17

QUE CAIGA LA OSCURIDAD

La torre de la vieja iglesia y la pared del jardín

están negras por la lluvia de otoño,

y desolados vientos premonitorios llaman

de vuelta la oscuridad

EMILY BRONTË, La torre de la vieja iglesia

—Mientras Charlotte corría a la biblioteca para notificar al Enclave que sería necesario tomar medidas de emergencia esa misma noche, Henry se quedó en la sala con Nathaniel y los demás. Fue sorprendentemente paciente mientras Nate indicaba detalladamente en un mapa el lugar de Londres donde creía que se hallaba el escondite de De Quincey, una casa en el Embankment de Chelsea, cerca del Támesis.

—No sé exactamente cuál de ellas es —dijo Nate—, así que tendrán que ir con cuidado.

—Siempre vamos con cuidado —repuso Henry, sin hacer caso de la mirada irónica que Will le dirigía.

Sin embargo, poco después de eso, envió a Will y a Jem a la sala de armas con Thomas para que preparasen los cuchillos serafines y algún otro armamento. Tessa se quedó en el salón con Jessamine y con Nate mientras Henry corría a la cripta en busca de sus más recientes invenciones.

En cuanto los otros hubieron salido, Jessamine comenzó a revolotear alrededor de Nate, echando más leña al fuego para él, yendo a por otra manta y ofreciéndose a buscar un libro para leérselo, algo que él declinó. Si Jessamine esperaba ganarse el corazón de Nate cuidándolo de esa forma, iba a sufrir una decepción, pensó Tessa. Nate daba por hecho que debía ser cuidado y casi ni notaría su atención especial.

—¿Y qué va a pasar ahora? —preguntó él finalmente, medio enterrado bajo una montaña de mantas—. El señor y la señora Branwell…

—Oh, llámalos Henry y Charlotte, todo el mundo lo hace —repuso Jessamine.

—Informarán al Enclave, es decir, al resto de los cazadores de sombras de Londres, de la localización del escondite de De Quincey, para que puedan planear un ataque —contestó Tessa—. Pero, la verdad, Nate, no deberías preocuparte por esas cosas. Tendrías que descansar.

—Entonces, sólo quedaremos nosotros. —Nate cerró los ojos—. En este lugar grande y viejo. Parece raro.

—Oh, Will y Jem no irán con ellos —dijo Jessamine—. Les he oído conversar sobre ello en la sala de armas cuando he ido a buscar la manta.

Nate abrió los ojos.

—¿No van a ir? —Parecía anonadado—. ¿Y por qué no?

—Son demasiado jóvenes —respondió Jessamine—. Los cazadores de sombras se consideran adultos a los dieciocho, y para este tipo de acciones peligrosas en las que participa todo el Enclave, suelen dejar a los jóvenes en casa.

Tessa notó una extraña sensación de alivio, que cubrió en seguida hablando.

—Pero eso es muy raro. Will y Jem vinieron a la casa de De Quincey…

—Y por eso no pueden participar en la acción de esta noche. Al parecer, Benedict Lightwood ha ido diciendo por ahí que el ataque a la casa de De Quincey acabó tan mal como acabó porque Will y Jem no tienen aún suficiente entrenamiento. Lo que no entiendo es cómo algo de eso pudo ser culpa de Jem, no estoy segura. Si me lo preguntas, creo que sólo quiere tener una excusa para dejar a Gabriel en casa, a pesar de que ya ha cumplido los dieciocho. Lo mima de una forma horrible. Charlotte nos explicó que el señor Lightwood le había dicho que ha habido Enclaves enteros borrados de la faz de la tierra en una sola noche, y que los nefilim tienen la obligación de dejar a la generación más joven a salvo, para que puedan continuar, diríamos.

A Tessa se le retorció el estómago. Antes de que pudiera decir nada, se abrió la puerta y entró Thomas. Llevaba un montón de ropa doblada.

—Son cosas viejas del señorito Jem —le dijo a Nate, con algo de vergüenza—. Parece que utilizan la misma talla, y bueno, usted debería tener algo que ponerse. Si me acompaña a su dormitorio, podremos comprobar si le van bien.

Jessamine puso los ojos en blanco. Tessa no estaba segura de por qué. Quizá pensara que la ropa usada no era lo suficientemente buena para Nate.

—Gracias, Thomas —dijo Nate mientras se ponía en pie—. Debo disculparme por mi comportamiento de antes, cuando, eh… me escondí de ti. Debía de tener fiebre. Es la única explicación.

Thomas se sonrojó.

—Sólo hago mi trabajo, señor.

—Y muy bien, estoy seguro. —Nate le sonrió.

—Quizá deberías dormir un poco —sugirió Tessa, fijándose en las ojeras de cansancio de su hermano—. No tendremos mucho que hacer ahora, hasta que regresen.

—La verdad —repuso Nate, mirando a Jessamine y a Tessa—, creo que ya he descansado lo suficiente. Un tipo tiene que volver a ponerse en pie finalmente, ¿no es cierto? No me importaría comer algo, y tampoco tener compañía. Si no os importa que vuelva aquí cuando me vista.

—¡Claro que no! —Jessamine parecía encantada—. Le pediré a Agatha que prepare algo ligero y que nos lo traiga aquí. Y quizá una partida de cartas nos mantenga ocupados después de comer. —Dio una palmada cuando Thomas y Nate salieron de la sala, y se volvió hacia Tessa con los ojos brillantes—. ¿No crees que será divertido?

—¿Cartas? —Tessa, que casi se había quedado sin palabras ante la sugerencia de Jessamine, recuperó la voz—. ¿Crees que estaría bien que jugáramos a las cartas? ¿Mientras Henry y Charlotte están ahí fuera luchando con De Quincey?

Jessamine echó la cabeza atrás.

—¡Como si quedarnos aquí llorando les fuera a servir de algo! Estoy segura de que prefieren que estemos alegres y activos en su ausencia en vez de sin hacer nada y tristes.

Tessa frunció el ceño.

—De todos modos, no creo que sugerirle a Nate jugar a las cartas haya sido una gran idea, Jessamine. Sabes perfectamente que tiene problemas… con el juego.

—Oh, pero si no vamos a apostar —replicó Jessamine animada—. Será sólo una amistosa partida de cartas. De verdad, Tessa, ¿por qué tienes que ser una aguafiestas?

—¿Una qué? Jessamine, sé que sólo estás tratando de alegrar a Nate. Pero ésta no es la forma…

—¿Y debo suponer que tú ya dominas el arte de ganarte el afecto de los hombres? —replicó Jessamine, y de sus ojos saltaron chispas de furia—. ¿Te crees que no he visto cómo miras a Will con ojos de cordero degollado? Como si él fuera… ¡Oh! —Alzó las manos—. No importa. Me pones enferma. Voy a hablar con Agatha sin ti. —Se levantó y corrió hacia la puerta, pero se detuvo para añadir—: Y ya sé que no te importa tu aspecto, pero al menos deberías arreglarte un poco el pelo, Tessa. ¡Cualquiera diría que no es más que un nido de pájaros! —Y cerró de un portazo.

Por estúpidas que fueran, las palabras de Jessamine le dolieron. Corrió a su habitación, se echó agua en la cara y se pasó un cepillo por el enredado cabello. Al ver su pálido rostro en el espejo, intentó no pensar si aún era igual a la hermana que Nate recordaba. Trató de no imaginar cómo podría haber cambiado.

En cuanto terminó, salió rápidamente al pasillo, y casi se chocó con Will, que estaba apoyado en la pared enfrente de la puerta de su habitación, mirándose las uñas. Con su normal desprecio a las buenas maneras, iba en mangas de camisa, sobre la cual llevaba una serie de correas de cuero que le cruzaban el pecho. En la espalda le colgaba una espada larga y delgada; Tessa veía la empuñadura por encima del hombro de él. En ambas manos sujetaba varios cuchillos serafines, blancos, largos y afilados.

—Eh… —La voz de Jessamine le resonó en la cabeza: «¿Crees que no he visto cómo miras a Will con ojos de cordero degollado?». La luz mágica brillaba tenue. Tessa confió en que el pasillo estuviera demasiado oscuro como para que Will la viera sonrojarse—. Pensaba que esta noche no ibas a ir con el Enclave —dijo finalmente, más que nada por decir algo.

—Y no iré. Llevaba esto al patio para Charlotte y Henry. Benedict Lightwood les envía su carruaje. Es más rápido. Debería llegar en cualquier momento. —Estaba tan oscuro en el pasillo que, aunque Tessa pensó que Will sonreía, no pudo estar segura—. Te preocupa mi seguridad, ¿eh? ¿O habías planeado regalarme alguna prenda para que la lleve a la batalla como Wilfred o Ivanhoe?

—Nunca me ha gustado ese libro —repuso Tessa—. Rowena es una panfila quejica. Ivanhoe debería haber elegido a Rebecca.

—¿La chica morena, y no la rubia? ¿En serio?

Tessa ya no tenía ninguna duda de que él estaba sonriendo.

—¿Will…?

—¿Sí?

—¿Crees que el Enclave conseguirá acabar con él? ¿Con De Quincey, me refiero?

—Sí —contestó sin vacilar—. El tiempo de las negociaciones ya ha pasado. Si has visto alguna vez terriers en un foso de ratas…, bueno, no creo que los hayas visto. Pero así será esta noche. La Clave acabará con los vampiros, uno a uno, hasta que no quede ninguno.

—¿Quieres decir que ya no quedarán vampiros en Londres?

Will se encogió de hombros.

—Siempre habrá vampiros. Pero el clan de De Quincey habrá desaparecido.

—Y una vez que esto acabe, una vez que haya desaparecido el Magíster, supongo que ya no habrá motivo para que Nate y yo sigamos en el Instituto, ¿no?

—Su… —Will parecía totalmente desconcertado—, supongo. Sí, bueno, claro. Imagino que preferirías estar en un lugar… menos violento. Quizá incluso podrías ver algunas de las partes más bonitas de Londres. Westminster Abbey…

—Preferiría irme a casa —dijo Tessa—. A Nueva York.

Will no dijo nada. La luz mágica del pasillo se había apagado; en las sombras, Tessa no podía verle bien el rostro.

—A no ser que tuviera algún motivo para quedarme —continuó Tessa, y se preguntó qué querría decir exactamente con eso. Era más fácil hablar con Will así, cuando no le podía ver la expresión, y sólo sentía su presencia junto a ella en el corredor.

No lo vio moverse, pero notó que le rozaba con los dedos el dorso de la mano.

—Tessa… —dijo él—. Por favor, no te preocupes. Pronto estará todo arreglado.

El corazón de Tessa le martilleaba dolorosamente contra las costillas. ¿Qué era lo que pronto estaría arreglado? No podía referirse a lo que ella creía que se refería. Tenía que querer decir otras cosas.

—¿Tú no deseas ir a casa? —preguntó Tessa.

Él no se movió, sus dedos aún rozaban la piel de ella.

—No puedo volver a casa, nunca.

—Pero ¿por qué no? —susurró ella, pero ya era demasiado tarde. Sintió que él se apartaba de ella. Dejó de notar su mano—. Sé que tus padres vinieron al Instituto cuando tenías doce años, y que te negaste a ir con ellos. ¿Por qué? ¿Qué habían hecho que fuera tan terrible?

—No habían hecho nada. —Sacudió la cabeza—. Debo irme. Henry y Charlotte me están esperando.

—Will —insistió Tessa, pero él ya se alejaba, una sombra delgada camino de la escalera—. Will —lo llamó otra vez—. Will, ¿quién es Cecily?

Pero él ya se había ido.

Cuando Tessa volvió al salón, Nate y Jessamine ya estaban de vuelta, y el sol había comenzado a ponerse. Fue inmediatamente hasta la ventana y miró al exterior. Abajo, en el patio, Jem, Henry, Will y Charlotte estaban juntos; sus largas sombras caían sobre los escalones de la entrada. Henry se estaba dibujando un último iratze en el brazo mientras que Charlotte parecía estar dando instrucciones a Jem y a Will. Jem asentía, pero Tessa pudo ver, incluso a esa distancia, que Will, con los brazos cruzados sobre el pecho, se mostraba recalcitrante.

«Quiere ir con ellos —pensó—. No soporta tener que quedarse aquí».

Probablemente, Jem también querría ir, pero él no protestaría. Ésa era la diferencia entre los dos chicos. O al menos una de las diferencias.

—Tessie, ¿estás segura de que no quieres jugar? —Nate se volvió para mirar a su hermana. Volvía a estar en el sillón, con una manta sobre las rodillas, las cartas extendidas en una mesita colocada entre él y Jessamine, junto a un servicio de té y un platito con sandwiches. Aún tenía el cabello húmedo, como si se lo hubiera lavado y se hubiera pasado un peine mojado, y llevaba la ropa de Jem. Tessa se fijó en que Nathaniel había perdido peso, pero Jem era tan delgado que su camisa aún le quedaba un poco apretada a Nate en el cuello y los puños, aunque Jem tenía la espalda más ancha, y Nate parecía perderse un poco en la chaqueta de Jem.

Tessa seguía mirando por la ventana. Había llegado un gran carruaje negro, con un dibujo en la puerta de dos antorchas ardiendo, y Henry y Charlotte estaban subiendo a él. Will y Jem habían desaparecido de la vista.

—Seguro que lo está —soltó Jessamine desdeñosa ante la falta de respuesta por parte de Tessa—. Mírala. Toda desaprobación.

Tessa apartó la mirada de la ventana.

—No lo desapruebo. Pero no me parece normal jugar mientras Henry, Charlotte y los demás están arriesgando sus vidas.

—Sí, ya lo sé, lo has dicho antes. —Jessamine dejó las cartas sobre la mesa—. La verdad, Tessa. Esto es lo habitual: se van a luchar y luego vuelven. No vale la pena ponerse nerviosa.

Tessa se mordió el labio.

—Siento que debería haberme despedido de ellos o haberles deseado buena suerte, pero con todas estas prisas…

—No te preocupes —dijo Jem, que acababa de entrar en el salón precediendo a Will—. Los cazadores de sombras no se despiden nunca antes de una batalla. Ni se desean buena suerte. Debes comportarte como si su regreso fuera una certeza, no una cuestión de suerte.

—No necesitamos suerte —repuso Will, y se dejó caer en una silla junto a Jessamine, que le lanzó una mirada enfadada—. Al fin y al cabo, cumplimos un mandato divino. Con Dios de nuestro lado, ¿qué importa la suerte? —Sonaba sorprendentemente resentido.

—Oh, deja de ser tan deprimente, Will —soltó Jessamine—. Estamos jugando a las cartas. Tienes dos opciones: unirte al juego o callarte.

Will alzó una ceja.

—¿A qué estáis jugando?

—Papa Juan —contestó Jessamine fríamente mientras repartía las cartas—. Estaba explicándole las reglas al señor Gray.

—La señorita Lovelace me ha dicho que ganas si consigues sacarte de encima todas las cartas. Es un poco como si el mundo se girara del revés. —Nate sonrió a Jessamine, que le respondió mostrando unos irritantes hoyuelos.

Will señaló la taza humeante que Nate tenía junto al codo.

—¿Hay algo de té ahí —preguntó—, o es sólo coñac puro?

Nate se sonrojó.

—El coñac es un gran reconstituyente.

—Sin duda —intervino Jem, con un cierto retintín en la voz—. A menudo da fuerzas a los hombres para llegar al asilo de indigentes.

—¿Será posible? Ya está bien, ¿no os parece? Menudo par de hipócritas. Como si Will no bebiera, y Jem… —Jessamine se calló, mordiéndose el labio—. Estáis molestos porque Henry y Charlotte no os han dejado acompañarlos —dijo finalmente—. Pero es que tienen razón, ¿no os dais cuenta? Sois demasiado jóvenes. —Sonrió a Nate—. Yo prefiero la compañía de caballeros más maduros.

«Nate —pensó Tessa— es exactamente dos años mayor que Will. Cualquiera diría que se llevan un siglo. Y además tampoco es que sea ni de lejos, "maduro".»

Pero antes de que pudiera decir nada, una campanada resonó en todo el Instituto.

Nate enarcó las cejas.

—Pensaba que esto no era una iglesia auténtica. Creía que no había campanas.

—Y no las hay. Ese ruido no es el de una campana de iglesia. —Will se puso en pie—. Es la campana de llamada. Significa que hay alguien abajo que pide hablar con los cazadores de sombras. Y como Jem y yo somos los únicos aquí…

Miró a Jessamine, y Tessa se dio cuenta de que estaba esperando a que ésta lo contradijera, que reclamara también ser una cazadora de sombras. Pero Jessamine estaba sonriéndole a Nate, y él se había inclinado para susurrarle algo al oído; ninguno de los dos estaba prestando atención a lo que sucedía en la sala.

Jem miró a Will y movió la cabeza. Ambos fueron hacia la puerta; mientras salían, Jem miró a Tessa y se encogió de hombros. «Ojalá tú también fueras una cazadora de sombras», creyó leer Tessa en sus ojos, pero quizá era tan sólo lo que hubiera deseado que le dijeran. Quizá Jem sólo le estaba sonriendo amablemente y no había ningún otro significado.

Nate se sirvió otra taza de agua caliente con coñac del servicio de plata que había sobre la mesa. Él y Jessamine habían dejado de fingir que jugaban a las cartas, se habían acercado el uno al otro y estaban murmurando entre ellos. Tessa notó una ligera decepción. De alguna manera había esperado que la terrible situación por la que su hermano había pasado le hubiera hecho más serio, más propenso a entender que había cosas más importantes en el mundo que su placer inmediato. No esperaba mucho más de Jessamine, pero lo que antes le había resultado encantador en Nate, ahora la irritaba hasta un punto que la sorprendía.

Volvió a mirar por la ventana. Había un carruaje en el patio. Will y Jem estaban en los escalones de entrada. Con ellos había un hombre en traje de etiqueta: un elegante frac, sombrero de copa de seda y un chaleco blanco que brillaba bajo las antorchas de luz mágica. A Tessa le pareció que se trataba de un mundano, aunque a esa distancia era difícil estar segura. Mientras los observaba, el hombre alzó los brazos e hizo un gesto amplio. Vio que Will miraba a Jem, y que éste asentía, y se preguntó de qué estarían hablando.

Miró más allá, hacia el carruaje, y se quedó helada. En vez de un escudo de armas, el nombre de una empresa estaba pintado en una de las puertas: Mortmain y Compañía.

Mortmain. El hombre para el que había trabajado su padre, al que Nathaniel había chantajeado, el que había introducido a su hermano en el Mundo de las Sombras. ¿Qué estaría haciendo allí?

Volvió a mirar a Nate, y su sensación de irritación desapareció empujada por la de protección. Si él supiera que Mortmain estaba allí, sin duda se alteraría. Sería mejor que ella se enterara de lo que estaba pasando antes que él. Se apartó de la ventana y fue tranquilamente hasta la puerta; absorto en su conversación con Jessamine, Nate no pareció notar que su hermana dejaba la sala.

A Tessa le resultó sorprendentemente fácil encontrar el camino hasta la enorme escalera de piedra que bajaba en espiral por el centro del Instituto. Finalmente debía de haber aprendido a orientarse, decidió mientras llegaba a la planta baja; encontró a Thomas junto a la puerta.

Sujetaba una enorme espada, con la punta hacia abajo, y estaba muy serio. Ante él, las enormes puertas del Instituto estaban abiertas y mostraban un rectángulo del ocaso azul y negro de Londres, iluminado por el resplandor de las antorchas del patio. Thomas pareció sorprenderse al ver a Tessa.

—¿Señorita Gray?

—¿Qué está pasando ahí fuera, Thomas? —preguntó en voz baja.

El se encogió de hombros.

—El señor Mortmain —contestó—. Quería hablar con el señor y la señora Branwell, pero como ellos no están…

Tessa fue hacia la puerta.

Thomas, sobresaltado, se movió para impedirle el paso.

—Señorita Gray, no creo que…

—Tendrás que usar esa espada para detenerme, Thomas —repuso Tessa con voz fría, y Thomas, después de un instante de vacilación, se apartó. Tessa esperó no haberle herido en sus sentimientos, pero él parecía más aturdido que otra cosa.

Pasó junto a él y salió a los escalones de entrada, donde se hallaban Will y Jem. Soplaba una fuerte brisa, que le revolvió el cabello y la hizo estremecerse. Al pie de la escalera se hallaba el hombre que había visto por la ventana. Era más bajo de lo que se había imaginado: menudo y nervudo, con un rostro bronceado y simpático bajo el ala del alto sombrero. A pesar de la elegancia de su ropa, tenía el porte campechano y natural de un marinero o un comerciante.

—Sí —estaba diciendo Mortmain—. El señor y la señora Branwell fueron tan amables de visitarme la semana pasada. Y fueron aún más amables, según creo, al hacer que nuestra reunión fuera una especie de secreto.

—No le contaron al Enclave sus experimentos con lo oculto, si a eso se refiere —repuso Will, algo cortante.

Mortmain se ruborizó.

—Sí. Fue un favor. Y había pensado devolvérselo de algún modo… —Se detuvo y miró a Tessa—. ¿Quién es ella? ¿Otra cazadora de sombras?

Will y Jem se volvieron al unísono y vieron a Tessa. Jem pareció complacido de verla; Will, naturalmente, se mostró exasperado y quizá algo divertido.

—Tessa —dijo—, te ha sido imposible no meter las narices, ¿verdad? —Se volvió hacia Mortmain—. Ésta es la señorita Gray, claro. La hermana de Nathaniel Gray.

Mortmain pareció consternado.

—Oh, Dios santo. Debería haberlo adivinado. Se parece a él. Señorita Gray…

—La verdad es que creo que no se parecen en nada —repuso Will, pero tan bajo que Tessa dudó que el señor Mortmain lo hubiera oído.

—No puede ver a Nate —dijo Tessa—. Desconozco si ha venido usted para eso, señor Mortmain, pero él no está bien. Necesita recuperarse de todo lo que ha pasado, que no se lo recuerden.

Mortmain respondió con una expresión más que preocupada.

—No estoy aquí para ver al chico —contestó—. Reconozco que le fallé, le fallé de una forma abominable. La señora Branwell me lo dejó muy claro…

—Debería haberlo buscado —le reprochó Tessa—. Mi hermano. Le dejó hundirse en el Mundo de las Sombras sin dejar rastro. —Parte de la mente de Tessa se asombraba de su propia osadía, pero a pesar de eso, siguió adelante—. Cuando le dijo que se había ido a trabajar para De Quincey, usted debería habérselo impedido. Usted sabía la clase de hombre que es De Quincey, si es que podemos llamarlo hombre.

—Lo sé. —Mortmain estaba gris bajo el sombrero—. Por eso estoy aquí. Para tratar de compensar mis errores.

—¿Y cómo se propone hacer eso? —preguntó Jem con voz clara y fuerte—. ¿Y por qué ahora?

Mortmain miró a Tessa.

—Sus padres eran gente buena y amable —afirmó—. Siempre he lamentado haberlos llevado al Mundo de las Sombras. En aquel tiempo, pensaba que todo era un agradable juego y un poco de broma. He aprendido que no es así. Para mitigar esa culpa, les contaré lo que sé. Incluso aunque eso represente tener que huir de Inglaterra para escapar de la ira de De Quincey. —Suspiró—. Hace algún tiempo, De Quincey me encargó una gran cantidad de piezas mecánicas: engranajes, levas, ruedas y cosas así. No le pregunté para qué las quería. Uno no le hace esas preguntas al Magíster. Sólo cuando los nefilim vinieron a verme se me ocurrió conectar las piezas con un propósito nefando. Investigué, y mi contacto en el club me explicó que De Quincey pretendía construir un ejército de monstruos mecánicos para destruir a los cazadores de sombras. —Meneó la cabeza—. De Quincey y su gente odian a los cazadores de sombras, pero yo no. Sólo soy un ser humano. Sé que son lo único que nos separa de un mundo en el que yo y los de mi especie sólo seríamos juguetes de los demonios. No puedo quedarme de brazos cruzados ante lo que De Quincey está haciendo.

—Todo eso está muy bien —dijo Will, con impaciencia en la voz—, pero no nos está diciendo nada que no sepamos ya.

—¿Saben también —preguntó Mortmain— que ha pagado a un par de brujas, conocidas como las Hermanas Oscuras, para que creen un hechizo de sujeción que anime a esas criaturas no con mecanismos sino con energía demoníaca?

—Lo sabemos —contestó Jem—. Aunque creo que tan sólo queda una de ellas. Will acabó con la otra.

—Ya, pero su hermana la ha traído de vuelta por medio de un conjuro nigromántico —dijo Mortmain, con un pequeño deje triunfal en la voz, como si le aliviara tener finalmente una información nueva que brindarles—. En estos momentos, las dos hermanas están instaladas en Highgate, en una mansión que perteneció a un brujo hasta que De Quincey lo mató, y trabajan en el hechizo de sujeción. Si mis informes son correctos, las Hermanas Oscuras tratarán de poner en acción el conjuro esta noche.

Los azules ojos de Will estaban oscuros y pensativos.

—Gracias por la información —dijo—, pero De Quincey pronto dejará de ser una amenaza para nosotros, y sus muñecos mecánicos también.

Mortmain abrió mucho los ojos.

—¿La Clave va a atacar al Magíster? ¿Esta noche?

—Dios —exclamó Will—. Conoce todos los nombres, ¿no? Es muy desconcertante en un mundano. —Sonrió amable.

—No me lo va a decir —repuso Mortmain compungido—. Supongo que no. Pero le ruego que advierta al Enclave, antes de que vayan. De Quincey tiene a su disposición cientos de esas criaturas mecánicas. Todo un ejército. En cuanto las Hermanas Oscuras lleven a cabo el hechizo, el ejército se alzará para ponerse a las órdenes de De Quincey. Si el Enclave quiere derrotarlo, sería mejor que se asegurara de que el ejército no se alza, o será casi imposible vencerlo.

Tessa miró a Will horrorizada; no lo pudo evitar. Ambos chicos mantenían el rostro inexpresivo.

—¿Conoce la localización exacta de las Hermanas Oscuras —preguntó Jem—, más allá de que sea en Highgate?

Mortmain asintió.

—Sin duda —afirmó, y mencionó el nombre de una calle y un número.

Will asintió.

—Está bien, tomaremos esto con la debida consideración. Muchas gracias.

—Ciertamente —dijo Jem—. Buenas noches, señor Mortmain.

—Pero… —Mortmain parecía decepcionado—. ¿Van a hacer algo con la información que les he proporcionado o no?

—Ya le he dicho que lo tomaremos en consideración —se reafirmó Will—. En cuanto a usted, señor Mortmain, parece un hombre con algún lugar adonde ir.

—¿Qué? —Mortmain miró su traje de etiqueta y soltó una risita—. Oh, supongo que sí. Es que… si el Magíster descubre que les he contado todo esto, mi vida correrá peligro.

—Entonces, quizá sea el momento de tomarse unas vacaciones —sugirió Jem—. He oído que Italia resulta muy agradable en esta época del año.

Mortmain pasó la mirada de Will a Jem y de nuevo a Will, y pareció resignarse. Se le hundieron los hombros. Miró a Tessa.

—Si fuera tan amable de transmitirle mis más sinceras disculpas a su hermano…

—No creo que eso sea posible —contestó Tessa—, pero gracias de todos modos, señor Mortmain.

Después de un silencio, Mortmain asintió con la cabeza y se marchó. Los tres lo observaron subir al carruaje. El sonido de los cascos de los caballos resonó en el patio mientras el carruaje se alejaba traqueteando y cruzaba la verja del Instituto.

—¿Qué vais a hacer —preguntó Tessa en cuanto el carruaje se perdió de vista— respecto a las Hermanas Oscuras?

—Ir a por ellas, claro. —A Will se le había subido el color, y sus ojos brillaban de pura excitación.

—Pero… quizá habría que advertir a Charlotte y a los otros…

—¿Cómo? —Will consiguió que una sola palabra sonara cortante—. Supongo que podemos enviar a Thomas a avisar al Enclave, pero no hay ninguna garantía de que llegue allí a tiempo, y si las Hermanas Oscuras consiguen alzar el ejército, podría encontrarse en medio de una masacre. No, debemos ocuparnos nosotros de ellas. Ya maté a una; Jem y yo deberíamos ser capaces de ocuparnos de la otra.

—Pero quizá Mortmain se equivoque —indicó Tessa—. Sólo tenéis su palabra; su información podría ser falsa.

—Podría ser —aceptó Jem—, pero ¿te puedes imaginar qué pasaría si no es así? ¿Y si no le hiciéramos caso? Las consecuencias para el Enclave podrían ser la destrucción total.

Tessa supo que él tenía razón, y se le cayó el corazón a los pies.

—Quizá podría ayudaros. Ya he luchado contra las Hermanas Oscuras una vez. Si pudiera acompañaros…

—No —dijo Will—. Ni hablar. Tenemos tan poco tiempo para prepararnos que debemos confiar en nuestra experiencia de luchadores. Y tú no has combatido nunca.

—Luché contra De Quincey en la fiesta…

—He dicho que no. —El tono de Will era definitivo. Tessa miró a Jem, pero él sólo se encogió de hombros dejando entrever que lo sentía pero que Will tenía razón.

Tessa miró a Will.

—¿Y qué hay de Boadicea?

Por un momento, Tessa pensó que él habría olvidado lo que le había contado en la biblioteca. Luego la sombra de una sonrisa le asomó en los labios, como si tratara de evitarla y no pudiera.

—Algún día serás Boadicea, Tessa —contestó—, pero no esta noche. —Se volvió hacia Jem—. Debemos decirle a Thomas que prepare el carruaje. Highgate no está cerca; será mejor que nos pongamos en marcha en seguida.

Ya era noche cerrada en la ciudad cuando Will y Jem se hallaron listos junto al carruaje, a punto de partir. Thomas estaba revisando las correas de los caballos mientras Will dibujaba una Marca en la frente de Jem, con su estela igual a un blanco rayo en medio de las tinieblas. Tessa, después de dejar muy claro su desacuerdo, se hallaba en los escalones y los observaba, con una sensación desagradable en el estómago.

Después de asegurarse de que los arneses estuvieran bien sujetos, Thomas subió corriendo la escalera y se detuvo cuando Tessa alzó la mano para hablar con él.

—¿Se van ya? —preguntó—. ¿Esto es todo?

Él asintió.

—Todo listo para partir. —Thomas había tratado de convencer a Jem y a Will para que le permitieran ir con ellos, pero a Will, a pesar de lo que le había dicho a Tessa, le preocupaba que Charlotte se enfadara con Thomas por participar en su salida y se había negado a que los acompañara.

—Además —había afirmado Will—, debe haber un hombre en la casa, alguien que proteja el Instituto mientras estamos fuera. Nathaniel no cuenta —había añadido mirando de reojo a Tessa, que no le hizo caso.

Will tomó las riendas e hizo ademán de subirse al asiento del cochero. Jem lo miraba; sus rostros eran marcas pálidas bajo la luz de las antorchas. Tessa alzó la mano, pero luego la bajó lentamente. ¿Qué era lo que le había dicho? «Los cazadores de sombras no se despiden nunca antes de una batalla. Ni se desean buena suerte. Debes comportarte como si su regreso fuera una certeza, no una cuestión de suerte».

Los chicos, como alertados por su gesto, la miraron. Tessa creyó distinguir el azul en los ojos de Will, incluso desde donde se hallaba. Él tenía una extraña mirada cuando sus ojos se encontraron, la mirada de alguien que se acaba de despertar y se pregunta si lo que ve es real o un simple sueño.

Fue Jem quien se apartó y subió corriendo la escalera hasta ella. Cuando llegó a su lado, Tessa vio que tenía color en las mejillas, y los ojos brillantes y ardientes. Se preguntó cuánta droga le habría permitido tomar Will, a fin de que estuviera preparado para luchar.

—Tessa… —comenzó Jem.

—No iba a deciros adiós —explicó rápidamente—, pero resulta raro dejaros marchar sin deciros nada.

Él le lanzó una curiosa mirada. E hizo algo que la sorprendió; le cogió la mano. Ella se la miró, las uñas mordidas, los arañazos a medio curar en los dedos.

Jem la besó en el dorso, sólo un roce de sus labios, y su cabello, tan suave y brillante como la seda, le rozó la muñeca cuando él inclinó la cabeza. Tessa notó que la recorría un espasmo, lo suficientemente fuerte para sobresaltarla, y se quedó muda mientras él se incorporaba sonriendo.

—Mizpah —dijo él.

Ella lo miró sin entender, algo aturdida.

—¿Qué?

—Es una especie de despedida sin decir adiós —explicó él—. Es una referencia a un pasaje de la Biblia: «Y Mizpah, porque él dijo: "El Señor vigila entre tú y yo cuando estamos ausentes el uno del otro"».

Tessa no tuvo oportunidad de responder nada, porque Jem corrió escalera abajo para reunirse con Will, que estaba inmóvil como una estatua, con el rostro alzado, al pie de la escalera. Apretaba los enguantados puños a los costados. Le pareció que iba a decirle algo. Pero quizá fuera un efecto de la luz, porque cuando Jem llegó hasta él y le tocó en el hombro, él soltó una carcajada, y sin mirar a Tessa, se subió al asiento del cochero, seguido de Jem. Sacudió el látigo, y el carruaje cruzó la verja, que se cerró como si hubiera sido empujada por una mano invisible. Tessa oyó cerrarse el candado, un seco chasquido en el silencio, y luego el sonido de campanas en algún punto de la ciudad.

Sophie y Agatha la esperaban en la puerta; Agatha le estaba diciendo algo a Sophie, pero ésta no parecía estar escuchándola. Miró a Tessa cuando entró, y algo en su mirada le recordó a Tessa la forma en que Will la había mirado en el patio. Pero eso era ridículo; no había dos personas en el mundo más diferentes que Sophie y Will.

Tessa se apartó para que Agatha cerrara las enormes puertas. Acababa de cerrarlas, jadeando ligeramente, cuando el picaporte de la hoja izquierda comenzó a girar sin tocarlo.

Sophie frunció el ceño.

—No pueden haber vuelto ya, ¿verdad?

Agatha miraba el picaporte, perpleja, con las manos todavía contra la puerta, y luego se tuvo que apartar cuando la hoja se abrió de golpe ante ella.

Había alguien en el umbral, recortado contra la luz del exterior. Por un instante, lo único que pudo ver Tessa fue una sombra oscura que llevaba una desgastada chaqueta. Agatha, con la cabeza echada hacia atrás para mirarlo, exclamó con voz ahogada:

—¡Oh, Dios mío…!

La silueta se movió. La luz destelló sobre el metal; Agatha gritó y trastabilló. Parecía estar tratando de apartarse del desconocido, pero algo se lo impedía.

—Dios del cielo —susurró Sophie—, ¿qué es eso?

Durante un momento, Tessa contempló la escena como si se hubiera congelado: la puerta abierta y el autómata mecánico, el de los dedos desollados, aún con la misma chaqueta gris. Y aún, Dios santo, con la sangre de Jem en las manos, manchas rojo oscuro secas sobre la piel gris muerta y sobre las tiras de cobre que se le veían bajo la piel donde ésta se había rasgado o arrancado. Una mano manchada de sangre agarraba a Agatha por la muñeca; en la otra, sostenía un cuchillo largo y fino. Tessa avanzó hacia él, pero ya era demasiado tarde. La criatura movió la hoja con cegadora velocidad, y se la hundió a Agatha en el pecho.

Agatha soltó un grito ahogado y se llevó las manos al cuchillo. El autómata permaneció impasible, andrajoso y terrorífico, mientras Agatha trataba de agarrar el mango del cuchillo; luego, con una rapidez impresionante, la criatura retiró la hoja, lo que permitió que Agatha se desplomara sobre el suelo. El autómata no se esperó a verla caer, sino que salió por la puerta por la que había entrado.

—¡Agatha! —gritó Sophie, reaccionando, y corrió a su lado. Tessa fue hasta la puerta; la criatura mecánica estaba bajando los escalones hacia el patio vacío. Se lo quedó mirando. ¿Por qué motivo habría ido, y por qué se marchaba ya? Pero no había tiempo para pensar en eso. Cogió la cuerda de la campana de llamada y tiró de ella con fuerza. Mientras el ruido resonaba en todo el edificio, cerró la puerta, corrió la barra y se volvió para ayudar a Sophie.

Juntas consiguieron levantar a Agatha y la llevaron, medio a rastras, hasta el otro lado del vestíbulo, donde se dejaron caer de rodillas junto a ella. Sophie comenzó a romper a tiras su delantal blanco y a presionar con ellas la herida de Agatha.

—No lo entiendo, señorita —dijo en un tono de pánico—. Nadie debería poder abrir esa puerta, nadie excepto alguien con sangre de cazador de sombras sería capaz de girar ese picaporte.

«Pero la criatura tenía sangre de cazador de sombras», pensó Tessa con un súbito horror. La sangre de Jem, manchándole el metal de las manos como si fuera pintura. Tal vez fuera ése el motivo por el que se había inclinado sobre Jem la noche de lo del puente. Tal vez fuera ése el motivo por el que había escapado, después de conseguir lo que quería: la sangre de Jem. ¿Y no significaba eso que podría volver cuando quisiera?

Tessa comenzó a ponerse en pie, pero ya era demasiado tarde. La barra que sujetaba la puerta se quebró con un sonido como un disparo, y cayó al suelo en dos mitades. Sophie alzó los ojos y gritó, aunque no se separó de Agatha mientras la puerta se abría, como una ventana a la noche.

Los escalones del Instituto ya no estaban vacíos; estaban abarrotados, pero no de gente. Monstruos mecánicos los inundaban, con sus rostros sin expresión, ojos vacíos y movimientos sincopados. No eran exactamente igual que los que Tessa había visto hasta entonces. Algunos de ellos parecían haber sido montados con tanta prisa que no tenían rostro, sólo planos óvalos de metal con algunos parches aquí y allá de piel humana. Pero había algo incluso más horrible: bastantes de aquellas criaturas tenían trozos de maquinaria en lugar de brazos o piernas. Uno de los autómatas tenía una guadaña en el lugar donde debía estar el brazo; otro mostraba una sierra que le colgaba por debajo de la manga de la camisa, como una parodia de brazo.

Tessa se levantó y se abalanzó contra la puerta abierta, tratando de cerrarla. Era pesada y parecía moverse con una lentitud agonizante. A su espalda, Sophie gritaba, impotente, una y otra vez; Agatha permanecía terriblemente silenciosa. Con un jadeo entrecortado, Tessa empujó la puerta una vez más…

Y tuvo que echar las manos atrás cuando arrancaron la puerta, descerrajada de las bisagras como un puñado de malas hierbas arrancadas del suelo. Cayó hacia atrás mientras el autómata que había destrozado la puerta la tiraba a un lado y se impulsaba hacia adelante, con los pies de metal resonando sobre la piedra mientras cruzaba el umbral, seguido de uno tras otro de sus hermanos metálicos, al menos una docena, que avanzaban hacia Tessa con los brazos estirados.

Cuando Will y Jem llegaron a la mansión de Highgate, la luna había comenzado a alzarse. Highgate se hallaba sobre una colina en la parte norte de Londres, y poseía una excelente vista de la ciudad a sus pies, blanquecina bajo la luz de la luna, que convertía la niebla y el humo del carbón en una nube plateada sobre la ciudad.

«Una ciudad de ensueño —pensó Will—, flotando en el aire».

Unos retazos de poesía se aferraban a las orillas de su mente, algo sobre la terrible maravilla de Londres, pero tenía los nervios en punta con la tensión de la inminente batalla, y no pudo recordar las palabras.

La casa era una gran mansión georgiana que se hallaba en medio de un gran jardín. Un alto muro de ladrillo la rodeaba, y desde la calle, sólo permitía ver el tejado inclinado en lo alto. Un escalofrío recorrió a Will mientras se acercaban, pero no se sorprendió de sentirlo en Highgate. Estaba cerca de lo que los londinenses llamaban el Bosque de la Cantera de Grava, en el borde de la ciudad, donde miles de cadáveres habían sido arrojados durante la Gran Plaga. A falta de un entierro digno, sus furiosas sombras aún rondaban el vecindario, y Will había sido enviado allí más de una vez, a causa de las actividades de esos espíritus.

Una verja de metal negro en el muro de la mansión mantenía alejados a los intrusos, pero la runa de Apertura de Jem pudo en seguida con el candado. Tras dejar el carruaje justo después de cruzar la verja, los dos cazadores de sombras se encontraron en un curvado camino de entrada que llevaba hasta la fachada de la casa. El camino estaba lleno de maleza, y los jardines se extendían a ambos lados, punteados por cobertizos derruidos y los tocones ennegrecidos de árboles talados.

Jem se volvió hacia Will con ojos febriles.

—¿Vamos allá?

Will sacó un cuchillo serafín del cinturón.

—Israfiel —susurró, y el arma comenzó a brillar como la horquilla de un rayo contenido. Los cuchillos serafín resplandecían tanto que Will siempre esperaba que desprendieran calor, pero las hojas eran frías al tacto como el hielo. Recordó a Tessa diciéndole que el Infierno podía ser frío, y tuvo que contener el extraño impulso de sonreír. Habían estado corriendo para salvarse, ella debería de haber estado aterrorizada, y sin embargo le habló del Infierno con un preciso acento americano.

—Sí —le contestó a Jem—. Es el momento.

Ascendieron los escalones delanteros y probaron a abrir la puerta. Aunque Will se había esperado encontrarla cerrada, estaba abierta, y ambas jambas cedieron bajo su mano con un crujido atronador. Jem y él se colaron en la casa, iluminados por la luz de los cuchillos serafín.

Se encontraban en un gran recibidor. Las ventanas de arco a su espalda debieron de haber sido magníficas en un pasado. En ese momento alternaban los vidrios enteros con los rotos. Entre la telaraña de grietas en el cristal, se vislumbraba el parque descuidado y cubierto de maleza. El suelo de mármol estaba rajado y roto, y las malas hierbas crecían en él igual que lo hacían entre las piedras del camino de entrada. Ante Will y Jem, una gran escalera curva ascendía hacia un oscuro piso.

—No puede estar bien —susurró Jem—. Es como si nadie hubiera estado aquí en los últimos cincuenta años.

Casi ni había acabado la frase cuando se oyó un ruido en el aire nocturno, un sonido que le puso los pelos de punta a Will e hizo que sus Marcas de los hombros ardieran. Era un cántico, pero no un cántico agradable. Era una voz capaz de proferir notas que ninguna voz humana podía alcanzar. En lo alto, la araña de lágrimas vibró como un vaso de vino preparado para vibrar al tocarlo con un dedo.

—Hay alguien aquí —murmuró Will. Sin mediar palabra, Jem y él se pusieron espalda contra espalda. Jem de cara a la puerta abierta; Will hacia la gran escalera.

Algo apareció en lo alto de la escalera. Al principio, Will sólo vio una alternancia de blanco y negro, una sombra que se movía. Mientras bajaba, el cántico fue cobrando volumen, y el vello de la nuca se le tensó aún más a Will. El sudor le humedeció el cabello en las sienes y le bajó por la espalda, a pesar del aire frío.

Se hallaba a mitad de la escalera cuando la reconoció: la señora Oscuro, con su largo y huesudo cuerpo enfundado en un hábito de monja, una túnica oscura y sin forma que le caía desde el cuello hasta los pies. Un farol sin luz le colgaba de una mano con garras. Estaba sola, pero no del todo, se dio cuenta Will cuando se paró en el rellano, porque lo que le colgaba de la mano no era un farol en absoluto. Era la cabeza cortada de su hermana.

—Por el Ángel —susurró Will—. Jem, mira.

Jem se fijó en ello y maldijo entre dientes. La cabeza de la señora Negro colgaba de una trenza de pelo gris que la señora Oscuro aferraba como si fuera un artefacto muy valioso. Los ojos de la cabeza estaban abiertos, y eran perfectamente blancos, como huevos duros. La boca también estaba abierta y una línea de sangre seca negra le marcaba una de las comisuras de los labios.

La señora Oscuro dejó de canturrear y soltó una risita, como una escolar.

—Sois unos chicos malos —exclamó—, colándoos así en mi casa. Traviesos cazadores de sombras.

—Pensaba —susurró Jem— que la otra hermana estaba viva.

—Quizá ésta la volviera a traer a la vida y luego le volviera a cortar la cabeza —masculló Will—. No, no creo, parece mucho trabajo para nada, claro que…

—¡Nefilim asesino! —rugió la señora Oscuro mirando a Will—. No te contentas con haber matado una vez a mi hermana, ¿verdad? Tenías que volver y tratar de impedirme que le dé una segunda vida. ¿Sabes…, tienes la más mínima idea de lo que es estar totalmente sola?

—Más de lo que te puedas imaginar —contestó Will con tensión, y vio que Jem lo miraba de reojo, sorprendido.

«Soy un estúpido —pensó Will—. No debería decir cosas así».

La señora Oscuro se balanceó sin moverse del sitio.

—Eres mortal. Tú estás solo durante un momento, un solo suspiro del universo. Yo permaneceré sola eternamente. —Apretó la cabeza contra su pecho, con fuerza—. Pero ¿a ti qué te importa? Sin duda hay criaturas más oscuras en Londres que requieren con más urgencia la atención de los cazadores de sombras que mis tristes intentos de traer de vuelta a Amelia.

Will miró a Jem. Este se encogió de hombros. Era evidente que estaba tan confuso como él.

—Es cierto que la nigromancia es contraria a la Ley —dijo Jem—, pero también lo es unir energías demoníacas. Y eso sí que requiere nuestra atención, y con mucha urgencia.

La señora Oscuro se los quedó mirando.

—¿Unir energías demoníacas?

—No le servirá de nada fingir. Conocemos perfectamente sus planes —repuso Will—. Sabemos lo de los autómatas, el hechizo de sujeción, su servicio al Magíster, a quien el resto de nuestro Enclave está, en estos momentos, persiguiendo hasta su escondite. Al final de la noche, habrá sido borrado totalmente de la faz de la tierra. No hay nadie a quien se pueda recurrir, ningún lugar donde esconderse.

Al oír eso, la señora Oscuro palideció notablemente.

—¿El Magíster? —susurró—. ¿Habéis encontrado al Magíster? Pero ¿cómo…?

—Es cierto —dijo Will—. De Quincey se nos ha escapado una vez, pero no saldrá de ésta. Sabemos dónde está, y…

Sus palabras fueron silenciadas… por la risa. La señora Oscuro estaba doblada sobre la barandilla de la escalera, aullando de alborozo. Will y Jem la miraron confusos mientras se incorporaba. Negruzcas lágrimas de risa le marcaban el rostro.

—¡De Quincey, el Magíster! —gritó—. ¡Ese presumido vampiro de poca monta! ¡Oh, menuda broma! ¡Estúpidos, sois unos pequeños estúpidos!