10

—Tienes que ayudarme con esto, Iván —susurró Miles con urgencia.

—¿Eh? —murmuró Iván, en tono de extrema neutralidad.

—No sabía que Vorob’yev lo iba a mandar a él. —Miles hizo un gesto hacia lord Vorreedi, que acababa de terminar su propia conferencia en voz baja con el conductor del auto, el guardia de paisano y el uniformado de la embajada. El uniformado llevaba el atuendo de fajina verde, como Miles e Iván; los otros dos llevaban mallas y túnicas largas hasta los tobillos en el típico estilo de Cetaganda. El oficial de protocolo tenía más práctica con la ropa cetagandana y se movía con mayor soltura y comodidad.

Miles siguió diciendo en voz baja:

—Cuando establecí esta cita con mi contacto, pensé que Vorob’yev nos mandaría con Mia Maz… al fin y al cabo, esto tiene que ver con la División de Damas o como se llame… No tiene por qué cubrirme. Lo que necesito es que lo distraigas un momento cuando llegue el momento de marcharme.

El guardia de paisano hizo un gesto con la cabeza y se fue. Un hombre de perímetro. Miles memorizó la cara y la ropa. Otra cosa de la que tenía que cuidarse. El guardia se alejó hacia la entrada de la exhibición, que por cierto no se desarrollaba en un recinto normal. Cuando le habían descrito el espectáculo, Miles se había imaginado alguna estructura cavernosa y cuadrangular como la que albergaba la Feria Agrícola de Distrito en Hassadar. Pero el Salón del jardín de la Luna, como lo llamaban, era otra cúpula, una imitación burguesa y diminuta del Jardín Celestial. Bueno, no demasiado diminuta, en realidad: tenía más de trescientos metros de diámetro y se arqueaba sobre un suelo empinado e irregular. Bandadas de ghems bien vestidos, tanto hombres como mujeres, se acercaban al túnel de la entrada superior.

—¿Y cómo diantres voy a conseguirlo, primito? Vorreedi no es de los que se distraen con facilidad.

—Dile que me fui con una dama. Propósitos inmorales. Tú siempre tienes ese tipo de propósitos… ¿por qué yo no? —Los labios de Miles se torcieron tratando de suprimir una burla a los ojos en blanco de Iván—. Preséntale a media docena de tus noviecitas. Me parece difícil que no te encuentres con alguna por aquí. Preséntalo como el hombre que te enseñó todo lo que sabes sobre el Arte de Amor Barrayarés.

—No es mi tipo —dijo Iván entre dientes.

—¡Usa la iniciativa!

—No tengo iniciativa. Yo sigo órdenes, muchas gracias. Es mucho más seguro.

—De acuerdo. Te ordeno que uses la iniciativa.

Por todo comentario Iván formó un taco con los labios, sin pronunciarlo.

—Estoy seguro de que acabaré arrepintiéndome.

—Aguanta un poco más. Unas pocas horas y todo habrá acabado. —Para bien o para mal…

—Eso ya me lo dijiste anteayer. Y resultó falso.

—No fue culpa mía. Las cosas son un poco más complicadas de lo que suponía.

—¿Recuerdas aquella vez en Vorkosigan Surleau, cuando encontramos aquel viejo depósito de armas y nos convenciste a mí y a Elena de que te ayudáramos a activar el tanque flotante? ¿Y después chocamos contra el granero? ¿Y el granero se derrumbó? ¿Y mi madre me puso bajo arresto domiciliario durante dos meses?

—¡Iván, teníamos diez años!

—Yo lo recuerdo como si fuese ayer. Ayer y anteayer…

—Esa cosa ya se estaba cayendo. No hizo falta mucho para derrumbarla. Les ahorró el precio de la demolición. Por Dios, Iván, ¡esto es serio! No puedes compararlo con… —Miles se interrumpió cuando vio que el oficial de protocolo despedía a sus hombres y se volvía hacia los dos enviados con una leve sonrisa. Los tres entraron juntos al Salón del jardín de la Luna.

Miles se sorprendió al ver algo tan burdo como un cartel, aunque fuera de flores, sobre el arco de la entrada de un laberinto de caminos descendentes que bajaban por la ladera natural. Exposición Anual de Bioestética Número 149, Clase A. Dedicada a la memoria de la Señora Celestial. Esa dedicatoria había convertido la ocasión en una cita obligada para la agenda de todos los enviados diplomáticos.

—¿Las hautmujeres compiten aquí? —le preguntó Miles al oficial de protocolo—. Creo que esto está dentro de su estilo.

—Tanto que nadie podría ganarles si participaran —contestó lord Vorreedi—. No, no. Las haut tienen su propia competición anual, muy privada, en el Jardín Celestial, pero no este año, por lo menos hasta que termine el período oficial de luto.

—Así que… estas exposiciones de las ghemujeres son… emmm, ¿una imitación de sus hermanastras haut?

—Ésa es la idea, sí. Ése es el estilo de este planeta.

Las presentaciones de las ghemladies no estaban dispuestas en filas, sino por separado, cada una en su propia curva o rincón. Miles se preguntó qué tipo de discusiones se desatarían para conseguir los lugares más favorables, qué tipos de estatus y poder serían necesarios para obtener los mejores y si la competencia por los lugares podía llegar al asesinato. Al asesinato verbal seguramente, a juzgar por algunos fragmentos de conversación que alcanzó a oír entre los grupos de ghemladies que pasaban lentamente entre críticas y expresiones de admiración.

Le llamó la atención un tanque lleno de peces. Tenían las aletas muy finas y las escamas de colores seguían el dibujo exacto de uno de los maquillajes que usaba uno de los ghem-clanes: azul brillante, amarillo, negro y blanco. Los peces giraban en una especie de gavota acuática. No era demasiado impresionante desde el punto de vista de la ingeniería genética, excepto por el hecho de que la dueña de la muestra, orgullosa y esperanzada, era una niña de apenas doce años. Parecía una mascota de las exhibiciones más serias de las damas de su clan. ¡Ya veréis dentro de seis años! decía su sonrisita infantil.

Las rosas azules y las orquídeas negras eran tan rutinarias que sólo servían de marco para las verdaderas obras. Pasó una joven, siguiendo a sus ghempadres con un unicornio de medio metro atado a una rienda dorada. Ni siquiera era una exhibición… A diferencia de lo que pasaba en la Feria Agrícola de Hassadar, era evidente que aquí nadie se preocupaba de la utilidad. La competencia era solamente artística; la vida, el medio, la biopaleta que suministraba efectos para las obras.

Se detuvieron junto a una especie de balcón que permitía una vista general de la ladera del jardín. Un brillo verde llamó la atención de Miles, que bajó los ojos para mirar el suelo. Un grupo de hojas y zarcillos brillantes subía en espiral por la pierna de Iván. Unos pimpollos rojos se abrían y se cerraban lentamente, exhalando un perfume delicado y profundo; el efecto era el de una boca y, en general, no parecía una creación afortunada. Miles lo miró fascinado un buen rato antes de murmurar:

—Iván… no te muevas pero mira tu bota izquierda.

Otro zarcillo se enredó lentamente alrededor de la rodilla de Iván y empezó a subir. Iván bajó la mirada y lanzó un juramento.

—¿Qué diablos es eso? ¡Sácamelo de encima!

—Dudo que sea venenoso —dijo el oficial de protocolo, sin mucha seguridad—. Pero tal vez sea mejor que se quede usted quieto, milord.

—Creo… creo que es una rosa trepadora. Muy llena de vida, ¿no les parece? —Miles sonrió y se inclinó, buscando las espinas antes de extender la mano. Tal vez eran retráctiles o algo así… El coronel Vorreedi hizo un gesto como para indicarle que no se acercara.

Pero antes de que Miles reuniera el valor de arriesgar la piel y la sangre en el rescate, se acercó por el sendero una ghemlady regordeta con un gran cesto en el brazo.

—¡Ah, ahí estás, cosita mala! —exclamó—. Discúlpeme, señor. —Se dirigió a Iván sin mirarlo mientras se arrodillaba junto a la bota y empezaba a desenredar su creación—. Lo siento… esta mañana hay demasiado nitrógeno.

La rosa soltó el último zarcillo de la bota de Iván con un movimiento decepcionado y la mujer la metió sin ceremonias en la canasta donde se retorcían otras fugitivas rosadas, amarillas y blancas. Después, con la mirada perdida en los rincones y bajo los bancos, la concursante se alejó a toda prisa.

—Creo que le has gustado a esa cosa —dijo Miles a Iván—. ¿Feromonas?

—¿Por qué no te vas a la mierda? —le susurró Iván—. Me dan ganas de meterte a ti en nitrógeno y guardarte debajo de… Dios… ¿qué es eso?

Habían terminado de doblar una curva hacia un área abierta en cuyo centro se alzaba un árbol lleno de gracia, con grandes hojas peludas en forma de corazón. Tenía dos o tres docenas de ramas que se arqueaban y volvían a caer, sacudiéndose levemente con el peso de una fruta en forma de vaina que colgaba en manojos. La fruta estaba maullando. Miles e Iván se acercaron.

—Eso… es… horrible, claramente horrible —dijo Iván, indignado.

En cada vaina había un gatito encogido como un bulto, cabeza abajo, el pelaje largo, sedoso y blanco se esponjaba como un sol alrededor de la cara felina: un hermoso marco para las orejas y los bigotes y los brillantes ojos azules. Iván levantó la mano hacia uno y tiró de la rama para examinarlo de cerca. Trató de acariciar a la criatura con cuidado; el gato lo tocó con dos suaves garras juguetonas y blancas.

—Un gatito como éste tendría que estar jugando con un ovillo, en el césped, y no pegado a un árbol para darle unos puntos a una ghemputa… —opinó Iván con furia. Miró a su alrededor. Por el momento estaban solos; nadie los observaba.

—Mmmm… no estoy seguro de que estén pegados —dijo Miles—. Espera, no creo que…

Tratar de impedir que Iván rescatara un gatito de un árbol era tan imposible como tratar de evitar que soltara un piropo ante una mujer bonita. Para él era como un acto reflejo. Por el brillo que veía en sus ojos, era evidente que estaba decidido a liberar a todas las pequeñas víctimas para que después jugaran con las rosas trepadoras.

Iván arrancó la fruta de la rama. El gatito emitió un gemido, tuvo una convulsión y quedó inmóvil.

—Gatito, gatito… —susurró Iván, asustado, con los labios junto a la mano donde sostenía la fruta como en una copa. Un alarmante hilillo de líquido rojo corría por la muñeca del salvador desde el tallo roto.

Miles colocó las hojas en forma de corazón alrededor del… «cadáver» le parecía la mejor palabra. La bestia no tenía cuartos traseros. Dos patas rosadas y desnudas se fundían con la vaina misma.

—… No creo que estén maduros, Iván…

—¡Eso es horrible, horrible! —jadeó Iván furioso, pero no lo dijo en voz muy alta. Por consentimiento mutuo y sin mediar palabra, se alejaron silenciosamente del árbol gato y doblaron otra curva. Iván miró frenético a su alrededor, buscando un lugar para dejar el pequeño cadáver y poner distancia entre él y su pecado—. ¡Grotesco!

Miles contestó, pensativo:

—Ah, no estoy seguro. Si te paras a pensarlo, no es más grotesco que el método primitivo. Quiero decir, ¿alguna vez has visto una gata dando a luz?

Iván se cubrió una mano con la otra y lo miró, furioso. El oficial de protocolo estudió el horror de lord Vorpatril con una mezcla de exasperación y simpatía. Miles pensó que si Vorreedi hubiera conocido a Iván a fondo, la proporción entre la primera emoción y la segunda habría sido distinta, pero Vorreedi se limitó a decir:

—Milord… ¿desea usted que yo me encargue de eso… discretamente?

—Ah, sí, sí, por favor —dijo Iván, muy aliviado—. Si no es molestia… —Puso la vaina inerte sobre la mano del oficial de protocolo, que la escondió dentro de un pañuelo y se la guardó en el bolsillo.

—Quédense aquí. Enseguida vuelvo —dijo y se alejó a destruir la evidencia del crimen.

—Excelente, Iván —gruñó Miles—. Espero que a partir de ahora mantengas las manos en los bolsillos.

Iván se limpió la sustancia pegajosa que le cubría la palma con el pañuelo, escupió sobre la mano y volvió a sacudirla. Fuera, fuera, mancha maldita…

—No empieces a hacer ruiditos como mi madre. No ha sido culpa mía… Las cosas eran un poco más complicadas de lo que yo suponía. —Iván se metió el pañuelo en el bolsillo y miró a su alrededor, con el ceño fruncido—. Todo esto no me gusta nada. Quiero volver a la embajada.

—Tienes que quedarte hasta que yo me encuentre con mi contacto.

—¿Y cuándo piensas que…?

—Pronto, creo yo.

Caminaron juntos, despacio, hasta el final del pasillo donde otro pequeño balcón ofrecía una vista de la siguiente sección.

—Mierda —dijo Iván.

—¿Qué? —preguntó Miles, rastreando con la mirada. Se estiró de puntillas pero no consiguió ver el lugar que había suscitado la protesta de su primo.

—Nuestro amiguito Yenaro está aquí. Dos niveles más abajo, hablando con unas mujeres…

—Podría… podría ser una simple coincidencia. Este lugar está lleno de ghemlores: esta tarde entregan los premios. Un galardón en esta competición implica un honor para el clan y naturalmente los hombres quieren estar presentes. Este tipo de… cosa artística seguramente les gusta mucho, está dentro de sus fantasías, supongo.

Iván levantó la ceja.

—¿Quieres apostar?

—No.

Iván suspiró.

—No creo que haya forma de tomar la iniciativa.

—No sé. Pero mantén los ojos bien abiertos…

—Claro.

Miraron a su alrededor. Una ghemlady madura y digna se les acercaba por el sendero. Dirigió a Miles un gesto de reconocimiento casi amistoso. Abrió la palma de la mano y le mostró un pesado anillo con el dibujo del pájaro en filigrana. Estaba lleno de códigos complejos.

—¿Ahora? —preguntó Miles con tranquilidad.

—No. —Su voz bien modulada tenía un tono agudo, pero no chillón—. Dentro de media hora, en la entrada oeste.

—Tal vez no pueda ser muy puntual.

—No importa. Le esperaré —dijo ella y siguió adelante.

—Mierda —dijo Iván, después de un momento de silencio—. ¿De verdad piensas hacerlo? Ten mucho cuidado, ¿me oyes?

—Ah, sí.

Al parecer, el oficial de protocolo se estaba tomando todo el tiempo del mundo para encontrar la unidad de eliminación de basura más cercana, pensó Miles. Pero justo cuando se estaba poniendo nervioso y pensaba en ir a buscarlo él mismo, Vorreedi reapareció caminando hacia ellos con rapidez. La sonrisa de bienvenida que les dirigió parecía un poco forzada.

—Señores —dijo—. Ha surgido un imprevisto. Voy a tener que abandonarles por un rato. Quédense juntos y no salgan de este edificio, por favor.

Perfecto. Tal vez.

—¿Qué clase de imprevisto? —preguntó Miles—. Hemos visto a Yenaro.

—¿El bromista? Sí. Sabemos que está aquí. Mis analistas lo consideran más una molestia que un auténtico peligro. Tengo que dejarlos. Defiéndanse de él como puedan. Pero mi hombre de perímetro, uno de los más inteligentes que tengo, ha descubierto a otro individuo. Un profesional.

En ese contexto, la palabra profesional significaba asesino profesional o algo por el estilo. Miles hizo un gesto de comprensión. Él también estaría alerta.

—No sabemos por qué está aquí —siguió explicando Vorreedi—. He pedido refuerzos, y ya están en camino. Mientras tanto, nos proponemos… bueno, dejarnos caer por ahí, sorprenderlo y tener una charla…

—La pentarrápida es ilegal aquí para los cuerpos que no pertenecen a la policía y los imperiales… ¿no es cierto?

—Dudo que esta persona quiera presentar una queja a las autoridades —murmuró Vorreedi, con una sonrisa levemente siniestra.

—Diviértase, señor.

—Tengan cuidado. —El oficial de protocolo hizo un gesto con la cabeza y se alejó despacio, como si no tuviera un destino fijo.

Miles e Iván siguieron caminando y se detuvieron para admirar unas flores —con raíces— que tenían aspecto de sentirse menos inseguras sobre su pertenencia al reino vegetal. Miles contaba los minutos mentalmente. Si se separaba de su primo al cabo de unos minutos, se encontraría con su contacto justo a tiempo.

—Bueno, bueno, hola, encanto —chilló una voz musical a sus espaldas.

Iván giró en redondo un segundo antes que Miles. Lady Arvin y lady Benello estaban de pie en el sendero con los brazos enlazados. Se separaron y… a Miles le pareció que la palabra correcta era fluyeron a ambos lados de Iván.

—¿Encanto? —murmuró Miles, divertido.

Iván le dedicó una mirada furiosa antes de volverse hacia sus conocidas.

—Supimos que estaba usted aquí, lord Iván —siguió diciendo la rubia, lady Arvin. La alta lady Benello asintió y la cascada de sus rizos ámbar se sacudió con el movimiento—. ¿Qué tiene usted pensado para más tarde?

—Ah… no tengo planes… —dijo Iván, con la cabeza siempre en movimiento mientras trataba de dividir su atención en dos mitades exactas.

—Aaahhh —suspiró lady Arvin—. Tal vez entonces acceda a cenar con nosotros, en mi casa.

Lady Benello la interrumpió.

—O, si no está de humor para la ciudad, conozco un sitio no muy lejos, un lago. Cada cliente recibe una islita propia y se le sirve un picnic… al aire libre. Es muy, muy privado.

Las dos mujeres sonrieron; se repelían mutuamente. Iván tenía aspecto de presa.

—No sé si sabré decidir —contemporizó.

—Venga a ver las obras de la hermana de lady Benello mientras lo piensa, lord Iván —sugirió lady Arvin, con ecuanimidad. Su mirada reparó en Miles—. Ah, usted también, lord Vorkosigan. No estamos prestando la debida atención al huésped más importante, creo yo. Ya hablamos de ese tema, ¿sabe?, y después de discutirlo, llegamos a la conclusión de que tal vez tendremos que lamentarlo. —Apretó la mano sobre el brazo de Iván y giró para dirigir a su compañera una sonrisa radiante, muy significativa—. Ésa podría ser la solución del dilema de lord Iván.

—¿En la oscuridad todos los gatos son pardos? —murmuró Miles—. ¿O todos los barrayareses?

Iván esbozó una mueca: le había molestado la referencia a los felinos. Lady Arvin parecía perpleja, pero Miles tuvo la desagradable sensación de que la pelirroja entendía la broma. Entendiera o no, se desprendió de Iván —el brillo en los ojos de lady Arvin, ¿era una mueca de triunfo?— y se volvió hacia Miles.

—Claro, lord Vorkosigan. ¿Usted sí tiene planes?

—Me temo que sí —dijo Miles con una pena no del todo fingida—. En realidad, tengo que irme en este mismo instante.

—¿Ahora? Ah, vamos, por lo menos, venga a ver la exposición de mi hermana. —Lady Benello no le dio el brazo pero estaba dispuesta a caminar a su lado aunque eso dejara a su rival en posesión temporal de Iván.

Tiempo. No estaría mal darle al oficial de protocolo unos minutos más para concentrarse en su misión. Miles sonrió y dejó que lo arrastraran con el grupo. Lady Arvin abría la comitiva, llevando a Iván como a un prisionero. A la pelirroja le faltaba la delicadeza de porcelana de la haut Rian. Pero, por otra parte, no era tan… imposible. Lo difícil lo hacemos enseguida. Lo imposible lleva más tiempo…

Basta. Estas mujeres están usándonos y tú lo sabes, muchacho.

Ah. Dios, quiero que me usen, quiero que me usen…

Vamos, vamos, Miles, concéntrate.

Recorrieron el sendero y bajaron un nivel más. Lady Arvin giró hacia un pequeño espacio abierto resguardado por árboles en macetas. Tenían las hojas brillantes, como joyas, pero eran sólo un marco para lo que había en el centro del círculo. La obra principal era un poco confusa, desde el punto de vista artístico. Parecía estar compuesta de tres rollos de brocado que formaban suaves espirales desde lo alto de un poste de la altura de un hombre hasta la alfombra. La alfombra, densa, circular, era un eco de los verdes de los árboles, en un esquema complejo y abstracto.

—Alerta —murmuró Iván.

—Ya lo he visto —jadeó Miles.

Lord Yenaro, de negro, sonriente, estaba sentado en uno de los pequeños bancos curvos que enmarcaban el lugar.

—¿Dónde está Veda? —preguntó lady Benello.

—Acaba de salir —dijo Yenaro mientras se levantaba y saludaba a todos.

—Lord Yenaro ayudó un poquito a mi hermana Veda en su trabajo para la exposición —confesó lady Benello a Iván y Miles.

—¿Ah, sí? —dijo Miles, mirando a su alrededor y preguntándose dónde estaría la trampa esa vez. No la veía—. Y… ¿de qué se trata esto?

—Ya sé que no tiene un aspecto muy impresionante —dijo lady Benello, a la defensiva—, pero tampoco lo pretende. La gracia está en el olor. La tela emite un perfume que cambia según el humor de quien la lleva. Todavía me pregunto si no habría sido mejor que la mostrara en un vestido completo. —Este último comentario parecía dirigido a Yenaro—. Podríamos hacer que uno de los criados se pusiera de pie aquí y posara todo el día.

—Habría sido demasiado comercial —objetó Yenaro—. Esto nos dará mayor puntuación.

—Y… mmm, ¿está vivo? —dijo Iván, con muchas dudas.

—Las glándulas del perfume están tan vivas como las sudoríparas de su piel, lord Vorpatril —aseguró Yenaro—. Pero tiene usted razón, esto resulta un poco estático. Acérquese y haremos una demostración de los efectos.

Miles husmeó el aire mientras en su paranoia, que se había despertado y lo atenazaba, lleno de terror, trataba de individualizar cada una de las moléculas volátiles que llegaban a sus fosas nasales. La cúpula de la exposición estaba saturada de perfumes de todo tipo y todos bajaban por la ladera, por no mencionar los perfumes de las ghemladies y los de Yenaro. Pero el brocado parecía emitir una mezcla agradable de aromas. Iván hizo caso omiso a la invitación de Yenaro y no se acercó. Aparte de los perfumes, había algo más, un leve toque, una aspereza untuosa…

Yenaro levantó una jarra del banco y avanzó hacia el poste.

—¿Más zlati? —murmuró Iván con sequedad.

El reconocimiento y la memoria zumbaron en la mente de Miles, y lo asaltó una oleada de adrenalina que casi le dejó en seco el corazón. Se lanzó en una carrera desenfrenada.

—¡La jarra, Iván! ¡No dejes que la tire al suelo!

Iván tomó la jarra. Yenaro entregó el objeto con expresión de sorpresa.

—¡Vamos, lord Iván!

Miles dejó caer una gota en la alfombra y olió el aire desaforadamente. Sí.

—¿Qué está haciendo? —preguntó lady Benello, casi riendo—. ¡La alfombra no tiene nada que ver…!

Ah, sí que tiene que ver…

—Iván —dijo Miles con urgencia, levantándose—. Dame eso… cuidado, cuidado… y dime lo que hueles ahí abajo.

Miles tomó la jarra con mucha más ternura que a una canasta de huevos recién recogidos. Iván, con mirada asombrada, hizo lo que le pedía su primo. Olió: pasó la mano por la alfombra y se llevó las manos a los labios. Se puso blanco como el papel. Miles se dio cuenta de que había llegado a la misma conclusión que él. Su primo se dio vuelta y siseó:

—¡Asterzina!

Miles caminó de puntillas alejándose de la alfombra, levantó la tapa de la jarra y olió de nuevo. Un leve olor a vainilla y naranja, un poco rancio, se elevó desde el líquido. El olor que esperaba.

Yenaro lo hubiera derramado todo, por supuesto. A sus propios pies. Con lady Benello y lady Arvin de pie a un lado. Miles pensó en el destino de la última herramienta del príncipe Slyke, Ba Lura. No. Yenaro no lo sabe. Tal vez odie a los barrayareses, pero no está tan loco. Le han tendido una trampa, igual que a nosotros. A la tercera va la vencida…

Cuando Iván se puso de pie con la mandíbula tensa y los ojos ardiendo, Miles le hizo un gesto y le entregó la jarra. Iván la tomó con cuidado, nervioso, y retrocedió otro paso. Miles se inclinó y arrancó unos hilos del borde de la alfombra. Los hilos se estiraron y finalmente se rompieron, como si fueran de goma. Eso confirmó sus suposiciones.

—¡Lord Vorkosigan! —objetó lady Arvin, con las cejas alzadas en una expresión de asombro divertido, ante ese comportamiento bárbaro.

Miles llevó los hilos a Iván y los cambió por la jarra. Después, volvió la cabeza bruscamente hacia Yenaro.

—Tráelo… Discúlpenme, señoras… Cosas de hombres…

Para su sorpresa, esa frase funcionó. Lady Arvin arqueó las cejas y aceptó, aunque lady Benello hizo una especie de mohín. Iván puso una mano sobre el antebrazo de Yenaro y lo guió fuera del área de la exposición de Veda. Su mano se endureció hasta convertirse en amenaza silenciosa cuando Yenaro trató de desprenderse. Yenaro tenía la cara furiosa y los labios tensos; parecía un poquito avergonzado.

Encontraron un lugar vacío unos pocos espacios más abajo. Iván se puso de pie en la entrada del cubículo con su prisionero, los dos con la espalda hacia el sendero para que Miles fuera visible desde fuera. Miles puso la jarra en el suelo, se enderezó y se dirigió a Yenaro con un gruñido ronco:

—Le voy a hacer una demostración. Esto es lo que iba a suceder hace unos minutos. Lo único que quiero saber es si usted sabía lo que pasaría.

—No sé de qué me está hablando —ladró Yenaro—. ¡Suélteme, cerdo!

Iván no apartó la mano y frunció el ceño, furioso.

—Primero la demostración, amigo.

—Muy bien. —El suelo era de algún tipo de mármol artificial y no parecía inflamable. Miles sacudió los hilos que tenía en la mano e hizo un gesto para que Iván y Yenaro se acercaran. Esperó hasta que no hubo nadie en el sendero y dijo—: Yenaro. Tome dos gotas de ese líquido inocuo que usted sacudía a diestro y siniestro y rocíelas sobre esto.

Iván obligó a Yenaro a arrodillarse junto a Miles. El ghemlord, con una mirada fría a sus captores, metió la mano en la jarra y acató las órdenes.

—Si usted cree que…

Lo interrumpió un brillo súbito y una ola de calor que quemó las cejas de Miles. Por suerte, el ruido, suave, se desvaneció contra los cuerpos que rodeaban los hilos. Yenaro se quedó helado, mirando.

—Y eso fue sólo un gramo —siguió diciendo Miles—. Esa alfombra bomba tenía… ¿cuánto? ¿Cinco kilos? Estoy seguro de que usted lo sabe, la trajo usted personalmente. Con el catalizador habría estallado y se habría llevado toda esa parte de la cúpula, a mí, a usted, a las damas… habría sido lo más impresionante de la exposición, se lo aseguro.

—Esto es una trampa —masculló Yenaro entre dientes.

—Ah, sí, es una trampa. Pero esta vez también usted se habría contado entre las víctimas. Usted no tiene entrenamiento militar, ¿verdad? De lo contrario, con su excelente olfato lo habría reconocido. Asterzina sensibilizada. La trampa perfecta. Se puede teñir, modificar, copiar el aspecto de cualquier cosa con ella. Y es totalmente inocua hasta que entra en contacto con el catalizador. Cuando eso ocurre… —Miles hizo un gesto hacia la mancha negra sobre el piso blanco—. Se lo preguntaré de otra forma, Yenaro. ¿Qué efecto le dijo que tendría su buen amigo el hautgobernador?

—Bue… —Yenaro se quedó sin aliento. Pasó la mano sobre el residuo negro y aceitoso, después se lo llevó a la nariz. Inhaló, frunció el ceño, después se sentó sobre los talones como si experimentara una repentina debilidad. Levantó la vista para buscar la mirada de Miles—. Ah…

—La confesión es un consuelo para el alma. Y para el cuerpo también —dijo Iván en tono amenazador.

Miles respiró hondo.

—Una vez más, Yenaro. ¿Qué le dijeron?

Yenaro tragó saliva.

—Se… se suponía que el líquido liberaba un éster que simularía los efectos del alcohol. Ustedes los barrayareses son famosos por esa perversión. ¡Nada que no se hagan a ustedes mismos!

—Y así, Iván y yo nos tambalearíamos públicamente toda la tarde medio borrachos…

—Algo así.

—¿Y usted? ¿Ingirió el antídoto antes de que apareciéramos?

—No… era inocuo… se suponía que era inocuo. Ya había previsto retirarme a descansar hasta que pasara… Pensé que tal vez… que tal vez sería una sensación interesante.

—Pervertido —murmuró Iván.

Yenaro lo miró, furioso.

—Cuando me quemé esa primera noche… Esa disculpa escrita a mano… no era completamente fingida, ¿me equivoco? —dijo Miles lentamente—. Usted no esperaba que las cosas fueran tan lejos.

Yenaro palideció.

—Esperaba… pensé que tal vez los marilacanos había hecho algo raro con la energía. Se suponía que debía producir un shock, nada grave…

—Eso le dijeron…

—Sí —susurró Yenaro.

—Pero el zlati fue idea suya, ¿no es cierto?

—¿Lo sabía usted?

—No soy imbécil, Yenaro.

Algunos de los ghem que pasaban dirigieron una mirada sorprendida y curiosa al grupo de tres hombres arrodillados en el suelo, pero por suerte pasaron sin hacer comentarios. Miles hizo un gesto hacia el banco más próximo en la curva de un lugar reservado para la exposición.

—Tengo algo que decirle, lord Yenaro, y creo que será mejor que se siente. —Iván llevó a Yenaro y lo empujó con firmeza para que se sentara. Después de un momento de pensarlo un poco, volcó el resto del líquido en una maceta cercana antes de ponerse de pie entre Yenaro y la salida del espacio vacío—. No se trata de una serie de bromas graciosas contra los enviados estúpidos de un enemigo despreciable: no son cosa de risa. Lo están usando como instrumento en un complot de traición contra el Emperador de Cetaganda. Lo van a usar, descartar y silenciar. Ya lo han hecho antes. Su último compañero en el juego fue Ba Lura. Y supongo que ya sabe usted lo que le pasó.

Los pálidos labios de Yenaro se abrieron un poco, pero no fue capaz de articular ni una palabra. Luego se humedeció la boca y volvió a intentarlo.

—No puede ser. Sería demasiado burdo. Habría sido mediante una guerra provocada entre su clan y los de… y observadores inocentes…

—No. Habría sido con una guerra provocada entre esos clanes y el suyo, lord Yenaro. A usted lo designaron como baja en esta lucha. Como asesino, sí, pero no sólo eso: también como un asesino tan incompetente que cae víctima de su propia bomba. Alguien que sigue los pasos de su abuelo… ¿Y quién iba a quedar con vida para negarlo? La confusión no sólo se extiende en la capital, sino también entre su Imperio y Barrayar; mientras tanto, la satrapía de la persona que urdió todo el plan aprovecha para declararse independiente. No, no es tosco en absoluto. Es elegante.

—Lo de Ba Lura fue un suicidio. Me lo dijeron.

—No. Asesinato. Seguridad Imperial Cetagandana está investigando el caso… Y lo va a resolver… Lo va a resolver, pero lamentablemente, no creo que logren completar el rompecabezas a tiempo.

—Ba Lura no cometió traición, eso es imposible… Los genes de los ha…

—A menos que creyera que actuaba con lealtad en una situación deliberadamente ambigua. Todavía tienen mucho de humano, pueden equivocarse.

—No. —Yenaro levantó la vista hacia los dos barrayareses—. Tiene que creerme. Personalmente, no me importaría que ustedes dos se cayeran por un acantilado. Pero nunca me empujaría a mí mismo.

—Eso… eso supuse —asintió Miles—. Pero por curiosidad, ¿qué iba a sacar usted de este trato, además de una semana divertida ridiculizando a un par de bárbaros? ¿O fue por amor al arte?

—Me prometió un puesto. —Yenaro bajó la mirada—. Usted no entiende lo que es vivir sin un puesto en la capital. Sin puesto no hay posición. No hay estatus. No se es… nadie. Yo ya estaba cansado de no ser nadie.

—¿Qué puesto?

—Experto Imperial en Perfumería. —Los ojos negros de Yenaro brillaron levemente—. Sé que no resulta muy impresionante, pero me habría permitido la entrada al Jardín Celestial, tal vez incluso a la presencia imperial. Habría trabajado… entre los mejores del imperio. Los grandes. Y sé que habría sido un excelente perfumista.

A Miles no le costaba mucho entender la ambición aunque adquiriera formas extrañas.

—Entiendo.

Los labios de Yenaro se torcieron en una sonrisa de gratitud. Miles miró su reloj.

—Dios, qué tarde es. Iván… ¿puedes ocuparte tú de esto?

—Creo que sí.

Miles se levantó.

—Que tenga un buen día, lord Yenaro. Mejor que el que estaba destinado a tener. Tal vez esta tarde haya usado toda la suerte que me correspondía en un año, pero deséeme un poco más. Tengo una cita con el príncipe Slyke.

—Buena suerte —dijo Yenaro, con voz dubitativa.

Miles se detuvo.

—Usted estaba hablando del príncipe Slyke, ¿no es cierto?

—¡No! ¡Yo hablaba del hautgobernador Ilsum Kety!

Miles se mordió los labios y dejó escapar un siseo agudo entre los dientes. Bueno, no sé si me han jodido o me han salvado. ¿Cuál de las dos cosas?

—¿Fue Kety quien le tendió la trampa… con todo esto?

—Sí…

¿Se las habría ingeniado Kety para enviar a su amigo y primo, el gobernador Slyke, a ver los objetos imperiales al Criadero Estrella? ¿Otro movimiento de distracción? Desde luego. O no. Y bien mirado, ¿no era posible que Slyke hubiera manipulado a Kety para que Kety manipulara a Yenaro? No podía descartarlo. Otra vez en la casilla de salida. Mierda, mierda, mierda.

Mientras Miles dudaba y analizaba los datos, apareció el oficial de protocolo por la curva del sendero. Su paso apurado se hizo más lento en cuanto descubrió a Miles e Iván. Una mirada de alivio le cruzó el rostro. Para cuando llegó junto a ellos, proyectaba otra vez el aire de un turista, pero estudió a Yenaro con una mirada tan penetrante como un cuchillo.

—Hola, milores. —El gesto abarcó a los tres.

—Hola, señor —saludó Miles—. ¿Ha mantenido usted una conversación interesante?

—Extraordinaria.

—Ah… No creo que le hayan presentado formalmente a lord Yenaro, señor. Lord Yenaro, le presento al oficial de protocolo de mi embajada, lord Vorreedi.

Los dos hombres intercambiaron gestos de reconocimiento más ceremoniosos. La mano de Yenaro pasó al pecho en una especie de alusión rápida a una reverencia, pero no se levantó.

—¡Qué coincidencia, lord Yenaro! —siguió diciendo Vorreedi—. Precisamente estábamos hablando de usted.

—¿Ah, sí? —preguntó Yenaro, preocupado.

—Ah… —Vorreedi se mordió el labio, pensativo, después pareció llegar a algún tipo de conclusión—. No sé si se da cuenta de que en este momento se encuentra usted en medio de una especie de vendetta, lord Yenaro.

—Yo… ¡no! ¿Qué le hace pensar eso?

—Mmm. En general, los asuntos personales de los ghemlores no son de mi incumbencia, me intereso sólo por los asuntos oficiales. Pero la… suerte… ha puesto en mi camino la oportunidad de hacer una buena acción, lord Yenaro, y no pienso desaprovecharla. Al menos por esta vez. Acabo de charlar con un… ah… caballero que, según me informó, había venido aquí para asegurarse de que usted… y ahora cito textualmente sus propias palabras… de que usted no saliera del Salón del jardín de la Luna con vida. Fue un poco vago en cuanto al método que pensaba usar para llevar a cabo esta misión. Lo que me pareció más raro es su identidad: el personaje en cuestión no es un ghem, sino que se gana la vida con su arte, un especialista. No sabía quién le había pagado esta vez: esa información quedó muy lejos, bajo varias capas de intermediarios… ¿Tiene usted alguna idea de quién podría estar interesado en pagar sus servicios?

Yenaro escuchó impresionado, con los labios tensos, pensativo. Miles se preguntó si el hombre estaba sacando las mismas conclusiones que él. Supuso que sí. El hautgobernador, quien quiera que fuese, había enviado refuerzos. Quería asegurarse de que nada fallara. De que Yenaro no sobreviviera a su propia bomba y pudiera acusarlo, por ejemplo.

—Yo… bueno… tengo una idea, sí.

—¿Podría usted compartirla?

Yenaro lo miró, dubitativo.

—No en este momento.

—Como quiera. —Vorreedi se encogió de hombros—. Dejamos al… caballero sentado en un lugar tranquilo. El efecto de la pentarrápida desaparecerá en cuestión de diez minutos. Tiene usted ese tiempo para hacer… lo que considere conveniente.

—Gracias, lord Vorreedi —dijo Yenaro con calma. Levantó la ropa negra que lo rodeaba y se puso de pie. Estaba pálido pero mantenía una serenidad admirable: no temblaba—. Ahora debo dejarles.

—Seguramente ésa es una buena idea —asintió Vorreedi.

—Estaremos en contacto, ¿eh? —dijo Miles.

Yenaro bajó la cabeza en un gesto formal, breve.

—Sí. Usted y yo todavía tenemos un asunto pendiente. —Se alejó mirando a derecha e izquierda.

Iván se mordía los dedos. Bueno, mejor eso que soltarle a Vorreedi todo lo que estaba pasando. Eso era lo que más temía Miles.

—¿Era cierto eso, señor? —preguntó Miles al coronel.

—Sí. —Vorreedi se frotó la nariz—. Pero también es cierto que no estoy tan seguro de que no sea de nuestra incumbencia. Lord Yenaro parece muy interesado en usted. Lo vigila. No puedo dejar de preguntarme si existe alguna relación… Revisar la jerarquía de los que pudieron haberle pagado a ese tug sería un proceso tedioso y largo para mi departamento. ¿Y qué encontraríamos al final del hilo? —Vorreedi miró fijamente a Miles—. ¿Hasta qué punto se enfadó usted por la quemadura de la estatua de Marilac, lord Vorkosigan?

—¡No tanto, por Dios! —negó Miles con rapidez—. Por lo menos deme un margen de crédito… aún no he perdido el sentido de la mesura. No. Yo no contraté al asesino. —Aunque sin duda había metido a Yenaro en esa situación, al tratar de jugar esos jueguecitos mentales con su posible patrón, Kety, el príncipe Slyke o el Rond. Querías una reacción… pues ya la tienes—. Pero… tengo la sensación de que la investigación sí valdrá la pena, aunque suponga dedicarle tiempo y recursos…

—Una sensación, ¿eh?

—Seguramente usted ha confiado en su instinto en más de una ocasión, señor.

—Bueno, yo uso mi instinto. No confío en él. Un oficial de SegImp tiene que conocer la diferencia.

—Entiendo, señor.

Se levantaron para seguir el recorrido de la exposición. Miles evitó cuidadosamente mirar la marca negra y quemada del suelo cuando pasaron junto a ella. Y cuando se acercaron al extremo oeste de la cúpula, empezó a buscar a su contacto. Ahí estaba, sentada cerca de la fuente, con el ceño fruncido. Pero Miles sabía que ahora nunca conseguiría sacarse a Vorreedi de encima; lo tenía pegado como una lapa, para siempre. De todos modos, lo intentó.

—Discúlpeme, señor. Tengo que darle un mensaje a una dama.

—Iré con usted —dijo Vorreedi, en tono alegre.

Correcto. Miles suspiró y compuso el mensaje mentalmente. La ghemlady, digna y tranquila, levantó la vista cuando él se acercó con compañeros no deseados. Miles se dio cuenta de que no sabía su nombre.

—Discúlpeme, milady. Quería decirle que me es imposible aceptar su invitación de… eh… esta tarde. Por favor, exprese mis más sinceras disculpas a su ama. —¿Entenderían ella y la haut Rian que eso significaba ¡Anulen la operación, anúlenla!? Tenían que captar el mensaje. Lo deseó con todas sus fuerzas—. Pero si en lugar de lo que habíamos planeado, puede concertar una entrevista con el primo del señor… creo que eso sí sería educativo.

El surco que tenía la mujer en la frente se hizo más profundo. Pero lo único que dijo fue:

—Transmitiré sus palabras a mi señora, lord Vorkosigan.

Miles hizo un gesto de despedida, bendiciéndola por haberle evitado una conversación más larga y compleja. Cuando volvió la vista atrás, ella ya se había puesto de pie y se alejaba rápidamente.