padre se lo llevaron y lo encerraron en una iglesia. Cuando vinieron a buscarlo estábamos sentados en la puerta y yo en sus rodillas, y me quitaron los que vinieron a buscarlo. Mi madre no estaba. Me quedé sentada en la puerta viendo cómo se lo llevaban. Luego me fui a casa de una vecina, llorando, porque con siete años no tenías entonces la experiencia que tienen ahora los niños de esa edad. Cuando vino mi madre vinieron unos y le dijeron que le llevara a mi padre comida y mantas. Me acuerdo que le llevamos la comida, un guiso de patatas con carne, en una olla, a la iglesia, pero no nos dejaron entrar ni le pudimos ver tampoco. A los cinco días más o menos, vinieron y nos dijeron que lo habían matado. Lo único que le dijeron a mi madre es que fuera a buscar las mantas, que a mi padre se lo habían llevado para matarlo, y nada más.
Los encerraban en la iglesia, pero luego los llevaban al cementerio, que estaba a la salida del pueblo, en un montículo, y los mataban en la puerta. Los cuerpos bajaban rodando hasta la carretera, y los vendimiadores y los arrieros, cuando iban a Villafranca de los Barros y a Almendralejo, se encontraban allí a los muertos. También abrían unas zanjas grandes y enterraban juntos a treinta o cuarenta. Nosotros no sabemos dónde está mi padre. Está en el cementerio, sí, pero no sabemos dónde.
Nos quedamos… Él era un hombre que estaba siempre en casa y, claro, notamos muchísimo la falta. Nos pasábamos días enteros sentados encima de la cama, porque la relación con él era muy buena. Siempre lo teníamos en casa y nos ponía a leer y a escribir, porque era un hombre muy culto. No es que fuera ni político ni nada, pero leía su periódico diario, hacía cuentas…Creo que leía el ABC. De Hornachos íbamos con él a buscar café a Portugal, porque la frontera está muy cerca e íbamos y veníamos en el día. Mi padre era muy guapo, alto, moreno, con bigote. Antes de matarlo ya era un poquito calvo. Mi hermano se parecía a él. Mi madre era como yo, castaña. Yo me parezco mucho a mi madre, en la cara y todo. Mi madre era muy guapa de cara.
Hombres en la sierra
Más tarde, estando en el campo con mi abuela, venían por las noches los de la sierra que bajaban a los cortijos y a las chozas a por comida para los que estaban huidos. Y les daban, claro, les daban. Se llevaban queso, tocino, cosas de las que había en el campo, y si habían matado alguna oveja, pues les daban carne. Se les ayudaba, pero como te cogieran los otros, te colgaban, ¿eh? Tenías que hacerlo sin que te vieran. Yo me acuerdo de que venían por las noches y les dabas comida. Les dabas porque si no ellos mismos te liquidaban, pero también porque eran de tu bando y eran personas que estaban huidas, e incluso las conocías. Cuando acabó la guerra muchos bajaron. Nosotros decíamos que si mi padre se hubiera ido tal vez no lo habrían matado. Creo que no era cosa de política, sino de hinchas y otras cosas, por rencores, porque las envidias y rencores son muy malos y por esto más bien era por lo que te liquidaban.
Los moros
En Hornachos, en mi pueblo, hubo muchísimo revuelo cuando estuvieron los moros. Los moros eran malísimos. La juventud no podía salir porque a las chicas las cogían y las violaban, y a los hombres, como los moros siempre estaban borrachos, a los hombres les daban un botellazo y los mataban. La juventud no podía salir por las noches a la calle ni a ningún sitio. Allí hubo una invasión de moros que era un contento. Eran malísimos, malísimos. Nosotros nos fuimos por eso.
Los moros te daban más miedo que un militar con el fusil. Con aquellas mochilas que llevaban, blancas, aquellos gorros… Además eran muy sanguinarios. Como eran muy sanguinarios rompían una botella y te rajaban. Para ir desde la casa donde vivíamos hasta la de mi abuela teníamos que atravesar un puente, como si fuera la Riera, y nos daba pánico pasarlo porque salían entre el puente y un olivar que había al lado y nos daba un pánico horroroso. Nosotros íbamos de día con mi madre, nunca solos. Supimos de chicas jóvenes a las que habían violado, y de hombres que conocíamos a los que habían matado. Los moros, el tiempo que estuvieron en el pueblo, fueron sanguinarios a no poder más. Luego ya nos fuimos a Valverde.
La madre en la cárcel
A los cinco o seis meses de matar a mi padre, vinieron a la casa a por mi madre y también la metieron en la cárcel. Mi hermana pequeña tenía cuatro o cinco meses y mi madre todavía le estaba dando el pecho. Todo por la cosa de la política y por venganzas. Todo siempre por culpa de aquel guardia civil que nos tenía una hincha que no nos podía ni ver, a pesar de que sus hijos estaban siempre metidos en mi casa. Metieron a mi madre en la cárcel, con mi hermana pequeña que se la tuvo que llevar porque le estaba dando el pecho.
Estuvieron en Hornachos. Cuando se llevaron a mi madre, había ya muchas mujeres detenidas. Por la mañana montaban en el camión a las que fuera. Si tenían niños se los quitaban y se los daban a cualquiera que estuviera en la calle mirando. Entonces se las llevaban y las mataban. Mi madre, claro, sufrió muchísimo por entonces, pero era muy animosa, como yo. Era una persona que les daba ánimos a todas: «Ah, no, ya veréis, ya veremos mañana, ya no nos tocará a nosotras».
En la calle podías ver cuando las montaban en el camión. Las veías cuando las sacaban al patio y las iban subiendo al camión, diciendo: «Fulanita, Fulanita y Fulanita» y todas las que nombraban tenían que salir porque eran las que se llevaban a matar. Mi madre decía: «Ay, Dios mío, ¿veis? No nos ha tocado a nosotras. Ya veremos. Mañana puede ser que no nos toque tampoco». Y así todos los días, con aquel sufrimiento de estar esperando la muerte.
Cuando se llevaron a mi madre me quedé aterrorizada. Todos llorábamos. Nos fuimos. Cerramos mi casa y nos fuimos con mi abuela. Estuvo presa lo menos cuatro o cinco meses. Viendo que cada día mataban a muchas fue por lo que mi abuela se armó de valor y se marchó con mi tío en un burro a ver a un comandante en Cáceres. El comandante se llamaba Cáceres, igual que la ciudad, y era pariente de mi abuela. Ella habló con él, le contó lo que pasaba, y entonces él vino y sacaron a mi madre de la cárcel.
Mi madre durante el tiempo que estuvo en la cárcel engordó muchísimo. Claro, allí, con los nervios, y dando el pecho a la niña, y la comida malísima. Cuando salió éramos sólo cuatro, porque la pequeña ya estaba muerta. La Juliana se murió antes de entrar mi madre en la cárcel, al principio de la guerra, cuando mi padre ya había muerto. Se murió de meningitis, que entonces no se curaba. Ahora sí, pero entonces te daba la meningitis y te morías. Cuando mi madre salió de la cárcel tenía cuatro hijos que cuidar.
Tabardos para el ejército
Ella era costurera, pero de hombres. ¿Y qué hizo? Pues cogió y se fue a un sitio, una especie de fábrica, donde cosían tabardos para el ejército. Se pasaba las noches en la máquina, porque los tabardos son parecidos a los anoraks, que van guateados por dentro de pespuntes. Se pasaba las noches y los días en la máquina, que estabas acostada y solamente oías el ruidito de la máquina: «Tin, tín, tín». Se podía trabajar en la fábrica, pero mi madre se llevaba el trabajo a casa, porque podía dedicarle más horas y cuidar de nosotros. No sé cómo se lo pagaban, pero en aquella época se pagaba muy mal, y mi madre se dejó la vida en la máquina.
Y la pena que pasaba para cuidamos a nosotros, que éramos cuatro y no nos daban nada en los comedores, porque como siempre íbamos limpios se creían que teníamos dinero. Mi madre fue a hablar con las de los comedores y les dijo que si es que los zurcidos pagaban contribución, porque no teníamos donde caernos muertos, porque tuvo que vender todo lo del oficio de mi padre, porque mi hermano con ocho años qué iba a hacer…
Un día fue mi madre a Villafranca, montada en un burro, y se cayó y se partió las dos muñecas. Estuvo no sé cuantísimo tiempo sin poder hacer nada con las manos, sin poder trabajar. Fuimos a vivir con mi abuela y un tío mío que todavía vive y que es como si fuera nuestro padre.
Al poco tiempo de matar a mi padre, se murió mi abuelo. Mi abuelo padecía del corazón, y mi madre le ponía la morfina, que el médico le enseñó cómo hacerlo. Mi abuelo se murió del corazón, del mismo disgusto de la guerra.
Cuando mi madre se puso bien siguió haciendo tabardos para el ejército, y luego zapatillas, parecidas a las que hacen por aquí, que se llaman porqueras, pero de tela o cuero por arriba, con el piso de goma. Mi madre las cosía. Me acuerdo de que tenía la lezna, los cabos y todo, y le daba con la cera a los cabos. A nosotros también nos hacía las zapatillas pero las nuestras las hacía bordadas. Bordaba primero la tela y luego hacía las zapatillas. Recuerdo que las tres hermanas teníamos unos vestidos blancos de esterilla, que era aquella tela que hacía unos cuadritos, y sólo teníamos aquel vestido. Por la noche los lavábamos y nos los poníamos limpios de día.
Cuando fui más mayor, antes de ponerme a servir de niñera con ocho años, había una señora que le dijo a mi madre: «Déjala que se venga y nosotros la cuidaremos». Venía a mi casa a buscarme, y mi madre la conocía y le tenía confianza. En realidad eran dos hermanas, una soltera y la otra casada, y vivían juntas en la misma casa, una casa muy señorial, muy grande. Por la tarde me acompañaban de vuelta a mi casa y yo me traía sobras de la comida, que no eran sobras de la boca, eran de lo que se servía en la fuente, y cada día me las daban. Yo estaba contenta de poder llevar comida a casa porque yo comía allí, cada día volvía merendaba y ya no cenaba. En casa de las hermanas yo no hacía nada, sólo estar con ellas. Me daban de comer y empezaron a enseñarme a leer y escribir. Pero donde aprendí a leer y escribir e hice el graduado escolar fue en casa de la señora a donde me fui a servir de niñera. Allí, cuando la señora le daba a sus hijos el repaso del colegio y todo eso, a mí me daba las lecciones igual y me lo enseñaba todo. Allí saqué el graduado escolar.
Pañuelo de pirata
Durante todo el tiempo que estuvo en la cárcel, y luego cuando estaba cosiendo, mi madre llevaba un pañuelo puesto en la cabeza a lo pirata, como se lo ponen ahora. Tenía muchísimos dolores de cabeza, porque claro, trabajando de día y de noche. Mi madre murió cuando tenía cuarenta años, de un derrame cerebral. Por eso tenía aquellos dolores de cabeza. Cuando le dolía se tomaba una pastilla y seguía trabajando, porque tenía que criar a cuatro niños pequeños.
Recuerdo que de comer no nos faltó nunca, no pasamos hambre porque también a nosotros nos pusieron a trabajar enseguida. A una niña, como yo, la podías colocar en una casa, pero a un niño de nueve años, como mi hermano, ¿qué podías hacer con él? Pues nada. Iba a la escuela y a los comedores, pero en los comedores casi nunca le daban. Por eso mi madre fue a hablar con el jefe del comedor y él le dijo que nosotros no lo necesitábamos. Mi madre le dijo: «Pues yo me paso noche y día trabajando y por la noche les lavo los vestidos que llevan, y al otro día se los pongo limpios, y los zurcidos ¿pagan contribución?». No nos dieron nunca nada. A la otra gente les daban mantas y comida, a nosotros no.
Mi madre siguió cosiendo y también aprendió a poner inyecciones a todo quisque, que no era como ahora, que si te cogen poniendo inyecciones… El médico la enseñó, y las vecinas la llamaban: «¿Puedes llamar a Josefa, que me tiene que poner una inyección?». Por eso a mí no me da miedo la sangre ni nada.
De la escuela nos quitaron enseguida, en cuanto empezó la guerra. En la casa de las hermanas aquéllas estuve como un año, y luego me pusieron de niñera en casa del médico del pueblo. Yo hacía de burro por el pasillo y los niños se montaban. Cuando los niños estaban en el colegio, lavaba la ropa en una panera que es parecido a una artesa y para fregar los platos me ponía encima de un cajón. Luego, cuando los niños venían, la señora los sentaba, les daba la merienda y les daba repaso del colegio. Yo no iba a la escuela, pero como aprendía con los niños, pude examinarme. La señora me acompañaba.
Me acuerdo de que antes de irme de niñera, trabajé para un señor que tenía cerdos en su misma casa. Le dijo a mi madre que me quería para ayudar a su mujer y hacerle los recados. Me fui con él. Fregaba los platos y cogía agua de la fuente, con dos cubos, para hacer el salvado de los cerdos. Un día estaba yo fregando los platos, y me dijo: «¡Oye, tú, baja de ahí y ve a por dos cubos de agua, que voy a hacer el salvado a los cerdos!»
Y yo le contesté: «Yo tengo mi nombre, “oyetú” no me llamo. Cuando acabe de fregar los platos, iré». «¿Sí? Pues te vas a ir ahora mismo». Y le dije: «Pues venga, las tres pesetas, que me voy». Y es que me pagaban tres pesetas diarias. Con eso de que tenían dinero, te trataban con unos modales… Pero yo tenía mi carácter, como mi madre. Yo siempre le daba las tres pesetas a mi madre, pero mi abuela las guardaba y le decía yo: «Abuela, ¿no me das nada para comprarme un caramelo?» Y cada vez ella me contestaba: «Hemos comido y hemos bebido y hemos gastado, y a tu peseta no se la ha tocado». Siempre me decía esto, y me quedaba sin el caramelo.
Fin de la guerra
Me acuerdo de cuando se acabó la guerra. Venían los camiones llenos de soldados, con aquellas banderas, calzados con alpargatas, y gritaban: «¡Se ha acabado la guerra!» No oías otra cosa más que aquellos gritos. Me dio mucha alegría, porque así a mi tío no se lo tuvieron que llevar a la guerra. Pero yo sufría mucho por mi madre. Más tarde mi hermana y yo nos marchamos a servir a Sevilla, y cada mes mandábamos a mi madre bastante dinero para que no tuviera que trabajar, pero ella seguía trabajando, porque teníamos a la otra hermana en casa.
Luego, en el año cuarenta, nos fuimos a Valverde con mi abuela, porque mi tío, que había sido vaquero, enseguida se colocó allá en el campo. Nosotros no pasamos abundancia, pero tampoco hambre, porque nos íbamos al campo y allí hacían queso. Me acuerdo de que mi abuela hacía tortas de cebada y maíz, con lo que hacíamos el pan. Un año me salieron unos forúnculos en la cabeza y el médico me mandó unas pomadas, pero me tuvieron que pelar al cero y a mí, que ya era mayorcita, me daba vergüenza de ir pelada, así que me estuve dos meses en el campo con mi abuela. Cuando se me curaron me creció el pelo.
Venganza
Mi hermano nunca se vengó de los que vinieron a por mi padre. Él les dijo a los hijos del guardia civil que venían a casa: «Tu padre, tu padre ha sido el culpable de que a mi padre lo maten, y yo el día de mañana… Yo conozco a tu padre, le conozco». Y nos peleábamos con ellos. «Éste y Fulanito son los que han matado a mi padre. Cuando sea mayor cogeré un fusil y me vengaré de ellos». Mi madre decía: «No digas estas cosas, las personas no tienen que ser vengativas. Que Dios los castigue». Pero mi hermano decía que él se tenía que vengar, y luego se murió con veintisiete años. Lo hablas, pero luego las venganzas… Las venganzas no traen nada bueno, al contrario, rencores y más desgracia.
Manuel Rabanal Taylor
n. el 26 de mayo de 1929. Badajoz
Vivíamos en una calle que luego se llamó del General Yagüe, que era uno de los sitios por donde entraron las tropas, y creo recordar muy vagamente esa entrada. Tengo algún recuerdo de tiroteos muy cercanos, y de que se ponían colchones en las ventanas, diciendo que servían para parar las balas. Luego hay cosas que me han contado, como que fusilaron a una muchacha que trabajaba en casa. El 14 de agosto, que además fue fiesta en Badajoz durante mucho tiempo, fue cuando entraron las tropas.
En Badajoz pasaron unas cosas muy raras, típicas de lo que fue el caos de la guerra. Un señor que luego traté era el párroco de la estación. Se llamaba don Primitivo. Los rojos lo cogieron, y lo fusilaron, hasta le dieron el tiro de gracia pero no murió. Un señor del pueblo, que debía ser de izquierdas, pasó por allí, oyó unos quejidos, se lo llevó y lo curaron.
Mi madre era una ama de casa tradicional, y mi padre era director del Banesto en Badajoz. El Banesto era el gran banco por definición: había el Banco de España y el Banesto. A mi padre le pasaron cosas muy fuertes durante la guerra. Una, que yo creo que es muy significativa sobre la ingenuidad de ésos que llamamos los rojos: fueron un día al banco a llevarse el dinero, y mi padre les recibió y les dijo que no, pero que con una orden del Gobierno sí. Los milicianos le dijeron que no había tiempo para conseguir orden del Gobierno ni nada, y entonces él les dijo: «Pues no hay dinero, pero tienen ustedes un sistema muy sencillo de cogerlo: empuñan los fusiles que traen, nos apuntan y nos dicen: “¡Entreguen el dinero!”» A lo que le contestaron: «Pero, don Manuel, eso sería robar». Y se fueron.
El muerto sin botas
Recuerdo haber salido a la calle y ver un muerto al que ya le habían quitado las botas. Las botas eran una de esas cosas, digamos, «apetecibles». Ya lo habían saqueado. No creo haber sido consciente del drama cuando lo vi. Es como una imagen fotográfica: un señor boca abajo o boca arriba, no recuerdo bien, al que le faltaban las botas. No hubo una sensación de horror, era un comportamiento como de animal que cuando llega un hombre no se asusta de él porque no tiene una experiencia previa. Si tú no la tienes, situaciones teóricamente de horror se te quedan dentro. La prueba es que muchos años después te sigues acordando, pero no eres consciente, no lo reelaboras.
Recuerdo desde muy pequeño que, con la inversión de creencias que se dio entonces, se formó una extraña guardia de milicianos para cuidar a la Virgen de la Soledad de las agresiones fascistas.
La Guardia Civil se sublevó en Badajoz, a favor del golpe militar, pero en lugar de tomar la ciudad, se quedaron dentro del cuartel, los rodearon y se acabaron entregando, o algo así. Recuerdo haber oído contar cosas sobre indecisiones diversas, y que la resistencia que hubo en Badajoz fue sobre todo de milicianos entre los que debía haber bastante anarquismo. Por lo menos después se contaba que iban a pegar tiros como quien iba al trabajo, pero que acabada la «jornada» volvían a sus casas.
La resistencia en Badajoz fue fuerte. Es una plaza fortificada con un sistema francés parecido al de Pamplona. Sin embargo, debía de haber en las murallas alguna abertura para los paseos, y en uno de los asaltos entraron los nacionales. Lo que sigue ya pertenece a la historia, está en los libros: cogían a todo señor que tenía una señal en el hombro del tiro del mosquetón, y lo fusilaban.
En Badajoz la guerra fue fulminante, porque empezó el 18 de julio y el 13 de agosto entraron los nacionales. Hubo matanzas, pero mi padre siguió siendo lo que era. Cuando llegaron las tropas nacionales fue aniquilada la resistencia, que fue fuerte pero breve, porque ni estaban organizados ni tenían mandos.
Colgado del balcón
Yo iba al colegio de los Maristas, pero no recuerdo en qué año exactamente ocurrió aquello. Debió de ser iniciada ya la guerra y tomada Badajoz. En el recreo jugábamos al frontón, y recuerdo el regreso de un avión, supongo que nacional, que volvía incendiado y dejaba una estela de humo. Se estrelló en una calle casi al lado del colegio. Y, esas cosas de los críos, de la falta de conciencia del drama humano, salimos corriendo para ver dónde se había estrellado el avión. También recuerdo haber visto un cadáver colgado en un balcón.
Tengo memoria de los comentarios, un poco disimulados, acerca de los fusilamientos en la plaza de toros. La plaza entonces no estaba en un sitio céntrico, sino casi en las afueras. Nosotros vivíamos dentro del cogollo, y a mí no me dejaban salir solo. Además, los niños de clase media no teníamos tanta libertad como los mozalbetes, que triscarían por donde quisieran.
El hombre del camión
A mi padre le conocía todo el mundo. En aquella época, ser director del Banesto era mucho. Tenía un cargo que además le permitía saber cómo andaba la gente en cuanto al dinero. Era un hombre bastante conocido. Ocupado ya Badajoz, a mi padre lo respetaron. Pero un día, en uno de los paseos principales, vio un camión al que estaban subiendo gente para fusilar. De golpe miró y vio a un amigo suyo, un hombre honrado y decente, al que no se podía meter en nada, y empezó a pegar voces y a decir que a ese señor había que bajarlo de ahí, que a los demás los podían montar, pero que ese señor era incapaz de haber hecho nada, que él respondía. Debió de alborotar de tal modo que no sé si un oficialito improvisado de la época o algo parecido hizo que lo subieran también al camión. Por esas casualidades de la vida, un teniente coronel que pasaba por allí, que conocía a mi padre y le vio discutiendo y pegando voces encima del camión, dijo: «Pero don Manuel, ¿qué hace ahí?» Mi padre, que en aquella época debía de ser bastante ingenuo, se explicó cómo pudo: «Que estos señores, que no saben lo que están haciendo, que quieren tal…» El teniente coronel ordenó que bajaran a mi padre, pero éste no quería bajarse sin su amigo, y al final consiguió salvarlo también. No conozco la continuación de la historia, y no sé si a aquel señor lo volvieron a coger más adelante o si le fusilaron o no.
Sé de casas de amigos de mis padres que fueron saqueadas. Serían republicanos, librepensadores, masones o cualquier cosa, pero nos causó mucha impresión el relato de los saqueos, y el verlo todo tirado y todas las cosas revueltas. Había una pequeña clase media de gente bastante equilibrada. Algunos sobrevivieron, otros no. Un tío segundo o tercero que se llamaba Trejo de apellido y había intervenido defendiendo a gente como abogado, se pasó a Portugal huyendo. Desde allí le devolvieron. Él dijo que no había hecho nada, pero lo fusilaron. Heredamos de él una biblioteca muy grande que se quedó en casa de mis padres y que me sirvió a mí para empezar a leer.
María, «la del culo gordo».
Tuvimos trabajando en casa a una muchacha que se llamaba María, «la del culo gordo». María se había hecho socialista, sobre todo porque a su padre le habían dado un subsidio o no sé qué en su pueblo. Cuando ya habían entrado los nacionales, María se empeñó en irse a su pueblo, y mi padre le decía: «Quédate con nosotros, que aquí no te pasará nada». Pero ya sabes que la gente entiende muy mal que su hogar es su castillo, aunque normalmente es la trampa y la fusilaron.
Como niño se puede decir que viví la guerra muy tranquilamente, quitando esas impresiones del muerto, del avión, y ciertos comentarios que a veces se hacían en nuestra presencia, aunque no creo que fuera de forma deliberada. Incluso creo que algunas de esas cosas las he oído de mayor. Delante de nosotros no contaban cómo se habían saqueado casas o cómo habían fusilado a Fulano.
Mis abuelos maternos estaban en Madrid. A veces les mandábamos cosas a los de Madrid, y yo me quedé sin bicicleta por eso. Mis padres me habían prometido una bici y estuvieron ahorrando para eso, pero nunca llegué a tenerla porque, luego me enteré, el ahorro se había convertido en una remesa de alimentos para los padres de mi madre, que vivían en Madrid y estaban en casa de unos tíos. Mi abuela materna murió en Madrid, no sé si por falta de alimentos.
Recuerdo aquello que nos decían del cine «de las sábanas blancas»: tú querías ir al cine y te acostaban. No recuerdo que jugara ni que saliera mucho. Como se había muerto mi hermano mayor, siendo muy pequeño, me criaron entre algodoncitos. Estuvieron a punto de hacerme un desgraciado para toda la vida, claro: «Niño, no corras, que te vas a caer». Era un niño sobrealimentado, y me decían lo de «Abrígate, que te vas a enfriar». Yo creo que eso no me impulsaba a una vida muy abierta. Luego, cuando se enteraban de lo que ocurría cuando estaba con alguno de los que me cuidaban, mis padres se aterrorizaban, porque uno de mis deportes favoritos consistía en pasar un viaducto de cincuenta metros por un borde de ladrillos, aunque, para que no tuviera miedo, me cogían de la mano con lo cual lo único que pasaría es que si uno se caía arrastraba al otro.
Mi padre debía ser un hombre de treinta y tantos. Allí, en aquella época, se casaban y enseguida tenían un hijo. Mis padres habían tenido primero otro hijo, que, como dije, se murió. A mí me pusieron su mismo nombre, aunque luego no se atrevían a llamarme como él. Mi padre tocaba el violín, leía. Para la época era muy culto. Mi afición a la música sinfónica se la debo a él.
En el nombre de Dios
Mi madre, por lo que he oído, siempre fue más radical que mi padre. Tenía una conciencia más clara. Cuando empezaron las barbaridades dijo casi desde el principio que el matar de los rojos estaba muy mal, pero que matar en nombre de Dios era peor, porque si los que mataban no creían en Dios, eran malos, claro, pero los que mataban en nombre de Dios eran peores. Y mataban bastante. Mi madre era del norte, santanderina, y era de las que se miraba las manos y decía: «Para hacer unas manos como éstas hacen falta dos generaciones de no dar golpe».
Íbamos al río a bañamos, de pesca algunas veces, pero no tenía muchos amigos. En el colegio de los Maristas había tuberculosis. Recuerdo haber llevado a hombros el ataúd de un compañero que se murió de esa enfermedad. Eramos religiosos, claro. Yo había hecho la primera comunión y era de los Luises, de los jesuítas. En aquella época ya leía y recuerdo sesiones de party-baby. Los padres maristas me encargaban la lectura de novelas de Salgari y Tarzán, pero antes me tachaban con tinta algunas frases que consideraban que no debían leerse. En una ocasión cogí uno de esos libros y leí al trasluz una de las frases censuradas: «… y le besó la mano y le hizo una reverencia como si fuera una reina». Al parecer, a una señora no se le podía besar la mano y también La favorita del Mahdi de Salgari, llena de tachones. Yo la ponía al trasluz para ver lo tachado.
Mi primera comunión sí fue una fiesta. Tenía que ser serio, así que me encerraron en un cuarto, por lo que no recuerdo que fuera un día especialmente divertido.
Cuando tuve el tifus pasé tres meses con temperaturas de treinta y nueve y cuarenta grados. Aparte de los libros que yo leía, mi padre me llevó toda una historia de la Primera Guerra Mundial. Yo tenía diez años y una preparación libresca sobre acorazados. También me divertía jugar a conseguir balas, vaciarlas, juntar pólvora, y así hacer mis propios ensayos de disparar un tapón. En realidad lo único que conseguía era reventar el tubo con gran peligro de que me llevara la mano. También tuve alguna pelea con niños, arrapiezos de arrabal, y pedreas, que consistían en tirarnos piedras con niños más pobres que nosotros. Enseguida, dada mi cobardía natural, acabé con estos juegos un día que me dieron un cantazo, y me dediqué otra vez a los libros.
Prudencia
Durante la guerra en mi casa se oía la BBC. Recuerdo que, por esas cosas de niños de llevar la contraria, o quizá por la inseguridad que he tenido siempre, en el colegio era filobritánico que era lo que oía en casa y en mi casa lo que me habían metido en la cabeza los hermanos maristas. Tenía una indefinición, pero siempre en la oposición.
Después de la guerra en Badajoz la gente se volvió muy prudente. No había manifestaciones claras, y los niños jugaban mientras los mayores hablaban en la habitación de al lado. Recuerdo una casa enorme, de gente muy rica, de la que me echaron porque jugando a los médicos le levanté la falda a la niña de la casa. Tenía un teatro de títeres para jugar y salones inmensos. Pero no recuerdo una sensación especial. Creo que fue como un transcurrir normal para mí, porque no recuerdo ni un festejo. Probablemente a mi tío tercero o cuarto ya lo habían fusilado…
Teníamos una asistenta, que luego vino a Madrid, cuyo marido había sido socialista. No le fusilaron, pero no le daban trabajo. Iba a la plaza y decían: «Tú, tú y tú a trabajar, y tú nada». Recuerdo comentarios de hambre. Creo que las clases medias estarían aterrorizadas por lo que había pasado con los unos y con los otros, porque no tengo memoria de que en Badajoz se hablara de los «paseos». Habría ocupación de tierras, venganzas personales, pero yo no lo recuerdo, como tampoco grandes momentos de exaltación, de «vamos a celebrar». Recuerdo, eso sí, tonterías, como la prohibición de usar nombres extranjeros. La cafetería más famosa de Badajoz se llamaba Gambrinus, y un día pasó a llamarse Gibraltar. Por lo menos, los dueños conservaron la «G» que era la letra más barroca y rebuscada del cartel.
Chapaprieta
Una vez, en un viaje en tren a Madrid, mis padres y un señor se pusieron a hablar de Chapaprieta[7]. Mi madre se lanzó a hablar, pero mi padre le pedía prudencia. Antes de llegar a Madrid entró una pareja de la Guardia Civil y se llevó al señor. Yo presencié la detención. No sé luego qué pasaría con él.
Seguí yendo al colegio y llegó el hambre pero, claro, con un padre director de banco… La vida, en nuestro caso, siguió siendo bastante normal, en el sentido de que en casa siempre hubo comida. Es verdad que había aquello de los cupones, pero no recuerdo grandes privaciones. Había hambre en la calle. Una vez llegó a casa alguien medio muriéndose de hambre, y le dieron de comer y beber en abundancia, pero se murió. Sé que mi padre ayudó a gente.
Hacia el final de la guerra a mi padre le pidieron, cuando cayó Barcelona, que con unos cuantos directivos del banco se fuera para allá a hacerse cargo, como director, del Banesto local. Supongo que entró en la ciudad con las tropas nacionales.
Después de la guerra fui a estudiar Derecho a El Escorial, a San Agustín. A un enfermero que teníamos lo habían ahorcado los rojos, pero era fuerte como un toro y había roto la soga. Sobrevivió, y tenía todavía en el cuello la señal del ahorcado. Todo el profesorado que teníamos era nuevo, porque al anterior lo habían fusilado, menos a los más viejos. Azaña había estudiado allí, y creo que les mandó un coche o algo así. Lógicamente los más sensatos, que eran los mayorcitos, se fueron y luego volvieron. Del resto creo que se hizo una escabechina.
Después de la guerra, los vencedores hicieron desfilar a un montón de gente delante de don Primitivo, el cura fusilado, para ver si conocía a alguno, pero el párroco se negó a identificar a nadie.
Dolores Aguilar Cabrera, «Dorita la Algabeña».
n. el 1 de diciembre de 1929.
La Algaba (Sevilla).
Yo me acuerdo nada más de que venía ese señor que decían el «Caballero», que era como de una cárcel. No sé si tenía pared o no el sitio; yo sé que se los llevaban allí. Quizá era un campo de concentración. Era una camioneta que venía de Sevilla. Iban todos atados y los llevaban allí y los mataban o los ponían a trabajar, a hacer túneles… Pero de aquel señor, no me acuerdo cómo se llamaba en realidad, que estaba al frente de esa cosa, ése se murió. Me acuerdo de su imagen: con bigote, patillas…
Mis padres tuvieron trece hijos, pero de los varones solamente les quedó el más chico, además de seis hembras. Una de las hembras, la más chica, mi hermana Salvadora, también murió, y quedamos cinco. Mi hermano Antonio, que fue el más chico de los siete varones, fue el que sobrevivió. Porque los niños le nacían a mi madre con vida y luego se le morían. Con Antonio dijo: «A éste no le voy a poner la mantilla de empapadera ni le voy a poner nada. Le voy a criar como gitanito», y fue el que le vivió.
Mis padres no se han enfadado nunca. Era un matrimonio muy cariñoso. Mi papá era de Córdoba y vino aquí para hacer el servicio. Entonces se enamoró de mi mamá, que estaba trabajando, sirviendo, porque con la piara de cabras que tenía mi abuelo no le daba para vender y darles de comer a sus hijos. Siempre fue un matrimonio muy querido y muy respetable, porque no han sido personas de pegarles a los hijos, ni han tenido un mal gesto entre ellos, no. Muy enamorados. Teníamos una casa con un dormitorio, y allí dormíamos todos, en dos camas grandes. Ahora se tienen dos cuartos de baño, pero en aquellos tiempos, demasiado que nos dieron una educación con mucho cariño. Tampoco nos faltó de comer, que nunca nos acostábamos sin comer porque mi madre lo mismo traía del campo uvas de palma que palmitos, porque decía: «Mis hijos sin comer no se quedan, y la única manera de tener a mis hijos con cariño es nunca robar». Eso no lo hizo jamás: mis padres siempre se lo han ganado a base de luchar para sacar a sus hijos adelante.
Ellos no tenían nada de político. Mi padre era una persona con unos estudios muy buenos, sin embargo mi mamá era más bien un poquito analfabeta, no había ido nunca al colegio. Él fue el que le enseñó algunas cositas, por ejemplo a firmar, porque antiguamente todo el mundo firmaba con el dedo en los pueblos. Mi padre le enseñó a poner su firma.
Mi papá era impresor. Trabajaba en una imprenta, por cierto muy a gusto, muy bien. Aunque con un sueldo muy pequeño, como siempre. Mi madre se dedicaba más bien a la casa. Alguna vez tenía que ir al campo, para ayudar, porque tenía que ganarse la vida porque mi padre ganaba tan poco… El campo a mí no se me daba nada, ni tampoco ir a trabajar a las casas.
El «Caballero».
En La Algaba hubo muy poco jaleo durante la guerra, pero sí que había una cárcel, que la llevaba el Caballero. Estaba a las afueras, por la Torre. Yo tenía entonces unos siete, ocho o nueve añitos, y veía que llegaban unos coches con presos. Los llevaban en unas camionetas muy grandes a las cárceles, pero en mi casa no se habló nunca nada de política. En La Algaba no se vio a la gente ni correr ni salir de sus casas ni nada de esas cosas. Había gente que decía: «Pues se han llevado a Fulano, pues se han llevado a Mengano», eso sí.
Me acuerdo de esa camioneta en la que se llevaban a los presos, pobrecitos míos. Se los llevaban al Caballero, y se dice que los enterraban hasta vivos y lodo. Dicen que este Caballero no era muy bueno para los presos. Iban chillando y todo.
De cómo iba la guerra no sabíamos nada. No teníamos radio siquiera y no oíamos los partes, y la gente no hablaba.
Mi padre siempre en la imprenta, pero nunca nos vino con carteles ni nada de esas cosas, ¿eh? En esa imprenta no entraron nunca cosas de tipo político ni libros. Mi papá era una persona que siempre estaba en su imprenta a su hora. Era una imprenta pobre, porque el dueño tenía que empeñar siempre el reloj para pagarle a sus obreros. Cuando entregaba un trabajo y cobraba, lo desempeñaba.
Mi papá se puso enfermo por culpa de la tinta de impresión. En aquella época a los impresores les daban leche para matar el veneno de la tinta. Se puso un poquito enfermo, pero no era contagioso, aunque pasó mucho. Ahora hará como unos veintitantos años que murió. Pero él era su trabajo. Mi madre le preparaba su canasto con su bocadillo, su poquito de queso, le ponía a lo mejor un poquito de chorizo. En fin, de lo que teníamos, pero siempre con la idea de que cuando él comía dejaba tres trocitos para cuando llegara a su casa repartirlo a sus niños. Registrábamos el canasto y había tres trocitos para los hijos. Era emocionante.
Nada de política
Después de la guerra a mi tito Antonio lo cogieron un grupo del pueblo, se lo llevaron y no volvió más. Nunca supimos dónde estaba, ni siquiera su señora, mi tía. No tenía hijos. Mi tía Manolita era una señora estupenda, muy maravillosa, y a partir de aquello se dedicó toda la vida a vender bollitos de leche. Ni ella ni mi madre (eran cuatro hermanas) supieron nunca dónde podía haber estado mi tío. Jamás. De eso sí que me acuerdo bien, de que se llevaron a varios del pueblo. Amadeo volvió, pero mi tito Antonio no. Mi tito Juan estuvo en la cárcel de Sevilla, y mi madre y mis tías iban a verlo. Pero él no era nada político, porque si no, mi madre habría dicho algo. Pero es que no, ellos sólo se dedicaban al campo.
Aquello era más cosa de las discordias, porque mi tío Antonio era manigero de una cuadrilla y entonces los trabajadores siempre le decían: «Antonio, hijo, que salimos a las seis o las siete de la mañana y volvemos a las ocho de la tarde, ya no podemos más». Y mi tito Antonio les dijo uno de los días: «Bueno, pues si estáis cansados, ea, vámonos». Y los dueños de la tierra se lo tomaron malamente. Yo no sé si de ahí vino la cosa, por haberles dejado parados los trabajos. El caso es que vinieron y se lo llevaron a mi tito. Y a mi tito Juan, al hermano de mi mamá, pues igual. Eran trabajadores del campo, maestros de llevar las cuadrillas. Iban por los pueblos a coger a la gente para recoger las naranjas a la huerta del Matador. Se lo llevaron a la cárcel, pero por un problema de trabajo. Si no sabían leer ni escribir, ellos no sabían nada de eso, no se podían meter. Por política no fue.
Muñecos de barro
Durante la guerra, cuando yo tenía siete años, llegaban las Navidades y no había ni para el día normal. Solamente decían: «Que va a nacer el Niño», y allá que nos íbamos para la iglesia. «Papá, que ya ha nacido», y entonces cantábamos «Pero mira cómo beben…». Para Reyes decía mi madre: «Anda, ve a casa de Fulano, que vende muñecos», y los muñecos eran de barro. Les llamábamos el niño de Dios, y estaban hechos de barro, todo colorado. Después, en unos canastitos de cartón, que hacía un señor que vino de fuera, poníamos unos papeles recortados y allí nos metían tres o cuatro peladillas, y eso eran nuestros reyes. Hacíamos la ropita de los muñecos con trozos de vestidos viejos de mi mamá, pero como se te cayeran te ponías a llorar, porque se te había roto el muñeco.
En el año cuarenta había mucha hambre en los pueblos porque quién iba a comer jamón ni nada de eso. Me acuerdo de que a lo mejor me comía unas migas que hacía mi mamá, unas migas de harina de maíz, o unas poleas que hacía también de harina de trigo. Yo estaba en la panadería en ese momento, y me acuerdo de que la gente iba a las panaderías con unos palos muy largos y ahí con un cuchillo hacían unos cortes para señalar los días que iban a por el pan y no lo pagaban. Le hacían una señal, o media, luego la otra mitad, «pues ya me debes dos días», les decían. La gente se ponía en las colas para coger pan que, por cierto, venía con muchos pajotes, porque mezclaban la harina con otras cosas para coger las raciones porque había muy poquito. «¿Cuántos sois? ¿Cuatro? Pues cuatro cuarterones», y te lo daban en ese momento.
Mi hermano siempre me decía: «Claro, tú, como estás en la panadería, pues comes pan y nosotros apenas comemos». Yo agarré un día y dije: «Pues hoy a mis hermanos les voy a llevar pan». Cuando salió el pan del horno, muy caliente, ni corta ni perezosa me guardé un pan redondo y se lo di a mi hermana, que me estaba esperando en una esquina, porque yo se lo había dicho, en una esquina enfrente de la panadería. Pero el dueño de la panadería me estaba mirando por la ventana. Entonces yo le dije a mi hermana: «toma, que me ha salido un cáustico de guardarme el pan para vosotros» y se lo di. Cuando volví a entrar en la panadería me estaba esperando la dueña: «Te voy a decir una cosa: lo que has hecho, no lo hagas más, porque cuando tú me hubieras pedido a mí una telera de pan, yo te la habría dado». Pero eso era mentira, porque ella no daba ni las gracias siquiera. Las cosas por su sitio. Me lo dijo para que no lo hiciera más… Las hijas de la panadera me querían muchísimo. Me tenían para los recaditos: «Verme a casa del maestrillo, que te dé garbanzos». Yo tenía unos nueve o diez años.
Un día me pasó una cosa muy graciosa. Mi madre me dejaba al cuidado de mi hermana Pepa, que era la más chica porque el niño vino más tarde, y me decía mi mamá: «Mira, eso lo pones así y esto para vosotros a mediodía». Así, para cuando viniera del campo estaría la comida preparada. Y mira por dónde a mi madre le regalaron un cochinito, que lo tenía en el corral, suelto. Se puso de pie en la hornilla, le dio con la pata y tiró toda la comida. Ya no teníamos dinero para ir a por más, mi mamá lo había dejado sucinto. El caso es que fui a entrar al corral, el cochino se escapó, la hornilla era de mampostería con dos huecos para meter el carbón. Y entonces dijo mi hermana Pepa: «Mira, mamá ha dejado esto y esto». Creo que no había dado la vuelta a la esquina y ya habíamos comido primero el postre y después la tostá. Acostarnos sin comer, nunca.
Artista
Yo a mi madre siempre la escuchaba cantar cuando trabajaba en el campo. Tenía una voz muy bonita. De ahí me debe venir lo de ser artista.
A mí, como siempre me ha gustado cantar, porque eso es que se nace, cantaba en la panadería. El cabo de la Guardia Civil, Amante Carrillo, tenía una novia al lado de la panadería. Iba a verla mucho y siempre decía: «Esa chiquilla que canta allí, qué cante tiene». Y como en el pueblo se conocen por los apodos, ella contestaba: «Pues ésta es la hija de Salvadora, la “Canas”», que a mi abuela la llamaban la «Canas» porque tenía el pelo blanco. «Pues tráemela, que yo la escuche cantar». Me llamaron, le canté y me dijo: «¿Tú quieres ir a una academia?», y digo: «Pues yo dinero para academias no tengo». Él me dijo: «No te preocupes, que yo voy a hablar con alguien en Sevilla». Lo malo es que él hablaba por mí, pero yo me tenía que ir andando todos los días siete kilómetros desde La Algaba hasta la Alameda de Hércules. Siete kilómetros para aprender, porque no tenía dinero para coger el coche o el autobús, que eran unos gastos que estaban fuera del alcance de mis padres. Era el año cuarenta y dos o así. Muchas veces, desde el coche de La Algaba, cuando me veían que venía andando, alguno decía: «Párale a la “Canitas”».
Y yo me subía al coche y desde que me montaba hasta que llegaba a La Macarena le venía cantando a la gente. Con esto les pagaba. En la academia me fue muy bien.
Estuve tres años al pie del piano, que es algo muy bueno.
Luego empecé a cantar con los hermanos Murillo. También íbamos andando a los pueblos, porque éramos chiquillos, y actuábamos en Camas, en Tomares. Nos daban siete pesetas.
¿De mi tito Antonio? No supimos nada. Jamás.
Blanca Candón
n. el 27 de octubre de 1927.
Cortelazor (Huelva).
Yo estaba en la finca de Palancar, estaba sacando el corcho. Mi padre, que era médico, me venía a ver todos los días al pueblo, cuando visitaba a los enfermos. Aquel día vino con el periódico, el ABC, y me acuerdo perfectamente que venía la muerte de Calvo Sotelo en la primera página y mi padre dijo: «Esto va a ser el detonante para que se vaya a formar la guerra civil, va a estallar una guerra civil». Claro, entonces yo era pequeña, pero me daba cuenta. Los hombres estaban sacando el corcho y se reunían todas las noches con mi padre para comentar la situación tan crítica que iba a vivir España.
Ya se veía venir algo. Unos días antes, debió ser por San Juan, hubo problemas en Cortelazor, porque en la procesión iba el Santísimo bajo palio y mi padre, que se metía entonces en todo, se dirigió a José el «Toro», el alcalde republicano, y le dijo que se quitara la gorra, que la tenía puesta y estaba pasando el Santísimo. Había varios en una esquina en las mismas condiciones, y no le hicieron caso. Siguió la procesión, y cuando terminó, al llegar a mi casa fueron a por mi padre y le metieron en la cárcel.
No sé exactamente quién fue. Sé que fueron por él y estuvo en la cárcel hasta por la tarde, cuando lo sacaron. Iba la gente a verle, todos los amigos.
Después cuando estalló la guerra, pasados unos cuantos días, el alcalde vino a ver a mi padre y le dijo que se fuera con los nacionales, porque Falcón, que era tradicionalista, estaba por la parte de Higuera de la Sierra. Le dijo que no se podía hacer responsable de lo que pasara si venían los mineros, los de Riotinto. Los mineros vinieron una vez y saquearon al compadre nuestro, a Rafael, al abuelo de Paco, y cargaron todo un camión de jamones, morcilla, tocino… de todo lo que tenía. Le dejaron sin nada.
Además, todos tenían miedo de que vinieran a quemar la iglesia. El propio alcalde y un grupo hacían rondas toda la noche en la iglesia, vigilando a ver si venía algún minero, porque no estaban dispuestos a que la quemaran.
Este mismo alcalde llamó a las familias que cuidaban a los santos, no mayordomos, los que vigilaban a los santos y les llevaban flores para esconder las imágenes. Nosotros teníamos a san José, mi tía y mi madre a santa Rita. Y escondieron a todos los santos en las casas. Eso fue antes del 18 de julio.
A quién matar
Los nacionales que entraron en el pueblo eran gente de Aracena. La mayoría eran falangistas y requetés, porque Falcón era requeté, que yo recuerdo haberlo visto con la boina roja. Mi padre salió entonces a su encuentro, acompañado del cura, el cabo y alguno de los guardias.
Eso fue el 17 de agosto. Lo primero que le preguntaron a mi padre fue que a quién tenían que matar, y mi padre dijo que a nadie, que no se habían portado mal y que no habían hecho más que algunas tropelías, pero sin importancia. Hubo algunas insinuaciones de que iban a matar gente de todas maneras, pero no pasó de ahí la cosa y no mataron a nadie.
Lo que sí recuerdo es que ese mismo día cogieron a tres mujeres y les raparon el pelo, les pusieron un lacito con la bandera nacional y les dieron aceite de ricino. Luego las pasearon por el pueblo a las tres y las metieron en la cárcel con otros más. No creo que fuera por mucho tiempo, no, pero tampoco te lo aseguro, porque yo era chica y no tenía conciencia exacta de lo que estaba pasando.
En mi familia no hubo ni muertos ni represaliados, ni antes ni después. Mi padre era muy bien visto en el pueblo, porque lo mismo atendía a uno que a otro. Yo recuerdo perfectamente que el día de san Francisco Javier a todos los Franciscos del pueblo los llevaba a casa y les daba un festín.
En la sierra sí hubo muertos. Valdelarcos, por ejemplo, fue un pueblo muy castigado. Hubo treinta y tantos muertos. Yo me enteraba por los comentarios que hacía mi padre en casa. Pero no pasaba miedo. Antes de que tomaran el pueblo, sí, porque decían que iban a matar a mi padre, a mi madre, a mi tía. Entonces teníamos algo de miedo, pero no una cosa que se pueda definir como miedo tremendo. No.
Cuando los nacionales tomaron Cortelazor, el día 17 de agosto, nombraron alcalde a otro, que era el maestro. Y después, aunque no sé si tardaron mucho tiempo, nombraron a mi padre.
Otro que se portó muy bien fue el cura. Era un hombre extraordinario. Cuando llegaron los nacionales, fue con mi padre y dijo: «Aquí todo el mundo se ha portado muy bien y no puede haber ningún muerto ni nada».
Maquis
Cuando terminó la guerra, vamos cuando los nacionales tomaron Cortelazor, huyó José el «Toro», el alcalde, y algunos más. Mi padre se lo dijo: «José, vete, no sea que te puedan coger y te pueda pasar algo». Estuvieron por la sierra, pero volvieron antes de que acabara la guerra del todo. Y no les pasó nada. Les harían algún juicio, pero no pasó nada.
Lo que sí recuerdo es que una vez que íbamos para el Palancar vimos que las vaqueras, que eran de mi tío Ezequiel, estaban ardiendo enteras. Se decía que había maquis, y a la Guardia Civil no se le ocurrió otra cosa que prenderle fuego al pinar para que salieran, y no salió nadie porque no había nadie. Y quemaron todo.
Mi padre, que no fue al frente porque tenía cuarenta y tres años, alguna vez sí tuvo que ir a la sierra. Hubo una batida en la Pata del Caballo, una comarca de aquí de Huelva, y recuerdo que mi padre fue como médico. Era una batida para localizar a algún rojo, y mi padre fue por si había que auxiliar a alguien. Por cierto, creo que cogieron a uno que estaba en un cortijo, pero no recuerdo más. Yo me enteraba por la gente, que lo comentaba en la calle. En mi casa procuraban no contar las cosas para que no tuviéramos miedo.
A los rojos yo los veía como gentes normales que en aquel momento tenían otros pensamientos que los de mi casa. No me sentí nunca amenazada, en absoluto. Hay que tener en cuenta que en un pueblo tan pequeñito, tan pequeñito, éramos todas amigas.
Mi abuelo era uno de los terratenientes del pueblo, pero no temíamos nada, porque el que trabajaba en el campo era Isidro. Tenía un hijo y jamás se metió en nada de nada. Además era bastante mayor que nosotros. A mi padre no le gustaba la tierra. Todo lo tenía arrendado.
Las noticias de la guerra las oíamos por lo de Queipo de Llano. Recuerdo que iban a mi casa todos los amigos de mi padre para oír sus charlas. Mi padre siempre estuvo suscrito a periódicos, sobre todo al ABC, aunque creo que no había otro por aquí. También cogía, después de la guerra, la Radio Pirenaica, que era de los republicanos.
Represaliados
En el pueblo, nadie de mi familia sufrió. Fuera del pueblo, sí. El hermano de mi tía Mercedes, que fue fiscal en Alicante y le tocó el juicio de José Antonio, por supuesto estuvo expedientado y no volvió a ejercer la abogacía. Él había pedido que no lo mataran, que se hiciera un canje. Por qué iban a matar a José Antonio cuando precisamente su doctrina era sindicalista, les decía. También decía que los de Franco habían matado al general Sanjurjo y al general Mola, porque no le convenía nadie que le hiciera una sombra tan grande.
Falangista
Yo iba a una escuela normal y corriente. Siempre estuvo abierta. Sé que antes del alzamiento fueron a las escuelas y quitaron los crucifijos, esto lo recuerdo. Luego los volvieron a poner, y ya está. Incluso las niñas que eran hijas de republicanos siguieron lo mismo.
Recuerdo la bandera republicana en el ayuntamiento. Me gustaba más porque tenía más colorines, aunque los republicanos para mí eran los malos, porque decían que iban a matar a mi padre. Entonces, para mí eran malísimos.
Mi padre era de derechas. Católico de derechas. Muy, muy conservador, pero no era falangista ni requeté, aunque yo le he visto con una gorra de falangista. Claro que entonces o eras falangista o… Pero no era franquista. De todas maneras yo no tengo un juicio muy claro de lo que era mi padre en aquella época. Era de Gil Robles, sí, porque en una de las elecciones vi en mi casa un tapiz de Gil Robles, precioso, lo llevaban a la mesa de las elecciones. A mí me parecería un tapiz, pero a lo mejor era una pancarta. En todo caso parecía una cosa extraordinaria, tan dibujadito. Poco después desapareció.
Posguerra
El 1 de abril se acabó la guerra. Yo recuerdo que cuando los nacionales ganaban alguna batalla, la del Ebro por ejemplo, fue muy nombrada, ponían arcos en el pueblo y había como una manifestación de júbilo porque se había ganado una batalla. El 1 de abril fue una fiesta grande. Creo que la noticia la dieron de día, el típico parte de Franco. Yo no sé si se cantó un Tedeum, o si hubo una manifestación.
Yo de la guerra no se puede decir que tenga un mal recuerdo. No, en absoluto. Hambre la hubo después. En la posguerra fue peor. Recuerdo que mi padre era alcalde e iba por todo el pueblo requisando… Bueno, requisando no, comprando harina. En mi casa no había ningún trozo de pan si no venía de la panadería, que en otros sitios se llevaban los sacos de harina. En mi casa nada.
Nosotras íbamos al colegio y no nos preocupábamos en absoluto. Después, cuando ya era mayorcita, era otra cosa. Tenía los doce añitos. «Pues hay presos», se decía, pero ya está. Mi padre murió al poco de acabar la guerra. En aquella época mi madre no comentaba gran cosa, no se hablaba de política en mi casa, o más bien poco.
Sí se comentaba lo de mi tío, que le hicieron dejar la cátedra de la Escuela de Montes. Me parecía injusto, porque mi tío no era una persona que tuviera que ser perseguido por el régimen, ni mucho menos, porque era republicano, pero él hacía su tarea, no se metía en política nunca en la vida. Lo que pasa es que el director de la facultad le tomó un poco de manía, y ya está.
La foto vestida de falangista me la hicieron cuando yo era chiquitilla. Tendría nueve años.
Asunción Díaz Gómez
n. el 21 de mayo de 1928.
Priaranza del Bierzo (León).
Cuando empezó la guerra, en el pueblo de mi madre los nacionales empezaron a matar gente, en la carretera. Ese pueblo era de los nacionales. Yo no sabía quién era rojo, ni quién era de derechas, ni nada. Yo era una niña, tenía cinco años, pero estando todavía en Madrid, en casa de mi padre, en Antonio López, creo que era la Pasionaria la que pasó por la calle con una bandera y con toda la tropa detrás. Mi padre dijo: «Qué mal se pone esto». Es lo que recuerdo yo del comienzo de la guerra.
Cuando estalló yo estaba ya en Priaranza, en casa de mi abuela. Un día dijeron que había guerra, pero nosotras, como éramos niñas… Mi tía, que era una mujer muy creyente, y mi abuelita, para no hacernos sufrir, no hablaron mucho.
El pueblo era una aldea. Allí llegamos mi hermana Candelas y yo. Yo estaba en un colegio, tenía siete añitos y me habían dado vacaciones. Mi tía, una hermana de mi madre, nos llevó al pueblo para pasar una semana y nada más llegar empezó la guerra. Mi tía tenía una casa al fondo del pueblo, donde vivía mi abuelita. Allí nos instalamos. Mi abuela tenía para ella subsistir, pero al llegar nosotras y como la cosa se alargaba, pues la verdad es que lo pasamos un poco mal. Entonces mi tía pensó en poner un huerto. Lo plantó y empezamos a labrarlo. Allí poníamos patatas, lechugas… Allí se toma mucho caldo gallego… Y labrábamos la tierra, aunque yo era tan pequeñita.
La impresión fue muy grande. Mi tía Asunción nos metió en el convento a mi hermano y a mí, y le dijo a mi padre: «Luis, estos niños están muy bien ahí».
En el pueblo empezaron a matar gente enseguida. Mataron, es que lo oías: «Ayer han matado a Fulano». Al principio, nada más comenzar, había un grupo de republicanos en el pueblo, que estaban en algún partido, creo que seguían a la Pasionaria. Cuando estalló la guerra se pasearon por el pueblo con sus banderas. Saquearon las casas y los comercios, se llevaban los jamones y el tocino de las casas y de las tiendas, lo que hubiere. Pero acto seguido los de derechas fueron a por ellos, a sus casas, y los mataban. A los que no pillaban, se iban al monte.
Había muchas tensiones en el pueblo porque convivías con los que habían matado a tus primos, a tus hermanos o a tu marido. A los que mataban los llevaban al camino y les echaban cal viva en la fosa. Algunos de los que se libraban iban a sus trabajos de día, y por la noche los iban a buscar y se escapaban al monte.
Los primos
Había mucho miedo, porque es que podían ir a por ti, claro. Iban a por mis primos. En los pueblos, en estas aldeítas, la gente va mucho a misa, aunque luego las ideas yo no sé cómo serán. El caso es que a mis primos los debían de tener fichados, porque ellos no iban a misa.
Yo estaba en la casa cuando vinieron. ¿No ves que iban cuando estabas durmiendo? Nosotros vivíamos enfrente, entonces ellos hacían «plaf, plaf» y claro, te despertaban. Mis primos estaban durmiendo. Hacían su vida de día y de noche les buscaban. Los que venían debían de ser del mismo pueblo. Yo oí que eran del mismo pueblo. Malos quereres, porque ésos los hay siempre. En el pueblo de Domingo, de mi marido, un pariente lejano se fue a Francia porque le querían matar, y eso fue un mal querer. Malos quereres.
Resulta que un día oímos tiros, y entonces mi tía se asomó por dentro. Lo primero que hacían era dar con la aldaba. «¿Quién anda ahí?», preguntó mi tía. Le contestaron, con malos modos, que querían ver a mis primos, a Domingo y a Pepe. Entonces ellos quitaron unas tejas de pizarra y se escaparon a otro pueblo.
Mi tío era rojo. Yo no sabía nada de rojos ni de blancos. Ellos iban a buscar a mis primos. Cuando vieron que se habían escapado, dijeron: «Bueno, ya no volverán». A todo eso ya habían matado y habían pelado al cero a gente. El caso es que mis primos volvieron y se fueron a casa de unos parientes, porque mi abuelita era del pueblo de Desas. Ya les habían ido a buscar dos veces, así que mi tía le propuso a su hermana que los cobijara en su casa, que los escondiéramos, y mi otra tía los escondió con nosotros. Una vecina, que se dio cuenta de todo, le dijo a mi tía: «Mira, Asunción, ¿te has dado cuenta de lo que estás haciendo?» «¿Qué es lo que estoy haciendo?» «Pues mira, estás exponiendo la vida de tu madre, la tuya y la de las niñas, porque se van a enterar y ya sabes que lo mismo les da ir a por tus sobrinos que a por vosotras». El caso es que mi tía se rebeló contra nosotras y ya no les escondió más porque fíjate si se enteran lo que hubiera pasado.
Mis primos eran muy jóvenes, diecisiete años o así. Me acuerdo de que a uno lo metían conmigo en la cama, fíjate. Era… es muy cariñoso, todavía vive. Entonces vinieron por tercera vez para matarlos. Ya venían desenfrenados. Mis primos se fueron y cruzaron el río. Durante los tres años de guerra no supimos nada de ellos, pero aparecieron luego en Toledo. No les habían matado. Como no cogieron a mis primos, a la hermana le cortaron el pelo al cero. Tendría unos doce o catorce años.
La esclavita
La guerra me marcó mucho, fueron muchas necesidades, íbamos con el carro a apilar la leña fuera del pueblo. Iba a por una carga de leña con mi prima y tirábamos de la madera, que estaba cubierta de hielo. Ahora mi hermana y yo estamos mal de los huesos por aquello.
Mi tía había sido una «señora doña», pero un día don Simón le dijo: «Mira, Asunción, como veo que lo estás pasando mal, si te parece me vas a mandar a la niña». Yo siempre he sido muy lanzada. Mi tía se lo pensó, se lo dijo a mi abuela y le pareció bien. Don Simón tenía muchas fincas y también un alambique de aguardiente. Yo iba allí todos los días. Había una señora que era como Rebeca, la de la película, y era la que hacía y deshacía. A mí me mandaba a los recados. Como yo ya conocía todas las tierras, me subían a un caballo, ponían unas angarillas y allí metían la comida y el cántaro con el agua o con el vino. Cuando terminaba, me venía para casa solita.
También me mandaban a mí hacer bolas de carbón: hacía un pozo, echaba agua y hacía bolas. Luego las dejaba que se fueran secando. Eran bolas para la lumbre. Bueno, yo allí hacía de todo. Por las noches, cuando era el tiempo de partir las almendras, había que servir a los que lo hacían. Les llevaba vino o lo que fuera. Un día fue uno y me tocó así un poco. Cogí una escoba y le di todos los escobazos que me pareció. Tenía yo ocho años, o por ahí. Es que a mí no me ha toreado nunca nadie.
Don Simón le decía a aquella mujer: «Oiga, Conce, mire, cuando me ponga usted las peras, ponga usted algunas para la niña». Y me las ponía. En aquella casa también había mucha matanza, y decía yo: «O sea, que tanta matanza y mi tía y mi abuela sin probarla». De vez en cuando les cogía un par de chorizos.
Antes de ir yo a casa de don Simón, teníamos una tía que vivía enfrente. Yo veía que era mujer muy rebelde, con un corazón muy duro. Era hermana de mi madre, y nunca nos daba una manzana, ni un bocadillo, pero sí nos mandaba con las vacas al prado, mi hermana y yo con una varita y con las vacas. Una se llamaba Pequeña, «¡Jarta, Pequeña!». A veces se nos escapaban, éramos unas crías. Ordeñaba la vaca y le vendía a mi otra tía la leche.
Un día mi tía dijo: «Hoy vais a comer muy bien muy bien». Yo que creí que era conejo y resulta que mi tía había matado el gato que tenía para dárnoslo de comer. Era rubito.
Íbamos a la escuela por la mañana. Las otras niñas llevaban bocadillo, pero mi hermana y yo no llevábamos nada. Había una señora, Carmen, que nos quería mucho y siempre dejaba en la mesa la hogaza de pan y un pañito tapándola. Entonces yo iba y cogía una rebanada. No cogía mucho, sólo una rebanada de pan. Pero un día fui y allí había cortinas, y vi que estaba asomada la dueña, y entonces comprendí que aquello no lo debía volver a hacer. En realidad a ella no le hacía nada la rebanadita de pan, pero no estaba bien hacerlo.
Los maquis
Otros del pueblo, en vez de hacer lo que mis primos, se subieron al monte, se hicieron maquis. Yo creo que por las noches bajaban…
Yo también iba al monte, al amanecer, y cogía todas las castañas que se caían de los castaños y las metía en unos saquitos. Iba con más amigas con los saquitos, a por castañas y bellotas. Me decía mi tía: «No subáis muy arriba». Porque había muchos escondidos, a las mismas vecinas les faltaban los maridos, a nosotras nos decían que no subiéramos porque estaba allí fulano y fulano y el otro y el otro. A mí me daba miedo porque era una niña. Los nacionales no paraban de ir por allí.
Había uno que se llamaba La Fora, que es «bosque» en gallego. Cuando venían los nacionales, se iba al bosque y tocaba la gaita, lo que quería decir que estaba vivo y dependía de lo que tocara porque tendría sus claves, claro. Cuando se iban los nacionales, entonces bajaba y seguía su vida. Y pasaba lo que en todos los pueblos: se denunciaban unos a otros.
En Madrid
A mi padre le pilló la guerra en la plaza de la Lealtad, donde el Hotel Ritz, en el portal de al lado. Había una señora, que no sé si era condesa, que estaba refugiada en aquella casa. Cuando terminó la guerra mi padre fue a verla y ella le dijo que no le conocía.
Cogió un poco de género y en la calle Torrijos puso un puesto, para subsistir. Vendía cereales, y luego también alpargatas, botijos, cosas de campo… Mi hermano pasó la guerra con mi padre y con un primo, que se lo trajo mi padre y lo trató como si fuera su hijo.
Un día mi tía nos dijo: «Ya nos podemos ir, que se ha acabado la guerra». Y nosotras, pues tan contentas. Llegamos a Madrid, qué desolación. Tardamos en el tren ni se sabe. Me acuerdo que en una parada había muchos soldados y bajamos, y les vimos que se calentaban con bolas de carbón como las que yo hacía en Priaranza. Luego los moros, con aquella cosa, nosotras pequeñas, con aquellos trajes. Cuando llegamos a la estación ya vimos a mi padre, fíjate, tres años sin verle.
Empezamos a reconstruir la casa y a levantar el negocio. Un día fue un señor muy bien vestido y le dijo a mi padre: «Mire usted, me encuentro en una situación muy mala. Le compré a mi hijo una bicicleta y necesito venderla». Mi padre se lo creyó y la compró, porque mi hermano estaba dándole la lata para que le comprara una bicicleta. Lo que tardó el hombre en irse tardó la policía en ir a buscar a mi padre, porque era robada. Se llevaron a mi padre como si fuera un criminal. La Guardia Civil aquélla de los tricornios. Entonces me puse enseguida a buscar ayuda para sacar a mi padre. Al día siguiente me fui a casa de mi tía. Su hijo estaba en Sol, en Gobernación, y le pregunté si podía hacer el favor de interceder por mi padre. Me contestó: «Pues mira, que ahora vamos a misa, que luego a mediodía ya hablaré con él». Así como lo oyes. Era de ésos que van por la acera, no hay sitio y te da un empujón. A mi padre le sacó otro señor amigo de la familia.
Juan Caja Ríquez
n. el 1 de septiembre de 1926.
Calamocha (Teruel).
Yo me enteré perfectamente del asesinato de Calvo Sotelo. Se cantaba aquella canción de
Pobre casa la esquirola,
se te va a caer el pelo,
por haber asesinado
a José Calvo Sotelo.
Lo cantábamos los niños. Además todos gritaban que venían los rojos. Mi padre sacó dos pistolas, una pequeñita del 6.35 y una del 7 largo. Las tenía desde que vino a Calamocha como médico, porque le aconsejaron que para ir a los pueblos y todo eso (fíjate si entonces la gente era levantisca) llevara siempre pistola. No por motivos políticos, sino porque allí simplemente la gente se cargaba a otra gente.
Mi padre era muy de derechas, pero tampoco se quería significar políticamente. No hablaba casi, era muy parco de palabras y muy conservador, como buen hijo de militares. Mi madre tenía mucha imaginación, era muy divertida, pero también tenía genio. Era muy fuerte y además con una gran capacidad de trabajo y de desprendimiento. Y sobre todo tenía una gran generosidad y comprensión para todo el género humano. Realmente fue un ser excepcional. Cantaba cosas preciosas. Entonces éramos cinco hermanos.
Yo me daba cuenta de que había agitación política en las mismas calles de Calamocha. Venía gente de los partidos políticos, no sé de qué signo, a hacer prosélitos. Había siempre, desde la proclamación de la República, una inquietud que se vivía en la calle. Me enteré de la proclamación de la República porque había en la escuela un retrato de Niceto Alcalá Zamora, el primer presidente. Me enteraba de cosas, porque además yo leía los periódicos, y sabía que pasaba algo. Naturalmente.
El primer indicio claro de que la guerra iba en serio fue un avión alemán que vino al pueblo, yo creo que a estudiar la posibilidad de hacer un campo de aviación en Calamocha. Antes de aterrizar rozó un poste con una de las alas y tuvo que quedarse en Calamocha casi un mes hasta que lo repararon. Yo vivía todo aquello más bien con cierto espíritu de aventura, porque claro, a esos años no sabes muy bien realmente lo que significa. Me fui enterando después, a lo largo de la guerra me fui dando cuenta de qué iba. Pero al principio era más bien una aventura. Recuerdo que en nuestros juegos nos hacíamos aviones de madera, pero al final deseábamos todos que la guerra terminase, los niños también.
Colchones
Lo tengo en la memoria. En todas las casas pusimos colchones en las ventanas y todo el mundo sacó las armas que tenía. «Que vienen los rojos, que vienen los rojos», se decía, pero no llegaron a venir. Los que sí llegaron fueron los soldados del ejército franquista, y bastante más tarde los italianos, sobre todo los huidos de la batalla de Guadalajara. Algunos vinieron andando, porque allí les pegaron un palo gordo a los italianos.
Entonces se vivió un gran ambiente bélico en Calamocha. Venían soldados, luego los italianos, después vinieron los de la Legión Cóndor. Vinieron en un tren a la estación nueva, en un vagón de mercancías. Casi todos ellos eran oficiales. Allí estuvieron los célebres pilotos Galland y Müller, que después fueron ases de la guerra mundial. Apareció también García Morato con su célebre cadena. Él llevaba un avión más pequeñito, una especie de mosquito, un avión ruso, y dirigía las maniobras de la cadena. De manera que sirvió para inspirarse a los alemanes, porque él lo que hacía eran ataques en picado, la cadena. En un momento determinado arrojaba las bombas con un acierto fenomenal, porque mantenía el picado hasta estar a pocos metros del blanco.
Yo pasé miedo con algún bombardeo. Algunos amigos íbamos al campo de aviación y veíamos aquellas escuadras de Heinkel sobre nuestras cabezas y decíamos «Cuidado, éstos vienen para nosotros», pero eran aviones de caza. Después, en Calamocha se vivieron bombardeos. Se llevaban los cazas a Bello, que es un pueblo que estaba a pocos kilómetros, y en Calamocha se quedaron los Junkers, que eran bimotores e hicieron toda la campaña del Ebro. Hasta el final.
Amigos de los soldados
Calamocha era una especie de vanguardia de la guerra. Siguió con la escuela normal, la gente hacía su vida normal, iba a su trabajo y a labrar, exactamente igual que siempre. Había la distinción típica de los pueblos de entonces, entre pobres y ricos. Se conoce que los pobres eran los de izquierda y nosotros, claro, éramos hijos de los ricos: del médico, del secretario del ayuntamiento… Yo iba a la escuela que se creó durante la República. No había privaciones. De comer todo, de pan todo. Los soldados italianos tenían un horno en el arrabal y hacían unos chuscos excelentes. Nosotros íbamos allí a por chuscos. También tenían una especie de bidón de aceite de oliva, y chusco que salía del horno, lo metían allí y nos daban a nosotros. Comíamos opíparamente. No faltó nunca la comida. Los niños éramos muy amigos de los soldados. Incluso yo hice amistad con varios de ellos, y cuando estuve interno en Zaragoza, cada vez que venían, iban al colegio a verme. Uno de ellos me regaló un anillo que hizo él, de latón, lo llevé varios años. Tenía dos amigos italianos. Uno era Singardi, que era el cocinero, y el otro era el postino, el cartero. Éste iba en una bicicleta de aquéllas que llevaban los italianos, y me traía la ración de tabaco que él no fumaba. Yo ya fumaba entonces.
Los italianos nos hablaban de su país. Había un pobrecillo que tenía sesenta años, que era barbero y venía a casa a cortarnos el pelo. Era barbero de oficiales, y nos contaba que a él le llevaban en el barco que iba a Abisinia cuando de repente vieron que los dejaban en España. Nos enseñaban italiano. Entonces yo hablaba italiano. Había uno que era napolitano y también me enseñaba su dialecto. Me lo pasaba muy bien con ellos.
Calamocha, al comienzo de la guerra, era un puesto de combate. Ahí estuvo, yo lo vi y me acuerdo, el que entonces era gobernador militar de Zaragoza, el general Cabanellas. Creo que era masón. Me acuerdo de su barba blanca. Se conoce que había venido de inspección o algo así, porque el puesto militar de Calamocha tuvo mucha importancia. En aquellos tiempos era fundamental el transporte por ferrocarril, los trenes de aprovisionamiento.
Los «cazarrojos».
Al principio, según yo recuerdo, todo siguió igual que siempre, hasta que vinieron los primeros comandos, digamos los «cazarrojos», que eran falangistas, paramilitares. Entonces sí empezó la caza de los rojos, de los que se habían significado con ciertas ideas políticas de izquierdas. A ésos los cogieron a todos, no hubo clemencia. Vinieron los pistoleros falangistas. Recuerdo perfectamente bien a uno de ellos que fue el que protagonizó toda la cacería de rojos. El ambiente era muy tenso, la gente en las casas no se atrevía a salir. Los iban cogiendo y los metían en la cárcel, debajo del ayuntamiento de Calamocha. Luego los sacaban por la noche en camiones, me acuerdo porque los oía gritar de paso. Yo vivía en la calle Real, en la calle central del pueblo, yo los oía de noche gritar. Y los niños nos íbamos a ver fusilar.
Se llevaban a fusilar generalmente a gente del pueblo, pero después traían prisioneros de pueblos limítrofes y casi todos eran maestros. Nosotros salíamos entonces a verlo. Yo fui una vez y vi fusilar, a distancia. Los soltaban en una especie de ladera que había en el cementerio y desde arriba los cazaban.
No es que fuera un pueblo con muchos radicales. Bueno, recuerdo alguno. Había una serie de republicanos, pero no había mucha afiliación, que yo supiera, a ningún partido determinado. Posiblemente entonces primaban la UGT y la FAI, que celebraron sus reuniones en un local de Calamocha donde además había baile, y se reunían entre cuatro y catorce afiliados, porque en un pueblo así no había muchos ni de un bando ni de otro.
Una vez cogieron a un pobre borracho de Calamocha, que era un hombre muy gracioso, y lo iban a fusilar. Entonces intervino mi hermano, les dijo que era un pobre infeliz y le salvó la vida. Era un hombre que cantaba por la noche, cogía su bota de vino, la llenaba y se ponía a cantar toda la noche bebiendo y cantando jotas, a las tres, las cuatro, las cinco o las seis de la mañana, en invierno y en verano. En invierno se ponía un saco con un agujero para sacar la cabeza y otros dos para los brazos, y se paraba. En casa siempre cantaba:
El médico me aconseja
que pronto me moriré,
si no dejo dejo dejo,
si no dejo de beber.
Y le salvó mi hermano. Había otro que se amorraba a la gatera y cantaba jotas. Calamocha entonces era un pueblo muy célebre.
El juez masón
También me acuerdo de que se cargaron al juez. Se llamaba don Vicente Martínez. Era un hombre muy sensible, muy amigo de casa por muchas razones. A mí me tenía un cariño muy singular. Venía todas las noches a casa a oír la radio. Entonces teníamos una radio de lámparas, y se oía muy bien Radio Sevilla porque, claro, no había contaminación acústica, se oían las radios con una pureza… Oíamos Radio Sevilla y hablaba Queipo de Llano. Una noche estuvo en casa y al día siguiente nos enteramos de que lo habían fusilado. Cuando llegó a su casa y ya estaba acostado, le hicieron levantar en pijama. No le dieron ni resquicio para que se vistiera y se lo largaron. Lo llevaron no sé si a Singra, a unos treinta kilómetros del pueblo.
Mi padre con eso cambió. Durante la guerra siguió ejerciendo como médico de pueblo y médico forense. Sé que estuvo en la lista negra de los falangistas, y el secretario del ayuntamiento también. No sabía por qué, aunque lo supe después: probablemente por su amistad con el juez, que fue tachado de masón, cosa que nunca se probó. Era un hombre con quien se podía discutir, en el fondo era liberal. Mi padre, por su profesión, guardaba un celo muy especial. Era muy rígido en este aspecto, muy severo.
También me acuerdo del fusilamiento del maestro. Lo metieron en una fosa que cavaron y le quitaron los lapiceros que llevaba en el bolsillo. En la escuela, en el hospital, amontonaban los muertos en una de las marquesinas, en una especie de tapia. El hospital estaba lleno. Mi madre iba al hospital con las estampas de la célebre madre Rafols, que era una beata catalana que había hecho varios milagros. Poníamos las estampitas de la madre Rafols en las heridas y a veces funcionaba.
Milagro
Los rojos fueron desapareciendo. A algunos los mataron, otros se escondieron, otros se fingieron paralíticos… Hubo un buen señor que un día, precisamente cuando el bombardeo al Pilar de Zaragoza, apareció cojo y con muletas, pero al día siguiente de aquel bombardeo fallido, que se decía había sido milagroso, el hombre tiró las muletas y dijo «¡Milagro, milagro!», y se salvó del paseo. Era catalán, tío de unos amigos con los que todavía me carteo. Adquirió carta de nulidad de rojo. La Virgen realmente le había salvado.
El sentimiento que nos causó en casa el fusilamiento del juez fue enorme. Mi madre le tenía mucho cariño, y mi padre… Esto motivó que mi madre al día siguiente, o a los dos días, cogiera el tren. Debió de ser en el mes de octubre del treinta y seis. Se fue a Calatayud, donde estaba la cabecera militar que ordenaba todo el frente de Teruel. Fue directamente no sé si al general de brigada o al comandante, habló con él y le dijo: «Mire usted, soy la mujer del médico forense de Calamocha», y le pidió que se pararan de una puñetera vez los fusilamientos. Salió de madrugada, que en aquella época con todo lo que había… Y, efectivamente, se acabaron.
Para mí los rojos eran los malos. La educación que yo había recibido era para que los viera como malos, pero para mí no eran tan malos, sobre todo desde que vi los primeros fusilamientos. Ya entonces me di cuenta de qué pie cojeaban unos y otros. Así me di cuenta de que no me gustaba lo que estaba pasando.
Todos los que escuchábamos a Queipo de Llano nos dábamos cuenta de que mentía como un bellaco. Además esas cosas le sentaban muy mal a mi padre, que nos decía que tenía una botella de fino en la emisora. A veces interrumpía la charla, se ponía su copa, se tiraba un regüeldo y decía: «Esto, a la salud de la Pasionaria». A mi padre no le gustaba nada.
En el bando contrario
Yo no reflexionaba demasiado. Era natural. Así como sentí mucho la muerte del juez y para mí fue una especie de impacto sentimental, lo demás… Pero claro, a esa edad no te das cuenta, vamos te das cuenta, pero no llegas al fondo, sencillamente porque no tienes la mente abierta para valorar esas cosas. La hermana de mi padre, Lola, y su marido, que era notario en Monzón, estaban en la zona contraria, y cuando se emprendió la batalla de Cataluña lo primero que se liberó fue Huesca. Mi tío, que era notario de Monzón, tenía dos chicas, que vinieron a vivir a Calamocha porque estaban en un estado tal, tan depauperadas. Habían pasado hambre, y estuvieron en casa casi un año, hasta que se repusieron y mi tío fue destinado a Palencia.
Durante un tiempo, al principio, nos fuimos todos a Zaragoza con mis padres, para ver si la cosa estaba mejor, pero yo ya noté que en Zaragoza se iba a buscar a la gente para fusilar. Incluso fusilaron a uno de los vecinos que teníamos. En aquellos tiempos, en Zaragoza, poco antes del comienzo de la guerra, se había celebrado un congreso de la FAI o de la UGT, y había mucha gente de izquierdas. Hicieron una búsqueda implacable y se vivió un ambiente de terror y de miedo.
El año treinta y siete me internaron en Zaragoza. En Calamocha era peligroso vivir, porque había muchos bombardeos. Un día nos cayó una bomba a quince metros de casa. Estábamos la abuelita Ascensión y yo, y nos tuvimos que bajar rápidamente al refugio. Además, estaba en edad escolar. Hice el ingreso del bachillerato en Zaragoza y a continuación me metieron en el colegio. A mi hermana la mandaron a Burbáguena, que había un colegio de monjas. En ciertos momentos de la guerra se separaron padres e hijos, pero es que era la única manera de estar seguros. Nuestro pueblo estaba en primera línea, y para qué estar en primera línea. Mi hermano Paco estaba en la guerra, Antonio también interno, como yo, y Aurora en Burbáguena. Era una forma de estar seguros, y mi padre estaba más tranquilo. Nos venían a ver a Zaragoza.
Italianos
Nos asustaban mucho los bombardeos. Cuando llegué al colegio empezaba la famosa batalla de Alcubierre, cuando vinieron las tropas de Barcelona. Antes habían sido las célebres batallas de Belchite y de Quinto, a las que fueron muchos de Calamocha y murieron. Fue una sangría. Me acuerdo de que cuando estaba en el colegio oíamos desde lejos los cañonazos y por las noches veíamos el resplandor de las explosiones. Había un sótano y, cuando sonaban las sirenas de la calle del Coso, bajábamos y efectivamente teníamos ganas de que acabase aquello.
En Zaragoza había muchos italianos, muchos soldados, y el colegio daba a una calle donde había varias casas de señoras. Había un trasiego… cantidad de soldados, de militares, de italianos, de bersaglieri. Cuando sabíamos que había caído una plaza se experimentaba un sentimiento no de alegría, sino de decir «bueno, se ha ganado una cosa más, y parece que el final está cerca». Vamos, yo como niño así lo sentía. No me gustaba mucho la guerra.
El colegio se llamaba Nuestra Señora del Pilar, y el ambiente era horrible. Era una cárcel aquello, terrorífico. El director era un «gentil», no era cura. Nos llamaba la atención en clase (nos daba matemáticas), fumaba siempre sin parar, muy elegante, subían las volutas… El cura era un barrigón de lo más bestia que había. Se llamaba don Félix Alba Casanova y de noche se ponía un mono de color caqui, con unas pistolas, y yo creo que se iba a una calle donde había varias casas de putas para… Seguro, ya lo creo. Era un burro. Nos levantábamos muy temprano y si sesteábamos en la cama venía un cura, ése u otro, con un cinturón y nos daba. Entonces no había duchas ni nada, sólo unos lavabos de porcelana dispuestos a un lado y a otro con unos grifos de agua fría, y allí tenías que lavarte. Luego ibas a desayunar y a la vela. La vela era una sala donde tenías que estudiar y no podías hablar. Si hablabas, venía el director de la disciplina y te daba o te ponía de rodillas. Y así pasaron tres años. Era muy duro. Salvo los domingos por la mañana, que salíamos en fila de dos, íbamos a misa a Santa Engracia, volvíamos, comíamos y después nos dejaban salir a las tres. Nos íbamos a un cine que estaba detrás, muy cerca del colegio, el cine Fonclara. Luego, pues vuelta al colegio. No me acuerdo muy bien de cuáles películas veíamos, pero era cine sonoro del treinta y seis, del tipo de Nobleza baturra y tonterías de ese estilo. Y películas del oeste, alguna. Las películas alemanas vinieron sobre todo durante la guerra mundial, y vimos muchas. Había una productora alemana muy importante que se llamaba UFA. Hacía alguna película buena, por ejemplo Las aventuras del barón de Münchhausen, que fue una película importante. Muchas eran de un actor de comedia muy conocido que se llamaba Heinz Krüman, que estaba muy en boga entonces.
El loro
Recuerdo que había un loro que silbaba el Cara al sol en mitad de la calle, pero oye: silbaba las cinco, seis o siete estrofas perfectamente. Me acordaré toda la vida.
La comida del colegio era muy mala. Cuando escaseó la comida fue al final, pero durante la guerra en absoluto, nada. Había abundancia, había mercado, no teníamos pega ninguna. Escaseó en la posguerra, que entonces estábamos en Valencia. Mi padre nos mandaba comida desde Calamocha.
Mi hermano mayor hizo la guerra como voluntario, primero en un tercio de requetés. Estaban apostados cerca de Calamocha, en Monreal. Luego pasó al tercio María de Molina con el que participó en la campaña de conquista de Valencia y el Levante. Estuvo hasta el final, desde el treinta y siete. Me llevaba ocho años. Hizo un primer intento de irse voluntario, con un amigo suyo, a Zaragoza. Tenían dieciocho años y se escaparon, pero los fueron a buscar y los devolvieron. Después el deseo de combatir fue tan vehemente que no se pudieron negar mis padres. De cuando en cuando venía. Yo pensaba que tener un hermano en la guerra era un motivo de orgullo. Me acuerdo de que iba mucho a Zaragoza. Muchas veces me vino a ver al colegio con un amigo suyo, Juanito Arias, y cada vez era una fiesta, porque me sacaban a comer. Yo sentía admiración por ellos. Para mí era una figura. Me contaban algunas cosas del frente. Le hirieron en el frente de Guadalajara, poca cosa. Estuvo en un hospital en Molina de Aragón para reponerse y fuimos a verle. A la vuelta, mi padre iba sentado junto al chófer y enfrente vio una bandada de perdices, entonces mi padre sacó la mano por la ventanilla y gritó: «¡Pum!» Entonces cayó una perdiz, y es que, claro, con el ruido debió tropezar con un cable y cayó, y la cogimos. Lo recordaré toda la vida. Fue tremendo.
Ya solamente iba a Calamocha en vacaciones, en Navidad y en verano. En Navidad todo seguía igual que antes, claro. En nuestro caso no se había interrumpido la serie de afectos y vínculos familiares, pero al final el que llegó a faltar fue mi hermano Paco, que estaba en el frente. Nos reuníamos, lo celebrábamos. Además, siendo mi padre médico, en Navidades sí había en casa los regalos de siempre.
Recuerdo el final de la guerra con mucha alegría. Fue un abril del treinta y nueve que estaba en el colegio y sentí muchísima alegría porque se había acabado todo. Me parece que ese año nos fue a buscar un chófer de Calamocha, uno que tenía una empresa de coches. Nos fue a recoger al colegio para las vacaciones de Semana Santa. En el colegio había más chicos de Calamocha, y sé que sentí una profundísima alegría porque a pesar de mis pocos años de alguna manera sentía yo que eran tiempos aciagos. Había visto muchos desastres, bombardeos en Zaragoza también.