5

Al enterarse de la trágica pérdida que había sufrido su esposa, el infante don Pedro la mandó llamar a su residencia habitual de Barcelona, donde a su llegada ya estaría él esperándola. Organicé un fuerte dispositivo de escolta a fin de que fuese debidamente guardada durante el trayecto, de menos de una semana, y así nos trasladamos a la gran villa portuaria, que hervía de actividad.

A semejanza de lo que había visto tiempo atrás en Montpellier, la Ciudad Condal era una algarabía de andamios y bullicio. La urbe prosperaba a ojos vista, impulsada por las victorias militares de nuestro soberano y por el comercio que alentaba con sus decretos. El Conquistador había logrado convertir su nombre y el de Aragón en referentes de la cristiandad merecedores de temor y respeto, aunque no se daba por satisfecho ni parecía encontrar sosiego. Seguía combatiendo sin descanso alzamientos sarracenos o traiciones de sus propios feudatarios, insaciables en su apetito de poder y riqueza.

Pese a los continuos desafíos de unos u otros, él se había propuesto convertir su reino en un legado unificado y estable para los herederos que le quedaban; a saber, Pedro y Jaime, toda vez que su primogénito, Alfonso, había muerto, al igual que Fernando, el tercero de sus varones, y que Sancho vestía los hábitos. En cuanto a sus hijas, María y Sancha se habían entregado a la Iglesia provistas de sendas dotes generosas, por lo que no necesitaban tierras o títulos, y las otras tres estaban muy bien casadas con gentes de su misma sangre. Hasta los muchos bastardos que había engendrado a lo largo de sus años de aventura y correrías tenían el futuro asegurado mediante alguna prebenda. Nadie podría decir de él que fue un mal padre.

El rey aragonés era ya un anciano cercano a la sesentena pero su ardor guerrero no decaía un ápice ni tampoco su galantería. Decían que el secreto de su juventud radicaba precisamente en su pasión por las mujeres, que le había valido más de una excomunión amén de grandes quebraderos de cabeza sucesorios. Yo tengo para mí que lo que realmente le satisfacía era la excitación del combate así como el ansia de expansión; ese afán por ampliar la herencia recibida de sus mayores y dejar su propia huella en la Historia. Algo parecido a lo que debió de empujar a Gengis Kan a llevar a su horda mongol mucho más allá de los confines conocidos por su pueblo, aunque en el caso de don Jaime esa hambre voraz de conquista estuviese tamizada por la fe en un único Dios verdadero y en la educación en los valores sagrados de la caballería, de los que jamás abdicó.

Pero ya me pierdo de nuevo en cavilaciones ajenas al asunto que me ocupa; ya divago como un viejo ido, en vez de ceñirme al relato de los hechos que estoy narrando.

Llevaríamos poco más de un año en Barcelona, acompañada casi siempre mi señora por su esposo, carcomido yo por el aburrimiento y la inactividad, cuando llegaron nuevas procedentes de Italia que dieron un giro al devenir de los acontecimientos. Beatriz, la esposa de Carlos de Anjou cuya perfidia puso en guardia a la infanta y la llevó a convocarme a su lado, había muerto en Nocera, Italia, a comienzos del verano de 1267, tras paladear apenas las mieles de la corona que había usurpado su marido. Allí, en los dominios sicilianos que pertenecieron al emperador Federico, crecía la confusión creada por el anuncio del príncipe Conradino, ese nieto huérfano de padre refugiado desde la más tierna infancia en un castillo alemán, de marchar al frente de un ejército a fin de recuperar con las armas la herencia que le habían hurtado. Otra guerra por el control de Sicilia era lo último que deseaba el pontífice, enemigo enconado de los Hohenstaufen, muy consciente, como excelente estratega que era, de la debilidad política de su campeón francés.

—Deberíais pedir a vuestro esposo que actúe —me atreví a sugerir a doña Constanza, acuciado por la necesidad de emplear mi vida en alguna causa, aprovechando una de las escasas audiencias que me concedió por esas fechas.

—¿Y qué debería hacer don Pedro según vuestra opinión? —me respondió ella en un tono a medio camino entre la curiosidad y el reto.

—Combatir por vos, mi señora. Aprovechar la ocasión que se le brinda para recuperar lo que es vuestro… y nuestro. Hay un pequeño feudo al sur de la isla, cerca de un lugar llamado Girgenti, que vuestro abuelo otorgó a mi padre en pago por sus servicios y que me corresponde por derecho, ya que él, desgraciadamente, ha rendido el alma sin tener la dicha de ver nuevamente esa isla que tanto amaba.

—Lo sé, mi buen Guillermo, mas nada puedo hacer. El rey don Jaime comprometió su palabra ante el Papa al consentir este en la celebración de nuestro matrimonio, con la promesa de que Aragón jamás se involucraría en la pugna por el reino de Sicilia. Y además, el tesoro está exhausto.

—¿Exhausto?

—Es lo habitual. ¿Por qué creéis que casó mi suegro a su hijo más querido con alguien como yo, pudiendo haber emparentado con cualquiera de las grandes casas europeas? Por mi dote en oro y joyas. Esa fue la razón de mayor peso. La única diría yo, al menos en lo que respecta al rey. Pedro, mi esposo, tal vez tenga otros planes… En todo caso las arcas reales están vacías, como siempre. La guerra es algo muy costoso y Aragón lleva siglos combatiendo contra el infiel. ¿Acaso recibís los almogávares la soldada con puntualidad?

—Nunca me paré a pensarlo, la verdad.

—Pues hacedlo, capitán. El botín no cubre ni los gastos de abastecimiento de la tropa. Las pechas resultan insuficientes para el mantenimiento de los muchos castillos que salpican el reino con el fin de guardarlo, y es sabido que los nobles y las villas se quejan constantemente de la cena que les obliga a atender con generosidad la mesa y servicio de Su Majestad o de los infantes cuando están de viaje, cosa que, como no ignoráis, es frecuente. Los hebreos nos socorren con sus préstamos a regañadientes, sabedores de que las sumas recibidas no les serán devueltas, porque es su única garantía de supervivencia bajo la protección que la Corona brinda a sus juderías. Si no fuera porque cada súbdito del rey ha de acudir a su llamada desde los dieciséis hasta los sesenta años con las armas y pertrechos necesarios para su sustento, o en su defecto pagar la correspondiente compensación pecuniaria, haría mucho que los sarracenos nos habrían echado al mar.

—¡No digáis eso, señora! Yo he combatido junto a mi señor don Jaime el tiempo suficiente para dar fe de su coraje en la batalla, que no desmerece en absoluto al del conjunto de las mesnadas reales, empezando, si me permitís decirlo, por las vanguardias de almogávares.

—No os defendáis. No es preciso. Sólo trato de explicaros que librar una guerra requiere muchos recursos de los que Aragón no dispone. Ahora mismo, aun en el caso de que quisiera hacerlo, y os adelanto que no es esa su voluntad, mi esposo ni siquiera podría pagar el flete para transportar sus tropas hasta Italia…

—Olvidáis que una vez allí nos resarciríamos con creces. Aquel es un reino de fabulosa riqueza. Todavía puedo recordar los campos de trigo que, según contaba mi padre, alimentaron a las legiones de Roma; las cepas de vid, los olivos, los puertos repletos de mercaderías… Sicilia es la tierra de la abundancia, mi señora, y nos la han robado.

—Paciencia, Guillermo. Tiempo al tiempo. Allí se están produciendo acontecimientos que darán su fruto. ¡Ojalá estuviese con nosotros vuestra madre para iluminarnos con sus cartas! Ella nos habría sabido decir a qué atenernos. En su ausencia, habremos de conformarnos con seguir observando atentos lo que sucede, mientras esperamos una oportunidad.

Y eso hicimos. Aguardar durante meses, no sé cuántos, pues se me antojaron una eternidad.

Yo viajé en ese tiempo hasta la frontera de Murcia, lleno de tristeza, a fin de reunirme por última vez con mi antigua compañía, en la que todavía combatían, pese a los achaques de la edad, mis viejos amigos Joan y Ferran. El adalid Jimeno, en cambio, había caído en una emboscada, por lo que los hombres habían elegido a uno nuevo llamado Pelayo, de origen astur, que me recordaba mucho a Iván por lo descomunal de su estatura. Tras presentarme ante él sin formalismos, le expliqué que mis nuevas responsabilidades en palacio me impedían seguir en la brecha, tal como habría sido mi deseo, motivo por el cual me veía obligado a pedir la licencia definitiva.

—Ve con Dios, italiano —me despidió él, lacónico.

—Preferiría quedarme —respondí, sinceramente apenado.

—Márchate o quédate pero no me vuelvas loco —se impacientó—. Tengo muchas cosas que hacer.

El arco que había traído conmigo de Mongolia, mi seña de identidad en el combate además de mi ángel custodio, se había hecho añicos con el paso de los años, aunque no así mi determinación. Tomé el camino de regreso al norte, tan familiar para mí a esas alturas que conocía cada uno de los recodos y posadas que lo jalonaban, convencido de que aquel adiós no sería el definitivo. Algo en mi interior me decía que no había librado todavía mi última batalla. Que habría otros frentes en los que luchar, aunque acaso con armas distintas.

Pasadas las fiestas de la Natividad de Nuestro Señor del año 1269, el rey decidió embarcarse en una cruzada destinada a liberar el Santo Sepulcro de Jerusalén. ¡En mala hora! Fueron los mongoles, esos demonios a los que en Aragón se conocía como «tártaros», quienes le embaucaron finalmente, después de varios intentos, para que se lanzara a esa aventura, enviándole embajadores portadores de regalos y vanos propósitos de conversión a la verdadera fe de Jesucristo. Ellos y los bizantinos, tan mentirosos como ladinos. Unos y otros, ansiosos por destruir el poder de los sarracenos en los confines de sus dominios, apelaban a la valentía del soberano aragonés, sabedores de su necesidad de reconciliarse con la Iglesia a fin de redimir por la espada los pecados derivados de sus apetitos carnales. Ellos ejercieron su influencia perniciosa sobre nuestro monarca, hasta llevarle a hacer votos solemnes ante el mismo Papa y empeñar nada menos que la salvación de su alma en la promesa de emprender esa travesía sin retorno.

—Señora, os lo encarezco, suplicad a vuestro marido que haga entrar en razón a su padre —advertí a mi reina—. ¡Va derecho a una muerte segura! Conozco bien a esos guerreros de la estepa. Pasé veinte años de mi vida cautivo en sus tiendas. No sienten temor de Dios ni conocen Su palabra. Nunca serán cristianos. Sólo buscan zafarse del peligro que supone para ellos la embestida de los ismaelitas. Una vez en Tierra Santa don Jaime estará indefenso, a merced de sus propias fuerzas, si no aprovechan esos diablos de piel cobriza para atacarle a traición y quedarse con sus monturas, el único bien que aprecian…

—Tranquilizaos, Guillermo. El rey es un hombre experimentado. Calibrará los riesgos antes de embarcar a sus tropas. Estas irán bien pertrechadas, además, ya que su yerno, el rey de Castilla, después de tratar en vano de disuadirle, le ha ofrecido un auxilio generoso compuesto por cien caballeros y cien mil maravedíes de oro, de los cuales más de la mitad proceden del tributo que paga el rey de Granada. Ni el mismísimo don Alfonso ha conseguido sacar de la cabeza de mi suegro ese propósito, a pesar de insistir, como hacéis vos, en la perfidia de quienes le mueven. De manera que resignaos. Cuando el Conquistador se propone algo, resulta imposible impedírselo.

—Pues dadme entonces licencia para que me enrole en ese ejército. Les seré de utilidad. Necesitarán un intérprete, alguien que conozca el terreno…

—No os ofendáis, pero a vuestra edad…

—¡Puedo derrotar a cualquiera que se atreva a desafiarme! Ponedme a prueba —dije enfadado.

—Os pido disculpas. Es que os necesito a mi lado. Con vos cerca me siento más segura cuando mi marido se ausenta.

—¿Irá con el rey vuestro esposo?

—No, ha sido nombrado por su padre lugarteniente general en su ausencia, por lo que el reino estará a buen recaudo, a costa de que él vaya de un lado para otro sin descanso. Eso sí, mañana partimos todos hacia el monasterio de Santa María de Huerta, donde el soberano ha dispuesto que se reúna la familia al completo para la despedida. Con la ayuda de Dios, regresará con bien de esta nueva empresa y conseguirá esa indulgencia plenaria que tanto ansía…

«O morirá en el desierto, como tantos antes que él, y será su féretro un tonel de vinagre donde acabará descompuesto en mil pedazos hediondos, a semejanza de Federico el Barbarroja», pensé para mis adentros. Claro que no lo dije. Me tragué esos pensamientos junto a la amargura de la impotencia y me limité a preguntar:

—¿Deseáis que os acompañe a Huerta?

—No es preciso. La comitiva real será lo suficientemente grandiosa para espantar cualquier amenaza. Pocas veces se ha visto a tantos reyes y reinas compartir una misma mesa. A mi regreso, empero, espero encontraros aquí. Podéis entreteneros instruyendo a los jóvenes escuderos en el tiro con arco que tan bien se os da. He oído decir que todos se hacen lenguas de vuestra destreza…

—Si me hubierais visto manejar el arco mongol… —Me entusiasmé con sólo evocar su recuerdo—. Aquello sí que era un arma, mi señora. ¡Quiera Dios que nuestros soldados no tengan que enfrentarse a ella!

A finales de ese verano zarpó de Barcelona una armada compuesta por treinta naos gruesas y algunas galeras, a bordo de las cuales iban más de ochocientos hombres de armas escogidos entre lo más granado del ejército aragonés. Los cronistas contaron después que fue una tormenta la que detuvo a la flota; un vendaval que azotó sus arboladuras frente a las costas de Menorca durante diecisiete días con sus noches, hasta obligar al rey a dirigirse a Aguasmuertas con el fin de salvar su vida, para, desde allí, regresar por tierra a sus dominios previo paso por Montpellier. La maledicencia popular, en cambio, habló de faldas, chismorreando que el soberano había desamparado al cielo para seguir a una novilla. Sea como fuere, la expedición retornó con bien de esa locura, dejando a los mongoles la tarea de combatir a los musulmanes en su patria o perecer bajo sus alfanjes.

Yo respiré aliviado.

Debíamos de andar por el año de Nuestro Señor de 1274 o 1275, no lo recuerdo con exactitud, cuando decidí regresar a Barbastro el tiempo necesario para cerrar los asuntos que habían quedado pendientes tras mi última partida apresurada de allí. Pocos días pensaba permanecer en la villa; apenas los indispensables para firmar los documentos que se precisaban en la conclusión del negocio que me traía entre manos, una vez tomada en firme la decisión que iba a ejecutar. La había madurado a fuego lento, como se hace con los buenos guisos, mientras mataba el aburrimiento en Barcelona sorprendiendo a propios y a extraños con el empeño que ponía en mantenerme ágil, adiestrándome cada día en el manejo de las armas a pesar de los otoños que arrastraban mis huesos: aproximadamente sesenta, año más año menos.

El invierno parecía haber concedido una tregua al hielo, merced a la cual lucía un sol capaz de confundir a los árboles, revestidos de flores antes de tiempo. Abundaban en los campos almendros, ciruelos, cerezos y demás frutales, exhibiendo al cielo sus mantos de colores. La tierra estaba alfombrada de hierba cuajada de amapolas y margaritas minúsculas, aún bañadas de rocío.

—¡Qué distinta es esta tierra bendita de los páramos de Mongolia! —dije a la dama que habitaba en mi corazón—. Cuánto me habría gustado que pudieses conocerla, Máiuska… Sé que te habría enamorado al instante, igual que Sicilia.

—Se te están reblandeciendo los sesos, Guillermo —me respondió ella con cierta guasa—. ¿Desde cuándo te fijas en las flores?

—Tienes razón. Debe de ser la vejez…

—Es su compañía la que te turba de ese modo, ¿verdad?

—Máiuska, Máiuska… ¿Qué quieres que te diga? Tal vez la ame, sí, pero nunca lo sabrá. Ni siquiera lo imagina.

—Eres tú quien está imaginando lo que no es. Tengo para mí que confundes amor con reverencia y añoras sentir deseos que se te negaron cuando era el momento.

—Seguramente tengas razón. Sólo sé que ella es hermosa, dulce, prudente… Tenerla cerca, oír su voz es lo único que pido.

—Sabes que ama a su esposo, ¿verdad? Es una mujer afortunada. Su marido le es muy devoto, la colma de atenciones y está orgulloso de su estirpe. Ha impuesto que la corte le dé el título de reina por derecho propio, siendo como es una bastarda. Eso es amor, un amor inusual en las gentes de su condición, que ella corresponde regalándole su alegría.

—Él sí que ha sido bendecido por la fortuna. Lo tiene todo sin otro mérito que haber nacido. ¿Por qué, Máiuska? ¿Por qué es tan injusto el destino?

—Esa pregunta no te llevará a ninguna parte. Mira el lado bueno de las cosas. ¿Todavía no te has dado cuenta?

—¿De qué?

—¿Tan ciego estás?

—¡Máiuska, no me atormentes!

—Al fin estás cumpliendo tu promesa. Has tardado, pero siempre confié en que lo harías.

—¿De qué hablas?

—Del juramento que me hiciste cuando nos separamos allá en la taiga. Entonces empeñaste tu palabra en que lucharías con todas tus fuerzas para derrotar a la muerte.

—Y lo hice. ¡Sabe Dios que lo hice! Pero no fue suficiente. Tú expiraste en mis brazos.

—Todavía no lo entiendes, ¿verdad? Entonces te dije que la voluntad no basta para vencer a la muerte pero sí para convocar a la vida. Y ahora, al fin, lo estás haciendo. Ya no es el odio lo que guía tus pasos sino el amor, la lealtad, el ansia de justicia. Emociones que engrandecen el alma en lugar de condenarla a la oscuridad. Ya no luchas únicamente para dar rienda suelta a tu rencor. Ahora miras hacia delante, sueñas con tu feudo siciliano, anhelas servir con honor a la reina que te ha encomendado la misión de custodiarla. Estás empezando a vivir de nuevo, Guillermo, y yo contigo. Por eso crees estar enamorado de Constanza cuando en realidad es la vida misma la que vuelve a fluir por tus venas, te hace disfrutar del sol y fijarte en los colores del campo que hasta ahora era gris a tus ojos. Has vencido al resentimiento. ¿Sabes lo que eso significa?

—Dímelo tú.

—Significa que eres libre de escribir tu propio destino y tienes derecho a pensar que lo que está por venir es mejor y más hermoso que lo que ha quedado atrás. Si alimentas esa fe con nobleza, si perseveras en el empeño de mirar de frente a una suerte adversa y creer con todas tus fuerzas que está en tus manos doblarle el brazo, lo conseguirás. Dios nunca abandona a un hombre de corazón valiente.

Tal vez tuviera razón. Me hablaba con tal elocuencia que lograba convencerme. Nunca me faltó su aliento ni su comprensión. En esta hora final de mi vida, mientras trazo con letras torpes los perfiles de este relato, soy incapaz de explicar la forma exacta en que Máiuska se dirigía a mí, aunque juro por mi salvación que lo hacía. Lo sigue haciendo. Lo hará mientras me quede un soplo de aliento.

Espoleé a mi montura, poniendo fin a la conversación, pues me urgía llegar cuanto antes a la ciudad, zanjar las cuestiones pendientes y volver rápidamente junto a mi señora doña Constanza. Fuera cual fuese el sentimiento que me ataba a ella, a su lado experimentaba algo semejante a la paz; lo más parecido a la paz que había conocido en mucho tiempo.

En Barbastro todavía hacía frío. El viento, que soplaba a ráfagas heladas desde las montañas circundantes, me recordó nuevamente los días de cautiverio, cuando teníamos que reforzar los anclajes de las gers y permanecer dentro de ellas como único modo de impedir que nos arrastrase en su correría furiosa. En esas horas terribles mi padre siempre había estado allí conmigo, sin perder el ánimo. A él le debía el hecho de estar vivo y ser capaz de distinguir entre lo noble y lo vil. Mi deuda de gratitud no podría ser pagada de otro modo que haciéndome digno de llevar su sangre, empresa en la que estaba decidido a triunfar a cualquier precio.

A la caída de la tarde, llamé a las puertas del caserón que ocupaban Inés y su familia. Desde la calle podía oírse que dentro se celebraba una fiesta. Su hermano Ramón, el que nos encontráramos en la tienda del judío de Brujas, convertido en hombre de negocios de renombre en toda la cuenca mediterránea, se hallaba de visita en su localidad natal, junto a un socio siciliano llamado Bartolomeo. Hacía tanto que no le veía que apenas nos reconocimos el uno al otro: él con una enorme barriga que delataba inequívocamente su prosperidad, barba cana y una túnica apenas capaz de contener su tonelaje, seco como la mojama yo, el vivo retrato de un soldado, con los huesos cada vez más afilados y las manos llenas de callos.

—¡Guillermo, qué sorpresa y qué alegría! —Así me recibió la anfitriona, que en un gesto de coquetería, seguramente provocado por la presencia de un invitado de postín, se había velado el rostro.

—Debía arreglar ciertas cosas aquí que, por cierto, os incumben —respondí esforzándome por dar un tono amable a mis palabras.

—Siéntate a la mesa —me invitó ella cariñosa—. Todavía estamos comiendo. ¿Tienes hambre? Hemos preparado unos pichones asados en honor del señor Bartolomeo, que nos honra siendo nuestro huésped. Es una receta que me dio tu difunta madre. Parece ser que en Sicilia es un plato muy apreciado…

—¡Ya lo creo! —asintió el aludido, con la boca llena de carne. Luego, ayudándose de una copa de vino para tragar, añadió—: Y debo decir que os ha salido delicioso. De lo mejorcito que he catado nunca.

Habló en italiano, la lengua de mi infancia, y el mero eco de esa frase vulgar me sobresaltó. ¿Por qué queda grabado a fuego en nuestra mente todo lo referido a esos primeros años en los que nada podemos decidir y, sin embargo, todo lo que nos acontece resulta ser decisivo para el resto de nuestra vida? El sonido de ese acento, de esa cadencia, de la música inherente a ese habla familiar me golpeó con la fuerza de un puñetazo. Claro que me guardé mucho de mostrarlo. Sin alterar el semblante, pedí que me dieran a probar tan reputado manjar y, entre bocado y bocado, pregunté al bueno de Ramón:

—¿Cómo van los negocios, amigo?

—Van. Nos desangran los impuestos destinados a pagar las guerras entre güelfos y gibelinos, cristianos y sarracenos, franceses y germanos, por no mencionar la inseguridad que esos conflictos provocan en nuestras rutas comerciales, pero pese a todo prosperamos. Siempre harán falta tejidos para vestirse o especias con las que aderezar la comida. Y además, no hay más que traer de tierras remotas un producto nuevo para generar una demanda que hasta entonces no existía. Lo tengo comprobado. En cuanto consigues introducir en el mercado una rareza capaz de llamar la atención, tienes asegurada su venta durante una larga temporada, hasta que aparece la siguiente. El Señor no deja de socorrer a un comerciante devoto. De llevar a cabo esa misión se encargan las gentes pudientes, con la envidia y las inquinas que se tienen entre sí. ¡Benditas sean!

—¡Viejo bribón! —Le empujó en un gesto cómplice el siciliano que se sentaba a su lado, devorando como si acumulase el apetito de una eternidad.

Se hizo un silencio incómodo mientras comíamos. Iván, a semejanza de Bartolomeo, engullía a dos carrillos, e Inés no parecía ser ella, acaso intimidada por la presencia de tantos hombres a su alrededor o tal vez porque el matrimonio con mi viejo amigo la había convertido al fin en una esposa como Dios manda; discreta, humilde, sumisa. Mi ahijada no estaba en la sala.

—¿A qué clase de comercio os dedicáis vos, maese Bartolomeo? —inquirí.

—A todo el que puede ser transportado en una nao. Poseo dos galeras que surcan el Mediterráneo cargadas con toda clase de mercaderías, incluidos los soldados que han de cruzar de un lugar a otro, siempre que alguien me pague por llevarlos, capitán. Porque vos estáis entregado a la vida militar, según me han dicho.

—Así es —asentí—. Soy almogávar del rey por la gracia de Dios, y desde fecha reciente jefe de la guardia de la infanta Constanza, siciliana de nacimiento como vos y como yo mismo, a quien me honro en servir.

—Corren malos tiempos en Sicilia —sentenció él, agitando la mano izquierda junto a su mejilla, como quien amenaza a un niño con azotarle, a fin de dar mayor énfasis a sus palabras—. Tiempos de desorden que en nada favorecen a los negocios.

—Algo he oído decir en la corte, en efecto —comenté, con el propósito de tirarle de la lengua.

—Desde que llegaron al reino los franceses todo ha ido de mal en peor. Podéis creerme porque os digo la verdad. Al principio, tras derrotar a nuestro rey Manfredo, ese conde valido del Papa trató de hacerse querer manteniendo las leyes que nos había dado el emperador, a quien Dios tenga en su gloria. Él sí que fue un siciliano auténtico, como sus antepasados normandos. Este Carlos de Anjou es un presuntuoso que nos mira de arriba abajo, sí señor. Le parecemos poca cosa. Se muestra tan frío como arrogante. No quiere tener nada con nadie de nuestra sangre. —Escupió al suelo, mostrando así su gran enfado—. Se ha rodeado de compatriotas suyos codiciosos, que ni hablan nuestro idioma ni se dignan aprenderlo. Hacen ascos a nuestra comida y ofenden a nuestras mujeres, aunque se llenan los bolsillos con el fruto de nuestro trabajo…

—Acabáis de decir que el nuevo soberano acata la legislación que redactó el rey Federico…

—Eso fue antes de que Conradino cruzara los Alpes al frente de su ejército. Después de aquello todo cambió a peor…

Aturdido por la comida y el vino, Iván daba cabezadas en la mesa, acompañadas de sonoros ronquidos, lo que motivó que Inés se lo llevara a la alcoba, muy azorada, pidiendo disculpas por la conducta impropia de su marido. No es que el italiano estuviese muy sobrio, pero la conversación le había calentado la sangre y se había lanzado a perorar con grandes gestos teatrales, que me retrotrajeron en el tiempo hasta esos años casi perdidos en la memoria en que correteaba yo semidesnudo por las playas de Girgenti y saboreaba el zumo de las naranjas, arrancándolas de los árboles y exprimiéndomelas en la boca, entre gritos y maldiciones de los hortelanos al servicio de mi madre… ¿Qué había sido de esos naranjos? ¿Seguiría siendo su fruta tan dulce como la recordaba?

—Después de que esa bestia sin corazón mandara degollar al pobre Conradino —continuó hablando Bartolomeo, con las mejillas encendidas por el excelente tinto barbastrino—, se acabaron los disimulos. Entonces nos mostró el francés su verdadero rostro, que es el de un demonio extranjero. ¡Ojalá hubiese triunfado la incursión que hizo un infante de Castilla desde Túnez; Fadrique, creo que se llamaba, portando el estandarte del águila de los Hohenstaufen! Llegó a tener toda la isla en sus manos, excepto Palermo, Siracusa y Mesina, pero la perdió. Ahora todos los rebeldes están muertos o prisioneros en mazmorras de las que jamás saldrán vivos, empezando por el hermano de ese castellano, Enrique, que combatió junto a nuestro joven león y cayó como él prisionero.

—De acuerdo con las noticias que nos llegaron, el príncipe Conradino fue derrotado en el campo de batalla, preso y condenado tras un juicio público por haber turbado la paz de la Iglesia, usurpado el título de rey y querido ocupar el reino…

—¡Paparruchas! ¿Un juicio? Mirad lo que hago con vuestro juicio. —Volvió a escupir, con mayor énfasis si cabe—. Aquello fue un asesinato. El muchacho estaba condenado de antemano. Es cierto que perdió en Tagliacozzo, pese a mandar un ejército superior en número, porque ese maldito francés tuvo la suerte de cara. De todos es sabido, no obstante, que no se da muerte a un príncipe derrotado, sino que se le proporciona un trato adecuado a su rango y, a la postre, una salida digna. Claro que para eso hay que ser un caballero de noble linaje y el tal Anjou no lo es. ¡Qué va a serlo! Su sangre es la de una víbora; de eso no hay duda.

—¿Por qué estáis tan seguro?

—Tal vez sean habladurías o tal vez no. Se cuenta, en todo caso, que la misma noche de la batalla el usurpador escribió una carta al Santo Padre en la que se jactaba de la muchedumbre de enemigos masacrada y le invitaba a «comer de la caza de su hijo».

—¡Señor! —exclamé, asqueado—. Esa expresión no puede ser literal. Ni siquiera los bárbaros sin religión emplearían tales palabras.

—Si hubierais visto lo que he visto yo, me creeríais. Ese extranjero despiadado ha expropiado las tierras de todo aquel que no le muestra una sumisión perruna e incluso muchas de quienes sí lo hacen, porque sus matones franceses están ávidos de botín y propiedades en pago por sus servicios. Toda la isla les pertenece ahora, puesto que quien osa oponerse a sus designios es pasado por las armas sin contemplaciones. Lo que hicieron sus verdugos con el último descendiente legítimo de la Casa de los Hohenstaufen resultó muy elocuente. Nuestra pequeña águila, nuestro cachorro de león fue degollado hasta separarle la cabeza del tronco en un patíbulo levantado en el Campo Morcino de Nápoles, a la vista de una multitud llamada a contemplar el suplicio. Junto a él cayeron todos los nobles germanos que le habían acompañado en su fugaz correría. Tenía apenas dieciséis años…

—Edad suficiente para empuñar la espada —apunté con realismo.

—¡Y para morir como un hombre! —Golpeó la mesa con la palma de su mano derecha—. Me lo contó uno que estuvo allí. El mismo que me vendió este guante —afirmó con solemnidad, al tiempo que sacaba de un bolsillo de su túnica una prenda blanca de pequeño tamaño, cosida en suave piel de cabritilla, que parecía haber pertenecido a una mujer o a un muchacho de manos delicadas—. Lo llevaba el ajusticiado la mañana de su muerte. Lo último que hizo, según me aseguró ese testigo, fue lanzárselo a su pueblo a modo de desafío.

—¿Qué clase de desafío?

—Ninguno de los que contempló esa escena podrá olvidarla jamás, tenedlo por seguro. Desde lo alto del cadalso, el príncipe se dirigió a los presentes hablando en latín, que como sabéis es similar al italiano, y afirmó que él no había pretendido ofender a la Iglesia, sino cobrar el reino que le pertenecía por derecho y que injusta y tiránicamente le había sido usurpado. Acto seguido, se quitó el guante y lo arrojó a la muchedumbre allí congregada sin titubear, mostrándose confiado en que alguien de su linaje vengara un día su muerte. Después de lo cual entregó el cuello al sayón, dicen que sin una lágrima.

—¡Por Cristo que es una historia triste! ¿Me venderíais ese guante?

—¿Para qué lo queréis vos?

—Para hacérselo llegar a mi señor don Pedro, esposo de doña Constanza, cuya sangre es la misma que la de ese desdichado. Tal vez encuentre en el infante de Aragón al campeón dispuesto a vengar su ultraje.

—Si es con ese fin, os lo regalo. Convenced a vuestro príncipe para que acuda en nuestro auxilio. Toda Sicilia está bañada en sangre. La ciudad de Augusta, que se rebeló ante tanta infamia, fue sometida hará un par de años por un tal Guido de Monforte que torturó y ejecutó de forma sumaria a todos los que durante el asalto habían escapado a las espadas de sus soldados. Aquel que es hallado en posesión de un arma, aunque sea un cuchillo de caza, es ajusticiado sobre la marcha sin ni siquiera ser oído, en cumplimiento de las disposiciones reales. Nos abruman los impuestos…

—¿Tan terrible es la situación?

—Peor de lo que soy capaz de describir. Si tenéis en alguna estima a la tierra que os vio nacer, haced lo que esté en vuestras manos para librarnos del yugo francés. Os lo suplico.

Como si le hubiera vencido el esfuerzo desplegado en dar a su narración todo el dramatismo necesario para conmoverme, poco después de formular su ruego y entregarme la prenda de Conradino, Bartolomeo sucumbió al sopor. Un sueño profundo que a ratos parecía el último, toda vez que dejaba de respirar hasta que un ronquido similar al barritar de un elefante le devolvía el aire entre convulsiones cómicas.

Me sorprendí a mí mismo evocando ante esa visión el zoológico que atesoraba el emperador Federico en su palacio de Palermo, donde convivían en aparente armonía los animales más feroces con los más inofensivos. Así era el mundo terrenal, pensé. Un lugar capaz de albergar a comerciantes honrados como el tal Bartolomeo, a mi señora la infanta y a los cientos de soldados con quienes había compartido fatigas, al mismo tiempo que daba cobijo a gentes como Carlos de Anjou o Tukai Kan. Entonces retornó a mi mente, con la misma fuerza de antaño, un pensamiento casi olvidado que me había asaltado súbitamente hacía una eternidad, mientras pugnaba por sobrevivir a los horrores de la esclavitud: «Si mirara a la cara al diablo, vería el rostro de un hombre».

Ahora estaba seguro.

A la mañana siguiente encontré a Iván sentado a la mesa de la cocina, combatiendo la resaca con un buen plato de judías guisadas, que devoraba acompañadas de pan entre sonoros eructos.

—Deseo legar las posesiones que me dejaron mis padres aquí en Barbastro a vuestra hija Máiuska —le dije a guisa de buenos días.

—No puedo aceptar, amigo —me respondió él con su habitual franqueza, quitando hierro al asunto—. Ella tiene más que suficiente con lo nuestro y a ti tal vez te haga falta pronto, cuando la vejez te obligue a sentar la cabeza.

—Para entonces no estaré aquí —rebatí.

—¿Piensas quedarte en la corte? No te fíes de ellos, Guillermo. Hazme caso. En cuanto dejen de necesitarte te despacharán de su lado. Es lo que hacen los poderosos con quienes les sirven. Son ingratos por naturaleza.

—Es probable que tengas razón, no te lo discuto, mas no es allí donde pienso acabar mis días, sino en Sicilia.

—¿Te has vuelto loco? ¿Qué vas a hacer tú en Sicilia solo? ¿No te has enterado de que ahora tienen un rey francés? Nos lo contó al llegar ese amigo de Ramón que es nuestro huésped.

—Recuperaré lo que es mío o moriré en el empeño —sentencié—. He tomado mi decisión. No me veo sentado en la taberna contando mis batallas a los niños.

—Este es un buen sitio para esperar una muerte plácida, créeme —trató de disuadirme él—. Lo pasaríamos bien los dos juntos, como en los viejos tiempos.

—Los viejos tiempos no fueron buenos y tú lo sabes… Deja que incremente la dote de mi ahijada en la medida de mis posibilidades a fin de que encuentre un esposo digno de su belleza.

—¿Es lo que quieres hacer de verdad?

—Me iré más tranquilo sabiendo que a Máiuska nunca ha de faltarle nada. No tengo otros amigos que vosotros. Es lo que realmente deseo. Además, de ese modo tal vez consiga que de cuando en cuando ella se acuerde de mandar decir alguna misa por la redención de mis muchos pecados.

—Sabes que lo hará en cualquier caso.

—Lo sé. Es una buena chica y merece ser feliz.

Tuvimos que viajar a Zaragoza para formalizar el testamento ante un notario del reino, que dio fe de mi última voluntad en los términos previstos por el fuero de Aragón. Al cumplir la mayoría de edad, mi ahijada recibiría la totalidad de mis bienes: la casa, los enseres que en ella había, los ropajes, las joyas pertenecientes a mi difunta madre y demás posesiones, que constituían un capital respetable. Un patrimonio que Inés le enseñaría a valorar, acrecentar y defender de eventuales pretendientes interesados en su fortuna, tal como había hecho ella hasta que apareció en su vida Iván.

Nos despedimos sin lágrimas ni aspavientos, deseándonos mutuamente lo mejor con sinceridad. Después monté mi caballo y partí, envuelto en una capa de soldado.

Antes de abandonar la ciudad me detuve unos instantes en la capilla de la Santa Fe, a rezar una última oración ante el sepulcro de mis padres, cubierto con una lápida de mármol blanco en la que sólo aparecían sus nombres bajo una cruz labrada en la piedra. Fue una petición sencilla, formulada al Dios Padre con la fe de quien jamás había dudado de Él por más que cuestionara a menudo Su voluntad. Prometí ceder a Su Iglesia todo aquello que lograra conquistar en Sicilia si Él cumplía con su parte del trato y hacía que Gualtiero y Braira gozaran de la gloria juntos, por toda la eternidad, en el lugar del cielo que fuese considerado el adecuado a sus méritos. Ni menos ni más.

Cuando salía del templo, impregnado por la abrumadora certeza de la muerte, apenas atenuada merced a la esperanza en la misericordia del Altísimo, asaltó mi pensamiento esa sentencia terrible que había leído mil veces en los osarios de los muchos monasterios en los que, a lo largo de mis correrías, había hecho ocasionalmente noche o recibido un plato de sopa: «Tal como te ves yo me vi, tal como me ves te verás». Y me vi, efectivamente, reducido a un amasijo de huesos. A duras penas me repuse del escalofrío que me recorrió la espalda, recordando que, llegado el momento, Máiuska estaría esperándome. Sí, allí estaría ella calentándome las pieles del lecho, con su mirada azul capaz de sanar cualquier pena. Aferrado a su sonrisa cabalgué, prácticamente sin descanso, hasta Barcelona.

Las noticias que llevaba a mi señora ya habían llegado a sus oídos, traídas por los refugiados sicilianos que buscaban asilo y protección a su lado, apelando a la lealtad con que sirvieron a su padre allá en la isla. No eran pocos. En general arribaban a la Ciudad Condal con lo puesto y nada más, suplicando a doña Constanza que aceptara encabezar la causa de los Hohenstaufen y poner fin a la humillación francesa. Estaba ella tan abrumada de peticiones que, contraviniendo la costumbre, tardó varios días en concederme audiencia. Y cuando finalmente lo hizo, me encontré con la desagradable sorpresa de que su salón estaba lleno de gente.

—Ahora soy la reina de Aragón —le oí decir algo molesta a uno de los nobles que imploraba su ayuda en italiano.

—Pues Sicilia será aragonesa, majestad —contestó él—. Lo que sea con tal de poner fin a la tiranía de Carlos de Anjou.

—Es mi esposo y no yo quien toma esa clase de decisiones —fingió ofenderse ella.

—Yo estoy dispuesto a combatir por él y me consta que no soy el único —interrumpí con osadía la charla, dando un paso al frente enérgico a la vez que me crecía irguiéndome—. Aquí tenéis el guante que me entregó hace poco un comerciante siciliano. Perteneció a otro nieto del emperador, Conradino, degollado a los dieciséis años por atreverse a reclamar su herencia. Cuentan que se lo lanzó al pueblo desde el cadalso mientras hacía un llamamiento desesperado a que alguien de su linaje vengara pronto su muerte.

—Mi buen capitán. —Doña Constanza me miró con ternura—. Si bastase la lealtad de un hombre noble como vos, o el gesto de un chiquillo más valiente que sensato, para vencer los obstáculos que se interponen entre mis derechos y mis posibilidades…

—La vida me ha enseñado que no es posible alcanzar lo que no se persigue, majestad —repuse convencido—. Dejadme organizar una expedición de almogávares. Dadme un puñado de hombres. ¡Esos franceses no se habrán enfrentado nunca a nada igual!

Iba a contestarme de viva voz, negando ya con la cabeza, cuando un criado anunció que un anciano llamado Juan de Prócida solicitaba ser recibido por la reina.

—¿Estáis seguro? —preguntó ella—. Ese nombre me resulta muy familiar. Creo recordar que fue el intendente del reino de mi padre.

—Dice haber servido a vuestro abuelo en calidad de médico hasta su lecho de muerte —respondió el lacayo inclinando la cabeza—, e insiste en que el asunto que le trae reviste la máxima urgencia.

—¡Hazle pasar al instante!