En el año del Señor de 1253
La mujer que nos abrió la puerta me recordó a una de esas flores del campo que el sol seca sin marchitarlas. Es la mejor definición que se me ocurre. Le faltaba lozanía y le sobraban arrugas, aunque supongo que en otro tiempo habría sido hermosa. Dos ojos muy abiertos, entre asustados y expectantes, clavaron su mirada en mí, después en mi padre, que se había quedado petrificado al verla, y finalmente se quedaron en blanco, a la vez que su cuerpo caía descoyuntado dándome el tiempo justo de sujetarla antes de que se desplomase en el suelo.
Era mi madre. No la reconocí.
Cuando recobró el sentido yacía en la cama a la que la había llevado yo en brazos, muy pálida, mientras su amiga Inés le daba a respirar un polvo blanquecino de olor acre. Ella era quien nos había recibido, azorada, con una voz cantarina cuyo sonido distorsionaba el velo espeso que le cubría el rostro. Una prenda negra, de apariencia siniestra, que llamó mi atención, pues no veía nada semejante desde los días de mi paso por las áridas tierras situadas entre Mosul y Mongolia. También Iván la observaba con desconfianza, fijando en ella su pupila solitaria. Mi padre, en cambio, parecía haberse trasladado a otro lugar y a otro tiempo. Contemplaba a su esposa como si fuese una aparición, sujetando con fuerza su mano inerte entre las suyas; parecía temer que se le volviera a escapar. En silencio, con infinita delicadeza, haciendo gala de la cortesía que tanto había pugnado por preservar de la barbarie impuesta a base de golpes.
Nada más verla recobrar la conciencia, le susurró:
—Te amo.
Ella se puso a llorar, un llanto quedo, tratando de incorporarse a la vez que se ajustaba en un gesto de coquetería el capillo que le cubría la cabeza y enmarcaba su rostro ovalado.
—He cumplido mi promesa —siguió hablando él—. He tardado en hacerlo más de lo que hubiera querido, pero he traído de regreso a Guillermo. Aquí tienes a tu hijo, convertido en un hombre.
—Es un milagro —acertó a decir ella, hundiendo su cuerpo menudo en el abrazo que ambos ansiaban—. Dios ha escuchado mis plegarias. Gualtiero…
No había espacio en esa estancia para nadie más que ellos. Era evidente. De haber tenido capacidad para asumir más dolor del que anegaba mi espíritu, me habría sentido excluido de la dicha que exhibían. Pero mentiría si dijese que fue así. Aquella mujer enjuta apenas representaba para mí más que un recuerdo lejano, mientras que mi padre, a quien me unía un sentimiento de auténtica devoción, cumplía en ese instante el deseo que lo había mantenido con vida todos esos años, otorgándole un vigor que, efectivamente, tenía algo de milagroso. Era justo que se reencontraran. Ella había sido su razón de ser, de seguir siendo él mismo, el esposo a quien ella esperaba, su acicate y su meta. Yo representaba la pasión necesaria, el sacrificio asumido como una obligación sagrada. Ella, la recompensa.
Salimos pues Inés y yo del diminuto cuarto en el que apenas cabíamos, para reunirnos con mi amigo ruso, quien, sentado a la mesa, degustaba un vaso de vino. Se produjo a partir de entonces un incómodo paréntesis de miradas fugaces, durante el cual me percaté de que ambos compartían la rareza de taparse parte de la cara: ella todo menos los ojos y él, al contrario, la terrible cicatriz que le cubría una cuenca huera. Finalmente, tras un silencio únicamente interrumpido por los susurros indescifrables procedentes de la alcoba cercana, ella, decidida a aliviar la tensión, me pidió que actuara de intérprete, cosa a la que accedí de mala gana, ya que no sentía el menor deseo de hablar. De ahí que fuera un alivio limitarme a traducir lo que ellos se decían, uno en mongol y la otra en una lengua similar a la que me había enseñado mi madre de pequeño. Eso me libraba de tomar parte activa en la conversación.
Fue Iván, repentinamente muy locuaz, quien se encargó de relatarle nuestra aventura, pasando de puntillas sobre la muerte de Máiuska, pues a esas alturas sabía bien que la mera mención de su nombre era capaz de provocarme un ataque de locura peligrosa. Inés a su vez nos habló brevemente de su familia, y a continuación se refirió a la industria que florecía en Barbastro. Pronto hallaron los dos interlocutores puntos de encuentro que nada tenían que ver conmigo ni con nuestra peripecia, lo que me convirtió en un mero instrumento lingüístico al servicio de una charla que, en todo caso, me ocupaba la mente, aunque fuese de forma mecánica. Lo suficiente para mantener a raya una curiosidad acuciante respecto de lo que estarían diciéndose mis progenitores a mis espaldas.
Para mi sorpresa, comprobé que un herrero de la remota Rusia y una tejedora aragonesa tenían más afinidades que un labrador y un comerciante que compartieran el mismo idioma y residieran a pocas leguas de distancia, por lo parecido de su organización gremial. Asistí a ese descubrimiento mutuo, que derivó en un cruce de impresiones festivo, sin dejar de saberme ajeno a él, aunque durante un rato salí de mi ensimismamiento y creo que logré contemplar la vida de otro modo, seguramente tal como era en realidad. O acaso no. En ese momento carecía de cualquier referente capaz de guiarme en la oscuridad que me atenazaba el alma.
No sé decir cuánto tardaron mi padre y mi madre en unirse al grupo. Se me hizo una eternidad. La vi venir profundamente emocionada, noté su beso en mi mejilla, me esforcé por hallar en mi interior un sentimiento de amor o de cariño, pero fue en vano. Mi corazón estaba seco y ella era una extraña para mí.
Volvió a echarse a llorar con desconsuelo, percibiendo, supongo, la frialdad con la que había recibido yo esa caricia que seguramente llevaba toda una vida deseando regalarme. Claro que habría de pasar mucho tiempo antes de que yo fuera capaz de comprender el porqué de esa congoja.
—Sólo necesitáis tiempo —terció mi padre, siempre conciliador—. Tiempo para conoceros, para descubriros…
—Te he echado tanto de menos —me dijo ella—. He derramado tantas lágrimas, tantas, que creí haberlas agotado, aunque ya ves que no es así. Cada cumpleaños tuyo te imaginaba más alto, más fornido, más apuesto, mejor cristiano y caballero.
—Te equivocaste, madre. Donde estuvimos no había cristianos ni caballeros. No soy la persona a la que esperas. Yo no. Él sí —repuse señalando a mi padre.
—Nunca he dejado de quererte, Guillermo. Ni tampoco a tu padre, mi esposo. Nunca perdí la esperanza de que volvierais junto a mí. Algo en mi interior me decía que estabais vivos, porque en caso contrario lo habría sabido. Ignoro cómo, pero lo habría sabido. Eres mi único hijo. Tal vez no seas el hombre que soñaba en mi soledad, pero seas como seas te seguiré queriendo. Hagas lo que hagas te amaré sin condiciones. Recuperaremos el tiempo perdido.
—¿Ah, sí? —Me enfurecí—. ¿Y cómo se hace eso? ¿Quién me devuelve una juventud transcurrida entre palizas y humillaciones? ¿Quién ocupará el lugar de la mujer que amaba? El tiempo no se recupera; se escapa de entre las manos como el agua.
—¡Guillermo! —me cortó mi padre con severidad—. ¡No te consiento que emplees ese tono con tu madre! Aquí no estamos entre salvajes ni ella es la culpable de lo que has vivido. Tú y sólo tú arrastras esa responsabilidad. ¿Acaso lo has olvidado?
—¡Ojalá pudiera! —musité, antes de sumirme en un mutismo sombrío del que tardaría en salir.
Todo se había torcido siguiendo la estela de mi suerte maldita. Pese a los sueños que en secreto me había atrevido a concebir sobre la paz que alcanzaría al regresar a mi mundo, la realidad de un destino marcado por el infortunio se imponía con tozudez. Nuevamente me roía las entrañas esa sensación de no encajar, de ser un extranjero en un lugar ajeno y hostil. Por más que me esforzara, me dije, agotaría mis días condenado a vagar eternamente sin rumbo, en busca de un entorno en el que poder sentirme en casa.
Balbucí unas palabras de disculpa, cogí mi arco y mi carcaj, sin los cuales estaba desnudo, y salí a recorrer las calles de la ciudad, vestido como un burgués aunque con la actitud y los modales de un mongol.
Barbastro nada tenía en común con ninguna otra urbe que yo hubiera conocido. En comparación con Palermo o Mosul resultaba ser un villorrio de callejuelas estrechas, la mayoría sin empedrar, en las cuales se acumulaba la inmundicia que arrojaban los vecinos desde las ventanas o las puertas, hasta que la lluvia lograba arrastrarla consigo limpiando toda esa porquería. Debía de haber pasado tiempo desde el último chaparrón purificador, porque una jauría de ratas gordas como conejos corría a sus anchas entre los montones de basura, entrando y saliendo de las casas sin que su presencia pareciera incomodar en exceso a las personas que las habitaban. A mí me producían una repugnancia insalvable; un rechazo instintivo semejante al que experimentaba de niño al oír la campanilla de un leproso. Supe nada más verlas que no aguantaría mucho tiempo compartiendo mi espacio con ellas.
A ambos lados de la vía se levantaban casuchas bajas, casi todas de adobe, aunque alguna vi también construida con una mezcla de vigas de madera y mampostería. Hasta las iglesias, abiertas a explanadas más amplias y elevadas sobre varias hileras de sillería, se me antojaban chatas, carentes de la menor gracia. O acaso fuese mi ánimo el que teñía de oscuro todo el entorno, empezando por los pocos cristianos con los que me crucé. Esquivos, como suele serlo la gente ante los extraños, me lanzaron ojeadas cargadas de una mezcla de horror y hostilidad, cuya nítida percepción me enfureció aún más, haciendo que respondiera a su miedo con amenazas aulladas en la lengua del pueblo de las estepas y gestos propios de un salvaje. Era un lobo atrapado en una jaula de la que me urgía escapar. Un ser peligroso.
Crucé la ciudad, encerrada dentro de sus sólidas murallas, hasta lo alto de una colina en la que se asentaba una fortaleza. Inmediatamente centré en ella toda mi atención, para ver la magnitud de la guarnición que allí servía. Seguía decidido a encaminar mis pasos hacia la carrera militar, única salida posible a mi situación, y aquel lugar me parecía tan bueno como cualquier otro.
Pregunté al viejo soldado que guardaba la reja y me respondió que, antes de ser transformado en castillo, el edificio había sido una alcazaba mora levantada por los árabes fundadores de la villa, reconquistada para la cristiandad por los reyes de Aragón desde hacía más de un siglo. Supe igualmente que la frontera estaba lejos, al sur de allí.
—Aquí sobran tropas —me informó, entre quejoso y aburrido—. La única pendencia que ha tenido como protagonista este bastión en los últimos años se refiere al malogrado matrimonio entre el rey don Jaime, a quien todos llamamos el Conquistador, y su primera esposa, doña Leonor de Castilla.
—¿Se casaron aquí? —pregunté, por matar el rato, aprovechando que mi aspecto no parecía asustar a ese guerrero ocioso cuya compañía me resultaba agradable.
—No, pero Barbastro formaba parte de las arras entregadas por el monarca a su reina, y ella la conservó en propiedad incluso después de la anulación del desposorio por el Papa, hasta el mismo día de su muerte, acaecida hace unos años en un monasterio llamado de las Huelgas, reservado al parecer a damas de gran alcurnia.
—Moriría joven la tal Leonor…
—No lo sé con exactitud —me contestó, rascándose la cabeza después de haberse despojado momentáneamente del yelmo—. Lo que dicen las habladurías es que el soberano había sido unido a ella por la Santa Iglesia cuando apenas era un adolescente, sin que entre ellos existiese ni amor ni atracción física, y que él no tardó en apartarla de su lado, encaprichado de otra mujer. ¡Es un semental de raza nuestro buen señor! —Guiñó el ojo con lascivia—. No paró hasta obtener la anulación por parentesco, aunque desde entonces se rumorea que han pasado por su lecho unas cuantas amantes más. ¡Quién fuese rey!
—Entonces ¿no hay posibilidad de recluta en el castillo? —inquirí, volviendo a la cuestión que me había llevado hasta allí.
—Ninguna. Búscate el pan en otro sitio, forastero —me despachó—. Aquí no necesitamos espadas sino sueldos. O en su defecto vino, que mata el hastío.
Pan era, precisamente, lo único que me sobraba. El judío de Brujas, Aaron Weisman, nos había pagado finalmente una fortuna en ducados de oro y plata a cambio de nuestras joyas, suficiente para vivir holgadamente los tres, además de mi madre, sin volver a mover un músculo el resto de nuestras vidas. Por una broma del destino había pasado de la esclavitud a la opulencia, aunque ni la plata ni el oro me proporcionaban alivio alguno. Lo que yo quería era venganza, sangre, una forma rápida y lícita de desahogar mi ira, ya que en modo alguno podía deshonrar a mi padre, ya fuera quitándome la vida o convirtiéndome en un proscrito. Y me urgía salir de ese atolladero lo antes posible, pues no me veía capaz de responder de mí mismo.
Paseé sin rumbo hasta que se hizo de noche, acercándome a mirar de cuando en cuando la mercancía expuesta en algunos de los muchos puestos que se abrían a la calle en los frontales de los talleres: curtidores, forjadores, cuchilleros (entre cuyos utensilios ninguna pieza se aproximaba ni remotamente al grado de perfección alcanzado por el cuchillo de caza que siempre envidiaría a Tukai), tejedores, carpinteros o vendedores de comida. Acostumbrado a la frugalidad de la estepa, esa exhibición de abundancia me resultaba de algún modo obscena. ¿Para qué querían esas gentes tantas cosas en su mayoría innecesarias?
En uno de los últimos tenderetes abiertos a esa hora tardía pagué un sueldo jaqués por una manzana y me marché sin esperar el cambio. Apenas unos meses antes me habría dejado arrancar un dedo de la mano izquierda por dar un solo bocado a esa delicia. Varios dientes. Una oreja. ¿Cómo establecer el valor de las cosas? ¿Era la carencia del objeto deseado el único modo de apreciarlo en su justa medida? ¿Podía aplicarse el mismo criterio a las personas? ¿Y a los principios, a los bienes intangibles? Regresé a casa de Inés reflexionando vagamente sobre esa cuestión, sin dejar de sentir el mordisco de la añoranza al rememorar mis días de hambre y frío junto a Máiuska, en nuestra ger plantada entre nieves en plena taiga.
El recinto que albergaba la vivienda y el taller de la misteriosa amiga de mi madre era amplio, puesto que tenía que dar cabida a sus estancias personales además de acoger un pequeño lugar de trabajo. Se hallaba situado extramuros del antiguo enclave musulmán, cerca de la puerta norte, en una explanada rodeada de arbolado. No muy lejos de allí estaba levantándose un segundo cinturón defensivo, a fin de proteger los nuevos barrios en expansión, que se extendían más allá de la vieja urbe. Porque no sólo Barbastro, sino otras muchas villas de la región crecían y se enriquecían a la vez que lo hacía el reino de Aragón. De eso precisamente habían estado hablando mi amigo el herrero y nuestra anfitriona.
Según había explicado Inés, mucha población procedente del campo acudía en respuesta a la demanda de mano de obra motivada por el florecimiento de pequeñas industrias como la que capitaneaban ella y su hermano, en busca de acomodo y libertad. Allí, al abrigo de esas murallas, hombres y mujeres antaño uncidos al yugo de la servidumbre feudal se veían amparados por los fueros reales otorgados a los municipios, lo que les proporcionaba una oportunidad para prosperar. Muchos de ellos lo lograban, aunque otros quedaran atrapados entre dos mundos, condenados al bandidaje o a la mendicidad, incapaces de adaptarse a la responsabilidad inherente al hecho de ser libres para decidir su propio destino.
Ella había hablado de estas almas perdidas con dolor trufado de un cierto reproche, que yo habría rebatido vehementemente de no haber temido perder los nervios y, con ellos, el respeto debido a quien me cobijaba bajo su techo. ¡Qué bien comprendía yo el penar de esos desgraciados! Al igual que ellos, seguía sin encontrar mi sitio. No era campesino ni siervo. Tampoco artesano. Carecía de vocación para ingresar en alguno de los monasterios de diversas órdenes religiosas, que proliferaban por los alrededores gracias a las generosas donaciones de nobles y burgueses ricos deseosos de aligerar el peso de sus pecados en el purgatorio. Era, o al menos así me sentía, un soldado ayuno de disciplina. Un bárbaro capaz de hablar correctamente seis lenguas, incluidos el latín y el griego aprendidos en la infancia, escribir con letra pulcra y hacer cuentas. Un engendro de la naturaleza. Un prodigio o una rara avis, según se mirase.
Pese a estar perdido en mis cavilaciones, encontré el camino de regreso sin dificultad. Entre las habilidades adquiridas por la fuerza de los hechos estaba la de saber orientarme, ya que en caso contrario no habría sobrevivido al cautiverio ni a la fuga. Conocía las estrellas y me resultaba natural grabar a fuego en mi mente la rama de un árbol, una muesca en un tronco o cualquier otra referencia que me permitiera identificar dónde estaba incluso en medio del desierto helado. En la ciudad era mucho más fácil.
Llamé al portón exterior, golpeando con rabia una aldaba de bronce, hasta que una sirvienta vino a abrirme con expresión asustada. Cruzamos el patio: un cuadrilátero de tierra flanqueado por dos edificios de piedra, en el que picoteaban algunas gallinas. El más alargado de los dos era, me dijeron, el taller. El otro, de tres alturas y rematado por un tejado picudo a dos aguas, albergaba el hogar de los hermanos. Era tarde, pero allí estaban todos, esperándome para cenar.
En nuestro honor Inés había hecho sacrificar y asar varios pollos, acompañados de sopas de ajo, embutido, pan y dulces de miel y almendra. Comí en silencio, hasta hartarme, como si necesitara saciar el hambre acumulada a lo largo de dos décadas. Me quemé los labios y la lengua al lanzarme sobre el caldo como un poseso. Devoré media hogaza yo solo. Engullí el ave que me pusieron en el plato, hasta el punto de atragantarme. Iván no me fue a la zaga, aunque de cuando en cuando notaba el modo en que nos miraban y parecía avergonzarse. Hasta él, un vulgar herrero de una tierra sin civilizar, tenía más modales que el hijo de dos cortesanos del emperador Federico. Claro que esto lo constato hoy, mientras redacto este manuscrito. En aquel entonces ese pensamiento ni siquiera rozó mi mente.
—Tu padre me ha contado lo que habéis vivido todo este tiempo —se arrancó finalmente mi madre, hablándome en italiano, cuyo vocabulario era muy similar al de la lengua aragonesa y le resultaba también vagamente familiar a Iván, quien a fuerza de oírnoslo hablar empezaba a entender muchas palabras—. ¡Pobre hijo mío!
—No puedo quejarme —respondí con mi habitual brusquedad—. Estoy aquí. Podría haber sido peor.
—También he explicado a tu madre el dolor que arrastramos todos, y tú especialmente, por la pérdida de Máiuska —añadió mi padre.
No dije nada. En el ambiente se palpaba la tensión. Debí de dar muestras de estar a punto de saltar, porque Inés cambió de tema y trató de introducir en la conversación un elemento más alegre.
—Ya le he dicho a vuestro compañero que intercederé ante el gremio de los herreros a fin de que pueda incorporarse a él previa demostración de su capacitación…
—¿No tendría que cumplir el tiempo preceptivo de aprendizaje? —inquirió mi madre.
—En teoría sí, aunque dadas las circunstancias tal vez pueda hacerse una excepción, especialmente si ofrecemos un donativo generoso a su cofradía.
—Si es por eso —medió mi padre—, la cosa está hecha. Fijad vos la cantidad y será satisfecha.
—Pensé que no dispondríais de medios propios, aunque podéis contar con los nuestros, por supuesto… —replicó nuestra anfitriona.
—Os agradezco encarecidamente vuestra generosidad para con mi esposa y la oferta que acabáis de formular, Inés, pero afortunadamente estamos en condiciones de declinarla. —Mi padre rio—. Somos ricos. Muy ricos. Esos salvajes mongoles nos robaron media vida, pero nosotros les quitamos a ellos oro suficiente para vivir la otra media con holgura. Si Iván abre una herrería será porque le resulte tedioso el ocio, no porque necesite el sustento que esta le proporcione. De hecho, mi esposa y yo pronto marcharemos de aquí.
Aunque su rostro resultaba invisible bajo el velo, el sonido de su voz bastó para comprender que aquella noticia había descompuesto a Inés.
—¿A Sicilia?
—No —la tranquilizó mi madre—. Al menos no en este momento. Allí las aguas están muy revueltas, como bien sabes, y yo no te abandonaría ahora que eres mi hermana. Tiempo al tiempo. Todo ha ocurrido tan rápido, tan por sorpresa…
—Hemos pensado mandar construir una casa para nosotros y nuestro hijo —añadió mi padre.
—Si es por mí —le interrumpí—, no os molestéis en hacerlo. No pienso permanecer aquí.
—¡Pero Guillermo! —exclamó mi madre—. Acabo de recuperarte. ¡Déjame conocerte, descubrirte, darte todo el amor del que nos privaron!
—Es demasiado tarde para eso, madre. He de buscar mi sitio y sé que no es este. Tal vez yo sí regrese a Sicilia, a reclamar lo que es nuestro.
—De momento es mío —dijo mi padre, enfadado ante mi actitud—, y seré yo quien decida el tiempo y el modo de hacerlo. Has de poner tu espíritu en paz, Guillermo. Deberías solicitar el auxilio de un sacerdote.
—No hay paz posible para mi espíritu, padre —repliqué sombrío—. Mas si esa es tu voluntad, olvidaré que me llamo Guillermo de Girgenti y encaminaré mis pasos en otra dirección. No han de faltarme guerras en las que templar la espada.
La primavera avanzaba con días cada vez más largos, alumbrados por un sol amable, incapaz, empero, de caldearme el corazón. Verdearon los campos, las moreras, los frutales, sin que ese renacer de la vida tuviera el menor reflejo en mí. Iba de un lado para otro como un alma en pena, sin otra cosa que hacer que comer, beber y engordar. A escondidas, ensayaba la puntería o fabricaba flechas, convencido de que pronto habrían de servirme para algo. Hablaba de mala gana con las pocas personas que me dirigían la palabra, venciendo el temor que les inspiraba, pues aunque me entendían perfectamente y yo vestía ya desde mi llegada según la usanza local (calzas, saya encordada, pellote y capirote destinado a cubrirme la mayor parte del rostro ceñudo), mi forma de andar y de comportarme ahuyentaba a buena parte de la gente. La soledad era mi compañera habitual. Mi padre e Iván, en cambio, parecían disfrutar, como los almendros, de una espectacular floración.
El ruso había aprendido el aragonés a una velocidad sorprendente; asimismo, había abierto una forja especializada en la fabricación de armas, para las que siempre existía una gran demanda, dado que el rey don Jaime no cejaba en su afán de reconquistar para la Santa Cruz territorios hispanos en manos de los sarracenos. También había iniciado el cortejo de Inés quien le había gustado desde el primer momento. Yo lo sabía, aunque ni lo comprendiera ni me importara lo más mínimo. Él mismo me lo había confesado sin necesidad de preguntarle.
—Esa mujer tiene algo especial, Guillermo, lo sé.
—¿Qué has de saber si ni siquiera le has visto el rostro? ¡Parece uno de esos espectros que se cruzaban con nuestra caravana en las montañas del lejano Oriente sin atreverse a levantar la cabeza!
—Tengo un solo ojo, amigo, pero veo mejor que tú. Bajo ese velo con el que se cubre, late un espíritu noble, generoso, valiente y fuerte. Esa mujer sería una gran compañera, te lo digo yo.
—¿Y si es un monstruo, tal como parece creer ella misma al taparse de ese modo?
—¡Razón de más! Su estigma la protege de la concupiscencia consustancial a su sexo. ¿No te das cuenta? Todas las mujeres son casquivanas. Es algo sabido. Ni toda la corrección marital que un esposo es capaz de poner en práctica sin traspasar los límites que establece la Santa Iglesia puede impedir que den rienda suelta a su lascivia. Pero Inés no es así. Ella es recatada y pudorosa desde que nació. ¡A la fuerza ahorcan! Con ella estaré seguro de que mis hijos son míos y no de otro hombre cualquiera. Plantaré mi semilla en tierra virgen. Y además, me estará eternamente agradecida por hacerla gozar, tú ya me entiendes… —Iván concluyó el argumento con un gesto inequívoco.
—Tú sabrás —respondí indiferente—. La verdad es que tus motivos me parecen pobres e incluso mezquinos, pero los respeto. Es tu vida y puedes vivirla como te plazca. Pero te lo advierto: trata bien a esa mujer. Ha sido como una hermana para mi madre y si padece por tu culpa no dudaré en ajustarte las cuentas.
—No me has entendido, Guillermo —repuso el ruso, jovial—. Lo que quiero decir es que su fealdad no me importa tanto como otros aspectos de su naturaleza que he empezado a descubrir. Sé lo que percibo, lo que oigo y también lo que me dicen de ella sus propios trabajadores o los miembros más respetables de mi gremio, muchos de los cuales la admiran tanto como la critican otros por haberse atrevido a hacer lo que muy pocos hombres harían: luchar contra todo y contra todos por defender su honor y su derecho a ocupar el puesto que le corresponde en la sociedad. ¡Me gustan las mujeres bravas! ¡Es la clase de desafío que me vuelve loco!
—Es una dama poderosa, tendrá muchos pretendientes…
—He hecho algunas indagaciones y parece ser que los ha rechazado a todos.
—¿Por qué?
—Precisamente por eso, porque la pretenden por su poder y no por lo que es ella misma.
—¿Y tú le gustas a ella, bribón? En tu caso, es evidente que no necesitas más de lo que tienes.
—Me mira con ojos tiernos. —Guiñó su único ojo ese ser descomunal que, al igual que yo, había engordado hasta alcanzar la envergadura de un tonel de los más voluminosos.
Las obras del nuevo hogar al que se trasladarían mis padres estaban en marcha, aunque seguíamos instalados en el de Inés y Ramón, quien precisamente esos días se encontraba en Barbastro. A fin de liberar espacio, yo me había hecho llevar un camastro a la nave que albergaba los telares, de la que desaparecía en cuanto llegaban los primeros operarios para dedicarme a mi deambular habitual. Iván dormía y vivía en la trasera de su taller, donde disponía de una estancia modesta aunque suficiente para descansar y comer los guisos que le preparaban en una taberna cercana. Pero esa noche de principios de verano nos habíamos reunido unos y otros con el fin de celebrar el hecho de estar juntos así como la buena marcha de los negocios, pues no dejaban de prosperar. Todo era felicidad a mi alrededor. A mi alrededor; no en mí.
Había corrido el vino. Estábamos en los postres, degustando unos melocotones cuyo frescor contrastaba con la textura áspera de los dulces hechos con harina y frutos secos, cuando Inés hizo algo insólito. Soltó uno a uno los alfileres que sujetaban el manto oscuro bajo el cual escondía la cara y se lo quitó, dejando al descubierto lo que nunca antes habíamos contemplado. Un silencio denso cayó sobre la estancia a la vez que el velo alcanzaba el suelo.
Yo volví la vista, asqueado, porque todo un lado del rostro era una mancha carmesí; una especie de lunar sanguinolento que arrancaba de la raíz del cabello a la altura de la sien izquierda y bajaba en diagonal, abarcando casi toda la nariz, hasta morir en el cuello, junto al lóbulo de su oreja derecha. Por feas y rudas que fuesen las matronas mongolas de huesos prominentes y piernas torcidas, ella las superaba. Mi padre hizo esfuerzos manifiestos por mantener la compostura, aunque su gesto denotaba que aquello le parecía aterrador. Ramón y mi madre la miraron con ternura, esbozando una de esas sonrisas reservadas a los moribundos a quienes se quiere consolar. Es más; su hermano la cogió de la mano, depositando al mismo tiempo un beso cariñoso en el pequeño rincón de mejilla limpia dejado al descubierto por el sorprendente gesto de la benjamina. Únicamente Iván hizo algo inesperado: se puso a reír a carcajadas, sinceramente divertido.
—Sabía que no iba a resultarte una visión agradable —dijo Inés, al borde del llanto—, aunque confiaba en que supieras al menos guardar las formas. Me ha costado un gran esfuerzo atreverme a dar este paso.
—Te ruego que abandones mi casa y nunca regreses a ella —la secundó Ramón, más herido incluso que su hermana.
—No es lo que pensáis —se defendió el ruso, tratando de contener la risa a fin de resultar creíble—. Perdonadme los dos —añadió ya sereno—. No me río de ti, Inés, sino de mí mismo. Es que había imaginado tales atrocidades, fabulado cosas tan tremendas, que me siento un absoluto imbécil y el hombre más feliz del mundo al mismo tiempo.
—No te comprendo —respondió ella, aún enfadada—. No veo nada gracioso en este estigma que arrastro desde que nací y del que ni todos los galenos que he visitado, ni siquiera Nuestro Señor Jesucristo, a quien fui a suplicar en su Santo Sepulcro de Jerusalén, han podido liberarme.
—Jesucristo todo lo puede —la corrigió Ramón—. Él administra sus milagros según su infinita sabiduría y a ti te ha otorgado otros dones.
—Dones maravillosos —añadió mi madre.
—A mí me pareces la mujer más bella de cuantas he conocido —sentenció Iván con su habitual franqueza—. La de corazón más bello y la mejor.
—¡No te burles! —Inés volvió a enfadarse.
—Nada más lejos de mi intención —contestó él, también molesto—. ¿Qué necesidad tendría yo de mentirte o adularte? Sabes que aunque sólo fuera por mi posición, cualquiera de las solteras de Barbastro me aceptaría encantada por esposo. Pero no quiero a ninguna que no seas tú.
—¿La estás pidiendo en matrimonio? —inquirió Ramón, incrédulo.
—Si ella me acepta de buen grado, sí —confirmó Iván, dirigiendo su mirada tuerta a la mujer a la que acababa de declararse—. Te pido la mano de tu hermana a quien prometo honrar, cuidar y amar hasta que la muerte nos separe.
Todos nos volvimos hacia la aludida, llenos de curiosidad por ver cómo se resolvía una situación que nadie había previsto. Hacía mucho tiempo que nada me conmovía, pero las palabras de ese hombre, sin más doblez que la que me había confesado poco antes, lo consiguieron. Conocía lo suficientemente bien a mi compañero de infortunio para saber que decía la verdad; que realmente deseaba unir su vida a la de esa doncella un tanto añosa a quien nadie hasta entonces había sabido adivinar como lo hacía él, venciendo una repugnancia que a mí me había obligado a apartar la vista y que en él, en cambio, ni siquiera afloraba. Estaba sinceramente prendado de ella, por más difícil de entender que nos resultara a los demás.
—Dime, Inés —insistió Iván, puesto que ella tardaba en pronunciarse—. ¿Te gustaría ser mi esposa ante Dios?
—No podría soportar que me miraras con repulsión… —confesó ella bajando la mirada—. Tú no.
—¿Acaso detectas repulsión en mi forma de mirarte? ¿No ves que tengo un solo ojo y únicamente percibo la mitad de lo que otros captan a simple vista? A cambio de eso, poseo un don especial para ver con claridad lo que al común de los mortales les resulta invisible. —Iván sonrió, pícaro.
—Júrame que lo que dices es cierto —quiso asegurarse ella, mientras el resto de los presentes tratábamos de hacernos pequeñitos para no quebrar la magia del momento.
—Te lo juro por la memoria de mis padres y de mi hermana muertos. Por las reliquias de todos los santos que guardan los templos de Novgorod. Y te lo demostraré, como mereces, en cuanto la Iglesia bendiga lo que más deseo hacer. Si te queda alguna duda, estoy dispuesto a firmar mañana mismo ante el notario del rey que te ofrezco toda mi fortuna como dote, renunciando expresamente a los derechos que sobre la tuya pudieran corresponderme en calidad de esposo. Te amo, Inés, por lo que hay dentro de ti. Porque nunca he conocido a nadie con mejores sentimientos. Porque la belleza exterior se marchita pronto y es entonces cuando aparece la esencia que ha de acompañarnos de por vida. Deseo que me impregnes con esa esencia hasta que la muerte nos separe. Y en cuanto a tu rostro, después de ver lo que he visto, créeme que no me asusta. ¡Fíjate en el mío!
De un manotazo, Iván se arrancó el lienzo que le tapaba la cuenca vacía, recubierta por una fea cicatriz de piel arrugada, producto de la quemadura del hierro candente que le aplicó la viuda del hombre al que había matado en Mongolia de un golpe, en su vano intento de alcanzar a Tukai y proteger a su hermana.
—¿Serás tú capaz de mirarme a la cara sin temor?
—Sólo veo en él las huellas de la valentía —respondió ella, que conocía la historia.
—¡Sea pues! —terció Ramón—. Pronto iremos de boda. ¡Por fin ha llegado a Barbastro un hombre digno de ti, Inés!
—¡Brindemos por los novios! —propuso mi padre.
Yo brindé también, ruidosamente, sintiendo en el alma el mordisco de la envidia, aunque me alegrara en lo más profundo de mi ser por Iván, cuyo amargo padecer hallaba, al fin, una compensación en este mundo.
Esa noche hablé con Máiuska.
Me despertó el sonido de su voz. Juro por el cielo que la oí, con claridad, susurrarme al oído:
—¿Lo ves, mi dulce amor? Tú tampoco has de perder la esperanza.
—¡Máiuska! —grité en la soledad de mi yacija—. ¿Dónde estás? ¡Máiuska!
—Estoy contigo, Guillermo. Siempre lo estaré. Ya te lo dije…
—¿Qué clase de sortilegio es este? —interrogué al vacío—. ¿Eres tú, Satanás, quien tortura mi alma de este modo cruel?
—¿Por qué te obstinas en aferrarte a pensamientos sombríos? —siguió diciendo ella, en ese mongol suyo tan peculiar que obraba el milagro de convertir las palabras en música.
—Máiuska, no me hagas esto. Estás muerta. ¿Me oyes? ¡Muerta! Yo mismo cavé tu tumba enterrando contigo mi felicidad.
—¿Has olvidado entonces tu promesa?
—¿Qué promesa? ¡Dios! ¿Es que me he vuelto loco? ¿Qué diablos hago yo hablando con una difunta?
—Dímelo tú. ¿Realmente lo estoy? ¿No eres tú quien me mantiene viva, tal como prometiste que harías?
—No sé de qué me hablas. No sé qué hago yo hablando contigo. La mente debe de estar jugándome una mala pasada.
—Te refrescaré la memoria. ¿Recuerdas aquel día, el día en que me caí del caballo no muy lejos de mi aldea natal y tú me ofreciste agua? No parabas de animarme a luchar y yo te dije que eras tú quien debía hacerlo. Me prometiste que no te rendirías…
—Y tú me traicionaste. Exhalaste tu último suspiro. Me dejaste solo en medio de este páramo que es la vida sin ti.
—Yo te dije, y es la verdad, que la voluntad no basta para ahuyentar a la muerte pero sí para derrotarla.
—Es ella la que nos ha derrotado a los dos…
—Te equivocas de nuevo. Tú estás vivo. Yo vivo en ti. Ahora debes combatir con todas tus fuerzas contra la muerte que llevas dentro. No dejes que me mate otra vez. No le permitas que nos destruya.
—Máiuska… —Rompí a llorar con desconsuelo—. ¿Dónde estás?
—Siempre estaré en tus sueños, que son los míos. En todo aquello que te haga reír. En ese mar cálido color turquesa al que has de llevarme algún día. En tu isla, que no conoce la nieve. Estoy en ti. Tú me mantienes viva. Vive por mí. Por los dos. Convoca a la vida cada día. Vivir es un milagro cotidiano. ¡No lo desprecies!
A partir de esa primera vez siempre me pregunté si era ella quien habitaba en mí o yo el que hallaba consuelo en la certeza de su existencia imperecedera. Fuera como fuese, nunca dejé de escucharla.
A comienzos de ese mismo verano contrajeron nupcias Inés e Iván, en la iglesia de San Pancracio, patrón de los tejedores. Ella no se levantó el velo de seda blanca que le cubría la cara para besar al novio, como es costumbre, aunque ambos ofrecieron un banquete digno de príncipes a los invitados al convite, así como a todos los menesterosos de la ciudad que se acercaron después a por las cuantiosas sobras. Hubo música de flauta y tamboril, flores, vino del bueno, baile, e incluso malabaristas contratados para entretenernos a todos con sus piruetas y trucos. Iván parecía que acabara de nacer y únicamente extrañaba el hidromiel de su tierra, pues nunca se había acostumbrado al caldo de nuestras vides. Inés reía como una chiquilla. Y mis padres…
Braira y Gualtiero habían regresado al día de sus esponsales. De sus semblantes parecían borradas las huellas de las desdichas vividas. Aunque habían dejado atrás la juventud hacía mucho tiempo, se habían engalanado con ropajes nuevos y danzaban alternando bailes y abrazos enamorados. Mi padre proponía un brindis tras otro, hasta llegar a achisparse, mientras mi madre miraba a la novia y se echaba a llorar, emocionada, como si fuese su hija y no su amiga la que se entregaba al extranjero que venía a robársela. Fue un día dichoso para Barbastro. De los que se recordarían durante años. Yo me retiré temprano, pretextando haber bebido demasiado, porque me ahogaba la nostalgia de lo que pudo haber sido y no fue.
Necesitaba cambiar de aires. Salir de allí cuanto antes.
«El dolor del bien ajeno lleva en el pecado la penitencia», me dije para mis adentros con implacable lucidez, dirigiéndome hacia mi camastro. Mas no era envidia lo que se me agarraba a la garganta hasta el punto de privarme de respiración. Era pena. Una pena honda, incrustada en las entrañas, que acabaría con mi cordura si no encontraba pronto un modo de encauzarla.
Y no hallé otro que enajenarme de mí mismo.
El calor del mediodía era tal que pocos se atrevían a desafiar al sol en lo más crudo del mes de agosto. Yo dormía hasta muy tarde la borrachera del día anterior, una vez instalado en la estancia reservada para mí en la nueva residencia de mis padres, por lo que salía a esa hora, con el correspondiente dolor de cabeza, a despejar la resaca con otra jarra de tinto. En eso me había convertido. En un borracho busca broncas al que los alguaciles tuvieron que llevar a casa en más de una ocasión, semiinconsciente, para vergüenza de mi padre y desesperación de mi madre, incapaces de ayudarme. En estado de embriaguez no oía la voz de Máiuska en mi cabeza, que al principio había recibido con alborozo aunque después no hiciera sino acrecentar mi dolor. Ebrio no sentía, no sufría. El vino era mi único amigo, además de mi mejor aliado. Claro que tardaba un rato en hacer el efecto deseado.
Caminaba ese mediodía bajo el cielo implacable del verano aragonés, puro plomo derretido que caía sobre mí, cuando avizoré en la distancia, arriba de una cuesta, a dos hombres cuya visión hizo que me sobresaltara. ¡Mongoles! Habría jurado que eran mongoles. Iban vestidos con pieles de animal salvaje, como ellos, apenas cubierto medio torso, el tronco y las piernas, hasta las rodillas. Calzaban abarcas de piel, ceñidas al pie con tendones convertidos en cordones. Se cubrían la cabeza con una tupida red metálica, lo que me indicó que, pese a mi primera impresión, no formaban parte de los fantasmas de ojos rasgados habituales en mis pesadillas, y llevaban colgados al hombro sendos zurrones de fabricación muy rústica. Andaban despacio, supongo que abatidos por el sofocante calor que soportábamos. Del ancho cinturón que les ceñía el remedo de túnica, cuya apariencia me había engañado, colgaba una lanza corta, llamada, según supe más tarde, azcona; un cuchillo de gran tamaño envainado en su correspondiente funda de color negro, varios dardos arrojadizos y una honda, además de un saquito de cuero idéntico al que portaba cualquier guerrero mongol con los útiles indispensables para encender un fuego. Para cualquiera que no hubiese visto lo que yo, su aspecto resultaba aterrador. A mí me parecieron la respuesta a mis plegarias.
Seguí sus pasos hasta la taberna, donde se sentaron en el rincón más alejado de la puerta. Encargué al tabernero una jarra del mejor caldo y me acerqué a su mesa.
—¿Puedo invitaros a un trago?
—Nunca se rechaza una oferta así —respondió uno de ellos.
Se habían despojado de la rejilla de acero que hacía las veces de casco y mostraban sendas cabelleras enmarañadas, a juego con unas barbas dejadas a la buena de Dios, que me trajeron de inmediato a la mente mi propia imagen apenas unos años atrás. Estaba fascinado.
—¿Quiénes sois? —pregunté, sin tratar de esconder ese embeleso.
—Yo soy Joan y este —señaló a su compañero— Ferran.
—Me refiero a vuestra forma de vestir. ¿Sois soldados, pastores, proscritos?
—¡Somos almogávares! —respondieron al unísono, ofendidos—. Nuestra compañía está acampada aquí cerca, a las afueras de la villa.
—Perdonad, pero no sé a qué os referís.
—¿De dónde sales tú? —El llamado Ferran me miró de arriba abajo—. Todo el mundo sabe aquí lo que somos. ¿No has visto cómo huían las pocas gentes con las que nos hemos cruzado? Nos tienen miedo, con razón. Nuestros bisabuelos fueron los primeros en bajar de las montañas para expulsar de esta tierra a los sarracenos y nosotros seguimos sus pasos. No tenemos piedad con los ismaelitas, digan lo que digan sobre su conversión. Sólo hay dos modos en que nos gusta verlos: muertos o en el mercado de esclavos, donde algunos, especialmente las jóvenes todavía vírgenes, alcanzan muy buen precio, por cierto.
—Procedo de la remota Sicilia —respondí, algo desconcertado— y he pasado mucho tiempo cautivo en tierra de mongoles.
—¿Mongoles? ¿Quiénes son esos mongoles? ¿Acaso alguna tribu del desierto semejante a los almorávides?
—Son paganos sin Dios que se parecen mucho a vosotros —se me escapó. Enseguida traté de enmendarme—: Quiero decir que su apariencia es muy similar a la vuestra; se visten con pieles, aborrecen las ciudades y llevan espadas cortas muy parecidas a esas que cuelgan de vuestro cinto, aunque todos ellos son jinetes increíblemente hábiles en el manejo del arco.
—Nosotros matamos a los jinetes enemigos —me informó Joan, sin inmutarse—. Lanzamos la azcona y los dardos contra su caballo, lo derribamos, y vamos después a por él con este cuchillo. ¡No hay armadura que se le resista!
Sacó de su vaina un hierro enorme, de doble filo, semejante en anchura y longitud al de un matarife, que resplandeció a la luz de la lámpara de aceite.
—Y sí tenemos Dios —apostilló Ferran—. El único Dios verdadero, padre de Jesucristo.
—¿Combatís entonces en las filas de la cristiandad? —seguí interrogándoles, a la vez que rellenaba sus vasos y encargaba otra jarra de lo mismo al tabernero.
—Más o menos —respondieron al unísono—. Somos muy buenos en campo abierto, pero en ocasiones hacemos también trabajos de espionaje para los ejércitos reales y nos infiltramos en tierra de infieles a fin de recabar información o llevar a cabo algún trabajo extraordinario. ¿Comprendes? Observamos sus movimientos y somos a menudo la vanguardia en las incursiones.
—Nunca había visto soldados como vosotros en las tropas cristianas —confesé.
—Entonces es que nunca has estado en Aragón. Aquí siempre hay una nueva frontera que traspasar y una guerra que librar contra el moro. Siempre hay un rey necesitado de hombres dispuestos a luchar y nunca son suficientes las manos porque, aunque todos estemos obligados a responder a la llamada del monarca entre los dieciséis y los sesenta años, la mayoría sólo sirven para estorbar. Ni saben combatir ni tienen el valor necesario para hacerlo. Las deserciones son constantes, especialmente en el fragor de la batalla. Ni siquiera la promesa de un buen botín es capaz de mantener en sus puestos a los infantes campesinos traídos por la fuerza, mal armados, peor calzados y carentes de instrucción militar. Por eso el rey necesita a los almogávares y nos permite ciertos excesos prohibidos a los demás.
—¿Excesos?
—¿Eres tonto o te lo haces, extranjero? Nosotros no peleamos por una soldada sino para apropiarnos de lo que conquistamos con nuestra sangre. ¿Entiendes ahora? Vivimos del pillaje, aunque al soberano no le guste que sus soldados roben a los civiles mahometanos. Nosotros somos un caso aparte. Almogávares, montañeses, hombres de verdad que no saben lo que es el miedo. Lo dice nuestro propio nombre. ¿Conoces la lengua de los árabes?
—La conozco bien —respondí.
—Yo también —prosiguió Joan—. Es una herramienta indispensable para el trabajo que se me encomienda de cuando en cuando en tierra infiel. Si entiendes el árabe, sabrás lo que significa «al-mugavir»: el que hace algaradas, correrías, saqueos en territorio enemigo. En estos tiempos es fácil. Desde que cayó la ciudad de Valencia a manos de nuestro señor don Jaime, hará unos quince años, los sarracenos andan a la greña entre sí, lo que nos facilita mucho la tarea. Entramos y salimos de su rica huerta cuando y como nos viene en gana. No hay fuerzas dignas de ese nombre dispuestas a hacernos frente, aunque últimamente se ha alzado en armas un caudillo llamado Al Azraq que se ha hecho fuerte en varios castillos situados alrededor de Alcoy. Hacia allí nos dirigimos, decididos a acabar con él.
—Quiero ir con vosotros —exclamé—. Os seré muy útil.
—¿Tú? —Rieron a coro—. Pareces un poco mayor y… digamos que un tanto abandonado para lanzarte ahora a la guerra. No soportarías la dura vida que llevamos nosotros.
—Las apariencias engañan, amigos…
Les conté con detalle la historia de mi vida, que escucharon con tanta atención como escepticismo. Nos acabamos la segunda frasca y aún otra más, acompañada de pan con queso, mientras desgranaba el relato de mi cautiverio. Cuando terminé de hablar el sol había caído lo suficiente para hacerse soportable. Y como no logré vencer su resistencia mediante palabras, me jugué el todo por el todo.
—Habéis dicho que sois valientes.
—¿Te atreves a ponerlo en duda?
—Aceptad entonces esta justa. Iré a casa a coger mi arco. Después vosotros mismos fijaréis los objetivos que habré de alcanzar con las flechas o bien con vuestras lanzas arrojadizas. Es lo mismo. Si no cometo un solo fallo, me permitiréis acompañaros. En caso contrario, os entregaré una bolsa llena de monedas de oro. No voy a negar que tengo edad para ser padre y aun abuelo. Pero ya me veis: soy alto y de complexión robusta. Fuerte como el que más, ágil, resistente y acostumbrado a una vida mucho más dura de lo que os podáis imaginar. Me alimento de cualquier cosa o ayuno. Duermo al raso incluso bajo el hielo. Camino sin descanso…
—¡Ya será menos! —me respondieron a coro.
—Ponedme a prueba. Luchad conmigo aquí y ahora. Si os dais por satisfechos, admitidme en vuestra compañía. En caso de que no sea capaz de mantener vuestro ritmo, os compensaré con oro. Tenéis mi palabra.
—¡Estás loco, extranjero!
—¿Acaso estáis asustados? —insistí.
—¡Allá tú! Si te sobran las monedas, será un placer aligerar tu bolsa. Vamos pues.
Nos llegamos hasta mi casa, donde recogí la más preciada de mis pertenencias. La forma y los colores del arco mongol les sorprendieron tanto como me sucedió a mí la primera vez que los contemplé, estoy seguro, aunque se guardaron mucho de expresarlo. Yo estaba orgulloso de poseer algo tan valioso y por vez primera desde la muerte de mi amada sentía renacer la esperanza. Aquello era lo más parecido a la felicidad que había experimentado en mucho tiempo.
Anduvimos en silencio hasta la puerta de la ciudad, todavía abierta, por la que cruzamos en dirección sur, hasta alcanzar un bosquecillo de robles centenarios. Era la hora del crepúsculo, en la que los contornos se difuminan hasta el punto de dificultar la visión. Lejos de arredrarme, me sometí a la prueba acordada, convencido de poder superarla. Ferran contó cincuenta pasos, clavó su cuchillo en un tronco y me ordenó:
—Acércate a él lo más que puedas con tu saeta.
Yo lancé cuatro flechas seguidas, sin apenas apuntar, que impactaron justo encima, debajo, a un lado y a otro del objeto señalado por el almogávar. Lo había hecho cientos de veces al galope. ¿Cómo iba a errar estando quieto?
—No está mal, aunque la distancia era corta —dijo Joan—. Veamos lo que eres capaz de hacer desde más lejos.
Contó cien pasos en la dirección contraria; es decir, de modo tal que la luz del atardecer me deslumbrara, y volvió a retarme:
—A ver cuántas aciertas ahora.
Hice cuatro dianas perfectas, por segunda vez, tomándome algo más de tiempo, eso sí, para fijar la mirada antes de disparar. Demostré tener idéntica puntería con los dardos y lanzas arrojadizas. Después luché cuerpo a cuerpo con el más joven de los dos, Ferran, a quien derribé sin la menor dificultad. Todavía no me había oxidado. La fortaleza y la resistencia alcanzadas en Mongolia a costa de tanto sufrimiento hallaban al fin su premio. Gratamente sorprendido, Joan preguntó:
—¿De verdad quieres venir con nosotros? El nuestro no es un camino de rosas.
—No busco rosas sino acción —repliqué, evitando entrar en detalles—. Llevo dentro de mí a un guerrero que necesita un enemigo.
—Entonces bienvenido seas. Nuestro adalid estará encantado de incorporar a un hombre como tú a nuestra hueste.
—¿A qué estamos esperando? —me impacienté.
—Sólo te falta una cosa por saber.
—¿De qué se trata?
—De nuestro grito de guerra: «¡Despierta, hierro, despierta!».
—Vive Dios que así ha de ser —asentí—. ¡Despierta, hierro, despierta! Tienes mucha sangre que vengar.