15

BARRO EXTRANJERO

Oh, Dios, que el amor fuera una flor o una llama,

que la vida fuera como nombrar un nombre,

que la muerte no fuera más lamentable que el deseo,

¡Que todo ello no fuera más que una misma cosa!

ALGERNON CHARLES SWINBURNE, Laus Veneris

—Señorita Tessa. —Era la voz de Sophie. Tessa se volvió y la vio en la puerta; sostenía un farol en la mano—. ¿Se encuentra bien?

Tessa se sintió lastimosamente agradecida de ver a la otra joven. Se había encontrado muy sola.

—No estoy herida. Henry ha ido tras esas criaturas, y Charlotte…

—No les pasará nada. —Sophie cogió a Tessa por el codo—. Venga, entremos, señorita. Está sangrando.

—¿Sangrando? —Confusa, Tessa se llevó los dedos a la frente; los apartó manchados de sangre—. He debido de golpearme la cabeza contra los escalones al caer. Ni siquiera lo había notado.

—Es por la impresión —repuso Sophie con calma, y Tessa pensó en cuántas veces durante el tiempo que llevaba trabajando allí debía de haber visto Sophie cosas así: cortes profundos, sangre—. Venga, y le buscaré unos trapos fríos para la cabeza.

Tessa asintió. Echó una última ojeada a la destrucción que reinaba en el patio, y dejó que Sophie la guiara por el Instituto. Sintió como si el tiempo se espesara en una especie de neblina. Sophie la ayudó a subir y a sentarse en un sillón del salón, luego desapareció y volvió al cabo de un momento con Agatha, que le puso a Tessa una taza de algo caliente en la mano.

Tessa supo qué era en cuanto lo olió: coñac y agua. Pensó en Nate y vaciló, pero después de unos tragos, las cosas volvieron a su cauce. Charlotte y Henry regresaron, llevando con ellos el olor del metal y la pelea. Con los labios apretados, Charlotte dejó las armas sobre la mesa e hizo llamar a Will. Éste no respondió, pero sí lo hizo en su lugar Thomas, que llegó corriendo por el pasillo, con la chaqueta manchada de sangre, para informarle de que Will estaba con Jem y que este último se pondría bien.

—Las criaturas lo han herido y ha perdido bastante sangre —explicó Thomas mientras se pasaba la mano por el enmarañado cabello castaño. Miraba a Sophie mientras hablaba—. Pero Will le ha puesto un iratze…

—¿Y su medicina? —preguntó Sophie rápidamente—. ¿Ha tomado un poco?

Thomas asintió, y la tensión en los hombros de Sophie se relajó ligeramente. La mirada de Charlotte también se dulcificó.

—Gracias, Thomas —dijo—. Quizá puedas ver si necesita algo más.

Thomas asintió, y regresó al pasillo después de lanzarle una última mirada a Sophie, que no pareció darse cuenta. Charlotte se dejó caer sobre el sofá opuesto al de Tessa.

—Tessa, ¿puedes contarnos qué ha pasado?

Tessa, que agarraba la taza con dedos helados a pesar del calor de la bebida, se estremeció.

—¿Habéis cogido a los que han escapado? ¿A los… lo que sean? ¿Los monstruos de metal?

Charlotte negó muy seria.

—Los hemos perseguido por varias calles, pero desaparecieron cuando llegamos a Hungerford Bridge. Henry piensa que la magia ha tenido algo que ver.

—O un túnel secreto —añadió Henry—. También sugerí lo del túnel, cariño. —Miró a Tessa. Su agradable rostro estaba manchado de sangre y aceite, y tenía roto y rasgado el brillante chaleco. Parecía un escolar después de una pelea en el patio—. ¿Quizá los vio saliendo de algún túnel, señorita Gray?

—No —contestó Tessa, y la voz le salió casi como un susurro. Para aclararse la garganta, tomó otro sorbo de la bebida que Agatha le había llevado, y dejó la taza en la mesa antes de contarlo todo: el puente, el cochero, la persecución, las palabras que había dicho la criatura y la forma en que habían entrado por la verja del Instituto. Charlotte la escuchaba con el rostro pálido y tenso; incluso Henry estaba sombrío. Sophie, sentada cerca en silencio, prestaba atención a la historia con la seria intensidad de una escolar.

—Han dicho que era una declaración de guerra —concluyó Tessa—. Que iban a vengarse de nosotros… de vosotros, supongo, por lo que le pasó a De Quincey.

—¿Y la criatura se refirió a él como el Magíster? —preguntó Charlotte.

Tessa apretó los labios para evitar que le temblaran.

—Sí. Dijo que el Magíster me quería y que lo había enviado para recuperarme. Charlotte, todo es por mi culpa. De no haber sido por mí, De Quincey no habría enviado a esas criaturas esta noche, y Jem… —Se miró las manos—. Quizá deberías dejar que se me llevara.

Charlotte negaba con la cabeza.

—Tessa, ya oíste a De Quincey anoche. Odia a los cazadores de sombras. Atacaría a la Clave con o sin ti. Y si te entregáramos a él, lo único que estaríamos haciendo es ponerle una arma potencialmente muy valiosa en las manos. —Miró a Henry—. Me pregunto por qué habrá esperado tanto. ¿Por qué no fue a por Tessa cuando salió con Jessie? A diferencia de los demonios, esas criaturas mecánicas pueden salir durante el día.

—Sí que pueden —repuso Henry—, pero no sin alarmar a la población, aún no. No se parecen lo suficiente a un humano corriente para pasear sin despertar ningún comentario. —Sacó un brillante engranaje del bolsillo y lo mostró—. He examinado los restos de los autómatas que hay en el patio. Los que De Quincey ha enviado a por Tessa en el puente no eran como el que tenemos en la cripta. Son más sofisticados, hechos con metales más duros, y con unas junturas más avanzadas. Alguien ha estado trabajando en el diseño de esos planos que Will encontró y lo ha perfeccionado. Ahora, esas criaturas son más rápidas y más letales.

«Pero perfeccionarlos ¿cómo?», pensó Tessa, y en seguida dijo:

—Había un hechizo. En los planos. Magnus lo descifró…

—El hechizo de sujeción. Para ligar la energía de un demonio a un autómata. —Charlotte miró a Henry—. ¿De Quincey…?

—¿Ha conseguido realizarlo? —Henry negó con la cabeza—. No. Esas criaturas sólo están configuradas para seguir un modelo, como una caja de música. Pero no están animadas. No tienen inteligencia, voluntad o vida. Y no hay nada demoníaco en ellas.

Charlotte suspiró aliviada.

—Debemos hallar a De Quincey antes de que logre su objetivo. Esas criaturas ya son bastante difíciles de matar. El Ángel sabe cuántas habrá fabricado, o lo difícil que sería matarlas si tuvieran la astucia de los demonios.

—Un ejército nacido ni en el Cielo ni en el Infierno —dijo Tessa en voz baja.

—Justamente —repuso Henry—. Debemos hallar a De Quincey y detenerlo. Y mientras tanto, Tessa, deberías quedarte en el Instituto. No es que te queramos tener prisionera aquí, pero estarías más a salvo si te quedaras dentro.

—Pero ¿durante cuánto…? —comenzó Tessa, pero se interrumpió al ver que la expresión de Sophie cambiaba. Estaba mirando algo por encima del hombro de Tessa, y sus ojos castaños se habían abierto mucho. Tessa siguió su mirada.

Era Will, en la puerta del salón. Tenía una mancha de sangre en la camisa blanca; parecía pintura. Su rostro estaba inmóvil, como una máscara, y tenía la mirada fija en Tessa. Cuando sus miradas se encontraron, ella notó que el pulso se le disparaba en el cuello.

—Quiere hablar contigo —le dijo Will.

Se hizo un momento de silencio mientras todos los del salón lo miraban. Había algo intimidante en la intensidad de la mirada de Will, en la tensión de su inmovilidad, como la de un muelle a punto de saltar. Como una bomba, pensó Tessa, a punto de estallar. Sophie se había llevado la mano al cuello y se toqueteaba nerviosamente el borde de la blusa.

—Will —dijo finalmente Charlotte—. ¿Te refieres a Jem? ¿Está bien?

—Está despierto y puede hablar —contestó Will. Su mirada pasó por un momento a Sophie, que había bajado los ojos, como para esconder su expresión—. Y ahora quiere hablar con Tessa.

—Pero… —Tessa miró a Charlotte, que parecía preocupada—. ¿Se encuentra bien? ¿Lo suficientemente bien?

La expresión de Will no varió.

—Quiere hablar contigo —repitió, pronunciando claramente todas las palabras—. Así que te vas a levantar, vas a venir conmigo y vas a hablar con él, ¿lo entiendes?

—Will —comenzó Charlotte secamente, pero Tessa ya se estaba levantando y se alisaba la arrugada falda con las manos. Charlotte la miró inquieta, pero no dijo nada más.

Will permaneció en total silencio mientras recorrían el pasillo y los candelabros de luz mágica lanzaban sus sombras contra las paredes en desmadejados dibujos. La camisa de Will estaba manchada de aceite negruzco y de sangre, y también se le veían restos en la mejilla; tenía el cabello revuelto y el mentón firme, pero todo en él, su postura, su silencio, la posición de los hombros, indicaba que no toleraría ninguna pregunta.

Abrió la puerta del dormitorio de Jem e hizo pasar a Tessa delante. La única iluminación del cuarto era la claridad que entraba por la ventana y una pequeña luz mágica que se hallaba en la mesilla. Jem yacía en la cama, cubierto a medias por las sábanas. Estaba tan blanco como su camisa de dormir, y los párpados cerrados se le veían azul oscuro. Apoyado contra la cama estaba el bastón del pomo de jade. De alguna manera, había sido reparado y volvía a estar entero y brillaba como nuevo.

Jem volvió el rostro hacia el ruido de la puerta, sin abrir los ojos.

—¿Will?

Will hizo algo que sorprendió totalmente a Tessa. Se obligó a sonreír, y le habló en un tono bastante alegre.

—Aquí la tienes, Jem, como me has pedido.

Jem abrió los ojos; Tessa se sintió aliviada al ver que habían recuperado su color de siempre. Aun así, parecían agujeros oscuros en su pálido rostro.

—Tessa —empezó Jem—, lo lamento muchísimo.

Tessa miró a Will; no estaba segura de si buscaba su permiso o alguna indicación, pero él tenía la vista clavada al frente. Estaba claro que no iba a serle de ninguna ayuda. Sin mirarlo de nuevo, Tessa se apresuró a cruzar la sala y se sentó en la silla junto al lecho de Jem.

—Jem —dijo en un susurro—, no tienes nada que lamentar o de que disculparte conmigo. Debería ser yo quien te pidiera perdón. No ha sido culpa tuya. Yo era el objetivo de esas cosas mecánicas, no tú. —Dio unas suaves palmaditas sobre la colcha; quería cogerle la mano, pero no se atrevía—. De no ser por mí, nunca te habrían herido.

—Herido. —Jem dijo la palabra en un suspiro, casi con desagrado—. No me han herido, Tessa.

—¡James! —El tono de Will era de advertencia.

—Debe saberlo, William. Si no, creerá que esto ha sido culpa suya.

—Estabas enfermo —repuso Will, sin mirar a Tessa mientras hablaba—. No es culpa de nadie. —Hizo una pausa—. Tan sólo creo que debes tener cuidado. Aún no estás bien. Hablar te cansa.

—Hay cosas más importantes que tener cuidado. —Jem se incorporó con dificultad; los tendones del cuello se le tensaron mientras se incorporaba y apoyaba la espalda en las almohadas. Cuando volvió a hablar, jadeaba ligeramente—. Si no te gusta, Will, no tienes por qué quedarte.

Tessa oyó que la puerta se abría y luego se cerraba con un ligero chasquido. Supo sin mirar siquiera que Will se había marchado. No pudo evitar sentir una punzada de angustia, como siempre le pasaba cuando él salía de la sala donde ella estaba.

Jem suspiró.

—Es tan obstinado…

—Tiene razón —dijo Tessa—. Al menos, en que no hace falta que me digas nada si no quieres. Sé que nada de esto ha sido culpa tuya.

—La culpa no tiene nada que ver aquí —repuso Jem—. Pero creo que es mejor que sepas la verdad. Ocultarla pocas veces ayuda a nada. —Miró hacia la puerta un instante, como si sus palabras fueran dirigidas en parte al ausente Will. Luego volvió a suspirar, y se pasó las manos por el cabello—. Ya sabes que durante la mayor parte de mi vida he vivido en Shanghai con mis padres. Y que luego me acogieron aquí en el Instituto.

—Sí —contestó Tessa, y se preguntó si Jem aún estaría un poco aturdido—. Me lo has contado en el puente. Y me has dicho que un demonio mató a tus padres.

—Yanluo —dijo Jem, y había odio en su voz—. El demonio le guardaba rencor a mi madre. Ella había sido la responsable de la muerte de bastantes de los integrantes de su progenie demoníaca. Tenían una madriguera en una pequeña ciudad llamada Lijian, donde se alimentaban de los niños del lugar. Mi madre quemó la guarida y escapó antes de que el demonio la encontrara. Yanluo se tomó su tiempo, pues los Grandes Demonios viven eternamente, pero nunca lo olvidó. Cuando yo tenía once años, Yanluo encontró un punto débil en la protección de Instituto y excavó un túnel hasta el interior. El demonio mató a los guardias y cogió prisionera a mi familia. Nos ató a sillas en el salón grande de la casa, y entonces se puso a trabajar.

»Yanluo me torturó delante de mis padres —continuó Jem con voz vacía—. Una y otra vez me inyectó un ardiente veneno demoníaco que me abrasó las venas y destrozó mi mente. Durante dos días, me debatí entre alucinaciones y pesadillas. Vi el mundo cubierto de ríos de sangre, y oí los gritos de todos los muertos y agonizantes de la historia. Vi arder Londres, y grandes criaturas de metal ir de un lado a otro como arañas enormes… —Paró para respirar. Estaba muy pálido, y la camisa se le pegaba al cuerpo por el sudor, pero con un gesto trató de borrar la expresión preocupada de Tessa—. Cada pocas horas, volvía a la realidad durante el tiempo suficiente para oír a mis padres gritando por mí. Luego, el segundo día, sólo oí a mi madre. Mi padre había sido silenciado. La voz de mi madre era áspera y quebrada, pero aún gritaba mi nombre. No mi nombre en inglés, sino el nombre que ella me puso al nacer: Jian. A veces, aún la oigo llamándome.

Apretaba las manos sobre la almohada que tenía entre ellas, tanto que la tela había comenzado a rasgarse.

—Jem —dijo Tessa en un susurro—. Puedes parar. No tienes por qué contármelo todo ahora.

—¿Recuerdas cuando te dije que Mortmain seguramente había hecho su fortuna con el contrabando de opio? —preguntó—. Los británicos transportan opio a China a toneladas. Han hecho de nosotros una nación de adictos. En China lo llamamos «barro extranjero». En cierto modo Shanghai, mi ciudad, está construida sobre el opio. No sería como es sin él. La ciudad está infestada de fumaderos donde hombres de ojos vacíos mueren de hambre porque lo único que ansían es la droga, y cada vez más. Darían cualquier cosa por ella. Solía despreciar a los hombres así. No podía entender por qué eran tan débiles.

Respiró hondo.

—Cuando por fin el Cónclave de Shanghai se preocupó por el silencio del Instituto y entró a salvarnos, mis padres estaban muertos. Yo no recuerdo nada. Yo gritaba y deliraba. Me llevaron con los Hermanos Silenciosos, que me curaron el cuerpo lo mejor que pudieron. Pero hubo algo que no pudieron arreglar. Me había vuelto adicto a la sustancia con la que el demonio me había envenenado. Mi cuerpo dependía de ella como el cuerpo de un adicto al opio depende de la droga. Incluso cuando fueron capaces de bloquear el dolor con hechizos de brujos, la falta de droga me llevaba a las puertas de la muerte. Después de semanas de experimentos, llegaron a la conclusión de que no se podía hacer nada: no había modo alguno de librarme de mi adicción a la droga. La propia droga significaba una muerte lenta, pero negármela significaba una muy rápida.

—¿Semanas de experimentos? —repitió Tessa—. Pero si sólo tenías once años… Eso parece muy cruel.

—No es lo mismo ser bueno que ser amable —repuso Jem, mirando más allá de ella—. Tenían que velar por mi bien. Ahí, en la mesilla que tienes al lado, hay una caja. ¿Te importa pasármela, por favor?

Tessa cogió la caja. Estaba hecha de plata, y en la tapa tenía incrustada una escena hecha con esmalte que mostraba a una mujer delgada, descalza, en una túnica blanca, que vertía agua de un jarro en un río.

—¿Quién es? —preguntó, mientras le pasaba la caja a Jem.

—Quan Yin, la diosa de la piedad y la compasión. Dicen que oye todas las plegarias y todos los gritos de sufrimiento, y que hace cuanto puede por ayudar. Pensé que quizá si guardaba la causa de mi sufrimiento en una caja con su imagen, ese sufrimiento sería un poco menor. —Abrió el cierre y levantó la tapa. Dentro había una gruesa capa de lo que, en un principio, Tessa pensó que sería ceniza, pero de un color demasiado intenso. Era una capa de espeso polvo gris de casi el mismo color plateado brillante que los ojos de Jem.

—Esto es la droga —dijo—. Me la proporciona un comerciante brujo que conocemos en Limehouse. Tomo un poco todos los días. Por eso tengo este aspecto tan… fantasmal; es lo que me quita el color de los ojos y del pelo, incluso de la piel. A veces me pregunto si mis padres podrían reconocerme… —Su voz se fue apagando—. Si tengo que luchar, tomo más. Tomar menos me debilita. No había tomado nada cuando fuimos al puente. Por eso me desmayé. No fue por las criaturas mecánicas, sino por la droga. Sin tener nada en mi interior, la pelea, correr, fue demasiado para mí. Mi cuerpo comenzó a alimentarse de sí mismo y me desmayé. —Cerró la caja de golpe y se la devolvió a Tessa—. Toma. Déjala donde estaba.

—¿Necesitas tomar?

—No. Ya he tomado suficiente esta noche.

—Has dicho que la droga significaba una muerte lenta —dijo Tessa—. ¿Quieres decir que la droga te está matando?

Jem asintió, y mechones de brillante cabello le cayeron por la frente.

Tessa sintió que el corazón le daba un doloroso vuelco.

—Y cuando luchas, ¿tomas más? Pero entonces, ¿por qué no dejas de luchar? Will y los otros…

—Lo entenderían —concluyó Jem por ella—. Lo sé. Pero la vida es algo más aparte de esquivar la muerte. Soy un cazador de sombras. Eso es lo que soy, no es sólo aquello que puedo hacer. No puedo vivir sin eso.

—Querrás decir que no quieres.

Will, pensó Tessa, se habría enfadado si le hubiera dicho aquellas palabras, pero Jem se limitó a mirarla con intensidad.

—Sí, quería decir exactamente eso. Durante mucho tiempo estuve buscando una cura, pero al final lo dejé por imposible, y les pedí a Will y a los demás que también lo dejaran. No soy esa droga, o el poder que tiene sobre mí. Creo que soy mejor que eso. Que mi vida es algo más que eso, acabe cuando y como acabe.

—Bueno, pues yo no quiero que mueras —repuso Tessa—. No sé por qué lo siento de una forma tan intensa, porque acabo de conocerte, pero no quiero que mueras.

—Y yo confío en ti —dijo él—. No sé por qué, porque acabo de conocerte, pero confío en ti. —Ya no aferraba la almohada con las manos, sino que descansaban sobre la tela. Eran unas manos muy delgadas, con nudillos demasiado grandes, dedos puntiagudos y finos, y una gruesa cicatriz blanca sobre el pulgar derecho. Tessa sintió deseos de colocar su propia mano sobre la de él, hubiera querido cogerlo con fuerza para consolarlo…

—Bueno, todo esto resulta de lo más enternecedor. —Era Will, naturalmente, que había entrado sigilosamente en la habitación. Se había cambiado la camisa ensangrentada y parecía haberse lavado a toda prisa. Tenía el pelo húmedo y la cara limpia, pero seguía con las uñas negras de polvo y aceite. Miró a Jem y luego a Tessa, con un rostro cuidadosamente carente de expresión—. Veo que se lo has contado.

—Así es. —No había nada desafiante en el tono de Jem; siempre miraba a Will con afecto, pensó Tessa, por mucho que éste lo provocara—. Ya está hecho. No hay razón para que te pongas nervioso.

—Discúlpame que discrepe —replicó Will. Miró a Tessa con intención. Ella recordó lo que él había dicho sobre no cansar a Jem y se puso en pie, alisándose la falda.

Jem la miró resignado.

—¿Ya te vas? Esperaba que te quedaras y fueras mi ángel cuidador, pero si debes irte, qué remedio.

—Yo me quedaré —dijo Will un poco molesto, y se dejó caer en el sillón que Tessa acababa de dejar libre—. Puedo cuidarte angelicalmente.

—No parece muy convincente. Y no eres tan agradable de ver como Tessa —bromeó Jem; cerró los ojos y se recostó sobre la almohada.

—Qué grosero. Muchos de los que han puesto su mirada en mí han comparado la experiencia con la de contemplar un sol radiante.

Jem siguió con los ojos cerrados.

—Si querían decir que das dolor de cabeza, no se equivocaban.

—Además —continuó Will, mirando a Tessa—, no es justo mantener alejada a Tessa de su hermano. No ha tenido oportunidad de verlo desde esta mañana.

—Eso es cierto. —Jem abrió los ojos un momento; eran de un plateado oscuro, cargados de sueño—. Mis disculpas, Tessa. Casi lo había olvidado.

Tessa no dijo nada. Estaba demasiado ocupada horrorizándose al pensar que Jem no había sido el único que casi había olvidado a su hermano. «No pasa nada», quiso decir, pero Jem había vuelto a cerrar los ojos, y pensó que quizá se hubiera dormido. Mientras lo miraba, Will lo cubrió con las mantas.

Tessa se marchó tan silenciosamente como pudo.

La luz del pasillo era tenue, o quizá fuera simplemente que había sido más intensa en la habitación de Jem. Se detuvo un momento mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. Se sobresaltó.

—¿Sophie?

La otra joven era como una serie de manchas pálidas en las tinieblas, con el blanco rostro y la blanca cofia que le colgaba de la mano por una de las cintas.

—¿Sophie? —repitió Tessa—. ¿Qué sucede?

—¿Está bien? —quiso saber Sophie, con la voz ligeramente tomada.

—¿Quién? —preguntó Tessa, demasiado sobresaltada para entender la pregunta.

Sophie la miró, con ojos calladamente trágicos.

—Jem.

No el señorito Jem o el señor Carstairs. Jem. Tessa la contempló totalmente anonadada, y de repente recordó. «Está bien querer a alguien que no te corresponde, mientras sea una persona a la que valga la pena querer. Mientras se lo merezca».

«Claro —pensó Tessa—. Qué estúpida soy. Está enamorada de Jem».

—Está bien —contestó con toda la amabilidad que pudo—. Ahora trata de descansar, pero ha estado sentado y hablando. No tardará en recuperarse. Quizá, si quisieras verlo…

—¡No! —exclamó Sophie inmediatamente—. No, eso no estaría bien ni sería correcto. —Le brillaban los ojos—. Le estoy muy agradecida, señorita. Mejor…

Se apresuró a alejarse por el corredor. Tessa se la quedó mirando, preocupada y perpleja. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? ¿Cómo podía haber estado tan ciega? Qué raro era tener el poder de transformarse en otra gente, y al mismo tiempo ser incapaz de ponerse en su lugar.

La puerta de la habitación de Nate estaba entornada; Tessa la abrió hasta el final haciendo el menor ruido posible, y miró en el interior.

Su hermano estaba bajo un montón de mantas apiladas. La luz de la goteante vela de la mesilla iluminaba su rubio cabello esparcido por la almohada. Tenía los ojos cerrados, y el pecho le subía y bajaba con regularidad.

En el sillón junto a la cama se hallaba sentada Jessamine. También ella dormía. El cabello se le estaba escapando del cuidadoso moño y los tirabuzones le caían sobre los hombros. Alguien la había cubierto con una manta de lana, y ella la agarraba, acercándosela al pecho. Parecía más joven de lo que Tessa nunca la había visto, y vulnerable. No había nada en ella de la joven que había matado al duende en el parque.

Tessa pensó que era muy raro lo que hacía surgir la ternura en la gente. Nunca era lo que te esperabas. Sin hacer ruido, cerró la puerta y se marchó.

Esa noche, Tessa no durmió bien; se despertó varias veces en medio de sueños sobre criaturas mecánicas que iban por ella, estirando sus largas manos de metal articulado para atraparla y rasgarle la piel. Luego, se transformó en un sueño con Jem, en el que éste yacía dormido en una cama mientras un polvo plateado caía sobre él, quemando la colcha bajo la que él se hallaba, hasta que finalmente toda la cama ardía y Jem seguía durmiendo tranquilamente, sin darse cuenta de los gritos de alarma de Tessa.

Finalmente soñó con Will, de pie sobre la cúpula de St. Paul, solo, bajo la luz de una luna completamente blanca. Llevaba un abrigo negro largo, y las Marcas de la piel se le veían claramente en el cuello y en las manos bajo el brillo del cielo. Miraba hacia Londres como un ángel descarado con la promesa de salvar a la ciudad de sus peores pesadillas, mientras a sus pies, Londres dormía, indiferente e ignorante.

Una voz al oído arrancó a Tessa de sus sueños, y una mano le sacudió vigorosamente el hombro.

—¡Señorita! —Era Sophie, con voz seca—. Señorita Gray, debe despertarse. Se trata de su hermano.

Tessa se incorporó de golpe, lanzando las almohadas por todas partes. La luz de principios de la tarde entraba por las ventanas del dormitorio e iluminaba la habitación, y el rostro ansioso de Sophie.

—¿Nate está despierto? ¿Está bien?

—Só… quiero decir no. No sé, señorita. —Sophie parecía a punto de echarse a llorar—. Verá, ha desaparecido.