El Jardín Celestial no intimidaba tanto en la segunda visita, se aseguró Miles a sí mismo. Esta vez no estaban perdidos en un gran arroyo de enviados galácticos: eran sólo un pequeño grupo de tres. Miles, el embajador Vorob’yev y Mia Maz entraron por una puerta lateral, casi en privado. Un solo servidor los escoltó a su destino.
El trío ofrecía una buena imagen. Miles y el embajador llevaban uniformes de gala negros. Maz se había puesto unas túnicas flotantes negras y blancas. Esa combinación le permitía usar los dos colores del duelo, hacer un homenaje al dolor de Cetaganda sin pasar los límites del hautprivilegio. No era casualidad que la ropa también le resaltara el cabello negro y la tez llena de vida y, de alguna manera, también a los dos hombres que la acompañaban. El hoyuelo de la mejilla de la vervani relampagueó con su sonrisa de placer y alegría, dirigida, por encima de la cabeza de Miles, al embajador Vorob’yev. Entre los dos, Miles se sentía como un chiquillo travieso escoltado con firmeza por sus padres. Vorob’yev no pensaba correr el riesgo de otra violación de etiqueta.
La ofrenda de poesía elegíaca a la emperatriz muerta no era una ceremonia a la que asistieran delegados galácticos, con excepción de unos pocos aliados cetagandanos de alto rango. Miles no contaba en ninguno de estos grupos, y Vorob’yev había tenido que mover todos los hilos que tenía entre manos para conseguirles la invitación. Iván se había disculpado, con la excusa del cansancio por la práctica de baile de salón y las fiestas de fuegos del día anterior, por no mencionar los planes de cuatro invitaciones más para la tarde y la noche siguientes. Era un cansancio sospechosamente selectivo. Miles lo había dejado hacer: su deseo sádico de obligar a su primo a sentarse con él durante toda la tarde, que prometía ser interminable, se había diluido con la reflexión de que su primo no tendría mucho que aportar a lo que él había planeado como una expedición para la obtención de datos. Y tal vez, sólo tal vez, Iván podría establecer algunos contactos útiles entre los ghem. Vorob’yev lo había sustituido por la mujer vervani. Eso había encantado a la elegida y favorecía los planes de Miles.
Para alivio de Miles, la ceremonia no se celebraría en la rotonda con sus asociaciones alarmantes y el cuerpo de la emperatriz todavía a la vista de todos. Y los haut tampoco usaban auditorios, les hubiera parecido grosero y demasiado directo con sus filas eficientes de espectadores. El servidor los condujo a un… valle era la palabra más adecuada, supuso Miles, una hondonada llena de flores, plantas y cientos de pequeños asientos como cajas, todos orientados hacia un conjunto complejo de plataformas y estrados en el fondo. Como correspondía a su rango, o falta de rango, el servidor colocó a los barrayareses en la última fila, la más alta, a tres cuartos de vuelta de la mejor vista. Eso convenía a Miles: desde ahí, podría estudiar al público sin que nadie lo viera. Los bancos del fondo eran de madera pulida a mano hasta conseguir un acabado perfecto. Mia Maz, a la que Vorob’yev acompañó caballerosamente a un asiento, se arregló las faldas del vestido y miró a su alrededor con los ojos brillantes.
Miles también echó un vistazo, atento pero con los ojos más cansados: había pasado gran parte del día anterior frente a la pantalla de la comuconsola estudiando datos con la esperanza de encontrar un final para ese laberinto. Los haut estaban llegando a sus lugares: hombres con túnicas abiertas, nevadas, junto a burbujas blancas. El valle empezaba a parecer un gran banco de rosas trepadoras blancas que se abrían todas al mismo tiempo en un frenesí de floración. Finalmente, Miles descubrió el propósito de los asientos tipo caja: proporcionaban lugar suficiente para las burbujas. ¿Estaría Rian entre ellas?
—¿Las mujeres hablan primero o cómo lo organizan? —preguntó Miles a Maz.
—Las mujeres no van a hablar hoy —dijo Maz—. Ya realizaron su ceremonia ayer. Hoy empiezan con el hombre de menor rango y van subiendo por las constelaciones.
Los gobernadores de satrapías al final. Todos ellos. Miles se acomodó con la paciencia de una pantera en un árbol. Los hombres que había venido a ver estaban en el fondo del valle. Si Miles hubiera tenido cola, la habría movido constantemente.
Como no la tenía, tuvo que contenerse para no golpear el suelo con la bota.
Los ocho gobernadores de satrapías, ayudados por los ghemoficiales de más alto rango de cada satrapía, se hundieron en sus asientos junto a los estrados. Miles entornó los ojos y deseó haber llevado un larga vistas de gran alcance… aunque en realidad, no habría podido pasarlo por el rastreo de Seguridad. Con una mueca de simpatía, se preguntó qué estaría haciendo el ghemcoronel Benin y si, entre bastidores, Seguridad de Cetaganda se ponía tan frenética como Seguridad de Barrayar en las ceremonias que incluían al emperador Gregor. No le costaba imaginárselos.
Pero él tenía lo que había venido a buscar: a sus ocho sospechosos artísticamente colocados uno junto a otro para el análisis. Estudió a los cuatro primeros de la lista con más atención que a los demás.
El gobernador de Mu Ceta era de la constelación Degtiar, tío del Emperador, aunque no tío directo, hermanastro de la antigua emperatriz. Maz también lo estudió con atención cuando acomodó su viejo cuerpo en el asiento y alejó a sus ayudantes con movimientos temblorosos, irritados. Hacía dos años que estaba en su puesto, sustituyendo al gobernador anterior que ahora estaba retirado en el exilio después del fracaso de la invasión vervani. El hombre era muy viejo, tenía mucha experiencia y lo habían elegido explícitamente para apaciguar los temores vervaníes de que se repitiera el intento. No era del tipo traidor, pensó Miles. Sin embargo, según el testimonio de la haut Rian, todos aquellos hombres habían dado por lo menos un paso hacia la traición, al recibir los bancos genéticos no autorizados.
El gobernador de Rho Ceta, el vecino más cercano de Barrayar, preocupaba mucho más a Miles. Haut Este Rond era de edad madura, vigoroso, hautalto aunque extrañamente pesado. Su ghemoficial se mantenía bien lejos de los amplios movimientos del gobernador. El efecto general que daba Rond era de autoritarismo. Y era tenazmente autoritario en sus esfuerzos, diplomáticos y de cualquier otro tipo: en ese momento sus esfuerzos estaban dedicados a mejorar el acceso comercial a Cetaganda a través de los saltos de agujero de gusano de Komarr, controlados por Barrayar. Rond era una de las constelaciones más jóvenes, una constelación que necesitaba expandirse. El haut Este Rond era un punto caliente, de eso no cabía duda alguna.
Poco después entró el gobernador de Xi Ceta, vecino de Marilac, con la cabeza erguida. Haut Slyke Giaja era lo que Miles denominaba un típico hautlord, alto, delgado y vagamente afeminado. Arrogante, como correspondía al hermanastro menor del Emperador. Y peligroso. Lo bastante joven como para tenerlo en cuenta, aunque era mayor que Este Rond.
El sospechoso más joven, haut Ilsum Kety, gobernador de Sigma Ceta, era un muchachito de apenas cuarenta y cinco años. Tenía una complexión muy parecida a la de Slyke Giaja, que en realidad era su primo por línea materna, y las dos madres eran hermanastras, aunque de diferentes constelaciones. Los árboles genealógicos de las hautfamilias eran todavía más confusos que los de los Vor. Para rastrear a todos los hijastros y hermanastros habría hecho falta recurrir a un técnico en genética que investigara el asunto con dedicación exclusiva.
Ocho burbujas blancas flotaron hacia el valle y ocuparon un arco hacia la izquierda. Los ghemoficiales se colocaron en un arco similar a la derecha. Los oficiales se quedarían de pie durante toda la ceremonia de la tarde, comprendió Miles de pronto. Al parecer, ser ghemgeneral no era ninguna bicoca. Pero… ¿alguna de esas burbujas sería…?
—¿Quiénes son esas damas? —preguntó Miles a Maz, señalando hacia el octeto.
—Son las consortes de los gobernadores de satrapías.
—Pero… pensé que los haut no se casaban.
—No hay nada personal en el título. Se las designa centralmente, como a los gobernadores.
—¿No las nombran los gobernadores? ¿Y qué función cumplen? ¿Secretarias sociales?
—No. Las elige la emperatriz. La representan en los asuntos relacionados con el Criadero Estrella. Los haut que viven en las satrapías mandan sus contratos genéticos a través de las consortes al banco genético central en el Jardín Celestial, donde se realizan las fertilizaciones y alteraciones genéticas. Las consortes también supervisan la devolución de los replicadores uterinos con los fetos vivos a sus padres. Estoy segura de que es el envío más poco frecuente de todo el imperio cetagandano… un envío anual para cada planeta.
—¿Es decir que las consortes viajan a Eta Ceta una vez al año personalmente para supervisar los envíos?
—Sí.
—Ah… —Miles se acomodó en la silla, con una mirada fija. Ahora se daba cuenta de cómo había funcionado el plan de la emperatriz Lisbet, ahora veía los canales vivientes que había usado la emperatriz para comunicarse con los gobernadores. Si cada una de esas consortes no estaba involucrada hasta las cejas en el complot, él era capaz de comerse las botas. Dieciséis, tengo dieciséis sospechosos, no ocho. Ay, Dios… Y él que había venido a la ceremonia con la esperanza de reducir la lista… Pero la conclusión lógica era que la persona que hubiera asesinado a Ba Lura tal vez no había tenido que robar ni pedir prestada una de las burbujas de hautlady. Tal vez tenía una—. ¿Y las consortes trabajan junto a los gobernadores de satrapías?
Maz se encogió de hombros.
—A decir verdad, no lo sé. No necesariamente, supongo. Sus áreas de responsabilidad son muy distintas.
Apareció un mayordomo en el centro del escenario. Hizo un gesto. Todas las voces del valle se acallaron. Todos los hautlores se dejaron caer de rodillas sobre almohadones que habían dispuesto frente a los bancos. Todas las burbujas blancas se movieron en el aire hacia arriba y hacia abajo. Miles todavía estaba preguntándose cuántas de las hautladies hacían trampa y se saltaban las reglas de las ceremonias. Después de un momento de silencio expectante, llegó el Emperador, escoltado por guardias vestidos de blanco y rojo sangre, con la cara pintada como el cuerpo de una cebra, un aspecto terrible si se consideraba fríamente. Miles los contempló con ese espíritu no por el maquillaje sino porque sabía los nervios y la ansiedad que recorrían el índice apoyado en el gatillo de los hombres que tenían la terrible responsabilidad de la vida del Emperador en sus manos.
Era la primera vez en su vida que Miles veía al Emperador cetagandano en persona. Estudió al hombre con la avidez con que había estudiado a los gobernadores de las satrapías. El emperador haut Fletchir Giaja era alto, delgado, con la cara de halcón que también tenían sus primos, el cabello sin rasgos de gris a pesar de sus setenta y tantos años. Un superviviente: había llegado a su rango a una edad fantásticamente temprana para un cetagandano, menos de treinta años y había pasado de una juventud titubeante a una madurez aparentemente sólida como el hierro. Se sentó con movimientos seguros y armoniosos, serenos y confiados. Rodeado por traidores que le hacían reverencias. A Miles se le escapó un resoplido y respiró hondo, aturdido por la ironía. El mayordomo hizo otra señal y todo el mundo volvió a su asiento guardando un silencio sorprendente.
La presentación de los poemas elegíacos en honor de la difunta haut Lisbet Degtiar empezaba con las voces de los jefes de las constelaciones menores. Los poemas estaba compuestos en media docena de tipos formales, todos cortos, por suerte. Miles quedó muy impresionado con la elegancia, la belleza y la aparente profundidad de sentimiento de las primeras tres ofrendas. El recitado tenía que ser una especie de tortura formal, como hacer un juramento o casarse, uno de esos momentos en el que los preparativos son mucho más prolongados que la ocasión final. Se habían tomado todas las precauciones posibles para cada uno de los movimientos, voces y variaciones imperceptibles de lo que para el ojo inexperto de Miles eran sólo conjuntos idénticos de túnicas blancas. Pero gradualmente, empezó a darse cuenta de que había frases repetidas y estereotipadas, ideas viejas y para cuando llegaron al poema número trece, se le estaba empezando a empañar la vista. Su mayor deseo era que Iván estuviera a su lado, sufriendo con él.
De vez en cuando, Maz le susurraba al oído una interpretación, una crítica y eso le ayudaba a controlar el sueño. No había dormido bien la noche anterior. Los gobernadores de satrapías estaban imitando bien a hombres de cera o momias, excepto el anciano gobernador de Mu Ceta, que se había dejado caer en un bulto de aburrimiento y miraba, con ojos sardónicos y entornados, cómo sus colegas jóvenes, es decir todos los demás de la sala, se entregaban a la función con varios grados de sudor y gracia. Cuando les tocaba el turno a los hombres mayores y más experimentados, cumplían mejor que los jóvenes aunque los poemas que presentaran no fueran necesariamente los mejores.
Miles meditó sobre el carácter del lord X, intentando relacionarlo con una de las ocho caras que tenía frente a él. El traidor/asesino era algo así como un genio táctico. Le habían ofrecido una oportunidad impensada de conseguir más poder, la había cazado al vuelo, creado un plan y dado el golpe. ¿Cuánta rapidez había necesitado? El primer gobernador de satrapía había llegado a Eta Ceta sólo diez días antes que Miles e Iván, que estaban allí hacía cuatro días. Yenaro, según informes del oficial de SegImp en la embajada, había terminado su escultura en dos días a partir de unos diseños que le había entregado una fuente desconocida. Un trabajo contra reloj. El soborno a Ba Lura tenía que haberse organizado después de la muerte de su ama, hacía menos de tres semanas.
Los haut de más edad solían elaborar planes que necesitaban décadas para madurar, planes con un margen de seguridad inaudito, del tipo no-puede-fallar. La emperatriz era ejemplo más que suficiente. A edad avanzada, los haut experimentaban el tiempo de manera diferente, Miles estaba casi seguro de eso. Esa cadena de hechos olía a… a juventud. Si no física, por lo menos de corazón.
El oponente de Miles tenía que estar experimentando un estado de ánimo interesante en ese momento. Era un hombre de acción y decisión. Pero ahora se veía obligado a permanecer quieto, agachado, acechando, sin llamar la atención, mientras se hacía cada vez más evidente que la muerte de Ba Lura no iba a pasar por suicidio. Se veía obligado a quedarse sentado, inmóvil e inquieto sobre su banco genético y la Gran Llave hasta que terminara el funeral y él pudiera deslizarse sin ruido hasta su base planetaria… porque no podía empezar una revolución desde Eta Ceta; no estaba preparado.
¿Enviaría la Llave a su planeta o la retendría en su poder? Si la enviaba a su satrapía, Miles se enfrentaba a graves problemas. Bueno, problemas más graves de los que ya tenía. ¿Se arriesgaría el gobernador a perder su amuleto? Seguramente no.
Los poetas aficionados con sus voces monótonas estaban dominando a Miles. Se dio cuenta de que su inconsciente no trabajaba al unísono con el resto de su mente: sintió cómo esa parte de su ser se apartaba en pos de sus propios objetivos. Se le formó en la cabeza un poema en honor de la emperatriz, un poema que él no había pensado en crear:
Una emperatriz Degtiar de nombre Lisbet
atrapó a un sátrapa en su red.
Tentado a la traición
sin ninguna razón,
pronto tendrá un choque con su propia sed.
Miles controló un horrible impulso: había sentido la tentación de levantarse y saltar al centro del valle para recitar su ofrenda poética a la multitud haut.
Mia Maz le dirigió una mirada de preocupación al oír el resoplido ahogado.
—¿Se encuentra bien?
—Sí, lo lamento —susurró él—. No es nada. Ha sido un ataque de rima.
Los ojos de ella se abrieron un poco y se mordió el labio. Sólo una arruga en la frente la traicionó.
—Shhhh —dijo, con sentimiento.
La ceremonia prosiguió sin interrupciones. Por desgracia, había mucho tiempo para seguir componiendo versos… con el mismo nivel de mérito artístico, por supuesto. Miles miró los bancos que albergaban a las burbujas blancas.
Una hermosa dama llamada Rian
hipnotizó a un joven Vor galán.
El pequeño de cuerpo increíble
cree que es un detective,
y no sabe que lo van a castigar.
¿Cómo lograban los haut soportar semejante tortura? ¿Les habrían modificado las vejigas con operaciones de ingeniería genética para conseguir una capacidad inhumana, además de los otros cambios que se rumoreaban?
Por suerte, antes de que Miles hubiera pensado en dos palabras que rimaran con «Vorob’yev», se levantó el primer gobernador sátrapa para situarse en el estrado de los oradores. De pronto, Miles se despejó por completo.
Los poemas de los gobernadores de satrapías eran excelentes, todos compuestos según los estilos formales más difíciles y, tal como informó Maz a Miles en un susurro, escritos por las mejores hautpoetisas del Jardín Celestial, que oficiaban como autores secretos que recibían un pago por sus servicios. El rango tiene sus privilegios. Pero a pesar de lo mucho que lo intentó, Miles no detectó dobles sentidos siniestros en los poemas: su sospechoso no pensaba aprovechar ese momento para confesar sus crímenes delante de todos, advertir a sus enemigos sobre sus intenciones ni cualquier otra posibilidad interesante. A Miles casi le sorprendió. El lugar en que había colocado el cuerpo de Ba Lura parecía sugerir que lord X tendía al barroquismo, a pesar de que la simpleza hubiera sido más útil a sus fines. ¿Sentiría el complot como un arte? Durante toda la ceremonia, el Emperador había estado sentado con expresión solemne, serena e imperturbable. Como principal afectado por la tragedia, hizo gestos amables de aceptación y agradecimiento a los gobernadores de satrapías. Miles se preguntó si Benin habría seguido su consejo. Sinceramente, esperaba que hubiera hablado con su señor.
Y entonces, de pronto, la tortura literaria terminó. Miles contuvo el impulso de aplaudir. Por lo visto Eso-No-Se-Hacía. El mayordomo salió al escenario, hizo otro gesto enigmático y todos se arrodillaron de nuevo; el Emperador y sus guardias se retiraron, seguidos por las burbujas de las consortes, los gobernadores de satrapías y sus ghemoficiales. Después, todos los demás quedaron libres… para ir al baño inmediatamente, supuso Miles.
Tal vez la raza haut se había librado de los significados y las funciones de la sexualidad, pero seguían siendo lo suficientemente humanos para que el momento de la comida fuera parte de las ceremonias básicas de la vida. A la manera cetagandana, por supuesto. Las bandejas de carne venían transformadas en esculturas florales. Las hortalizas parecían crustáceos y la fruta, pequeños animales. Miles miró pensativo el plato de arroz hervido de la mesa principal. Todos y cada uno de los granos estaban convertidos en un elaborado esquema en espiral… un trabajo hecho a mano, evidentemente. La sorpresa lo dejó momentáneamente helado. Controló la impresión y trató de concentrarse de nuevo en el asunto que tenía entre manos.
Los refrescos informales —informales, dentro de los niveles del Jardín Celestial— se sirvieron en un largo pabellón abierto hacia el jardín, donde en ese momento lucía una tibia luz vespertina que invitaba a la relajación. Las hautladies se habían ido a otra parte con sus burbujas, tal vez a algún lugar donde pudieran bajar de las sillas y comer. El grupo barrayarés fue a parar al más exclusivo de los sitios de alimentación pospoesía que se hubiera dispuesto en el Jardín Celestial. El emperador en persona se alimentaba en alguna parte de ese elegante edificio. Miles no tenía la menor idea de cómo había conseguido Vorob’yev que los admitieran allí, pero desde luego el hombre se merecía una recomendación por entrega al servicio más allá de lo que dicta el deber. Era evidente que Maz, con los ojos iluminados, la mano sobre el brazo del embajador de Barrayar, se sentía en alguna especie de paraíso del sociólogo.
—Allá vamos —murmuró Vorob’yev y Miles levantó la cabeza. El grupo del haut Este Rond entraba en el pabellón atestado de gente. Los otros haut, que no sabían cómo comportarse con esos intrusos extranjeros, habían tratado de fingir que los barrayareses eran invisibles. Este Rond no podía hacerlo. El corpulento gobernador, vestido de blanco, con su ghemgeneral maquillado y uniformado a un lado, se detuvo para saludar a sus vecinos de Barrayar.
Detrás del ghemgeneral de Rond avanzaba una mujer vestida de blanco, extraña en esa reunión masculina. El cabello rubio, casi plateado, le bajaba por la espalda en una cola con vueltas hasta los tobillos y permanecía de pie con los ojos bajos, sin hablar. Era mucho más vieja que Rian pero ciertamente era haut… Dios… qué bien llevaban los años… Seguramente era la esposa del ghemgeneral de Rond… cualquier oficial destinado a tan alto rango planetario habría esperado ganar a una hautmujer hacía ya tiempo.
Maz le estaba haciendo a Miles alguna especie de señal urgente, un temblor leve y un ¡No, no! formado con los labios, sin voz. ¿Qué le estaba tratando de decir? La hautesposa no hablaba a menos que le hablaran… Miles nunca había visto a nadie que expresara con el lenguaje corporal una reserva tan extraordinaria, una contención tan grande, ni siquiera la haut Rian.
El gobernador Rond y Vorob’yev intercambiaron elaborados saludos y Miles supuso que Rond había sido la vía de entrada a la ceremonia. Vorob’yev terminó su golpe diplomático presentando a Miles:
—El teniente muestra un interés gratificante por los principales aspectos de la cultura cetagandana —dijo y lo recomendó a la atención del gobernador.
El haut Rond asintió, cordial; por lo visto, cuando Vorob’yev recomendaba a alguien, hasta los hautlores cetagandanos lo tomaban en cuenta.
—Me mandaron a aprender tanto como a servir, señor. Para mí es un deber y un placer hacerlo… —Miles ofreció al hautgobernador una ceremoniosa reverencia—. Y debo decir que realmente estoy teniendo experiencias muy educativas. —Procuró que la sonrisa alerta y aguda le diera un doble sentido a sus palabras.
Rond sonrió con frialdad. Pero claro, si Este Rond era lord X, tenía que ser frío. Intercambiaron unas palabras más sobre la vida diplomática, y después, Miles se aventuró a decir:
—¿Sería usted tan amable de presentarme al gobernador haut Ilsum Kety, haut Rond?
Una sonrisa con el filo de una hoja de afeitar asomó en los labios de Rond mientras recorría la habitación con la vista para buscar a su colega gobernador y superior genético.
—Claro, claro, lord Vorkosigan. —Ya que estaba obligado a atender a esos extranjeros, supuso Miles, Rond se alegraría de compartir la carga de vergüenza con otros.
Lo llevó como un pastor a una oveja. Vorob’yev se quedó hablando con el ghemgeneral de Rho Ceta, que estaba profesionalmente muy interesado en sus potenciales enemigos. Le dirigió una mirada de advertencia a Miles, no del todo admonitoria, sólo una arruga entre las cejas. Miles abrió la mano a un costado, en una promesa: Me portaré bien…
Apenas quedaron más allá de los oídos y la vista del embajador, Miles le murmuró a Rond:
—Sabemos lo de Yenaro… espero que usted esté al corriente…
—¿Cómo dice? —dijo Rond en un tono de ignorancia bastante realista.
Luego llegaron hasta el grupito del haut Ilsum Kety.
De cerca, Kety parecía todavía más alto y delgado que desde el escenario, en la lectura de los poemas. Tenía los rasgos aguzados y fríos típicos del molde haut: las narices aguileñas habían estado de moda desde que Fletchir Giaja subió al trono. Un poco de plata en las sienes hacía resaltar el cabello oscuro. Como el hombre no tendría más de cuarenta años y era haut de pies a cabeza… Dios, claro… El toque de escarcha era perfecto, pero tenía que ser artificial. Miles lo notó y le pareció divertido, aunque disimuló cuidadosamente ese sentimiento. En un mundo en el que los viejos lo tenían todo, un aspecto juvenil no tenía ventajas sociales cuando se era joven de verdad.
Kety también tenía un ghemgeneral con una esposa haut a un costado, esperándolo. Miles trató de que sus ojos no lo traicionaran. Ella era extraordinaria incluso dentro de los niveles de los haut. Tenía el cabello de un color chocolate espeso, una melena brillante, separada por una raya en medio y reunida en una trenza gruesa que le bajaba por la espalda hasta tocar el suelo. Su piel tenía el color de la crema de vainilla. Los ojos, que se abrieron un poco al observar a Miles, eran grandes y líquidos, de un color canela claro sorprendente. Un aspecto delicioso, casi comestible. No era mayor que Rian. Miles agradeció en silencio su anterior exposición a Rian, que le permitió mantenerse de pie y no arrodillarse frente a ella.
Ilsum Kety no tenía tiempo que perder en un extranjero, eso era evidente, pero por alguna razón no quería ofender a Rond, o tal vez no se atrevía del todo; Miles logró intercambiar un saludo formal con él. Rond aprovechó la oportunidad para sacarse de encima al barrayarés y escapar hacia la mesa donde habían servido la comida.
El irritado Kety no tuvo más remedio que asumir el papel de anfitrión. Miles tomó el asunto entre sus manos y le hizo una breve reverencia al ghemgeneral de Kety. Por lo menos, el general tenía la edad que en Cetaganda se consideraba apropiada para su puesto, es decir, una edad avanzada.
—General Chilian, señor. Lo estudié a usted en Historia. Es un honor conocerlo en persona. A usted y a su hermosa mujer. Creo que no sé su nombre… —Miles sonrió a la hautmujer, esperanzado.
Las cejas de Chillan, que estaban alzadas, se reunieron ahora en un gesto leve de enojo.
—Lord Vorkosigan —dijo rápidamente. Pero no se dio por aludido con respecto a la hautlady.
Después de mirar a Miles con disgusto, ella permaneció de pie como si no estuviera allí, o más bien como si no quisiera estar. Los dos hombres la trataban como si fuera invisible.
Si Kety era lord X, ¿qué estaría pensando en ese momento, acorralado por aquel extranjero que él quería convertir en su víctima? Había metido el cilindro en el vehivaina de Barrayar, había ordenado a Ba Lura que le dijera a Rian que Miles había robado el cilindro, había matado a su cómplice y ahora esperaba los resultados.
Y el resultado era… un silencio sobrecogedor. Aparentemente Rian no había hecho nada, no había dicho ni una sola palabra a nadie. ¿Se preguntaría Kety si al fin y al cabo no habría sido mejor mantener a Ba Lura con vida un poco más de tiempo, hacerlo confesar? Seguramente la situación era muy difícil de entender para ese hombre. Pero ese rostro haut no revelaba absolutamente nada, no lo perturbaba ni una sola mueca. Claro que también tendría la expresión serena si fuera completamente inocente.
Miles sonrió con afabilidad.
—Entiendo que tenemos una afición en común, gobernador —ronroneó.
—¿Ah, sí? —dijo Kety sin entusiasmo.
—Sí, el interés por objetos reales cetagandanos. Esos artefactos tan… tan fascinantes y evocativos… toda la historia y la cultura de la raza haut está en ellos, ¿no le parece? Y su futuro también.
Kety lo miró sin expresión.
—No me parece que eso pueda considerarse un pasatiempo… No me parece un pasatiempo adecuado para un extranjero.
—Todo oficial debe conocer a sus enemigos.
—No tengo comentarios al respecto… Esas tareas son asunto de los ghem.
—¿Como su amigo lord Yenaro? Un hilo muy frágil para que usted se apoye en él, gobernador. Creo que no tardará en descubrirlo.
La arruga de la frente de Kety se hizo más profunda.
—¿Quién?
Miles suspiró y experimentó el incontrolable deseo de inundar todo el pabellón con pentarrápida. Los haut se controlaban tanto… daba la impresión de que mentían constantemente.
—Me preguntaba, haut Kety, si sería usted tan amable de presentarme al gobernador haut Slyke Giaja. Como yo también soy pariente de mi emperador, siento que él está en un lugar muy semejante al mío en Cetaganda.
El haut Kety parpadeó, sorprendido. La sorpresa lo llevó a la honestidad.
—Dudo que Slyke comparta su opinión… —Por su mirada parecía estar calculando el disgusto que sentiría el príncipe Slyke Giaja cuando le impusieran la presencia del extranjero y comparándolo con el alivio que sentiría él cuando se librara de Miles. Sus propios intereses inclinaron la balanza. El haut Kety hizo un gesto al ghemgeneral Chilian y lo despachó a conseguir el permiso del príncipe para la transferencia. Con una despedida amable y un murmullo de agradecimiento, Miles se alejó tras los pasos del ghemgeneral, con la esperanza de aprovechar cualquier indecisión para seguir con su misión. Los príncipes imperiales no eran famosos por ponerse a disposición de todo el mundo. En eso, eran peores que los hautgobernadores.
—General… si el haut Slyke no tiene tiempo para atenderme… ¿le daría usted un mensaje corto de mi parte? —Miles trató de mantener la voz tranquila a pesar de los pasos vacilantes y rápidos que se veía forzado a hacer para seguir al ghemgeneral; Chilian no se estaba esforzando en caminar despacio en consideración al invitado de Barrayar—. Sólo tres palabras.
Chillan se encogió de hombros.
—Supongo que no habrá inconveniente.
—Dígale: Yenaro es nuestro. Nada más.
El general alzó las cejas cuando oyó la enigmática frase.
—Muy bien.
El mensaje, por supuesto, pasaría después a oídos de Seguridad Imperial Cetagandana. A Miles no le parecía nada mal que el organismo echara una mirada más atenta a lord Yenaro…
El haut Slyke Giaja estaba sentado con un grupito de hombres, ghem y haut, al otro lado del pabellón. Había algo extraño en el grupo y era que incluía también una burbuja blanca, que flotaba cerca del príncipe. Junto a ella había una ghemlady que Miles reconoció enseguida, a pesar del volumen formal de las ropas blancas que tenía puestas: la mujer que había ido a buscarlo a la fiesta de Yenaro. La ghemujer le dirigió una mirada, fijó la vista un segundo y luego miró a otro lado con decisión. ¿Quién estaba en la burbuja? ¿Rian? ¿La consorte de Slyke? ¿Otra persona?
El ghemgeneral de Kety se inclinó para murmurarle algo en el oído. Slyke Giaja echó una mirada a Miles, frunció el ceño y meneó la cabeza. Chillan se encogió de hombros y se inclinó para murmurar de nuevo. Miles, que veía cómo se le movían los labios, distinguió su mensaje o algo parecido: la palabra Yenaro fue muy clara en esos labios. La cara de Slyke no traicionó ningún sentimiento. El hautgobernador hizo un gesto al ghemgeneral para que se fuera.
El general Chilian volvió junto a Miles.
—El haut Slyke está demasiado ocupado para verlo en este momento —informó en un tono de voz tranquilo.
—Gracias de todos modos —entonó Miles, en el mismo tono. El general hizo un gesto y volvió junto a su amo.
Miles miró a su alrededor, preguntándose cómo abordaría al siguiente gobernador. El de Mu Ceta no estaba presente: probablemente se había ido directamente desde el jardín a dormir la siesta.
Mia Maz se acercó a Miles, navegando por la fiesta con una sonrisa y mucha curiosidad en los ojos.
—¿Alguna conversación interesante, lord Vorkosigan? —preguntó.
—Por ahora no —admitió él con tristeza—. ¿Y usted?
—No quiero presumir. Lo que hice fue escuchar.
—Se aprende más escuchando.
—Sí. Escuchar es el golpe conversacional invisible. Me siento bastante inteligente.
—¿Y qué ha averiguado?
—El tema haut de esta fiesta es la poesía. Están cortando en rebanadas finas la poesía de los demás según estrictas líneas de análisis. Y qué extraña coincidencia: todo el mundo dice que las mejores ofrendas son las de los hombres de mayor rango.
—A mí me parecieron todas iguales.
—Ah, pero usted no es haut…
—¿Qué quería usted decirme hace un rato? —preguntó Miles.
—Estaba tratando de advertirle sobre un raro punto de la etiqueta cetagandana: la forma de comportarse cuando se conoce a una hautmujer y se la ve fuera de su burbuja.
—Fue la… la primera vez que vi una —mintió Miles estratégicamente—. ¿Lo hice bien?
—No del todo. Verá usted, las hautmujeres pierden el privilegio de los campos de fuerza cuando se casan fuera del genoma, entre los ghem. Se convierten en… ghemujeres o algo similar. Pero la pérdida del campo se considera una vergüenza. Así que lo más amable y considerado es actuar como si la burbuja siguiera estando ahí. Nunca debe usted dirigirse a una hautesposa aunque esté de pie delante de usted. Si quiere hacerle preguntas, tiene que hacérselas a través de su esposo y esperar que él transmita las respuestas.
—Yo… no le dije nada a ninguna de esas mujeres.
—Claro, muy bien, pero lamento decir que las miró a la cara, y eso tampoco es correcto.
—Yo creí que los hombres se estaban portando como bestias y que no las incluían en la conversación por desprecio.
—Claro que no. Eran de lo más caballerosos. Al estilo cetagandano.
—Ah. Por la forma en que se comportan, esas mujeres podrían estar dentro de las burbujas. Burbujas virtuales, diría yo.
—Ésa es la idea… sí.
—¿Y lo mismo es aplicable a las hautmujeres que sí tienen burbujas… cuando no las llevan?
—No tengo ni idea. No puedo imaginarme a una hautmujer hablando cara a cara con un extranjero.
Miles notó una presencia fantasmal junto a su codo y, trató de no saltar por el aire. Era ba como-se-llamara, ayudante de Rian Degtiar, que había recorrido la habitación sin causar una sola onda de interés entre los invitados. El corazón de Miles se aceleró inmediatamente, reacción que trató de disimular con un asentimiento de cabeza.
—Lord Vorkosigan. Mi señora quiere hablar con usted —dijo la voz baja y tranquila.
Maz abrió mucho los ojos en un gesto de asombro.
—Gracias, será un placer —contestó Miles—. Eh… —Miró a su alrededor buscando al embajador Vorob’yev, que seguía acorralado por el ghemgeneral de Rho Ceta. Qué bien. Si no le pedía permiso, tampoco podría negárselo—. Maz, ¿podría usted decirle al embajador que he ido a encontrarme con una dama? Mmm… Tal vez tarde un rato. Váyanse sin mí. Nos veremos en la embajada si es necesario.
—No creo… —empezó a decir Maz, con muchas dudas, pero Miles ya se alejaba. Le echó una mirada sobre el hombro y le dirigió un gesto de buen humor mientras seguía al ba hacia el jardín.