2

Aquella noche no pegué ojo. Justo antes del amanecer, roído interiormente por la impaciencia, irrumpí en la alcoba de mis padres sin molestarme en llamar. ¡En mala hora!

Esa estancia estaba situada en la primera planta de nuestra nueva casa, justo encima de la cocina, a fin de aprovechar el calor que ascendía desde los fogones. Era amplia, provista de una gran chimenea, con dos ventanas altas, estrechas, rematadas en un arco ojival y orientadas al sur, que recibían la luz del sol a lo largo de todo su recorrido. A uno de los lados de la habitación llenaba casi toda la pared una cama provista del correspondiente dosel de columnas torneadas, como imponían los rigores del invierno barbastrino y podían permitirse gentes de su elevada alcurnia. En esos días cálidos, no obstante, las cortinas permanecían abiertas, por lo que me fue dado contemplar en toda su impudicia los cuerpos desnudos de mis progenitores, abrazados en el sueño, pecho contra espalda, hechos un ovillo, como si formaran una única persona. ¡Qué vergüenza! Aún se me eriza el vello al rememorar la escena… Mediante un gran esfuerzo de contención salí sin hacer ruido, conmocionado por esa visión obscena a mis ojos, que hubiera deseado evitar a toda costa y a la vez me produjo una emoción a medio camino entre la ternura y la envidia. Cerré la puerta con sigilo, esperé unos instantes y luego, sí, llamé pacientemente, hasta que la voz somnolienta de mi padre respondió:

—¿Quién vive?

—Soy yo, Guillermo, vengo a despedirme.

—¿Despedirte? —dijo, alarmada, mi madre.

—Sí. Despedirme. Me marcho ahora mismo.

—Aguarda un instante —replicó él.

Al cabo de pocos minutos me franqueó la entrada, cubierto con una camisa larga, al igual que mi madre, quien sobre esta se había puesto una saya común, de lino basto. Ambos parecían preocupados. Me invitaron a sentarme en un cofre situado a los pies del lecho, que hacía las veces de guardarropa, mientras ella encendía varias candelas con el fin de alumbrar nuestra conversación y él acercaba una silla en la que se sentó frente a mí.

—¿Qué nueva locura es esta? —me interrogó, visiblemente enfadado—. ¿Tenías tanta prisa en irte sabe Dios dónde como para despertarnos antes del alba de este modo tan impropio de un caballero?

—Podría haberme ido sin decir adiós, tienes razón —contesté ceñudo.

—Hijo —terció mi madre, acercándose a mí con esa mirada escrutadora que parecía no entender nada y al mismo tiempo comprenderlo todo—. ¿Qué te ocurre? ¿Dónde has de ir con tanta premura y por qué motivo?

—¡Al fin he encontrado una guerra en la que luchar! —me ufané—. Ayer conocí a dos almogávares que se dirigen al sur, hacia los dominios del rey próximos a la ciudad de Játiva, donde es menester reprimir la sublevación de un caudillo moro alzado en armas.

—¡El Señor nos asista! —exclamó ella—. Esos almogávares son fieras, hijo. Todo el mundo les teme. No conocen otra regla que la brutalidad ni sienten el menor respeto hacia nada ni hacia nadie. Su Majestad don Jaime los necesita en virtud de su habilidad militar y por ello les consiente más de lo que debería, aunque se dice que le desagradan en grado sumo. Son montaraces agrestes, primitivos, gentes peligrosas con las que no deberías siquiera haber entablado conversación.

—Son iguales que yo, madre. Cuñas de la misma madera. ¿Cuándo te convencerás de que eso es exactamente lo que es tu hijo, un ser salvaje? Ya no existe el Guillermo que conociste en Girgenti. Ese joven murió en Mongolia.

—Si tantas ganas tienes de luchar —intervino mi padre—, enrólate en el ejército regular. Puedes permitírtelo. Eres un excelente jinete con suficiente fortuna para adquirir el mejor caballo de batalla que encontremos, así como espada, lanza y armadura dignas de tu linaje.

—No soy un caballero, padre. No encajaría en esas vestiduras. ¿Cuántas veces he de decírtelo? ¿Cuántas hemos hablado de esta cuestión? Prefiero el tipo de lucha del que me han hablado esos dos soldados peculiares, que visten como los mongoles y, al parecer, viven de un modo muy parecido al suyo. Esas costumbres se adecuan mejor a lo que puedo esperar de mí mismo.

—Ve entonces a Sicilia a reclamar lo que es nuestro, lo que es tuyo, el legado que te pertenece y que te define como miembro de una casa noble.

—Es demasiado tarde para eso. Voy a enrolarme como almogávar en la compañía de un capitán, o adalid, que es como llaman ellos a su comandante, un tal Jimeno, cuyas huestes acampan a las afueras de la ciudad. Hoy mismo partiremos hacia la frontera.

—Guillermo, hijo —me suplicó mi padre, abandonando el tono severo—, no sucumbas al bárbaro que hay en ti. No permitas que te venzan esos demonios de ojos rasgados después de lo que nos costó huir del cautiverio. Tuviste tiempo más que suficiente para comprobar por ti mismo a dónde conduce esa senda: a la destrucción ciega, al aniquilamiento de todo cuanto deja alguna huella de nuestro paso por esta tierra, mejora lo que hallamos en ella y hace la vida placentera. Al asesinato. A la nada.

—Es el camino que he escogido, padre. El único que me ha dejado el destino.

—No es verdad. ¿No recuerdas a Gunter, el traidor? Él nos vendió, apostó por la esclavitud. Nosotros perseveramos en nuestro anhelo de libertad y logramos alcanzarlo con la ayuda de Dios. Siempre hay elección. Siempre hay otra vía. Es cuestión de voluntad, de esforzarse por fijar la vista en cuanto de hermoso nos ofrece el universo que nos rodea. Aquí tienes a tu familia, tienes amigos incondicionales como Iván o Inés, cuya lealtad siempre será inquebrantable. ¿Qué más puedes desear?

—¿Qué es lo que buscas, Guillermo? —le interrumpió mi madre—. Sea lo que sea, nosotros podemos dártelo o ayudarte a encontrarlo. Háblanos. Abre ese corazón que grita silencioso con cada latido, a fin de que podamos hallar entre todos el modo de sanarlo…

Habría querido confesar que lo que buscaba era venganza. Simple y llanamente venganza, tal como me juré a mí mismo cuando recuperé la cordura tras la muerte de Máiuska y como me exigía ese corazón malherido. No pude hacerlo. Me limité a contestar:

—Ando en busca de un lugar en el que sentirme a gusto, de algo que hacer, de alguien con quien tener algo en común. Eso es todo. Os escribiré. No temáis. Regresaré pronto.

—Piénsalo más detenidamente…

—Mi decisión está tomada, padre. Recojo cuatro cosas, meto algo de pan y queso en un zurrón y me voy. Si algo me sucediera, repartid mis bienes como os plazca. Yo no quiero ni necesito nada.

Mi madre me dio un abrazo desgarrado que la obligó a ponerse de puntillas y que yo recibí con frialdad, casi molesto. Mi padre estuvo a punto de llorar, aunque se contuvo, a base de un enorme empeño de su férrea voluntad. Quiso a toda costa mantenerse firme ante mí, lo que me conmovió más que cualquier lágrima. Cuando ya salía yo por el portón, con provisiones para un par de días, vino corriendo descalzo, todavía en camisa, para hacerme entrega de dos bolsas llenas de monedas de oro y plata.

—Nunca se sabe, hijo. Tal vez llegues a necesitarlas. Haz un buen uso de ellas. Sabes cuánto dolor han costado…

—Adiós, padre. No padezcas. Sabré cuidar de mí mismo.

—¡No te olvides de quién eres! —fue lo último que le oí decirme—. Eres Guillermo de Girgenti. Nunca fuiste ni serás Mo.

Durante todo el tiempo de nuestra estancia en Mongolia, el soberano don Jaime de Aragón, auxiliado por las órdenes de monjes guerreros como los templarios y los caballeros de San Juan del Hospital, había batallado incansablemente contra los sarracenos que ocupaban los territorios situados al sur de su reino. Estos estaban profundamente divididos en taifas de pequeño tamaño siempre enfrentadas entre sí, cuyos caudillos pagaban tributo al monarca cristiano a fin de asegurar su supervivencia. Hasta que él se cansó de este juego y decidió expulsarlos de la isla de Mallorca, las plazas fuertes situadas al norte de Valencia, como Morella, Burriana, Peñíscola o Chisvert, y finalmente acometer la gran capital del rico reino valenciano, en manos musulmanas desde los albores de la conquista acaecida hacía cuatrocientos años.

Mientras yo trataba desesperadamente de sobrevivir a los rigores del invierno mongol, en el año de Nuestro Señor de 1238, el monarca más batallador de cuantos había producido la casa de Aragón entraba victorioso en la próspera urbe situada a orillas del Turia, para colocar su pendón en lo alto de sus formidables puertas y consagrar como catedral la que fuera mezquita dedicada a rendir culto al falso dios a quien llamaban Alá. El tratado previo a la capitulación, firmado por el propio don Jaime haciendo gala de su proverbial generosidad, permitía a los súbditos de credo islámico conservar tanto sus vidas como sus bienes, lo que desagradó hondamente a los miembros de la nobleza que luchaban junto al rey y llevaban meses frotándose las manos al pensar en los tesoros que guardaría una ciudad rodeada de las huertas más fértiles de toda Hispania. Una plaza inmensamente rica, aureolada, además, de leyendas fabulosas sobre la sensualidad de sus mujeres. ¡Una tentación irresistible para más de uno!

Triunfó la voluntad real y hubieron de conformarse estos gentilhombres, así como las tropas de asalto de las que ahora yo formaba parte, con saquear villas y aldeas situadas al sur de la citada capital, en abierta disputa con las fuerzas del infante de Castilla, Alfonso. El infante reivindicaba los derechos de su soberano sobre dichos territorios, pertenecientes formalmente al reino de Murcia, en virtud de los tratados suscritos entre ambos monarcas cristianos en el momento de repartirse los despojos del derrotado imperio musulmán.

Y en esas estábamos en el verano de 1255, mientras avanzábamos a buen paso hacia la serranía de Alcoy decididos a terminar con el sublevado Al Azraq.

Todo esto me lo fueron contando, a medida que caminábamos, mis compañeros de mesnada, y en particular el adalid, con quien forjé algo parecido a una amistad basada en lo similar de nuestras trayectorias. Ambos habíamos vivido prácticamente desde niños en territorio hostil, él sometido a los infieles, yo esclavo de gentes paganas; compartíamos la misma edad e idénticas aspiraciones guerreras, y estábamos igual de solos. Ninguno de los dos era muy hablador. Yo había conseguido, a base de mucho trabajo, desprenderme de todo conocimiento ajeno al manejo de las armas, o al menos simular ese olvido de manera convincente. Jimeno siempre había sido analfabeto e iletrado, lo que jamás fue causa de preocupación alguna por su parte. ¿Quién añora lo que desconoce?

De cuando en cuando, mientras dábamos un bocado una vez terminada la jornada de marcha, comentábamos los acontecimientos que acabo de relatar así como los relativos a mi cautiverio, jurándonos mutuamente fidelidad absoluta cuando llegara la hora del combate. Yo carecía de su experiencia sobre la peculiar forma de luchar que caracterizaba a los almogávares, probada en múltiples embates, aunque la suplía con mis propias habilidades sumadas a un ardiente deseo de derramar sangre. Creo que le caí en gracia desde el momento mismo en que fui presentado a él por Joan, la mañana de nuestra partida. Me miró de arriba abajo sin pronunciar palabra, y me aceptó en la hueste que comandaba, compuesta por un centenar de hombres. No fue necesario más trámite.

Aragón era tan distinto a Mongolia que resultaba difícil ver la mano del mismo Creador detrás de sus respectivos paisajes. La patria de mi madre estaba en las antípodas de la estepa llana, de horizonte inabarcable, en la que había arrastrado tantos años de existencia miserable. En lugar de planicies desiertas, idénticas en su monotonía, los dominios de don Jaime alternaban montes de piedra negra, blanca o rojo cobrizo; bosques poblados de una increíble variedad de árboles cuyos nombres desconocía, campos sembrados de trigo, avena, cebada, e incluso arroz, en algunas zonas pantanosas próximas al mar Mediterráneo, el mismo que bañaba las costas de Sicilia; viñas, un increíble despliegue de cepas primorosamente cuidadas, especialmente en los alrededores de Barbastro, cuyos caldos alcanzaban una más que notable reputación en las copas de los entendidos; huertas de frutales, verduras y hortalizas… Era imposible contemplar tamaña variedad de prodigios, algunos regalo de Dios y otros, los más, obrados por la mano laboriosa del hombre, sin asombrarse hasta llegar a perder el aliento.

Aquella era una tierra hermosa, generosa, capaz de colmar cualquier deseo. Allí no habrían podido cabalgar a su antojo los jinetes de Gengis Kan, lanzados a la devastación, pues habrían hallado infinidad de obstáculos a su avance en una orografía tan compleja como hospitalaria, plagada de valles, colinas, llanuras, ríos, playas o incluso altozanos de difícil acceso, aunque generalmente fértiles además de amables en su climatología. Nunca hacía demasiado frío ni calor, en comparación con los extremos que se alcanzaban en Mongolia. La variedad de animales, tanto domésticos como salvajes, superaba con creces a la de los llanos habitados por el pueblo de ojos rasgados, aunque los mosquitos, en las zonas húmedas, eran casi tan molestos como los de la taiga y las estepas en verano. Según la sabiduría popular, eran causa de enfermedades graves, motivo por el cual se combatían con toda clase de hierbas y fumigaciones destinadas a erradicarlos. Lo que nunca vi fue que nadie se untara la piel de grasa, como hacía yo, con el fin de evitar su picadura. Y por más que insistí a mis compañeros, no logré que siguieran mi ejemplo ni dejaran de contemplarme con asco cada vez que me restregaba el rostro, el torso y los brazos con sebo de cerdo o de cordero.

Viajamos centenares de leguas, atravesando campos y sierras, a lo largo de muchas jornadas. Vivíamos de lo que robábamos en alquerías de moriscos, cuyos habitantes huían despavoridos al vernos aparecer en la distancia, o bien de la caza. De acuerdo con la ley, los venados o jabalíes que nos alimentaban pertenecían a los nobles dueños de dichos feudos, en la misma medida que los siervos que cultivaban sus tierras. Estaba prohibido y severamente castigado dar muerte a una de esas piezas, reservadas para el entretenimiento del señor, por lo que si en lugar de almogávares hubiésemos sido forajidos comunes o campesinos hambrientos habríamos acabado con toda seguridad en la horca. Nuestra condición de cuerpo militar de vanguardia, empero, nos protegía de cualquier represalia, además de garantizarnos el paso franco hasta alcanzar nuestro punto de destino, situado en las escarpaduras meridionales a cuyo abrigo campaban a sus anchas los moros que se habían rebelado contra nuestro soberano.

Desde hacía casi una década, el caudillo Al Azraq se había negado a someterse a las condiciones de paz firmadas por sus emires y, con el respaldo de los reyes moros de Murcia y Granada, que alentaban a los mudéjares a sumarse a ese alzamiento, controlaba una tupida red de castillos situados en las montañas inexpugnables que rodeaban la villa de Alcoy, así como varias aldeas vecinas, prácticamente inaccesibles. Desde allí, los guerreros sarracenos se entregaban al pillaje de caseríos cristianos, cuyos pobladores eran objeto de las peores vejaciones antes de ser vendidos como esclavos, amén de yermar huertas y campos sembrando la desolación. La situación no podía ser tolerada por el Conquistador.

Tan escarpado era el terreno, empero, que resultaba intransitable para la caballería comandada por el infante don Pedro, hijo de Jaime, a quien su padre había enviado a someter a los sublevados a sangre y fuego. No cabía otra opción que escalar con cuerdas las paredes de piedra en cuya cima anidaban las plazas fuertes enemigas, o bien adentrarse en los caminos de pastores plagados de recovecos susceptibles de albergar una emboscada. El escenario perfecto para el trabajo de los almogávares. Allí, en ese paraje maldito, daríamos la medida de lo que en realidad valíamos.

Instalamos nuestro campamento a los pies del castillo que debíamos tomar al asalto. Un poco más abajo, en una planicie algo más amplia, se habían aposentado el infante y sus caballeros, alojados en tiendas adecuadas a su rango, cuyos colores reproducían los de sus respectivos blasones. Para entonces se nos había echado encima el frío propio de la estación, cercana ya la festividad de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, y los hombres encendían hogueras en las que calentar la espera y preparar el rancho. Yo velaba armas a mi manera, rogando al cielo tener la oportunidad de cobrarme en esos rebeldes la tan anhelada revancha.

La víspera del ataque nos acercamos mi adalid y yo, junto al almocadén que dirigía mi grupo y un puñado de veteranos, a recibir las últimas órdenes del mismísimo infante, cuya aparición ante mis ojos provocó en mí un efecto inesperado. Nada más verle, su imagen golpeó mis recuerdos con una brutal sacudida, y me vi a mí mismo proyectado en él, una eternidad de tiempo atrás, partiendo de Jerusalén junto a otros soldados del emperador Federico, henchido de orgullo caballeresco, exactamente igual que ese muchacho cuya actitud altiva resultaba ser en sí misma una declaración de osadía tremendamente peligrosa.

Debía de tener la misma edad que yo entonces; unos quince años. Llevaba puesta una armadura de plata, con la correspondiente sobreveste que le identificaba como príncipe de la Casa de Aragón, ceñida por un cinturón del que colgaba una espada de empuñadura enjoyada, guardada en su correspondiente vaina de cuero repujado. Hacia ella se me fueron los ojos, al tiempo que evocaba el cuchillo de caza de Tukai, cuya belleza seguía muy presente en mi memoria. Ninguna de esas prendas haría otra cosa que estorbarle en el combate, pensé, aunque a continuación me dije que, tal como él sabría de sobra, ese día permanecería al margen, sin participar en la lucha de sus hombres. Su misión era únicamente representar a su padre con la dignidad debida a la sangre que corría por sus venas, y la llevaba a cabo sin tacha. Para eso le habían educado.

Era un joven apuesto, supongo. Alto de estatura, al igual que su progenitor, corpulento, de cabello claro, ojos vivaces, altaneros, y voz adolescente. Había heredado el carácter indómito de don Jaime, así como su nobleza. Miraba de frente. Apelaba directamente al honor de sus soldados, logrando la proeza de parecer uno más y al mismo tiempo el primero. Su linaje era indudablemente regio. Le habríamos seguido hasta la muerte sin dudarlo, aunque sólo fuera por ganarnos una felicitación de sus labios.

—Mañana tendréis el privilegio de tomar esa plaza, almogávares —nos dijo—. Hasta que llegue el grueso de mi hueste, el botín que hagáis será vuestro.

—Así se hará, alteza —respondió Jimeno, rodilla en tierra.

—Estos infieles han sembrado la muerte por doquiera. No tengáis piedad. Mi padre, que les concedió su protección personal tras la conquista de Valencia, se ha visto obligado a dictar una orden de expulsión de todos los moriscos de su reino a causa de los que, como Al Azraq, impiden con su violencia el libre asentamiento de colonos cristianos. Es por ello su voluntad y la mía que terminemos de una vez por todas con esta sublevación. ¿Me habéis entendido?

—Sí, señor —respondimos al unísono.

—Almogávares de Aragón —dijo elevando la voz—. ¡Quiero oír vuestro grito!

—¡Despierta, hierro, despierta! —coreamos, todos a una.

—¡Más alto! —nos urgió, alzando a su vez el tono.

—¡Despierta, hierro, despierta! —aullamos a voz en cuello, a la vez que agitábamos como salvajes nuestros cuchillos de carnicero.

Hacía muchísimo tiempo que no me sentía tan bien.

Apenas surgió el sol por encima de las montañas situadas a nuestra derecha, emprendimos el ascenso hacia el castillo de Alcoy. Caía una lluvia de aguanieve que embarraba el terreno haciéndolo más resbaladizo, lo que dificultaba una escalada ya de por sí muy dura entre riscos y barrancos. Perder pie en cualquiera de esos tramos significaba morir despeñado. No podíamos permitirnos ni un descuido.

Como los sarracenos esperaban la embestida, habían situado hombres en puntos estratégicos del recorrido, que nos acometían con piedras lanzadas mediante hondas o hacían rodar rocas enormes pendiente abajo con el fin de aplastarnos. Eso nos obligaba a avanzar dispersos, buscando cada cual su seguridad y velando por uno mismo. Algo que yo sabía hacer como pocos.

Me costó llegar, pero finalmente alcancé un emplazamiento ventajoso, en lo alto de un promontorio que me proporcionaba una visión privilegiada de las posiciones ocupadas por el enemigo. Era lo que había estado esperando todo ese tiempo. Demostrar que valía para algo. Con una calma sorprendente, dadas las circunstancias, empuñé mi arco de doble curvatura, capaz de llegar más lejos que cualquier honda; revisé una vez más que el tendón que hacía las veces de cuerda estuviera perfectamente tensado, calcé la flecha, disparé y alcancé en plena frente al primer moro que divisé, situado a unos doscientos pasos de mí, montaña arriba. Forcé la vista, atisbé a otro, semioculto tras un arbusto, y repetí la operación, acertándole en el pecho. Entonces mis compañeros se percataron de lo que sucedía y comenzaron a jalearme, indicándome a grandes voces dónde veían ellos objetivos para mis saetas. Todas dieron en el blanco. Sin una sola excepción.

Nunca se había visto nada igual en esas tierras. Animada por mis aciertos, el resto de la compañía aceleró el paso hasta alcanzar el desfiladero que era menester franquear antes de llegar a la fortaleza acometida. En ese punto se habían hecho fuertes ellos, aunque no lo suficiente para impedirnos el paso. Muchos cayeron bajo mis flechas y muchos más fueron muertos a cuchillo o derribados por las azconas y dardos que arrojaban mis compañeros con precisión implacable. También dejaron allí sus huesos varios aguerridos almogávares de Aragón, aunque eso no fue obstáculo para que entráramos cual vendaval en el fortín sarraceno, donde no quedó un mahometano con vida. Luego nos dirigimos a la villa que trepaba por las faldas de esa escarpadura, huérfana de protección una vez caído el castillo.

Tenía en la boca el sabor de la sangre. Lo juro. Todo lo veía teñido de rojo. Participé como uno más en la orgía de muerte y saqueo que tuvo lugar en esas horas de pesadilla, aunque yo no me detuve a buscar oro ni joyas, como la mayoría de mis camaradas. Prefería hincar mi cuchillo en las tripas de cuantos trataban de oponerse a nuestro avance o impedirnos el acceso a una vivienda. Disfruté rebanando el cuello a esos desdichados que en mi delirio veía con rostro chato y ojos felinos. Hasta sus súplicas, formuladas en árabe o aragonés, me sonaban a la lengua de los paganos que me habían arruinado la existencia.

Caminé a ciegas por las calles en cuesta de la ciudad tomada sin piedad, tal como se nos había ordenado hacer. Perdí la cuenta de las personas a las que quité la vida sin por ello calmar mi ansiedad. Entonces, a la vuelta de una esquina, vi correr a una mujer joven, cuya melena morena ondulaba de un lado a otro al ritmo de su carrera enloquecida. Le di alcance con facilidad, poseído por el demonio de la lujuria, y allí mismo la tomé como un animal, desgarrándole el vestido a la vez que la obligaba a morder el polvo, no tanto porque me acuciara el deseo como para sentir que la humillaba con aquel acto de barbarie. Con cada embestida me hacía la ilusión de estar cobrándome la deuda gigantesca que el destino tenía contraída conmigo. Cada golpe era una revancha. Cada gemido suyo, un bálsamo para mi corazón herido.

No sé si ella se desmayó o fui yo quien cayó exhausto. De pronto abrí los ojos y la vi en el suelo, a mis pies, sollozando. Sólo que ya no era la encarnación de la tentación que había visto en su cuerpo antes de deshonrarla, sino una muchacha resignada que únicamente esperaba ya el golpe de gracia de mi cuchillo. Me llevé la mano a la cintura, mientras ella cerraba los ojos, pero lo que saqué de él no fue una daga, sino la bolsa de monedas de oro que me había entregado mi padre al despedirme de él en Barbastro.

—Dales un buen uso —me había dicho.

¿Entraba en esa definición tratar de enmendar mi abyección regalándosela a esa desgraciada?

Anduve perdido el resto del día, tratando de evitar todo contacto humano. Al caer la noche me reuní en la plaza mayor del pueblo con los supervivientes de la compañía, unos dos tercios de cuantos habíamos participado en el asalto, incluidos Joan, Jimeno y Ferran. Di las gracias de rigor al Señor por ese acto de misericordia, antes de tumbarme bajo un soportal de piedra, envuelto en una piel de cabra. Estaba tan agotado que me dormí inmediatamente, aunque no encontré descanso alguno en el sueño. La mujer a la que había violado se me aparecía una y otra vez, las más con los rasgos de Máiuska, otras con los suyos cubiertos de sangre, para reprocharme el modo en que la había ultrajado.

—¿Qué mal te hice yo? —decía, pegando su rostro al mío hasta darme la sensación de que penetraba en mi cabeza—. ¿En qué te ofendí para merecer esa muerte en vida? ¿Por qué no acabaste con mi sufrimiento hundiendo tu hierro en mi pecho en lugar de tratarme igual que a una ramera y condenarme a arrastrar eternamente esta vergüenza?

Era tan real la aparición que me desperté buscándola en medio de la oscuridad. Me levanté y anduve a ciegas de un lado para otro. Allí no había otra cosa que guerreros roncando y otros montando guardia, toda vez que los habitantes de Alcoy se habían refugiado en sus casas, o lo que quedaba de ellas, confiando en que las tropas del infante llegaran lo antes posible a imponer la disciplina del vencedor, siempre preferible al caos que traía invariablemente consigo su temible vanguardia de choque.

Me había desvelado sin remedio, de modo que busqué el calor de una hoguera y un pellejo de vino en el que ahogar mi culpa. Bebí sin sed, en pos del olvido. No había probado bocado desde el amanecer anterior, por lo que la bebida se me subió rápidamente a la cabeza. Vomité, entre grandes arcadas, sin conseguir mi objetivo de aturdirme. Entonces oí su voz, con absoluta claridad, dirigiéndose a mí en la lengua de los mongoles atenuada por su acento.

—Lo hecho, hecho está, Guillermo. Es inútil que te tortures.

—¡Máiuska! —la llamé—. ¡Amor mío! Máiuska, llévame contigo. No quiero ser esta fiera en la que me he convertido.

—¿Acaso no estamos juntos? Te lo repito una vez más. Yo vivo en ti tanto como tú en mí. Tu amor es lo que me mantiene viva.

—Déjate de acertijos, Máiuska. No entiendo lo que me dices. Te oigo pero no te veo. Debo de estar perdiendo la cordura.

—Guillermo, abre los ojos y escucha —insistió ella paciente—. Serás lo que quieras ser, ¿comprendes? Lo que veas en tu interior cuando tengas el coraje de mirar en el fondo de ti mismo. Lo que refleje el espejo en el que elijas contemplarte.

—Con seguridad estoy loco. —Me puse a llorar—. Únicamente un loco o un depravado haría lo que yo he hecho hoy. Podrías haber sido tú, Dios mío. Podrías haber sido tú, mi dulce Máiuska…

—No estás loco aunque sí enfermo, amor mío. Enfermo de ira, de rencor, de resentimiento. Males que matan el alma lentamente, aunque sus síntomas no sean perceptibles a simple vista. Males que están acabando con el Guillermo que conocí, del que me enamoré, el que me convoca en noches como esta. Debes perdonarte a ti mismo y perdonar a Dios, Guillermo. Has de hacer un esfuerzo por regresar a tu ser, o tanto tú como yo moriremos sin remedio.

—¿Con quién hablas?

Me sobresalté al oír una voz de hombre. Casi me quemo, de hecho, al caerme a la fogata del brinco que pegué como consecuencia del susto. Era Jimeno. Me observaba con gesto de extrañeza, tendiéndome una hogaza de pan.

—Procedía a revisar la guardia y he visto que estabas despierto, por lo que he venido a traerte algo de comer. ¿Con quién estabas hablando? No veo a nadie más por aquí.

—Con mi esposa —respondí, sin tratar siquiera de buscar alguna excusa plausible.

—¿Con tu esposa? —se sorprendió—. ¿Y dónde está?

—Murió en Rusia, cerca de Novgorod, en el transcurso de nuestra huida desde Mongolia.

—¿Estás hablando con una muerta? —preguntó, entre alarmado y divertido—. Te has pasado con el vino, compañero, y te ha dado una borrachera de las malas.

Me levanté, enfurecido, hasta ponerme a su altura a fin de plantarle cara.

—Que sea la última vez que faltas al respeto a mi esposa. ¿Lo entiendes? —mascullé entre dientes—. Tanto me da que seas adalid o príncipe de la Iglesia. Si vuelves a reírte de ella te mato.

—¡Tranquilízate, soldado! —replicó, sonriente, dándome una palmada en el hombro—. No era esa mi intención. Sabes que somos amigos. Es sólo que…

—Tú no lo entenderías. Es inútil que lo intentes —repuse algo más calmado—. Sólo voy a decirte una cosa y nunca más hablaremos de esto. No es lo mismo estar muerto que desaparecer. ¿Comprendes? La muerte no consigue alejar a una persona de tu corazón si la amas lo suficiente como para mantenerla viva y abrigada en él. No tiene poder suficiente para hacerlo. Son la traición y el engaño los que manchan un recuerdo hasta borrarlo por completo, aunque el cuerpo de ese ser siga estando en este mundo.

—Si tú lo dices… —Me miró escéptico.

—Lo afirmo —zanjé el asunto—. Gracias por el pan. La verdad es que estaba hambriento. Voy a tratar de dormir otro rato.

Me juré a mí mismo y a Máiuska que nunca más volvería a emplear la fuerza contra nadie que estuviera indefenso. Que lucharía, como me había pedido que hiciese, por ser nuevamente el hombre al que ella había amado. Lo intentaría, vive Dios que lo intentaría, si eso me acercaba a ella.

Semanas después llegaron las tropas del infante don Pedro acompañadas por los clérigos de rigor. La mezquita fue consagrada como templo dedicado al culto de la verdadera fe, en el que se celebró una misa de acción de gracias por el éxito de la conquista. Todavía faltaban muchas fortalezas por limpiar, aunque pronto repicarían nuevamente las campanas retiradas por los sarracenos cuatrocientos años atrás en su empeño de impedir que llamaran a rezar a los hermanos en Cristo. Habíamos tardado en responder, pero allí estábamos al fin. Nunca más dejaríamos de oír su tañido.

En los días siguientes fueron convocados todos los moriscos del lugar a la iglesia, con objeto de que escucharan la palabra de Dios, en la certeza de que, una vez conocida, se convertirían voluntariamente a la luz del Evangelio. Varios pregoneros recorrieron callejones y alquerías notificando que la asistencia a esos sermones era de obligado cumplimiento, y que quienes se resistieran a acudir serían obligados a hacerlo por los oficiales del ejército real; no había excusa que valiera. Se ponía igualmente en conocimiento de los vencidos que, por voluntad del rey don Jaime y a perpetuidad, quedaba prohibido a los cristianos de cualquier condición proferir insultos o improperios contra cualquier converso musulmán, judío o pagano a nuestra fe católica, llamándole renegado, tornadizo o epítetos semejantes, bajo pena pecuniaria imponible al arbitrio de los jueces.

Muchos se bautizaron como único modo posible de conservar, bajo el nuevo dominio, sus huertos y sus derechos. Otros rehusaron hacerlo, lo que les supuso gravámenes adicionales. Los bienes de los sublevados o de quienes ofrecieron alguna resistencia fueron entregados a pobladores fieles a la verdadera fe venidos desde lejos, así como a soldados veteranos dispuestos a trabajar unos campos que, poco a poco, irían recuperando lo que la guerra había devastado. Todos ellos pagarían las correspondientes rentas a los lugartenientes del soberano que se repartieron los feudos ganados por las armas, pues así estaba establecido desde antiguo. Nadie sino la nobleza podía poseer la tierra.

Por mi actuación en el asalto al castillo de Alcoy mis compañeros me elevaron por elección al rango de almocadén, lo que me otorgó mando sobre una decena de almogávares y dio carácter oficial a la intimidad que mantenía con Jimeno, quien se había acostumbrado a comunicarme sus órdenes a fin de que yo las transmitiera al resto de nuestra tropa. Me habría gustado disponer de un caballo, aunque ese era un privilegio reservado al adalid y ni siquiera este, en nuestro caso, hacía uso de él. Nuestro cometido era escalar riscos en esa sierra endemoniada, tratar de reclutar a hombres para suplir a los que caían en las emboscadas, infiltrarnos al amparo de la noche en la retaguardia de los sarracenos, preparando el terreno para la infantería de Aragón, y sembrar el pánico entre las filas enemigas. Eso se nos daba bien. Era nuestra especialidad. Pero juro por lo más sagrado que hice honor a mi palabra y nunca más empleé la violencia contra una mujer o un niño.

Ya tenía lo que tanto había anhelado: una forma de desahogar mi rabia con honor. Una guerra que librar en nombre de Dios y de mi rey. Una familia en la cual me sentía a gusto, ni mejor ni peor que cualquier otro.

Pasaron las estaciones, de San Juan a los Difuntos, de estos a la Pascua y de la Pascua a la Virgen. Combatimos sin descanso esa revuelta enquistada en un paraje infernal, que nos obligaba a tomar y retomar cien veces una misma plaza fuerte sólo para verla cambiar nuevamente de manos. Don Pedro se había marchado tiempo atrás, junto a la mayoría de sus ricoshombres, dejándonos a los almogávares la tarea de desalojar de sus toperas a esos guerreros de la media luna que se resistían como alimañas. Era lo que yo había soñado, sí. Y me arrepentía de ese sueño.

Debieron de pasar unos cinco o seis inviernos, aunque perdí la cuenta. La dureza de la vida militar me mantenía fuerte como el primer día, además de bien alimentado, pues frecuentemente hacíamos incursiones en las huertas situadas a los pies de los montes en disputa, con el fin de aprovisionarnos. Parecía inmune a la enfermedad. Mis propios compañeros se sorprendían al conocer mi edad, que según mis cálculos superaba en uno o dos años la cuarentena, pues ninguno de ellos me aventajaba en resistencia física. Conservaba el pelo y los dientes, excepto un par de ellos, de la mandíbula inferior izquierda, perdidos de una pedrada. Mi cuerpo era pura fibra. No me pesaban las piernas. Era el alma lo que me costaba arrastrar.

Entonces un día cualquiera, debía de ser primavera, nos acercamos a Alcoy en busca de una herrería en la que reparar nuestra cuchillería y demás armamento, muy castigado por los continuos lances a que lo sometíamos. Nada volvió a ser igual.

La ciudad ya tenía alcalde, concejo y hasta justicias. Se había incorporado plenamente a la organización que imponía don Jaime en sus dominios. Cumplida la misión que nos había llevado allí, yo me dirigí a por vino a una taberna que conocía, donde lo que servían no eran caldos comparables a los de Barbastro, aunque tampoco vinagre. Llevaría un par de vasos en el cuerpo, cuando apareció uno de los sargentos del ejército del infante que se había quedado en la villa después de su reconquista, tras recibir un lote de tierra. Se acordaba de mí y me saludó con cordialidad.

—¿Qué es de tu vida, almogávar?

—Nada nuevo, soldado —respondí—. Siempre la misma pelea.

—Deberías seguir mi ejemplo, buscarte una buena mujer y retirarte, hermano. Ya es tu hora.

Debería…

—Ahora que te veo —se le iluminó la cara—, creo recordar que la guarnición del castillo tiene una carta para ti. La trajo un correo de la corte hace tiempo, y allí se quedó. Alguien la habrá guardado, supongo…

No esperé a que me sirvieran el tercero. Di las gracias apresuradamente al improvisado mensajero y salí corriendo cuesta arriba hacia el castillo, temiéndome lo peor. Que alguien se hubiera molestado en mover tantos hilos poderosos para hacerme llegar un mensaje sólo podía significar que mi padre o mi madre habían muerto. Las malas noticias son las únicas que siempre consiguen llegar.