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Siempre preferí el combate al saqueo. No es posible el uno sin el otro, puesto que de algún modo deben sustentarse los hombres de armas dedicados a la conquista, pero en mi caso la excitación de la lucha cuerpo a cuerpo no encontró jamás parangón con las albricias que seguían a la victoria, máximo aliciente de mis compañeros ávidos de botín.

Yo era diferente. Una vez terminada la batalla, acababa con ella el placer que experimentaba poniendo a prueba mi destreza y valor frente a un enemigo capaz de darme muerte. Sobrevivir un día más; vencer al miedo; demostrar mi fortaleza. Eso había hecho desde que tenía uso de razón y posiblemente desconociese otro modo de dar sentido a mi vida. Lo demás: arrasar con el aceite y el grano almacenado en las alquerías de los infieles que plantaban sus olivos, sus almendros y su trigo en bancadas ganadas piedra a piedra a los barrancos, robar su ganado escuálido o gozar de sus mujeres, antes de venderlas como esclavas junto a los demás supervivientes a nuestras incursiones, no estaba en mi naturaleza.

Tampoco solía participar en las correrías que periódicamente bajaban a expoliar las huertas de Alicante, pese a la prohibición expresa del rey, quien desplegaba todo su empeño en el vano propósito de proteger a sus súbditos mahometanos de sus propias huestes cristianas. Nunca censuré a los hombres que tomaban parte en esas incursiones, tan propias de un almogávar como cualesquiera otras, sino que sencillamente a mí no me complacía imitarles, aunque me encargaba en su momento de reclamar y obtener la parte que me correspondiera del despojo. Pero puesto a escoger tarea al margen de la lucha, prefería emplear mi energía en quehaceres solitarios como la caza o la fabricación de flechas. Y ya que me había ganado a pulso en cada batalla los galones de almocadén, así como el respeto de mi adalid, casi siempre podía permitirme el lujo de hacer santa mi voluntad, asumiendo con naturalidad que el mayor heroísmo conviviese en plena armonía con la máxima crueldad o la más descarnada codicia en el interior de una misma persona.

Excepción hecha de la violación, vileza en la que nunca volví a incurrir, cumpliendo el juramento hecho en su día a Máiuska, mis escrúpulos en lo referente al pillaje no eran por tanto de índole moral, sino más bien el fruto de mi experiencia pasada. Durante el tiempo de mi cautiverio había hecho, me repetía a mí mismo, todo el trabajo sucio que puede soportar un hombre. Mientras fuese capaz de sustentarme con el arco y el cuchillo, esa parte de la faena quedaría reservada a otros. Lo cual contribuyó no poco a incrementar mi reputación de «raro», asentada igualmente en mi escasa afición a compartir la hoguera con mis compañeros de armas y en el hecho de que nunca me quejara del frío, del calor o del hambre. Después de lo que había padecido en Mongolia, el territorio de la Corona aragonesa se me antojaba un Edén.

Durante los años que siguieron anduvimos atareados sometiendo las continuas revueltas sarracenas que tuvieron en vilo al reino. Como si no bastase con Al Azraq, quien se había hecho fuerte en las sierras alcoyanas y atacaba con saña a los repobladores del norte traídos por el soberano, pronto tuvimos que acudir en auxilio de don Alfonso de Castilla, yerno de nuestro señor, cuyos vasallos moros de Murcia se sublevaron en aquellos días apoyados por el sultán de Granada. Eso obligó a los habitantes de Alcoy, enclave fronterizo de suma importancia, a reforzar murallas y torres e incluso a habilitar estas últimas como viviendas, hasta el punto de que hubo quien llegó a pagar ciento cincuenta sueldos o más por ocupar una estancia húmeda, con paredes de piedra basta y mal techada a base de ramas o palmas que apenas protegían del sol y dejaban pasar el agua.

Cualquiera que tuviera posibles prefería la seguridad de la villa al riesgo de permanecer fuera de ella, al alcance de los guerreros de Alá, que se movían por los riscos como pez en el agua, atacando por sorpresa y regresando después a los altozanos desde los que dominaban todos los valles cultivados, sin que fuera factible localizar y destruir sus nidos. Cualquiera menos yo, que entre escaramuza y escaramuza hacía vida de ermitaño, sin otra conversación que la que me proporcionaba mi difunta esposa. Más de un soldado me consideraba un alunado, aunque se guardara mucho de proclamarlo en voz alta.

Durante ese período regresé a Barbastro en un par de ocasiones, previo paso por algún barbero, para comprobar que mi padre iba apagándose en silencio, sin perder un ápice de dignidad en los gestos aunque con la mente cada vez más oscurecida. Llegó un día, recuerdo que era invierno, en el que no me reconoció y clavó su mirada vacía en mí como si estuviese viendo a un extraño. Fue un golpe similar al de una pedrada en la frente.

—¿Qué le ocurre? —pregunté alarmado a mi madre, cuyas fuerzas parecían permanecer intactas.

—Su espíritu se ha marchado de este mundo antes que su cuerpo —respondió ella con tristeza.

—¿Cómo que se ha marchado? ¿Le ha visto un galeno?

—No está enfermo, Guillermo. Se ha ido…

—Él no haría eso —le rebatí, alzando la voz—. Es el hombre más valiente y más cuerdo que jamás haya existido. Haría falta un ejército entero para derribarle y aun así moriría combatiendo.

—Ya ha combatido bastante, ¿no te parece? —Trató de acariciarme la mejilla a fin de endulzar la noticia. Le aparté la mano iracundo, pese a lo cual ella siguió hablando llena de serenidad—: Ahora está en paz… Creo. Come poco, duerme algo, se pasa el día sentado junto al brasero, en silencio. Ruego a Dios por él, para que lo llame a Su presencia cuanto antes, a fin de que goce plenamente de Su luz.

—¿Tampoco a ti da muestras de conocerte?

—A veces pienso que sí y otras que no. Hay días en los que me sonríe y encuentro sentido a su modo de observarme, aunque los más veo en sus ojos pupilas carentes de vida… —Se puso a llorar—. Se ha marchado, Guillermo. El alma de tu padre no habita ya en el hombre a quien ves ante ti.

—Otro abandono —mascullé entre dientes.

—Él te amaba, hijo. Nunca te habría abandonado. Se preocupaba por tu bienestar más de lo que puedas imaginar. Todos los días se preguntaba dónde y cómo estarías. No lo olvides nunca. Si alguna vez regresas a Sicilia, ve a visitar el feudo que ganó para ti y comprenderás su sacrificio, su renuncia…

Me propuse aceptar esa forma perversa de muerte en vida, aunque sin éxito. Mi madre repetía que los designios del Señor son inescrutables y que no nos es dado comprenderlos sino aceptarlos con humildad, pero la humildad no formaba parte de mis virtudes. La perseverancia sí. Reproché al Altísimo, escupiendo al cielo, la crueldad que mostraba con un soldado de la fe como Gualtiero de Girgenti, sin parangón entre sus semejantes, y de nuevo juré vengarme del destino del único modo que conocía: recurriendo a la fuerza brutal que me infundía el dolor. Puesto que mi padre, me dije, no habría de recuperar ya lo que le había arrebatado la fortuna, yo lo haría en su lugar. Yo reconquistaría en su nombre Girgenti. Lo haría por él y por nuestra familia. Por su memoria. Por lo mucho que le debía y jamás podría pagarle. Y también por Máiuska. Le había jurado en una estepa helada que algún día la llevaría a nuestro hogar siciliano, y por Cristo que lo haría. Aun no sabía cómo, pero ya encontraría el modo.

La familia de Iván, entretanto, prosperaba en todos los sentidos. Él engordaba a ojos vista, tenía varios hijos más con obreras del taller a las que compensaba generosamente sus atenciones, y escalaba posiciones en la jerarquía del gremio de herreros, sin dejar de mostrarse jovial cada vez que me veía.

—¡Guillermo, viejo amigo! ¿Cuándo sentarás la cabeza?

—Ya sabes que no es lo mío.

—Deberías casarte y tener hijos.

—¿Cuántos tienes tú? —repliqué con cierta censura en la voz—. Pensé que amabas a Inés.

—¡Y la amo! Profundamente. La respeto como madre que es de mi hija. Pero una cosa es el amor y otra muy distinta la carne. Parece mentira que seas tú, un hombre como yo, quien me diga esta simpleza…

—Yo nunca he deseado a otra mujer que no fuera Máiuska. Me he desahogado con muchas, no te lo oculto, pero no he conocido otro amor ni otro deseo…

—Tu amor, mi hermana Máiuska, no murió —adujo a guisa de defensa ante mi ataque—. Quedó atrapada en tu recuerdo como los insectos en el ámbar. El que me une a mí a Inés envejece. ¿Comprendes?

—Claro que sí, y me das pena. No te das cuenta de lo que desprecias.

—Tampoco tú de lo que tienes…

Inés vivía volcada en su pequeña y en su negocio, mientras mi ahijada crecía en belleza y ternura, rodeada de más caprichos de los que habría aconsejado una buena educación. Pero ¿quién era yo para entrometerme en eso? La niña era dulce y respetuosa por naturaleza, a pesar de no haber recibido un solo cachete destinado a enderezarla. Mi madre, que ejercía con ella de abuela y maestra, le había enseñado a leer, bordar, tañer el laúd y recitar versos. La suya la llevaba a su taller a fin de que aprendiese todos los secretos del oficio que le había proporcionado a ella respeto y fortuna a pesar de las adversidades a las que había debido hacer frente. La pequeña Máiuska tenía de quien aprender y labraría su futuro con arreglo a ese ejemplo extraordinario. A diferencia de la otra Máiuska, mi Máiuska, ella sería libre de elegir. Para eso luchaba yo, al servicio de un gran rey: para proporcionarle una patria en la que crecer segura, al abrigo de cualquier barbarie. Y también, a qué negarlo, para olvidarme de lo mucho que duele vivir.

Corría el año 1265 cuando a mi compañía, bregada en esa guerra de guerrillas que raras veces permitía ver el rostro de tu adversario, se unió otra que viajaba desde Valencia con el rey y sus herederos al frente. Junto a don Jaime cabalgaban Pedro, futuro soberano de los reinos peninsulares, y Jaime, el benjamín, llamado a reinar sobre Mallorca. Todos juntos, hasta formar un total de doscientos almogávares sumados a un sinfín de infantes y caballeros, acompañamos al Conquistador a la localidad de Alcaraz, donde le esperaba el rey Alfonso, esposo de su hija Violante, decidido a someter, con su ayuda, al rebelde murciano Muhammad ibn Hud Biha al-Dawla.

Por la fiesta de la Natividad pusimos sitio a la ciudad, comandados por mi señor don Pedro, quien se sentía cómodo entre nosotros, compartiendo el fuego y el rancho de la tropa, lejos del lujo que rodeaba a la mayoría de sus ricoshombres. Su hermano pequeño, en cambio, había sido educado en la corte francesa, lo que le convertía en un ser por completo ajeno a lo que representábamos los almogávares. Un noble culto, de gustos refinados, poco amigo de la sangre, que nos miraba de soslayo. Desde la bruma que cubría mi memoria a causa del largo tiempo transcurrido, ese príncipe veinteañero y gentil, amante de las bellas artes, me recordaba de algún modo a Federico de Hohenstaufen, mi emperador, e incluso a mí mismo antes del cautiverio, cuando los conocimientos adquiridos en el Palacio de los Normandos me habían salvado la vida. Pero puesto que esa evocación no me hacía ningún bien, me obligué a rechazar la embestida de la nostalgia. Mejor bregar, cansarse hasta la extenuación y tomar como referente al primogénito, tan parecido a nosotros que habría podido pasar por un adalid cualquiera.

Recuerdo bien que una noche, poco antes de cerrar el cerco en torno a la capital de la taifa sublevada, don Pedro en persona nos envió a otro almocadén, llamado Nuño, y a mí, a transmitir a su padre la información que acababan de traerle dos almogávares de Lorca. A saber, que habían entrado en Murcia ochocientos jinetes, dos mil peones y otras tantas acémilas portadoras de provisiones y armas procedentes de Granada, destinadas a facilitar la resistencia de los sitiados ante el embate cristiano.

Don Jaime descansaba en su tienda del real, situado tan cerca de las murallas de Murcia que alguna de las piedras que lanzaban los sarracenos se oían caer y retumbar desde su aposento, sin que aquello pareciera perturbarle lo más mínimo. También la artillería cristiana batía la plaza mora sin descanso. No era la primera vez que veía yo de cerca a mi rey, aunque confieso que su estatura y planta regia volvió a impresionarme, como supongo que les ocurría a los reclutas que se incorporaban a mi compañía y eran testigos de mi manera de combatir, sin desmerecer al más fiero de mis compañeros más jóvenes, habiendo cumplido ya los cincuenta años; unos siete u ocho menos de los que llevaba a las espaldas el Conquistador.

El veterano luchador nos recibió en su tienda, escuchó atentamente el relato que le hicimos y compartió con nosotros su vino, en una demostración de camaradería muy superior a lo que habríamos podido esperar dos simples soldados como Nuño y yo mismo de tan magno soberano. Aquello sí que me dejó perplejo. Su voz era, al igual que su cuerpo, la de un coloso. Una poblada cabellera canosa le caía suelta por la espalda, cubierta por un manto de brocado, enmarcando un rostro de facciones regulares y ojos claros, curtido por la intemperie y surcado de arrugas que cincelaban los rasgos de la determinación. Su boca, apenas visible bajo una barba descuidada completamente blanca, conservaba los dientes suficientes para vocalizar con absoluta claridad. Nos pidió novedades antes de regalarnos un par de francachelas, aunque cuando recobró la seriedad para transmitirnos sus órdenes la sonrisa se nos congeló a ambos.

—He recibido numerosas quejas de vosotros, almogávares.

—Señor… —replicamos al unísono.

—¡Silencio! Sé que no llega la paga y debéis abasteceros. No voy a reprochároslo. Pero quede claro que mis súbditos moriscos gozan de la misma protección que los cristianos y no toleraré que sigan sufriendo abusos. Si es necesario y persisten las incursiones sistemáticas en sus campos, yo mismo acudiré con mis tropas a prestarles auxilio o les acogeré en mis castillos. ¿Me he explicado con claridad?

—Sí, majestad.

—Pues espero que mi voluntad sea acatada y cumplida —remachó, en un tono que no dejaba lugar a la réplica.

En el momento de retirarnos, nos detuvo en seco.

—Una cosa más. Cuando caiga Murcia, que caerá pronto, a menos que antes se rinda como resultado de las conversaciones en curso, los mahometanos que quieran marchar hacia Granada, llevando consigo lo necesario para sustentarse durante el viaje y nada más, tendrán garantizado el paso franco, al igual que decreté en su día en beneficio de los habitantes de Valencia. Nadie les molestará ni ejercerá contra ellos violencia alguna. Decid a mi hijo mayor que se encargue personalmente de que así se haga.

—Así se hará, majestad.

Murcia entregó las llaves de sus puertas, tal como había augurado don Jaime, el 2 de febrero del año de Nuestro Señor de 1266. Siguiendo la costumbre establecida en otras plazas, las gentes de armas abrimos paso en formación al rey, los infantes, clérigos y ricoshombres que le acompañaban, entre quienes estaban el obispo de Barcelona y el gran maestre del Temple, hasta la mezquita mayor, que de inmediato fue consagrada al verdadero Dios y dedicada a la advocación de santa María. Acto seguido, la ciudad fue dividida entre cristianos y musulmanes, aunque la distribución del monarca dejó a ambos insatisfechos, como suele ocurrir siempre con las decisiones salomónicas. Se quejaban los primeros de que tanto sacrificio rindiera escaso fruto, habida cuenta del magro botín consentido por el soberano. Los musulmanes, a su vez, protestaban porque su gran mezquita les hubiese sido arrebatada, sin atender al hecho de que les quedaban once más en su parte de la urbe. Muchos de ellos, temerosos de lo que pudiese ocurrir a partir de entonces, emprendieron la huida hacia la capital del reino nazarí. Muy pocos llegaron hasta allí.

Desoyendo las órdenes inequívocas recibidas del mismísimo don Jaime, nuestros adalides nos lanzaron en persecución de esos desgraciados, que alcanzarían buenos precios en los mercados de Alicante y Valencia. Mejores, desde luego, que los del ganado escuálido obtenido en las alquerías que acometíamos sembrando el pánico entre sus moradores. Además, puesto que el territorio murciano, con su huerta incluida, iba a pasar a manos del rey de Castilla, de acuerdo con el tratado suscrito entre don Jaime y don Alfonso, era justo que nos adueñáramos de la riqueza ganada con nuestra sangre antes de que nos la arrebataran toda. De modo que capturamos a cuantos fugitivos cayeron en nuestras manos en las sendas que serpentean entre Murcia y Granada a través de la sierra, adelantándonos dos jornadas a las mesnadas reales. No en vano cargábamos desde hacía años con lo más duro del combate. Teníamos derecho a resarcirnos.

Ya he dicho en este relato que nunca fui codicioso. Podría haber reclamado para mí a una docena de hombres y mujeres jóvenes, pero me conformé con uno. Un varón de unos veinte años, fuerte como un toro, a quien yo mismo reduje tras enfrentarme a él con la espada. Pensando que no le entendería, durante la lucha se refirió a mi madre llamándome «hijo de una puta sarnosa», lo que bastó para liquidar cualquier escrúpulo que, ante mi propia desdicha, pudiera albergar mi corazón en lo que respecta al cautiverio. Si no le maté allí mismo fue por sacarle partido.

Se llamaba Mohamed. Era tan hosco como correoso. No dejó de maldecir y suplicar mientras recorríamos el largo camino hasta Valencia, yo montado a caballo, al paso, él atado a mi silla, caminando. A ratos amenazaba, rogaba, prometía en vano… Llegué a sentir tal desprecio por su actitud que forcé la marcha a fin de llegar cuanto antes al bazar y desprenderme así de su compañía. Eso hizo que su aspecto perdiera lustre a ojos del tratante de esclavos con el que negocié su venta llegados a la ciudad del Turia, y que la plata que le pedí por él desencadenara la tormenta…

El mercado estaba situado en la gran explanada que se abría frente a la catedral, intramuros de la urbe cuyo trazado enrevesado revelaba largos años de dominación árabe. Era evidente que se trataba de una plaza rica, pues en todos los puestos se exponía mercancía de calidad, al alcance de gente con recursos. Una multitud de aspecto abigarrado, cuya vestimenta traducía las más diversas procedencias y credos, pululaba entre los mostradores, regateando a gritos. Casi todas las mujeres, así cristianas como musulmanas, iban veladas, aunque únicamente estas últimas se cubrían la cara. Me sentí intimidado en medio de tanta gente. Estaba más a gusto gozando de la soledad de algún páramo, al que me urgía volver cuanto antes.

El tenderete, regentado por un tal Antón Bardaxí y dedicado a la compraventa de seres humanos, ocupaba una esquina alejada del meollo en el que se voceaban el pescado y demás alimentos. Era poco más que un corral destinado a albergar temporalmente a tan peculiar rebaño, junto al cual habían levantado una plataforma sobre la que se exhibía el «ganado». Hasta allí me dirigí a paso firme, decidido a cerrar lo antes posible el trato, tirando de Mohamed, quien renqueaba de mala gana.

—¿Cuánto pides por él? —inquirió Bardaxí, sin prolegómenos, mirando de arriba abajo a mi prisionero con cierta cara de asco.

—Doscientos sueldos jaqueses —respondí, tan áspero como él.

—¿Estás loco? No vale ni la mitad.

—Es un guerrero fuerte y sano —rebatí—. Yo mismo lo capturé y me costó someterlo. No tendrá ni veinte años. Será un buen trabajador si encuentra un amo capaz de domarle.

—Lo has maltratado demasiado —repuso el tratante, a la vez que abría la boca a mi cautivo a fin de comprobar el estado de su dentadura.

—Sólo está cansado y sucio. Un buen sueño y un lavado le devolverán su vigor. Te digo que vale lo que pido.

—Y yo te aseguro que esa cifra no la conseguiría yo ni por una virgen de carnes prietas. El mercado está saturado en estos tiempos de conquista. Los varones han perdido mucho valor y hasta las doncellas ya no alcanzan los precios de antaño. Te ofrezco ochenta sueldos jaqueses. Ni uno más.

Me dio la espalda en un gesto de desprecio que me llevó a verlo todo rojo. Sentí que aquel rufián me insultaba además de pretender estafarme, y sin pensármelo dos veces saqué mi cuchillo de su vaina, mascullando con gesto feroz:

—¡Despierta, hierro!

—¡Alguaciles, a mí! —gritó él—. ¡Auxilio!

Acabamos ambos ante el mostassaf, que era el encargado de dirimir las diferencias surgidas entre vendedores y compradores en aquella gigantesca almoneda. Aunque generalmente las quejas que atendía se referían al peso y a la calidad de los artículos, no era la primera vez que veía a un guerrero como yo recurrir a la intimidación para resolver un conflicto. Fuese por la experiencia o por su modo de ser, se mostró cauto y conciliador, como correspondía a su función, aunque inflexible.

—Aquí no estamos en el campo de batalla, almogávar…

—Este mercader trataba de engañarme —aduje, todavía furioso.

—Deberías haber acudido a mí en lugar de amenazarle.

—¡Casi me mata! —lloriqueaba junto a mí el tratante, temblando de miedo.

—Mis hombres han visto al cautivo que ha causado vuestra disputa —le dijo el justicia valenciano—. No vale los doscientos sueldos que pide por él su propietario, pero tampoco los ochenta que pretendías pagarle tú. Establezco su valor en ciento veinte y os condeno a ambos a entregar cinco al tribunal en concepto de multa por el altercado. Ahora fuera de aquí. Tengo mucho trabajo que hacer.

Gasté buena parte de aquella plata en la mejor mancebía de la villa, atendida por moras cuya reputación ensalzaban todos los que las habían probado, y el resto en comprar regalos para mi ahijada y para mis padres, a quienes pensaba visitar en Barbastro antes de regresar a la guerra. Y hasta allí me acerqué a verlos, aunque no de la manera que esperaba…

Guardo en la memoria la imagen de una madre anciana de rostro luminoso, que desentona hasta el absurdo con el padre joven, vigoroso y protector que mi corazón y mis ojos han conservado intacto en el recuerdo. Así viven los dos en mí, y vivirán mientras yo viva, aunque sus restos descansen juntos, en la tierra aragonesa que los acogió, bajo una de las capillas de la iglesia de la Santa Fe.

—Él fue el primero en fallecer, en la paz del Señor —me informó Inés, con gesto contrito, cuando llamé a su puerta tras encontrarme la casa familiar cerrada a cal y canto—. Ella le cuidó hasta el último momento pero apenas le sobrevivió un par de días. Falleció tranquila después de recibir los santos sacramentos y rezar un credo, sosteniendo un cirio en sus manos en prueba de la fe que iluminaba su alma. Habían estado tanto tiempo separados que Dios se los llevó a la vez.

—¿Y por qué no merezco yo una merced semejante? —repliqué, furioso.

—Tal vez Él tenga reservada alguna misión para ti. O tal vez estés llamado a conocer el amor o la gloria. ¿Quién sabe? —dijo ella con dulzura—. Yo tardé mucho en aceptar esta mancha en el rostro que todavía hoy te repugna, como a la mayoría de las personas, y sin embargo no dejo de alabar Su nombre por haberme regalado a un esposo y a una hija que colman mi vida de felicidad. Él nos da y nos quita según Su infinita sabiduría. No somos quienes para juzgarle, Guillermo…

Dejé de escuchar lo que me decía sobre los designios del Señor. No estaba para sermones.

Hacía tanto tiempo que me había prohibido a mí mismo mostrarme vulnerable ante cualquier sentimiento que me costaba identificar mis emociones. Y sin embargo deseaba hacerlo como tributo postrero al hombre de quien había aprendido lo mejor que había en mí. Si en algún rincón escondido quedaba algo del Guillermo a quien él había cuidado, enseñado y protegido a costa de su propia vida durante los años de cautiverio, era gracias a su ejemplo. Pero en caso de que ese espíritu morara aún en mi interior, no era capaz de aferrarme a él. Ni siquiera Máiuska me visitaba ya, desde hacía una eternidad, seguramente porque me había convertido en una bestia. Era un ser muy similar a Tukai, tal como me había propuesto antaño al darle sepultura a ella en la estepa rusa, decidido a huir del sufrimiento. No igualaba al caudillo mongol en crueldad, acaso porque no tuviera necesidad de hacerlo, aunque me mostraba tan despiadado ante el enemigo como él. Tras el paréntesis de aquel encuentro fugaz con la infanta Constanza, de quien no había vuelto a tener noticias, mi día a día discurría entre escaramuzas y acampadas, rodeado de hombres más parecidos a lobos u osos que a caballeros. Hombres montaraces, al igual que yo, sin familia ni ataduras más allá de la lealtad debida a los compañeros. Guerreros entrenados para resultar letales.

¿Había sido yo alguna vez otra cosa que un almogávar? Me había obstinado tanto en no recordarlo que ahora debía cavar muy hondo en busca de ese Guillermo.

—Tu madre te amaba, ¿sabes? —oí decir a Inés—. Y adoraba a tu padre. Si te sirve de consuelo, fueron muy dichosos juntos, recuperando cada instante de los que les había robado la vida. Ninguno de los dos dejó que la amargura o la añoranza del pasado agriaran el tiempo que compartieron.

—Tanto mejor para ellos —respondí, impaciente por despacharla para lamerme en paz las heridas.

—Iván y yo nos hemos ocupado de todo —insistió ella—. Yo misma lavé sus cuerpos y los amortajé con el hábito del Císter, tal como era su deseo. El funeral, que se celebró en la catedral, tuvo la dignidad que merecía su nobleza. Se han mandado decir las misas de rigor por la redención de sus pecados, sesenta de réquiem, cuatro cantadas y el resto bajas, más los treintenarios y aniversarios. Pero si quieres modificar alguna disposición…

—No, seguro que habréis obrado mejor de lo que yo sabría hacerlo. Sólo se me ocurre que a ellos les habría complacido donar algunos paños de tela para vestir a los niños abandonados en el convento de las hermanas clarisas, o acaso a los pobres de la parroquia que no gozan del amparo del gremio…

—Bien pensado. Se hará, pierde cuidado. Y será paño del mejor.

—Gracias, Inés. Pronto os visitaré. Ahora, si me disculpas, necesito resolver algunas cosas.

Pasé los siguientes días esforzándome por rememorar y almacenar esos preciados recuerdos, o destruirlos, según el estado de mi ánimo. A ratos fijaba en mi mente imágenes y luego trataba de ahogarlas en vino hasta perder la conciencia. Fueron días de luto. Un duelo espeso y solitario, alternado con alguna visita fugaz a los únicos amigos que me quedaban. Una prolongada noche a la que puso fin una misiva inesperada procedente de Zaragoza, traída en mano por un mensajero de la corte. Decía así:

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, yo, Constanza de Sicilia, infanta de Aragón por la gracia de Dios, apelo a vos, Guillermo de Girgenti, almogávar del reino, para que con la máxima celeridad acudáis a mi presencia a fin de encomendaros una misión que ha de convenirnos a ambos. Y así lo mando en Zaragoza, a 16 de febrero del año de Nuestro Señor de 1266.

Ni que decir tiene que esa misma tarde partí a galope tendido hacia allí, respondiendo a la llamada de mi señora.

Asesorado por Inés, cambié mis harapos de soldado por lo más elegante que encontré en el arcón de mi padre: un traje ameatado a dos colores, verde y azul, que vestí sobre unas calzas de lana prácticamente nuevas. Me eché encima una capa forrada de nutria muy adecuada para la estación, y partí sin otro patrimonio que una bolsa llena de monedas de plata.

Apenas tardé tres días en llegar a la gran villa emplazada a orillas del Ebro, forzando mi cabalgadura hasta el límite de lo soportable. Una vez allí, me dirigí al Palacio de la Aljafería, donde moraba temporalmente mi señora, doña Constanza, cuya belleza no había hecho sino aumentar desde la primera vez que la viera.

—Se presenta ante vos vuestro leal servidor, Guillermo de Girgenti, respondiendo a vuestra llamada.

Me había recibido sin demora en una de las dependencias que ocupaba en esa fortaleza de singular encanto, en cuyos jardines florecían los naranjos. Decían que sus constructores árabes la consideraban la morada de la alegría y por ese motivo habían decorado sus paredes con dibujos y relieves geométricos de hermoso colorido, que con el paso del tiempo, sin embargo, comenzaban a deslucirse. En cualquier caso no estaba yo para disquisiciones artísticas, pues me apremiaba la inquietud que había despertado en mí la urgencia de la misiva con que me convocaba la infanta.

—Guillermo… ¡Qué rápido habéis acudido! —me saludó ella con una sonrisa turbadora.

—Así me lo demandabais en vuestro mensaje, señora.

—Y vos habéis respondido al instante. Sois digno de vuestros padres, almogávar… ¿Cómo están?

—En el Reino de los Cielos.

—¡Cuánto lo siento! Los tendré presentes en mis oraciones.

—¿En qué puedo serviros? —Traté de esconder bajo un gesto impenetrable la pena y los latidos veloces de mi corazón.

—Como tal vez sepáis, mi padre, Manfredo, a quien vuestra madre cuidó de niño, se enfrenta a una ofensiva desatada contra él por el papa Clemente y el conde Carlos de Anjou, designado campeón de la Iglesia para ocupar el trono de Sicilia.

—Perdonadme —me disculpé—, pero soy un humilde soldado ajeno a esas intrigas.

—Hay más nobleza en el combate, tenéis razón. Desgraciadamente, empero, las disputas que dirimen de verdad quién se hace con el poder rara vez se libran en campo abierto.

—Sigo sin comprender en qué puede este viejo almogávar seros de alguna utilidad…

—Guillermo de Girgenti, mi abuela me dijo siendo niña que me fiara incondicionalmente de vuestra familia y vuestros ojos me confirmaron en nuestro primer encuentro que podía hacerlo. Os seré franca. Amo al infante don Pedro y él corresponde esos sentimientos, pero no dejo de ser extranjera en tierra extraña. Esta corte itinerante que me rodea no es la mía. Mi esposo pasa la mayor parte del tiempo en la batalla, lejos de mí… y tengo miedo.

—¿De qué? ¿De quién?

—De todo, de todos. Eso trato de explicaros. El Papa se ha propuesto eliminar cualquier rastro de la sangre de los Hohenstaufen del trono siciliano. Mi abuelo, nuestro señor Federico, siempre estuvo en pugna con Roma por su empeño de ejercer en solitario y sin limitación alguna el poder temporal que aspira a controlar la Iglesia, así en Sicilia como en el resto de sus dominios imperiales. Ahora la historia se repite. Ignoro si el conde francés logrará derrotar a mi padre en un enfrentamiento que todos prevén inminente, aunque rezo porque no sea así. En cualquier caso, dadas las circunstancias, temo por mi vida.

—¿Acaso no estáis bien guardada? —pregunté con sorpresa.

—En apariencia sí, aunque me sentiría más tranquila si aceptarais ser el capitán de mi guardia. La esposa de Carlos, Beatriz de Provenza, es una mujer ambiciosa que haría cualquier cosa por ver a su esposo convertido en rey. No soporta que sus tres hermanas lleven las coronas de Francia, Inglaterra y los romanos, siendo ella una simple condesa. Y hay más de una dama de procedencia provenzal en mi entorno. No quisiera que pensarais que soy una pusilánime si os digo que creo a esa mujer capaz de llegar hasta el extremo de ordenar mi asesinato con tal de eliminar a una de las pocas descendientes de la legitimidad normanda y germana que quedaría viva si, Dios no lo quiera, mi padre fuese derrotado y muerto. Aparte del pequeño Conradino, nieto del emperador, refugiado en Alemania y sin apenas amigos, yo soy la última en esa línea sucesoria que reconocen todos los monarcas cristianos, y mi marido es el heredero de Aragón. Dos argumentos de peso para hacerme desaparecer despejando con ello el camino a una dinastía francesa sometida a la tutela del papado.

—¡No sucederá tal cosa! —prometí—. Tened por seguro que os protegeré a costa de mi propia vida. Es más; sería para mí un honor poner mi brazo al servicio del rey Manfredo.

—Sois más necesario aquí, mi buen Guillermo. Velad por mí. Lo que tenga que ser en Italia será pronto. Entretanto, dormiré mejor teniéndoos cerca.

El largo entrenamiento militar me sirvió para establecer de inmediato un perímetro de seguridad infranqueable en torno a la infanta. Los alimentos destinados a su mesa serían previamente catados por un esclavo y las personas que tuviesen acceso a ella, sometidas a estrecha vigilancia. Asumí la custodia de mi reina cual si se hubiese tratado de Máiuska, porque en el fondo así la percibía mi corazón; como un trasunto idealizado de mi amor perdido.

—Te gusta… —volvió a hablarme ella esa noche, después de su interminable silencio—. Y tú le agradas a ella, lo sé.

—¡Máiuska! ¿Qué dices? ¿Dónde estabas?

—Ya te lo advertí la primera vez que os encontrasteis. Os atraéis el uno al otro.

—¡Es mi reina!

—Y tú un atractivo caballero…

—Tengo edad para ser su padre y como un padre la contemplo.

—¿Estás seguro?

—Lo estoy. ¿Sabes por qué? Porque el honor me impide mirarla de otro modo. Tal vez sea una bestia en el campo de batalla. Seguramente haya perdido los modales que me enseñaron de niño. Mas aprendí de un gran hombre llamado Gualtiero de Girgenti las normas de la caballería y voy a honrar su memoria sirviendo a doña Constanza como un caballero siciliano y un almogávar de Aragón. Voy a poner todo mi esfuerzo, mi valor y mi virtud en ello. Con la ayuda de Dios y la tuya, que velas por mí desde el cielo.

—¿Es eso lo que deseas hacer?

—Es lo que debo hacer. Mi deber. Y deber es poder… y querer. Hace mucho que aprendí a dominar mi voluntad. Ojalá fuese capaz de domar de igual modo mis sentimientos.

—¿La amas?

—Te amo a ti, sólo a ti. ¿Cuántas veces he de repetírtelo? No me tortures, Máiuska. Déjame dormir y ven a visitarme en sueños, desde la taiga en la que yacen mi corazón y el tuyo, para que goce de ti y te colme de placer como antaño… Déjame dormir…

En las semanas que siguieron interrogué a toda la servidumbre de la corte, con especial dureza en el caso de las personas de procedencia ultrapirenaica, ya fueran hombres o mujeres. Nada hallé sospechoso en ninguna de ellas. De cuando en cuando rendía cuentas de mi actuación a la infanta, quien me trataba con afecto creciente, hasta el punto de resucitar en mí emociones y conductas que creía desaparecidas para siempre. Poco a poco fui recuperando al ser civilizado que una vez había sido, sin dejar morir del todo al soldado vigilante e implacable ante el enemigo. Rebusqué en los rincones de la memoria las historias cortesanas que solía narrar mi padre a fin de solazarla con ellas y así calmar su temor. Cualquiera que tratara de hacerle daño a mi señora, pensaba, se enfrentaría a la ira de un mongol y a la fe de un almogávar.

Me afanaba en cuidarla pero también me gustaba verla reír. En mi corazón iba creciendo el amor por ella, a quien había convertido en el ideal de todas las bellezas, aunque juro por la salvación de mi alma que jamás permití que ese amor traspasara los límites de la pureza. A rescatarme de cada tentación acudió siempre Máiuska, con esa voz a la vez suave y firme que hablaba a mi espíritu con absoluta claridad incluso cuando no quería escucharla. Siempre logró hacerse oír.

De las conversaciones que aquellos días mantuve en mis encuentros con doña Constanza recuerdo mi estupor ante lo intrincado de los enredos que ella me daba a conocer. Mi vida había transcurrido hasta entonces entre gentes humildes, incluso bárbaras, y pensaba que ellas constituían lo más bajo de la condición humana; que cuanto más ascendiera en la escala social más se elevaría la calidad de las personas. Me equivocaba. A juzgar por lo que contaba ella de cardenales y condes, de obispos, señores de grandes feudos, reyes y hasta del mismísimo ocupante de la silla de san Pedro, la mayor altura únicamente otorgaba capacidad para multiplicar el efecto de las propias obras, ya fuesen estas nobles o viles. Y en general el mal primaba sobre el bien, con excepciones contadas. De ahí que, sostenía ella, el temor a la condenación eterna fuese el único freno posible a nuestra inclinación natural al pecado.

—Si vos lo decís, mi reina…

—¡Es evidente!

Acaso lo fuera. Si lo decía ella… Yo no sabía en qué creer.

Poco antes de la Semana Santa llegó a Zaragoza la noticia de la derrota sufrida por el hijo bastardo de Federico el viernes 26 de febrero del año de Nuestro Señor de 1266. La trajo un caballero siciliano; uno de los seiscientos que escaparon a la matanza de los franceses en la batalla de Benevento, donde las tropas de Carlos de Anjou aniquilaron a tres mil seiscientos jinetes germanos, sarracenos e italianos del ejército de Manfredo y pasaron a cuchillo a otros tantos infantes. La princesa escuchó con entereza el relato de la muerte de su padre, que el superviviente, un hombre muy próximo al soberano difunto, narró con la solemnidad que los hechos demandaban.

—El usurpador francés había estado avanzando por la península desde la primavera anterior, aunque a nuestro señor no le preocupaba en exceso. Nuestras fuerzas eran superiores a las suyas y estaban además mejor alimentadas, mientras que él andaba pidiendo préstamos a todos los banqueros de la Toscana y a todos los monarcas de la cristiandad para poder pagar las soldadas de sus tropas. Por eso vuestro augusto padre se quedó cazando en sus dominios de Apulia, ajeno al hecho de que Carlos fuera coronado en Roma por el Papa.

—¡Qué locura! —interrumpí yo—. Al enemigo hay que darle caza cuando todavía está débil, sin mostrar clemencia. Eso hizo el Gran Kan de los mongoles con las tribus rivales a la suya y así construyó un imperio. Eso hacemos nosotros con las taifas musulmanas divididas. Confiarse es la mejor manera de ser vencido…

—Guillermo, os lo ruego, dejad que este hombre diga lo que ha venido a decir —me silenció doña Constanza.

—Perdonad, señora —dije humillado—. Proseguid, caballero.

—Nuestros ejércitos se vieron las caras una fría mañana, en el valle que el río Calore abre a su paso. Nosotros estábamos mejor pertrechados y descansados, dado que ellos habían marchado en pleno invierno, cruzando un terreno montañoso, y habían perdido muchos carros con provisiones. Aun así, nos superaron en estrategia. El rey Manfredo ordenó atacar a los arqueros sarracenos, que lograron abrir una brecha, aunque la respuesta de la caballería francesa fue devastadora…

—Ahorradme los detalles, capitán —le cortó la infanta en seco—. ¿Cómo murió mi padre?

—Él se había quedado en retaguardia, con las fuerzas de reserva, confiando en una rápida victoria de los jinetes acorazados alemanes, cuya fiereza es de todos conocida. Yo estaba en ese grupo, junto a su amigo Tebaldo Annibaldi, cuando vimos que los germanos eran arrollados por el avance de la caballería ligera francesa. Habría podido huir y salvarse, pero Su Majestad ordenó un último ataque suicida. Tras cambiar su sobreveste real con la de Tebaldo, se lanzó a la refriega sabiendo que nada tenía que hacer. Murió como un valiente, mi señora. A la caída de la tarde el invasor era el dueño absoluto del campo de batalla. Yo me disfracé con las ropas de un francés muerto a fin de pasar inadvertido en el campamento y poder dar testimonio de lo acontecido, tal como estoy haciendo.

—¿Qué ocurrió? ¡Desembuchad! —me impacienté.

—Carlos apostó un gran número de infantes detrás de su caballería con el único fin de rematar a nuestros heridos. Fue una carnicería. Ese domingo, poco después de celebrarse la santa Misa, un soldado atravesó el real guiando un burro que portaba sobre su lomo un cadáver, y gritando: «¿Quién me quiere comprar a Manfredo?». Fue llevado ante la presencia del de Anjou, quien confirmó con la ayuda de varios nobles italianos la identidad del difunto. Dado el valor que había mostrado en el combate, numerosos caballeros franceses le pidieron permiso para enterrarlo con honores, aunque él replicó que había muerto excomulgado y no podía descansar en suelo sagrado. Le dieron sepultura en un hoyo, al pie del puente de Benevento, sin ceremonia religiosa alguna. Imaginad cuánto sentirían el agravio hecho a un hombre de honor sus propios enemigos —se dolió el superviviente— que cada soldado que pasaba por allí depositaba una piedra sobre la tumba, hasta formar un gran túmulo.

—Gracias por vuestra lealtad, capitán —dijo la infanta—. Haré que seáis premiado por el servicio que habéis prestado.

—No quiero otro premio que permanecer con vos y luchar a vuestro lado junto a vuestro esposo, el futuro rey de Aragón. Cuando marché de Benevento, saqueada por las tropas francesas pese a ser vasalla del Papa, decidido a cabalgar hasta aquí lo más rápidamente posible, Carlos de Anjou se dirigía hacia Nápoles a fin de tomar posesión del reino. No deseo regresar para ver ese día con mis ojos.

—Está bien —dijo ella, visiblemente emocionada, y añadió dirigiéndose a mí—: Encargaos de que le encuentren un lugar entre los oficiales de mi esposo, Guillermo. Ahora, por favor, dejadme sola.

—Así lo haré, señora —repliqué—. Y con vuestro permiso, doblaré la guardia que os protege.