En el año del Señor de 1251
Braira desembarcó en Barcelona el día de Pentecostés, bajo un cielo limpio de nubes que interpretó como un buen presagio. Superado con creces el medio siglo de existencia, conservaba intacta la elegancia natural propia de las mujeres occitanas, pulida en la corte más sofisticada de la cristiandad y unida al indiscutible atractivo de la inteligencia que se asoma a una mirada profunda, intensa, esculpida en la experiencia de lo mejor, inseparable de lo más abyecto, e insaciable en su apetito de vida.
A bordo de la galera que la había traído desde Sicilia apenas había viajado nada de su pasado: unas pocas prendas de ropa guardadas en un arcón, alguna joya cosida en el dobladillo de la saya que vestía bajo el manto de cuerda larga, un par de libros, e infinidad de recuerdos. En el fondo del mar, a medio camino entre la isla que dejaba atrás y el valle al que se dirigía, descansaba el secreto de su poder, encerrado en un estuche de plata. Ella misma le había dado sepultura en ese lecho inmenso y silencioso, decidida a distanciarse para siempre de ese talismán maldito que de forma tan cruel, y pese a ello tan grandiosa, había marcado a fuego su destino.
Nunca más, se había jurado a sí misma, volvería a utilizar las cartas del Tarot cuya certera interpretación la había llevado a compartir mesa y mantel con el mismísimo emperador. Huiría de las intrigas palaciegas como de la misma peste. Trataría con todas sus fuerzas de endulzar la memoria de su esposo, Gualtiero, y de su hijo, Guillermo, cautivos en tierra de infieles o acaso desaparecidos para siempre, cuya mera evocación todavía le desgarraba el alma, veinte años después de que le fueran arrebatados a traición en Tierra Santa. Lo que ansiaba en el otoño de su atormentado transitar por este mundo era poder descansar de sus fatigas junto a una buena lumbre, compartiendo placeres sencillos con esa joven misteriosa que un día, tanto tiempo atrás, le había ofrecido su hospitalidad con la naturalidad propia de las personas realmente generosas. Nada más y nada menos.
Sicilia dormiría en su memoria un sueño libre de conjuras hasta el día de su muerte, o tal vez, sólo tal vez, si no se había equivocado al descifrar los signos de la baraja, hasta que llegara el momento de ver cumplirse la profecía anunciada por la Rueda de la Fortuna, la Luna y el Enamorado.
El puerto principal del reino de Aragón era homologable al de Mesina o incluso a Trapani. Bullía de actividad. Una muchedumbre de gentes variopintas iba y venía entre el arenal, los edificios de la aduana y las atarazanas de cuyo vientre salían las galeras armadas para la guerra o el comercio, construidas a resguardo de las murallas que rodeaban la Ciudad Condal. Aquí y allá se veían naos varadas en tierra y prácticamente desarboladas, de las que habían sido retirado remos, timón y velas a fin de impedir su partida hasta que no hubiera sido escrupulosamente inspeccionada por los funcionarios de la hacienda real encargados de inventariar su contenido y recaudar hasta el último sueldo debido a la Corona en concepto de impuestos y gabelas.
Se notaba que el pulso de la urbe era fuerte, como lo era el del soberano que gobernaba con mano firme esa nación pujante, ganada palmo a palmo al sarraceno en una constante brega reconquistadora. No en vano este, el monarca llamado Jaime, se había forjado una sólida reputación de guerrero entre sus pares. Casi tan firme como la de Federico de Hohenstaufen, a cuyas órdenes había servido la dama siciliana recién llegada, e igual de polémica que la del italiano en lo referente a sus relaciones con el Santo Padre, cuya guía en materia de moralidad, matrimonio y administración de los asuntos temporales los dos reyes se obstinaban en ignorar, aun a costa de arrostrar el peso terrible de la excomunión. Claro que esos asuntos habían dejado de concernirla. Pertenecían al pasado sin posibilidad de vuelta atrás.
Mientras buscaba un transporte que la condujera hasta Barbastro, no pudo evitar rememorar esos últimos días vividos junto a un emperador moribundo, torturado por los espasmos de vientre y sobre todo por los remordimientos y el terror a penar durante toda la eternidad en el infierno. Los fantasmas de sus esposas e hijos muertos, algunos por su propia mano, lo perseguían con saña entre delirios febriles. El consuelo de su confesor parecía incapaz de contrarrestar la sentencia inapelable del Papa, que le cerraba irremisiblemente las puertas de la redención. No había sido la suya una muerte fácil ni plácida, sino una atroz agonía agravada por la certeza de que con él moriría su legado, la obra que con tanto empeño había levantado luchando contra incontables enemigos; un edificio carente de cimientos sólidos que ahora, a falta de herederos legítimos capaces de defenderlo, sufriría el embate de todos los carroñeros ansiosos por hacerse con algún despojo.
Por eso, y por otras muchas razones, Braira había puesto un océano de por medio. La que fue consejera y amiga del monarca difunto no estaba a salvo sin su protección ni tenía sitio en una corte en la que todo el mundo afilaba ya los cuchillos con el propósito, largamente aplazado, de cobrarse la revancha sobre viejos agravios meticulosamente conservados en la sal del resentimiento. La fascinación por el poder, que había guiado sus pasos desde que, siendo niña, se involucró involuntariamente en una conspiración cátara y se vio obligada a salir precipitadamente de su hogar en Fanjau para trasladarse a Zaragoza, había sido causa de más tribulación de la que podía rememorar. Ahora necesitaba paz, sosiego, amor leal, confianza, un rincón al abrigo de las ambiciones desmedidas, seguramente olvido… Y en busca de esos raros lujos iba, fiándolo todo a un encuentro acaecido largo tiempo atrás que, por algún extraño azar, se le antojaba presente.
De haber sido mujer de menos recursos, le habría costado hallar el modo de trasladarse desde la costa mediterránea hasta el corazón de Aragón, donde la propietaria de un próspero obrador sito a los pies de la cordillera pirenaica aguardaba con impaciencia su llegada, anunciada por carta meses atrás. Ella había sido, empero, embajadora de sus señores en múltiples ocasiones y en situaciones complejas, por lo que sabía moverse con autoridad, evitando el miedo y los errores debidos a la improvisación. Por eso había entregado su misiva a uno de los pocos guardias de palacio que le eran fieles, con órdenes de ponerla en manos de un comerciante de seda afincado en Milán que solía proveer de paños a palacio. Él la llevaría hasta Flandes, donde alguien conocería al hermano de Inés y hallaría por tanto el modo de hacérsela llegar a la muchacha. Eso esperaba al menos Braira. Fuera de los correos reales, que habían dejado de ser seguros en lo referente a su persona, no había otro modo de comunicarse en la distancia.
Tras alojarse en una posada adecuada a su posición y a su sangre, que le recomendó un oficial de la aduana, preguntó aquí y allá hasta dar con el nombre de un soldado retirado, que gozaba de excelente reputación como escolta y contaba con el aval del marido de la posadera. Luego cenó frugalmente antes de pasar la primera noche de su nueva vida en una estancia que intuía compartida con todo tipo de insectos, sobre un colchón que le destrozó la espalda.
A la mañana siguiente, puntual como le habían prometido que sería, se presentó ante ella Pere, el hombre más corpulento que jamás hubiese visto. Un auténtico Goliat, con el rostro surcado de cicatrices que le daban un aspecto aterrador, aunque un buen hombre a decir de cuantos lo conocían. Celebrada la correspondiente entrevista y ajustado el precio por sus servicios de acompañamiento, acordaron que partirían hacia Barbastro sin más tardanza que la indispensable para disponer los preparativos, en sendas cabalgaduras proporcionadas por él. Irían tranquilos, transitando por caminos abiertos y haciendo noche en fondas o caseríos conocidos, a fin de evitar en lo posible toparse con proscritos. Aunque tuvieran que dar largos rodeos, se limitarían a los senderos que soportaban el tráfico de los mercaderes procedentes del norte, portadores de objetos de lujo manufacturados en las plazas de Flandes. Hombres bragados que iban y venían, sorteando innumerables peligros, para traer ilusión y llevarse de Aragón valiosas materias como miel, cera, azafrán, lino, cáñamo, lana y, por supuesto, los paños de seda que con gran provecho Inés fabricaba en sus telares.
Con un poco de suerte, afirmó el coloso en el momento de partir, escrutando un cielo que seguía teñido de azul sin mácula, el sol les acompañaría a lo largo de todo el recorrido hasta esa pequeña villa, rodeada de viñas y frutales, donde una doncella ilusionada observaba cada día el horizonte esperando la llegada de esa amiga que tan honda impronta había dejado en su corazón. Una mujer cuyos rasgos físicos, empero, no lograba recordar con precisión.
No fue necesario. Incluso si la hubiese visto en medio del mercado, rodeada de una multitud, la habría reconocido al instante. Habría distinguido su sonrisa entre todas las sonrisas. Su voz entre todas las voces…
Al principio, sólo supieron fundirse en un abrazo largo y cálido. Descargaban la una en la otra tanto trecho recorrido en soledad, tanta emoción inconfesada, tanta alegría por ese reencuentro, tanta dicha ante la certeza de que la persona abrazada era una hermana en la diferencia, otro ser singular y único… que necesitaban tiempo. Tiempo y contacto humano, ayunas como estaban ambas de otra alma en la que descansar.
—Habéis venido, Braira de Fanjau —dijo finalmente Inés, cubierta por su inseparable velo oscuro, mientras invitaba a su huésped al interior de su santuario.
—Llamadme sólo Braira —respondió la invitada con una sonrisa franca, velada, ella también, de tristeza—. Como os decía en mi carta, he venido para quedarme, si es que tal cosa os complace. Y puesto que vamos a compartir techo, deberíamos empezar por despojarnos de convencionalismos innecesarios entre dos amigas. ¿No os parece?
—Nada me complacería más, querida Braira. No sabéis cuántas veces he pensado en vos a lo largo de estos años…
—Y yo en ti, mi querida Inés. ¡Cuántas aventuras esperan para ser contadas!
—¡Pobre de mí! Aventuras… —La joven rio entre divertida y tímida—. La vida aquí es sencilla y rutinaria, como podrás comprobar. No hay mucho que contar, salvo que por poco nos quedamos el pasado año sin un hogar en el que recibirte como mereces. Dime tú mejor —inquirió, con un esfuerzo visible por apear el tratamiento a esa mujer en quien siempre había visto la viva imagen de una gran dama—. ¿Has sabido algo de tu marido y de tu hijo? ¿Volviste acaso a desposarte?
—No y no. Preferiría, si no te importa, guardar silencio sobre esa cuestión. Duele demasiado todavía para referirme a ella con palabras.
—¡Tomemos entonces un vaso de nuestro mejor vino para celebrar tu llegada! —Como mejor supo, Inés alivió la tensión que se había instalado de pronto entre ellas—. Barbastro es célebre por sus caldos… ¡Resultan muy reconfortantes en las largas noches de invierno!
—¡Brindemos por la amistad! —contestó Braira, recompuesta—. Y por la vida, que nos regala este maravilloso antídoto contra la desesperanza.
Sentadas al amor de la lumbre en la cocina, degustando un tinto añejo perfecto para acompañar el guiso de cordero que les preparó Martinica, hablaron y hablaron, hasta bien entrada la noche, de lo divino y lo humano. Braira narró muy por encima sus peripecias de las dos últimas décadas al servicio del emperador, omitiendo cualquier detalle potencialmente comprometedor, mientras Inés escuchaba embelesada la historia que fluía con agilidad de esos labios capaces de evocar cualquier imagen, hilvanando descripciones perfectas, con la entonación precisa en cada momento. Después le llegó el turno a la anfitriona de explicar el tormento sufrido como consecuencia de la construcción de los nuevos edificios que albergaban la casa y el taller, por cuanto era lo único que le parecía digno de ser relatado a una persona tan importante como la que comía a su lado. Todavía respiraba aliviada al rememorar cómo el extranjero enviado por su hermano había traído de su parte oro y plata sobrados para cubrir las deudas contraídas, aunque también la noticia, dolorosa para ella, de que Ramón emprendía un largo viaje hacia Oriente en busca de nuevas rutas comerciales.
Las dos mujeres se entendían sin dificultad, a pesar de la distancia geográfica que las había separado, dada la similitud existente entre la lengua aragonesa y la que se hablaba en Occitania, tributarias del mismo reino. Y fue precisamente ese hecho, esa referencia casual a la patria de su infancia, lo que le permitió a la invitada formular una pregunta que le quemaba en el corazón desde hacía una eternidad.
—Hablando de mi tierra natal… ¿Tienes alguna idea de lo sucedido en esa cruzada contra los cátaros desatada poco después de mi partida de allí, hace más de cuarenta años? Siento curiosidad…
Braira se guardó de mencionar, por supuesto, que esa era la fe en la que había sido educada y que nunca había renunciado a ella. Tampoco dijo una palabra de la ordalía del fuego a la que había sido sometida en Sicilia ante la denuncia de herejía formulada contra ella, ni del modo casi milagroso en que había salido de esa prueba con bien. Estaba decidida a construir un hogar confortable junto a esa mujer a la que le unía un sentimiento fraternal nacido de forma espontánea de la desesperación y la necesidad de apoyarse mutuamente en la adversidad, pero había secretos ocultos en lo más profundo de su interior que no pensaba desvelar a nadie. Ni siquiera a la joven Inés. Secretos que incluso se habría ocultado a sí misma de no estar sólidamente incrustados en su memoria de elefante, si es que era cierto lo que sobre la prodigiosa capacidad de recordar propia de esas bestias decía de ellas el muchacho que las cuidaba en el zoológico del Palacio de los Normandos, allá en Palermo.
—La verdad —repuso Inés sin dar al asunto mayor importancia— es que en alguna ocasión, hace ya tiempo, pasaron por el pueblo refugiados procedentes del otro lado de las montañas que parecían aterrados. No se atrevían a decir gran cosa y pagaban de inmediato y dinero en mano la comida que compraban. Casi todos andaban extraviados, ya que se dirigían en su mayoría a Barcelona, a fin de embarcar rumbo a Italia, o bien hacia el reino de Navarra donde, según oí contar, se les brindaba refugio. Muchos habían sido engañados por muleros que les exigían auténticas fortunas por llevarles a lugar seguro y luego les dejaban abandonados a su suerte.
—¿Oíste por casualidad hablar de un lugar llamado Montsegur? —inquirió la occitana, disimulando su interés y cuidándose mucho de desvelar que ese castillo que se tenía por inexpugnable había sido la última morada conocida de su madre.
—Sí, todos se estremecían, de hecho, al pronunciar ese nombre. No puedo decirte exactamente la fecha en la que sucedió, hará unos cinco o seis años más o menos, pero sí que los cruzados tomaron la plaza tras un largo asedio y quemaron a todos los herejes que rechazaron el bautizo. Cuentan que fueron decenas los que subieron por su propio pie, entonando cánticos, hasta la gigantesca hoguera levantada por los guerreros franceses bajo los muros de la fortaleza. Ruego al Señor que haya perdonado sus pecados y les acoja en su seno…
Al oír esas palabras, Braira tuvo que realizar un esfuerzo titánico para mantener a raya las emociones que amenazaron en ese momento con desbordarse, por más que en su fuero interno tuviera la sospecha fundada de que las cosas no podían haber sucedido de otro modo. Elevó una plegaria silenciosa al Dios de la misericordia, fuese cátaro o católico, confiada en que su madre hubiese fallecido en paz, rodeada de otros perfectos como ella, antes de que torturaran su cuerpo los hombres vestidos de hierro enviados a imponer su «verdad».
Pero no lloró.
No le quedaban ya lágrimas que llorar. Había derramado hasta la última gota del dolor que era capaz de destilar por todas las personas amadas que, una a una, habían ido desapareciendo de su vida dejando en el lugar que ocuparon oscuros espacios vacíos o pozos insondables de tristeza. Se había propuesto enterrar el pasado en compañía de Inés, aunque este se empeñaba en regresar, mostrando su rostro más fiero, cada vez que bajaba la guardia. No le quedaban lágrimas, aunque sí una pena sorda clavada por siempre en el alma.
Mientras tanto, ajena al tormento que padecía en ese mismo instante su huésped, una Inés radiante, redimida de su soledad por el regalo de esa compañía que no se había atrevido a esperar, seguía con el relato de los hechos por los que le había preguntado Braira, tan curiosa como imprudente:
—… hace tiempo, empero, que no vemos ya por aquí a esa clase de forasteros. Don Jaime dictó una disposición al respecto, ordenando a todos sus barones, caballeros, bailes, vicarios, jueces y hombres en general de las ciudades, burgos, villas y castillos del reino que bajo ningún concepto proporcionaran ayuda a los herejes albigenses. Según nos comunicó el cofrade mayor de la hermandad de San Pancracio, a la que pertenezco como miembro del gremio de tejedores, el soberano aludía a nuestra condición de hijos especiales de la Santa Iglesia Romana, sujetos a su protección y custodia, para hacerse eco de una petición expresa en tal sentido formulada por el cardenal de Roma y el rey de Francia. Es más; de acuerdo con el citado edicto, aquellos de sus súbditos que fueran sorprendidos prestando auxilio o consejo a esos enemigos de Nuestra Santa Madre, o bien recibiéndoles en sus casas, incurrirían en su ira gravemente y se enfrentarían al correspondiente castigo…
—Y pensar que su padre, don Pedro —dijo para sus adentros la occitana—, murió como un caballero en la batalla de Muret, defendiendo a esos vasallos suyos de los salvajes ataques perpetrados por los franceses…
—¿Cómo dices, querida?
—Nada —repuso Braira azorada, dando gracias a su instinto por haberle llevado a cubrir con un manto de espeso silencio todo lo referente a sus raíces cátaras—. Simplemente recordaba un antiguo hecho de armas que no viene al caso. Hablemos de cosas más alegres. ¿Qué tal si me enseñas este hogar causante de tantos desvelos? Creo que es hora de descansar.
Los días comenzaron a discurrir con mullida placidez entre los muros de esa casa que todavía olía a nuevo, aunque al principio Inés se sintió un tanto incómoda al mostrar a su invitada los aposentos que le había preparado, donde imperaba la sencillez: una cama levantada sobre su correspondiente tarima, provista, eso sí, de dos colchones de plumas así como de sábanas de lino, cobertor forrado de piel y cubrepiés acolchado; un arca de madera de roble bellamente tallada y un brasero de hierro fundido que caldearía la estancia, situada en la primera planta, justo encima de la cocina: el mejor emplazamiento posible.
—Para ti, acostumbrada al lujo de los palacios, esta alcoba resultará muy poca cosa… —se disculpó con su invitada—. Lamento no poder ofrecerte más.
—Es mucho más de lo que he tenido en los últimos años, mi buena Inés. Está limpia de rencores y me acoge con amor. Nunca podré agradecerte suficientemente lo que me das sin pedir nada a cambio.
—¿Qué dices? —respondió Inés sinceramente sorprendida—. Tu presencia aquí es un honor y un presente de valor incalculable. Somos gente humilde, trabajadora, bendecida por la fortuna en lo que atañe a los beneficios que procuran el taller y el comercio al que se entrega mi hermano, pero de una condición muy diferente a la tuya y desde luego inferior. Nos haces una gran merced dignándote compartir nuestro techo y nuestra mesa.
—Querida Inés —repuso la dama de Sicilia en tono firme, cogiendo entre las suyas las manos de esa joven sin dobleces que tendría más o menos la misma edad que su hijo Guillermo e idéntica nobleza en el corazón, aunque mucho menos orgullo—. Escucha bien lo que voy a decirte y no lo olvides nunca. He conocido muy de cerca a más gentes poderosas de las que quiero recordar e incluso he influido en algunas de sus decisiones cruciales. He compartido y padecido sus anhelos inconfesables, sus ambiciones, sus mentiras. He sido objeto de atenciones que habría preferido ahorrarme y por las que otras en mi lugar habrían comprometido la salvación. He visto a menudo con mis ojos el resplandor de mil candelas iluminando un salón recubierto de mosaicos, mientras el perfume de las esencias más caras impregnaba el aire… Nada de eso vale lo que una conversación contigo o un plato de sopas de ajo preparado por Martinica. ¿Lo entiendes?
—No.
Braira cedió entonces a un impulso repentino y, muy despacio, con la delicadeza con que se faja a una criatura recién nacida, levantó el velo que escondía el rostro deforme de su amiga hasta dejarlo al descubierto. Esta se estremeció y trató de cubrirse de nuevo, pero la mirada con que la contemplaba la mujer que tenía ante sí la disuadió de hacerlo. Era una mirada franca, en la que no había ni una sombra de repulsión, miedo, compasión o recelo. Una mirada opuesta a la que le devolvía el espejo en las raras ocasiones en que se atrevía a someterse a su escrutinio.
—Inés —siguió hablando la occitana con esa voz profunda, envolvente, que tanto había contribuido a su éxito como cartomántica—. Lo que trato de explicarte es que hay mucha más gloria en ti, y en la valentía con que te enfrentas a un destino cuya dureza te ha sometido a esta prueba que en todo el oropel del que se revisten esas personas a quienes atribuyes una condición superior. Hay mucha más gloria en cualquiera de las tejedoras de tu taller, cuyas manos acarician los hilos con el mismo mimo con el que acarician a sus hijos o a sus esposos, que en la mayoría de las cortesanas con las que he convivido. Es infinitamente mayor la gloria de los humildes, capaces de sobrevivir cada día a los rigores de la adversidad que la de los poderosos empeñados en perpetuarse. Créeme. Me costó largos años descubrirlo, cegada como estaba por el brillo de los cirios con los que se alumbran, pero hoy lo sé seguro.
—No te comprendo, Braira. Lo que dices no tiene sentido para mí…
—Ya lo tendrá. —La dama sonrió—. De momento me conformo con que guardes ese velo en lo más profundo de un arca, al menos cuando estés conmigo. Yo te veo tal como eres, hermosa, pura. ¡No dejaré que te escondas! Ni pienso cejar en mi empeño de que algún día tú misma te mires con esos ojos…
—¡Qué cosas dices! —Inés rio con amargura—. Hermosa… ¡Soy un monstruo!
—Eres única, como lo es cada uno de tus paños. Por eso valen lo que valen, una fortuna, y por eso tú también, aunque no lo sepas, tienes un valor incalculable.
Braira volvió a hilar, como cuando era niña, entre risas y confidencias compartidas junto a la ventana. Amplió su guardarropa, al igual que Inés, ya que ambas disfrutaban imaginando, cortando y mandando coser modelos que realzaran sus figuras recogiéndoles el pecho, marcándoles la cintura y acentuando sus vientres fecundos, tal como imponían los dictados de la moda. No tenía ella ya edad de lucir otra cosa que sayas semejantes a sacos, destinadas a disimular hasta la última curva de su cuerpo, pero se entretenía de esa manera inocente, induciendo al mismo tiempo a su amiga a romper el férreo molde de recato en el que había habitado hasta entonces. Y así las dos fueron acumulando todo un ajuar de vestidos, capas, tocados y prendas interiores de lienzo, escandalosamente caras, sin otra finalidad que el placer de probárselas juntas.
Inés sumó la felicidad a la fortaleza y voluntad que siempre la habían sostenido en pie, y de esa unión nació un temperamento más dulce, menos severo, capaz de mostrarse indulgente ante las debilidades ajenas y transigir con errores que en otro tiempo habría castigado duramente. El sonido de la risa, que rara vez había traspasado los confines de su velo negro, se convirtió en algo tan familiar en el taller como el crujir y rechinar de los telares al ritmo que marcaban los pedales. Los viejos dolores del alma apenas constituían ya una molestia a la que se había acostumbrado, igual que los huesos de Braira a la dureza de la cama en la que descansaba cada noche. Habían alcanzado juntas ese estado de placidez que acompaña a quien ya no desespera, pues ha dejado de esperar y aceptado a manos llenas lo que le ofrece la vida.
Se habituaron también a acudir a misa a primera hora de la mañana, en la capilla de San Pancracio, donde al principio la occitana causó gran curiosidad y murmuraciones, aunque con el tiempo fue aceptada como una vecina más, algo reservada e incluso acaso distante, pero no tan altanera como decían los envidiosos. Braira rezaba con devoción y comulgaba serena, ajena a la culpa o al pecado, pues algo en su interior le decía que su fe inquebrantable en Dios y en Su Hijo crucificado era más importante que cualquier sentencia de herejía dictada por hombres falibles. No estaba segura de que Inés fuese capaz de compartir esa forma de ver las cosas, tan ajena al magisterio de la Santa Iglesia, y de ahí que se hubiese guardado para sí ese secreto íntimo, que únicamente había desvelado a su marido. Por lo demás, ningún muro se alzaba ya entre ellas dos. Los habían derribado todos a base de franqueza y de cariño, ampliando con ello el espacio que compartían hasta convertirlo en un inmenso jardín.
La dama venida de Sicilia no creía ya en casi nada, estando como estaba de vuelta tras un largo caminar, pero conservaba intacta la voluntad de diferenciar entre el bien y el mal con el fin de mantenerse firme en la virtud, entendida como conducta y no como proclama hueca. E Inés era su más firme apoyo en ese empeño. En ella todo era nobleza espontánea, que rezumaba de su ser como lo hace el rocío de la hierba en los amaneceres de verano. Lo único que le ensombrecía la mirada a esas alturas era la constatación, entristecida, de que ningún caballero acudiría jamás a rescatarla de su prisión dorada…
—Pensarás que soy rematadamente tonta, manteniendo vivos estos sueños infantiles cuando hace mucho que cumplí los treinta…
—Lo que pienso es que hay alguien ahí fuera buscándote y que cuando te encuentre se volverá loco de alegría.
—¡Embustera!
—El tiempo dará y quitará razones, hermana. Yo sé lo que es amar y ser amada, y conozco también el dolor de la pérdida… Pues bien, desde la autoridad que me confiere esa experiencia, además de la que se deriva de tener edad suficiente para ser tu madre, te digo: no cierres tu corazón, no renuncies a la posibilidad del goce por miedo al desengaño. Siempre es mejor perder que no haber conocido.
Olvidando su propia pena ante la que se asomaba a los ojos de Braira, humedeciéndolos, la tejedora, que rara vez sacaba a colación ese asunto pues temía herir los sentimientos de su compañera, inquirió con dulzura:
—¿Algún día hallará tu alma la paz pese a ese desgarro?
—Mi alma sigue sin aceptar su muerte, si es eso a lo que te refieres. Gualtiero y Guillermo viven dentro de mí y supongo que ahí seguirán, al abrigo de mi amor, hasta el día en que yo muera.
—Desde el cielo velan por ti, estoy segura —dijo Inés, convirtiendo su voz en una caricia.
Y su rostro, esa máscara grotesca mitad seda mitad sangre, se convirtió en luz.
Era un día desapacible que invitaba a huir de la calle. El viento soplaba con ferocidad, semejando el bramido de una bestia, mientras las dos mujeres compartían un sofrito de conejo aderezado con miel, perejil, cebolla, hierbas, vinagre y pan tostado, todo ello bien regado de caldo. Lo comían, relamiéndose, del mismo plato de barro en que se lo había servido Martinica. No esperaban visitas, aunque tampoco era extraño que algún asunto del gremio requiriese la atención de Inés sin previo aviso. Por eso no les sorprendió que alguien llamara a la puerta a la hora del almuerzo.
—Señora —dijo la criada tras regresar a la cocina una vez atendida la llamada—. Hay dos caballeros que preguntan por doña Braira. Uno es un joven apuesto, con aspecto de tener malas pulgas. El otro en cambio parece muy cansado. Les he dicho que aguarden fuera porque…
No llegó a terminar la frase.