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Miles caminaba a medio vestir por el gran salón de recepción que le había asignado la embajada de Barrayar con el cilindro brillante entre las manos.

—Bueno, ellos quieren que yo tenga esto… pero ¿se supone que debo guardarlo aquí, o debo llevarlo siempre encima?

Iván puso los ojos en blanco. Se había vestido cuidadosamente con la guerrera de cuello alto, los pantalones ajustados y las botas de media caña de otro uniforme verde informal.

—¿Dejarás ya de manosear esa cosa y te vestirás de una vez? Llegaremos tarde. Tal vez es una pesa de cortina, una pesa muy rebuscada, y lo que quieren es que te vuelvas loco tratando de encontrar un significado. Cualquier significado, siempre que sea profundo y siniestro, claro. O quieren que yo me vuelva loco escuchándote. Una bromita pesada de algún ghemlord.

—Yo diría que es una bromita pesada particularmente sutil.

—Lo cual no significa que ésa no sea la explicación correcta. —Iván se encogió de hombros.

—No. —Miles frunció el ceño y cojeó hasta la comuconsola. Abrió el cajón superior y buscó una estilo y un taco de hojas de plástico con el sello real. Arrancó una hoja y la apretó contra la figura del cabezal del cilindro, luego pasó la estilo sobre el dibujo, un esquema rápido, exacto y a escala. Tras un momento de duda, dejó el cilindro en el cajón con el taco y cerró el cajón de nuevo.

—No me parece un buen escondite —comentó Iván—. Si es una bomba, tal vez deberías colgarlo de la ventana. No por ti… por los demás.

—No es una bomba, mierda. Y ya he pensado en cientos de escondites pero no se me ocurre ninguno a prueba de rastreadores, así que no tiene sentido. Debería estar en una caja negra forrada de plomo, pero da la casualidad que no me he traído ninguna.

—Te apuesto lo que quieras a que los de la embajada tienen una abajo —dijo Iván—. ¿No ibas a confesar?

—Sí, pero desgraciadamente lord Vorreedi no está en la ciudad. No me mires así, no he tenido nada que ver con eso. Vorob’yev me dijo que el hautlord a cargo de una de las estaciones de salto de Eta Ceta embargó una nave mercante registrada en Barrayar y a su capitán por infracciones a las normas de importación.

—¿Contrabando? —dijo Iván, interesado.

—No, alguna enrevesada regla típicamente cetagandana. Con impuestos y pagos obligatorios. Y multas. Y un nivel de causticidad que ya se está volviendo asintótico. Una de las metas de nuestro gobierno es normalizar las relaciones comerciales y aparentemente Vorreedi sabe cómo tratar y diferenciar a ghemlores y hautlores, así que Vorob’yev le pidió que se ocupara del asunto mientras él está clavado aquí con los deberes ceremoniales. Volverá mañana. O pasado mañana. Mientras tanto, no creo que haga ningún mal en ver hasta dónde puedo llegar solo. Si no aparece nada interesante, le paso el asunto a SegImp apenas llegue Vorreedi…

Iván entornó los ojos y procesó la información.

—¿Ah, sí? ¿Y si aparece algo interesante?

—Bueno, claro, en ese caso también…

—¿Ya se lo contaste a Vorob’yev?

—No exactamente. No. Mira, Illyan dijo que se lo contara a Vorreedi, así que no confiaré en nadie más. Yo me ocupo de eso apenas vuelva.

—Ya te dije que se está haciendo tarde, Miles —insistió Iván.

—Sí, sí… —Miles se tendió en la cama, luego se sentó y frunció el ceño mirando los aparatos ortopédicos, que lo esperaban—. Necesito tiempo para reemplazar los huesos de mis piernas. Me he cansado de lo orgánico, ya es hora de pasar al plástico. Tal vez los convenza de que me agreguen unos centímetros ya que están en eso. Si hubiera sabido que tendría todo este tiempo libre, habría organizado la cirugía y ahora estaría recuperándome en lugar de venir aquí a ser un adorno.

—Qué desconsideración por parte de la emperatriz. Tendría que haberte mandado una nota y advertirte que se iba a caer muerta en cualquier momento —se burló Iván—. Será mejor que te pongas todo eso. Si te tropiezas con el gato de la embajada y te rompes las piernas, tía Cordelia me echará las culpas. Otra vez.

Miles gruñó pero no demasiado fuerte. Iván también interpretaba sus reacciones perfectamente. Se cerró la protección alrededor de las piernas cubiertas de moretones, pálidas, tantas veces aplastadas. Por lo menos los pantalones del uniforme disimulaban esa debilidad. Se puso la guerrera, selló las botas cortas bien lustradas, repasó el peinado en el espejo y siguió al impaciente Iván, que ya esperaba en la puerta. Al pasar, deslizó la hoja con el dibujo dentro del bolsillo del pantalón y se detuvo en el corredor para volver a cerrar la puerta con la palma de la mano. Un gesto algo fútil: como agente entrenado de SegImp, el teniente Vorkosigan sabía que las llaves de palma son poco fiables.

A pesar de la impaciencia de Iván, o tal vez gracias a ella, llegaron al vestíbulo casi al mismo tiempo que el embajador Vorob’yev, que se había puesto otra vez el uniforme granate y negro de la Casa. Miles tenía la sensación de que el embajador no se preocupaba demasiado por la ropa. Vorob’yev condujo a los dos jóvenes hacia el auto de superficie de la embajada, que los estaba esperando. Los tres se hundieron en la suavidad del tapizado. Vorob’yev tuvo la deferencia de sentarse en el asiento que miraba hacia atrás. Quedó ubicado frente a sus huéspedes oficiales. El conductor y un guardia ocupaban el compartimiento anterior. El auto funcionaba bajo el control del ordenador de la red urbana pero el conductor estaba siempre alerta en el control manual para resolver cualquier emergencia. La cubierta del auto se cerró y se deslizaron hacia la calle.

—Esta noche pueden considerar la embajada marilacana como territorio neutral, caballeros —les aconsejó Vorob’yev—. Disfrútenlo, pero no demasiado.

—¿Habrá muchos cetagandanos —preguntó Miles— o es una fiesta para extranjeros?

—Ningún hautlord, por supuesto —dijo Vorob’yev—. Están todos en una de las ceremonias privadas por la muerte de la emperatriz, junto con algunos de los líderes más encumbrados de los clanes ghem. Los ghemlores de rango más bajo no tienen obligaciones y seguramente asistirán a la fiesta porque el mes de duelo ha reducido sus oportunidades de vida social. Los marilacanos han aceptado mucha «ayuda» cetagandana en los últimos años, un acuerdo del que en mi opinión acabarán arrepintiéndose. Suponen que Cetaganda no será capaz de atacar a un aliado.

El auto de superficie subió por una rampa, dobló una esquina y les ofreció una breve imagen de un valle brillante lleno de edificios altos, unidos por tubos y caminos transparentes que brillaban bajo el crepúsculo. La ciudad parecía infinita y ni siquiera estaban en el centro.

—Los marilacanos están prestando poca atención a sus propios mapas de nexos de agujeros de gusano —siguió diciendo Vorob’yev—. Creen que ocupan una frontera natural. Pero si Marilac estuviera directamente bajo el dominio de Cetaganda, el siguiente salto los llevaría a Amanecer Zoave, todas sus rutas quedarían cruzadas y por lo tanto podrían acceder a una región nueva para la expansión. La situación de Marilac con respecto a Amanecer Zoave es la misma que tenía Vervain con respecto al Centro Hegen, y todos sabemos lo que pasó ahí. —Vorob’yev esbozó una mueca de ironía—. Y encima, Marilac no cuenta con ningún vecino interesado capaz de organizar un rescate como el que encabezó su padre en Vervain, lord Vorkosigan. Es tan fácil organizar provocaciones e incidentes…

El respingo de alerta que recorrió el pecho de Miles se desvaneció muy pronto. No había ningún significado secreto o personal en los comentarios de Vorob’yev. Todo el mundo conocía el papel político-militar del almirante conde Aral Vorkosigan en la creación de la rápida alianza y el fulminante contraataque que habían terminado con la invasión cetagandana de los saltos de agujero de gusano dominados por Vervain en el camino hacia el Centro Hegen.

Lo que nadie sabía era el papel que había tenido el agente de SegImp Miles Vorkosigan en la oportuna llegada del almirante al Centro Hegen. Y como nadie lo sabía, nadie le daba crédito. Ey, hola, soy un héroe pero no puedo decir por qué. Es un secreto de Estado.

Para Vorob’yev y casi para todo el mundo, el teniente Miles Vorkosigan era un oficial más de SegImp, con un padre de tendencias nepotistas que lo escondía del mundo enviándolo lejos a cumplir misiones de rutina. Un mutante.

—Yo pensé que el golpe de la Alianza Hegen había sido lo bastante radical y sangriento como para que los ghemlores se quedaran tranquilos por un tiempo —dijo Miles—. Con todo el partido expansionista de los ghemoficiales en retirada y el ghemgeneral Estanis muerto por propia mano… fue por propia mano, ¿verdad?

—Un suicidio involuntario… sí —dijo Vorob’yev—. Estos suicidios políticos cetagandanos pueden resultar muy confusos cuando el actor principal no quiere cooperar.

—Treinta y dos heridas en la espalda… el peor caso de suicidio de la historia —murmuró Iván, claramente fascinado por los rumores que corrían al respecto.

—Exactamente, milord. —Vorob’yev entornó los ojos en un gesto seco y divertido—. Pero debido a las inseguras y cambiantes relaciones entre los ghemcomandantes y las distintas facciones secretas de hautlores, esas operaciones se desmienten con una frecuencia sorprendente. En este momento, la versión oficial para la invasión a Vervain es que se trató de una desgraciada aventura sin autorización. Los oficiales que cometieron el error ya han recibido su castigo, muchas gracias.

—¿Y cómo describen la invasión cetagandana de Barrayar en tiempos de mi abuelo? —preguntó Miles—. ¿Reconocimiento? ¿Prueba de fuerza?

—Cuando la mencionan, sí.

—¿Una prueba de fuerza de veinte años? —preguntó Iván, sonriendo.

—No suelen entran en detalles conflictivos.

—¿Expuso usted a Illyan su punto de vista sobre las ambiciones cetagandanas en cuanto a Marilac? —preguntó Miles.

—Sí, tenemos a su jefe perfectamente informado. Pero en la actualidad no se produce ningún movimiento, nada que apoye mi teoría… Por ahora, me limito a razonar. SegImp vigila los indicadores principales y nos mantiene al corriente.

—No estoy… en eso —dijo Miles—. A pesar de que necesitaría saberlo y todo eso…

—Pero supongo que entiende el panorama estratégico de la cuestión.

—Ah, sí, eso sí.

—Y… los rumores de las clases altas no siempre están tan guardados como debieran. Ustedes dos tal vez oigan algo interesante en la fiesta de hoy. Informen al jefe de protocolo, el coronel Vorreedi. Él también les proporcionará información en cuanto vuelva. Que él decida después qué es importante y qué no. —Control. Miles hizo un gesto a Iván, quien se encogió de hombros como si reconociera la verdad de lo que había dicho su primo—. Ah, y traten de no soltar más información de la que reciban, ¿eh?

—Bueno, yo estoy tranquilo —dijo Iván—. No sé nada. —Sonrió con alegría. Miles trató de no hacer una mueca de vergüenza o mascullar algo como Eso ya lo sabemos, Iván.

Todas las delegaciones de los planetas exteriores se alojaban en la misma sección de la capital, así que el viaje fue corto. El auto de superficie descendió a nivel de la calle y redujo la velocidad. Entró en el garaje del edificio de la embajada marilacana y se detuvo frente a una entrada profusamente iluminada, un escenario que parecía menos subterráneo de lo que era gracias a las superficies de mármol y las plantas decorativas que colgaban en tubos o macetas. El auto se abrió. Los guardias de la embajada de Marilac se inclinaron frente al grupo barrayarés, que se dirigió hacia los tubos elevadores. Además de hacer reverencias, habían examinado a los invitados discretamente con los rastreadores, de eso no cabía duda alguna. Era evidente que Iván había tenido el acierto de dejar el destructor nervioso en el cajón de su escritorio.

Salieron del tubo elevador a un vestíbulo ancho que daba a varios niveles de áreas públicas conectadas, ya ocupadas por los invitados. El volumen de las conversaciones era alto e invitador. En el centro de la habitación destacaba una gran escultura multimedia, una escultura real, no una proyección. Una cascada de agua brillante caía por una fuente que parecía una montaña pequeña surcada de senderos por los que se podía transitar. Unos copos irisados se arremolinaban en el aire sobre aquel laberinto en miniatura formando túneles delicados. Por el color verde, Miles supuso que representaban las hojas de los árboles de la Tierra incluso antes de acercarse lo suficiente como para distinguir los detalles realistas. En ese momento, los colores empezaron a cambiar, y pasaron de veinte verdes diferentes a amarillos, dorados, rojos y cobrizos brillantes. A medida que giraban parecían formar esquemas fugaces, caras y cuerpos humanos, sobre un fondo de sonidos vibrantes como el de los carillones de viento. ¿Pretendían que hubiera caras y música, o era sólo un truco para que el cerebro del espectador proyectara imágenes coherentes sobre el azar absoluto? Esa incertidumbre sutil atrajo a Miles.

Eso es nuevo —comentó Vorob’yev, atraído también—. Muy bonito… Eh, buenas noches, embajador Bernaux.

—Buenas noches, lord Vorob’yev. —El anfitrión de cabello plateado intercambió una cordial inclinación de cabeza con su colega de Barrayar—. Sí, nos gustó bastante. Es un regalo de un ghemlord local. Todo un honor. Se llama «Hojas de otoño». Mi personal de códigos estuvo tratando de descifrar el nombre durante medio día y finalmente decidieron que significaba «Hojas de otoño».

Los dos hombres rieron. Iván sonrió sin entusiasmo: no entendía del todo el chiste local. Vorob’yev los presentó formalmente al embajador Bernaux, que se atuvo a los rangos y a las edades con elaborada cortesía. Les ofreció una explicación sobre los sitios donde se comía y se excusó. Era el efecto «Iván», decidió Miles con rabia. Subieron las escaleras hacia una de las mesas, y los embajadores, ahora que ellos estaban lejos, empezaron a intercambiar comentarios privados y complejos. Probablemente era sólo amabilidad y contactos sociales, pero…

Miles e Iván probaron los entrantes, refinados pero abundantes y fueron a buscar una bebida. Iván eligió un prestigioso vino marilacano; Miles, consciente de la hoja labrada que llevaba en el bolsillo, prefirió café solo. Se separaron con un gesto leve y circularon por la fiesta cada uno a su aire. Miles se reclinó sobre la barandilla que daba sobre el vestíbulo de los tubos elevadores. Tomó traguitos cortos de la taza frágil que tenía entre las manos y se preguntó dónde estaría oculto el circuito que mantenía la temperatura del líquido —ah, ahí, en el fondo, entretejido en el brillo metálico del sello de la embajada marilacana—. «Hojas de otoño» se estaba helando hacia el final de su ciclo. El agua de las fuentes se congelaba, o parecía que se congelaba, convertida en hielo negro y silencioso. Los colores aéreos se desvanecieron hasta convertirse en amarillo sepia y gris plateado, colores de un atardecer invernal, y las figuras que formaban, si es que eran figuras, sugerían desesperación y muerte. La música de campanillas se desvaneció hasta convertirse en susurros discordantes, quebrados. No era un invierno de nieve y celebración. Era el invierno de la muerte. Miles se estremeció. Mierda, qué efectivo.

Así que… ¿cómo empezar a hacer preguntas sin revelar nada a cambio? Se imaginó acorralando a un ghemlord. Diga, ¿alguno de sus ministros perdió una llave en código con un sello como éste? No, no. Lo mejor era que sus… adversarios lo abordaran a él, pero se estaban tomando demasiado tiempo y ya empezaba a aburrirse. Paseó la mirada sobre la multitud buscando hombres sin pestañas… y no los encontró.

Iván ya había encontrado a una mujer hermosa. Miles parpadeó al advertir su extremada belleza. Era alta y delgada, la piel de las manos y la cara tan suave y delicada como la porcelana. Unas bandas enjoyadas le sujetaban el cabello rubio, casi blanco, a la altura del cuello y luego más abajo, en la cintura. La sedosa y brillante melena le llegaba casi a las rodillas. El vestido escondía más de lo que mostraba, con capas y más capas de tela, mangas abiertas y chalecos que le llegaban a los tobillos. Los tonos oscuros de la ropa de las capas superiores acentuaban la palidez de la piel, y un brillo de seda cerúlea repetía el azul de sus ojos. Era una ghemlady de Cetaganda, de eso no cabía la menor duda: tenía ese aire de gnomo que sugería la existencia de genes hautlord en el árbol genealógico. También cabía en lo posible que ella hubiera imitado ese aire mediante cirugía y otras terapias, pero el arrogante arco de las cejas tenía que ser auténtico.

Miles olió las feromonas del perfume de la mujer a más de tres metros de distancia. El perfume le pareció innecesario. Iván ya estaba lanzado. Con un brillo de codicia en sus ojos oscuros, decantaba alguna historia en la que había tenido un papel heroico o al menos protagonista. Algo sobre ejercicios y entrenamiento, ah, claro, para enfatizar el estilo marcial barrayarés. Venus y Marte, por supuesto. Pero ella estaba sonriendo, sí, sonriendo con las palabras de su primo.

No era que Miles, por envidia, quisiera negarle a Iván su suerte con las mujeres. Simplemente le hubiera parecido bien que de vez en cuando, le correspondiera parte de las piezas sobrantes de la cacería. Aunque, según Iván, cada uno tenía que labrarse su propia suerte. El adaptable ego de Iván podía absorber una docena de rechazos esa noche con la esperanza de recibir el premio de una sonrisa al cabo de largo tiempo. Miles pensaba que él se habría muerto de mortificación en el Intento Número Tres. Tal vez la razón de esa sensibilidad era su naturaleza monógama.

Pero mierda, antes de pasar a mayores ambiciones, había que adquirir la monogamia y por ahora no había logrado unir ni una sola mujer a su maltrecha persona. Claro que sus tres años de operaciones secretas y todo el período confinado en el ambiente masculino de la academia militar habían limitado sus oportunidades.

Bonita teoría. ¿Y por qué las mismas condiciones no habían detenido a Iván?

Elena… ¿En el fondo seguía deseando lo imposible? Miles juraba que no era tan exigente como Iván —no podía permitírselo—, pero incluso a esa hermosa ghem rubia le faltaba… ¿qué? La inteligencia, el control, el alma de peregrina… Elena había elegido a otro, y probablemente había hecho bien. Ya era hora de seguir adelante y labrarse su propia suerte. Sin embargo, hubiera deseado que la idea no le pareciera tan difícil.

Al cabo de un instante se acercó un ghemlord desde el otro extremo de la habitación, deteniéndose aquí y allí. Iba vestido de oscuro y con ropas muy amplias. Era joven, más o menos de su misma edad, calculó Miles. Tenía la cabeza cuadrada, con pómulos redondos y prominentes. Uno de ellos estaba maquillado con un adorno circular, una calcomanía, notó Miles, un remolino estilizado de color que identificaba el clan y el rango. Era una versión reducida de la pintura que usaban algunos de los cetagandanos en la cara, una moda pasajera que los mayores no veían con buenos ojos. ¿Había venido a rescatar a su dama de las atenciones de Iván?

—Lady Gelle —dijo y se inclinó levemente.

—Lord Yenaro —contestó ella con una inclinación de cabeza exactamente calculada, de lo cual Miles dedujo que: 1) ella tenía un estatus superior al del hombre en la ghemcomunidad y que 2) él no era el marido ni el hermano… Probablemente Iván estaba a salvo.

—Veo que ya descubrió usted a los exóticos galácticos que estaba buscando —dijo lord Yenaro.

Ella le sonrió. El efecto fue deslumbrante y Miles descubrió que, a pesar de que nunca lo conseguiría, estaba deseando que ella le sonriera. Lord Yenaro, sin duda inmunizado por una vida de exposición a las ghemladies, parecía indiferente.

—Lord Yenaro, le presento al teniente lord Iván Vorpatril de Barrayar y… y… —La muchacha parpadeó como para indicar a Iván que debía presentar a Miles, un gesto tan preciso e imperativo como si hubiera palmeado a Iván con un abanico.

—Mi primo, el teniente lord Miles Vorkosigan. —Iván suministró la información con suavidad, en el momento justo.

—Ah… ¡los enviados de Barrayar! —Lord Yenaro se inclinó más profundamente—. Es un placer.

Miles e Iván le devolvieron inclinaciones de cabeza no demasiado exageradas pero correctas. Miles se aseguró de que la suya fuera algo menos marcada que la de su primo, un detalle que probablemente no seria muy evidente desde donde se encontraba Yenaro.

—Tenemos una relación histórica, usted y yo, lord Vorkosigan —dijo Yenaro—. Antepasados famosos. —El nivel de adrenalina de la sangre de Miles se disparó hacia el infinito. Ah, mierda, es pariente del ghemgeneral Estanis y piensa hacerle algo al hijo de Aral Vorkosigan—. Usted es el nieto del general Conde Piotr Vorkosigan, ¿verdad?

Ah. Historia, sí, pero antigua…, no reciente. Miles se relajó.

—Cierto, cierto.

—Yo soy, en cierto modo, su oponente. Mi abuelo fue el ghemgeneral Yenaro.

—Ah, ¿el malogrado comandante de la…? ¿Cómo la llaman ustedes? ¿La… Expedición a Barrayar? ¿El Reconocimiento?

—El ghemgeneral que perdió la Guerra de Barrayar —dijo Yenaro con toda claridad.

—Pero Yenaro, ¿le parece necesario abordar este tema? —dijo lady Gelle.

Entonces, ¿esa mujer quería oír el final de la historia de Iván? ¿En serio? Miles habría podido contarle una mucho más graciosa, ambientada en la época de maniobras de entrenamiento, cuando Iván había guiado a sus hombres directo hacia una zona de barro pegajoso. Se hundieron hasta la cintura y después hubo que sacarlos a todos con una grúa-flotante…

—No estoy a favor de la teoría heroica del desastre —dijo Miles diplomáticamente—. El general Yenaro tuvo la desgracia de ser el último de cinco ghemgenerales que perdieron la Guerra de Barrayar y, por lo tanto, heredó todas las culpas.

—Ah, muy bien expresado —murmuró Iván.

Yenaro también sonrió.

—Si no entendí mal, esa cosa en el vestíbulo es suya, ¿verdad, Yenaro? —preguntó la chica, en un claro intento de cambiar de tema—. Un poco banal para su gente, ¿no? A mi madre le gustó.

—Es sólo una pieza práctica. —Una inclinación irónica de cabeza para esa crítica velada—. A los marilacanos les encantó. La verdadera cortesía considera los gustos del receptor. Tiene algunos niveles de sutileza que sólo se aprecian cuando se camina por dentro.

—Creía que estaba especializado en concursos de perfumes.

—Estoy ampliando mis intereses. Aunque sigo pensando que el olfato es un sentido más sutil que la vista. Cuando quiera, le prepararé una mezcla de perfumes, milady. Ese civeto-jazmín que lleva hoy no combina bien con el estilo formal de los tres niveles de su vestido. Bueno, no debería decirlo, supongo que usted ya lo sabe…

La sonrisa de ella se desvaneció.

—¿Usted cree?

La imaginación de Miles suministró la música de fondo, un quejido de espadas que se cruzan y un ¡Toma eso, bribón! Miles suprimió una sonrisa.

—Hermoso vestido —intervino Iván con rapidez—. Huele usted muy bien.

—Mm, sí, y hablando de su deseo de lo exótico —dijo lord Yenaro a lady Gelle—, ¿sabía que el nacimiento de lord Vorpatril fue biológico?

Las suaves cejas de la chica se encontraron en el centro de su frente. En aquel rostro perfecto apareció una levísima arruga.

—Todos los nacimientos son biológicos, Yenaro.

—Ah, no es eso. Me refiero al tipo original de biología. Del cuerpo de su madre…

—Eeeuuuu. —Lady Gelle frunció la nariz, horrorizada—. Vamos, Yenaro, no sea desagradable… Mamá tiene razón, un día de éstos usted y su grupito avant-garde irán demasiado lejos. Corre usted el peligro de convertirse en una persona poco recomendable… Eso cambiaría mucho su fama. —El disgusto iba directamente contra Yenaro, pero Miles advirtió que se alejaba un poco de Iván.

—Cuando la fama nos evita, hay que conformarse con llamar la atención —dijo Yenaro, encogiéndose de hombros.

Yo nací en un replicador. Miles pensó en decirlo con alegría, pero se contuvo. Lo cual demuestra que nunca se sabe. Si dejamos de lado el daño cerebral, Iván tuvo más suerte que yo

—Buenas noches, lord Yenaro. —Ella sacudió la cabeza y se fue con el aire de quien se despide para siempre.

Iván parecía destrozado.

—Muy bonita, lástima que no haya educado su mente… —murmuró Yenaro, como para acotar que el grupo estaba mejor sin esa compañía femenina. No obstante, parecía incómodo.

—Así que… eligió usted la carrera artística y no la militar, ¿eh, lord Yenaro? —Miles trató de romper el silencio.

—¿Carrera? —Lord Yenaro esbozó una mueca—. No, sólo soy un aficionado, por supuesto. Las consideraciones comerciales son la muerte del buen gusto. Pero espero convertirme en un artista de talla… a mi manera.

Miles esperaba que eso no tuviera doble sentido. Siguieron la mirada de lord Yenaro que se elevaba por encima de la baranda hacia el vestíbulo hacia la fuente que brillaba más abajo.

—Tiene que venir a verla por dentro. La vista es completamente distinta.

Lord Yenaro era un hombre torpe, decidió Miles. Ese exterior agrio y agresivo sólo ocultaba el ego tembloroso y vulnerable de un artista.

—Claro —dijo. Yenaro no necesitaba más. Sonrió, ansioso, y los condujo hacia las escaleras, explicándoles alguna teoría temática que demostraba la escultura. Justo en ese momento, Miles vio al embajador Vorob’yev que lo llamaba desde el otro lado del gran balcón.

—Discúlpeme usted, lord Yenaro. Iván, sigue tú. Enseguida me reúno con vosotros.

—Ah… —Yenaro pareció momentáneamente decepcionado.

Iván miró escapar a su primo con un brillo airado en la mirada que prometía una posterior venganza.

Vorob’yev estaba de pie con una mujer, quien apoyaba la mano con familiaridad sobre el brazo del embajador. Tendría unos cuarenta y tantos, calculó Miles, de rasgos naturalmente atractivos y libres de cualquier retoque relacionado con la escultura artificial de rostros. Su vestido largo y las capas externas que lo adornaban eran una copia de la moda cetagandana, pero con detalles mucho más simples que los de la ropa de lady Gelle. No era cetagandana, pero los colores crema y rojo intenso y los tonos verdes de las capas de tela armonizaban con la misma gracia con su piel olivácea y sus rizos oscuros.

—Por fin le encuentro, lord Vorkosigan —dijo Vorob’yev—. Prometí presentarlo. Ella es Mia Maz, y trabaja para nuestros amigos de la embajada de Vervain. De vez en cuando colabora con nosotros. Se la recomiendo.

Miles se puso firme ante la frase clave, sonrió y se inclinó ante la mujer vervani.

—Encantado de conocerla. ¿Y qué hace usted en la embajada de Vervain, señora?

—Soy jefa de asistentes de protocolo. Me especializo en etiqueta femenina.

—¿Es una especialidad separada?

—Aquí lo es… o debería serlo. Desde hace años vengo diciéndole al embajador Vorob’yev que debería contratar a una mujer para que se encargara de este tema.

—Pero no hay ninguna con experiencia suficiente —suspiró Vorob’yev—, y tú no aceptas el puesto… Aunque te lo he ofrecido muchas veces.

—Bueno, contrate a una sin experiencia y páguele para que la vaya adquiriendo —sugirió Miles—. ¿Milady aceptaría la idea de tomar una alumna?

—Me parece muy buena idea… —Vorob’yev parecía impresionado. Maz alzó las cejas en un gesto de aprobación—. Deberíamos discutirlo, Maz, pero tengo que hablar con Wilstar. Por ahí aparece: va directo a la comida. Con un poco de suerte, tal vez consiga atraparlo con la boca llena. Disculpen… —Ahora que ya los había presentado, Vorob’yev desapareció… diplomáticamente (como siempre).

Maz puso toda su atención en Miles.

—Aunque no acepte ese puesto, lord Vorkosigan, quería decirle que si hay algo que podamos hacer por usted en la embajada de Vervain… cualquier cosa por el hijo y el sobrino del almirante Aral Vorkosigan en su visita a Eta Ceta… Todos nuestros recursos están a su disposición.

Miles sonrió.

—No se lo diga a Iván: tal vez quiera que se lo ofrezca personalmente.

La mujer siguió la mirada de Miles por encima de la baranda, hacia donde Iván, alto como siempre, seguía a lord Yenaro a través de la escultura. Sonrió con picardía y se le formó un gracioso hoyuelo en la mejilla.

—No hay problema —dijo.

—Así que… una ghemlady es tan distinta de un ghemlord como para merecer un estudio aparte… un estudio de tiempo completo, quiero decir… Admito que la mayoría de las imágenes que tenemos de los ghemlores en Barrayar se obtuvieron por una mira telemétrica.

—Hace dos años, me habría burlado de esta visión militarista, pero desde el intento de invasión cetagandana he empezado a apreciarla. En realidad, los ghemlores son tan parecidos a los Vor, que a mi entender usted los comprenderá mucho mejor que nosotros en Vervain. Los hautlores son… otra cosa. Y las hautladies son aún más distintas. Apenas empiezo a comprenderlo.

—Las mujeres de los hautlores viven tan… recluidas… ¿hacen algo concreto? Quiero decir, nadie las ve jamás, ¿verdad? No tienen poder.

—Tienen su propio tipo de poder. Sus áreas de control. Paralelas. No compiten con los hombres. Tiene sentido, pero no se molestan en explicárselo a los extranjeros.

—Es decir, a seres inferiores…

—Eso también. —Otra vez apareció el hoyuelo.

—Así que… ¿es usted una autoridad en sellos, símbolos, marcas de los ghem y hautlores…? Yo reconozco unas cincuenta clanmarcas a primera vista, todas las insignias militares y los penachos de los cuerpos de lucha, pero sé que con eso no tengo ni para empezar.

—Estoy bien informada. La estructura se organiza en varias capas y niveles. No puedo decir que los conozca todos, claro…

Miles frunció el ceño, pensativo, después decidió aprovechar la ocasión. Esa noche no estaba pasando nada. Sacó la hoja del bolsillo y la alisó apretándola contra la barandilla.

—¿Conoce este símbolo? Lo vi en un… lugar poco habitual. Pero me sonó a ghem, o a haut… no sé si me entiende.

Ella miró con interés el pájaro con el pico abierto.

—A primera vista, no lo reconozco. Pero tiene razón, no cabe duda de que es de estilo cetagandano. Y antiguo… desde luego.

—¿Cómo lo sabe?

—Bueno, aunque es un sello personal y no una clanmarca, no está enmarcado. Durante las últimas tres generaciones, todo el mundo hace sus marcas personales en cartuchos, con marcos cada vez más elaborados. Se puede determinar la década por el diseño del marco… o casi.

—Ajá.

—Si quiere, puedo tratar de identificarlo en mi material de consulta…

—¿De verdad? Se lo agradecería mucho. —Miles plegó otra vez el papel y se lo entregó—. Ah… Y también le agradecería que no se lo mostrara a nadie…

—¿Ah? —Ella dejó que la pregunta colgara en el aire… ¿Ah?

—Discúlpeme. Paranoia profesional. Yo… eh… —Se estaba metiendo en aguas peligrosas—. Es una costumbre.

Por suerte, el regreso de Iván lo sacó del atolladero. La mirada práctica de su primo había examinado los atributos de la mujer vervani y ahora sonreía con atención… tan feliz como con la última muchacha y la siguiente. Y la otra. El ghemlord artista seguía pegado a su hombro y Miles tuvo que presentarlos a los dos. Maz no conocía a lord Yenaro.

Frente al cetagandano, no repitió el mensaje de gratitud vervani para con el clan Vorkosigan, pero se mostró decididamente amistosa.

—Deberías ir con lord Yenaro a ver esa escultura —dijo Iván con rabia—. Merece la pena, es una oportunidad única…

Yo la vi primero, carajo.

—Sí, es muy bonita.

—¿Estaría usted interesado, lord Vorkosigan? —Yenaro parecía ansioso y esperanzado.

Iván se inclinó y susurró al oído de Miles:

—Fue un regalo de lord Yenaro a la embajada marilacana. No seas despectivo, Miles, ya sabes lo suspicaces que son estos cetagandanos con sus… obritas de arte…

Miles suspiró y consiguió esbozar una sonrisa interesada.

—Claro, claro. ¿Ahora?

Se disculpó con Maz, la vervani. Realmente lo lamentaba. El ghemlord lo llevó por las escaleras hacia el vestíbulo y lo hizo detenerse a la entrada de la escultura para esperar que el ciclo empezara de nuevo.

—Mi escasa preparación estética no me permite emitir un juicio —comentó Miles de pasada, con la esperanza de que eso desviara la conversación hacia otros temas.

—Hay tan poca gente preparada para eso… —sonrió Yenaro—, pero claro, eso no les impide criticar…

—De todas formas, me parece un logro tecnológico considerable. ¿Provoca el movimiento con antigrav?

—No. Los generadores serían demasiado voluminosos y se desperdiciaría energía. La misma fuerza desarrolla el movimiento de las hojas y el cambio de color… o por lo menos eso me explicaron los técnicos.

—¿Técnicos? Yo suponía que usted había hecho todo esto con sus propias manos.

Yenaro abrió las manos (pálidas, delgadas, de dedos largos) y las miró como si se sorprendiera de encontrarlas al final de los brazos.

—Claro que no. Las manos se alquilan, se pagan. El diseño es una obra del intelecto.

—No estoy de acuerdo. Lo siento. Según mi experiencia, las manos forman parte del cerebro, casi como si fueran otro lóbulo cerebral. No es posible captar las cosas que no se conocen con las manos.

—Veo que es usted una persona de conversación amena, lord Vorkosigan. Si su agenda se lo permite, me gustaría presentarle a mis amigos. Celebramos una recepción en casa dentro de dos noches… ¿Cree usted que…?

—Mmm, tal vez… —Dos noches después no había ninguna ceremonia fúnebre… Sería bastante interesante, una oportunidad para observar a los jovencitos de la casta de los ghemlores en su ambiente sin las inhibiciones que causaba en esa generación la presencia de los mayores. Una mirada al futuro de Cetaganda—. Sí, ¿por qué no?

—Le mandaré una invitación y las indicaciones para llegar. Ah. —Yenaro miró la fuente, que de nuevo empezaba a mostrar la paleta de verdes veraniegos—. Ahora ya podemos entrar.

A Miles el interior de la fuente no le pareció muy distinto del exterior. En realidad, parecía menos interesante porque de cerca se perdía la ilusión de que las hojas formaban imágenes. La música se oía con más claridad, eso sí. Cuando los colores empezaron a cambiar, el volumen aumentó bruscamente en un crescendo.

—No se pierda esto, vale la pena —dijo Yenaro, con evidente satisfacción.

La escultura era interesante, lo bastante para que Miles tardara un momento en darse cuenta de que estaba sintiendo algo: picazón y calor en los hierros que le cubrían las piernas, apoyados contra la piel. Intentó conservar la calma, pero el calor seguía aumentando.

Yenaro parloteaba con entusiasmo artístico mientras señalaba los diferentes efectos. Ahora, mire esto… Un remolino de colores brillantes frente a los ojos de Miles. Una sensación evidente: un ardor insoportable en la piel de las piernas.

Ahogó un grito y lo convirtió en un gemido agudo. Logró dominarse para no correr hacia el agua, pues sabía que podía electrocutarse… En los pocos segundos que le llevó salir del laberinto, el acero que le rodeaba las piernas alcanzó la temperatura de ebullición del agua. Miles olvidó la dignidad, se tiró al suelo y trató de arrancarse los hierros de las piernas. Cuando tocó el metal, se quemó las manos. Se sacó las botas de un tirón, soltó los hierros y los lanzó a un lado. Se retorció en posición fetal, aullando de dolor. Los hierros le habían dejado en las rodillas y tobillos unas marcas blancas y punzantes, con el borde en carne viva.

Yenaro corría de un lado a otro, desesperado, pidiendo ayuda a pleno pulmón. Miles levantó la vista y descubrió que era el centro de atención de unas cincuenta personas sorprendidas e impresionadas, que miraban con horror sus frenéticos movimientos. Dejó de retorcerse y de maldecir y se quedó sentado, jadeando; el aire producía un siseo profundo al salir por entre los dientes apretados.

Iván y Vorob’yev se abrían paso a codazos desde distintos lugares del salón.

—¡Lord Vorkosigan! ¿Qué pasa? —preguntó Vorob’yev con urgencia.

—Estoy bien —dijo Miles. No era cierto, pero ése no era ni el lugar ni el momento de entrar en detalles. Se volvió a poner los pantalones, para esconder las heridas.

Yenaro tartamudeaba, desesperado.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué… qué ha pasado? No tenía ni idea… ¿Está usted bien, lord Vorkosigan? Ay, Dios… Dios…

Iván se agachó y tocó uno de los hierros, aún caliente.

—Sí… ¿qué diablos…?

Miles pensó en la secuencia de sensaciones y en sus posibles causas. No se trataba de antigrav, nada importante para una persona que no padeciera sus problemas óseos, un truco que había pasado inadvertido ante las narices de Seguridad de la embajada marilacana. Habían logrado esconderlo manteniéndolo a la vista de todos.

—Un efecto de histéresis. Los cambios de color de la escultura obedecen a un campo magnético en reversión… un campo de nivel bajo. Para la mayoría de la gente no constituye ningún problema. Para mí, bueno, no fue tan horrendo como poner los brazos en un horno microondas pero… ya me entienden…

Se puso en pie con una sonrisa. Iván, que parecía muy preocupado, ya había recogido las botas y los hierros. Miles lo dejó con ellos en las manos. No quería ni tocarlos. Se acercó a Iván tropezando con gesto de ciego y susurró en el oído de su primo:

—Sácame de aquí. —Estaba temblando.

Iván sintió el estremecimiento en la mano que tenía apoyada sobre el hombro de su primo. Lo miró, hizo un gesto con la cabeza y avanzó rápidamente entre la multitud de hombres y mujeres muy bien vestidos, algunos de los cuales ya se estaban retirando.

El embajador Bernaux apareció inmediatamente después y agregó sus contritas disculpas a las de Yenaro.

—¿Quiere usted pasar por la enfermería de la embajada, lord Vorkosigan? —le ofreció.

—No. Gracias. Prefiero ir a casa. —Pronto, por favor.

Bernaux se mordió el labio y miró a lord Yenaro, que seguía disculpándose.

—Lord Yenaro. Lamento decirle que…

—Sí, sí, apáguela enseguida, enseguida —dijo Yenaro—. Ordenaré a mis sirvientes que vengan a buscarla inmediatamente. No tenía ni idea… le gustaba tanto a todo el mundo… tengo que volver a diseñarla. O destruirla, sí, la destruiré enseguida. Lo siento muchísimo… Dios, qué vergüenza.

¿Sí, vergonzoso?, pensó Miles. Un despliegue de sus debilidades físicas frente a un nutrido público, justo cuando acababa de poner un pie en el planeta…

—No, no, no la destruya —dijo el embajador Bernaux, horrorizado—. La haremos revisar por un ingeniero de seguridad y la modificaremos, o tal vez pondremos un cartel de advertencia…

Iván reapareció junto a la multitud que se dispersaba y levantó el pulgar frente a Miles. Después de unos minutos terriblemente dolorosos de sutilezas sociales, Vorob’yev e Iván se las arreglaron para escoltarlo hacia el tubo elevador y luego hacia el auto de superficie de la embajada de Barrayar. Miles se arrojó en el asiento y se quedó ahí, con la cara retorcida de dolor, jadeando. Iván vio que temblaba, se sacó la guerrera y se la echó sobre los hombros. Miles no protestó.

—De acuerdo, veamos los daños —exigió Iván. Apoyó una de las pantorrillas de Miles sobre su rodilla y enrolló la pernera del pantalón—. Jo, esto tiene que ser muy doloroso.

—Bastante —aceptó Miles.

—No puede haber sido un intento de asesinato, eso no —dijo Vorob’yev, con los labios apretados, la mente febril, buscando respuestas.

—No —confirmó Miles.

—Según Bernaux, su gente examinó la escultura antes de instalarla. La registraron pero, claro, andaban buscando bombas y micrófonos.

—Seguro que la examinaron. Esa cosa no puede hacer daño a nadie… excepto a mí…

Vorob’yev seguía el razonamiento sin dificultades.

—¿Una trampa?

—Demasiado elaborada, me parece —hizo notar Iván.

—No estoy seguro —dijo Miles. Se supone que no debo estar seguro. Ésa es la gracia del asunto—. Tiene que haberles llevado días, tal vez semanas, prepararlo todo. Ni siquiera nosotros sabíamos que íbamos a venir hasta hace dos semanas. ¿Cuándo llegó ese trasto a la embajada marilacana?

—Según Bernaux, anoche —dijo Vorob’yev.

—Antes de que llegáramos nosotros. —Antes del pequeño encuentro con el hombre sin cejas. No pueden estar relacionados… ¿o sí?—. ¿Desde cuándo saben que asistiríamos a esta fiesta?

—Las embajadas prepararon las invitaciones hace unos tres días —dijo Vorob’yev.

—Muy poco tiempo para tratarse de una conspiración —observó Iván.

Vorob’yev lo pensó un poco.

—Creo que tengo que aceptar su punto de vista, lord Vorpatril. ¿Lo consideramos un desgraciado accidente entonces?

—Por ahora —dijo Miles. No fue un accidente. Me tendieron una trampa. A mí, personalmente. Cuando llega la primera salva, hay que darse cuenta de que ha estallado la guerra.

Excepto que, generalmente, uno conocía las razones por las que se había declarado la guerra. La idea de jurar que no volverían a atraparlo con la venda sobre los ojos era excelente, pero ¿quién era el enemigo? ¿Quién lo había atrapado esa primera vez?

Apuesto a que sus fiestas son excelentes, lord Yenaro. No me perdería la próxima por nada del mundo.