14

EL PUENTE DE BLACKFRIARS

Veinte puentes desde la Torre a los Kew

querian saber lo que el Río sabia,

porque eran jóvenes y el Támesis viejo,

y éste es el cuento que él les contó.

RUDYARD KIPLING, El cuento del Río

Al atravesar la verja del Instituto, Tessa se sintió como la Bella Durmiente dejando el castillo tras la pared de espino. El Instituto formaba el centro de una plaza, y las calles salían de ésta cada una en una dirección cardinal y se hundían en estrechos laberintos entre las casas. Aún con la mano sujetándole cortésmente el codo, Jem guió a Tessa por un estrecho pasaje. El cielo sobre sus cabezas parecía de acero. El suelo seguía húmedo por la lluvia que había caído antes, y las paredes de los edificios, que parecían presionar por ambos lados, estaban manchadas de humedad y de oscuros residuos de polvo.

Jem hablaba mientras caminaban; no decía nada de gran importancia, pero mantenía una charla tranquilizadora: le contaba lo que había pensado de Londres al llegar allí, cómo todo le había parecido de un tono gris uniforme, ¡incluso la gente! No se podía creer que pudiera llover tanto en un lugar, de una forma tan incesante. Le había parecido que la humedad se alzaba del suelo y le calaba en los huesos, y había creído que acabaría saliéndole moho, como a un árbol.

—Al final te acostumbras —comentaba cuando salieron del estrecho pasaje a la amplia Fleet Street—. Hasta cuando te parece que te podrías escurrir como una sábana.

Recordando el caos de la calle durante el día, Tessa se sintió aliviada al ver llegar la noche: Londres era mucho más tranquilo, y las apelotonadas masas habían desaparecido y tan sólo se cruzaban con alguna persona de vez en cuando, con la cabeza gacha, caminando por la acera entre las sombras. Aún había carruajes y jinetes en la calle, aunque ninguno pareció fijarse en Tessa y Jem. ¿Un glamour? Tessa se preguntó si sería eso, pero no quiso indagar. Estaba disfrutando oyendo hablar a Jem. Ésa era la parte más antigua de la ciudad, le dijo, donde Londres había nacido. Las tiendas que flanqueaban las calles estaban cerradas, con las persianas bajadas, pero los anuncios aún los llamaban desde todos lados; anuncios de cualquier cosa, desde el jabón Pears a tónico para el cabello pasando por lámparas de parafina y anuncios que animaban a la gente a asistir a una conferencia sobre espiritualidad. Mientras caminaba, Tessa vislumbró varias veces las torres del Instituto entre los edificios, y no pudo evitar cuestionarse si alguien más las podría ver. Recordó a la mujer loro, con piel verde y plumas. ¿Estaba el Instituto realmente escondido a simple vista? La curiosidad pudo con ella y se lo preguntó a Jem.

—Déjame que te enseñe algo —contestó él—. Para aquí. —Tomó a Tessa por el hombro y la hizo volverse de cara al otro lado de la calle. Señaló—. ¿Qué ves ahí?

Tessa miró la calle entrecerrando los ojos; se hallaban cerca del cruce de Fleet Street con Chancey Lañe. No parecía haber nada notable en ese lugar.

—La fachada de un banco. ¿Qué más debería ver?

—Ahora deja que tu mente vague un poco —dijo él, aún con la misma voz baja—. Mira hacia otra cosa, como si evitaras mirar directamente a un gato para no asustarlo. Vuelve a mirar el banco, con el rabillo del ojo. Ahora ¡míralo directamente muy de prisa!

Tessa hizo lo que le decía, y se quedó boquiabierta. El banco ya no estaba; en su lugar había una taberna con el techo medio de madera y grandes ventanas con vidrios en forma de diamante. La luz del interior estaba teñida de un tono rojizo, y por la puerta abierta salía más luz roja hacia la calle. Entre el humo, a través de los vidrios, se movían oscuras siluetas; no las formas familiares de hombres y mujeres, sino siluetas demasiado altas y delgadas, extrañamente alargadas o con demasiados miembros para ser humanas. Las carcajadas interrumpían una música suave y cantarína, seductora y evocadora. Un cartel colgaba sobre la puerta, mostrando a un hombre que le retorcía la nariz a un demonio cornudo. Debajo de la imagen se leía: Taberna del Demonio.

«Aquí es donde Will estuvo la otra noche».

Tessa miró a Jem. Éste miraba la taberna, con la mano sobre el brazo de ella, respirando lenta y suavemente. Tessa vio la luz roja del local reflejada en sus ojos plateados como un ocaso sobre el agua.

—¿Es éste tu lugar favorito? —preguntó.

La mirada de Jem perdió intensidad; la miró a ella y se echó a reír.

—Dios, no —contestó—. Sólo es algo que quería que vieras.

En ese momento, alguien salió de la taberna, un hombre enfundado en un largo abrigo negro y con un elegante sombrero de seda colocado firmemente en la cabeza. Cuando el hombre miró hacia la calle, Tessa vio que su piel era de un negro azulado, y el cabello y la barba, blancos como el hielo. El hombre se fue hacia el este por el Strand mientras Tessa lo observaba, preguntándose si atraería miradas curiosas; pero los transeúntes no notaron su paso más de lo que hubieran notado a un fantasma. Los mundanos que pasaban ante la Taberna del Demonio no parecían verla en absoluto, incluso cuando varias criaturas larguiruchas y parlanchínas salieron de golpe y casi tiraron al suelo a un hombre de aspecto cansado que tiraba de un carro vacío. El hombre miró alrededor un momento, confuso, luego se encogió de hombros y siguió adelante.

—Ahí solía haber una taberna muy corriente —explicó Jem—. Pero cuando los subterráneos comenzaron a infestarla cada vez más, a los nefilim les preocupó que se entrelazaran el Mundo de las Sombras y el mundano. Impidieron la entrada a los mundanos con el simple recurso de usar un glamour para convencerlos de que la taberna había sido derruida y en su lugar se alzaba un banco. El Demonio es casi exclusivamente un antro de subterráneos ahora. —Jem miró a lo alto, hacia la luna, y una sombra le cruzó el rostro—. Se está haciendo tarde. Será mejor que continuemos.

Después de echar una última ojeada al Demonio, Tessa siguió a Jem, que continuó charlando tranquilamente, señalándole lugares de interés, como la Temple Church, donde se hallaban los juzgados y donde antes los caballeros templarios habían alojado a los peregrinos de camino a Tierra Santa.

—Los caballeros eran amigos de los nefilim. Mundanos, pero no sin cierto conocimiento del Mundo de las Sombras. Y claro —añadió, cuando salieron de la red de callejuelas y llegaron al puente de Blackfriars—, muchos creen que los Hermanos Silenciosos son los originales Black Friars, los frailes negros, pero nadie puede probarlo.

Al mirar desde el puente, Tessa no pudo evitar pensar en qué le gustaría tanto a Jem de ese lugar. Era un puente bajo de granito con múltiples arcos, que iba de una orilla del Támesis a la otra, con los parapetos pintados de rojo oscuro, y adornados con oro y pintura escarlata que brillaba bajo la luz de la luna. Hubiera sido bonito si no fuera por el puente del tren que corría paralelo por el lado este, en silencio entre las sombras, pero que trazaba un feo enrejado de barras de hierro que llegaba hasta la orilla opuesta del río.

—Sé lo que estás pensando —volvió a decir Jem, igual que había dicho junto al Instituto—. El puente del tren es horroroso. Pero eso significa que la gente pocas veces viene aquí a contemplar la vista. Me gusta la soledad, y mirar el río, plateado bajo la luna.

Fueron hasta la mitad del puente, donde Tessa se apoyó en el parapeto de granito y miró hacia abajo. El Támesis era negro bajo la luz de la luna. Londres se extendía por ambas orillas, con la gran cúpula de St. Paul dominando el panorama tras ellos como un fantasma blanco, todo envuelto en la niebla que cubría la ciudad con un velo que suavizaba sus duras líneas.

Tessa miró abajo hacia el río. El olor a sal, suciedad y podredumbre le llegó desde el agua, mezclados con la niebla. Aun así había algo portentoso en el río de Londres, como si cargara con el peso del pasado en su corriente.

—«Dulce Támesis, fluye suave hasta que acabe mi canción» —dijo Tessa a media voz. Por lo general no habría citado poesía delante de nadie, pero Jem tenía algo que la hacía sentir que, hiciera lo que hiciese, él no la juzgaría.

—He oído ese fragmento de poema antes —fue todo lo que él dijo—. Will me lo citó. ¿Qué es?

—«Prothalamion», Edmund Spencer. —Tessa frunció el ceño—. No pensaba que Will supiera nada de poesía.

—Will lee constantemente y tiene una memoria excelente —repuso Jem—. Hay muy poco que no recuerde. —Había algo en su voz que daba un peso a esa afirmación más allá de constatar un hecho.

—Te gusta Will, ¿verdad? —preguntó Tessa—. Quiero decir que lo aprecias.

—Lo quiero como si fuera mi hermano —contestó Jem con naturalidad.

—Ya puedes decir eso —dijo Tessa—. Por muy horrible que sea con los demás, a ti te quiere. Es amable contigo. ¿Qué has hecho para que te trate de una forma tan diferente del resto?

Jem se apoyó de lado en el parapeto, con la mirada sobre Tessa pero muy lejos al mismo tiempo. Tamborileó los dedos, pensativo, sobre el pomo del bastón. Aprovechando su evidente absorción, Tessa se permitió mirarlo, y se maravilló un poco ante su extraña belleza bajo la luna. Era todo sombras y plata, no como los fuertes colores azules, negro y dorado, de Will.

—No lo sé, la verdad —contestó él finalmente—. Pensaba que era porque ambos carecíamos de padres, y por tanto, él sentía que éramos iguales…

—Yo soy huérfana —señaló Tessa—. Y también Jessamine. Y no se siente identificado con nosotras.

—No, la verdad es que no. —Los ojos de Jem parecían estar escondiendo algo.

—No le entiendo —dijo Tessa—. Puede ser amable un momento y absolutamente horrible al siguiente. No logro decidir si es amable o cruel, cariñoso u odioso…

—¿Importa? —preguntó Jem—. ¿Es necesario que decidas algo?

—La otra noche —continuó Tessa—, en tu habitación, cuando Will entró, dijo que había estado bebiendo toda la noche, pero luego, cuando tú…, luego pareció recuperar la sobriedad al instante. He visto borracho a mi hermano. Sé que no se pasa en un momento; incluso aunque mi tía le tirase un cubo de agua fría a la cara, Nate no se despejaba, no si estaba realmente borracho. Pero ¿por qué iba a mentir Will diciendo que estaba borracho si no lo estaba?

Jem parecía resignado.

—Ahí tienes el misterio esencial de Will Herondale. Solía preguntarme eso mismo. ¿Cómo podía alguien beber tanto como dice que bebe y sobrevivir, y mucho menos luchar tan bien como lo hace? Así que una noche lo seguí.

—¿Lo seguiste?

Jem sonrió de medio lado.

—Sí. Salí con la excusa de hacer un recado o algo así, y lo seguí. Si hubiera sabido lo que me esperaba, me hubiera puesto zapatos más fuertes. Toda la noche caminó por la ciudad, de St. Paul a Spitalfields Market y de allí a Whitechapel High Street. Bajó hasta el río y se metió por los muelles. No paró ni una sola vez para hablar con nadie. Era como seguir a un fantasma. A la mañana siguiente me soltó algún cuento descarado de sus aventuras, y nunca le exigí la verdad. Si quiere mentirme, alguna razón debe de tener.

—Te miente, ¿y sigues confiando en él?

—Sí —contestó Jem—. Confío en él.

—Pero…

—Miente con consistencia. Siempre inventa la historia que le hace quedar peor.

—Entonces, ¿te ha contado qué le pasó a sus padres, sea verdad o mentira?

—No del todo. Detalles sueltos —contestó Jem después de un momento—. Sé que su padre dejó a los nefilim, antes de que Will naciera. Se enamoró de una chica mundana, y cuando el Consejo se negó a hacerla cazadora de sombras, él dejó la Clave y se fue a algún lugar remoto en Gales, donde creyeron que nadie los molestaría. La Clave estaba furiosa.

—¿La madre de Will era mundana? ¿Quieres decir que sólo es cazador de sombras a medias?

—La sangre nefilim es dominante —explicó Jem—. Por eso existen tres reglas para los que abandonan la Clave. Primera, debes cortar todo contacto con los cazadores de sombras a los que hayas conocido, incluso tu propia familia. No pueden volver a hablarte, ni puedes hablar con ellos. Segunda, no puedes recurrir a la Clave en busca de ayuda, sea cual sea el peligro que corras. Y la tercera…

—¿Cuál es la tercera?

—Incluso aunque abandones la Clave, tus hijos aún le pertenecen.

Tessa sintió que la recorría un escalofrío. Jem seguía mirando el río, como si pudiera ver a Will en su superficie plateada.

—Cada seis años —continuó Jem—, hasta que cumple los dieciocho, un representante de la Clave va a su casa y pregunta al niño si quiere dejar la familia y unirse a los nefilim.

—No puedo imaginarme que alguien lo haga —repuso Tessa, horrorizada—. Quiero decir, nunca más podrías hablar con tu familia, ¿verdad?

Jem afirmó con la cabeza.

—¿Y Will aceptó eso? ¿Se unió a los cazadores de sombras a pesar de todo?

—Se negó. Por dos veces, se negó. Y luego, un día, cuando Will tenía doce años o así, llamaron a la puerta del Instituto y Charlotte la abrió. Entonces, ella debía de tener unos dieciocho. Will estaba en la escalera. Charlotte me contó que estaba cubierto del polvo y la suciedad del camino, como si hubiera estado durmiendo en setos. El dijo: «Soy un cazador de sombras. Uno de vosotros. Tienes que dejarme entrar. No tengo otro sitio adonde ir».

—¿Dijo eso? ¿«No tengo otro sitio adonde ir»?

Jem vaciló.

—Entiende algo: todo esto lo sé por Charlotte. Will nunca me ha dicho ni una palabra. Pero eso es lo que ella afirma que Will le dijo.

—No lo entiendo. Sus padres… están muertos, ¿no? O hubieran venido a buscarle.

—Lo hicieron —explicó Jem—. Charlotte me explicó que unas cuantas semanas después de que Will llegara, sus padres lo siguieron. Llegaron a la puerta del Instituto y la golpearon, gritando su nombre. Charlotte fue a la habitación de Will para preguntarle si quería verlos. El se había metido bajo la cama y se tapaba los oídos con las manos. No quería salir, por mucho que Charlotte le dijera, y se negaba a verlos. Creo que finalmente Charlotte bajó y los echó, o se fueron ellos solos, no estoy seguro…

—¿Los echó? Pero su hijo estaba en el interior del Instituto. Tenían derecho…

—No tenían ningún derecho. —Jem lo dijo con suavidad, pensó Tessa, pero había algo en su tono que la alejaba de ella tanto como la luna—. Will escogió unirse a los cazadores de sombras. Una vez tomó esa decisión, ellos no tenían ningún derecho sobre él. La Clave tenía el derecho y la responsabilidad de echarlos.

—¿Y nunca le has preguntado el porqué?

—Si quisiera que yo lo supiera, me lo habría dicho —contestó Jem—. Me has preguntado por qué creo que me trata mejor a mí que al resto. Pues supongo que es justamente porque nunca le he preguntado el porqué. —Le sonrió con ironía. El frío aire le había hecho subir el color en las mejillas, y le brillaban los ojos. Las manos de ambos estaban próximas sobre el parapeto. Por un breve y confuso instante, Tessa pensó que él estaba a punto de colocar las manos sobre las de ella, pero la mirada de él fue a otro lado y frunció el ceño—. Es un poco tarde para pasear, ¿no crees?

Tessa siguió su mirada y vio las oscuras formas de un hombre y de una mujer que iban hacia ellos por el puente. El hombre llevaba un sombrero de fieltro de obrero y un abrigo oscuro de lana; la mujer se cogía del brazo de él, y lo miraba inclinando el rostro.

—Seguramente, ellos pensarán lo mismo de nosotros —comentó Tessa. Miró a Jem a los ojos—. Y tú, ¿fuiste al Instituto porque no tenías ningún otro lugar adonde ir? ¿Por qué no te quedaste en Shanghai?

—Mis padres dirigían el Instituto de allí —explicó Jem—, pero los asesinó un demonio, Yanluo. —Su voz era muy tranquila—. Tras su muerte, todos pensaron que yo estaría más seguro si dejaba el país, por si el demonio o sus cohortes iban también a por mí.

—Pero ¿por qué aquí? ¿Por qué en Inglaterra?

—Mi padre era británico. Yo hablaba inglés. Parecía lo más lógico. —El tono de Jem era tan tranquilo como siempre, pero Tessa notó que le estaba ocultando algo—. Pensé que me sentiría más a gusto aquí que en Idris, donde mis padres no habían estado nunca.

Al otro lado del puente, la pareja que paseaba se había detenido junto al parapeto; el hombre parecía estarle indicando algunos de los rasgos del puente del tren; la mujer iba asintiendo mientras él hablaba.

—Y es cierto… te sientes más a gusto, ¿no? Como en casa…

—No exactamente —contestó Jem—. De lo primero que me di cuenta nada más llegar aquí fue de que mi padre nunca se había considerado británico, no de la forma que un inglés lo haría. Los auténticos ingleses son británicos primero y caballeros después. Que además sean médicos, magistrados o terratenientes ocupa un tercer lugar. Para los cazadores de sombras eso es diferente. Somos nefilim, primero y fundamentalmente, y sólo después pensamos en el país en el que hayamos podido nacer o crecer. Y no existe un tercer rasgo de identidad. Sólo somos siempre cazadores de sombras. Cuando otro nefilim me mira, sólo ve un cazador de sombras. No es como los mundanos, que me miran y ven a un chico que no es totalmente extranjero pero que tampoco es uno de ellos.

—Mitad de una cosa y mitad de otra —concluyó Tessa—, como yo. Pero al menos tú sabes que eres humano.

La expresión de Jem se suavizó.

—Y tú también. En todo lo que verdaderamente cuenta.

Tessa notó un picor en los ojos. Alzó la mirada y vio que la luna se había ocultado tras una nube, a la que daba un lustre perlado.

—Supongo que deberíamos regresar. Los demás puede que estén preocupados.

Jem fue a ofrecerle el brazo, pero se detuvo. La pareja de paseantes en la que Jem se había fijado antes estaban de repente ante ellos, y les cerraban el paso. Debían de haberse movido muy de prisa para cruzar el puente tan rápido, y en ese momento se hallaban inquietantemente quietos, cogidos del brazo. El rostro de la mujer quedaba oculto bajo la sombra de su sencillo sombrero; el del hombre, bajo el ala de su sombrero de fieltro.

La mano de Jem se tensó sobre el brazo de Tessa, pero habló con una voz neutra.

—Buenas noches. ¿Podemos ayudarlos en algo?

Ninguno de ellos habló, pero se acercaron un paso más, y la falda de la mujer susurró con el viento. Tessa miró alrededor, pero no había nadie más en el puente, ni nadie visible en el embarcadero. Londres parecía absolutamente desierto bajo la luna oculta.

—Perdonen —continuó Jem—. Les agradecería que nos dejaran pasar a mi acompañante y a mí.

Dio un paso adelante y Tessa lo siguió. Se hallaban tan cerca de la silenciosa pareja que cuando la luna salió de detrás de la nube, inundando el puente de luz plateada e iluminando el rostro del hombre del sombrero de fieltro, Tessa lo reconoció al instante.

El cabello revuelto, la ancha nariz rota y la barbilla con cicatrices, pero sobre todo los ojos saltones, los mismos ojos de la mujer que tenía al lado, y que le clavaba una mirada vacía de una manera que le recordaba terriblemente a la de Miranda.

«No es posible, estás muerta. Will te mató. Yo vi tu cadáver», pensó Tessa, y luego susurró:

—Es él, el cochero. Pertenece a las Hermanas Oscuras.

El cochero soltó una risita.

—Pertenezco al Magíster —dijo—. Mientras las Hermanas Oscuras le servían, yo las servía. Ahora sólo le sirvo a él.

La voz del cochero sonaba diferente de como Tessa la recordaba, menos espesa, más articulada, con casi una siniestra facilidad. Junto a Tessa, Jem se había quedado inmóvil.

—¿Quién eres? —exigió saber—. ¿Por qué nos estás siguiendo?

—El Magíster nos ha ordenado que te siguiéramos —contestó el cochero—. Eres nefilim. Eres responsable de la destrucción de su hogar y de su gente, los Hijos de la Noche. Estamos aquí para hacerte entrega de una declaración de guerra. Y estamos aquí por la chica. —Volvió la mirada a Tessa—. Es propiedad del Magíster y la tendrá.

—El Magíster —repitió Jem, y sus ojos se veían muy plateados en la oscuridad—. ¿Te refieres a De Quincey?

—El nombre que tú le des no importa. Es el Magíster. Nos ha ordenado que entreguemos un mensaje. El mensaje es guerra.

Jem tensó la mano sobre el pomo del bastón.

—Servís a De Quincey, pero no sois vampiros. ¿Qué sois?

La mujer que estaba junto al cochero hizo un extraño ruido sibilante, como el pitido de un tren.

—Cuidado, nefilim. Al igual que matáis, seréis muertos. Vuestro ángel no puede protegeros de lo que ni Dios ni el Diablo han creado.

Tessa empezó a volverse hacia Jem, pero éste ya estaba en marcha. Alzó la mano con el bastón de pomo de jade en ella. Hubo un destello. Una hoja aguda y brillante salió de la punta del bastón. Con un rápido movimiento, Jem avanzó y dio un tajo al cochero en el pecho. El hombre se tambaleó hacia atrás, y un agudo chirrido de sorpresa le salió de la boca.

Tessa tragó aire. El largo tajo en la camisa del cochero se abrió, y bajo él no se vio ni sangre ni carne, sino metal brillante, arañado por la hoja de Jem.

Jem retiró el bastón y soltó aire, con una mezcla de satisfacción y alivio.

—Lo sabía…

El cochero rugió. Metió la mano en el abrigo y sacó un largo cuchillo serrado, del tipo que los carniceros usaban para cortar hueso; mientras tanto, la mujer se puso en acción y fue hacia Tessa con las manos desnudas estiradas hacia ella. Sus movimientos eran sincopados, irregulares, pero muy, muy rápidos, mucho más de lo que Tessa se hubiera imaginado. La compañera del cochero avanzó hacia Tessa, con rostro inexpresivo y la boca medio abierta. Algo metálico destelló en su interior, era metal o cobre.

Tessa retrocedió hasta chocar contra el parapeto. Buscó a Jem con la mirada, pero el cochero volvía a avanzar hacia él. Jem le asestó varios cortes con la hoja, pero eso sólo pareció ralentizarlo. El abrigo y la camisa del cochero le colgaban del cuerpo en jirones, y se veía con claridad el caparazón metálico de debajo.

La mujer trató de coger a Tessa, pero ésta se apartó a un lado y la mujer se estrelló contra el parapeto. No pareció sentir más dolor que el cochero; se enderezó rígida y volvió a ir hacia Tessa. Pero el golpe parecía haberle dañado el brazo izquierdo, porque lo tenía doblado en el costado. Lanzó el brazo derecho hacia Tessa, con los dedos abiertos, y la agarró por la muñeca, con tanta fuerza que Tessa gritó de dolor. Ésta arañó la mano que la sujetaba, y los dedos se le hundieron en la piel blanda y resbaladiza. Se levantó como la piel de una fruta, y Tessa arañó con las uñas el metal que había debajo, produciendo un sonido que la hizo estremecerse.

Trató de soltarse tirando de la mano, pero sólo logró acercar a la mujer, que emitía un sonido en la garganta, como un chasquido chirriante similar al sonido de un insecto; de cerca, sus ojos eran negros y carecían de pupila. Tessa echó el pie hacia atrás para darle una patada…

Y de repente hubo un choque de metal con metal; la hoja de Jem destelló hacia abajo con un corte limpio y seccionó el brazo de la mujer por el codo. Liberada, Tessa se echó hacia atrás, mientras el antebrazo metálico se desprendía de su muñeca y golpeaba el suelo a sus pies: la mujer avanzaba hacia Jem con movimientos espasmódicos, riir-clic, riir-clic. Jem se adelantó y golpeó con fuerza a la mujer con la parte plana del bastón, haciéndola retroceder un paso, y luego otro, hasta que chocó contra el parapeto con tal ímpetu que se desequilibró. Sin un grito, cayó al agua; Tessa se asomó a tiempo de verla hundirse bajo la superficie del río. Ni una sola burbuja emergió mientras la mujer desaparecía.

Tessa se volvió hacia Jem, que sujetaba el bastón al frente y respiraba jadeante. Le corría sangre por la mejilla a causa de un corte, pero por lo demás parecía ileso. Bajó el bastón, exhausto, mientras contemplaba la oscura forma encogida que había en el suelo a sus pies, una forma que se movía y se sacudía, mostrando destellos de metal entre los jirones de la ropa. Tessa tuvo que acercarse para ver que se trataba del cuerpo del cochero. Jem le había cortado limpiamente la cabeza, y una sustancia oscura y oleosa manaba del muñón del cuello, impregnando el suelo.

Jem se apartó el sudado cabello de la cara, esparciéndose la sangre por la mejilla. Le temblaba la mano. Vacilante, Tessa le tocó el brazo.

—¿Estás bien?

La sonrisa de respuesta fue vaga.

—Debería ser yo quien te preguntara eso a ti. —Jem se estremeció ligeramente—. Esas cosas mecánicas me crispan los nervios. Son… —Se interrumpió; miraba más allá de Tessa.

En el extremo sur del puente, acercándose hacia ellos con movimientos secos y sincopados, había al menos media docena más de criaturas mecánicas. A pesar de lo entrecortado de sus movimientos, avanzaban con rapidez, casi volando hacia adelante. Ya se hallaban a un tercio del puente.

Con un seco chasquido, la espada desapareció dentro del bastón de Jem. Cogió a Tessa por la mano.

—Corre —la apremió con voz jadeante.

Echaron a correr, y Tessa, cogida de la mano de Jem, miró una vez hacia atrás, aterrada. Las criaturas habían llegado al centro del puente e iban hacia ellos, ganando velocidad. Eran hombres, vio Tessa, vestidos con el mismo tipo de abrigo de lana oscura y sombreros de fieltro que llevaba el cochero. Sus rostros brillaban bajo la luna.

Jem y Tessa alcanzaron los escalones del final del puente, y Jem apretó la mano de Tessa mientras saltaban la escalera. Las botas de Tessa resbalaron sobre la húmeda superficie, y él la sujetó, asiéndola por la espalda; Tessa notó el pecho de él subiendo y bajando contra el de ella, como si estuviera tratando de coger aire. Pero no podía estar sin resuello, ¿no? Era un cazador de sombras. El Códice decía que podían correr kilómetros. Jem se apartó, y ella descubrió la tensión en su rostro, como si sintiera dolor. Quiso preguntarle si estaba herido, pero no había tiempo. Oían el repiqueteo de los pasos en lo alto de la escalera. Sin decir una palabra, Jem volvió a cogerla por la muñeca y tiró de ella tras de sí.

Pasaron ante el Embankment, iluminado por el resplandor de sus faroles en forma de delfín, y luego Jem giró hacia un lado y se adentraron en un estrecho callejón que transcurría entre los edificios. El callejón hacía pendiente, e iba ganando altura desde el río. El aire allí era rancio y espeso; los adoquines resbalaban a causa de la suciedad. Ropa tendida se agitaba en las ventanas como fantasmas que los vigilaran desde lo alto. Los pies de Tessa gritaban dentro de sus elegantes botas, el corazón le golpeaba el pecho, pero no podían ir más despacio. Oía a las criaturas tras ellos, el riir-clic de sus movimientos, cada vez más cerca.

El callejón daba a una calle ancha, y allí, alzándose ante ellos, estaba el edificio del Instituto. Atravesaron la verja corriendo, y Jem la soltó mientras se volvía y la cerraba tras ellos. Las criaturas los alcanzaron justo cuando Jem acababa de echar el cerrojo; se estrellaron contra la verja como juguetes de cuerda incapaces de detenerse por sí solos, y sacudieron los hierros con un choque tremendo.

Tessa retrocedió mirándolos. Las criaturas de relojería se agolpaban contra la verja estirando los brazos entre los barrotes de hierro. Tessa miró alrededor desesperada. Jem estaba a su lado, blanco como el papel y presionándose el costado con una mano. Tessa fue a cogerle la otra mano, pero él se apartó fuera de su alcance.

—Tessa —dijo con voz insegura—. Entra en el Instituto. Tienes que entrar.

—¿Estás herido? Jem, ¿estás herido?

—No. —Su voz era apagada.

Un repiqueteo en la verja hizo que Tessa mirara. Uno de los hombres mecánicos había pasado la mano por los barrotes y estaba tirando de la cadena de hierro que la cerraba. Se lo quedó mirando con fascinado horror, y vio que estaba tirando del metal con tal fuerza que la piel de los dedos se le estaba pelando, dejando al descubierto las manos articuladas de metal. Era evidente que esas manos tenían una enorme fuerza. El metal de la cadenas se estaba doblando y retorciendo bajo esa fuerza; sólo era cuestión de minutos antes de que la cadena se rompiera.

Tessa agarró a Jem por el brazo. La piel le ardía; ella lo notó a través de la ropa.

—Vamos.

Con un gemido, Jem dejó que ella tirara de él hacia la puerta principal de la iglesia; trastabillaba y se apoyaba en ella con todo su peso; el pecho le vibraba al respirar. Corrieron por la escalera; Jem se fue cayendo, soltándose de ella en cuanto llegaron al último escalón. Se desplomó al suelo de rodillas; una tos ahogada le sacudía el cuerpo.

La verja se abrió de golpe. Las criaturas mecánicas se lanzaron hacia el jardín, guiadas por el que había roto la cadena, cuyas manos despellejadas brillaban bajo la luz de la luna.

Al recordar lo que Will le había dicho, que había que tener sangre de cazador de sombras para abrir la puerta, Tessa agarró el tirador que había a un lado y lo sacudió con fuerza, pero no oyó que aquello provocara ningún sonido. Desesperada, se volvió hacia Jem, que seguía encogido en el suelo.

—¡Jem! Jem, por favor, tienes que abrir la puerta…

Él alzó la cabeza. Tenía los ojos abiertos, pero no había color en ellos. Eran blancos como el mármol. Tessa vio la luna reflejada en ellos.

—¡Jem!

Él trató de ponerse en pie, pero las rodillas le fallaron; se derrumbó sobre el suelo, le caía sangre por las comisuras de la boca. El bastón se le escapó de la mano y rodó hasta los pies de Tessa.

Las criaturas llegaron al pie de la escalera y comenzaron a subir, tambaleándose un poco; el de las manos desolladas avanzaba a la cabeza. Tessa se tiró contra la puerta del Instituto y golpeó la madera con los puños. Oyó la hueca reverberación de sus golpes resonando en el otro lado, y perdió la esperanza. El Instituto era tan grande, y no había tiempo.

Finalmente se rindió y se apartó de la puerta. Descubrió entonces con horror que el líder de las criaturas había llegado hasta Jem; estaba inclinado sobre él, con sus desolladas manos metálicas sobre el pecho del chico.

Con un grito, Tessa cogió el bastón de Jem y lo blandió.

—¡Apártate de él! —gritó.

La criatura se incorporó, y bajo la luz de la luna, por primera vez, le vio el rostro con claridad. Era fino, casi sin rasgos y tan sólo mostraba hendiduras en los lugares que los ojos y la boca deberían haber ocupado; no tenía nariz. Alzó las manos; estaban manchadas con la sangre de Jem, que yacía muy quieto, con la camisa rota; la sangre se encharcaba a su alrededor. Mientras Tessa contemplaba la escena horrorizada, el autómata agitó los dedos hacia ella, en una especie de grotesca parodia de un saludo, luego se volvió y tras descender los escalones de un salto, correteó como una araña, cruzó la verja a toda prisa y se perdió de vista.

Tessa avanzó hacia Jem, pero los otros autómatas se movieron rápidamente para cerrarle el paso. Todos tenían un rostro tan vacío como su líder, un grupo de idénticos guerreros sin cara, como si no hubiera habido tiempo de acabarlos del todo.

Con un veloz gesto un par de manos metálicas trataron de agarrarla, y ella blandió el bastón, casi sin mirar. Golpeó sin haberlo pretendido la cabeza de un hombre mecánico. Notó el impacto de la madera contra el metal subiéndole por el brazo, y vio cómo el hombre se tambaleaba hacia un lado, pero sólo por un instante. La cabeza regresó a su sitio con una velocidad increíble. Tessa le golpeó de nuevo; esta vez, el bastón cayó sobre el hombro de la criatura; éste cayó hacia un lado, pero otras manos aparecieron entonces para agarrar el bastón y arrancárselo de las manos con tanta fuerza que la piel de la mano le ardió. Recordó la dolorosa fuerza de Miranda cuando la agarraba, mientras el autómata que le había arrebatado el bastón lo estrellaba contra su propia rodilla con una fuerza espeluznante.

El bastón se partió en dos con un horrible sonido. Tessa se volvió para echar a correr, pero unas manos de metal la agarraron por los hombros y tiraron de ella. Se debatió para soltarse…

Y en ese momento las puertas del Instituto se abrieron. La luz que manó de ellas la cegó por un momento, y sólo pudo ver unas siluetas oscuras, rodeadas de luz, que salían del interior de la iglesia. Algo silbó junto a su cabeza, rozándole la mejilla. Luego se oyó el chirrido del metal contra el metal, y acto seguido los brazos de la criatura mecánica que la sujetaban relajaron la tensión, y Tessa cayó hacia adelante sobre los escalones, tosiendo.

Tessa miró hacia arriba. Charlotte se hallaba sobre ella, con el rostro blanco y serio, y un disco de metal en una mano. Otro disco semejante estaba hundido en el pecho del autómata que la había sujetado y que ahora se retorcía compulsivamente en círculo, como un juguete estropeado. Chispas azules le saltaban de un tajo en la garganta.

A su alrededor, el resto de las criaturas se volvían para plantar batalla, pero los cazadores de sombras cayeron sobre ellas; Henry bajó el cuchillo serafín describiendo un arco y abrió el pecho de uno de los autómatas, lo que lo envió sacudiéndose hacia las sombras. Junto a él se hallaba Will, que blandía lo que parecía una especie de guadaña y cortaba el aire una y otra vez haciendo picadillo a otra de las criaturas, con tanta fuerza que el amasijo metálico parecía una fuente de chispas azules. Charlotte bajó la escalera corriendo y lanzó el segundo de los discos; le rebanó la cabeza a un monstruo de metal ocasionando un sonido repulsivo. La criatura cayó al suelo, entre chisporroteos y aceite negro.

Las dos criaturas que quedaban parecieron pensárselo mejor y corrieron hacia la verja. Henry se lanzó tras ellos y Charlotte lo siguió pisándole los talones, pero Will tiró el arma y corrió escalera arriba.

—¿Qué ha pasado? —gritó, con la voz cargada de un pánico furioso—. ¿Estás herida? ¿Dónde está Jem?

—Estoy bien, no me han herido —susurró Tessa—. Pero Jem se ha desplomado. Allí. —Señaló a donde Jem yacía junto a la puerta.

Will perdió toda expresión, como una pizarra limpia de tiza. Sin volver a mirarla, corrió por la escalera y se dejó caer junto a Jem, diciendo algo en voz baja. Al no obtener respuesta, Will alzó las manos y gritó a Thomas que éste lo ayudara a llevar a Jem adentro, y gritó algo más que Tessa no puedo entender a través de la espesura que nublaba su mente. Quizá le estuviera gritando a ella. Tal vez todo fuera culpa suya. Si no se hubiera enfadado tanto, si no hubiera salido corriendo y Jem no la hubiera seguido…

Una oscura sombra cubrió la entrada. Era Thomas, despeinado y muy serio; sin decir nada, se arrodilló junto a Will. Juntos pusieron en pie a Jem y lo llevaron en brazos. Se apresuraron a entrar sin mirar atrás.

Mareada, Tessa miró hacia el patio. Algo era extraño, diferente. El repentino silencio después de todo ese alboroto y de tanto ruido. Las criaturas destruidas yacían hechas pedazos por el patio, el suelo estaba lleno de un fluido viscoso y resbaladizo, la verja estaba abierta y la luna brillaba pálida sobre la escena, igual que había brillado sobre Jem y sobre ella en el puente, donde él le había dicho que era humana.