12

Lo de «fiesta de jardín» no era del todo adecuado, decidió Miles. Miró más allá del embajador Vorob’yev y de Iván cuando los tres salieron del tubo elevador con los oídos tapados hacia el aire libre en el último piso del edificio. Un leve brillo dorado en el aire marcaba la presencia de una pantalla de fuerza liviana, que protegía a los invitados de las molestias del viento, la lluvia o el polvo. Allí, en el centro de la capital, el crepúsculo era brillante y plateado porque el edificio, de medio kilómetro de alto, daba a los anillos verdes de parque que rodeaban el Jardín Celestial.

Parterres de flores y árboles enanos, fuentes, arroyos, senderos y puentes de jade convertían el techo en un laberinto descendente en el mejor estilo cetagandano. Cada recodo de los caminos revelaba y enmarcaba una imagen bella y distinta de la enorme ciudad que se extendía hasta el horizonte, pero las mejores eran las que abarcaban el gran huevo brillante de ave fénix del emperador en el corazón de sus dominios. El vestíbulo del tubo elevador, que se abría sobre el panorama, tenía un techo de enredaderas y el suelo adornado con un elaborado arreglo de piedras de colores: lapislázuli, malaquita, jade verde y blanco, cuarzo rosado y minerales que Miles no conocía ni de nombre.

El oficial de protocolo les había indicado que se pusieran el uniforme de gala negro, aunque Miles hubiera supuesto que el verde de fajina era el correcto. Pero nadie podía ser demasiado formal en ese lugar. Los anfitriones permitieron subir al embajador Vorob’yev como escolta de los invitados, pero todos los demás tuvieron que quedarse abajo, incluyendo a Vorreedi. Iván miró a su alrededor y aferró su invitación.

Lady d’Har, la anfitriona, estaba de pie en medio del vestíbulo. Aparentemente el interior de su casa contaba como una burbuja, porque estaba dando la bienvenida a sus invitados en persona. A pesar de su edad —era bastante mayor—, su hautbelleza hubiera deslumbrado a cualquiera. Se había puesto una docena de túnicas de un blanco cegador que le bajaban por el cuerpo hasta el suelo. El abundante cabello plateado se arrastraba tras ella. Su esposo, el ghemalmirante Har, cuya imponente presencia habría dominado cualquier otra habitación, parecía casi invisible a su lado.

El ghemalmirante Har comandaba la mitad de la flota cetagandana y su llegada a las ceremonias finales por la muerte de la emperatriz, retrasada por cuestiones de trabajo, era la razón de esa fiesta de bienvenida. Llevaba su uniforme rojo sangre, que podría haber adornado con suficientes condecoraciones como para hacerlo naufragar si cruzaba un río. En lugar de eso, había preferido ser el mejor: lo único que lucía en el pecho era la cinta y la medalla de la Orden del Mérito, un mérito aparentemente simple y poco grandilocuente. Sin las demás baratijas del éxito, nadie podía evitar la imagen de esa medalla. Ni evitar ni igualar. Era un honor muy poco frecuente que entregaba el Emperador en persona. Había muy pocos premios superiores a ése en el Imperio de Cetaganda. La hautlady que tenía a su lado podía considerarse uno de ellos. Miles supuso que el lord también la habría colocado sobre su túnica si hubiera podido, a pesar de que se la había ganado hacía ya cuarenta años. El maquillaje del ghemclan Har tenía colores como el anaranjado o el verde; los dibujos no eran muy definidos y se cruzaban con las arrugas de la edad sobre la cara del almirante, en un contraste francamente desagradable con el rojo del uniforme.

Hasta el embajador Vorob’yev se sentía cohibido en presencia del ghemalmirante Har. Miles se dio cuenta por la extrema formalidad de los saludos que le dispensó. Har se mostró amable, pero saltaba a la vista que estaba sorprendido: ¿Por qué están estos extranjeros en mi jardín? Sin embargo, se limitó a hacer un gesto a lady Har, quien recibió la invitación del aliviado Iván con un pequeño gesto y les dio las indicaciones necesarias para llegar al sitio alto y dorado donde se servía la comida y la bebida. La edad había suavizado su voz.

El embajador y los dos enviados pasearon por el jardín. Cuando se recuperó de la impresión que le había causado lady d’Har, Iván empezó a buscar con la vista a las ghemujeres que conocía, pero fue en vano.

—Este lugar está lleno de viejos carcamales —le susurró a Miles, decepcionado—. Seguramente cuando hemos entrado nosotros, la edad promedio ha bajado de noventa a ochenta y nueve años.

—Ochenta y nueve y medio, diría yo —susurró Miles.

El embajador Vorob’yev se puso un dedo sobre los labios, pero su mirada reveló que el comentario le había parecido gracioso.

Sí. Ése era el lugar donde pasaban las cosas; en comparación Yenaro y su círculo de amistades eran insignificantes, mezquinos y marginales: estaban excluidos por edad, por rango, por riqueza, por… todo. En el jardín había una media docena de burbujas de hautladies que brillaban como antorchas pálidas. Miles no había visto nada igual en ningún sitio que no fuera el Jardín Celestial. Al parecer, lady d’Har mantenía contactos con sus hautparientes o exparientes. ¿Rian está aquí? Miles rezó por verla.

—Ojalá hubiera podido traer a Maz —suspiró Vorob’yev con pena—. ¿Cómo consiguió usted esto, lord Iván?

—Yo no fui —contestó Iván. Señaló con el pulgar hacia Miles.

Vorob’yev alzó las cejas con sorpresa.

Miles se encogió de hombros.

—Me dijeron que estudiara a la jerarquía. Y aquí está el poder, ¿no es cierto? —En realidad, ya no estaba tan seguro.

¿Dónde estaba el poder en esa enigmática sociedad? Lo tenían los ghemlores, habría dicho él hacía un tiempo y no habría dudado ni un segundo: el poder es de quien controla las armas, lo controla la amenaza de violencia. O los hautlores, que dominaban a los ghem aunque fuera tangencialmente. Desde luego, no lo ostentaban las hautmujeres, tan recluidas y remotas. ¿Acaso el conocimiento de ellas era un tipo de poder? Un poder muy frágil. ¿Poder frágil? ¿No sería eso un oxímoron? El Criadero Estrella existía desde tiempos anteriores a la protección del Emperador; el emperador existía porque lo servían los ghemlores. Sin embargo, las hautmujeres habían creado al Emperador… habían creado a los haut… habían creado a los ghem también. Poder para crear… poder para destruir… Miles parpadeó, confundido y mordisqueó un canapé que tenía la forma de un diminuto cisne; le arrancó la cabeza primero. Las alas eran de harina de arroz, a juzgar por el sabor, y el cuerpo, una pasta de proteínas muy condimentada. ¿Carne de cisne artificial?

El grupo barrayarés se sirvió unas bebidas y empezó un circuito lento de los senderos del jardín, una comparación de los distintos paisajes de la ciudad. También recogieron miradas asombradas de los ghem y haut ancianos que los observaban; pero nadie se acercó a ellos para presentarse, hacer preguntas o entablar una conversación. Por el momento, hasta Vorob’yev se limitaba a mirar, pensaba Miles, pero seguramente no desperdiciaría las oportunidades de la velada para hacer algún contacto. Miles no estaba muy seguro de cómo iba a sacarse de encima al embajador cuando apareciera su contacto. Suponiendo que ése fuera el lugar del encuentro con quien fuera y que la idea de la velada como punto de reunión no fuera el resultado de su imaginación desbocada.

O el lugar del siguiente intento de asesinato. Doblaron un sendero que rodeaba un parterre y vieron a una mujer en ropa hautblanca pero sin burbuja, de pie, admirando la ciudad. Miles la reconoció por la gruesa trenza color chocolate que le caía sobre la espalda hasta los tobillos, la reconoció a pesar de que ella le daba la espalda. La haut Vio d’Chilian. Entonces, ¿el ghemgeneral Chilian estaba allí? ¿Y Kety?

Iván contuvo el aliento. Claro. Sin contar a la anciana anfitriona, ésa era la primera vez que su primo veía a una hautmujer fuera de la burbuja y al pobre le faltaba la… la inoculación del suero de haut Rian. Miles descubrió que era capaz de mirar a la haut Vio sin un temblor. ¿Acaso las hautmujeres eran una enfermedad que sólo se padecía una vez, como el legendario sarampión? ¿Una dolencia que dejaba al paciente inmunizado? Si salía con vida, claro, aunque fuera con cicatrices…

—¿Quién es ella? —susurró Iván, hechizado.

—La hautesposa del ghemgeneral Chillan —murmuró Vorob’yev al oído de lord Vorpatril—. El ghemgeneral tiene mucho poder: si quiere, puede pedirme su hígado frito para desayunar, lord Vorpatril. Y yo se lo mandaría en persona. Las ghemladies solteras y libres pueden distraerse como prefieran, pero las haut casadas están estrictamente fuera de los límites. ¿Me ha entendido?

—Sí, señor —dijo Iván, en voz baja.

La haut Vio contemplaba la gran cúpula del Jardín Celestial, que brillaba, opaca, al otro lado. Parecía hipnotizada. ¿Echaba de menos su anterior vida?, se preguntó Miles. Había pasado años exiliada en las tierras de Sigma Ceta con su ghemesposo. ¿Qué sentía ahora? ¿Felicidad? ¿Nostalgia?

Seguramente algún movimiento de los barrayareses llamó la atención de la mujer, porque volvió la cabeza hacia ellos. Durante un segundo, un segundo apenas, los sorprendentes ojos color canela adquirieron la tonalidad metálica del cobre en una expresión de rabia tan absoluta que el estómago de Miles se cerró en un puño. Después el rostro se sumió súbitamente en un autismo tan suave y vacío como la inexistente burbuja, e igualmente poderoso y agresivo; la emoción abierta desapareció con tanta rapidez que Miles ni siquiera supo si los otros dos hombres la habían percibido. Pero la mirada de furia no había sido para ellos; estaba en la cara antes de que ella se volviera, antes de que pudiera identificar a los barrayareses, vestidos de negro, entre las sombras.

Iván abrió la boca. Por favor, no, no, pensó Miles, pero Iván tenía que intentarlo.

—Buenas noches, milady. Bonita vista, ¿verdad?

Ella dudó un momento muy largo —Miles se la imaginó en un gesto de huida—, pero después contestó en una voz grave, perfectamente modulada:

—No hay nada comparable en todo el universo.

Iván, alentado, sonrió y se aproximó.

—Permítame presentarme. Soy lord Iván Vorpatril, de Barrayar… Y… él… es el embajador Vorob’yev, y él, mi primo, lord Miles Vorkosigan. Hijo de… ya sabe…

Miles hizo una mueca y se encogió. Contemplar el tartamudeo de Iván en un momento de pánico sexual hubiera sido divertido en otras circunstancias, pero en ésas era tan terriblemente embarazoso que ya no le resultaba gracioso. Le recordaba demasiado a… sí mismo. ¿Fui tan estúpido la primera vez que vi a Rian? Le daba miedo pensar en la respuesta: seguramente era un .

—Sí —dijo la haut Vio—. Lo sé. —Miles había visto a alguna gente hablando a las plantas con más amabilidad…

Basta, Iván, deseó Miles en silencio. El marido de esta mujer es el primer oficial del hombre que tal vez trató de matarnos ayer, ¿recuerdas? A menos que lord X fuera el príncipe Slyke después de todo… o el haut Rond o… Miles apretó los dientes.

Pero antes de que Iván pudiera hundirse todavía más en sus palabras, apareció por el sendero un hombre ataviado con el uniforme militar cetagandano. El maquillaje facial acentuaba los rasgos marcándole el ceño fruncido. El ghemgeneral Chilian. Miles se quedó frío, pasó la mano por el brazo de Iván y lo apretó con fuerza como advertencia.

La mirada de Chillan se deslizó un momento sobre los barrayareses con un gesto de sospecha.

—Haut Vio —se dirigió a su esposa—. Acompáñame, por favor.

—Sí, milord —dijo ella, bajó las pestañas y escapó alrededor de Iván con un breve gesto como despedida. Chilian se obligó a hacer el gesto que reconocía la existencia de los forasteros; con esfuerzo, le pareció a Miles. El general miró otra vez por encima del hombro mientras se llevaba a su esposa. ¿Qué pecado habría cometido el ghemgeneral Chilian para merecerla a ella?

—Un tipo con suerte —suspiró Iván con envidia.

—No estoy tan seguro… —dijo Miles.

El embajador Vorob’yev se limitó a sonreír con amargura.

Siguieron paseando. Miles tenía en la cabeza un torbellino de ideas. El encuentro con Chilian, ¿era casual? ¿O se trataba de otra trampa? Lord X usaba sus herramientas humanas como pinzas, y así mantenía el peligro a raya. Seguramente el ghemgeneral y su esposa estaban demasiado cerca, la conexión era demasiado obvia. A menos, claro está, que lord X no fuera Kety…

Un brillo en el centro del camino captó la atención de Miles. Una hautburbuja se acercaba por el sendero rodeado de verde. Vorob’yev e Iván se apartaron para dejarla pasar, pero la burbuja se detuvo frente a Miles.

—Lord Vorkosigan. —La voz de la mujer era melodiosa a pesar del filtro, pero no era la de Rian—. ¿Puedo hablar con usted en privado?

—Claro que sí —dijo Miles antes de que Vorob’yev pudiera objetar algo—. ¿Dónde? —La tensión le sacudió el cuerpo. El asalto final al nuevo objetivo, la nave del gobernador Ilsum Kety, ¿sería esa noche? Demasiado prematuro, demasiado incierto—. ¿Cuánto tiempo necesitamos?

—No es lejos, milord. Una hora, más o menos.

No era suficiente para un viaje a la órbita; entonces se trataba de otra cosa.

—Muy bien. Caballeros, ¿me disculpan?

La mirada de Vorob’yev era tan desdichada como le permitía su autocontrol habitual.

—Lord Vorkosigan… —En realidad, las dudas del embajador eran una buena señal; seguramente había mantenido una larga conversación con Vorreedi—. ¿Desea usted un guardia?

—No.

—¿Un comu?

—No.

—¿Tendrá usted cuidado? —Una diplomática manera de decir ¿Está seguro de que sabe en qué se está metiendo?

—Sí, sí, claro, señor.

—¿Y qué hacemos si no vuelves dentro de una hora? —dijo Iván.

—Esperar. —Miles les dirigió un gesto cordial y siguió a la burbuja por el sendero del jardín.

Cuando doblaron otro recodo hacia un rincón privado, iluminado por luces de colores y escondido detrás de un bosquecillo de arbustos llenos de flores, la burbuja rotó y desapareció repentinamente. Miles se encontró frente a otra belleza de blanco, sentada sobre la silla-flotante como en un trono. El cabello de esa mujer era de color rubio miel, y lo llevaba levantado alrededor de los hombros en un complejo peinado. Miles le calculó unos cuarenta y tantos años, lo cual significaba que probablemente tenía el doble.

—La haut Rian Degtiar me dio instrucciones —afirmó ella. Movió la ropa a la izquierda de la silla, descubriendo un apoyabrazos muy bien acolchonado—. No tenemos mucho tiempo. —Su mirada pareció medir el peso de Miles, o tal vez su baja estatura—. Puede usted… bueno… subirse aquí para el viaje…

—Qué… qué fascinante… —Ah, si ella hubiera sido Rian… Pero por lo menos, el viaje serviría para comprobar alguna teoría sobre las capacidades mecánicas de las hautburbujas…—. Eh… ¿identificación, milady? —agregó él, como disculpándose. La última persona que había hecho ese tipo de viaje (por lo menos, en teoría) había terminado en el suelo con el cuello cortado.

Ella asintió como si hubiera estado esperando esa reacción y abrió la palma de la mano para mostrarle el anillo del Criadero Estrella.

Bueno, dadas las circunstancias, eso era lo más parecido a una identificación a que podía aspirar… Miles se acercó con cuidado, subió a bordo y se aferró a la parte trasera de la silla para mantener el equilibrio. Los dos trataban de mantenerse separados. La mano de dedos largos de la haut tocó el panel de control incrustado en el apoyabrazos derecho y el campo de fuerza volvió a conectarse. La luz pálida y blanca reflejaba los arbustos floridos, destacaba los colores e iluminaba el camino frente a ellos.

La visión era bastante clara; la única molestia era una esfera fantasmal que marcaba la frontera del campo de fuerza y parecía una niebla más tenue que la película interna de los huevos. El sonido también se transmitía con mucha claridad, mucho mejor que el efecto inverso, deliberadamente opaco. Miles oyó voces y tintineos de copas un balcón más arriba. Pasaron junto al embajador Vorob’yev e Iván, que miraron la burbuja con ojos curiosos, llenos de incertidumbre, pero no tenían modo de saber si se trataba de la misma burbuja. Miles reprimió el absurdo impulso de hacerles un gesto de despedida con la mano.

No se dirigieron al vestíbulo del tubo elevador, como Miles había esperado, sino hacia el límite del jardín. La anfitriona de cabello plateado estaba de pie allí, esperando. Hizo un gesto con la cabeza y abrió el campo de fuerza del jardín con un código especial. La burbuja salió hacia una pequeña plataforma de aterrizaje. El brillo del pavimento se oscureció con la burbuja a una orden de su dueña. Miles miró hacia arriba, al cielo brillante de la noche, buscando un vueloliviano o un auto aéreo.

Pero en ese momento, la burbuja se desplazó suavemente hacia el final del edificio y cayó por el borde.

Miles se aferró con fuerza al asiento, tratando de no gritar, aferrarse al cuello de la hautpiloto o vomitar sobre el vestido blanco. Estaban en caída libre y él odiaba, odiaba, odiaba las alturas… ¿lo habían destinado a esa muerte? ¿Su asesina se sacrificaría en el proceso? Ay… Dios…

—Pensé que estas cosas sólo alcanzaban un metro de altura —se ahogó Miles. La voz le salió aguda y temblorosa a pesar de todos sus esfuerzos.

—Si hay suficiente altura inicial, se puede realizar una caída controlada —explicó ella, con calma.

A pesar de la primera impresión horrorizada de Miles, no estaban cayendo como una piedra. Trazaban una parábola hacia delante, atravesando las calles y los anillos verdes salpicados de luces, hacia la gran cúpula del Jardín Celestial.

Miles pensó en la bruja Baba Yaga de los cuentos folclóricos de Barrayar, la que viajaba volando en una bala de cañón. La bruja que lo acompañaba no era fea ni vieja. Pero en ese momento él no estaba muy seguro de que no se comiera a los niños traviesos en sus ratos libres.

Unos pocos minutos después, la burbuja aminoró la velocidad hasta el paso de un transeúnte. Estaban a unos pocos centímetros por encima del pavimento, una de las entradas menores del Jardín Celestial. Un movimiento del dedo de la mujer devolvió el brillo blanco a la burbuja.

—Ah —exclamó ella, en tono alegre—. Tendría que hacerlo más a menudo… —Casi dejó escapar una sonrisa: durante un momento pareció casi… casi humana.

Miles se quedó de una pieza cuando los sometieron a los procedimientos de seguridad de la cúpula celestial: era como si no estuvieran ahí, como si no hubiera procedimientos, nada, excepto un rápido intercambio de códigos electrónicos. Nadie los detuvo, nadie los registró, nadie examinó la burbuja. Los hombres uniformados que habían sacudido a los enviados galácticos de arriba a abajo se apartaron respetuosamente, con la mirada baja.

—¿Por qué no nos detienen? —susurró Miles, incapaz de soportar la impresión de que era imposible que no lo vieran si él los veía.

—¿Detenerme? —repitió la hautmujer, sorprendida por la pregunta—. ¿Detenerme a mí? Soy la haut Pel Navarr, consorte de Eta Ceta. Yo vivo aquí.

Por suerte, el resto del viaje transcurrió a ras de suelo aunque a una velocidad un poco superior que la que Miles había visto en fiestas y reuniones. Reconoció los edificios y parques del Jardín Celestial mientras se dirigían hacia el edificio blanco que tenía biofiltros en las ventanas. El paso de la haut Pel a través de los procedimientos automáticos de seguridad del edificio fue casi tan rápido y silencioso como en la entrada a la cúpula. Recorrieron una serie de pasillos, pero esa vez iban en una dirección diferente. Esquivaron los laboratorios y oficinas del corazón del edificio y subieron un nivel más.

Una puerta doble se abrió para franquearles la entrada a una gran habitación circular decorada en tonos suaves de gris y plata. A diferencia de todo lo demás que había visto en el Jardín Celestial, el lugar no tenía decoraciones vivientes, ni plantas, ni animales, ni ninguna de esas creaciones perturbadoras que parecían encontrarse a medio camino entre los dos reinos. Era silencioso, concentrado, sin elementos que se prestaran a la distracción… Era una cámara del Criadero Estrella; tal vez era algo así como la Cámara Estrella, supuso Miles. Había ocho mujeres vestidas de blanco esperándolos en silencio. Estaban sentadas en un círculo. Miles sentía que su estómago ya debería haberse calmado: hacía mucho que no estaban en caída libre.

La haut Pel detuvo la silla flotante en un espacio vacío dentro del círculo, la apoyó en el suelo y desconectó la burbuja. Ocho pares de ojos extraordinarios se posaron en la cara de Miles.

Nadie debería tener que exponerse a todas estas hautmujeres al mismo tiempo, pensó él. Era como una sobredosis peligrosa. La belleza que tenía frente a sí era variada; tres tenían el cabello tan plateado como la esposa del ghemalmirante; una era de tez cobriza; otra tenía la piel oscura y la nariz aguileña, con una melena rizada de un negro azulado que le caía sobre el cuerpo como un abrigo. Dos eran rubias: la guía con sus ondas doradas, y otra con el cabello tan pálido como el trigo maduro al sol, un cabello que le caía lacio hasta el suelo. Otra tenía los ojos oscuros y el cabello de un castaño color chocolate como el de la haut Vio, pero peinado en nubes suaves y mullidas. Y además, por supuesto, estaba Rian. El efecto de todas aquellas mujeres juntas iba más allá de la belleza; él no sabía cómo llamarlo pero la palabra más apropiada hubiera sido terror. Se deslizó hacia el suelo y se separó de la silla, aliviado por el tranquilizador contacto de las altas botas rígidas sobre la tierra firme.

—Aquí está el barrayarés para testificar —dijo la haut Rian.

Testificar. Entonces, estaba ahí como testigo, no como acusado. Un testigo clave, la Llave de la cuestión, por así decirlo. Ahogó una risita histérica. No sabía por qué, pero le parecía que la haut Rian no hubiera apreciado ese juego de palabras.

Tragó saliva y consiguió aclararse la voz.

—Ustedes saben más que yo, señoras. —Aunque en realidad, le parecía que ya sabía quiénes eran. Su mirada recorrió el círculo y parpadeó para controlar el vértigo—. Sólo conozco a la Doncella. —Hizo un gesto hacia Rian. Sobre una mesa baja, desplegada frente a ella, habían dispuesto todos los objetos sagrados de la emperatriz, incluyendo el Sello y la Gran Llave falsa.

Rian inclinó la cabeza como si admitiera lo razonable de su ruego y procedió a presentar a las damas con un conjunto sorprendente de hautnombres y hautítulos. Sí… ahí estaban las consortes de las ocho satrapías planetarias. Rian era la novena, la representante de la emperatriz. Las mujeres que controlaban y creaban el hautgenoma, las que tenían el control de la raza del futuro, estaban reunidas allí en un consejo extraordinario.

No cabía duda de que la cámara estaba preparada para esas reuniones, que sólo podían celebrarse cuando las consortes viajaban al Jardín Celestial con los envíos de futuros bebés. Miles intentó identificar a las consortes del príncipe Slyke, llsum Kety y el Rond. La mujer de Kety, consorte de Sigma Ceta, era una de las de cabello plateado, la de edad más parecida a la emperatriz. Rian la presentó como la haut Nadina. La rubia trigueña servía al príncipe Slyke de Xi Ceta y la morena era la consorte de Rho Ceta. Miles se preguntó otra vez por el significado de los títulos, que las convertían en esposas de los planetas, no de los gobernadores.

—Lord Vorkosigan —dijo la haut Rian—. Me gustaría que usted les contara a las consortes su versión de cómo llegó a su poder la Gran Llave falsa, y todos los hechos subsiguientes.

¿Todos? Miles no la culpaba en absoluto por cambiar de estrategia, jugar con las cartas bien escondidas y pedir refuerzos. No les sobraba el tiempo, de eso estaba seguro. Pero le disgustaba que lo tomaran por sorpresa. Habría sido agradable que ella se lo consultara. ¿Ah, sí? ¿Cómo?

—Veo que captó usted mi indicación de que anulara el ataque a la nave del príncipe Slyke —dijo Miles, que quería entender algo más la situación.

—Sí. Espero que me lo explique usted a su debido tiempo.

—Discúlpeme, milady. No quisiera insultar a nadie aquí… Pero si una de las consortes es una traidora, si está de acuerdo con el gobernador sátrapa, esta sesión significaría entregarle información sobre lo que sabemos… ¿Está usted segura de que está entre amigos?

La tensión que se sentía en la cámara podía explicar infinitas traiciones, Miles estaba convencido de eso. Rian levantó una mano, como para dominar la situación.

—Lord Vorkosigan es extranjero. No entiende nuestra posición. —Lo miró y le hizo un gesto con la cabeza—. Hay traición, sí, pero no en este nivel. Más abajo.

—¿Ah, sí?

—Hemos llegado a la conclusión de que el gobernador no es capaz de manejar el hautgenoma por sí solo, aunque tenga la Llave y el banco. La haut de su satrapía no cooperaría con esa usurpación, esa perversión total de las costumbres. El gobernador está pensando en designar una nueva consorte, una persona que esté bajo control. Todo indica que esa persona ya ha sido elegida.

—Ah… ¿y ya saben quién es?

—No, todavía no —suspiró Rian—. Todavía no. Lamento decir que es alguien que no comprende el propósito de los haut. Si supiéramos qué gobernador es, podríamos deducir a cuál de las hautmujeres ha sobornado. Si supiéramos quién es la mujer, entonces…

Mierda, la triangulación tenía que darse pronto, pronto. Miles se mordió el labio, después dijo, despacio:

—Milady. Si puede hacerlo, dígame algo sobre las burbujas de fuerza. Eso de que están ligadas a una persona en particular… ¿Por qué están todos tan convencidos de que son seguras? La almohadilla de esos paneles de control parece un detector de palma, pero eso no es posible: las almohadillas de detección de palma son instrumentos fáciles de violar.

—Ya comprenderá usted que no puedo darle los detalles técnicos, lord Vorkosigan, no a usted —dijo Rian.

—No espero que lo haga. Sólo información general.

—Bueno… están programadas genéticamente, por supuesto. Se pasa la mano por la almohadilla para dejar algunas células cutáneas. La almohadilla las analiza.

—¿Y rastrea todo el genoma? Seguramente eso significaría mucho tiempo de análisis.

—No, claro que no. El programa examina una docena de marcadores críticos que identifican a una mujer haut. Empezando por la presencia de un par de cromosomas X y siguiendo luego por una lista dispuesta en un esquema en árbol hasta obtener la confirmación.

—¿Qué posibilidad hay de que los marcadores se dupliquen en dos o más individuos?

—Nosotras no hacemos clones, lord Vorkosigan.

—No hablo de clones, me refiero a esa docena de factores, sólo para engañar a la máquina.

—La posibilidad es muy remota.

—¿Incluso entre miembros muy cercanos de la misma constelación? —Ella dudó, intercambió una mirada con lady Pel, que levantó las cejas, pensativa—. Tengo una razón para preguntar esto —prosiguió Miles—. Cuando el ghemcoronel Benin me entrevistó, dejó escapar una información importante. Dijo que seis hautburbujas habían entrado en la rotonda del funeral durante el intervalo en el que colocaron el cadáver de Ba Lura a los pies del catafalco y que eso le presentaba un problema de muy difícil solución. No enumeró las burbujas, pero no dudo que ustedes son capaces de hacerle escupir la lista. Esto significaría un examen de muchísimos datos pero… suponiendo que ustedes examinaran los marcadores de las seis hautmujeres en los archivos y controlaran los posibles duplicados casuales entre mujeres vivas… Si la mujer está sirviendo al sátrapa, tal vez haya colaborado también en el asesinato. Y en ese caso, tal vez podrían encontrar a la traidora sin salir del Criadero Estrella.

Rian, alerta de pronto, se sentó otra vez con un suspiro.

—Su razonamiento es correcto, lord Vorkosigan. Podríamos hacerlo… si tuviéramos la Gran Llave.

—Ah —dijo Miles—. Sí, claro… —Cambió de una posición tensa y firme, casi de desfile, a una de descanso, desinflado—. No sé si servirá de algo, pero tanto mi análisis de la situación como las escasas pruebas que conseguí arrancarle el ghemcoronel Benin apuntan al príncipe Slyke o al haut Ilsum Kety. El haut Rond iría en tercer lugar, pero mucho más lejos. Pero como Rho y Mu Ceta serían los que soportarían el golpe si se desatara un conflicto abierto con Barrayar, yo me inclino por Slyke o Kety, sin duda. Hechos… recientes… señalan a Kety. —Dirigió una mirada al círculo—. ¿Hay algo que las consortes hayan visto u oído, algo que pueda ayudarnos a determinar el nombre del culpable con mayor certeza?

Un murmullo de negativas.

—Desgraciadamente, no —dijo Rian—. Ya discutimos el problema esta tarde. Por favor, empiece.

Como usted quiera, milady, la responsabilidad es toda suya.

Miles respiró hondo y se lanzó a contar la verdad completa de lo que le había pasado desde el momento en que Ba Lura se lanzó al vehivaina personal de los enviados de Barrayar. Suprimió solamente sus opiniones personales. De vez en cuando, se detenía para que Rian tuviera la oportunidad de hacerle alguna señal, indicarle de alguna manera que mantuviera algo en secreto. Pero al parecer, ella no quería secretos. En lugar de señales, le formulaba hábiles preguntas, le recordaba detalles como para que no se dejara nada en el tintero.

Lentamente, Miles entendió que Rian veía que el problema del secreto era como un arma de dos filos. Lord X era capaz de asesinar a Miles, tal vez también a Rian. Pero hasta el político cetagandano más megalomaníaco tendría grandes problemas en acabar con las ocho consortes al mismo tiempo. La voz de Miles cobró seguridad.

Sintió que las teorías que sostenían sus frases se transformaban. Rian se parecía cada vez menos a una damisela en peligro. En realidad, se preguntó si él no estaría tratando de salvar al dragón. Bueno, los dragones también necesitan que los salven alguna que otra vez… Cuando él relató el intento de asesinato del día anterior, ninguna de las mujeres parpadeó siquiera. Lo que hubo, tal vez, fue un murmullo de apreciación por la elegancia de forma y estilo del atentado y una leve desilusión por el fracaso. Sin embargo, las mismas juezas se negaron a apreciar la originalidad del gobernador en su intento de invadir el territorio de las mujeres haut. Las consortes de Sigma y Xi tenían miradas cada vez más pétreas e intercambiaban gestos expresivos de vez en cuando.

Cuando Miles terminó, se produjo un largo silencio en la cámara. ¿Hora de presentar el plan B?

—Tengo una sugerencia —dijo Miles con valor—. Recuperen todos los bancos genéticos de las naves de los gobernadores. Si lo entregan todo, el gobernador se quedará con las manos vacías. Si se resiste a entregar el banco sabremos quién es.

—¿Recuperarlos? —dijo la haut Pel, con voz desmayada—. ¿Tiene usted idea de cuánto nos costó llevarlos hasta las naves?

—Pero él podría llevarse el banco y la Llave y huir —objetó la mujer morena, la Consorte de Rho Ceta.

—No —dijo Miles—. Eso es lo único que no puede hacer. Hay demasiados saltos de agujero de gusano con guardias del Emperador entre él y su planeta. Militarmente hablando, la huida abierta es imposible. Nunca lo conseguiría. No puede revelar nada hasta que esté a salvo en órbita de… Algo Ceta. En cierto modo, lo tenemos acorralado hasta que termine el funeral. —Claro que ese momento ya casi ha llegado…

—Pero así, volvemos al problema de cómo recuperar la Llave —señaló Rian.

—Una vez que el banco esté aquí, tal vez sea posible negociar la devolución de la Llave a cambio de… digamos, una amnistía. O decir que él la robó… lo cual es cierto… y hacer que Seguridad de Cetaganda la recupere. Cuando los otros gobernadores se libren de la evidencia incriminatoria que tienen entre manos, tal vez ustedes, señoras, consigan separar al traidor del rebaño. Tal vez los otros gobernadores accedan a colaborar. Digamos que eso abre unas cuantas opciones tácticas.

—Lo que puede hacer es amenazar con destruir la Llave —se preocupó la Consorte de Sigma Ceta.

—Seguramente usted conoce a Ilsum Kety mejor que nadie, haut Nadina —dijo Miles—. ¿Le parece que lo haría?

—Kety es un joven… variable —dijo ella, sin ganas—. Todavía no estoy convencida de que sea el culpable. Pero por lo que sé de él, no puedo afirmar que sus acusaciones sean imposibles, lord Vorkosigan.

—¿Y su gobernador, señora? —Miles hizo un gesto a la Consorte de Xi Ceta.

—El príncipe Slyke es un hombre… decidido e inteligente. El complot que usted describe está dentro de sus capacidades. No… no estoy segura.

—Bueno, en último caso… la Gran Llave se puede reproducir, ¿no es cierto?

Ya fuera con un empujón o con una frenada, el gran plan de la emperatriz estaría guardado en un cajón durante una generación. Un resultado positivo desde el punto de vista de Barrayar. Miles sonrió con alegría. Un gruñido leve recorrió la habitación.

—Recuperar la Gran Llave intacta es prioridad uno —declaró Rian con firmeza.

—Él quiere implicar a Barrayar —dijo Miles—. Tal vez lo decidió por cálculo frío, por análisis astropolítico, pero estoy seguro de que en este momento el motivo es personal.

—Si reclamo los bancos genéticos —apuntó Rian con lentitud—, perderemos para siempre la oportunidad de distribuirlos.

La Consorte de Sigma Ceta, Nadina, de pelo plateado, suspiró:

—Esperaba vivir para ver cumplido el plan de la Dama Celestial. Ella tenía razón… Sé que Cetaganda sufre un estancamiento, lo he visto crecer a lo largo de mi vida.

—Ya habrá otras oportunidades —dijo otra dama de pelo plateado.

—La próxima vez hay que hacerlo con más cuidado —dijo la Consorte de Rho Ceta, la de los bucles castaños—. Nuestra Señora confió demasiado en los gobernadores.

—No estoy segura de eso —dijo Rian—. Sus únicas órdenes fueron que distribuyera copias inactivas como resguardo. Ba Lura sentía los deseos de nuestra Señora con mucha fuerza, pero no entendía su sutileza. No fue idea mía tratar de distribuir la Llave ahora y no estoy segura de que fuera idea de ella. No sé si Ba Lura llegó a algún acuerdo con ella por separado o fue un malentendido. Y ahora es imposible saberlo. —Inclinó la cabeza—. Pido perdón al Consejo por mi fracaso. —Su tono de voz sugirió a Miles el dolor de una herida voluntaria.

—Hiciste lo que pudiste, querida —dijo la haut Nadina con amabilidad. Pero luego agregó con mayor firmeza—. Pero no deberías haberlo intentado sola.

—Así me lo pidieron.

—La próxima vez, pon un poco menos de énfasis en el me y un poco más en la orden misma.

Miles trató de no encogerse ante la aplicación general de esa amable admonición.

Un pesado silencio dominó la cámara.

—Tal vez podamos considerar una alteración del genoma que haga más controlables a los hautlores —dijo por fin la Consorte de Rho Ceta.

—Si queremos una expansión renovada, necesitamos todo lo contrario —objetó la consorte más morena—. Más agresividad.

—El ghemexperimento, es decir, filtrar combinaciones genéticas favorables desde el resto de la población hacia las clases altas, me parece suficiente en ese sentido —dijo la haut Pel.

—Nuestra Señora, en su sabiduría, quería más variedad, no más uniformidad —concedió Rian.

—Creo que hace mucho tiempo, cuando dejamos a los haut machos librados a sus propios recursos, cometimos un error —insistió la Consorte de Rho Ceta, obstinada.

Y la de tez morena contestó:

—Pero ¿cómo vamos a seleccionar entre ellos si no hay libre competencia?

Rian levantó una mano para detener a las otras.

—Estos temas más amplios tendrán que ser discutidos en breve, pero éste no es el momento. Estoy convencida de que antes de proseguir con el plan de expansión, debemos depurarlo. Pero eso… —suspiró— es tarea de la nueva emperatriz. Lo que debemos hacer ahora es decidir con qué situación se va a enfrentar ella cuando llegue. ¿Cuántas apoyan la recuperación de los bancos de genes?

Ganaron los votos a favor. Muchos tardaron en llegar, pero finalmente se consiguió un voto unánime a través de un intercambio de miradas inescrutables. Miles respiró, aliviado.

Los hombros de Rian cayeron con pesadez.

—Entonces, ésas son mis órdenes. Que vuelva todo al Criadero Estrella.

—¿Rótulo de los envíos? —preguntó la haut Pel en tono práctico.

Rian miró hacia arriba un segundo y contestó:

—Colecciones de materiales genómicos humanos de varias satrapías, pedidas por la Señora antes de morir, y que nosotras archivaremos en los bancos experimentales del Criadero Estrella.

—Está bien para este lado de la conexión —aceptó la haut Pel—. ¿Y para el otro?

—Los gobernadores recibirán la noticia de que hemos descubierto un grave error en la copia, un error que debe corregirse. Sin la corrección, el genoma no sirve.

—Muy bien.

La reunión había terminado. Las mujeres activaron las sillas-flotantes, aunque no conectaron las burbujas, y se fueron en grupos de dos o tres, rodeadas por un murmullo de discusión.

Rian y la haut Pel esperaron hasta que la habitación quedó vacía y Miles no tuvo más remedio que esperar con ellas.

—¿Todavía desea que trate de recuperar la Llave, milady? —preguntó Miles a Rian—. Barrayar seguirá siendo vulnerable hasta que atrapemos al gobernador sátrapa con pruebas sólidas de traición, datos que él no sea capaz de tergiversar. Y lo que menos me gusta de este asunto es la evidente relación que tiene ese caballero con su seguridad interna, señora.

—No sé —suspiró Rian—. Necesitamos por lo menos un día para organizar la devolución de los bancos de genes. Voy a… voy a mandar a alguien a buscarlo, como esta noche.

—Pero entonces, sólo nos quedarán dos días. No es mucho margen. Me gustaría que actuáramos cuanto antes.

—No es posible. —Ella se tocó el cabello, un gesto nervioso a pesar de la gracia de sus movimientos.

Miles la miraba y buscaba en su corazón. El impacto de la primera locura de amor se estaba desvaneciendo en esa inundación de reacciones y sensaciones. Lentamente, se convertía en… ¿en qué? Si ella hubiera saciado la primera sed de Miles con la más mínima gota de afecto, lo habría tenido a sus pies, en cuerpo y alma.

En cierto modo, Miles se alegraba de que ella no estuviera fingiendo, a pesar de la depresión que le causaba que lo tratara como a Ba Lura, es decir como a un ser cuya lealtad y obediencia se dan por sentadas. Tal vez el disfraz que él había propuesto —de ba— era una sugerencia del inconsciente y las razones para la propuesta no eran sólo prácticas. ¿Acaso su cerebro estaba tratando de decirle algo?

—La haut Pel lo llevará de nuevo a su punto de origen —dijo Rian.

Él se inclinó.

—Según mi experiencia, milady, no se puede volver al punto de origen, a pesar de lo mucho que lo intentemos.

Ella le devolvió sólo una mirada extrañada y él se alejó hacia la silla-flotante de la haut Pel.

Pel lo llevó por el Jardín Celestial hacia la salida. Miles se preguntó si ella estaba tan incómoda como él con la proximidad física.

Intentó algún tipo de conversación intrascendente.

—¿Las hautladies crearon toda la vida vegetal y animal de aquí? ¿Son competiciones, como la feria de bioestética? Me impresionaron particularmente las ranas cantarinas, ¿sabe?

—Ah, no —dijo la haut Pel—. Las formas de vida inferiores son asunto de los ghem. La mayor distinción que pueden recibir es que su arte se incorpore al jardín del imperio. Los haut sólo trabajan sobre material humano.

Él no recordaba ningún monstruo.

—¿Dónde?

—Lo que hacemos es aplicar nuevas ideas en seres ba. Eso impide que se liberen materiales genéticos a través de canales sexuales por accidente.

—Ah…

Nuestra mayor recompensa es desarrollar un complejo genético que luego se incorpore al genoma haut.

Era como una regla moral invertida: nunca te hagas a ti mismo lo que no has probado en otros.

Miles sonrió, nervioso, y no siguió preguntando. Un auto de superficie y su ba esperaba a la burbuja de Pel ante la entrada del Jardín Celestial. Volvían a casa de lady d’Har por rutas más normales.

Pel lo dejó salir de la burbuja en un rincón escondido del jardín, a resguardo de miradas indiscretas, y se alejó lentamente. Él se la imaginó informando a Rian: Sí, milady, solté al barrayarés en la selva, como usted lo ordenó. Espero que encuentre comida y una compañera…

Se sentó en un banco que daba hacia el Jardín Celestial y meditó sobre la vista hasta que lo descubrieron Iván y el embajador Vorob’yev.

El uno parecía asustado; el otro furioso.

—Llegas tarde —dijo Iván—. ¿Dónde diablos te habías metido?

—Estaba ya a punto de llamar al coronel Vorreedi y a los guardias —agregó el embajador Vorob’yev, con voz dura.

—Eso habría sido… inútil, señor —suspiró Miles—. Ya podemos irnos.

—Gracias a Dios —musitó Iván.

Vorob’yev no dijo nada. Miles se levantó, preguntándose en qué momento el embajador y Vorreedi dejarían de aceptar un No todavía como respuesta.

Todavía no. Por favor, todavía no.