En el año del Señor de 1282
Fui el primero en saltar a tierra.
A comienzos de junio de aquel verano lluvioso había partido de la bahía del Fangal sin volver la vista atrás, consciente de que jamás regresaría a la tierra que dejaba a mis espaldas. Junto a mí se habían hecho a la mar unos treinta mil hombres, entre almogávares de la frontera, golfines de puerto y caballeros escogidos entre los mejores linajes del reino, a bordo de una flota de barcos que ocultaba el agua con su frondosa arboladura de velas. Y como la vida es circular y te lleva a dar largas vueltas para acabar regresando al punto de partida, yo viajaba en la galera de mi viejo amigo Vasall, el templario que había conocido tiempo atrás en Montpellier, cuando coincidimos en las bodas de los infantes Constanza y Pedro. Ambos peinábamos canas desde hacía lustros, pese a lo cual nos manteníamos en pie, determinados a morir al servicio del Dios verdadero.
De hecho, aunque yo tenía fundados motivos para pensar que nuestro destino final no era otro que Sicilia, la expedición se dirigía a las costas de África con el fin de auxiliar al señor de Constantina, vasallo del reino, hostigado desde hacía tiempo por los sarracenos de Túnez. De ahí que tuviese la consideración de santa cruzada y hubiese sido bendecida por el Papa, lo que suponía un argumento definitivo para obtener el pleno respaldo de la Orden del Temple. Los monjes guerreros no constituían en esta ocasión, empero, más que una parte mínima del contingente, ya que el grueso de los efectivos, unos veinte mil hombres de a pie, estaba formado por el cuerpo de asalto más efectivo y leal de cuantos ha conocido la Historia: el de los almogávares de Aragón, cuya vestimenta sencilla había vuelto a endosar yo con orgullo, pues deseaba regresar a mi hogar con la gonela, las abarcas, el cuchillo, los dardos, la azcona y la red, a guisa de yelmo, que durante tanto tiempo me habían dado fama y honra en la lucha contra los infieles.
Resultaba impresionante contemplar la armada de naos variopintas, desde galeras a taridas, leños y barcazas de transporte, que surcaban las aguas tranquilas, preñadas de fieros soldados ansiosos por entrar en combate. En la cubierta, yo vencía la impaciencia conversando con Vasall, quien no acababa de tenerlas todas consigo respecto de nuestra misión…
—Mucho despliegue me parece a mí que es este para llevar auxilio a un señor tan insignificante como ese Bonboquer de Constantina.
—Seguramente don Pedro pretende ampliar sus posesiones en África a costa de los musulmanes —respondí, evitando deliberadamente mencionar lo que sabía de la conjura que a buen seguro justificaba el despliegue en cuestión.
—No sé, todo esto es muy extraño; el almirante no nos ha desvelado aún la hoja de ruta definitiva, y tengo para mí que tú sabes más que yo —repuso taladrándome con la mirada.
—¿Qué he de saber? —dije fingiendo ignorancia—. Tú eres el capitán de esta nave. Yo, ya me ves; un pobre anciano que hace reír a los reclutas ataviado como uno de ellos.
—No te lo tomes a mal, Guillermo de Girgenti, pero tienen motivos para burlarse de ti. ¿Se puede saber por qué demonios te has vestido de ese modo? ¡No pensarás combatir! A nuestra edad, es un milagro que sigamos vivos.
¿Tiene sentido tratar de explicar a alguien que no lo va a comprender algo tan difuso y complejo que ni tú mismo alcanzas a entender del todo? Habría podido decir a Vasall que esos harapos me habían proporcionado el más preciado bien al que un hombre puede aspirar en este mundo: una identidad; un lugar definido en el orden social; una razón de ser en la virtud; que ataviado con ese atuendo humilde me había sentido yo más poderoso y más grande que el más grande y poderoso de los emperadores; que el hábito no hace al monje aunque le define como miembro de una comunidad, siendo como es la soledad un camino áspero, por más que conduzca a la libertad. Cualquiera de esos argumentos habría respondido a su pregunta sin faltar a mi verdad. Pero resultaba más sencillo esquivar el fondo del asunto, por lo que me escabullí con un contraataque que obtuvo el resultado esperado.
—A nuestra edad poco más o menos, querido Vasall, el Conquistador seguía combatiendo en todos los frentes. —Le guiñé un ojo.
—¡No menciones a ese impío irredento! —me reconvino él, apuntándome con un dedo índice retorcido por el reuma y la vejez como la leña de olivo—. Pagará con el fuego eterno su lujuria.
—Pronto lo sabremos, amigo —zanjé la discusión antes de que pasara a mayores—. No hemos de tardar mucho en seguirle a dondequiera que esté.
Una semana aproximadamente nos llevó alcanzar Mahón, capital y puerto de la isla de Menorca, que rezaba al falso profeta Mahoma aunque rendía pleitesía a nuestro soberano. Allí repostamos víveres antes de reanudar la travesía que nos conduciría al cabo de otros siete días a Alcoll, en la costa tunecina, donde supimos que el gobernador de Constantina había sido asesinado. Carecía de sentido acudir en ayuda de un difunto, por lo que el monarca mandó desembarcar a la tropa, tomar la ciudad por las armas y fortificarla con cadenas de hierro. El proceder de costumbre.
El estío estaba en su apogeo máximo, con un sol abrasador que convertía cada gesto o movimiento en un esfuerzo supremo. Pese a ello, yo habría dado lo que fuera por poder participar en cualquiera de las incursiones que mis hermanos más jóvenes realizaban a diario en busca de botín, provisiones o esclavos, vendidos en el mismo puerto a las naos mercantes que pasaban por allí.
Tal vez alguno de esos guerreros se hubiese avenido a llevarme consigo por respeto a mi nombre y mi veteranía, sobre todo considerando que los sarracenos que trataban de sitiarnos no eran enemigos dignos de nuestras espadas. Yo me sabía, empero, una carga insoportable por el peso de los muchos años que se acumulaban en cada una de mis piernas, por lo que ni siquiera lo intenté. Pero a fe que me carcomía la inactividad, estando como estaba tan cerca de alcanzar la revancha definitiva que con tanto ahínco había ansiado.
Desde donde acampábamos casi podía verse Sicilia. Y sin embargo, en las interminables jornadas de asueto impuesto, entre arenales ardientes, sudor y esa espera exasperante, la distancia parecía insalvable. Me pasaba el día a cubierto, tratando de dormitar, y la noche dando vueltas de aquí para allá como un perro sin dueño.
Se decía en el real que nuestro soberano había recibido amenazas por escrito del rey de Francia, quien le advertía de que se enfrentaría a una guerra en toda regla en Aragón si se atrevía a atacar al de Anjou en los dominios de ultramar que le había concedido el Papa. También sabíamos que este había excomulgado a los rebeldes sicilianos y extendido el temido castigo a cualquiera que se alzara en armas junto a ellos en contra de su valido francés. El dilema al que se enfrentaba don Pedro era por tanto de proporciones gigantescas: arriesgaba su alma, su trono y su herencia a cambio de un reino lejano que jamás habían visto sus ojos. De una corona compuesta de oro y espinas a partes iguales, perteneciente por derecho de sangre a su esposa y a los hijos de ambos, aunque en manos de un usurpador tan poderoso como bien respaldado. De un legado envenenado que había llevado a la muerte primero a su suegro, Manfredo, y después a Conradino, cuyos espíritus torturados clamaban a gritos venganza. ¿Qué hacer?
La respuesta llegó al campamento de Alcoll a los pocos días, en barco, desde la isla de mis añoranzas.
Don Pedro me mandó llamar en calidad de intérprete, pues sabía de mi dominio del dialecto siciliano, lengua que hablaban la mayoría de los delegados palermitanos designados por sus vecinos, levantados contra los franceses, como embajadores ante el soberano aragonés. Este les recibió con prontitud, presto a escuchar sus demandas, aunque sin abandonar completamente su recelo.
—Señor —se arrancó el de mayor edad, un hombre con aspecto de artesano acomodado, de barba cana y atuendo aseado—, la situación es insostenible. Hemos resistido hasta donde nos ha sido posible hacerlo, pero muy pronto nos veremos obligados a claudicar, mal que nos pese. En Mesina se cumple ya un mes de asedio y, a juzgar por las escasas noticias que nos llegan desde allí, únicamente la extraordinaria cosecha de vegetales obtenida intramuros de la ciudad ha evitado hasta ahora la hambruna. Hombres y mujeres luchan indistintamente en las murallas, derramando su sangre cada día, al igual que ocurre en Palermo… Se nos agotan las fuerzas.
—¿Y qué es exactamente lo que queréis que haga yo? —inquirió el rey, simulando impotencia—. Carlos de Anjou, vuestro rey, es el protegido del pontífice. ¿Por qué no os dirigís a Su Santidad y le trasladáis a él vuestras quejas?
—Lo hemos intentado —adujo el italiano—. Hemos ofrecido al Santo Padre la soberanía sobre nuestra isla, constituida en una federación de comunas sometidas a su autoridad. Mas él ha rechazado de plano la oferta, remitiéndonos a su protegido, que no es rey, sino tirano.
—Me temo que la Casa de Aragón no puede ni debe interferir en vuestras disputas —repuso don Pedro.
—No son nuestras sino vuestras también —replicó el hombre con valentía, decidido a jugarse el todo por el todo—. Vuestra esposa lleva en sus venas la sangre de los Hohenstaufen. Ella es nuestra legítima soberana y queremos ofrecerle la corona siciliana, que a su muerte pasaría a vuestros hijos, los infantes de Aragón. Venimos en buena lid, señor. Os rogamos que consideréis nuestra voz como la de todos los sicilianos que apelan a vuestra condición de caballero y señor responsable de sus vasallos.
El monarca se quedó silencioso, calibrando el alcance de la propuesta que acababan de formularle. Me hizo un gesto para que me aproximara, y juntos nos alejamos unos pasos de la tienda, a fin de poder intercambiar unas palabras a solas.
—Vos conocéis a esta gente, Guillermo. ¿Debo creer lo que dicen?
—Yo diría que sí, mi señor. Puedo aseguraros que su odio hacia los franceses no conoce límites.
—¿Y quién me garantiza que no les ocurrirá lo mismo con nosotros? También los aragoneses seríamos extranjeros a sus ojos. ¿Quién me certifica su lealtad como súbditos?
—Los vínculos de vuestra esposa con esta tierra, majestad. Si vuestra estirpe siente a Sicilia como parte esencial de su ser, Sicilia sabrá responder. No se somete a este pueblo por la fuerza o la amenaza, sino apelando a su honor. Sé muy bien lo que me digo; podéis confiar en mí.
—Está bien —concedió él tras un instante de reflexión—. Respondedles que voy a considerar el asunto con el mayor interés. Si Constanza y vos tenéis razón, ganaré otro reino para nuestra casa. En caso contrario me habré buscado un sinfín de enemigos en vano. Pero la gloria únicamente acompaña a los audaces. ¡Sea pues como decís! Sicilia bien vale el riesgo.
Al cabo de pocos días embarcamos nuevamente, en esta ocasión con rumbo al puerto de Trapani, situado en la costa oeste de la isla, a dos pasos de Palermo. Yo ya no viajaba en la galera de mi amigo Vasall, quien se había retirado de la flota con cajas destempladas asegurando que el soberano pagaría muy cara su insumisión al Papa. A mí en cambio esa cuestión me era del todo indiferente. Sentía llegado el momento que tanto había esperado y no veía la hora de dar por terminada la misión que en su día me había encomendado la reina, a fin de volcarme de lleno en mis asuntos. Asuntos que reclamaban ser atendidos con urgencia.
El último día de agosto del año de Nuestro Señor de 1282 arribó la escuadra a tierra siciliana. Ya he dicho que fui el primero en pisarla. Constituyó un orgullo marchar junto a mi señor hasta la capital del reino, donde fue proclamado rey ante la Comuna, en ausencia de la autoridad eclesiástica, ya que el obispo de Palermo acababa de fallecer y el de Monreale, la formidable basílica situada en lo alto de una colina cercana a la ciudad de los jardines palaciegos, había huido con los franceses. Pese a tan destacados sitiales vacíos, el acto estuvo tan revestido de solemnidad como cargado de emoción, si bien confieso que habría disfrutado más de la ceremonia de no haber tenido a mi espíritu sumido en una impaciencia febril, casi enfermiza, que lo condenaba al desasosiego permanente.
Hacía falta comunicar al de Anjou que el rey se había puesto en marcha al frente de un gran ejército, por si prefería rendirse a luchar contra semejante enemigo. Era igualmente menester llevar cuanto antes a los sublevados de Mesina la noticia de que el auxilio estaba de camino, de modo que don Pedro envió una embajada rápida hacia el este, mientras él comandaba al grueso de la tropa a través de una ruta más larga, que cruzaba por el centro de la isla. Yo, como es natural, me presenté voluntario para el primer destacamento, aunque no obtuve del rey esa merced. Habría retrasado su avance por mucho que me esforzara, y no estaban las cosas como para demorar sin necesidad lo que inevitablemente había de ocurrir.
Partimos de buena mañana bajo el sol ardiente del mes de septiembre, sabiendo que apenas encontraríamos resistencia. Acaso algún foco aislado, aquí o allá, aunque nada capaz de enfrentarse a la fuerza formidable que representábamos. Y eso que a los pocos días de nuestra llegada ya se había producido un hecho de armas de los que entrarían en la leyenda, cuando un grupo de almogávares que batía el terreno en busca de provisiones se dio de bruces con una compañía de jinetes e infantes franceses. La historia de lo sucedido a partir de ese momento corría de boca en boca por todo el campamento.
Uno de los de Aragón fue apresado por el adversario, sin que sus compañeros, en abrumadora inferioridad numérica, pudieran hacer nada por impedirlo. Dándolo por perdido, se refugiaron en un altozano cercano, donde se dispusieron a pasar la noche al abrigo de una hoguera. Mas cuál no sería su sorpresa cuando lo vieron regresar, de madrugada, sano, salvo y hasta risueño.
—¿Te has escapado? —preguntaron todos a una.
—Han tenido que soltarme —contestó él.
—¿Y cómo ha sucedido tal cosa?
—Por bocazas y cobardes.
—¡Desembucha! —le urgieron.
—Me condujeron, amarrado, a presencia del hijo del tal Carlos, llamado Felipe de Anjou. Él y sus barones se rieron de mi aspecto, como si estuvieran viendo a un mendigo, hasta que desafié allí mismo, en voz alta a fin de que me oyeran bien, al mejor de sus caballeros. Les faltó tiempo para aceptar, claro. Todos querían demostrar al príncipe su habilidad, e incluso llegaron a echar a suertes el honor de acabar conmigo.
—Ya aprenderán a respetarnos…
—Ya han aprendido, hermanos. Ofrecí al niñato mi vida a cambio de mi libertad, si derrotaba a su campeón. Aceptó sin dejar de mofarse, con ese amaneramiento que caracteriza a los de su raza. Y empezó la justa.
»El caballero designado para representar a Francia, a lomos de un corcel de guerra y con su armadura completa, arremetió contra mí, lanza en ristre. Yo lancé la azcona contra el pecho del caballo y esquivé su golpe tirándome al suelo. El animal cayó, herido de muerte, derribando a su jinete, al que agarré por los pelos antes de que pudiera levantarse. A rastras lo llevé hasta donde estaba su señor, pues quería degollarlo ante sus ojos. Pero cuando estaba a punto de clavarle el cuchillo, el hombre imploró clemencia, su príncipe paró el combate y me dejaron marchar.
—Y aquí estás —le apostillaron sin alharacas.
—Aquí estoy —respondió él, del mismo modo—. El rastro de vuestro fuego es como el lucero de Belén. Si no os han encontrado los franceses es que no tienen ojos en la cara.
—¡Brindemos por ello!
—¡Despierta, hierro, despierta! —gritaron todos al unísono, llenando la noche de estrellas con las chispas de sus pedernales.
Sus voces inundaron el aire.
Aunque conocía de sobra cada palmo de esa tierra tantas veces bendecida por mis labios, descubrirla una vez más bajo otra luz me parecía un milagro. Iba alertando a mi rey del emplazamiento de cada castillo o torre de vigilancia de los muchos que jalonaban el camino, colgados como nidos de águilas de los riscos que flanqueaban los valles y cañadas por los que avanzábamos. Le presentaba con el debido ceremonial a los nobles que acudían a rendirle pleitesía. Le hablaba de los usos y costumbres locales, a fin de que evitara desairar a esas gentes entregadas a él de antemano con la mejor de las voluntades…
A pesar de que se me hizo eterno, fue un camino gozoso hacia la esperanza recobrada.
Al arribar a Mesina supimos que también allí habían despreciado a primera vista a los almogávares acudidos para prestarles auxilio, juzgándoles por su apariencia desaliñada, hasta que les vieron acometer y derrotar a un buen número de sitiadores abatidos por sus dardos o en combate cuerpo a cuerpo. Tantos franceses cayeron bajo esa embestida feroz y tanta brutalidad desplegaron mis antiguos compañeros de armas que el usurpador prefirió levantar sus tiendas y retirarse al continente, cruzando el estrecho en sus naos. Temía enfrentarse al formidable ejército que acompañaba a don Pedro, tanto por tierra como por mar, bordeando la costa. Le faltaba valor para mirarnos a la cara.
Y así fue como el día de los Santos Ángeles Custodios mi soberano hizo su entrada triunfal en una ciudad exhausta, que lo aclamó como su libertador. Unos meses más tarde desembarcó en ella mi señora, recibida por sus súbditos con el calor reservado a las personas a las que se ama. Aragón había llegado a Sicilia para quedarse. Lo supe nada más ver el espíritu fraternal con que aragoneses y sicilianos se abrazaban en calles y plazas. Sería ese un matrimonio fecundo, llamado a una larga convivencia, tal como predijo en su día una dama de origen cátaro provista de unas cartas extrañas, que resultó ser mi madre: Braira de Fanjau.
Me había quedado sin excusas para posponer el momento que tanto ansiaba y a la vez temía. Era tiempo de marchar a cumplir con la palabra dada.
Evité deliberadamente molestar al soberano, cuyas horas estaban repletas de consejos militares y civiles destinados a consolidar la conquista del nuevo reino, solicitando a uno de los adalides que me facilitara media docena de hombres bregados en el combate como escolta para acompañarme a Girgenti. Todo el mundo en el ejército sabía de mi relación con doña Constanza, y a través de ella con su esposo, por lo que obtuve inmediatamente licencia para escogerlos yo mismo. ¡Ardua tarea, habiendo tanta gente de valía!
Después de preguntar a varios almocadenes y rechazar a más de un voluntario, me llevé conmigo al vencedor de la justa con el francés, un montañés llamado Bernat, macizo como el oso que había herido a mi padre allá en la taiga y al igual que este de mal genio, aunque de acreditada valentía. Se unieron al grupo otros cinco almogávares de pura cepa, poco habladores, austeros hasta el ascetismo, bravos, pendencieros y hechos a sufrir sin rechistar.
Salimos por la puerta sur de Mesina al alba de un día soleado, bien entrada la primavera del año de Nuestro Señor de 1283, llevando a cuestas nuestras armas, una bota de vino cada uno y en el zurrón apenas unas tortas de trigo siciliano: «El que alimentó a las legiones de Roma», recordaba siempre ese hombre cuyo rostro veo ante mí a cada instante. ¿Por qué?
Voy a tratar de explicarme.
En estas horas finales de mi vida terrenal me suceden cosas curiosas. Por más que intente recordar sus perfiles, hasta hace poco perfectamente definidos, la mayoría de los rostros que poblaron mi pasado se han ido borrando muy deprisa de mi mente. Apenas si soy capaz de pronunciar sus nombres: Federico, Chaka, Gunter, Tukai Kan, Goiko, el judío de Brujas, Mohamed, el esclavo que me injurió, esa desdichada mora a quien violé… Hasta la propia Inés, con su estigma rojo pasión grabado a fuego en el rostro, se desdibuja en mi memoria. A Iván lo percibo más como una certeza, una sensación de confianza, que como a un ser de carne y hueso con el cual compartí calor, cuerpo contra cuerpo, en las noches heladas de Mongolia. Jimeno, Ferran, Joan, mis compañeros de lucha en las serranías de Alcoy, son imágenes difusas cuyos rasgos se entremezclan. Mi madre es una voz, un aroma a tierra recién llovida, una historia. Únicamente ellos, mi padre y Máiuska, permanecen intactos en mi retina. «Como los insectos en el ámbar», dijo en una ocasión mi buen amigo el herrero ruso. Criaturas únicas, efectivamente. Seres irrepetibles transformados milagrosamente en joyas.
Ningún lugar en el orbe iguala a Sicilia en primavera. ¿Lo he mencionado ya alguna vez? El campo es un tapiz multicolor sobre fondo verde que anuncia cosechas abundantes. Brota el agua de los manantiales derramándose en incontables arroyos, porque Dios ha bendecido a esta isla con todos y cada uno de sus dones, empezando por un clima benigno que invita a la felicidad. Cualquier cazador medianamente avezado se hace con un conejo o un pichón que llevarse a la barriga sin dificultad, o roba una gallina en una granja. Los valles están llenos de ellas y la visión de un almogávar de Aragón disuade a los campesinos de la tentación de quejarse. Decididamente no hay primavera como la de Sicilia, donde el aire huele a azahar y el viento canta en lugar de aullar.
De haber acumulado yo menos herrumbre en los huesos, habríamos recorrido el camino que conduce de Mesina a Girgenti en cinco o seis días a lo sumo. Dadas mis dificultades para sostener el paso de mis compañeros más jóvenes, nos llevó el doble. Según mis cálculos debía de tener yo unos sesenta y cinco o sesenta y seis años. Tal vez incluso alguno más, aunque no llegaba a los setenta; eso seguro. La fortuna había sido clemente conmigo en lo referente a la salud y a las fuerzas, acaso en compensación por todas las heridas que me había infligido en otras facetas de la vida. De manera que llegamos, cuando estaba escrito que lo hiciéramos, gracias a Dios y a la paciente disciplina de mis guardianes.
Desde la distancia divisé las casas colgadas de las faldas del monte, mirando a ese mar azul turquesa del que tantas veces había hablado a Máiuska, aunque alejadas de él porque de allí venía la muerte en forma de piratas berberiscos o conquistadores sin rostro procedentes del norte helado.
A medida que nos acercábamos, transitando por senderos bordeados de cipreses, me puse a buscar las piedras antiguas que señalizaban el emplazamiento de nuestra residencia familiar. El corazón se me había desbocado por la emoción más que por la caminata, aunque también la fatiga me obligaba a resoplar a cada paso. ¿Seguiría allí nuestra mansión? ¿Se parecería a lo que yo, más que recordar, había construido en mi mente empeñado en aferrarme a unas raíces?
Según el relato de mi progenitor, se había levantado allí, cerca de esos vestigios de una civilización más antigua acaso que la romana, debido a que en ese preciso lugar mi madre y él se habían amado por primera vez. Nunca quise saber más ni él insistió en contármelo. De niño, buscar restos semienterrados o cubiertos por la maleza, limpiarlos e imaginar, a juzgar por el descomunal tamaño de las columnas caídas, a los gigantes que habrían morado en el interior de esos edificios cuando estaban en pie constituían unos de mis entretenimientos favoritos. ¡Cuántas veces se me hizo de noche correteando por aquellos parajes, mientras mi madre se desgañitaba llamándome!
Ni yo mismo sabía que esos recuerdos habitaban todavía en mí. Volvieron por sí solos, de algún rincón oscuro de mi espíritu, cuando mis pies, puros callos embutidos en abarcas, tocaron el suelo de mi infancia. Brotaron de la nada de improviso, con tal ímpetu que tuve que dominarme a fin de contener las lágrimas, porque el torrente de emociones que se desató en mi interior iba directo de la boca del estómago a los ojos. No sabía cuánto tiempo más podría aguantar sin derrumbarme, de modo que opté por despedir a mis acompañantes sin darles explicaciones.
—Aquí nos separamos —anuncié con sequedad—. Id a buscar acomodo en la ciudad. Yo me acercaré hasta la casa que se encuentra al final de este camino.
—Déjanos ir contigo, capitán —repuso Jorge, el benjamín de la partida—. Tal vez quede algún francés por los alrededores.
—No es necesario —le despaché simulando enfado—. ¿Acaso crees que estoy acabado? Aún soy capaz de defenderme por mí mismo. ¡Marchaos ya os digo!
—¿Estás seguro, almocadén? —inquirió Bernat, con cara de pocos amigos.
—Segurísimo. Cuando os necesite os buscaré. Hasta entonces encargaos de dejar bien alto el pabellón. ¡No quiero violencia ni peleas! Por lo demás, divertíos…
Me costó más de lo que había pensado dar con el viejo sendero que bordeaba el acantilado para ir a morir en nuestro huerto. De hecho, estaba prácticamente cubierto de vegetación, lo que me llevó a deducir que no habría sido transitado en mucho tiempo. Y llegué a temer lo peor. ¿Habría perseguido todos esos años una quimera inexistente? ¿Sería el feudo de Girgenti un invento piadoso que Gualtiero y Braira habían introducido en mis recuerdos mediante artificios, hasta convencerme de que mi linaje era más noble de lo que en realidad me correspondía por nacimiento?
—¿Vas a ponerte a dudar ahora? —Oí la voz de Máiuska dirigirse a mi corazón, tan claramente como oía el piar de los pájaros.
—Estoy asustado, sí —respondí con la naturalidad que da una larga convivencia—. ¿Qué pasa si después de todo no hay nada?
—¿Nada? —replicó ella en tono de reproche—. ¿Te parece que tu vida merece esa denominación? ¿Acaso no has recorrido mundo, no has combatido con honor, no te has ganado el pan trabajando y no has conocido a gentes grandes y pequeñas de las que has aprendido cuanto podían enseñarte, a la vez que se empapaban de tus experiencias? ¿Acaso no has amado y no has recibido amor?
—Toda mi vida ha sido una peregrinación hacia este lugar, Máiuska, y tú lo sabes. Una búsqueda del santuario en el que habita la felicidad.
—Ese lugar no existe, Guillermo, estoy harta de decírtelo. Ni aquí ni en ningún otro paraje de Sicilia. La felicidad habita en ti, en mí, en cada uno de nosotros por un breve espacio de tiempo, en la nobleza con la que actuamos a fin de regalársela a otros, en la generosidad que mostramos a la hora de compartirla…
—¡Ya estás sacando las cosas de quicio, Máiuska! —salté—. No ando en busca de un sermón ni de una lección de filosofía, sino de una casa. Un edificio de piedra encalada, si no me equivoco. Con un jardín delante en medio del cual se abría un pozo, un patio central rodeado de habitaciones frescas y una cuadra, una cocina…
—¿Un hogar, acaso?
—¡Tú lo has dicho! —respondí con la vista en el camino, sin atreverme a mirar al frente, tratando de reconocer las huellas de la vieja senda de antaño entre las ortigas y los cardos—. Nuestro hogar. El hogar al que juré traerte.
—Hace mucho que vivo en él, amor mío —susurró ella con ternura—, pero me conmueve el empeño que has puesto siempre en cumplir esa promesa. Nuestro palacio siciliano…
Justo en ese instante la casa apareció ante mí, a la vuelta de un recodo, iluminada por el sol del mediodía. No era precisamente una mansión. En realidad parecía mucho más pequeña de lo que me la había figurado. Poco mayor que una alquería y abandonada a su suerte. Porque aunque no estaba en ruinas, contaba una historia violenta.
Era evidente que quien la hubiese ocupado no amaba las flores como mi madre. El único superviviente del frondoso pasado grabado en mi retina era un jazmín prácticamente adosado al muro de la fachada sur, la que daba al mar, cuyo perfume impregnaba el ambiente. Por lo demás, las malas hierbas lo habían devorado todo hasta adueñarse del lugar.
Lo que quedaba del portón de entrada, abatido a patadas y hachazos, yacía en el suelo de barro cocido de lo que antiguamente fue un porche. Supongo que en el transcurso de la insurrección popular los habitantes de Girgenti habrían ido a sacar de su madriguera al francés que usurpara en esos días la propiedad, sin saber que era mía, pues ni siquiera yo tenía modo de averiguar quién la había obtenido como botín en alguna de las turbulencias que se habían sucedido en la isla, antes de que el de Anjou se adueñara de ella a traición. Si esas paredes pudiesen hablar… ¿Me devolverían el relato de una infancia perdida entre jirones de niebla?
Los pocos muebles que quedaban en el interior estaban reducidos a astillas, como si alguien hubiese preferido destrozarlos antes que permitir que un «francheski» volviese a sentarse en el banco de madera situado junto al fuego de la cocina o a guardar sus cosas en uno de los arcones ahora irreconocibles que habían contenido los enseres de nuestra familia.
Y aun así, era mi dominio. Mi heredad.
Recorrí lentamente el edificio construido alrededor del patio, al modo de las antiguas villas romanas, aunque con gran modestia. Fui de este a oeste, atravesando estancias sucesivas muy similares unas a otras, vacías o llenas de escombros, para regresar a continuación sobre mis pasos, dejándome envolver por la atmósfera irreal que se respiraba allí dentro. Confieso que nada de lo que veía se parecía gran cosa a lo que había soñado. O bien alguno de sus propietarios había reformado la vivienda, cosa probable, dados los muchos años transcurridos desde que salí de ella siendo un niño, o bien sencillamente mi mente la había recreado a imagen y semejanza de mis necesidades. Más señorial, más palaciega.
Y sin embargo… Era mi propiedad. Mi herencia. La tierra que me había visto nacer. El feudo por el que Gualtiero de Girgenti tanto había sufrido. El hogar prometido a Máiuska.
Entre los restos de una vajilla hecha añicos hallé un cuenco milagrosamente intacto en el que vacié mi bota. La ocasión habría merecido un vino de mayor calidad, escanciado en copa de oro, pero a esas alturas de mi vida la necesidad me había enseñado a beber cualquier cosa en cualquier recipiente. De modo que me serví, sin ceremonia, y salí a contemplar la puesta de sol.
En ese preciso instante, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, al modo mongol que me resultaba sumamente cómodo, no me dolía nada de lo que habitualmente torturaba mi existencia. Ni las rodillas, que solían chirriar con cada paso como si llevara clavos incrustados en ellas. Ni la espalda, quejosa y aun así empeñada en no doblegarse al paso de los años. Ni tampoco el alma.
Estaba en paz.
—Por fin hemos llegado, Máiuska —le dije sonriendo a la única mujer que había amado—. He cumplido mi palabra de caballero.
Recortada contra un cielo que iba tiñéndose de color violeta la vi venir hacia mí, completamente desnuda, como aquella primera vez en que se fundieron nuestros cuerpos bajo el fieltro de la ger que habíamos levantado juntos. ¡Dios, qué hermosa estaba! Sus caderas generosas eran una invitación al cielo. Me miraba con deseo, igual que antaño, tratando de disimular lo que todo su ser proclamaba a gritos.
—¡Ven, no tengas miedo! —le dije.
A través de sus ojos me vi tal como era yo entonces, penetrado por esa mirada suya: un hombre digno de ser amado por una mujer como ella.
—Mañana bajaremos a la playa —le propuse, enloquecido por sus hechuras de diosa, cada vez más perceptibles a medida que se acercaba—. Sentirás el frescor del mar acariciarte la piel a la vez que mis manos, ansiosas por recorrerla palmo a palmo. Luego comeremos tomates. No es este tiempo de naranjas, pero catarás un fruto delicioso endulzado por el aceite de estos olivos, cuyo sabor no tiene parangón con nada que hayas probado nunca. Y después te haré el amor, muy despacio. Dormirás en mis brazos. No puedo ofrecerte un colchón de plumas, aunque creo que estarás cómoda. Veremos amanecer un nuevo día al que no se asomará la nieve.
»Ya estamos en casa, Máiuska. En casa.