12

SANGRE Y AGUA

No oso tocarla siempre, no sea que el beso

me abrase los labios. Sí señor, una breve dicha,

breve y amarga, halla uno en un gran pecado;

no obstante, Tú sabes qué cosa más dulce es.

ALGERNON CHARLES SWINBURNE, Laus Veneris

Cuando llegaron al Instituto, Sophie y Agatha los estaban esperando junto a las puertas abiertas con unos faroles. Tessa se tambaleaba de cansancio, y se sorprendió, y lo agradeció, cuando Sophie se acercó a ayudarla a subir los escalones. Charlotte y Henry llevaron a Nathaniel. Tras ellos, el carruaje de Will y de Jem traqueteaba cruzando la verja; la voz de Thomas cortó el frío aire con un saludo.

A Jessamine no se la veía por ninguna parte, lo que no sorprendió a Tessa.

Instalaron a Nathaniel en un dormitorio muy parecido al de Tessa, con los mismos muebles de pesada madera oscura, la misma cama y el mismo armario. Mientras Charlotte y Agatha metían a Nathaniel en la cama, Tessa se dejó caer en una silla junto a él, medio febril de preocupación y agotamiento. Voces, voces suaves como cuando se habla junto a los enfermos, se oían alrededor. Tessa oyó a Charlotte decir algo sobre los Hermanos Silenciosos, y Henry respondió algo sobre mensajeros ardientes, o mensajes, era difícil estar segura. En cierto momento, Sophie apareció junto a ella y le hizo beber algo caliente y agridulce que consiguió que, lentamente, un poco de energía le recorriera las venas. Pronto fue capaz de incorporarse en el asiento y mirar alrededor un poco, y entonces se dio cuenta, sorprendida, de que excepto por su hermano y ella, el dormitorio estaba vacío. Todos se habían marchado.

Miró a Nathaniel. Yacía inmóvil como un cadáver, con el rostro pálido y amoratado y el sucio cabello enredado sobre la almohada. Tessa no pudo evitar recordar, con una punzada de dolor, al hermano siempre bien vestido de sus recuerdos; el rubio cabello cuidadosamente cepillado y arreglado, los zapatos y los puños inmaculados. Este Nathaniel no se parecía al que había bailado con ella en el salón, tarareando para sí, por el simple placer de estar vivo.

Se inclinó hacia adelante, con la intención de contemplarlo más de cerca, y le pareció ver movimiento con el rabillo del ojo. Volvió la cabeza y vio que sólo era ella misma, reflejada en el espejo de la pared del fondo. Con el vestido de Camille, parecía a sus propios ojos una niña jugando a los disfraces. Era demasiado delgada para un estilo tan sofisticado. Parecía una niña, una niña tonta. No era de extrañar que Will…

—¿Tessie? —La voz de Nathaniel, débil y frágil, hizo que al instante dejase de pensar en Will—. Tessie, no me dejes. Creo que estoy enfermo.

—Nate. —Le buscó la mano y se la cogió entre las palmas enguantadas—. Te repondrás. Estarás bien. Han llamado a los médicos…

—¿Quiénes los han llamado? —Su voz era un frágil grito—. ¿Dónde estamos? No conozco este lugar.

—Esto es el Instituto. Ahora estarás a salvo.

Nathaniel parpadeó. Tenía ojeras oscuras, casi negras, bajo los ojos, y en los labios lo que parecía sangre seca. Su mirada iba de un lado a otro, sin pararse en nada.

—Cazadores de sombras. —Soltó las palabras en un suspiro—. No creía que existieran de verdad… El Magíster… —susurró de repente Nathaniel, y los nervios de Tessa se estremecieron— me dijo que ellos eran la Ley. Dijo que había que temerlos. Pero no hay ley en este mundo. No hay castigo, sólo matar o ser matado. —Alzó la voz—. Tessie, lo lamento tanto…, todo…

—El Magíster. ¿Te refieres a De Quincey? —quiso saber Tessa, pero Nate hizo entonces un sonido ahogado, y miró tras ella con una expresión de terrible pavor. Tessa le soltó la mano y se volvió para ver qué estaba mirando Nate.

Charlotte había entrado en el dormitorio sin hacer ruido. Aún llevaba la ropa de combate, aunque se había echado una anticuada capa larga por encima, con un doble cierre en el cuello. Se la veía muy pequeña, en parte porque el hermano Enoch estaba a su lado, proyectando una larga sombra sobre el suelo. Él vestía el mismo hábito color pergamino que la vez anterior, aunque en esta ocasión su bastón era negro, con el pomo tallado en forma de oscuras alas. Llevaba la capucha alzada, lo que le dejaba el rostro en sombras.

—Tessa, te acuerdas del hermano Enoch, ¿verdad? —dijo Charlotte—. Está aquí para ayudar a Nathaniel.

Con un aullido de terror animal, Nate agarró a Tessa por la muñeca. Ella lo miró desconcertada.

—¿Nathaniel? ¿Qué pasa?

—De Quincey me habló de ellos —exclamó Nathaniel con voz ahogada—. Los Gregori, los Hermanos Silenciosos. Pueden matar a un hombre con un pensamiento. —Se estremeció—. Tessa. —Su voz era un susurro—. Mira su rostro.

Tessa miró. Mientras habían estado hablando, el hermano Enoch se había sacado la capucha. Los planos huecos que tenía por ojos, iluminados por la luz mágica, y el cruel brillo de las puntadas rojas y rasgadas alrededor de la boca.

Charlotte avanzó un paso.

—Si el hermano Enoch pudiera examinar al señor Gray…

—¡No! —gritó Tessa. Se soltó de la mano de Nate y se colocó entre su hermano y los otros dos ocupantes del dormitorio—. No lo toque.

Charlotte parecía preocupada.

—Los Hermanos Silenciosos son nuestros mejores sanadores. Sin el hermano Enoch, Nathaniel… —Dejó la frase a medias—. Bueno, no hay mucho que podamos hacer por él.

Señorita Gray.

Tessa tardó un momento en darse cuenta de que esas palabras, su nombre, no se habían dicho en voz alta. En vez de eso, como un fragmento de una canción medio olvidada, habían sonado en el interior de su cabeza, pero no con la voz de sus propios pensamientos. Ese pensamiento era ajeno, distinto… exterior. Era la voz del hermano Enoch. Era la forma en que le había hablado cuando se había marchado de la habitación el primer día de Tessa en el Instituto.

Es interesante, señorita Gray, continuó Enoch, que usted sea una subterránea, y que su hermano en cambio no lo sea. ¿Cómo ha ocurrido una cosa así?

Tessa se quedó muy quieta.

—¿Puede… puede saberlo con sólo mirarlo?

—¡Tessie! —Nathaniel se incorporó de la almohada, con el rostro enrojecido—. ¿Qué haces hablando con el Gregori? ¡Es peligroso!

—No pasa nada, Nate —contestó Tessa, sin apartar los ojos del hermano Enoch. Sabía que tendría que estar asustada, pero lo que realmente sentía era una punzada de decepción—. ¿Quiere decir que no hay nada raro en Nathaniel? —preguntó en voz baja—. ¿Nada sobrenatural?

Nada en absoluto, contestó el Hermano Silencioso.

Hasta ese momento, Tessa no se había dado cuenta de que en cierto modo esperaba que su hermano fuera como ella. La decepción le aceró la voz.

—Y supongo que, ya que sabe usted tanto, sabrá indicarme qué soy yo. ¿Soy una bruja?

No puedo decírselo. Hay eso en usted que la marca como una de los Hijos de Lilith. Sin embargo, no tiene ninguna señal de demonio.

—Ya lo he notado —intervino Charlotte, y Tessa se dio cuenta de que ella también podía oír la voz del hermano Enoch—. Pensaba que quizá no fuera una bruja. Algunos humanos nacen con un pequeño poder, como la Visión. O podría tener sangre de hada…

No es humana. Es otra cosa. Lo estudiaré. Quizá haya algo en los archivos que pueda guiarme. Noto que usted tiene un poder. Un poder que ningún otro brujo posee.

—Se refiere al Cambio.

No. No me refiero a eso.

—Entonces, ¿qué? —Tessa estaba anonadada—. ¿Qué podría yo…? —Se calló al oír un ruido procedente de Nathaniel. Al volverse, vio que él había conseguido sacarse las mantas y estaba medio fuera de la cama, como si tratara de levantarse; tenía el rostro cubierto de sudor y pálido como la muerte. Tessa se sintió culpable. Había estado prestando tanta atención a lo que el hermano Enoch le estaba diciendo que se había olvidado de su hermano.

Fue rápidamente hacia la cama y, con la ayuda de Charlotte, obligaron a Nate a volver a apoyarse en la almohada y lo cubrieron con las mantas. Mientras Tessa lo arropaba, él la volvió a coger por la muñeca, con ojos enloquecidos.

—¿Lo sabe? —preguntó—. ¿Sabe dónde estoy?

—¿A quién te refieres? ¿A De Quincey?

—Tessie. —Le apretó la muñeca con fuerza y tiró de ella para poder susurrarle al oído—. Debes perdonarme. Me dijo que serías la reina de todos ellos. Me dijo que iban a matarme. No quiero morir, Tessie. No quiero morir.

—Claro que no —lo tranquilizó ella, pero él no parecía oírla. Sus ojos, fijos en el rostro de ella, se abrieron de repente, y Nate gritó.

—¡Apártalo de mí! ¡Apártalo de mí! —aulló. Tiró de ella, mientras sacudía con fuerza la cabeza de un lado al otro sobre la almohada—. ¡Dios santo, no dejes que me toque!

Asustada, Tessa volvió a soltar su mano, y se volvió hacia Charlotte, pero ésta se había apartado, y en su lugar estaba el hermano Enoch, con el rostro sin ojos, inmóvil.

Debe ayudarme con su hermano. O seguramente morirá.

—¿De qué habla? —preguntó Tessa con tristeza—. ¿Qué es lo que le pasa?

Los vampiros le han dado una droga, para que se estuviera quieto mientras ellos se alimentaban de él. Si no se le cura, la droga lo volverá loco y luego lo matará. Ya ha comenzado a sufrir alucinaciones.

—¡No es culpa mía! —chilló Nathaniel—. ¡No tenía elección! ¡No es culpa mía! —Volvió el rostro hacia Tessa; ella vio horrorizada que los ojos de Nathaniel se habían vuelto totalmente negros, como los de un insecto. Ahogó un grito mientras retrocedía.

—Ayúdelo. Por favor, ayúdelo. —Cogió al hermano Enoch de la manga, y al instante se arrepintió; el brazo que había debajo era duro como el mármol, y helado al tacto. Soltó la mano, horrorizada, pero el Hermano Silencioso no parecía haber notado siquiera su presencia. Pasó ante ella, y puso sus marcados dedos sobre la frente de Nathaniel. Éste se hundió en la almohada, cerrando los ojos.

Debe irse. El hermano Enoch le habló sin volverse. Su presencia sólo retrasará su curación.

—Pero Nate me ha pedido que me quedara…

Váyase. La voz dentro de Tessa era gélida.

Tessa miró a su hermano; estaba inmóvil sobre la almohada, con el rostro relajado. Tessa se volvió hacia Charlotte con la intención de protestar, pero Charlotte respondió a su mirada con un leve movimiento de cabeza. Sus ojos era compasivos, pero inflexibles.

—En cuanto el estado de tu hermano mejore, iré a buscarte. Te lo prometo.

Tessa miró al hermano Enoch. Éste había abierto la bolsa que llevaba a la cintura y estaba colocando objetos en la mesita de noche, lenta y metódicamente. Viales de cristal con polvos y líquidos, manojos de plantas secas, pequeñas barras de alguna sustancia negra como una especie de carbón blando.

—Si algo le pasa a Nate, nunca se lo perdonaré —dijo Tessa—. Nunca.

Era como hablarle a una estatua. El hermano Enoch no le respondió ni tan sólo le dirigió un simple gesto.

Tessa salió rápidamente de la habitación.

Sus ojos se habían acostumbrado a la tenue luz del dormitorio de Nate, y el brillo de los velones la deslumhró. Se apoyó contra la pared junto a la puerta, conteniendo las lágrimas. Era la segunda vez esa noche que estaba a punto de llorar, y eso la molestaba. Apretó el puño derecho y lo estrelló contra la pared que estaba a su espalda, con fuerza, y una oleada de dolor le subió por el brazo. Aquello le cortó las lágrimas y le aclaró la cabeza.

—Eso ha tenido pinta de doler.

Tessa se volvió. Jem había aparecido en el pasillo detrás de ella, sigiloso como un gato. Se había cambiado de ropa. Llevaba unos anchos pantalones oscuros atados a la cintura, y una camisa blanca sólo un poco más clara que su piel. Tenía el cabello húmedo y se le rizaba contra la sien y en la nuca.

—Se trataba de eso. —Tessa se llevó la mano al pecho. El guante había suavizado el golpe, pero aun así le dolían los nudillos.

—Tu hermano, ¿se va a poner bien? —preguntó Jem.

—No lo sé. Está ahí dentro con uno de esos… una de esas criaturas monjes.

—El hermano Enoch. —Jem la miró con ojos compasivos—. Sé qué aspecto tienen los Hermanos Silenciosos, no es muy tranquilizador, pero son realmente muy buenos médicos. Le conceden mucha importancia a la sanación y a las artes médicas. Viven mucho tiempo y su sabiduría es admirable.

—No parece que valga la pena vivir mucho si has de soportar ese aspecto.

Jem intentó reprimir una sonrisa.

—Supongo que depende de para qué vives. —La miró fijamente. Había algo en la manera en que Jem miraba, pensó Tessa. Como si viera dentro y más allá de los demás. Pero nada en el interior, nada que viera u oyera, podía molestarlo, inquietarlo o decepcionarlo.

—El hermano Enoch —dijo ella de repente—. ¿Sabes lo que ha dicho? Me ha dicho que Nate no es como yo. Que es totalmente humano. Que no posee ningún poder especial.

—¿Y eso te molesta?

—No lo sé. Por una parte no le desearía esto… esta cosa que soy… ni a él ni a nadie. Pero si no es como yo, eso significa que no es totalmente mi hermano. Él es el hijo de mis padres. Pero ¿de quién soy hija yo?

—No tienes que preocuparte por eso. Sin duda, sería maravilloso si todos supiéramos exactamente quiénes somos. Pero ese conocimiento no nos viene de fuera, sino de dentro. «Conócete a ti mismo», dice el oráculo. —Jem sonrió—. Perdona si eso suena a puro sofisma. Pero lo he aprendido por propia experiencia.

—El problema es que yo no me conozco a mí misma. —Tessa negó con la cabeza—. Lo siento. Después de la forma en que has luchado contra De Quincey, debes de pensar que soy una terrible cobarde, llorando porque mi hermano no es un monstruo y no tengo suficiente valor para ser un monstruo yo sola.

—No eres un monstruo —repuso Jem—. Ni una cobarde. Al contrario, me ha impresionado mucho la forma en que disparaste a De Quincey. No tengo ninguna duda de que lo habrías matado si hubiera habido más balas en la pistola.

—Sí, creo que lo habría hecho. Hubiera querido matarlos a todos ellos.

—Eso es lo que Camille nos pidió que hiciéramos, ¿sabes? Matarlos a todos. Quizá lo que estabas sintiendo eran sus emociones.

—Tal vez, pero Camille no tiene ninguna razón para preocuparse por Nate, ni por lo que le suceda, y fue entonces cuando sentí unas ganas más intensas de matar. Cuando vi allí a mi hermano, cuando me di cuenta de lo que planeaban hacerle… —Respiró hondo—. No sé en qué medida era yo y en cuál Camille. Y ni siquiera sé si está bien tener esa clase de sentimientos…

—¿Te refieres —preguntó Jem— a que una chica tenga esos sentimientos?

—A que los tenga cualquiera, quizá… No lo sé. Sí, tal vez me refería a sentirlo siendo una chica.

Jem parecía estar mirando a través de ella, como si viera algo más allá, más allá del pasillo, incluso más allá del Instituto.

—Seas lo que seas físicamente —dijo finalmente—, hombre o mujer, fuerte o débil, enfermo o sano, todo eso no importa tanto como lo que tengas en el corazón. Si posees el alma de un guerrero, eres un guerrero. Todas esas otras cosas son tan sólo el cristal de la lámpara, pero tú eres la luz que brilla en su interior. —Entonces sonrió, un poco incómodo, como si hubiera vuelto a sí mismo—. Eso es lo que creo.

Antes de que Tessa pudiera contestarle, se abrió la puerta de la habitación de Nate y salió Charlotte. Respondió a la mirada de Tessa asintiendo con un cansado gesto de la cabeza.

—El hermano Enoch ha ayudado mucho a tu hermano —explicó—, pero aún queda mucho por hacer, hemos de esperar a mañana antes de que sepamos algo más. Sugiero que te vayas a dormir, Tessa. Necesitarás estar descansada para ayudar a Nathaniel.

Con un esfuerzo, Tessa se obligó a asentir y a no marear a Charlotte con un montón de preguntas para las que sabía que no obtendría respuesta.

—Y Jem —añadió Charlotte—. ¿Podemos hablar un momento? ¿Me acompañas a la biblioteca? Jem asintió.

—Naturalmente. —Sonrió a Tessa inclinando la cabeza—. Entonces, hasta mañana —dijo, y siguió a Charlotte por el pasillo.

En cuanto ambos se perdieron de vista, Tessa trató de abrir la puerta de Nate. Estaba cerrada con llave. Suspirando, se volvió y se dirigió hacia el otro lado del pasillo. Quizá Charlotte tuviera razón. Tal vez debería dormir un poco.

A la mitad del pasillo, oyó un alboroto. Sophie, con un cubo de metal en cada mano, apareció de repente en el corredor, dando un portazo. Parecía furiosa.

—Su alteza está de un gran humor esta noche —anunció mientras Tessa se acercaba—. Me acaba de tirar un cubo a la cabeza.

—¿Quién? —preguntó Tessa, y entonces cayó en la cuenta—. Oh, te refieres a Will. ¿Está bien?

—Lo suficiente como para andar tirando cubos —contestó Sophie enfadada—. Y para llamarme por un nombre desagradable. No sé lo que significa ni sé si quiero saberlo, pero era en francés, y eso tiene muchos números para que su significado no me guste lo más mínimo. —Apretó los labios—. Será mejor que vaya corriendo a buscar a la señora Branwell. Quizá ella puede hacer que se tome la cura, ya que yo no he sido capaz.

—¿La cura?

—Debe beberse esto. —Sophie alargó un cubo hacia Tessa; ésta no pudo ver bien lo que contenía, pero parecía agua corriente—. Tiene que hacerlo por su propio bien. O no querría decir lo que va a pasar.

Un impulso desenfrenado se apoderó de Tessa.

—Yo conseguiré que lo haga. ¿Dónde está?

—Arriba, en el desván. —Sophie abrió mucho los ojos—. Yo que usted no lo haría, señorita. Se pone de lo más desagradable cuando está así.

—No me importa —contestó Tessa, y cogió el cubo. Sophie se lo pasó con una mirada de alivio y aprensión. El cubo era sorprendentemente pesado, lleno hasta el borde de líquido, y salpicaba continuamente—. Will Herondale necesita aprender a tomarse la medicina como un hombre —añadió Tessa, y abrió la puerta que llevaba al desván. Sophie se la quedó mirando con una expresión que reflejaba claramente que pensaba que Tessa había perdido la cabeza.

Tras la puerta había una estrecha escalera que iba hacia arriba. Tessa sujetó el cubo ante ella mientras subía; se salpicó agua en el vestido, y se le puso la piel de gallina. Cuando llegó a lo alto de la escalera, estaba mojada y jadeante.

No había puerta al final de la escalera; acababa de golpe en el desván, una sala enorme con el techo tan inclinado que parecía que estuviera demasiado bajo. Por encima pasaban las vigas de lado a lado, y había unas ventanas cuadradas situadas a muy poca altura a intervalos regulares en las paredes; a través de ellas, Tessa pudo ver la luz gris del amanecer. El suelo era de planchas de madera casi sin pulir. No había muebles, ni otra luz más allá de la tenue iluminación que entraba por las ventanas. Un tramo de escalones aún más estrechos llevaba a una trampilla cerrada en el techo.

En el centro de la sala yacía Will, descalzo, tirado de espaldas sobre el suelo. Varios cubos lo rodeaban; al acercarse, Tessa vio que el suelo a su alrededor estaba empapado de agua, agua que corría en hilillos por las tablas y formaba pequeños charcos en las irregularidades de la madera. Parte del agua estaba teñida de un tono rojizo, como si se hubiera mezclado con sangre.

Will tenía un brazo sobre el rostro, tapándole los ojos. No estaba quieto, sino que se movía sin parar, como si sintiera dolor. Mientras Tessa se acercaba, Will dijo algo en voz baja, algo que parecía un nombre. «Cecily», pensó Tessa. Sí, sonaba mucho como si hubiera dicho el nombre Cecily.

—¿Will? —preguntó Tessa—. ¿Con quién estás hablando?

—Estás de vuelta, ¿eh, Sophie? —replicó Will sin alzar la cabeza—. Ya te he dicho que si me traías otros de esos cubos infernales, te…

—No soy Sophie, Will. Soy yo, Tessa.

Por un momento, Will se calló y se quedó inmóvil, excepto por la respiración agitada de su pecho. Sólo llevaba unos pantalones y una camisa blanca, e igual que el suelo, estaba empapado. La tela de la ropa se le pegaba al cuerpo, y su cabello negro parecía un trapo mojado. Debía de estar helado.

—¿Te han enviado a ti? —dijo finalmente. Parecía incrédulo, y algo más también.

—Sí —contestó Tessa, por más que aquello no era del todo cierto.

Will abrió los ojos y volvió la cabeza hacia ella. Incluso en la penumbra, Tessa pudo ver la intensidad del color de los ojos del chico.

—Muy bien. Entonces, deja el agua y vete.

Tessa miró dentro del cubo. Por alguna razón, sus manos no parecían querer soltar el asa.

—¿Y qué es? Quiero decir, ¿qué es exactamente lo que te he subido?

—¿No te lo han dicho? —La miró sorprendido—. Es agua bendita. Para quemar lo que está dentro de mí.

Le tocó el turno de sorprenderse a Tessa.

—¿Quieres decir…?

—Me olvido siempre de todo lo que no sabes —repuso Will—. ¿Recuerdas que hace un rato he mordido a De Quincey? Bueno, pues tragué un poco de su sangre. No mucha, pero no hace falta mucha para que suceda.

—¿Para que suceda el qué?

—Convertirte en un vampiro.

Tessa estuvo a punto de soltar el cubo.

—¿Te estás convirtiendo en un vampiro?

Will sonrió al oírla, y se incorporó sobre el codo.

—No te alarmes sin motivo. Hacen falta días para que la transformación se produzca, e incluso entonces, tendría que morir para que ocurriera. Lo que la sangre haría es hacerme sentir irresistiblemente atraído hacia los vampiros, atraído hacia ellos con la esperanza de que me convirtieran en uno de los suyos. Como sus siervos humanos.

—Y el agua bendita…

—Contrarresta los efectos de la sangre. Tengo que beberla todo el rato. Me hace vomitar, claro; me ayuda a eliminar toda la sangre y todo lo demás que tengo en mi interior.

—Dios santo. —Tessa le acercó el cubo haciendo una mueca—. Entonces, supongo que es mejor que te lo dé.

—Supongo que sí. —Will se sentó, y extendió las manos para cogerle el cubo. Miró el contenido con el ceño fruncido, y luego lo cogió y se lo inclinó para beber. Después de unos cuantos tragos, hizo una mueca de asco y se tiró el resto por encima de la cabeza. Una vez vacío, tiró el cubo a un lado.

—¿Eso también sirve? —preguntó Tessa con auténtica curiosidad—. ¿Tirarte el agua por encima de la cabeza?

Will hizo un ruido ahogado que era en parte una carcajada.

—Haces unas preguntas…

Meneó la cabeza, lanzando gotas de agua de su cabello a la ropa de Tessa. Tenía toda la parte delantera de la camisa empapada, y se le transparentaba. La forma en que se pegaba a su cuerpo…, mostrando todos sus contornos: las curvas de los duros músculos, la afilada línea de la clavícula, la Marcas que parecían atravesar la tela como un fuego negro. Todo eso hizo pensar a Tessa en cuando se colocaba un papel fino sobre un grabado en relieve y se pasaba el carboncillo por encima para que aparezca la forma. Tragó saliva.

—La sangre me da fiebre, hace que me arda la piel —explicó Will—. No consigo refrescarme. Pero sí, el agua ayuda.

Tessa se lo quedó mirando. Cuando él había entrado en su dormitorio de la Casa Oscura, Tessa había pensado que era el chico más hermoso que jamás había visto, pero en ese momento, mirándolo…, nunca había mirado así a un chico, de una manera que le hacía subir la sangre al rostro y le tensaba el pecho. Más que nada, deseaba tocarlo, acariciar su cabello mojado, comprobar si sus brazos, sus nudosos músculos, eran tan duros como parecían, y si la callosa palma de su mano era áspera; poner su mejilla contra la de él y notar sus pestañas rozándole la piel. Unas pestañas tan largas…

—Will —dijo Tessa, e incluso a ella misma su voz le sonó sin fuerza—. Will, quería preguntarte…

Él la miró. El agua le pegaba las pestañas, que parecían formar afiladas puntas estrelladas.

—¿Qué?

—Actúas como si no te importara nada —dijo rápidamente. Se sentía como si hubiera estado corriendo, hubiera llegado a la cima y siguiera corriendo colina abajo, y ya no pudiera parar. La gravedad la llevaba hacia donde tenía que ir—. Pero… a todo el mundo le importa algo. ¿Verdad?

—¿Tu crees? —dijo Will suavemente. Cuando ella no contestó, él se inclinó—. Tess —dijo—. Ven a sentarte a mi lado.

Tessa lo hizo. El suelo estaba frío y mojado, pero se sentó, envolviéndose con la falda, de forma que sólo se le veía la punta de las botas. Miró a Will, estaban muy juntos, mirándose. Sus rasgos bajo la luz grisácea eran fríos y claros; sólo la boca aparentaba cierta suavidad.

—Nunca te ríes —dijo Tessa—. Actúas como si todo fuera una broma, pero nunca ríes. A veces sonríes cuando crees que nadie se está fijando en ti.

Durante un instante, él permaneció en silencio.

—Tú —dijo finalmente con cierta renuencia—. Tú me haces reír. Desde el momento en que me golpeaste con aquella botella.

—Era una jarra —corrigió ella automáticamente.

Los labios de Will se alzaron en las comisuras.

—Por no hablar de la forma en la que siempre estás corrigiéndome. Y con esa expresión tan divertida en la cara cuando lo haces. Y la forma en que gritaste a Gabriel Lightwood. E incluso cómo le replicaste a De Quincey. Me haces… —Se calló de golpe, mirándola, y Tessa se preguntó si su aspecto reflejaría cómo se sentía: asombrada y ansiosa—. Déjame verte las manos —dijo él de repente—. ¿Tessa?

Ella se las mostró, palmas arriba, sin casi mirarlas. No podía apartar los ojos del rostro de Will.

—Aún hay sangre —le dijo él—. En tus guantes.

Tessa bajó la mirada y vio que era cierto. No se había sacado los guantes de piel de Camille, y estaban manchados de sangre y ceniza, rasgados en las puntas, de cuando había tratado de quitarle los grilletes a Nate.

—Oh —exclamó, y comenzó a retirar las manos, con la intención de sacarse los guantes, pero Will sólo le soltó la mano izquierda. Siguió sujetándole la derecha, sin fuerza, por la muñeca. El llevaba un pesado anillo de plata en el dedo índice derecho, tallado con un delicado diseño de pájaros en vuelo. Tenía la cabeza gacha, y el húmedo cabello le caía hacia adelante; Tessa no le podía ver el rostro. El pasó suavemente los dedos por la superficie del guante. Cuatro botones de perlas lo cerraban en la muñeca, y Will pasó la punta de los dedos sobre ellos; luego los abrió, y su pulgar rozó directamente la piel de la muñeca de Tessa, donde latían las venas azuladas.

Tessa casi pegó un brinco.

—Will.

—Tessa —repuso él—, ¿qué quieres de mí?

Seguía acariciándole la muñeca; y su contacto estaba provocando extrañas sensaciones deliciosas en la piel y los nervios de Tessa. Le tembló la voz al contestar.

—Qui… quiero entenderte.

Él la miró entre las largas pestañas.

—¿Es realmente necesario?

—No lo sé —contestó Tessa—. No estoy segura de que nadie te entienda, excepto quizá Jem.

—Jem no me entiende —replicó Will—. Se preocupa por mí, como podría hacerlo un hermano. No es lo mismo.

—¿Y quieres que te entienda?

—Dios santo, no —contestó rotundo—. ¿Para qué necesita él saber las razones por las que llevo la vida que llevo?

—Tal vez tan sólo quiera saber que existe una razón —aventuró Tessa.

—¿Y eso importa? —preguntó Will en voz baja, y con un rápido movimiento, le sacó el guante de la mano. Tessa sintió el frío aire de la sala en la piel desnuda, y un escalofrío la recorrió de arriba abajo, como si de repente se encontrara desnuda en medio del frío—. ¿Importan las razones cuando no se puede hacer nada para cambiar las cosas?

Tessa buscó una respuesta, y no la encontró. Estaba temblando, casi con demasiada intensidad para poder hablar.

—¿Tienes frío? —Will entrelazó los dedos con los de ella y le apretó la mano contra su mejilla. Tessa se sorprendió del calor febril de su piel—. Tess —dijo él, con un murmullo grave de deseo, y ella se inclinó hacia él, moviéndose como un árbol con las ramas cargadas de nieve. A Tessa le dolía todo el cuerpo; le dolía, como si tuviera un terrible vacío en su interior. Notaba la cercanía de Will como nunca había notado nada o a nadie en toda su vida, el tenue brillo azul bajo los párpados entornados, la sombra de una incipiente barba en el mentón donde no se había afeitado, las difuminadas cicatrices blancas que le salpicaban la piel de los hombros y el cuello, y sobre todo, la boca, su forma de media luna, el ligero hoyuelo en el centro de su labio inferior. Cuando él se inclinó hacia ella y le rozó los labios con los suyos, ella se cogió a él como si estuviera a punto de ahogarse.

Durante unos instantes, sus bocas se juntaron totalmente; Will le enredó la mano libre en el cabello. Tessa ahogó un grito cuando él la rodeó con los brazos y la apretó con fuerza contra sí. Ella le rodeó el cuello con los brazos, suavemente; la piel de Will estaba ardiendo. A través de la fina tela mojada de la camisa, Tessa notó los músculos de los hombros, duros y suaves. Los dedos de él hallaron el pasador enjoyado en el cabello de Tessa y lo soltaron; el cabello le cayó sobre los hombros, el pasador rebotó en el suelo y Tessa no pudo evitar un gritito de sorpresa contra la boca de Will. Y luego, sin ningún aviso, él la soltó de su abrazo y la empujó por los hombros, apartándola de él con tanta fuerza que Tessa casi cayó de espaldas, y sólo se sujetó con dificultad, colocando las manos en el suelo tras de sí.

Se sentó con el cabello suelto como una cortina enmarañada, y lo miró incrédula. Will estaba de rodillas; el pecho le subía y bajaba como si hubiera estado corriendo a gran velocidad durante mucho rato. Estaba pálido, excepto por dos manchas de color en las mejillas.

—Dios del Cielo —murmuró—. ¿Qué ha sido eso?

Tessa sintió que se sonrojaba violentamente. ¿No era Will el que se suponía que sabía exactamente qué era eso, y no era ella la que se suponía que debía haberlo apartado?

—No puedo. —Will apretaba los puños en los costados; Tessa los vio temblar—. Tessa, creo que será mejor que te vayas.

—¿Irme? —La cabeza le dio vueltas; se sintió como si hubiera estado en un lugar cálido y seguro, y de repente la hubieran arrojado a la oscuridad fría y vacía—. No… no debería haber sido tan atrevida. Lo siento…

Una mirada de intenso dolor cruzó el rostro de Will.

—¡Dios, Tessa! —Parecía que le estuvieran arrancando las palabras—. Por favor. Vete. No puedo tenerte aquí. No… no es posible.

—Will, por favor…

—¡No! —Will apartó la mirada de ella, volvió la cara y clavó los ojos en el suelo—. Mañana te diré todo lo que quieras saber. Lo que sea. Pero ahora, déjame solo. —Se le quebró la voz—. Tessa. Te lo estoy rogando, ¿lo entiendes? Te lo estoy rogando. Por favor, por favor, vete.

—Muy bien —replicó Tessa, y vio, con una mezcla de sorpresa y dolor, que las señales de tensión desaparecían de los hombros de Will. ¿Era tan terrible tenerla ahí, y tanto alivio el que se marchara? Se puso en pie, con el vestido húmedo, frío y pesado, casi resbalando en el suelo mojado. Will no se movió ni alzó la mirada, sino que se quedó donde estaba, de rodillas, mirando al suelo, mientras Tessa cruzaba la sala hasta alcanzar la escalera y bajaba sin mirar atrás.

Un rato después, en su dormitorio iluminado por el pálido resplandor del amanecer londinense, Tessa se hallaba tendida en la cama, demasiado agotada para sacarse el vestido de Camille, demasiado agotada incluso para dormir. Había sido un día de primeras veces. La primera vez que había usado su poder por voluntad y decisión propia, y se había sentido bien por eso. La primera vez que había disparado una pistola. Y, la única primera vez con la que había soñado durante años, su primer beso.

Tessa se dio la vuelta y hundió el rostro en la almohada. Durante muchos años había imaginado cómo sería su primer beso; si él sería apuesto, si la amaría, si sería bueno. Nunca se hubiera imaginado que el beso sería tan breve, tan desesperado, tan extraño. O que sabría a agua bendita. A agua bendita y a sangre.