—Pare ahí —dijo Miles al conductor del auto de superficie. El vehículo giró con suavidad hacia el costado de la calle y se apoyó en el pavimento con un silbido de los ventiladores. Miles espió el aspecto de la burguesa mansión de lord Yenaro en el crepúsculo creciente y comparó mentalmente la realidad de lo que veía con el mapa que había estudiado en la embajada de Barrayar.
Las vallas que rodeaban la propiedad, las paredes curvadas del jardín, que escondían el paisaje, eran visuales y simbólicas, no efectivas. Ese lugar estaba diseñado como una fortaleza de privilegio. A través de los árboles, se veían brillar algunos sectores de la casa pero el foco de las luces parecía estar dentro y no en el exterior.
—¿Control de comus, milores? —pidió el conductor. Miles e Iván sacaron los aparatos del bolsillo y repasaron los códigos—. Muy bien, milores.
—¿Qué apoyo tenemos? —preguntó Miles.
—Tengo tres unidades dentro del área de llamada.
—Espero que haya un tecnomed incluido.
—En el vueloliviano. Con equipo completo. Puedo ponerlo dentro del patio de lord Yenaro en cuarenta y cinco segundos.
—Me parece suficiente, no espero un ataque frontal. Pero no me sorprendería que sufriéramos otro pequeño incidente… de la clase que fuera. Creo que vamos a ir caminando. Quiero formarme una idea general del lugar.
—Sí, milord. —El conductor abrió el auto. Miles e Iván lo dejaron solo en su puesto.
—¿A esto le llaman pobreza entre las clases altas? —preguntó Iván, mirando a su alrededor mientras caminaban a través de portones abiertos, sin guardias, y subían por el caminito hacia la casa de Yenaro.
Ah, sí. Tal vez el estilo era diferente, pero el olor a decadencia aristocrática es universal e inconfundible. Había pequeñas señales de descuido en todas partes: puertas sin arreglar, paredes algo desconchadas, plantas sin podar, tres cuartas partes de la mansión a oscuras con todas las aberturas clausuradas.
—Vorob’yev pidió un control especial de Yenaro a la oficina de SegImp —dijo Miles—. Su abuelo, el ghemgeneral derrotado, le dejó la casa, pero no los medios para mantenerla: dilapidó todo el capital de la familia en su vejez extensa y seguramente amargada. Yenaro es el único dueño desde hace cuatro años. Siempre anda con un grupito seudoartístico de ghemlores jóvenes sin empleo fijo. Hasta ahí, todo concuerda con lo que nos dijo él mismo. Pero esa cosa del vestíbulo de la embajada marilacana es la primera escultura que se le conoce. Curiosamente avanzada para un primer intento, ¿no te parece?
—Si estás tan convencido de que fue una trampa, ¿por qué metes la mano para que te pillen de nuevo?
—El que no arriesga no gana, Iván.
—¿Y qué esperas ganar?
—La verdad. Algo de belleza. ¿Quién sabe? Seguridad de la embajada también está investigando a los obreros que la instalaron. Espero que la investigación nos revele algo.
Por lo menos podía usar la maquinaria de SegImp para resolver esos problemas laterales. Miles tenía una enorme curiosidad con respecto al cilindro que llevaba escondido en el bolsillo interno de la túnica. Había tenido la Gran Llave encima todo el día, durante una visita guiada a la ciudad y un interminable espectáculo de bailarines clásicos cetagandanos. Eso último era un decreto imperial, un espectáculo especial para los enviados galácticos al funeral. Pero hasta el momento, la haut Rian Degtiar no había hecho ningún movimiento para ver a Miles. Si no sabía nada de su hautlady hasta el día siguiente… En cierto aspecto, Miles lamentaba muchísimo no haber confiado en los subordinados locales de SegImp desde el primer día. Pero claro, si lo hubiera hecho, ya le hubiesen quitado de encima el problemita: las decisiones habrían pasado a niveles más altos y él ya no habría podido controlarlas. El hielo es muy delgado. En este momento, no quiero que haya nadie más pesado que yo en el río.
Un sirviente les recibió en la puerta de la mansión cuando se acercaron y los escoltó a un vestíbulo suavemente iluminado donde les esperaba su anfitrión. Yenaro iba vestido de negro y la ropa era parecida a la que había utilizado en la recepción de la embajada marilacana. Iván estaba correcto en su uniforme de fajina verde. Miles había elegido el más formal uniforme negro. No estaba seguro de cómo interpretaría Yenaro el mensaje: como un honor, como un recordatorio —Soy el enviado oficial o como una advertencia —No te metas conmigo otra vez—. Pero estaba casi seguro de que Yenaro no lo pasaría por alto.
Yenaro echó una mirada a las botas negras de Miles.
—¿Están mejor sus piernas, lord Vorkosigan? —preguntó, con ansiedad.
—Mucho mejor, gracias. —Miles sonrió, nervioso—. No hay duda de que voy a sobrevivir.
—Me alegro tanto… —El alto ghemlord los llevó por un pasillo con bifurcaciones y luego abajo, por una escalera, hasta una habitación semicircular que rodeaba una especie de península de hierba, como si la casa estuviera sufriendo una invasión botánica. La habitación estaba amueblada en un estilo un poco extraño y ecléctico, aparentemente objetos de Yenaro que no respondían a ningún plan previo. El efecto era agradable: la habitación de un solterón cómodo y tranquilo. La iluminación también era suave y eso disimulaba un poco el desorden y el descuido. Había un grupo de ghemlores y ghemladies que bebían y charlaban. Los hombres eran más numerosos que las mujeres; dos de ellos tenían la cara completamente maquillada, la mayoría llevaba la marca de las generaciones jóvenes en las mejillas y unas pocas almas radicales se mostraban con la cara completamente descubierta, excepto por unos toques de maquillaje. Yenaro presentó a los exóticos de Barrayar. Miles no había oído nombrar a ninguno de los ghem, no había estudiado a ninguno en casa, aunque uno de los jóvenes decía que un tío abuelo suyo formaba parte de los cuarteles generales de Cetaganda.
Una barrita de incienso se quemaba sobre un cilindro junto a las puertas del jardín y uno de los ghemhuéspedes se detuvo para inhalar de cerca.
—Muy bueno, Yenaro —le dijo a su anfitrión—. ¿Lo mezclaste tú mismo?
—Sí, gracias —dijo Yenaro.
—¿Más perfumes? —preguntó Iván.
—Perfumes y algo más. Esa mezcla también contiene un relajante suave que me pareció adecuado para la ocasión. ¿Quiere usted probarlo, lord Vorkosigan?
Miles sonrió, nuevamente nervioso. ¿Hasta dónde llegaba la experiencia de ese hombre en química orgánica? Miles recordó que la raíz de la palabra intoxicación era tóxico.
—No lo creo. Pero me encantaría ver su laboratorio.
—¿En serio? Pues vamos. La mayoría de mis amigos no muestra el menor interés en la parte técnica del asunto, sólo les importan los resultados.
Muy cerca, una joven ghem escuchaba la conversación. Se acercó y tocó a Yenaro en el hombro con un dedo largo cuya uña brillaba cubierta de esmalte refulgente.
—Sí, querido Yenni, resultados. Me hiciste una promesa, ¿te acuerdas? —No era la ghemujer más hermosa que Miles hubiera visto, pero era bastante atractiva con sus capas de ropa verde jade en movimiento, el pálido cabello espeso peinado hacia atrás bajándole hasta los hombros en una cascada salpicada de rosado.
—Yo siempre cumplo mis promesas —dijo lord Yenaro—. ¿Le gustaría acompañarnos arriba, lord Vorkosigan?
—Sin duda.
—Yo me quedo. Me gustaría hacer nuevas amistades —dijo Iván. Se inclinó para despedirse del grupo. Las dos mujeres más altas e impresionantes del grupo, una rubia de piernas largas y una pelirroja realmente increíble, estaban de pie juntas al otro de la habitación. Iván consiguió estudiarlas a las dos en una sola mirada y ambas sonrieron en un gesto de invitación. Miles envió una corta plegaria al dios que cuida a los tontos, los amantes y los locos, y se volvió para seguir a Yenaro y a la mujer.
El laboratorio de química orgánica de Yenaro estaba en otro edificio; las luces se encendieron cuando el grupo se acercó por el parque. A Miles le pareció una instalación bastante respetable, una larga habitación doble en el segundo piso. Era evidente que parte del dinero que no se destinaba a reparaciones terminaba invertido allí. Miles caminó junto a los bancos, mirando los analizadores de moléculas y los ordenadores mientras Yenaro revisaba un grupo de botellitas buscando el perfume de la mujer. La materia prima estaba organizada con corrección y armonía en grupos químicos cuidadosos, que revelaban una comprensión profunda y un amor al detalle por parte de su dueño.
—¿Quién le ayuda aquí? —preguntó Miles.
—Nadie —dijo Yenaro—. No soporto que nadie toque todo esto. Me desordenan las cosas y yo uso el orden como inspiración para mis mezclas. No todo es ciencia, ¿comprende?
Cierto, cierto. Con algunas preguntas cuidadosas, Miles consiguió información sobre el método de Yenaro para fabricar el perfume para la mujer. Ella escuchó durante un rato y luego se apartó y se puso a oler algunas botellas experimentales hasta que Yenaro las rescató con una sonrisa algo ofendida. La experiencia de Yenaro en química no era la de un profesor, pero sí la de un profesional hecho y derecho: cualquier compañía de cosmética le habría ofrecido un empleo en el laboratorio de investigación y desarrollo. Eso lleva a una conclusión… y luego a otra… ¿Cómo se relacionaba el laboratorio con el hombre que había dicho «Las manos se alquilan, se pagan»?
Había relación, decidió Miles con disimulada satisfacción. Yenaro era sin duda un artista, pero un artista de la perfumería, de los ésteres. No un escultor. Alguien le había proporcionado la experiencia técnica necesaria para la fuente. ¿Acaso también la información técnica sobre las debilidades físicas de Miles? Llamémoslo… lord X. Primer Hecho sobre lord X: tenía acceso a los informes más detallados de Seguridad cetagandana sobre los barrayareses de importancia militar o política… y sobre sus hijos. Segundo Hecho: tenía una mente sutil. Tercer Hecho:… no, no había un tercer hecho. Al menos no todavía.
Volvieron a la fiesta y descubrieron a Iván sentado en un sillón entre las dos mujeres, charlando con ellas… por lo menos, ellas se estaban riendo mucho. Igualaban a lady Gelle en belleza: la rubia podía haber sido su hermana. La pelirroja era todavía más impresionante, con una cascada de bucles ambarinos que le caía hasta los hombros, una nariz perfecta, labios que llamaban a… Miles cortó el pensamiento de raíz. Ninguna ghemlady lo invitaría a hundirse en sus sueños femeninos… no a él.
Yenaro se ausentó un momento para supervisar a su sirviente —al parecer, sólo tenía uno— y apresurar la llegada de la comida y la bebida. Volvió con una jarra pequeña y transparente, llena de un líquido color rubí pálido.
—Lord Vorpatril —le dijo a Iván—, me pareció que le gustaban nuestras bebidas. Pruebe ésta, por favor.
A Miles le empezó a latir el corazón con fuerza. Tal vez Yenaro no fuese un escultor asesino, pero como envenenador habría sido perfecto. Yenaro sirvió tres tacitas de líquido sobre una bandeja laqueada y extendió la bandeja a Iván.
—Gracias. —Iván seleccionó una al azar.
—Ah, cerveza zlati —murmuró uno de los ghemlores jóvenes.
Yenaro le pasó la bandeja y tomó la taza que quedaba. Iván bebió un sorbo y levantó las cejas, sorprendido, con un gesto de aprobación. Miles vigiló con cuidado a Yenaro para ver si él también tomaba. Yenaro bebió. La mente de Miles repasó cinco métodos diferentes para presentar bebidas mortales con esa maniobra y asegurarse de que la víctima recibe la que le está destinada, incluyendo el truco por el cual el anfitrión ingiere el antídoto primero. Pero si se iba a poner tan paranoico, no tendría que haber aceptado la invitación… ¿Pero por qué no había tomado ni comido nada hasta el momento? ¿Y qué piensas hacer, sentarte a ver si Iván se cae primero y después probarlo tú?
Esta vez, Yenaro no se dedicó a contar la repulsiva historia del nacimiento de Iván a las dos mujeres que lo rodeaban como paréntesis. Mierda. Tal vez era cierto que lo de la escultura había sido un accidente y el hombre realmente estaba arrepentido y trataba de compensar —en lo que pudiera— a los barrayareses. De todos modos, Miles se levantó y avanzó en círculo, tratando de mirar de más cerca la copa de Iván.
Iván estaba en el proceso del clásico Lo único que hago es apoyar el brazo en la parte de atrás del sillón para examinar a la pelirroja a la derecha y comprobar si ella se retiraba o lo invitaba a seguir adelante con el contacto físico. Levantó la cabeza y rechazó a su primo con una sonrisa agresiva.
—Ve y disfruta, Miles —murmuró—. Relájate un poco. Deja de espiarme por encima del hombro.
Miles esbozó una mueca de desdén, parecida a la que había recibido, y se alejó de nuevo. Alguna gente no quiere que la salven. Punto. Decidió entablar conversación con algunos de los amigos de Yenaro, los hombres, muchos de los cuales estaban reunidos en el otro extremo de la habitación.
No fue difícil hacerlos hablar de sí mismos. Era el único tema de conversación. Cuarenta minutos de esfuerzo y coraje dedicados al arte de la conversación convencieron a Miles de que la mayoría de los amigos de Yenaro tenía el cerebro de un mosquito. La única especialidad que reinaba en el ambiente era hacer comentarios burlones sobre otros compatriotas, que tampoco hacían nada en la vida: la ropa, los amoríos varios y los líos, los deportes —siempre eran espectadores, nunca participantes, excepto en el apartado de apuestas— y varios sueños comerciales, sentimentales, y las distintas ofertas eróticas. La huida permanente de la realidad parecía ocupar gran parte de los días y la atención de los ghemlores jóvenes. Ni uno solo de ellos ofreció una palabra de interés militar o político. Mierda, hasta Iván tenía más materia gris en el cerebro.
En realidad, todo le resultaba un poco deprimente. Los amigos de Yenaro eran hombres excluidos, desechos desechados. Ni uno solo mostraba interés por alguna carrera o servicio: no los tenían. Ni siquiera las artes suscitaban su entusiasmo. Todos esos jóvenes eran consumidores de sueños fantásticos, no productores. Y en realidad, era una suerte que no tuvieran intereses políticos: parecían ese tipo de persona que empieza una revolución pero no puede terminarla porque su incompetencia traiciona su idealismo. Miles había visto jóvenes similares entre los Vor, terceros o cuartos hijos que no habían emprendido una carrera militar y que vivían de sus familias. Sin embargo, hasta ellos podían esperar algún cambio en su estatus cuando alcanzaran la madurez. Dado el promedio de vida de los ghem, casi todos ellos deberían esperar al menos ochenta o noventa años para ascender en la escala social. Desde luego, no eran estúpidos —la genética no lo hubiera permitido— pero habían reducido sus campos de interés a un horizonte artificial. Debajo de la atmósfera de sofisticación inquieta, esas vidas estaban paralizadas, detenidas en un punto. Miles se estremeció.
Decidió intentarlo con las mujeres, si es que Iván le había dejado alguna. Se disculpó —voy a buscar una copa, perdonen— pero podría haberse ido sin decir palabra porque nadie parecía interesado en el huésped más raro e insignificante de lord Yenaro. Miles se acercó a un gran cuenco del que todos estaban bebiendo y se llevó la taza a los labios, pero no tragó. Levantó la vista y se vio frente a una mujer un poco mayor que las otras. Había llegado tarde a la fiesta con un par de amigos y se había mantenido siempre apartada de la reunión. Le sonrió.
Miles devolvió la sonrisa y se deslizó alrededor de la mesa mientras trataba de pensar en una frase correcta para empezar una conversación. No le hizo falta, porque ella tomó la iniciativa.
—Lord Vorkosigan. ¿Le gustaría dar un paseo conmigo por el jardín?
—Sí… claro. ¿Le parece que el jardín es interesante? —¿En la oscuridad?
—Creo que a usted le interesará, sí.
La sonrisa desapareció cuando la mujer dio la espalda a la habitación, y dio paso a una expresión firme y amarga de determinación. Miles tocó el comu que llevaba en el bolsillo del pantalón y siguió el rastro perfumado de la dama. Apenas dejaron atrás las puertas de vidrio y estuvieron entre los arbusto descuidados, ella apuró el paso. No abrió la boca. Miles cojeó tras ella. Le sorprendió que llegaran a un portón pintado de rojo brillante y cuadrado, donde les esperaba una persona: una forma leve, andrógina, con una bata oscura y capucha para proteger la cabeza calva del rocío nocturno.
—Ya tiene su guía para el resto del camino —dijo la mujer.
—¿El resto del camino adónde?
—Un corto paseo —explicó la figura encapuchada con voz de soprano.
—De acuerdo. —Miles levantó una mano pidiendo una pausa y sacó el comu del bolsillo. Habló directamente al micrófono—: Base. Salgo de la casa de Yenaro por un momento. Rastréeme, por favor, pero no me interrumpa a menos que yo lo llame.
La voz del conductor sonaba dubitativa:
—Sí, milord… ¿Adónde va usted?
—Voy a… voy a pasear con una dama. Deséeme suerte.
—Ah… —El tono del conductor se transformó en el de una persona divertida y sonriente—. Buena suerte, milord.
—Gracias. —Miles cerró el canal—. De acuerdo. Vamos.
La mujer se sentó en un banco medio vencido y se abrigó con la ropa. Tenía el aire de quien se prepara para una larga espera. Miles siguió a su guía ba por el portón, pasó otra residencia, cruzó una ruta y entró en una quebrada baja y arbolada. Su guía sacó una mano para impedir tropezones. Si seguían así, las brillantes botas de Miles iban a quedar bastante mal paradas. Subieron por la quebrada hacia la parte trasera de otra mansión en condiciones todavía más ruinosas que la de Yenaro.
Un bulto entre los árboles: la casa, aparentemente desierta. Pero doblaron a la derecha sobre un camino invadido por la vegetación. La figura encapuchada se detuvo a separar ramas mojadas frente a la cara de Miles y luego volvieron al arroyo. Emergieron en un claro amplio donde se alzaba un pabellón de madera, un lugar para comer al aire libre, sin duda. Había un pequeño lago ahogado por las plantas acuáticas, que superaban en mucho a unos pocos lotos. Cruzaron el agua sobre un puente, que crujió de tal modo que Miles se alegró momentáneamente de no ser más corpulento. Un brillo tenue, familiar, perlado emanaba de las aberturas del pabellón, cubiertas por la vegetación. Miles tocó la Gran Llave escondida en la túnica para buscar seguridad. Bueno. Aquí viene.
Miles pasó junto a las ramas que apartaba su guía ba y obedeció un gesto indicativo, entró y lo dejó atrás, de guardia. Con cautela, Miles avanzó un paso hacia el interior del edificio, pequeño, redondeado.
La haut Rian Degtiar o una copia muy fiel de ella estaba sentada, o de pie, o algo, a unos pocos centímetros del suelo, como siempre, en una esfera pálida y translúcida. Parecía ocupar una silla flotante. La luz era más leve, apenas un brillo furtivo. Espera. Deja que ella dé el primer paso. El momento se prolongó. Miles empezó a temer que la conversación terminara siendo tan inconexa y absurda como la última, pero justo en ese momento ella habló con la misma voz sin aliento, distorsionada por la transmisión.
—Lord Vorkosigan. Esta entrevista, que usted me solicitó, es para ver cómo podemos arreglar que usted me devuelva mi…
—La Gran Llave —la interrumpió Miles.
—¿Ya ha averiguado lo que es?
—He estado haciendo investigaciones desde nuestra primera charla.
Ella gimió.
—¿Qué quiere usted de mí? ¿Dinero? No tengo. ¿Secretos militares? No conozco ninguno.
—No se ponga coqueta conmigo y no tenga miedo, milady. Le pido muy poco. —Miles se abrió la túnica y sacó la Gran Llave.
—Ah… ¡la tiene aquí, aquí mismo! ¡Démela! —La perla dio un salto hacia delante.
Miles retrocedió.
—No tan rápido. La he tenido estos días, no le he hecho ningún daño y se la pienso devolver. Pero siento que merezco algo a cambio. Solamente quiero saber cómo me la entregaron, si fue un error y por qué.
—¡No es asunto suyo, barrayarés!
—Tal vez no. Pero mi instinto me dice que esto es una trampa, contra mí o contra Barrayar a través de mi persona, y como oficial de SegImp de Barrayar lo considero asunto mío. Muy mío, se lo aseguro. Estoy dispuesto a decirle a usted lo que vi y oí al respecto, todo, pero usted debe devolverme el favor. Para empezar, quiero saber qué hacía Ba Lura con uno de los objetos más importantes de la emperatriz en una estación espacial.
Ella bajó la voz y habló con tono confuso y duro.
—Estaba robando. Ahora devuélvame la Gran Llave.
—Una llave. Una llave no tiene valor sin una cerradura. Supongo que es una bonita antigüedad, pero si Ba Lura estaba planeando un cómodo retiro con fondos privados, seguramente hubiese encontrado objetos mucho más valiosos en el Jardín Celestial. Cosas más valiosas, cuya sustracción puede pasar desapercibida durante mucho más tiempo. ¿Ba Lura pensaba hacerle chantaje? ¿Por eso lo asesinó? —Una acusación totalmente absurda: la hautlady y Miles eran coartada una del otro, pero él sentía curiosidad. Quería ver cómo reaccionaba.
La respuesta fue instantánea.
—¡Vil barr…! Yo no llevé a Lura a su muerte. ¡Si hay alguien responsable, ése es usted!
Dios, espero que no.
—Tal vez tenga usted razón… y en ese caso, tengo que saberlo, señora… Usted sabe que no hay nadie de Seguridad cetagandana en kilómetros a la redonda en este momento, o usted les ordenaría que me arrebataran ese objeto y arrojaran mi cadáver al callejón más cercano. ¿Por qué no hay nadie de Seguridad? ¿Por qué robó la Gran Llave su ba? ¿Por simple placer? ¿Colecciona objetos imperiales o algo así?
—¡Me da asco!
—¿Entonces a quién quería vendérselo?
—¡Vender! ¡Eso no!
—¡Ja! ¡Entonces usted sabe a quién se la llevaba!
—No exactamente… —Ella dudó—. Algunos secretos no me pertenecen y no estoy en libertad de entregarlos… Pertenecen a la Señora Celestial.
—A quien usted sirve.
—Sí.
—Incluso después de la muerte.
—Sí. —Había una nota de orgullo en su voz.
—Y a quien Ba Lura engañó… Incluso en la muerte.
—¡No! Engañar no… Tuvimos un desacuerdo.
—¿Un desacuerdo honesto?
—Sí.
—¿Entre un ladrón y una asesina?
—¡No!
Claro que no, pero la acusación había levantando su coraza. Descubrió cierto sentimiento de culpa, ahí. Sí, hábleme de culpa, milady.
—Mire, se lo pondré más fácil: empezaré yo. Iván y yo estábamos llegando a Eta Ceta. Veníamos desde la nave correo de Barrayar en un vehivaina personal. Nos metieron en un compartimiento de embarque, un compartimiento de carga. Ba Lura, vestido con el uniforme de la estación, con una peluca mal puesta, subió al vehivaina en cuanto se abrió el portal y metió la mano para buscar lo que me pareció un arma. Lo atacamos y le arrebatamos un destructor nervioso. Y esto. —Miles levantó la Gran Llave—. Se nos escapó y yo me guardé esto en el bolsillo hasta que averiguáramos algo más. Cuando volví a ver a Ba Lura estaba muerto en un charco de su propia sangre en el suelo de la rotonda funeraria. A decir verdad, me puse muy nervioso. Ahora le toca a usted, señora. Dice que Ba Lura le robó la llave. ¿Cuándo se dio cuenta?
—La eché de menos… ese mismo día.
—¿Y cuánto tiempo calcula que transcurrió desde que él se la apropió? ¿Cuándo la había visto por última vez?
—No la usamos todos los días debido al período de luto por la Señora Celestial. La vi cuando ordené los objetos reales… dos días antes…
—Así que podría haberla sustraído tres días antes de que usted lo notara. ¿Cuándo desapareció Ba Lura?
—No… no estoy segura. Lo vi la noche anterior.
—Eso reduce las posibilidades. Así que el único momento en que Ba Lura pudo haberse apropiado de la llave fue la noche anterior. ¿Los servidores ba pasan libremente por las puertas del Jardín Celestial?
—Por supuesto. Nosotras no hacemos nada en el exterior. Eso es cosa de los ba.
—Y Ba Lura volvió… ¿cuándo?
—La noche de su llegada, lord Vorkosigan. Pero no quiso verme. Dijo que se encontraba mal. Pude haber ordenado que viniera pero… no quise hacer algo tan indigno.
Entonces sí estaban juntos en esto…
—Fui a ver a Ba Lura por la mañana. Entonces, me lo contó todo. Lura quería llevarle la Llave a… alguien y entró en el compartimiento equivocado.
—¿Entonces alguien tenía que suministrarle un vehivaina? ¿Alguien lo esperaba en una nave en órbita?
—¡Yo no he dicho nada de eso!
Sigue así, presiona un poco. Está funcionando. Pero se sentía un poco culpable por esa forma de asediar a la vieja dama, aunque fuera para ayudarle… presumiblemente para ayudarle. No la dejes escapar.
—¿Así que Ba Lura se introdujo en nuestro vehivaina y… cómo sigue la historia? ¡Dígame!
—Unos soldados barrayareses atacaron a Ba Lura y le robaron la Gran Llave.
—¿Cuántos soldados?
—Seis.
Los ojos de Miles se abrieron un poco más en un gesto de alegría.
—¿Y después?
—Ba Lura rogó por su vida y por su honor, pero ellos se rieron, lo rechazaron y se alejaron.
Mentiras, por fin mentiras. Sin embargo… Ba Lura era humano. Cualquiera que mete la pata de esa forma reinventa la historia para parecer menos culpable.
—Y según él, ¿qué le dijimos?
La voz de ella estallaba de furia.
—Dijo que insultaron a la Señora Celestial.
—¿Y luego?
—Ba Lura volvió a casa sumido en la vergüenza.
—Y entonces, ¿por qué no llamó a Seguridad cetagandana para recuperar inmediatamente la Gran Llave por todos los medios?
Se produjo un largo silencio. Después ella dijo:
—Ba Lura no podía hacerlo. Pero se confesó conmigo. Y yo acudí a usted… Me humillé frente a usted… Y le pedí que me devolviera el objeto del que soy responsable… y con él, mi honor.
—¿Por qué no confesó Ba Lura la noche anterior?
—¡No lo sé!
—Y mientras usted se enfrentaba a la tarea de recuperación, Ba Lura se corta el cuello…
—Por dolor, por vergüenza —murmuró ella.
—¿Ah, sí? ¿Por qué no esperó a ver si usted lograba que yo le entregara la Llave? ¿Por qué no se cortó el cuello en privado, en sus habitaciones? ¿Por qué mostrar su vergüenza frente a toda la comunidad galáctica? ¿No le parece un poco raro? ¿Se suponía que Ba Lura debía asistir a la ceremonia de entrega de presentes?
—Sí.
—¿Y usted también?
—Sí…
—¿Y usted creyó la historia de Ba Lura?
—¡Por supuesto!
—Señora, me parece que anda usted muy perdida. Déjeme decirle lo que pasó en el vehivaina tal como yo lo vi. No había seis solados; sólo éramos tres: yo, mi primo y el piloto del vehivaina. No se produjo conversación alguna, no hubo ruegos ni súplicas, y mucho menos insultos contra la Señora Celestial. Ba Lura gritó y salió corriendo. Ni siquiera opuso resistencia. En realidad, apenas se enfrentó a nosotros. No hizo casi nada. Piénselo. Estaba luchando por la recuperación de un objeto de suma importancia, y esa recuperación era tan esencial que cuando fracasó, decidió cortarse el cuello delante de todo el mundo. ¿No le parece raro? Nos dejó ahí, rascándonos la cabeza con aquella maldita cosa entre las manos, preguntándonos «¿qué diablos está pasando?». Es evidente que alguien está mintiendo. Yo sé quién es.
—Deme la Gran Llave —dijo ella—. No le pertenece.
—Mire, yo creo que me tendieron una trampa. Alguien que aparentemente quiere arrastrar a Barrayar a un… desacuerdo interno cetagandano. ¿Por qué? ¿Para qué me están tendiendo esta trampa?
Tal vez el silencio de ella indicaba que ésas eran las primeras palabras que penetraban su pánico en dos días. O tal vez no. En cualquier caso, se limitó a repetir en un susurro:
—¡No le pertenece!
Miles suspiró.
—Estoy totalmente de acuerdo con usted, milady, y me alegro de devolvérsela. Pero en vista de la situación, me gustaría testificar, bajo pentarrápida si es necesario, a quién hago entrega de la Gran Llave. Dentro de esa burbuja podría esconderse cualquiera. Mi tía Alys, por ejemplo. Pienso devolvérsela, pero cara a cara… —Extendió la mano con la palma abierta y la llave sobre la palma, invitante…
—¿Ése es el último precio?
—Sí. No pido más.
Era un triunfo insignificante. Iba a ver a una hautmujer. Iván no había visto ninguna. Sin duda la vieja sentiría vergüenza de mostrarse así frente a ojos extranjeros, pero mierda, considerando lo que Miles había sufrido, aquella mujer le debía algo. Y sus argumentos sobre la necesidad de identificar a la persona a quien entregaba la Gran Llave eran totalmente ciertos. La haut Rian Degtiar Dama de Compañía del Criadero Estrella, no era la única que estaba involucrada.
—De acuerdo —susurró ella. La burbuja blanca se desvaneció hasta hacerse transparente y finalmente desapareció.
—Ah —dijo Miles, con un hilo de voz.
Ella estaba sentada en una silla flotante, envuelta de pies a cabeza en tenues telas, muchas capas de tela, todas blancas y brillantes, una docena de texturas que caían unas sobre otras.
El cabello era de color ébano refulgente, una larga melena con mechones que le cubrían los hombros y le pasaban sobre las piernas y se arremolinaban a sus pies. Cuando se pusiera de pie, el cabello la seguiría por el suelo como un velo infinito. Sus ojos enormes eran de un azul gélido de tal pureza ártica, que a su lado los ojos de lady Gelle parecían charcos de barro. La piel… Miles sintió que en toda su vida nunca había visto piel, sólo bolsas remendadas en las que la gente se enfundaba para no perder fluidos vitales. Esa perfecta superficie marfileña… ah, deseaba tocarla con tal intensidad que incluso le dolían las manos. Tocarla sólo una vez y después morir. Los labios de Rian Degtiar eran tibios, como rosas en las que latiera la sangre…
¿Qué edad tenía? ¿Veinte años? ¿Cuarenta? Era una hautmujer, ¿quién podía decirlo? ¿A quién le importaba? Los hombres de la vieja religión habían adorado iconos mucho menos gloriosos, de plata y oro labrados con un burdo cincel. Miles estaba de rodillas y no recordaba cómo ni cuándo se había dejado caer al suelo de ese modo.
Ahora sabía por qué lo llamaban «caer». Sí, enamorarse. Era el mismo vértigo lleno de náuseas de la caída libre, la misma emoción inabarcable, la misma seguridad enfermiza de que sufriría un tremendo golpe contra una realidad que se cernía hacia él a toda velocidad. Se inclinó hacia delante y dejó la Gran Llave frente a esos pies perfectos en sus sandalias blancas. Luego retrocedió y esperó.
Soy un juguete de la Fortuna.