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En el año del Señor de 1261

Gasté buena parte de la plata que me quedaba en comprar un corcel joven, capaz de resistir la galopada que habría de llevarnos hasta Barbastro venciendo al tiempo. Adquirí igualmente algunas provisiones, me presenté ante mi adalid, a quien expliqué sucintamente la situación, y obtuve su licencia para responder a la llamada de los míos. Ese mismo día emprendí el camino de regreso hacia el norte, a uña de caballo, sin dejar de preguntarme cuál sería esta vez la naturaleza del golpe que me esperaría al llegar.

Estaba tan acostumbrado a recibir sin quejarme que mi mente planteaba hipótesis a cuál más trágica como si no fueran conmigo; separando el juicio de cualquier emoción. Me limitaba a especular sobre lo que tendría que hacer yo en un caso u otro para resolver la situación, desde una frialdad absoluta, con la actitud del soldado a quien mandan tomar una posición y obedece esa orden de manera mecánica, ajeno a las personas que residen en esa alquería, al sudor que han puesto en cada palmo del huerto o a las ilusiones que habitan entre sus muros de adobe.

Cabalgué la mayor parte del tiempo junto a la costa, alternando un paisaje compuesto por pantanos insalubres y monte pelado con campos antaño cuajados de frutales, que aparecían devastados por la guerra. Luego, a medida que fui ascendiendo, me adentré en territorio boscoso y agradecí a mi experiencia pasada la habilidad adquirida para guiarme por las estrellas, porque en caso contrario me habría sido imposible encontrar el camino hasta esa villa situada en las faldas de los Pirineos, a muchas leguas de Alcoy. En términos prácticos, más de quince jornadas de avance sostenido, únicamente interrumpido por la noche para dar reposo a la montura, encender una hoguera y descabezar un sueño profundo, semejante a la muerte. De hecho, era precisamente ella a quien esperaba encontrarme al llegar a la ciudad que había adoptado a mis padres… Y estaba preparado para hacerle frente.

—¡Guillermo, hijo, has venido!

Así me recibió mi madre, convertida, como las uvas pasas, en una versión todavía más reseca y encogida de sí misma, aunque risueña. Sus ojos seguían llenos de luz. Se envolvía en un grueso manto de lana, porque la nieve había empezado a caer y hacía frío. Trató de abrazarme, sin éxito, ya que respondí a su aproximación con brusquedad, apartándola del quicio de la puerta e interrogándola cual carcelero.

—¿Dónde está padre? ¿Está enfermo? ¿Llego a tiempo?

—Tu padre está perfectamente —me contestó ella, con la calma que la caracterizaba y sabía transmitir como nadie—. A estas horas suele dormir un rato de siesta, pero estará feliz de que le despiertes. ¿Has comido? ¿Tienes hambre?

—¿Por qué diablos me mandaste llamar entonces con esa premura? —me enfadé, elevando la voz—. He cabalgado como un poseso durante días, sin apenas descansar, concibiendo los peores pensamientos…

—Sólo te envié un mensaje que no incluía apremio alguno —repuso tranquila, a la vez que se sacudía el frío de los huesos dándose a sí misma unas friegas en los brazos. Luego, en tono firme, añadió—: Tengo que encomendarte una misión de la máxima importancia y trascendencia para el futuro de Aragón. Por eso quería verte. Es algo de lo que debemos hablar con sosiego, pues exige que te cuente muchas cosas sobre mi pasado y el papel que hube de desempeñar en los asuntos del reino de Sicilia mientras tu padre y tú permanecíais cautivos. Pero antes has de saber la grata nueva que todos celebramos: Inés e Iván han sido padres.

Fue como si me hubiese arrojado un jarro de agua a la cara. Sentí el mordisco de la envidia clavar sus dientes en lo más profundo de mi alma, que pese a todos mis esfuerzos por cauterizar las heridas se empeñaba en seguir sangrando. ¿Por qué todos a mi alrededor hacían realidad sus sueños mientras el azar, o acaso el dios de la venganza, se empecinaba en condenarme a una soledad violenta? No acerté a decir nada. Ella en cambio siguió hablando, mientras nos dirigíamos hacia la cocina para que yo saciara mi apetito sentado al calor del hogar.

—¡Fíjate qué alegría! Cuando ella prácticamente había abandonado ya la esperanza de colmar ese anhelo, quedó preñada. Fue al poco de casarse, de hecho. La Virgen atendió a sus súplicas, igual que le sucedió a santa Isabel, prima de María, quien alcanzó la gracia de ser madre a una edad a la que pocas mujeres conservan ya el don de concebir…

—Sí que era añosa, sí —mascullé, a la vez que tragaba unas gachas de avena.

—Es más o menos de tu edad, lo que significa que andaba por los cuarenta cuando empezó a alentar en su seno esa niña que hoy llena de risas su casa. Por lo que ella me cuenta, Iván puso gran empeño en conseguirlo, se hartó de comer gallina la noche de sus esponsales, tal como recomiendan hacer los galenos, e incluso desayunó huevos a la mañana siguiente y todas las demás desde que es un hombre casado, en su afán por tener descendencia. Ni siquiera ahora renuncia a dar un hermano varón a esa criatura…

—¡No quiero conocer los detalles, madre! —gruñí—. ¡Ten un poco de decoro!

—Hijo… —Me acarició la cabeza—. ¿Qué te ocurre? ¿No te alegras de que tu amigo tenga una hijita? Él quiere que tú seas su padrino. Aunque le dieran las aguas del bautizo nada más nacer, para asegurar la salvación de su alma, no consiente en que nadie más que tú apadrine a Máiuska. Así la han llamado…

—¿Por qué? —estallé—. Máiuska está muerta. Era única y nunca habrá otra parecida a ella. ¿Me oyes? ¡Nunca!

—¡Sosiégate, por Dios! Debes hallar el modo de dar paz a tu corazón. En el rencor y el resentimiento no anida otra cosa que infelicidad. Por tu propio bien, hijo, has de esforzarte por olvidarla o al menos por evocar la imagen de tu difunta esposa con dulzura, sin ese desgarro y esa ira que te carcomen las entrañas y te irán alejando de todos los que te amamos.

—¿Están bien? —pregunté, ceñudo, más por cumplir con la formalidad de rigor que por verdadero interés.

—Radiantes. Inés ni siquiera se molesta ya en esconder su rostro. Pasea orgullosa por todo Barbastro con su marido del brazo y de la mano, su niña, que acaba de celebrar su quinto cumpleaños. Al principio de su embarazo sintió vergüenza, pues ya sabes que la gente juzga con severidad el que una mujer de cierta edad quede encinta, aunque juntas rememoramos la historia que antes te mencionaba de María e Isabel, la madre de san Juan el Bautista, hallando una gran fuerza en su ejemplo. Todos la animamos a vivir ese estado con alegría.

—Mejor para ella —corté en seco, en un intento de hacerla callar que resultó frustrado, toda vez que estaba ansiosa por hacerme partícipe de cada pormenor del dichoso alumbramiento.

—Yo misma asistí al nacimiento de la criatura y me ocupé de darle agua además de aliento mientras la partera cortaba el cordón umbilical, extraía la placenta y fajaba a la pequeña con el fin de asegurar su perfecto desarrollo. Aquella habitación era una fiesta, créeme. Inés se repuso enseguida a base de buenos caldos, vino aguado y abundante pan con miel. Incluso se quedó con parte de la carne que se había echado encima durante la preñez, lo que la hace estar mucho más hermosa. Iván y ella se hicieron con los servicios de la mejor nodriza de la comarca para que Máiuska crezca sana y fuerte. Le pagaban una fortuna: ciento cincuenta sueldos jaqueses, fíjate. ¡Qué disparate! No reparan en gastos ni él ni ella; están como locos con esa hija.

—¡Bendito sea Dios! —musité, entre cucharada y cucharada—. Les visitaré antes de regresar a mi compañía.

—Ya hablaremos de eso, hijo. Ahora ve a despertar a tu padre. ¡Hazle ese regalo!

Con él el tiempo parecía haber sido más clemente. A pesar de haber cumplido los sesenta, seguía caminando erguido, con esa espalda recta que, tal como solía repetirme en Mongolia, distingue a un hombre libre de otro que ha aceptado el yugo. Peinaba una larga cabellera blanca, intacta, que en época de frío, como esa, cubría con un capirote de terciopelo forrado de piel alrededor de la cara y abotonado a la altura del cuello. Se alegró tanto de verme que se le saltaron las lágrimas, sin que tratara de contenerlas. Hasta pasado un buen rato fue incapaz de hacer otra cosa que mirarme de arriba abajo, repitiendo mi nombre entre abrazo y abrazo. Tan incómodo me sentí yo ante esa muestra impúdica de emotividad desbordada que traté de zanjarla apelando a su orgullo.

—Creo que te estás haciendo viejo, padre.

—Así es, Guillermo. Un viejo dichoso de ver con salud a su único hijo. ¿Cómo estás? ¿Por qué das tan escasas noticias sobre tu paradero?

—Los correos apenas llegan a los parajes en los que libramos nuestras escaramuzas los almogávares, ya deberías saberlo… —respondí avergonzado por el certero reproche—. Por cierto —añadí esbozando una sonrisa—, ahora soy almocadén, comandante de una cuadrilla. Me ascendieron por la cantidad de sarracenos que derribé con mi arco durante la toma de Alcoy.

—Estoy orgulloso de ti. —Volvió a abrazarme—. Al final has encauzado tu vida como deseabas…

—Del único modo que me dejó la fortuna.

—¿Te quedarás mucho tiempo? —Cambió el rumbo de la conversación, sabedor de que el punto al que la había conducido yo llevaría a una vía muerta.

—No me es posible —respondí, regresando a la trivialidad en la que todo era más cómodo—. Sigue habiendo una revuelta morisca que aplastar al sur del reino. Aunque antes de partir me gustaría conocer a la hija de Iván, quien al parecer ha encontrado en Inés a una compañera de su agrado.

Mi padre detectó en mis palabras lo que nadie más habría oído. Él me conocía mejor que yo mismo. No había modo de ocultarle nada. Sintió la nostalgia que impregnaba ese comentario y respondió con una mirada llena de amor:

—Es una buena mujer, sí. Y él un hombre satisfecho. Se ha metido en el bolsillo a todo el gremio; a todo el pueblo, diría yo. Nadie se pregunta por sus orígenes o pone en duda su derecho de sangre a ocupar el puesto que ocupa. Después de lo que ocurrió con sus padres, se merecía esta paz.

—Sí, al parecer la desgracia salta generaciones —mascullé entre dientes.

—¿Decías?

—Nada, padre. ¿Me acompañas a conocer a esa niña que he de apadrinar?

—Vamos ahora mismo. Diré a tu madre que se arregle.

El domicilio de Inés, en el que se había instalado el matrimonio, estaba a muy poca distancia del que habitaban mis padres. Fuimos dando un paseo, en silencio, escuchando el crujido de la nieve bajo nuestros pies, ensimismados cada cual en nuestros pensamientos.

Al llegar, la familia nos recibió con muestras de gran júbilo. Yo me encerré en el mutismo a fin de poder tragarme el resquemor que roía mis entrañas por más que la voluntad se empeñara en impedirlo, e intenté con todas mis fuerzas ser amable en los gestos. Me impresionó ver nuevamente el rostro deforme de esa mujer a la que Iván miraba con afecto, pero mucha más conmoción me produjo el de la niña llamada Máiuska. Era ella. Mi Máiuska. Con sus mismos ojos azules, su cabello rubio tirando a rojizo, su piel pálida, casi traslúcida, sus rasgos perfectos, su sonrisa única… La miré como quien contempla a un resucitado.

—Se le parece mucho, ¿verdad? —apuntó el ruso, adivinando mis pensamientos.

—Gracias a Dios y a la santísima Virgen, a quien me encomendé en el momento de darla a luz, no ha heredado mis estigmas —dijo Inés, ajena a mis cavilaciones—. El Todopoderoso ha perdonado los pecados de mis antepasados y me ha colmado de gracia al permitirme ser madre. ¡Bendito sea Su nombre!

—Es muy hermosa, sí —reconocí, obligándome a apartar la vista de esa criatura fantasmal que provocaba una tormenta en mi interior, y pensar en otra cosa—. ¿Qué tal marchan los negocios?

Las mujeres se quedaron en un extremo de la estancia, jugando con la chiquilla y comentando entre sí los placeres y quehaceres de la maternidad, mientras nosotros nos enfrascábamos en una conversación sobre el precio de la seda, la maestría de los artesanos castellanos en la fabricación de acero, o las necesidades y carencias de los reclutas forzosos, que siempre percibían con retraso sus soldadas, si es que llegaban a cobrarlas.

De cuando en cuando, mientras ellos debatían alguna cuestión comercial que me resultaba del todo indiferente, yo aprovechaba para lanzar ojeadas fugaces a esa criatura que habría podido ser mía; mía y de Máiuska, mi Máiuska, con una mezcla de sentimientos difícil de identificar. Me daba vergüenza admitir ante mi propio corazón la ternura que me inspiraba. Habría querido odiarla por el mero hecho de ser concebida en un vientre distinto al de la mujer que me había sido arrebatada, pero no era capaz de hacerlo. ¿Quién lo habría sido? Esa miniatura de persona parloteaba sin parar con una gracia ante la que ni el más desalmado de los guerreros habría podido resistirse a sonreír. Era ella. Ella reencarnada. Y yo la miraba de soslayo, sin que nadie me viese, esforzándome por ocultar el placer agridulce que me proporcionaba esa visión. Una parte de mí habría deseado cogerla en brazos y colmarla de besos, mientras otra, la más fuerte, contaba impaciente los minutos que faltaban para dar por terminada la visita y acabar con aquel tormento.

Decididamente era mejor el campo de batalla. Allí las reglas estaban claras y cualquier distracción se pagaba con la vida. No quedaba espacio para la nostalgia o el sentimentalismo. El instinto prevalecía sobre el raciocinio, lo que liberaba al hombre de la penosa obligación de pensar.

Concluidas las formalidades de rigor, regresamos, algo más despacio, pues se nos había echado la noche encima y la nieve congelada resultaba peligrosa. Mi madre se agarró de mi brazo, por miedo a resbalar, aunque intuyo que deseaba sentir mi cuerpo cerca del suyo; ese calor que durante las décadas de cautiverio le había faltado tanto como a mí su cariño, aunque en aquel entonces no fuese yo capaz de atisbar siquiera su dolor, empapado como estaba del mío propio.

—En un par de días marcharé de nuevo al sur, donde me esperan mis obligaciones —anuncié, una vez en casa, antes de retirarme a descansar.

—Mañana tendremos ocasión de charlar, Guillermo —respondió mi madre—. Ya te he dicho que debo pedirte un gran servicio. No me defraudes. Y ve a lavarte, haz el favor. Hueles a establo, y a juzgar por lo que te rascas debes de estar lleno de piojos. Usa vinagre para la cabeza y no te la aclares. ¡Si no te deshaces de ellos de una vez por todas, nos saltaran a nosotros! Una de las pocas cosas buenas de este frío es que mata a los chinches, de modo que procuremos mantener la casa libre de criaturas repugnantes. Bastante tenemos con las ratas…

Era una mujer dulce, no cabe duda, pero tenía carácter. ¡Ya lo creo que lo tenía!

Mi vida ha dado tales giros que miro hacia atrás y tardo en reconocerme en el personaje que describo, aunque juro por mi honor que no miento. Lo hice en mis años de esclavitud para conseguir un trozo de pan que llevarme a la boca, pero nunca por motivos fútiles. La mentira siempre me ha parecido el arma de los cobardes. Un acto incompatible con el respeto que todo hombre se debe a sí mismo por el mero hecho de haber sido creado a imagen y semejanza de Dios, dotado de libre albedrío y capacidad para discernir entre el bien y el mal, de diferenciar lo noble de lo vil.

Los hechos que voy a relatar responden por tanto a la verdad de lo que sucedió en esos años turbulentos en los que estaba fraguándose un reino con vocación de extenderse más allá del mar que bañaba sus costas. Un reino poderoso, llamado a ser inscrito por los méritos de sus hombres y mujeres en las páginas más ilustres de la Historia. Un reino que, puedo decir con orgullo, yo contribuí a engrandecer.

—Buenos días, madre —saludé a la mujer que me esperaba en la cocina, perfectamente peinada, perfumada de lavanda, con la cara lustrosa por el agua helada con la que se la había rociado, enfundada en una saya clara recubierta con un peyote de color añil, sin tocado que ocultara su melena canosa, recogida en un moño.

—Buenos días, Guillermo. Veo que has seguido mi consejo y te has aseado un poco. Luego pasaremos por el barbero, que buena falta te hace. He mandado que te preparen un buen desayuno a base de huevos, pan, tocino y vino de la tierra, porque debo contarte una historia que desconoces debido a las terribles circunstancias que han rodeado nuestra existencia. Un relato imprescindible a fin de que comprendas el alcance de lo que voy a pedirte.

—Te escucho, madre —accedí de mala gana.

—Habrás oído decir que el infante don Pedro se casa con una princesa siciliana…

—Sí, alguna nueva me ha llegado del enlace. De hecho, conocí al infante en el sitio de Alcoy, que dirigió él personalmente. Allí se ganó la admiración de toda la tropa por su coraje y determinación. Era muy joven y al mismo tiempo muy audaz. Se ve que le gusta la vida militar, como digno hijo de su padre que es.

—No en vano se trata de un príncipe de la Casa de Aragón —apuntó mi madre—. ¿Has oído hablar de la que será su esposa?

—Poca cosa. Dicen que ha escogido a esa siciliana de origen bastardo porque ella trae consigo una cuantiosa dote de cien mil onzas de oro y piedras preciosas. ¿No es así?

—Esa es una razón, pero no la más importante.

¿Qué hacía mi madre enfrascada en una conversación digna de clérigos cortesanos? Ella era una mujer, santo Dios. Una simple mujer llamada a comportarse con humildad, por más que hubiera servido al emperador Federico. ¿A qué venía su tono profesoral? Me sentí francamente incómodo ante una situación que vulneraba todos los cánones al uso, aunque callé por el respeto que mi padre me había enseñado a mostrarle siempre, incluso desde la distancia. Ella, en cambio, se tornaba más locuaz a medida que avanzaba la historia.

—Detrás de ese matrimonio hay evidentes intereses políticos, hijo. Pedro, que como bien dices ha heredado el espíritu guerrero de su padre don Jaime, y la nobleza de corazón de su abuelo, que se llamaba igual que él, busca ampliar su heredad. En cuanto a Manfredo, su futuro suegro siciliano, necesita un aliado fuerte para enfrentarse al Papa y al rey de Francia, que se han unido en el empeño de destronarle y quedarse con sus dominios.

—¿Y cómo es que una dama afincada en Barbastro está enterada de todos esos entresijos del poder? —pregunté con una cierta sorna, incapaz de reprimirme por más tiempo.

—Porque tu madre, Guillermo, ha servido a varios reyes y aprendido mucho de ellos, para bien y para mal. Sobre todo para mal, he de reconocer siendo franca, si por mal entendemos el recurso sistemático al engaño y la doblez. Aunque también he conocido el honor que habitaba en algunos de ellos.

Debí de observarla con interés manifiesto, porque puso aún más énfasis en la explicación.

—Por casualidades de la vida que no vienen al caso, el destino me llevó siendo yo muy joven a la corte de Zaragoza, donde conocí a la reina doña Constanza, hermana de ese Pedro de Aragón cuyo nieto va a casarse en unos meses con la princesa siciliana, y esposa del emperador Federico de Hohenstaufen, máxima cabeza del ejército en el que combatió tu padre. Allí nos encontramos él y yo por vez primera, en el Palacio de los Normandos de Palermo, que albergaba a nuestro señor cuando estaba en su capital.

—Sabía que ambos habíais servido al emperador y que tú procedías de Occitania, uno de los condados de la Corona de Aragón, aunque nada oí contar a padre de esa Constanza y ese Pedro que mencionas.

—Ella fue una mujer excepcional y la mejor soberana a que pueda aspirar una nación, créeme. Murió de una apoplejía mucho antes que su marido, lo que la libró de ver perecer a su hijo, el heredero del trono siciliano, perseguido por su propio padre, nuestro soberano, quien le atribuía intenciones traicioneras. Pero no quiero desviarme en digresiones inútiles. Lo cierto es que de la mano de esa reina aragonesa llegué yo a la corte de Palermo, donde conocí a ese hombre grande entre los grandes, tan implacable como genial, que fue Federico de Hohenstaufen. Él amó a esa primera esposa más que a ninguna de las que vinieron tras ella, e incluso más que a la abuela de esta princesa que va a casarse con nuestro infante don Pedro…

—Ahora sí que me he perdido —la interrumpí, picado en la curiosidad por esa narración cortesana sumamente alejada de mi cotidianeidad—. ¿Quién fue exactamente la abuela de la prometida del príncipe Pedro? ¿Qué relación tuvo con el emperador?

—Fue su amante favorita. Verás —prosiguió ella con la paciencia necesaria para deshilvanar un ovillo tan enredado—. Don Federico era un hombre muy mujeriego. Tenía incluso un harén, situado a dos pasos de sus estancias palaciegas, en el que alojaba a las que él llamaba sus «bailarinas». Compartía por cierto esa afición por el bello sexo con don Pedro, padre del rey Jaime y abuelo por tanto del infante a quien tú conoces, que se ganó en sus tiempos una sólida reputación de conquistador de esposas ajenas al menos tan merecida como la que acompaña a nuestro soberano hoy en lo que atañe a las conquistas militares… Pero esto no tiene importancia en relación a lo que voy a relatarte. Lo cierto es que el rey Federico se casó en varias ocasiones y tuvo infinitas amantes, entre las cuales destacó, por el amor que supo inspirarle ella, Bianca Lancia; una dama de increíble belleza y corazón dulce, que se convirtió en mi amiga cuando Gualtiero y tú fuisteis hechos prisioneros, dejándome sola en medio de ese nido de víboras que era la corte siciliana.

—Sigo sin comprender a dónde quieres llegar, madre. ¿Qué tiene todo eso que ver conmigo?

—Confía en mí y escucha. Ya entenderás cuando llegue el momento. Bianca fue la madre de Manfredo, quien actualmente gobierna Sicilia ya que ninguno de los hijos legítimos del emperador sobrevivió a su padre. Él era, además, su descendiente más querido, a pesar de ser un bastardo. Fue el único de su sangre que estuvo a la cabecera de su cama cuando falleció tras una terrible agonía, comido por el remordimiento y el temor al infierno, dado que estaba excomulgado. Lo sé muy bien porque también yo estaba allí. Y ahora es él quien mantiene con Roma el interminable pulso que inició su padre, empeñado en impedir que el papado interfiera, como siempre ha pretendido, en los asuntos temporales de sus dominios.

—O sea, que tú fuiste amiga de la abuela de la infanta Constanza que va a casarse con el infante don Pedro. ¿Es así?

—Exacto.

—¿Y adónde nos lleva ese hecho?

—Constanza, quien por cierto se llama así en memoria de la gran reina aragonesa a la que yo serví y a la que Federico amó más que a ninguna otra esposa, es el eslabón destinado a unir nuevamente la Corona de Aragón con la de Sicilia. ¿Comprendes ahora?

—No del todo.

—¿Es que no percibes la mano del destino en tantas coincidencias? ¿No ves el designio divino escrito con claridad? Aragón viajó a Sicilia de la mano de una infanta virtuosa llamada Constanza, cuya profunda huella llevó a su marido a perpetuar su nombre a través de su descendencia bastarda, que fue la más amada por él, la que más sinceramente le amó y la que defiende en este momento con las armas su legado territorial así como sus principios. Sicilia regresa a Aragón en la persona de una princesa por cuyas venas corre la sangre del emperador. Una sangre esencial en términos de legitimidad dinástica. Eso es lo realmente importante en este matrimonio. El oro ayuda pero es lo de menos. Constanza trae consigo el derecho a que Aragón y Sicilia vuelvan a unir sus coronas en una sola, para mayor gloria de ambas.

—La historia es sin duda muy sugerente, madre, pero no creo que resulte tan sencilla la cosa —objeté—. Se dice que el rey ha puesto como condición para autorizar el enlace que este no suponga en ningún caso una alianza militar entre Aragón y Sicilia, susceptible de unir fuerzas contra el príncipe francés Carlos de Anjou, que, como todo el mundo sabe, es el campeón a quien respalda el Papa en esa pugna. Don Jaime no se enfrentaría a Roma por un reino lejano, teniendo entre manos una cruzada contra los moros en la que puede ganar no sólo tierras y riqueza, sino la redención de sus pecados.

—Es verdad. Lo cual no obsta para que el infante Pedro tenga sus propios planes, además de contar con la mejor flota del Mediterráneo. Manfredo ofreció a su hija en matrimonio a la Casa de Aragón, dotándola con una fortuna, porque conoce la fortaleza de carácter de este heredero cuyo abuelo Pedro, al que conocí de cerca, fue muerto en combate por los franceses en Muret y posteriormente desposeído de sus territorios en Occitania y la Provenza. Ha debido imaginar el siciliano que el nieto y tocayo de ese gran rey tendría deseos de revancha y no sería particularmente entusiasta de Carlos, después de que los parientes de este le privaran de buena parte de la heredad que por linaje le correspondía.

—¿Y está en lo cierto?

—Eso es lo que quiero que averigües. Escucha, hijo —cambió el tono, tras una larga pausa, dejando que la emoción le humedeciera los ojos—. Esos guerreros franceses hicieron mucho más que apropiarse por las armas de un pedazo de este reino. Destruyeron todo lo que yo amaba, mataron a mis padres, a mi hermano, a las personas que llenaron de felicidad mi infancia. Con el pretexto de servir de espada a la Iglesia en la cruzada contra los herejes cátaros, arrasaron mi patria; la tierra de los juglares, Occitania, de la que Aragón aprendió a disfrutar del arte, la música, la poesía, la cultura que eleva el espíritu. Aniquilaron el alma que anidaba en ella; la exaltación de la alegría regalada en forma de amor y cánticos; la gloria de los humildes, de las gentes pobres, sencillas, que trabajan y dirigen sus plegarias a un Dios compasivo. Una gloria infinitamente superior a la de los soldados acorazados que imponen su verdad a golpe de lanza y maza. Ahora esos mismos jinetes despiadados quieren adueñarse también de la tierra que me acogió y te vio nacer. Si nadie se lo impide —me miró fijamente a los ojos—, se quedarán con Sicilia desposeyéndote del legado que con tanto sufrimiento ganó tu padre para ti.

Aquel argumento me llegó a lo más hondo. Evoqué la imagen de mi progenitor ofreciendo su vida a cambio de la mía ante el kan Tukai después de mi primera fuga. Le vi tragarse el orgullo para suplicar por nuestras vidas a Chaka. Recordé lo que me había contado sobre sus penalidades en Damieta… Prácticamente toda su existencia había transcurrido entre tormentos, afrontados con una entereza sin fisuras. ¿Y todo para qué? Para estar en paz con su alma de caballero y obtener un pedazo de tierra al que pudiera llamar suyo y transmitir a su progenie; es decir, a mí, que tanto le debía.

En ese instante, por vez primera, me alegré sinceramente, sin un ápice de envidia capaz de enturbiar ese sentimiento, de que al fin se hubiera reencontrado con esa mujer a la que tanto amaba, para construir junto a ella un reducto sagrado de felicidad. Y al mismo tiempo sentí una punzada de dolor al constatar cuánto me había perdido yo en esos páramos de Mongolia. Cuánta sabiduría y grandeza de miras contenían las palabras de esa mujer. Cuánto amor habría sembrado en mi corazón si el azar no se hubiese ensañado con nosotros robándonos esos años cruciales…

—¿Qué quieres que haga, madre?

—Ve a esa boda en mi nombre; en nombre de la familia. Te daré cartas de presentación que te franquearán las puertas. Además, conoces al infante don Pedro y él confiará en ti. Averigua cuanto puedas y regresa para contárnoslo. Pero antes —disolvió en una sonrisa abierta toda la seriedad con la que me había estado hablando— iremos tú y yo a ver a un sastre a fin de encargarte un vestuario acorde con tu posición, después de lo cual visitaremos al barbero. ¡Convendrás conmigo en que te hace falta!

Habría podido continuar llevando los harapos propios de mi condición de almogávar sin sentir la menor incomodidad, pero accedí a los ruegos de esa desconocida que era mi madre cuyo espíritu apenas empezaba a atisbar entre sombras, consciente de la importancia que a sus ojos, y a los de la mayoría de la gente, tenía el aspecto exterior. Al fin y al cabo era mi madre, por más que esa palabra significara poca cosa para mí.

En la sastrería más reputada de Barbastro un aprendiz me tomó medidas, en presencia de su maestro, que fue el encargado de recomendar después a mi progenitora las telas más adecuadas para vestirme en cuerpo; es decir, sobreponiendo un peyote u otro a una misma saya en función de la circunstancia. Encargamos asimismo una garnacha de viaje de color oscuro y un manto corto y provisto de capucha, seguramente menos señorial de lo que a ella le habría gustado aunque mucho más cómodo, desde mi punto de vista, para cabalgar distancias largas. Una vez convenido el precio y efectuado el correspondiente adelanto, nos llegamos hasta la barbería de un tal Juanico, quien anduvo un buen rato, navaja en mano, poniendo orden en la maraña de pelo que me cubría cabeza y cara.

—¡Qué apuesto eres, hijo! —me piropeó mi madre, una vez terminada la faena, con una luz en la mirada que demostraba su sinceridad.

—¡Tonterías! —repliqué, hosco, aunque ruborizado hasta los tuétanos.

—En cuanto esté listo el encargo, partirás a Montpellier, en cuya catedral se celebrará el enlace real. Allí se casó también con la heredera del condado, María, ese otro Pedro abuelo de este, aunque nada bueno salió de esa unión en la que el afecto siempre estuvo ausente. Nada —se corrigió a sí misma— salvo nuestro soberano, don Jaime, y la incorporación de dicho territorio a la Corona de Aragón, lo cual no es poco. Te parecerá mentira, pero siendo yo una niña asistí a la boda. ¡Fíjate las vueltas que da la vida! Solicita una audiencia con la princesa en cuanto te sea posible y abre bien ojos y oídos. Al fin y al cabo los almogávares son célebres por la eficacia con que llevan a cabo tareas de espionaje. ¿No es así?

—Así es —asentí—. Yo personalmente, empero, prefiero el combate en campo abierto.

—Disfrutarás de esta aventura, te lo garantizo. Llevarás oro suficiente para alojarte con la dignidad que corresponde a nuestro linaje y te complacerá conocer a doña Constanza. Si ha heredado alguno de los encantos que adornaban a sus mayores, ha de ser una criatura extraordinaria.

—Haré lo que me ordenas, madre, porque me lo pides tú —advertí, temeroso de abandonar el camino conocido para adentrarme en otro repleto de incertidumbres—. Después regresaré a la vida que he escogido.

La capital del Rosellón bullía de actividad en vísperas de esa boda que traería abundante riqueza al reino de Aragón, además de una reina de cuya gracia y belleza se hacían eco todos los poetas. Me costó encontrar posada, aunque al final el peso de mi bolsa desplazó a un comerciante incapaz de igualar la oferta. Dejé mis cosas en la estancia de alquiler, que era modesta aunque aseada y aparentemente libre de bichos, pese a que hacía mucho calor. Estaba situada a dos pasos de la plaza del mercado, el mejor lugar de cualquier villa para quien va en busca de confidencias o comentarios indiscretos. Me aseguré de que mi caballo recibiera el mejor trato posible en el establo al que me envió el posadero, y salí a dar una vuelta bajo el sol abrasador del mes de junio.

Corría el año del Señor de 1262.

Montpellier era una plaza rica, de eso no cabía duda. Surcaban sus callejuelas amplias casas señoriales, de ladrillo rojo oscuro o bien mampostería encalada y techos de teja colorados, sin pretensiones ostentosas aunque de gran elegancia. Seguramente los alguaciles hubiesen expulsado de la ciudad a los mendigos con motivo de la ceremonia, porque no vi a un solo tullido salirme al paso pidiendo limosna, lo que resultaba totalmente inusual en cualquier lugar, ya fuese próspero o miserable. Aquello me recordó a Brujas, donde la autoridad municipal se las arreglaba para que los visitantes vieran sólo lo que la urbe quería mostrar de sí misma, que no era precisamente su realidad. ¿No es acaso este el modo en que se comporta la mayoría de las personas?

La avanzadilla de la delegación siciliana se hospedaba en uno de los palacios más lujosos de la villa, graciosamente cedido para la ocasión por sus propietarios, con sirvientes e intendencia incluidos, a fin de hacer méritos ante el infante. Hasta allí me acerqué, caminando sin prisa, decidido a entregar las cartas recibidas de mi madre a la persona al cargo de las obligaciones de su alteza doña Constanza y obtener a cambio el salvoconducto sin el cual no accedería a la catedral ni al convite que tendría lugar después, en el transcurso del cual esperaba tener ocasión de acercarme a don Pedro. Y ya aproveché el trámite para solicitar formalmente una audiencia con la novia a un secretario envarado, de esos que parecen tener bajo la nariz una fuente permanente de olor desagradable, quien se dirigió a mí en italiano y aragonés sucesivamente, sorprendiéndose de que le contestara sin problemas en ambas lenguas, e incluso me permitiera el lujo de ponerle en un aprieto al hablarle en latín primero y árabe a continuación. Me garantizó que tramitaría mi requerimiento.

—Aunque no puedo prometeros nada.

—Decidle que el hijo de Braira de Fanjau desea verla, por expreso mandato de su madre. Eso será suficiente. Y aseguraos de hacerlo —reiteré en tono amenazador, llevándome la mano al cuchillo que colgaba de mi cinturón— o conoceréis la ira de un almogávar de Aragón.

—Haré lo que me pedís, señor —replicó, súbitamente empequeñecido, olfateando su propio miedo—. Marchad tranquilo.

No obtuve respuesta a mi solicitud de entrevista personal, a pesar de insistir en múltiples ocasiones ante la pléyade de funcionarios que servían a la siciliana. El aterrorizado secretario debía de haber cursado instrucciones severas para que no volvieran a franquearme el paso hasta él, por lo que me vi forzado a entretener la espera paseando sin rumbo por las calles y evitando a duras penas meterme en pendencias, a costa de no probar el vino. Así fueron pasando los días, idénticos unos a otros en su monotonía perezosa, hasta que al fin llegó el de la boda que esperaba.

Había tanta gente dentro de la iglesia deseosa de contemplar el casamiento con sus propios ojos que yo no vi otra cosa que cuerpos hacinados y sombreros inverosímiles. Una compañía entera de sacerdotes, capitaneada por el obispo de la ciudad, celebró un ritual interminable, entre cánticos, repique de campanillas e incensarios agitados una y otra vez, arriba y abajo de las naves, en el empeño de reforzar la solemnidad del momento aureolándolo de esa bruma perfumada de sacralidad. Antes de ser invitado a marchar en la paz de Dios, alcancé a empujones una puerta lateral y salí, cuando estaba a punto de caer redondo por el mareo debido a la temperatura que hacía allí dentro, agravado por los vapores que viciaban el aire. ¡En buena hora!

El pueblo llano esperaba fuera, ansioso para ver a la real pareja, pues la inmensa mayoría de los congregados no tendría en sus vidas otra ocasión de hacerlo. Corría de boca en boca el rumor de que el infante no desmerecía en donosura a la princesa foránea, de reputada belleza, lo que acrecentaba aún más la curiosidad de aquellas gentes. Y he de reconocer que en ese caso las habladurías no hacían sino recoger la verdad.

Cuando pude detenerme a contemplarles yo también, de cerca, comprobé que don Pedro había afirmado, al hacerse un hombre de veintidós años, la complexión atlética que auguraba en su adolescencia. El muchacho ante el cual había tenido el honor de inclinarme en las afueras de Alcoy mostraba ya hechuras de rey. Era aún más alto que entonces, de espaldas anchas y cabello largo, rubio ceniza. A decir de las mujeres del vulgo, que le piropeaban sin rubor gritándole auténticas obscenidades, se parecía a su abuelo, de quien había heredado la afición por la trova y las letras, artes que don Jaime, por el contrario, siempre había desdeñado. Doña Constanza caminaba a su lado, convertida en su esposa y heredera al trono, con la dignidad de una gran señora. Algo más menuda, aunque consciente de su encanto, lucía una melena morena, tupida, recogida en una redecilla de perlas que enmarcaba a la perfección su rostro ovalado, de ojos que se me antojaron faroles de vidrio verde. Sonreían ambos a sus súbditos, saludando con gestos señoriales, mientras un ejército de criados regaba a la multitud con monedas de cobre. Era día de fiesta grande. De felicidad para todos.

Los jardines del palacio estaban a rebosar de nobles y ricoshombres procedentes de todos los rincones del reino. Catalanes y aragoneses discutían entre sí, y con algún valenciano, sobre el malestar de los primeros, que se negaban a satisfacer el bovaje, un impuesto extraordinario pagado sólo en tierras de Cataluña y destinado a financiar la represión de los alzamientos sarracenos del sur. Se quejaban los catalanes de ser los más gravados por los tributos reales, los peor tratados por la implacable Hacienda del soberano común, en beneficio de unos meridionales más aficionados a la buena vida que a la guerra o al trabajo. En más de una ocasión ese sentimiento de agravio se había traducido en revueltas y actos de bandidaje protagonizados por caballeros de origen septentrional, aplastados sin contemplaciones por el infante de Aragón, decidido desde muy joven a dejar clara la superioridad de su linaje sobre el de cualquiera de sus vasallos, independientemente de su procedencia. De ahí que muchos de esos señores feudales no sintieran un especial afecto hacia el príncipe encargado por el rey de castigar sus banderías, ardua misión para la cual él mismo se había impuesto una disciplina militar similar a la de cualquiera de nosotros, los más rudos de sus soldados.

Tal como me había pedido mi madre que hiciera, iba yo de un lado para otro, muy alerta, escuchando y tomando nota mental al mismo tiempo, sin saber para qué diablos querría esa información una anciana retirada desde hacía lustros en una villa perdida en los montes pirenaicos. ¿Sabría algo más de lo que me había dicho? ¿Buscaría la forma de recuperar para mí la propiedad de nuestro solar familiar?

En esas cavilaciones andaba inmerso cuando escuché pronunciar la palabra Sicilia y me detuve en seco, agudizando el oído. Dos ricoshombres charlaban animadamente sobre lo que allí acontecía.

—Menos mal que la dote venía con la novia en el mismo barco, porque, en lo que respecta al reino, me parece que se lo va a quedar el de Anjou.

—Dicen que Manfredo ha decepcionado a los súbditos de su padre; que pasa demasiado tiempo cazando y holgando en sus dominios peninsulares en lugar de ocuparse de la isla. Justo el comportamiento que conviene al Papa, quien lo considera un vasallo insumiso y ahora puede utilizar en su contra el descontento del vulgo.

—Esta infanta es hermosa y muy rica, no cabe duda, pero su padre no deja de ser un bastardo, usurpador y descreído, cuya osadía llega hasta el punto de retar a la Iglesia.

—No durará mucho en el trono. Las fuerzas sumadas del rey de Francia y el papado acabarán con sus pretensiones…

—… Lo que dejará a nuestro señor sin posibilidad alguna de extender sus dominios de ultramar.

—¡Eso que nos ahorraremos aragoneses y catalanes! Las guerras salen muy caras y alguien tiene que pagarlas. Todavía se lucha en la frontera de Valencia contra los moros alzados en armas. Los comerciantes están hartos de cargas fiscales y los campesinos no dan más de sí. Es mejor consolidar lo que hay y dejarse de aventuras. Pájaro en mano, Beltrán, pájaro en mano…

—¡Dios te oiga! Aunque mucho me temo que nuestro joven infante no es de los que se conforman fácilmente. ¿Y quién sabe lo que puede depararnos el futuro? Tal vez sea tan rica esa tierra siciliana como dicen los integrantes del séquito de doña Constanza. Tiempo al tiempo, amigo Artal. El futuro siempre está por escribirse.

Se notaba que quienes hablaban lo hacían con conocimiento de causa; que eran gentes principales en la corte, aunque acaso estuviesen más ocupadas en sus intrigas destinadas a multiplicar su riqueza que en servir lealmente a su señor. Me vino a la mente el recuerdo de Chaka, rodeado de eunucos corruptos, y me alegré de haber dejado atrás cualquier ambición de poder para dedicarme en exclusiva al combate cuerpo a cuerpo.

Tragándome a duras penas la rabia que me inundaba el espíritu al oír cómo esos fatuos, enfundados en sus vestiduras de brocado, despreciaban la sangre que derramábamos los soldados de Cristo en la guerra por llevar la verdadera fe a todos los rincones del reino, apreté los puños que habría querido estampar contra sus rostros y me hice invisible a la sombra de un ciprés, a fin de no perder detalle de esa conversación cuyo interés iba en aumento.

—Si al menos don Jaime no hubiese dividido sus dominios a fin de dejar a todos sus hijos alguna tierra, tal vez no tendrían ellos tamaña sed de conquista.

—Tras la muerte de don Alfonso, el primogénito, no han salido mal parados los otros dos. Aragón, Cataluña y Valencia para don Pedro; Mallorca, el Rosellón, la Cerdaña y Montpellier para don Jaime. Ninguno puede quejarse.

—Te digo yo que don Pedro no se conformará con eso. Es tan ambicioso como batallador. Digno hijo de su padre y de su abuelo. No parará hasta hacerse con el legado que por derecho de sangre pertenece a su esposa.

—¡Dios no lo quiera! Lo último que necesita Aragón es una pendencia con Francia.

—Pues hazme caso cuando te advierto de que te prepares para librarla, y pronto. Al fin y al cabo los franceses nos despojaron de lo que era nuestro al otro lado de la cordillera. Y este infante no es precisamente de los que olvidan tamaña ofensa.

—Yo confío en que escuche al Papa, cuyo criterio al respecto es inequívoco. Esas montañas marcan una frontera clara.

—Las fronteras, mi querido amigo, las trazamos los hombres con la espada —zanjó el llamado Beltrán, cuya lengua parecía a esas alturas hecha de pasta—. Vamos a buscar un lacayo que nos rellene las copas de este excelente clarete.

Se alejaron de donde estábamos, por lo que me perdí el resto de la charla en el momento más interesante. Iba a tratar de acercarme al heredero, a fin de rendirle pleitesía, cuando llamó mi atención la figura de un monje templario que permanecía aislado, igual que yo, del resto de los invitados. Lucía su tradicional túnica de lana blanca, bastante sucia por cierto, con una cruz roja bordada en la pechera. Llevaba la cabeza burdamente rapada a navaja. Habría desentonado en ese entorno por su aspecto descuidado, de no haber sido de dominio público el afecto que desde sus orígenes profesaba la Corona de Aragón a esa orden guerrera que tanto había contribuido con su arrojo a ganar el reino, palmo a palmo, a los sarracenos. Bien sabía yo de la bravura de esos frailes, a quienes había visto luchar con nosotros sin participar en los posteriores saqueos, pues hacían voto de castidad y pobreza y dedicaban su vida entera a la oración y al entrenamiento militar. Era increíble su entrega en la batalla, amén de la fuerza tanto física como mental que mostraban ante el enemigo. Jamás se rendían ni pagaban rescate por uno de los suyos. ¿Qué más les daba el atuendo?

Sentí que estaría mucho más cómodo con él, tan parecido a mí, que en cualquier otra compañía. Además, pensé, iba a resultarme completamente imposible llegar hasta el infante, por más empeño que pusiera en ello, ya que le asediaba literalmente una nube de aduladores y pedigüeños. Así es que cambié de rumbo y me presenté al templario sin ceremonia.

—Soy Guillermo de Girgenti, almocadén de una de las compañías de almogávares que combaten la rebelión de Al Azraq. Es un honor saludar a un hermano en la fe y en el campo de batalla.

—Salud, almogávar —respondió el templario—. Me llamo Vasall, sargento Vasall, para servir a Dios y al Papa al mando de mi galera.

—¿Puedo preguntar qué hacéis aquí?

—Lo mismo podría deciros yo a vos —respondió con desconfianza.

—Mi madre era buena amiga de la familia de la novia —resumí, evitando deliberadamente entrar en detalles.

—A mí me envía mi orden dentro de una delegación integrada por cuatro monjes. Este infante y sobre todo su padre tienen mucho que agradecernos a los templarios, aunque su matrimonio sea una muestra más de ingratitud por su parte.

—¿Por qué razón decís tal cosa?

—Porque es sabido que a Su Santidad le desagrada en extremo, por más que finalmente haya accedido a autorizarlo. Él quiere a un rey francés en el trono de Sicilia y ha excomulgado al padre de esta princesa, Manfredo, hijo ilegítimo del emperador Federico, con quien también se las tuvieron tiesas muchos de sus predecesores en el sagrado solio de Roma.

—Conozco al infante don Pedro —salí en defensa de mi señor— y dudo mucho que haga nada susceptible de enemistarle con nuestra Santa Iglesia…

—Eso mismo pensábamos nosotros de don Jaime, después de haberle protegido tanto, y no deja de provocar disgustos al pontífice. Gracias a Inocencio III fue liberado de la prisión dorada en que lo había encerrado Simón de Monforte, el cruzado francés vencedor de su padre en Muret, y enviado a un castillo resguardado donde el gran maestre de la orden, Guillem de Montredon, se ocupó personalmente de su educación. Nosotros hicimos de él un gran guerrero y le mantuvimos a salvo de los nobles zaragozanos que llegaron a apresarle cuando todavía era un niño. A los diez años de edad fue proclamado rey gracias a nuestro auxilio y fuimos nosotros, a instancias del Papa, quienes le ayudamos a abrirse camino en un reino fragmentado en luchas intestinas. Sin los templarios no habría llegado a reinar, tenedlo por seguro.

—No veo el motivo de agravio. Don Jaime ha sido un gran conquistador para la cristiandad, como lo será su hijo, estoy seguro.

—Si sólo lo hubiera sido en el campo militar…

—No os comprendo.

—El problema es que este soberano es demasiado aficionado a las mujeres, fuente permanente de tentación, y cohabita en este momento amancebado con una tal Teresa Gil de Vidaurre, con la que ha tenido varios hijos, ajeno a las advertencias del Santo Padre sobre el peligro que corre su alma al vivir en pecado mortal. Hemos perdido ya la cuenta de los bastardos que ha traído a este mundo yaciendo con unas y con otras, sordo a los mandamientos divinos.

No respondí. Era evidente que aquel monje austero, cumplidor a rajatabla de su voto de pureza, juzgaba al rey con la misma severidad que la cabeza de la Iglesia romana. No era mi caso. Yo también había amado carnalmente a una mujer sin bendecir esa unión con el sacramento del matrimonio, y nunca me arrepentiría de ello. De haberle hablado con sinceridad, habría dicho que comprendía a ese monarca abrumado de responsabilidades, que buscaba en el lecho de su amante algo de paz y de calor. Como era evidente que Vasall no compartiría mi opinión, cambié de tema con un requiebro, determinado a no mentir.

—Decidme, sargento, ¿por dónde navega vuestra galera habitualmente?

—Surca el Mediterráneo a veces en dirección a Tierra Santa, donde protegemos las rutas de los peregrinos además de servir de banqueros a la mayoría de los señores locales, y otras en operaciones de castigo contra los piratas sarracenos que desde el norte de África asolan nuestras costas. Nunca nos falta tajo. Precisamente en estos días se empieza a pergeñar un plan, concebido por el soberano, que podría llevarnos a acompañar a toda la flota aragonesa en su cruzada para liberar los Santos Lugares con la ayuda del kan de los mongoles.

—¿Cómo decís? —Me quedé perplejo.

—Digo que don Jaime pretende enviar a toda su escuadra contra el sultanato de Egipto, a fin de recuperar la ciudad de Jerusalén y los demás lugares por los que anduvo Nuestro Señor Jesucristo, en una operación militar conjunta llevada a cabo con los jinetes mongoles, quienes al parecer simpatizan con los cristianos además de ser guerreros formidables.

—Respecto de lo segundo —dije todavía bajo la conmoción de una información que me había dejado sin aliento—, estáis en lo cierto. En cuanto a las simpatías de esas bestias sedientas de sangre, creedme cuando os digo que no conocen otra religión que la brutalidad ni otro código moral que el basado en la fuerza y la violencia. Sé de lo que hablo.

Le narré, de forma resumida, nuestra peripecia en tierras de Tukai, poniendo el acento en lo que habíamos visto mi padre y yo tanto en el camino de ida como en el de vuelta. Las aldeas y ciudades arrasadas por Gengis Kan. Las calaveras apiladas en pirámides. Los cadáveres de niños ensartados en flechas… Vasall me escuchó en respetuoso silencio, hasta que di por concluido mi relato con una pregunta:

—¿Alguien ha informado a Su Majestad de lo que os estoy contando? ¿Sabe él, en nombre de Dios, con qué clase de bárbaros paganos piensa tejer una alianza?

—Lo ignoro, pero me aseguraré de que lo sepa, si eso os tranquiliza. Tampoco a nosotros los templarios nos agrada esa operación contra los mamelucos egipcios, con quienes mantenemos relaciones correctas dentro de las diferencias que nos separan. Toda Tierra Santa se sostiene sobre un equilibrio de poderes extremadamente inestable que a nadie conviene romper, so pena de ver derrumbarse el edificio.

—Para mi desgracia —añadí—, he conocido de cerca tanto a los turcomanos mahometanos como a los mongoles idólatras, y puedo garantizaros que estos últimos son infinitamente más peligrosos y crueles que los primeros. No hay finalidad que justifique un acercamiento a ellos. Su único afán es convertir la Tierra entera en una gigantesca estepa en la que pasten sus caballos y sus mujeres amamanten a sus hijos en las tiendas de fieltro que habitan. Disuadid al rey de esa locura, os lo suplico. No os imagináis la clase de pesadilla en que se convertiría su vida y la nuestra a partir del momento en que nos tuvieran al alcance de sus flechas.

—Tomo buena nota de vuestras advertencias, Guillermo de Girgenti. Don Jaime tendrá noticias de vuestro relato, que resulta extremadamente valioso en estos momentos y probablemente le llevarán a desestimar ese proyecto. Ha sido una gran fortuna toparme con vos en este lugar tan poco adecuado, en apariencia, para una conversación de índole militar.

—Ambos servimos al mismo credo y al mismo rey, caballero —me despedí abrumado por la noticia—, lo que me garantiza que cumpliréis vuestra palabra. Es probable que volvamos a encontrarnos. Hasta entonces, que los vientos os sean propicios.

—Y que vuestro hierro ande siempre bien despierto, almogávar.

—Hasta siempre.

Una semana después, cuando ya me disponía a regresar a Barbastro cansado de esperar, llegó finalmente a la posada un mensajero que traía la respuesta a mi petición de audiencia. Doña Constanza me recibiría, tal como había solicitado. Su Secretaría me mandaba decir que acudiera transcurridos tres días a sus aposentos del palacio señorial, donde ella tendría el mayor gusto en saludarme.

¿Qué iba yo a decirle a esa gran dama? ¿Cómo me dirigiría a ella? Habría preferido enfrentarme solo a toda mi compañía que pasar por semejante trance. ¡Si ni siquiera era capaz de guardar la compostura ante mi propia madre! No pegué ojo durante las dos noches siguientes. Di vueltas y más vueltas pensando en qué hacer, hasta que resolví guardar silencio, limitándome a trasladarle los saludos afectuosos de Braira de Fanjau. Si cerraba la boca y únicamente escuchaba, me dije, reduciría a cero las posibilidades de quedar como un patán ante esa princesa de belleza deslumbrante. Y atrincherado en esa resolución me dirigí una mañana a su encuentro.

Doña Constanza me recibió afectuosa, tendiéndome con gracia su mano enguantada de encaje a fin de que se la besara. Estaba de pie, junto a una ventana a través de la cual penetraba la luz del atardecer que dibujaba tonos cobrizos en su piel morena. Era realmente bella a rabiar, aunque su forma de mirar, inclinando levemente la cabeza hacia un lado, denotaba cierta humildad impropia de la realeza. Parecía muy excitada con el encuentro, porque antes de darme tiempo a saludarla con el ceremonial debido a su rango se lanzó a interrogarme, curiosa, saltándose el protocolo.

—¿De verdad sois hijo de Braira de Fanjau?

—Lo soy, señora. Es ella quien me envía a presentaros sus respetos, pues la edad le ha impedido responder a vuestra invitación, tal y como habría sido su deseo.

—¡Lástima! Me habría gustado tanto que leyera mi futuro en sus cartas…

—No os comprendo —dije, genuinamente sorprendido.

Se quedó observándome un instante, supongo que a fin de calibrar si lo que decía yo era cierto o impostado. Debió de darme su aprobación, porque sus labios carnosos, capaces de volver loco a cualquier hombre, se abrieron en una sonrisa casi infantil, que dejó al descubierto una dentadura perfecta.

—¿Ya no practica el juego del Tarot?

—La verdad es que ella y yo estuvimos muchos años separados, y nunca he sabido nada de ese juego del que me habláis —respondí azorado.

—Sí, mi abuela Bianca me contó que cuando la conoció lloraba amargamente vuestra ausencia así como la de su marido, por estar ambos cautivos en tierra de infieles. ¿No es así?

—Así es, señora. Primero en Mesopotamia y más tarde en Mongolia, entre salvajes indignos de ser llamados humanos.

—¡Cuánto lo siento! Debió de ser muy doloroso…

—De todo se aprende si se logra salvar la vida. Los dos regresamos gracias a Dios con bien y ahora sirvo a vuestro esposo, mi rey, en calidad de almogávar, lo que constituye un orgullo.

—Sabed entonces, almogávar, que vuestra madre y mi abuela fueron buenas amigas mucho antes de que yo naciera. Ella, Braira, poseía un don especial para leer los signos contenidos en una extraña baraja que siempre llevaba consigo. De ese modo pronosticó que una Constanza de su linaje estaría llamada a cumplir un destino decisivo para la Historia. La abuela lo recordaba bien: «Tal vez no sea tu hija sino tu nieta, pero logrará unir Aragón y Sicilia a través de los sentimientos». Y aquí estoy yo. Creo que el infante me ama tanto como yo a él. Lo leo en sus ojos. Amo ya a este pueblo al que apenas conozco como él llegará a amar al mío. Lo presiento. Vuestra madre acertó de lleno. Os ruego que le transmitáis mi afecto y gratitud. En cuanto a vos…

—Contad con mi lealtad inquebrantable, señora —le dije, cautivado por la nobleza que irradiaba su persona.

—Es bueno tener un amigo en una tierra a la que se acaba de llegar. No echaré vuestra lealtad en saco roto, tenedlo por seguro. Volveremos a encontrarnos, soldado.

—Guillermo de Girgenti, para serviros, almocadén de mi compañía.

—Guillermo de Girgenti, me serviréis. Ahora podéis retiraros. No olvidéis trasladar a vuestra madre lo que os he dicho. Y reiteradle mi aprecio. Si alguna vez precisa algo de mí, no tiene más que hacérmelo saber. Estoy en deuda con ella.

Esa noche hablé de nuevo con Máiuska, que se presentó como hacía siempre, de improviso, sorprendiéndome con la increíble autenticidad de su voz susurrada directamente a lo más oculto de mis pensamientos.

—Te ha gustado, ¿eh?

—¡No digas disparates, amor mío! ¿Cómo podría gustarme? ¡Es mi reina!

—No deja de ser una mujer que te miraba, además, con interés. Tú también le has agradado a ella. Eres un hombre muy atractivo…

—¡Máiuska, no me atormentes! ¿Qué son estos desvaríos de mi mente?

—Ya te he dicho que vivo en ti porque tú me mantienes viva. Si tú no quisieras convocarme yo no acudiría a tu llamada. Y ya va siendo hora de que encuentres una mujer de carne y hueso que te haga compañía, para que yo pueda descansar.

—Me ha recordado a ti en pureza, en belleza, en alegría —admití—. Es una princesa de los pies a la cabeza que hará muy feliz a don Pedro. Me alegro por él. Se la merece. Pero de ahí a lo que tú infieres, dista un abismo.

—Como te mereces tú a una compañera fiel, que te ame y colme tus deseos.

—Máiuska, nunca habrá espacio en mi corazón para otra. ¿No lo comprendes? Eres y siempre serás mi única esposa a los ojos del Altísimo. Mi corazón murió contigo y yace enterrado en la estepa. Sólo espero el momento de ir a tu encuentro en la otra vida, dado que no he podido cumplir mi promesa de llevarte a mi tierra natal. Quiera Dios perdonar mis pecados y afianzarme en la fe y la virtud, a fin de hacerme merecedor del cielo en el que sin duda estás tú.

—Me entristece verte solo…

—No lo estoy. Me acompaña tu recuerdo. ¿No lo ves? Y la misión que me he impuesto. Si puedo servir a esta reina como lo hicieron mis padres, siempre leales a su abuelo, estaré perpetuando su tarea. Será un mérito más que exhibir ante el Creador cuando sea llamado a Su presencia para ser juzgado. ¡Quiera Él que basten para merecer compartir tu eternidad!

Regresé a Barbastro enredado en los más variados pensamientos. ¿Qué serían esas cartas de las que nunca había oído hablar? ¿Quién era en realidad mi madre? ¿Volvería a ver a esa gran señora cuya voz resonaba aún en mis oídos? Necesitaba respuestas.

El verano tocaba prematuramente a su fin. Caía una lluvia fina ese domingo al mediodía cuando llegué al hogar familiar, donde un criado me hizo saber que mi padre y mi madre se encontraban almorzando en la residencia de doña Inés. Tras cambiarme de ropa, pues venía empapado del viaje, hasta allí me llegué yo también, ansioso por interrogarles.

Otro sirviente, en este caso a sueldo de nuestros amigos, me condujo hasta la estancia principal de la residencia en cuestión, donde reinaba una extraña calma. Terminada la comida, los cuatro adultos y la pequeña Máiuska, adormilada sobre las rodillas de Iván, seguían sentados en torno a la mesa, escuchando uno de esos relatos de caballería que habían hecho la fortuna de mi padre durante nuestro cautiverio, por la maestría con que sabía desgranarlos. Tan embebidos estaban en él que ninguno reparó en mi presencia ni yo quise delatarme. Siguieron escuchando las andanzas de un personaje llamado don Quintín, a quien mi padre hacía luchar con dragones y villanos en defensa de la virtud de su dama. Él gesticulaba y modulaba la voz en el empeño de dar más realismo a la narración, mientras sus oyentes contenían el aliento cautivados por la intriga. Por vez primera en más tiempo del que lograba recordar, sentí algo que reconocí como ternura cosquillearme la garganta, y al aclarármela rompí el ensalmo.

—¡Guillermo! —corearon al unísono—. ¿Cuánto hace que estás aquí?

—Apenas un instante —repuse—. El suficiente para saber que el caballero navarro mató a la bestia.

—Ahora eres tú quien ha de contarnos todos los pormenores de tu misión —me urgieron mis progenitores—. ¡Hasta el último detalle!

—Que le traigan un plato de ese guiso de cordero por el que acabamos de dar gracias a Dios —terció el ruso, que lucía una considerable barriga de glotón—. ¡Y otro jarro de vino! La tarde acaba de empezar.

Respondí a todas sus preguntas sobre el atavío de la novia, la calidad de los invitados y demás frivolidades referidas a la boda real, sin olvidar lo que había oído decir a los nobles catalanes y aragoneses sobre las guerras valencianas y los impuestos. También di cuenta de mi encuentro con doña Constanza, omitiendo la parte más íntima de nuestra conversación. Al acabar, dejé que la niña se acercara a mí para darme un beso en la mejilla, tal como le había pedido su madre que hiciera. Nunca una caricia me había llegado tan hondo. Con toda la delicadeza de la que fui capaz, tomé su manita entre las mías y en uno de los hoyuelos que marcaban el nacimiento de los dedos deposité a mi vez un amago de beso, temeroso de dañar su piel con mi barba. Tras reponerme del esfuerzo desplegado en ese gesto, aduje estar muy cansado y emprendí la fuga, en plena tempestad de emociones tronando dentro de mi cabeza.

—Debes encontrar una buena mujer que te dé todo el amor que mereces, hijo —me dijo mi madre por el camino—. No es buena la soledad para el hombre.

—¿Qué ha sido de tus cartas del Tarot? —le respondí, evitando deliberadamente la cuestión que me planteaba y yendo al asunto que me quemaba en los labios. Se quedó de piedra, parada en medio de la calle bajo la lluvia.

—¿Se puede saber quién te ha hablado a ti de eso? —me contestó, evidentemente molesta.

—Este no es lugar para abordar ese asunto —zanjó la tensión mi padre, como siempre conciliador—. Vamos a casa.

No fui yo quien puso de nuevo en suerte el tema de los naipes, sino él, consciente de la incomodidad que le había producido a ella mi pregunta.

—A tu madre no le gusta recordar ciertas cosas.

—Está bien, entonces callaré. Es que la princesa siciliana me pidió que le transmitiera el afecto con el que la recordaba su abuela, y se refirió especialmente a ese juego que, según dijo, auguró hace mucho tiempo que una muchacha de su estirpe uniría a través del amor los destinos de Aragón y Sicilia.

—El Tarot yace en el fondo del mar —me respondió a destiempo mi madre, súbitamente alterada—. Era un juego inocente, aunque capaz de ejercer un increíble influjo sobre ciertas personas, que me enseñó tu abuela de Fanjau y en cuyo manejo yo llegué a desarrollar una notable habilidad. Me permitió servir de consejera a gentes muy importantes, lo que me otorgó influencia y por consiguiente poder, aunque no acertó a prevenirme de ninguna de las desgracias que acaecieron en nuestras vidas. Hacía mucho que no pensaba en él…

—Ahora estamos de nuevo juntos —la abrazó mi padre, cariñoso— y nada podrá separarnos. No habrá más infortunios, te lo prometo.

—¿Qué más te contó la infanta? —inquirió ella, intrigada.

—Dijo que amaba a don Pedro así como al pueblo de Aragón. Que sería feliz en esta tierra. También pidió, más que exigir, mi lealtad de soldado.

—¿Se la darás?

—Ya es suya. Hay algo en esa princesa que invita a servirla con devoción. En lo que de mí dependa, puedes estar segura de que no le fallaré.

—Te necesitará tarde o temprano, hijo. Algo me dice que ocurrirá, y que habrás de estar a la altura de tan alta responsabilidad.

—Lo estará, Braira, lo estará —la tranquilizó mi padre—. Conozco a Guillermo mejor que nadie y puedo asegurarte que nuestro hijo hará honor a la sangre que corre por sus venas.

Por la fiesta de Todos los Santos volví a marchar a mi puesto en el campo de batalla, vestido con la gonela de lana basta de los almogávares, el cuchillo y los dardos al cinto, mi arco mongol bien sujeto a la montura, el carcaj cargado de flechas, una manta para abrigarme en la noche y un zurrón lleno de pan y cecina. No necesité ver los ojos tristes de mis padres despidiéndome a las puertas del establo. Los llevaba conmigo, a los dos, en la paz de una memoria recobrada que jamás podría abandonarme.