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—¿Cómo era? ¿«La diplomacia es el arte de la guerra llevado a cabo por otros hombres» —preguntó Iván— o al revés? ¿«La guerra es la diplomacia…»?

—«Toda diplomacia es una continuación del arte de la guerra por otros medios» —recitó Miles—. Chou En Lai, siglo XX. Tierra.

—Ey, ¿qué eres? ¿Un diccionario de citas ambulante?

—Yo no, pero el comodoro Tung sí. Colecciona Dichos de Antiguos Sabios Chinos y me obliga a memorizarlos.

—Y el viejo Chou, ¿era diplomático… o soldado?

El teniente Miles Vorkosigan meditó la respuesta.

—Supongo que fue diplomático.

Los cinturones de seguridad de Miles lo sujetaron: se estaban encendiendo los cohetes. El vehivaina personal donde viajaban él e Iván, uno frente al otro en solitario esplendor, se inclinó hacia un costado. Los dos asientos ocupaban los lados del corto fuselaje. Miles estiró el cuello para echar un vistazo por encima de los hombros del piloto: quería ver el planeta que giraba más abajo.

Eta Ceta IV, corazón y mundo madre del floreciente imperio cetagandano. Miles estaba seguro de que ocho planetas desarrollados y el mismo número de dependencias aliadas y gobiernos títere podían ser definidos como un imperio extenso según los parámetros de cualquier observador. Claro que eso no significaba que los ghemlores cetagandanos no quisieran expandirse un poco más, a expensas de sus vecinos, a ser posible.

Pero a pesar de la gran extensión del país, las naves militares cetagandanas sólo podían pasar de una en una en los saltos de agujero de gusano. Como todo el mundo.

El problema era que algunos tenían naves enormes, mierda.

La irisada línea nocturna se deslizaba a lo largo del borde del planeta mientras el vehivaina personal seguía recorriendo las órbitas que lo llevaban de la nave correo imperial de Barrayar, que acababan de dejar, a la estación de transferencia cetagandana que los esperaba más abajo. La noche tenía un brillo impresionante. Los continentes estaban bañados con una lluvia de motas luminosas, como iluminados por las hadas. Miles tenía la impresión de que era posible leer bajo el brillo de aquella civilización, como bajo la luz de una luna llena. Barrayar, el planeta madre que compartía con Iván, se le antojaba de pronto como una vasta tela absolutamente negra, con sólo algunas chispas de ciudades aquí y allá. El bordado de alta tecnología de Eta Ceta era claramente… barroco. Sí, una esfera con demasiada ropa encima, como una mujer recargada de joyas. De mal gusto, pensó Miles, tratando de convencerse a sí mismo. No soy un patán provinciano. No me dejaré impresionar. Soy lord Vorkosigan, noble y oficial.

Claro que el teniente lord Iván Vorpatril también lo era, pero eso no llenaba de confianza a Miles. Miró a su primo, que también estiraba el cuello, los ojos ávidos, los labios entreabiertos, bebiendo la imagen de su destino, allá abajo. Por lo menos, Iván tenía el aspecto de un oficial diplomático: alto, de cabello negro, atildado, una sonrisa fácil siempre marcada en su atractivo rostro. El uniforme verde de fajina le sentaba de maravilla. La mente de Miles se deslizó, con la insidiosa facilidad de las malas costumbres, a una comparación llena de envidia.

Miles tenía que hacerse los uniformes a medida, y en lo posible trataba de disimular los graves defectos de nacimiento que tantos años de tratamientos médicos habían intentado corregir. En realidad, debería dar gracias de que los médicos hubieran conseguido tanto con tan poco. Después de toda una vida de enfermerías, medía un metro cuarenta, era jorobado y de huesos frágiles, pero todo eso era mejor que tener que esperar a que otra persona lo arrastrara de un lado a otro sobre un carrito de cuatro ruedas. Claro, claro…

Sí, ahora podía estar de pie, caminar, correr si era necesario, con los hierros en las piernas y todo. Seguridad Imperial de Barrayar no le había contratado por su belleza, gracias a Dios, sino por su inteligencia. Sin embargo, se le ocurrió la morbosa idea de que lo habían mandado a ese circo para que la imagen de Iván destacara en comparación con la suya. SegImp no le había dado ninguna misión interesante en Cetaganda a menos que el cortante «¡y no te metas en líos!» de Illyan, jefe de Seguridad, pudiera considerarse un encargo secreto.

Por otra parte, tal vez habían mandado a Iván sólo como figurín, para que Miles pareciera en comparación más inteligente. Esta idea lo confortó.

Ahí estaba la estación de transferencia orbital, justo a tiempo. Ni siquiera el personal diplomático bajaba directamente a la atmósfera de Eta Ceta. Hubiera significado una transgresión de la etiqueta, y seguramente merecería una advertencia administrada con fuego de plasma. Sí, Miles tenía que admitir que la mayoría de los mundos civilizados tenía reglas similares, aunque fuera sólo para impedir contaminaciones biológicas.

—Me pregunto si la muerte de la emperatriz viuda se debió a causas naturales… —dijo Miles, por decir algo. Después de todo, no podía esperar que Iván tuviera una respuesta para eso—. Fue tan repentina…

Iván se encogió de hombros.

—Era una generación mayor que el Gran Tío Piotr y eso que él era viejo de solemnidad. Me ponía muy nervioso cuando era chico. Lo que dices es una atractiva teoría paranoica, pero no lo creo.

—Lamento decir que Illyan está de acuerdo contigo, o no nos habría dejado venir a nosotros. Hubiera sido mucho menos aburrido si el muerto fuera el emperador, en lugar de una ancianita balbuceante.

—Pero entonces no estaríamos aquí —señaló Iván con una lógica aplastante—. Estaríamos de guardia en un puesto defensivo mientras las facciones de los candidatos discutían el problema de la sucesión en una gran pelea. Esto es mucho mejor. Viajes, vino, mujeres, canciones…

—Es un funeral de estado, Iván.

—La esperanza es lo último que se pierde, ¿no es cierto?

—De todos modos, se supone que debemos limitarnos a observar. Observar e informar. Qué y por qué, no lo sé. Illyan me lo dejó muy claro: espera informes por escrito.

Iván gruñó.

—Cómo pasé las vacaciones, por el pequeño Iván Vorpatril, veintidós años. Es como volver a la escuela.

Miles cumpliría veintidós años unos meses después que Iván. Si esa soporífera misión terminaba a tiempo, Miles volvería a casa para la fiesta. Sería un buen cambio. Una idea agradable. Le brillaron los ojos en la oscuridad.

—Pero podría ser divertido, adornar algunos hechos para Illyan. ¿Por qué redactan todos los informes oficiales en ese estilo seco y aburrido? —se quejó Miles.

—Porque los generan cerebros secos y aburridos. Mi primo, el escritor frustrado… No te dejes llevar por el entusiasmo. Illyan no tiene sentido del humor: eso lo descalificaría para el trabajo.

—No estoy tan seguro… —Miles miró adelante mientras el vehivaina seguía el vuelo que le habían asignado como una aguja que borda un dibujo. La estación de transferencia flotó a un costado, vasta como una montaña, compleja como un diagrama de circuitos—. Hubiera sido interesante conocer a la vieja cuando estaba viva. Esa mujer fue testigo de gran parte de la historia, un siglo y medio de historia. Aunque fuera desde el ángulo un poco extraño del serrallo de los hautlores.

—No habrían dejado que se le acercaran unos bárbaros de baja estofa como nosotros…

—Mmm. Supongo que no. —El vehivaina se detuvo un instante, y una enorme nave cetagandana marcada con la insignia de uno de los gobiernos de los planetas exteriores pasó por su lado como un fantasma y los adelantó mientras hacía maniobras con ese cuerpo monstruoso que atracaría con un cuidado exquisito—. Se supone que todos los gobernadores de las satrapías de los hautlores (y sus comitivas, claro) se reunirán aquí para el sepelio. Apuesto a que Seguridad Imperial cetagandana se está divirtiendo mucho.

—Es que si viene un gobernador, supongo que el resto tiene que venir por narices. Para vigilarse mutuamente. —Iván enarcó las cejas—. Debe de ser todo un espectáculo. La ceremonia como expresión artística. Mierda, hasta sonarse la nariz es un arte para los cetagandanos. Seguramente lo hacen para poder burlarse de los demás cuando se equivocan. La superioridad elevada a la enésima potencia.

—Eso es lo único que me convence de que los hautlores todavía son humanos: a pesar las manipulaciones genéticas, quiero decir.

Iván hizo una mueca.

—Para mí, un mutante voluntario sigue siendo un mutante. —Desde su altura miró la silueta súbitamente tensa de su primo, carraspeó y trató de encontrar algo interesante que ver fuera de la nave.

—Eres tan diplomático, Iván… —dijo Miles a través de una sonrisa tensa—. Trata de no desatar una guerra con tu… bocaza, ¿eh? —Una guerra civil de cualquier otro tipo.

Iván se encogió de hombros para desembarazarse del mal momento. El piloto del vehivaina, un sargento tec de Barrayar enfundado en uniforme de fajina negro, deslizó su pequeña nave hacia el receptáculo de embarque con exactitud y facilidad. La imagen del exterior se redujo a una penumbra vacía. Parpadeos de luces de control que les dieron la bienvenida con alegría; servofrenos que chillaron cuando los portales de tubo flexible se pusieron paralelos a la nave y se conectaron. Miles soltó los cinturones de seguridad un segundo después que Iván: una forma de fingir indiferencia o savoir faire o algo. Ningún cetagandano iba a descubrirlo con la nariz apretada a la ventanilla como un perrito impaciente. Él era un Vorkosigan. Pero el corazón le latía desbocado.

El embajador barrayarés lo estaría esperando. Se llevaría a sus dos huéspedes de alto rango y les indicaría cómo seguir adelante. Por lo menos, eso era lo que Miles esperaba y repasó mentalmente los saludos militares y civiles adecuados y el mensaje de su padre, memorizado con tanto cuidado hacía unos días. El cierre dio una vuelta y a la derecha del asiento de Iván se abrió la compuerta del costado del casco.

Un hombre se precipitó al interior, se detuvo bruscamente frente a la gran llave de la compuerta y los miró con los ojos muy abiertos, jadeando ansiosamente. Movía los labios pero Miles no estaba seguro de si lo que oía era una maldición, una plegaria o un intento de alguna otra cosa.

El hombre era viejo pero no frágil, de hombros anchos y por lo menos tan alto como Iván. Usaba lo que Miles clasificó provisionalmente como el uniforme de los empleados de la estación, gris metálico y malva. Un cabello fino y blanco le flotaba sobre la cabeza, pero el rostro estaba totalmente desprovisto de vello: no tenía barba, ni cejas, ni siquiera pestañas. De pronto, puso la mano en el bolsillo izquierdo, sobre el corazón.

—¡Arma! —gritó Miles para advertir a los demás. El piloto del vehivaina dio un salto, pero aún se estaba desabrochando los cinturones de seguridad. Miles no estaba físicamente equipado para atacar, pero los reflejos de Iván eran como una máquina bien engrasada gracias al entrenamiento y al combate real. Lord Vorpatril ya estaba en movimiento: rotaba sobre su propio punto de contacto con una mano sujeta a un asidero, para interceptar al intruso.

El combate cuerpo a cuerpo es siempre increíblemente incómodo y torpe en caída libre, en parte porque hay que aferrarse con fuerza al oponente. Los dos hombres terminaron en una lucha directa. El intruso no se aferraba al chaleco, sino al bolsillo derecho del pantalón de Iván, pero éste consiguió arrebatarle el brillante destructor nervioso de un solo golpe.

El destructor se alejó flotando hacia el otro lado de la cabina, convertido en amenaza para todos los que se encontraban a bordo.

A Miles siempre lo habían aterrorizado los destructores nerviosos, pero nunca como proyectiles. Tuvo que dar dos saltos retorcidos para poder atraparlo en el aire sin que se disparara accidentalmente ni lastimara a Iván. El arma era pequeña, pero estaba cargada y era mortal.

Mientras tanto, Iván había pasado detrás del viejo y trataba de aferrarlo por los brazos. Miles aprovechó el momento para hacer un intento de apoderarse de la segunda arma. Abrió el chaleco malva y buscó el bulto dentro del bolsillo interno. Se le cerraron los dedos sobre un cilindro corto que identificó como una picana.

El hombre gritó y se sacudió violentamente. Muy asustado y no del todo seguro de lo que había hecho, Miles se alejó de la pareja de luchadores con un empujón y se escondió con prudencia detrás del piloto. El alarido mortal del hombre le hizo pensar que tal vez le había sacado al viejo la fuente de energía del corazón artificial o algo así, pero su enemigo seguía peleando, así que no podía ser tan fatal como parecía.

El intruso se zafó de la presa de Iván y retrocedió hacia la compuerta. De pronto, se produjo una de esas extrañas pausas que se dan a veces en combate cerrado y todos trataron de recuperar el aliento y controlar el flujo de adrenalina al riego sanguíneo. El viejo miró el puño de Miles, cerrado sobre el cilindro, y su expresión cambió de miedo a… ¿acaso esa mueca era un gesto de triunfo? Claro que no, imposible… ¿Inspiración y locura, entonces?

Solo contra muchos ahora que el piloto se había unido a la refriega, el intruso retrocedió, se tambaleó hacia el tubo flexible y se dejó caer en el compartimiento de embarque que había detrás. Miles corrió torpemente para seguir a Iván, que había empezado la persecución, y llegó justo a tiempo para ver cómo el intruso, de pie en el campo de gravedad artificial de la estación, levantaba la bota y golpeaba a su primo en el pecho. El joven retrocedió hacia el portal. Para cuando Miles e Iván lograron desengancharse uno de otro y el jadeo de Iván dejó de ser alarmante, el viejo ya había desaparecido. Los pasos se oían cada vez más lejanos en el compartimiento. ¿Qué salida había…? El piloto del vehivaina, después de asegurarse de que sus pasajeros estaban temporalmente a salvo, se apresuró a contestar la alarma de su comu.

Iván se levantó, se sacudió y miró a su alrededor. Miles lo imitó. Estaban en un compartimiento de carga, pequeño, sucio, mal iluminado.

—Si ése era el inspector de aduanas, estamos en un buen lío —dijo Iván.

—Me pareció que iba a dispararnos —dijo Miles.

—Pero gritaste antes de ver el arma.

—No fue por el arma. Fueron los ojos. Tenía la mirada de quien está a punto de hacer algo que lo asusta muchísimo. Y sí que sacó el arma.

Después de que le saltamos encima, Miles. ¿Quién sabe lo que iba a hacer?

Miles giró sobre sus talones y examinó el entorno con más atención. No había ni un ser humano a la vista, ni un cetagandano, ni un barrayarés, absolutamente nadie.

—Algo anda muy mal aquí. Alguien está en el lugar equivocado, él o nosotros. Este compartimiento sucio no puede ser el puerto del vehivaina. Quiero decir, ¿dónde está el embajador de Barrayar? ¿Y la guardia de honor?

—¿Y la alfombra roja y las bailarinas? —suspiró Iván—. Pero si ese hombre hubiera querido asesinarte o secuestrar el vehivaina, debería haber entrado con el destructor nervioso en la mano.

—No era un inspector de aduanas. Mira los monitores —señaló Miles. Dos transmisores de vídeo, colocados estratégicamente en las paredes cercanas, colgaban del revés en el aire, arrancados de cuajo—. Los anuló antes de abordar. No entiendo. Los de Seguridad de la estación deberían haber caído como moscas… ¿Y si lo que andaban buscando era el vehículo, y no a nosotros? ¿Qué te parece?

—Te querían a ti, Miles. Nadie me perseguiría a mí…

—Ese hombre parecía más asustado que nosotros. —Miles reprimió un suspiro y deseó que el corazón le latiera un poco más lento.

—Habla por ti mismo —aclaró Iván—. A mí me asustó mucho, te lo aseguro.

—¿Estás bien? —preguntó Miles, un poco tarde—. Quiero decir, ¿tienes algún hueso roto o algo así?

—Estoy bien… ¿y tú?

—Yo estoy bien.

Iván echó una mirada a Miles, quien tenía el destructor nervioso en la mano derecha y el cilindro en la izquierda. Arrugó la nariz.

—¿Cómo has terminado con todas las armas en la mano?

—No… no sé… realmente… —Miles deslizó el pequeño destructor nervioso en el bolsillo del pantalón y sostuvo el cilindro misterioso bajo la luz—. Al principio creí que era una especie de picana, pero no. Es algo electrónico, pero no reconozco el diseño.

—Una granada —sugirió Iván—. Una bomba de tiempo. Pueden darle el aspecto que quieran, ya sabes…

—No lo creo.

—Señores. —El piloto del vehivaina sacó la cabeza a través de la compuerta—. El control de vuelo de la estación nos prohíbe que atraquemos aquí. Nos dicen que esperemos fuera. Quieren que salgamos inmediatamente.

—Ya sabía yo que no podía ser el lugar correcto —dijo Iván.

—Pero son las coordenadas que me dieron, señor —objetó el piloto, un poco molesto.

—No es culpa suya, sargento, estoy seguro —lo calmó Miles.

—Las órdenes de control de vuelo han sido tajantes. —La cara del sargento estaba tensa—. Por favor, señores…

Obedientes, Miles e Iván subieron otra vez al vehivaina. Miles volvió a ajustarse los cinturones con un gesto automático mientras en su cabeza se desataba un torbellino de suposiciones, tratando de encontrar una explicación para esa extraña bienvenida en Cetaganda.

—Creo que deliberadamente desalojaron esta sección de la estación —decidió en voz alta—. Te apuesto dólares betanos a que la Seguridad cetagandana está haciendo una búsqueda cuidadosa de ese sujeto. Un fugitivo, por el amor de Dios. —¿Ladrón, asesino, espía? Las posibilidades eran tentadoras.

—De todos modos, estaba disfrazado —dijo Iván.

—¿Cómo lo sabes?

Iván se sacudió unos pelos finos y blancos de la manga.

—Esto no es pelo de verdad.

—¿En serio? —Miles estaba encantado. Examinó el mechón que le tendía Iván desde el otro lado del pasillo. Un lado estaba pegoteado de adhesivo—. Ajá…

El piloto recibió las nuevas coordenadas; el vehivaina flotaba ahora en el espacio a unos cien metros de la fila de compartimentos de embarque. No había otros vehivainas visibles.

—¿Informo de este incidente a las autoridades, señores? —El sargento estiró la mano hacia los controles del comu.

—Espere —dijo Miles.

—¿Señor? —El piloto lo miró por encima del hombro con expresión dubitativa—. Creo que deberíamos…

—Espere a que nos pregunten. Después de todo, no es cosa nuestra cubrir los errores de la Seguridad cetagandana, ¿no le parece? Que se preocupen ellos. El asunto no nos concierne.

El piloto esbozó una breve mueca y la suprimió enseguida, pero había sido suficiente: Miles supo que lo había convencido.

—Sí, señor —dijo el hombre, tomándolo como una orden y por lo tanto, como responsabilidad de lord Miles. No tenía nada que decir, él no era más que un simple sargento tec—. Lo que usted diga, señor.

—Miles —musitó Iván—, ¿qué estás haciendo, Dios mío?

—Observando —dijo Miles, severo—. Quiero ver la eficacia de Seguridad de esta estación cetagandana. Creo que Illyan querría que hiciéramos eso, ¿no te parece? Ah, no te preocupes… ya verás cómo vienen a interrogarnos y a llevarse todo esto, pero así al menos conseguiré algo de información. Tranquilo, Iván.

Iván se acomodó en el asiento, y su aire de preocupación se fue disipando a medida que transcurrían los minutos sin otra interrupción que el aburrimiento del viaje en el pequeño vehivaina. Miles examinó sus tesoros. El destructor nervioso era civil, cetagandano, de gran calidad. El hecho de que no fuera militar era raro: los cetagandanos no alentaban la posesión de armas personales letales entre la población civil. Pero ese aparato no tenía insignias especiales que lo identificaran como el juguete de algún ghemlord. Era simple y funcional, con el tamaño perfecto para llevarlo escondido.

El cilindro corto era todavía más raro. Incrustado en su carcasa transparente había una pieza brillante para parecía simplemente decorativa; Miles estaba seguro de que un examen microscópico le revelaría una gran densidad de circuitos. Uno de los extremos del aparato era simple, el otro estaba cubierto con un sello.

—Seguro que esto sirve para insertarlo en alguna parte —le dijo a Iván, dando vueltas el cilindro a la luz.

—Tal vez es un consolador —se burló Iván.

Miles soltó un resoplido.

—Con los ghemlores…, ¿quién puede estar seguro? Pero no, no lo creo.

El sello de la tapa tenía la forma de un pájaro con garras, de aspecto peligroso. En el centro de la figura brillaban líneas metálicas, conexiones de circuitos. En algún lugar, alguien tenía la pareja, una forma de ave con el pico abierto en un grito, un esquema lleno de códigos que liberaría la tapa para descubrir… ¿qué? ¿Otro esquema de códigos? Una llave para una llave… Era algo extraordinariamente elegante. Miles sonrió, fascinado.

Iván lo observó, inquieto.

—Vas a devolverlo, ¿verdad?

—Claro que sí, si me lo piden.

—¿Y si no te lo piden?

—Si no me lo piden, pienso quedármelo como recuerdo. Es demasiado bonito para tirarlo. Tal vez me lo lleve a casa, se lo regale a Illyan para que sus enanos de laboratorio de decodificación jueguen con él como ejercicio. Un jueguecito que les llevará un año por lo menos. No es cosa de aficionados, hasta yo me doy cuenta.

Antes de que Iván pudiera poner en palabras sus objeciones, Miles se abrió la guerrera y deslizó el aparato dentro del bolsillo que tenía junto al pecho. Ojos que no ven, corazón que no siente.

—Pero… ¿te gustaría quedarte con éste? —preguntó y entregó a Iván el destructor nervioso.

Iván quería quedárselo, eso era evidente. Aplacado por la división del botín, cómplice del crimen ahora, Iván hizo desaparecer el arma en su guerrera. Esa presencia secreta y siniestra junto a su pecho, calculaba Miles, serviría para mantener a su primo amable y preocupado en el siguiente encuentro con las autoridades.

Por fin, control de tránsito de la estación los envió hacia otro muelle. Atracaron en un compartimiento para vehivainas situado a dos puestos del que les habían asignado antes. Esta vez, la puerta se abrió sin incidentes. Iván dudó un instante y salió por el tubo flexible. Miles lo siguió.

Seis hombres los esperaban en una cámara gris casi idéntica a la primera, aunque más limpia y mejor iluminada. Miles reconoció inmediatamente al embajador barrayarés. Lord Vorob’yev era un hombre sólido, macizo, de unos sesenta años estándar, ojos atentos, sonriente y contenido. Usaba un uniforme de la Casa Vorob’yev, color burdeos con galones negros, bastante formal para la ocasión, en opinión de Miles. Estaba flanqueado por cuatro guardias en uniforme de fajina verde de Barrayar. Dos oficiales de la estación cetagandana, en uniformes malva y gris de estilo similar pero más complejo que el del intruso, esperaban de pie un poco apartados de los barrayareses.

¿Sólo dos hombres de la estación? ¿Dónde estaba la policía civil, los de inteligencia militar cetagandana o por lo menos agentes secretos de alguna de las facciones ghem? ¿Dónde estaban las preguntas que Miles había previsto y los encargados de hacerlas?

De pronto, se descubrió saludando al embajador Vorob’yev como si nada hubiera pasado, tal como había ensayado en un principio. Vorob’yev pertenecía a la generación del padre de Miles y en realidad había sido su emisario cuando el conde Vorkosigan todavía era Regente. Hacía ya seis años que Vorob’yev tenía ese conflictivo puesto, desde el momento en que había abandonado la carrera militar para dedicarse al servicio Imperial como civil. Miles resistió un deseo de saludarlo militarmente. Transformó ese deseo en una grave inclinación de cabeza.

—Buenas tardes, lord Vorob’yev. Mi padre le manda sus saludos personales y estos mensajes.

Entregó el disco diplomático sellado, acto que uno de los oficiales cetagandanos anotó en su informe.

—¿Seis bultos en el equipaje? —inquirió el cetagandano con un gesto de cabeza.

El piloto del vehivaina terminó de apilarlos sobre la plataforma flotante, hizo la venia a Miles y volvió a su nave.

—Sí, eso es todo —dijo Iván. Iván parecía nervioso y alerta, intensamente consciente del objeto que llevaba en el bolsillo, pero al parecer el oficial cetagandano no sabía interpretar la expresión de su primo tan bien como Miles.

El cetagandano hizo un gesto, el embajador miró a los guardias y asintió. Dos de ellos se separaron del resto para acompañar al equipaje en su viaje a través de la inspección de la estación. El cetagandano volvió a sellar el puerto y se llevó la plataforma flotante.

Iván la miró ir con ansiedad.

—¿Nos lo devolverán todo?

—Tardarán un tiempo. Siempre se producen algunos retrasos, aunque las cosas vayan según las reglas —dijo Vorob’yev con tranquilidad—. ¿Han tenido buen viaje, caballeros?

—Totalmente normal —dijo Miles antes de que Iván pudiera abrir la boca—. Hasta que llegamos aquí. ¿Es normal que los visitantes de Barrayar entren por este puerto de embarque, o nos asignaron a este lugar por alguna otra razón? —Mientras hablaba, no perdía de vista al otro oficial cetagandano para ver cómo reaccionaba.

Vorob’yev sonrió con amargura.

—Hacernos entrar por la puerta de servicio es una forma de jugar con nosotros, de reafirmar el estatus de Cetaganda. Tiene usted razón, es un insulto premeditado para distraernos. Yo dejé de distraerme hace años y le recomiendo que usted haga lo mismo.

El cetagandano no reaccionó. Vorob’yev lo trataba con menos respeto que a un mueble, consideración que el cetagandano retribuía actuando como un mueble. Parecía un ritual.

—Gracias, señor. Acepto su consejo. Ah… ¿usted también se retrasó? Nosotros sí. Nos dieron permiso para atracar una vez y después nos hicieron repetir la maniobra.

—La circulación está particularmente conflictiva en el día de hoy. Considérense afortunados, señores. Por aquí, por favor.

Iván miró a Miles con desesperación mientras Vorob’yev se daba la vuelta y Miles meneó la cabeza, un gesto breve. Espera

Guiados por el oficial de la estación cetagandana, que avanzaba al frente con rostro inexpresivo, y flanqueados por los guardias de la embajada, los dos jóvenes acompañaron a Vorob’yev hacia arriba. Cruzaron varios niveles. El transbordador planetario de la embajada de Barrayar estaba esperándolos en un verdadero compartimiento de embarque de pasajeros. Tenía una sala de espera VIP como Dios manda con sistema de gravedad en el tubo flexible para que nadie tuviera que flotar durante el embarque. La escolta cetagandana se quedó allí. Una vez a bordo, el embajador pareció un poco más relajado. Acompañó a Miles e Iván hasta unos asientos lujosamente tapizados alrededor de una mesa de comuconsola. Hizo un gesto con la cabeza y un guardia les ofreció bebidas mientras esperaban el permiso de salida y el equipaje. Siguiendo los consejos de Vorob’yev aceptaron un vino barrayarés de una cosecha particularmente suave. Miles apenas si tomó un sorbo —quería tener la cabeza despejada—; Iván y el embajador hablaron sobre el viaje y sobre amistades comunes. Al parecer, Vorob’yev conocía personalmente a la madre de Iván. Miles ignoró la silenciosa invitación de Iván a sumarse a la charla y tal vez contarle a lord Vorob’yev la aventurita con el intruso… ¿eh?

¿Por qué no estaban con ellos las autoridades cetagandanas? ¿Por qué no los interrogaban? Miles repasaba explicaciones y argumentos con la mente aturdida.

Fue una trampa y yo acabo de morder el anzuelo, y están dejando que el guión siga adelante. Considerando lo que sabía de los cetagandanos, Miles ponía esa posibilidad como primera de la lista.

O tal vez es cuestión de tiempo y van a llegar en cualquier momento… O más adelante. Primero tendrían que capturar al fugitivo y hacer que soltara su versión del encuentro. Eso podía requerir tiempo, sobre todo si el hombre… bueno… estaba inconsciente por el arresto o estaba bajo los efectos de una picana. Si es que era un fugitivo… Si es que las autoridades de la estación lo estaban buscando en la zona de embarque… Si… Miles estudió la copa de cristal que tenía entre las manos, sorbió un poco del líquido rubí y sonrió a Iván con amabilidad.

El equipaje y los guardias llegaron justo cuando terminaban las copas: Vorob’yev sabía calcular el tiempo, pensó Miles. Cuando el embajador se levantó para supervisar la carga del equipaje y la partida, Iván se inclinó sobre la mesa para susurrarle a Miles con urgencia:

—¿No piensas decírselo?

—Todavía no.

—¿Por qué?

—¿Tanta prisa tienes por deshacerte de ese destructor nervioso? La embajada te lo quitaría inmediatamente, igual que los cetagandanos, supongo.

—A la mierda con eso. ¿Qué estás planeando?

—No… no estoy seguro. Todavía. —Las cosas no se desarrollaban como él había esperado. Había esperado intercambios irritados con varias autoridades cetagandanas. Había esperado que las autoridades lo obligaran a devolver sus tesoros y poder cambiarlos por información, revelada consciente o inconscientemente. No era culpa suya que los cetagandanos no estuvieran haciendo bien el trabajo.

—Por lo menos tenemos que informar de esto al asesor militar de la embajada.

—Informar, sí. Pero no al asesor. Illyan me dijo que si teníamos problemas, quiero decir el tipo de problemas de nuestro departamento, tenía que dirigirme a lord Vorreedi. Tiene el puesto de oficial de protocolo, pero es un coronel SegImp y jefe de SegImp en Cetaganda.

—¿Y los cetagandanos no se dan cuenta?

—Claro que sí. Como nosotros sabemos quién es quién en la embajada de Cetaganda en Vorbarr Sultana. Es una ficción legal, parte de un juego de cortesía… No te preocupes, yo me encargo de todo. —Miles suspiró para sí. Suponía que lo primero que haría el coronel sería sacarlo del flujo de información. Y no se atrevía a explicarse la razón por la que sentía que eso no estaría bien.

Iván se sentó otra vez, provisionalmente en silencio. Sólo provisionalmente. Miles estaba seguro de eso.

Vorob’yev también se acomodó en el asiento y ajustó el cinturón de seguridad.

—Eso es todo, señores. Nadie ha tocado sus posesiones y nadie ha añadido nada. Bienvenidos a Eta Ceta IV. No hay ceremonias oficiales que requieran su presencia hoy, pero si no están demasiado cansados esta noche la embajada marilacana ofrece una recepción informal para la comunidad extranjera y sus augustos visitantes. Les recomiendo que asistan.

—¿Nos lo recomienda? —dijo Miles. Cuando una persona con una carrera tan larga y distinguida como la de Vorob’yev hacía una recomendación, había que tomarla en cuenta.

—En las próximas semanas, tratarán con muchas de estas personas —dijo Vorob’yev—. La reunión puede ofrecerles una buena orientación.

—¿Y qué nos ponemos? —preguntó Iván. Cuatro de las seis maletas que venían de la aduana eran suyas.

—Uniforme de fajina verde, por favor —dijo Vorob’yev—. La ropa es un lenguaje cultural en todas partes, eso es cierto, pero que aquí constituye prácticamente un código secreto. Resulta bastante difícil moverse entre los ghemlores sin cometer un error. Entre los hautlores, es casi imposible no equivocarse. Los uniformes siempre son correctos, o por lo menos no definen a quien los lleva, ya que no implican un acto de elección. Ya le pedí a mi oficial de protocolo que les hiciera una lista de los uniformes que deben usar en cada acto.

Miles suspiró aliviado; Iván parecía levemente desilusionado.

Con los siseos y ruidos metálicos de siempre, los tubos flexibles se replegaron y el transbordador se separó de la estación. Ninguna autoridad furiosa subió por la compuerta en plan de arresto, ninguna comunicación urgente detuvo al embajador ni lo sacó corriendo por el tubo. Miles consideró una tercera explicación.

Nuestro intruso desapareció, lo consiguió. Las autoridades de la estación no saben nada. Nadie lo sabe.

Excepto, por supuesto, el intruso. Miles mantuvo la mano quieta y no tocó el bulto que llevaba escondido en la guerrera. No sabía qué era ese artefacto, pero fuera lo que fuese, el individuo sabía que Miles lo tenía. Sin duda podía averiguar quién era Miles. Tengo un hilo que conduce hasta ti ahora. Si dejo que las cosas sigan adelante, algo tiene que volver por ese hilo hasta mi mano, ¿no es cierto? El asunto podía transformarse en un bonito ejercicio de inteligencia/contrainteligencia, mejor que las maniobras porque era real. No había un censor acechando con una lista de respuestas correctas, grabando los errores para analizarlos más tarde en interminables sesiones. Una buena práctica.

En algún momento de su carrera militar, el oficial tenía que dejar de obedecer las órdenes y empezar a generarlas. Miles quería el ascenso a capitán de SegImp, ah, sí… lo quería.

¿Podría convencer a Vorreedi de que lo dejara jugar con el rompecabezas, a pesar de las obligaciones diplomáticas del coronel?

Miles entornó los ojos en un gesto de anticipación mientras la nave descendía hacia la nebulosa atmósfera de Eta Ceta.