En el año del Señor de 1253
El viajero que entró en el salón de audiencias iba ataviado según las costumbres de Sicilia, caracterizadas por la exuberancia y los colores vivos. Llevaba una capa de terciopelo amarillo con aperturas a ambos lados destinadas a sacar los brazos, capillo forrado de piel de marta y escarpines carmesíes recién estrenados. Caminaba muy erguido pese a los muchos años que arrastraban sus piernas, demostrando en cada paso que ni el lugar ni la anfitriona le cohibían lo más mínimo. A su lado iba otro caballero en la flor de la edad, de complexión robusta y mirada altanera, a quien se dirigió doña Constanza, nada más verle, sin ocultar su alegría.
—¡Roger, mi querido Roger de Lauria! ¿Cómo no me anunciasteis vuestra llegada?
—Los correos no son seguros, majestad —respondió él, mientras avanzaba hasta la silla que ocupaba la reina y le dedicaba una elegante reverencia—. Carlos ha infiltrado a sus espías por doquiera. He preferido venir acompañando a don Juan de Prócida, en quien confiamos todos los exiliados de la desdichada Sicilia como portavoz de nuestra causa.
—Acercaos, señor —invitó mi señora al anciano, apoyando sus palabras con un gesto de su mano enguantada—. Disculpad que os haya recibido de este modo descortés. Es que Roger y yo fuimos amigos en la infancia. Incluso compartimos la misma nodriza que, a lo que se ve, nos crio a los dos con la mejor leche. Y hacía mucho tiempo que no sabía nada de él. ¿A qué debo el placer de vuestra vista?
—Venimos a suplicar vuestra ayuda, majestad. Sois nuestra última esperanza. Cuando conozcáis la tribulación que aflige a vuestro pueblo…
—La conozco, don Juan, la conozco, mas temo no poder ayudaros.
—Escuchadme, os lo ruego —insistió él—. No sé si estaréis al corriente de que yo fui el médico que atendió a vuestro abuelo, el emperador, en su lecho de muerte.
—Entonces tal vez conocierais a la madre de nuestro buen Guillermo —le interrumpió ella, señalándome—. Se llamaba Braira de Fanjau.
El galeno me miró durante unos instantes sin la menor simpatía, antes de responder:
—La conocí, en efecto. El césar sentía por ella una gran devoción. Pero eso no viene ahora al caso.
Habría querido degollarle allí mismo por la actitud despectiva que mostraba hacia mi madre. Era la característica de un ser altanero, pagado de sí mismo y celoso guardián de su propio protagonismo, que aceptaba mal que una simple mujer pudiera robarle un ápice de gloria. Con sólo oírle hablar supe que el emperador la había amado más a ella que a él, certeza que habría podido escupirle a la cara a modo de respuesta a su desdén, sin miedo a equivocarme. Claro que, por respeto a mi reina, me mordí la lengua hasta sangrar, mientras él seguía con su prédica.
—Lo que habéis de saber es que, poco antes de expirar, nuestro señor Federico designó a Manfredo regente del reino en ausencia de sus hijos legítimos, no sólo porque sintiera por él un afecto mayor y más sincero del que le inspiraban cualquiera de sus otros descendientes, sino porque era consciente de que vuestro augusto padre amaba y comprendía a Sicilia mucho mejor que sus hermanos. El emperador confió en vuestra estirpe para que salvaguardara la más preciada de sus posesiones. Defendiéndola cayó el rey en Benevento, y tras él han entregado el alma los mejores hijos de esa tierra bendita. Entre ellos el mío, mi primogénito, asesinado por un soldado francés cuando vinieron a expulsarnos de nuestra propia casa, maltrataron a mi esposa y deshonraron a mi hija. Me quedan dos varones, Francisco y Tomás, que están aquí conmigo, en Barcelona, y harán cualquier cosa al servicio de la casa de los Hohenstaufen. ¿Permaneceréis impasible ante tanta injusticia, vos que tenéis poder para remediarla?
—Creo, don Juan de Prócida, que sobrevaloráis mis capacidades. Además, ahora soy una infanta de Aragón y es el interés de la Casa de Aragón el que ha de guiar mi conducta, por encima de cualquier otra consideración. ¿Qué decís vos, Roger?
—Yo sólo soy un navegante, señora, dispuesto a obedeceros ciegamente. Si Aragón cree que puedo ser de alguna utilidad en su armada, aquí está mi brazo. No han de faltarme las fuerzas ni las ganas de combatir.
—Alteza —aproveché la oportunidad para volver a la carga—. Dejad que escoja a un puñado de hombres, almogávares como yo, para viajar a Sicilia sin despertar recelos. Somos buenos pasando inadvertidos y recabando información; vuestro esposo y vos lo sabéis. Encontraría a gentes que conocieran el «sabir», la jerga común de los marineros del Mediterráneo, a fin de no levantar sospechas. Yo mismo nací en la isla y aún recuerdo el idioma, pues lo que se oye hablar de niño no se olvida. Nadie sospecharía nada…
—No puedo autorizar una cosa así sin consultarla con don Pedro. Estaréis al corriente, supongo, de que el reino anda sumido en pendencias de señores levantiscos y alzamientos de la morería que traen al soberano de cabeza y, con él, a sus dos hijos, que a su vez tampoco mantienen una relación precisamente fraterna entre sí…
—Si el infante consintiera —insistí—, yo encontraría el modo de cruzar hasta Mesina o Palermo en la galera de un comerciante que ahora mismo se encuentra en Barbastro. Os garantizo que toda la operación se haría con la máxima reserva. Nadie me conoce allí.
—Y yo, que en cambio no puedo poner pie en Sicilia pues acabaría en la horca antes de dar tres pasos —terció el de Prócida—, podría viajar con discreción hasta la corte de Bizancio en busca de recursos financieros. He sanado a lo largo de los años a muchas personas poderosas que se sienten en deuda conmigo. Eso me convierte en un embajador eficaz, con los labios sellados, por supuesto.
—Dadme un poco de tiempo —zanjó el asunto la reina, abrumada por nuestra insistencia—. Pronto os daré una respuesta.
No tuve que esperar mucho. Al cabo de un par de días fui llamado a su presencia en una audiencia privada, sin más testigos que un par de damas que estaban allí en aras a cumplir con el decoro debido, situadas en el extremo opuesto de la estancia.
—¿Puedo seros totalmente franca? —me preguntó doña Constanza.
—¿Lo dudáis aún?
—No lo dudo, capitán. Por eso vais a ser los ojos y oídos de Aragón en la isla que os vio nacer y que, con la ayuda de Dios, arrebataremos a los franceses. Sólo vos… por el momento. Llegará la hora de dar nuevos pasos. El infante ansía plantar su estandarte en esa tierra tanto como lo deseáis vos. Es un hombre de honor, tan hambriento de conquista como su padre, y será un gran rey, tenedlo por seguro. Pero mientras viva don Jaime hemos de acatar su voluntad y cumplir sus mandatos. Embarcad en esa galera, recorred cuantas tabernas podáis y pulsad el sentir del pueblo. Lo que piensan los nobles expulsados de sus feudos lo conozco. Me interesa saber lo que se dice en las calles.
—Lo sabréis. Confiad en mí, señora. Pondré en ello mi mejor empeño.
Era el día de San Sebastián del año de Nuestro Señor de 1275.
La galera de Bartolomeo me desembarcó sano y salvo en Mesina una mañana soleada, vestido de franciscano y con la correspondiente tonsura, practicada por un barbero de la corte. El hábito alejaría de mí las sospechas y me permitiría recorrer cada rincón de la isla hablando lo mínimo indispensable y escuchando a cambio con suma atención, pues era habitual que los frailes mendicantes hicieran voto de silencio. Llamaría a todas las puertas, incluidas las de las posadas, pidiendo un plato de comida, tal como hacían esos monjes seguidores de un soldado de Asís que había cambiado tiempo atrás la espada por el rosario, hastiado de sangre. Si alguien me preguntaba por qué iba solo, diría que mi compañero había muerto en la nao que nos había traído desde el continente. Nadie vería mi cuchillo escondido bajo el hábito de lana basta, aunque en caso de necesidad lo utilizaría. Lo había previsto todo, excepto la lluvia de emociones que me golpeó, cual ráfaga lanzada por todo un escuadrón de jinetes mongoles, nada más divisar tierra.
Sicilia había sido a lo largo de toda mi vida sinónimo de felicidad. El recuerdo de sus paisajes, unido al del rostro de mi madre, era la inspiración que durante nuestro cautiverio motivaba a mi padre a conservar la fe y el deseo de vivir. Sicilia significaba para mí mucho más que una referencia territorial o un lugar situado en el mapa. Era un ideal de belleza, de armonía; un hogar, tanto más preciado cuanto que me lo habían arrebatado siendo prácticamente un niño.
Regresar allí después de tantos años me retrotrajo a un tiempo ayuno de dolor o rencores, a la vez que me permitía contemplar de cerca todo lo que me había perdido. Volvía solo, huérfano de familia y patrimonio, derrotado, oculto bajo unos hábitos para proteger mi vida… Tuve que apelar a todas mis fuerzas para contener el llanto, al tiempo que embridaba la rabia. Había aprendido a hacerlo, aunque nunca me resultó fácil.
En el puerto olía a pescado, a especias, a humanidad laboriosa. Estibadores, marineros, oficiales de aduana, soldados y demás pobladores de aquel universo variopinto se afanaban en sus labores, hablando a gritos, como hacen todos los mediterráneos. Nada indicaba que la actividad no fuese tan normal y rutinaria como la que había visto en Barcelona antes de partir. La propia de cualquier lugar en el que se mueven las mercancías y el oro en busca del mayor provecho, al margen de quién se siente en el trono y mande recaudar los impuestos. Las intrigas del poder parecían infinitamente lejanas. Tendría que recorrer muchos caminos haciendo acopio de astucia y paciencia, pensé, si quería cumplir con eficacia la misión que me había encomendado mi señora.
Se me pasó por la cabeza, a qué negarlo, dirigir mis pasos hacia el sur, atravesando la isla en dirección a Girgenti, a fin de saciar la curiosidad que me abrasaba las entrañas. Anhelaba ver con mis propios ojos la hacienda y los campos que tantas veces había evocado enfocando la mirada del recuerdo hacia esa imagen idealizada de un paraíso terrenal. Pero no era capaz de responder de mí mismo ante lo que podía encontrarme, y además no sería allí donde hallaría la información que había venido a buscar. Si veía a un extraño paseando por los jardines en los que había dado yo mis primeros pasos de la mano de mi madre, o entrando en el que fuera nuestro hogar, nada ni nadie podría impedirme clavarle un cuchillo hasta el hígado, lo que desbarataría todos los planes trazados con esmero por doña Constanza y don Pedro. Me impuse pues cumplir con mi deber y ajustarme a lo que se me había ordenado, relegando los impulsos de mi corazón a lo más profundo del desván en que habitaban los deseos no cumplidos de toda una vida; una estancia tan vasta al menos como las estepas de Mongolia.
Mis metas debían ser Palermo, Cefalú, Trapani y, si acaso, Catania; los grandes núcleos urbanos susceptibles de servir de catalizadores a una eventual revuelta. Era en sus calles y mercados donde debía abrir mis oídos. Lo que oyera en las posadas y en las granjas que me brindaran hospitalidad mientras iba de un sitio a otro ayudaría, aunque sabía que rara vez los campesinos tienen la voluntad o la capacidad de protagonizar algo de relieve en la historia. Esta necesita para ver alterado su curso de gentes provistas de la suficiente ambición unida a un mínimo de poder, y esas gentes se encuentran fundamentalmente en los palacios, incluidos, por supuesto, los que empezaban a construirse ciertos burgueses acomodados ansiosos por emular a la nobleza.
Además, si me quedaba alguna duda respecto de cuál era el mejor camino, Máiuska se encargó de despejarla.
—Al fin te traigo a mi casa —le dije nada más poner pie en tierra, en ese lenguaje silencioso que sólo ella y yo conocíamos.
—Para que eso fuese cierto —respondió retadora— deberías enseñarme esa playa de la que me hablaste, donde la arena es tan suave como la seda, de color marfil, bañada por un mar cálido. Tendrías que darme a oler el perfume del jazmín que tantas veces trataste de describir para mí sin éxito. Ofrecerme una naranja de tu huerto. Dormir conmigo en esa cama tallada en madera de rosal, asomada a un cielo amable del que nunca cae la nieve…
—Lo haré cuando todo eso vuelva a ser mío, Máiuska —respondí, sintiendo el hierro de sus palabras morder mi honor—. Te juro por nuestro amor que lo haré. No pienso abandonar este mundo sin cumplir con la palabra que te di, aunque sea lo último que haga.
La primavera no tardó en estallar en los campos, mientras yo gastaba mis sandalias recorriendo senderos angostos bordeados por muretes de piedra. El trigo empezó a teñir de verde esmeralda todo aquello que abarcaba la vista, anunciando una cosecha abundante. Millones de flores, especialmente amapolas rojas, competían entre sí por ver cuál podía presumir de ser la más hermosa. Todo un abanico de aromas acompañaba al color y al canto de los pájaros en esa fiesta de los sentidos, que iba cambiando de manera sutil con el transcurso de las horas. Durante el día hacía calor, aunque al caer la tarde refrescaba. Y era poco antes del crepúsculo, en ese instante en que la luz se vuelve mágica, cuando la visión del Etna, la montaña de fuego cubierta de nieve de la que escapaba una humareda blanquecina, resultaba más impresionante.
De golpe me volvió a la memoria lo que experimentaba de pequeño cada vez que divisaba a ese gigante escupir fuego. Sentí la fascinación de entonces recorrerme las entrañas, mezclada con una ira creciente. Una furia que me mataría si no conseguía encauzarla del único modo que sabía: ganando por la fuerza lo que por la fuerza me había sido arrancado, recuperando mi porción de ese Edén siciliano que mancillaba con su presencia y su prepotencia el usurpador francés.
A juzgar por lo que escuché decir a lo largo de mi periplo, el sentimiento era unánime. Por doquiera que anduve oí las mismas quejas: abusos con los tributos; falta de respeto hacia las mujeres, en una comunidad extrañamente parecida en ese aspecto a la musulmana, en la que ellas permanecían encerradas en casa la mayor parte del tiempo mientras los celos de sus hombres eran capaces de disparar las cuchillas por un «quítame ahí esa mirada»; desprecio hacia la lengua y los usos locales; ofensas al honor infligidas de mil maneras. La palabra más recurrente era «extranjeros», acompañada de una catarata de injurias. Los sicilianos, pese a ser producto de un sinfín de cruces entre pueblos tan alejados entre sí como árabes y normandos, detestaban a los forasteros. Y los franceses se cuidaban de marcar bien las distancias, a fin de no ser confundidos con gentes que consideraban viles.
Fuera o no consciente de su error, el rey Carlos de Anjou, que apenas había visitado la isla en un par de ocasiones, prefiriendo instalarse en el continente, estaba cavando su propia fosa por no molestarse en conocer a los súbditos que le había entregado en bandeja el Papa. La arrogancia sería su talón de Aquiles, me dije. Un punto débil tan común como fácil de aprovechar, puesto que únicamente sería necesario esperar a que la fruta estuviera madura.
Tras largos meses de peregrinación, durante los cuales aproveché para perfeccionar mi dominio del dialecto siciliano hasta confundirme con uno cualquiera de ellos, decidí regresar para dar cuenta de mis impresiones. Había establecido algunos contactos con personas de distintos estamentos sociales a las que vi especialmente dispuestas a la acción, sin descubrir por completo mis cartas aunque dejando caer que no todo es siempre lo que parece. Tal vez me arriesgara demasiado, aunque he de reconocer que ni los más despiadados ocupantes habrían osado profanar el hábito de un franciscano. Sea como fuere, ya he dejado dicho a lo largo de estas páginas que la prudencia no forma parte de mis virtudes, como tampoco la paciencia. La perseverancia sí, además de la valentía. ¡Bien sabe Dios el precio que he pagado por ser así!
Obtuve un pasaje en una nao mercante que hacía la ruta desde Trapani, pasando por Cerdeña y Mallorca, sin derecho a otra cosa que dormir hecho un ovillo en la cubierta y comer lo que la tripulación tuviese a bien cederme de su rancho. Debí caerles en gracia, porque ni un día me faltó un trozo de galleta ni un vaso de vino aguado. Me vi en algún apuro, eso sí, cuando me pidieron que celebrara una santa misa de acción de gracias por haber salido con bien de una tormenta. Aduje que acababa de consagrarme poco después de enviudar y que ni siquiera era diácono, lo que me permitió escapar airoso del trance, no sin el correspondiente aprieto. Y di por ello gracias a Dios, a la vez que imploraba su perdón por utilizar sin derecho alguno las señas de identidad de quienes dedicaban su vida a ensalzar Su bendito nombre.
Un mendicante era lo más opuesto a mí que cabía imaginar en muchos aspectos, empezando por su voto de obediencia, aunque en otros tantos lo cierto es que el disfraz me sentaba como un guante. Ninguno de esos monjes me habría vencido en disposición a soportar las inclemencias del tiempo o la adversidad sin quejarme, ni tampoco en el gusto por la soledad del asceta. En eso éramos idénticos. La paz de sus días, empero, distaba mucho de asemejarse a la violencia que constituía la marca imborrable de los míos.
La travesía se me hizo interminable, con sus paradas en puerto y las calmas chichas que de cuando en cuando eran causa de inmovilidad forzosa, mientras la inactividad iba royéndome por dentro. Finalmente arribamos a la ciudad de la que había partido aproximadamente un año antes, coincidiendo con la festividad de la Natividad del Señor.
Todo el reino andaba agitado por una insurrección de moros en Murcia, encabezados por un tal Aben Yucef. Según me dijo la primera persona a quien pedí noticias, uno de los oficiales de la aduana, don Jaime había enviado a su hijo mayor en socorro del rey de Castilla, al frente de un contingente de mil caballeros y cinco mil infantes pagados por tres meses. Antes, no obstante, había convocado Cortes con el fin de hacer que los ricoshombres de Aragón, de Valencia y del condado de Barcelona juraran lealtad a su nieto, don Alfonso, que sería su sucesor en el trono si su padre y heredero designado, mi señor don Pedro, moría en combate.
—¡Dios no lo permita! —exclamé con sincera preocupación.
—¡Antes caerá el sarraceno! —replicó el oficial—. Será una rebelión más. Una de las tantas a que nos tienen acostumbrados estos infieles ismaelitas. Mientras no sea expulsado de nuestro suelo hasta el último de ellos, no dejarán de atacarnos, así se les trate con benignidad o con dureza; tanto da. Llevan la traición grabada a fuego en su espíritu. Esta vez dicen que les auxilian jinetes del reino de Granada y Berbería, que se han adueñado de buena parte de la Andalucía cristiana y que incluso han tomado varios castillos al sur del territorio valenciano.
—¿Otra vez Al Azraq? —inquirí; sabía cuán empeñado estaba ese caudillo en imponer su fe y su dominio en los feudos que le había arrebatado el Conquistador.
—Así llaman al que lucha allí, sí.
—¡Nuestros soldados acabarán con él! —afirmé, imbuido del espíritu almogávar, olvidando la caridad que habría debido mostrar un fraile.
—Lo harán, hermano, en nombre de la verdadera fe —me respondió mi interlocutor, recordándome que yo era todavía un franciscano a sus ojos.
¿Somos lo que somos o lo que los demás ven en nosotros? Confieso que ignoro la respuesta a esa pregunta.
Una vez en palacio, doña Constanza me recibió con el afecto de siempre, impaciente por escuchar las noticias que le traía. Coincidían punto por punto con las recabadas por ella de otras fuentes, por lo que no hicieron sino añadir determinación a su empeño de recuperar para su sangre y para Aragón el legado arrebatado a su padre.
—Mi esposo, como sabéis, está combatiendo a los musulmanes, pero en cuanto se restablezca la paz será tiempo de ayudar a que se precipiten los acontecimientos que inevitablemente han de llegar. ¿Comprendéis lo que quiero decir?
—Creo que sí, señora.
—¿Estaríais dispuesto a regresar allí con un cargamento de armas destinado a los futuros alzados? Sé que es una misión extremadamente peligrosa, y precisamente por eso únicamente puedo encomendárosla a vos. Disponemos de otros agentes instigando en nuestro provecho el malestar existente contra los franceses, pero el odio, como bien sabéis, no basta para ganar guerras. Hacen falta espadas y otros pertrechos además de lo principal: hombres dispuestos a morir.
—No creo que vayan a faltar valientes, a juzgar por lo que he podido comprobar sobre el terreno. En cuanto al armamento, contad conmigo y con el medio de transporte, siempre que tengamos con qué pagar a la persona en la que estoy pensando.
—Lo tendremos, Guillermo, descuidad. Disponed lo necesario para partir cuanto antes. Os haré saber dónde y cuándo recoger el cargamento, así como el oro destinado a vuestro amigo.
Había tomado ya contacto con el bueno de Bartolomeo, entusiasmado con el papel de contrabandista a favor de un alzamiento contra sus aborrecidos «francheski» (así los llamaba él), cuando todo quedó paralizado por la muerte de don Jaime, que rindió el alma al Creador el día 27 de julio del año de Nuestro Señor de 1276, tras haber prestado más servicios a la cristiandad que cualquier soberano de su tiempo.
Reinó a lo largo de sesenta y tres años ininterrumpidos, durante los cuales no dejó de guerrear con arrojo. Venció a los sarracenos de la media luna en treinta batallas campales. Se fundaron por su gran devoción dos mil iglesias a las que dotó generosamente, lo cual no impidió que muriese excomulgado, ya que no sólo se negó a entregar un cuantioso tributo al Papa, por considerar que él y los de su estirpe ya habían pagado con creces al derramar su sangre contra los paganos y poner a estos bajo la obediencia de la Iglesia, sino que nunca renunció al pecado de la carne.
Eso decían al menos los clérigos de palacio, que le reprochaban haber dejado tras de sí un sinnúmero de hijos bastardos y mujeres deshonradas. Por lo que pude ver yo mientras estuve a su lado, ninguna de esas mujeres fue forzada a complacerle. Antes al contrario afirmo, y que me ahorquen si miento, se disputaban el honor de compartir una noche su lecho. ¿Qué hombre habría sido capaz de resistirse a tal tentación?
No presumo de erudición, y menos en lo que atañe a los asuntos de Dios. Sé, no obstante, que para ganar un alma antes hay que derrotar por la fuerza a quien la tiene en su poder. Primero se toma una plaza y después se consagra el templo a la devoción de la verdadera fe; nunca vi que las cosas se hicieran al revés. Comprendo pues que el Conquistador porfiase con el pontífice, aunque no me habría gustado estar a mí en su lugar. Espero de la misericordia divina que su espíritu descanse en el cielo de los justos, al que pronto ansío llegar yo también.
En lo que a mí concierne, fue un buen rey.
Cumpliendo la última voluntad de su padre, don Pedro fue coronado soberano de Aragón, Valencia y del condado de Barcelona, tras recibir de su hermano don Jaime la promesa solemne de honrarle, respetarle y conformarse con el legado que le había dejado su progenitor, sin interferir en los designios del heredero. El benjamín no cumplió esa promesa. Entre los dos hijos del Conquistador no existía cariño alguno, sino antes al contrario una notoria hostilidad que durante la vida del rey había permanecido larvada. El mayor se había criado con nosotros, la tropa, combatiendo al sarraceno y compartiendo los rigores de la vida militar. Su hermano, por el contrario, había sido enviado muy pequeño a la corte francesa, en la que se había aficionado a los lujos de salón y a las bellas artes. Eran como el agua y el aceite. Tan opuestos que le llevó tres años a mi señor don Pedro vencer la resistencia del soberano de Mallorca, sumamente reacio a acatar su autoridad, y obligarle a cumplir con la voluntad paterna. Tres años de dimes y diretes, enfrentamientos, conflictos y pérdidas de tiempo, que a punto estuvieron de terminar con mi cordura.
No es que yo permaneciera ocioso a lo largo de ese tiempo. Crucé el estrecho de Mesina en dos ocasiones al amparo de una falaz tonsura, acompañado de una docena de almogávares de mi máxima confianza que se encargaron de entregar, bajo mi dirección, sendos cargamentos de armas a un puñado de conjurados en la causa que nos movía a todos. En ambos viajes evité deliberadamente acercarme al lugar de la costa sur que poblaba mis sueños, pues había prometido a Máiuska que sólo la llevaría allí cuando ese lugar fuese mío… y no estaba en condiciones de cumplir esa promesa. Todavía no, aunque pronto habría de estarlo. ¡Vive Dios que así sería!
Salvo Girgenti, recorrí cada palmo de tierra siciliana ampliando el ámbito de mis contactos, merced a las cartas reales de presentación que me habían sido entregadas. Así pude enrolar en nuestra nave de conspiradores a grandes barones sicilianos, tan hastiados de dominación foránea como para arriesgarlo todo en la sublevación que gestábamos. Recuerdo al parlanchín Palmiero Abate y al gigante Alaimo de Lentino, aunque especialmente a Gualtiero de Caltagirone, quien además de ser tocayo de mi padre, había oído hablar de él y de sus hazañas junto al emperador en las guerras contra los güelfos. Compartir con un desconocido la emoción de evocar, henchido de orgullo, la memoria de ese hombre que lo había sido todo para mí supuso un espaldarazo de moral incomparable, al comprobar que otra voz más alta que la mía avalaba con su autoridad el pedestal de honor en el que yo le tenía colocado por su bien ganada reputación de héroe. Y al salir de la casa de aquel noble, acompañado hasta la puerta no por un lacayo, sino por él en persona, me sentía como el adolescente que había partido a la conquista de Jerusalén casi cincuenta años atrás. Un guerrero capaz de llevar a cabo cualquier hazaña.
Corría el año de Nuestro Señor de 1281 cuando, vencida al fin la resistencia de don Jaime y aplastadas las sublevaciones de los moriscos murcianos, quedó despejado el camino para dar rienda suelta a los viejos proyectos de expansión que el rey don Pedro compartía con su esposa, mi señora doña Constanza. No en vano una de las primeras decisiones tomadas nada más acceder al trono había sido nombrar a Juan de Prócida canciller de Aragón, facultándole en el mismo acto para que pusiera en juego toda su influencia en el empeño de llevar a buen puerto el proyecto secreto del que yo formaba parte. Llegado el tiempo de cosechar, él había hecho su trabajo y yo el mío. Todo estaba a punto para la nueva misión que me encomendó la reina.
—Mi buen Guillermo, ha llegado el momento que tanto anhelábamos.
—Llevo toda una vida aguardando, señora. Decid en qué puedo serviros y lo haré sin pestañear. Lo único que no soporto más es esta espera.
Hacía frío en la pequeña estancia, aneja a su dormitorio, en la que como era su costumbre me había recibido. El invierno exhibía sus fauces de hielo y oscuridad. Aunque un brasero bien cebado trataba de caldear el ambiente, los techos altos y las paredes de piedra del palacio impedían que el carbón cumpliera su cometido. Envuelta en una capa forrada de armiño, doña Constanza parecía estremecerse, aunque sin perder la dignidad ni la belleza que conservaba intacta pese al transcurso de los años.
Por mi parte, había terminado por aprender y acatar los modales de la corte. De ahí que permaneciera en pie ante ella, con la barba, completamente blanca ya, debidamente recortada y cubierta de afeites perfumados, el cabello, escaso, mostrando aún las huellas de la tonsura, portando sobre los hombros una garnacha azulada, de nueva confección, que hizo exclamar a mi dueña:
—¡Estáis muy elegante, capitán!
—No me avergoncéis, os lo ruego. Soy un anciano.
—No lo parecéis ni os comportáis como tal. ¿Os sentís con fuerzas para regresar una vez más a Sicilia, en esta ocasión a bordo de una galera de guerra?
—No hay nada que desee más. ¡Todavía me creo capaz de empuñar la espada, vive Cristo! Algún francés lo comprobará.
—¿Sabréis guardarme un secreto?
—Desde luego, majestad.
—Una armada aragonesa está dispuesta en la bahía del Fangal, a dos pasos de aquí, en la desembocadura del río Ebro, para partir en cualquier momento hacia nuestra amada isla.
—Pensé que esas tropas se dirigirían a combatir a los sarracenos en África…
—Eso es lo que mi esposo, el rey, ha dicho al Papa a fin de obtener su permiso y los diezmos de su Iglesia indispensables para ayudar a financiar la empresa. Pero yo os digo que las naos no irán a Túnez, sino a Mesina.
—¡Bendita sea esta hora!
—Todo está previsto. Nuestro leal Juan de Prócida ha obtenido del emperador de Oriente una cuantiosa suma de oro con la que hemos armado al ejército que llevará a buen fin esta magna empresa. Carlos de Anjou se cree tan invulnerable que está a punto de lanzarse a la conquista de Bizancio, sin saber que el basileus se le ha adelantado por la mano y ha apostado, con acierto, por respaldar las ambiciones de Aragón. Únicamente esperamos la chispa que encienda el fuego. Y cuando eso ocurra, Guillermo de Girgenti, os necesito allí junto a vuestros almogávares, despertando a todos los que duermen.
—Allí estaré, mi señora. Dad por hecho que seré el primero en poner pie a tierra.
—¿Cómo podré recompensar todo lo que habéis hecho a lo largo de estos años? —Me miró con una mezcla de pena y ternura—. El rey y yo sentimos que estamos en deuda. Hasta ahora no hemos hecho más que pedir y obtener de vos una lealtad incondicional, sin pensar siquiera en premiar vuestra devoción.
—Los soberanos no piden, señora, ordenan. Es vuestro derecho sagrado, como mi obligación de súbdito es serviros con la fidelidad que merece vuestra condición, que emana de la voluntad divina.
—Aun así, sabed que me complacería sobremanera hallar el modo de gratificar al más amado de mis capitanes. Sin vos a mi lado durante todo este tiempo, quién sabe cómo habrían ocurrido las cosas…
—Me abrumáis con vuestras palabras, señora.
—Hablad sin miedo, Guillermo. Tiene que haber algo que deseéis en este mundo.
—Si de verdad es vuestro deseo premiarme —me atreví finalmente a confesar, animado por su insistencia—, habría un modo…
—¿Cuál? ¡En el nombre de Nuestro Señor, decidlo ya!
—Cuando Sicilia regrese a manos del linaje de los Hohenstaufen a través de vuestro augusto esposo, tal vez quisierais reintegrarme el señorío de Girgenti que perteneció a la familia de mi padre. Como sabéis, él falleció en Barbastro, tras el infierno mongol, sin la dicha de volver a contemplar su patria, a pesar de haber combatido incansablemente durante largos años a fin de recuperar lo que por la sangre árabe de su madre y su condición de hijo bastardo se le había negado en herencia. Yo quisiera ser enterrado allí, en un pedazo de tierra a la que poder llamar mía sin faltar a la verdad. Es el único deseo que alberga mi corazón —confesé, obviando mencionar a la mujer con cuyo espíritu inmortal ansiaba compartir esa sepultura.
—Esa tierra os pertenece y os será devuelta. Tenéis mi palabra y la de don Pedro, señor de Girgenti. Os comprendo bien. También a mi padre se le negó durante gran parte de su vida la dignidad del heredero legítimo por haber sido engendrado en el vientre de una amante. Y eso que, según decía vuestra madre, el emperador amaba a mi abuela más que a cualquiera de sus esposas, excepto la primera, Constanza de Aragón, en cuyo honor llevo yo su nombre.
—Así es. Ella conocía bien al rey Federico y sabía de su amor por Manfredo, a quien siempre quiso como a su hijo favorito por ser el más parecido a él tanto en carácter como en ambición. Decía que por sus venas corría Sicilia, igual que por las del emperador.
—También corre por las mías y correrá por las de Aragón a través de los lazos de amor que me atan al rey don Pedro. ¿No fue eso lo que auguraron las cartas de nuestra añorada Braira de Fanjau, antes de que yo naciera? El destino ha unido nuestros linajes con lazos sólidos, mi leal Guillermo. Habéis padecido más de lo que cualquier otro hombre habría soportado, pese a lo cual jamás he escuchado una queja de vuestros labios. La fortuna os ha sido esquiva. Pero sabed que las cosas están a punto de cambiar. Sicilia se librará del yugo francés y vos tendréis vuestro feudo; el que merecen vuestros impagables servicios. Cuando Dios os llame a su lado, seréis uno de los ricoshombres más señalados de Aragón. Tenéis mi palabra.
Aunque ella iba conmigo a todas partes, al salir de la audiencia con la reina sentí la necesidad de contárselo con mis palabras.
—¿Máiuska, lo has oído? Ahora sí te llevaré a nuestra casa. Al fin cumpliré mi promesa.
—Nunca dudé de ti, amor mío. He aguardado pacientemente el momento en la certeza de que lo harías.
—Máiuska, eres tan hermosa…
—Me confundes con tu señora doña Constanza.
—¡No te burles! Tú eres y siempre has sido mi dama. Te veo con la claridad del primer día y me pareces la mujer más hermosa que jamás haya sido creada. Tengo ante mis ojos tu cabello ondulado, cálido, cobrizo a la luz de la hoguera; tu mirada azulada, amable esa sonrisa inteligente capaz de desarmar al mismísimo Tukai Kan; tus manos sanadoras, tu abnegación ante el dolor… Máiuska, Máiuska, ¡qué larga está siendo la espera!
—¡No irás a rendirte ahora, cuando estamos tan cerca de la meta!
—Por supuesto que no. ¡Tú no me dejarías! Antes de San Juan nos haremos a la mar. Únicamente falta un chasquido, un gesto que prenda la mecha…
Ese golpe lo dio en Palermo un soldado francés, de boca sucia, en la Pascua de Resurrección del año de Nuestro Señor de 1282.
Según el relato pormenorizado de los hechos que me hizo a las pocas semanas mi amigo Bartolomeo, testigo presencial y partícipe de los hechos, esto fue lo que aconteció:
—¡Deberías haberlo visto, Guillermo, qué espectáculo! Cuando un siciliano pronuncia la palabra vendetta no se anda con medias tintas…
«La gente estaba harta, ¿sabes? Más que harta diría yo. Los agentes de Carlos de Anjou recorrían desde hacía semanas la isla confiscando ganado, trigo, cerdos, gallinas, incluso caballos de tiro, con el fin de abastecer a la expedición que iba a partir del puerto de Mesina hacia Constantinopla. Sabían que eso condenaría al pueblo a pasar hambre durante el invierno, pero les daba igual. ¡Malnacidos! ¡Así se pudran todos en el infierno!
»Esa tarde, la que vio correr la sangre de los intrusos, nos habíamos reunido muchos palermitanos y paisanos acudidos de las localidades vecinas en la explanada que hay frente a la iglesia del Espíritu Santo. Nos disponíamos a celebrar con cantos y bailes, como es tradición, la resurrección de Nuestro Señor. Estábamos esperando a que comenzaran los oficios, charlando tranquilamente, cuando apareció por allí un grupo de funcionarios franceses decidido a unirse a la fiesta. ¿Te das cuenta? Ellos, que nos trataban peor que a esclavos, pretendían sumarse a la celebración como si formaran parte del pueblo al que oprimían. ¡Me cago en sus huesos mondos que es lo único que resta de ellos! —Escupió.
»Venían medio bebidos, haciéndose notar. Al poco de llegar, un tipo con aires de galán se acercó a una joven recién casada importunándola con sus atenciones, a pesar del rechazo manifiesto de ella. Nada había hecho la pobre para atraerle. Antes al contrario, se mostró recatada, como debe ser una mujer decente, y trató de apartarse de él, yendo junto a su esposo que se encontraba a poca distancia. Entonces el francheski le puso las manos encima y ella chilló. Su marido se dio la vuelta, vio el percal, y sin pensárselo dos veces se abalanzó contra el hombre que había ultrajado a su mujer, cuchillo en mano. Ni un batallón completo de infantes habría podido detenerle. La emprendió a puñaladas contra el tal Drouet, que así se llamaba el francés, según supimos más tarde, hasta que lo dejó cadáver, en medio de un charco escarlata. E incluso entonces siguió volcando su rabia sobre el guiñapo tendido en el polvo.
»Los compañeros del difunto trataron de llevarse al vengador, supongo que con el fin de ahorcarle al día siguiente, pero para entonces la ira de la multitud ya se había desatado sin remedio… Es difícil describir con palabras lo que ocurrió a continuación. Fue una orgía de sangre. Un fuego purificador que se apoderó de nosotros hasta convertirnos a todos en ángeles exterminadores. A todos, sí, a mí también, porque reconozco con orgullo que mi daga cercenó más de una garganta.
»Justo cuando terminábamos de rematar a golpes al último superviviente del grupo, las campanas empezaron a tocar a vísperas. Todas las campanas de todas las iglesias sicilianas. Como si se tratara de una señal del cielo. ¿Comprendes lo que quiero decir? Era justo lo que esperábamos. Lo que tú nos habías dicho que supiéramos reconocer y aprovechar. En ese preciso instante nosotros, los conjurados para expulsar de nuestra tierra al invasor, y muchos otros que se nos unieron espontáneamente, nos lanzamos a las calles de Palermo al grito de “¡Muerte a los franceses!”, ¡Moranu li franchiski!, en nuestro dialecto. Y vive Dios que murieron…
»A lo largo de la noche fueron acudiendo cada vez más hombres armados de espadas, guadañas, cuchillos, hoces y hasta navajas de barbero, ansiosos por cobrarse la revancha de tanta humillación. Sabíamos dónde encontrar a nuestros verdugos. Los buscamos en las tabernas que frecuentaban y los sacamos a rastras de sus casas, junto a sus esposas e hijos. Asaltamos el Palacio de los Normandos, donde se había hecho fuerte el justicia, Jean de Saint-Rémy, que se nos escapó por los pelos, saltando a través de una ventana de los establos, con la cara destrozada por los cortes recibidos. Los demás no tuvieron esa suerte. A la mañana siguiente no quedaba ni uno vivo en la capital. Tampoco los niños o las mujeres. Los aniquilamos a conciencia, en número de unos dos mil, después de lo cual hicimos pedazos la bandera angevina y la reemplazamos en todos los mástiles por el águila imperial de los Hohenstaufen.
»Poco después me hice a la mar, aprovechando que mi galera estaba atracada en el puerto, impaciente por traerte la noticia del alzamiento. Lo último que supe fue que habían partido emisarios de la insurgencia hacia todas las ciudades y aldeas de la isla, con la consigna de incitar a las gentes a atacar a los usurpadores antes de sufrir su ira, puesto que inevitablemente la matanza será respondida con un golpe brutal.
»Poco antes de zarpar oí correr el rumor de que los habitantes de Corleone, una villa situada no muy lejos, al sur de la capital, habían sido los primeros en seguir nuestro ejemplo y liquidar a la guarnición francesa. Ignoro qué habrá ocurrido durante estos últimos días de travesía, aunque algo en mi interior me dice que lo que empezó en esas vísperas fue el comienzo de algo muy grande. Es ahora o nunca, Guillermo. Si la reina Constanza quiere recuperar lo que es suyo, su esposo debe darse prisa. El pueblo ha hecho lo más difícil, pero no aguantará mucho tiempo».