5

La estación de las lluvias no es apta para la construcción. Tampoco la de las nieves. Pasaron por tanto los meses plácidamente, sin otro afán que descansar de tanta fatiga y dar salida a las especias traídas de Flandes con un beneficio justo. El tiempo corría despacio, ajeno a los rigores del año anterior, entre noches interminables entregadas al sueño y días breves que era menester exprimir a fondo, pues es cosa bien sabida que el ritmo de la vida transcurre parejo a las horas de luz, según lo dispuesto por Dios en Su infinita sabiduría.

Por San José, Inés y Ramón empezaron a buscar el emplazamiento de su nuevo hogar, que habría de situarse necesariamente extramuros de la ciudad, toda vez que al abrigo de sus fortificaciones no cabía ya ni un chamizo. Descartadas algunas opciones razonablemente asequibles, aunque alejadas de la seguridad de las murallas, los hermanos se decidieron finalmente por una huerta lindante con la de las moreras y dedicada al cultivo de hortalizas, que les costó una fortuna: cincuenta besantes de oro, nada más y nada menos. Mucho más de lo que valía. Pagaron sin discutir, empero, porque los caprichos cuestan caros y sobre todo porque podían hacerlo; una razón de peso que justifica muchas de nuestras acciones, así en lo fútil como en lo vil.

Adquirido el terreno, suficiente para construir en él dos edificaciones y dejar espacio para cuadra, gallinero y jardín, hubo que encontrar a un buen maestro masón, capaz de levantar paredes sólidas. Nada pretencioso, sino estructuras duraderas, adecuadas a su función. Algo aparentemente sencillo que llevó a Ramón, no obstante, nada menos que hasta Huesca, donde, tras una denodada búsqueda, dio con un hombre cuya pericia había quedado plasmada en un par de casas de esa villa y era por tanto constatable. Contratante y contratado firmaron ante notario las condiciones de su acuerdo, después de lo cual este último se trasladó a Barbastro acompañado de su cuadrilla, cuya manutención correría a cargo del comerciante.

—¡Otro dispendio! —se alarmó Inés—. Esto se nos está yendo de las manos y todavía no han empezado con el mortero.

—Las cosas, si se hacen, han de hacerse bien —la tranquilizó él—. Verás cómo te alegras cuando la veas acabada.

¡Faltaba una eternidad para que llegara ese momento!

Examinado el terreno y tras varias semanas de reflexión, el constructor, llamado Aimeric, dibujó con tiza en una piedra lisa y negra un boceto increíblemente realista de la encomienda que se le había formulado de palabra, acompañando a su vez los trazos de la correspondiente explicación:

—A un lado del patio levantaremos una vivienda de tres alturas, en aparejo de mampostería de piedras grandes mezcladas con un mortero de barro y cal, rematada por un tejado a dos aguas armado con vigas de castaño forradas de pizarra, que será también el material empleado para enlosar el suelo. Las cinco ventanas, de buen tamaño, dispondrán de cubiertas de madera o cuero fino, en función de la estación…

—Doy por hecho que sabéis cómo impedir las goteras, porque aquí en Barbastro llueve lo suyo —le interrumpió Ramón.

—Desde luego —respondió Aimeric un tanto ofendido—. Todos los encuentros entre la madera y la piedra, así en los techos como en las ventanas, irán impregnados de pez que garantizará su impermeabilización. Me precio de ser tan buen carpintero como cantero. Perded cuidado. El agua no es una desconocida en Huesca…

—Está bien, proseguid.

—El taller —reanudó su discurso el constructor, esbozando al tiempo otro edificio en su improvisado lienzo— tendrá en cambio una sola altura con el fin de ahorrar material, y os propongo que empleemos en él un aparejo de piedra seca, notablemente más barato, calzando las piezas mayores con ripios. Será rectangular, de unos veintiocho codos de largo por siete y medio de ancho, aunque tendré que precisar los cálculos. En cuanto al resto de la construcción, cubiertas, suelos, etcétera, no preveo grandes diferencias entre las dos construcciones. Ambas habrán de tener, si he comprendido bien vuestras instrucciones, sendas chimeneas de buen tamaño, con el correspondiente respiradero previsto en el muro norte…

—El taller precisará también de un número mayor de ventanas —apuntó Inés, consciente de la importancia que para sus tejedoras tenía el hecho de disponer de claridad.

—Eso encarecerá la obra —advirtió al punto el maestro albañil—, y además provocará corrientes de aire inevitables.

—¡Qué se le va a hacer! —zanjó el asunto Ramón—. Hablemos de plazos. ¿Cuándo estaréis en condiciones de empezar y sobre todo terminar el trabajo?

—Podemos comenzar a excavar los cimientos mañana mismo, aunque no habremos colocado una piedra antes de que llegue el frío que impide cuajar al mortero —advirtió curándose así en salud—. Eso significa que habéis de contar dos años, a partir del próximo, en lo que respecta al taller, o tres si el tiempo es tan inclemente como el invierno pasado. La casa llevará algo más.

—¡Es demasiado! —protestó el contratante.

—Pero así son las cosas —respondió sin inmutarse el maestro—. Es vuestra decisión seguir adelante con el proyecto o no, pero no podéis ejecutarlo más rápidamente. Nuestro oficio requiere paciencia.

—El mío, agilidad —rebatió Ramón.

—¿Qué ordenáis entonces, señor? —dijo Aimeric en tono desafiante.

—¡Adelante! —respondió su cliente al cabo de un rato—. Que sea lo que Dios quiera…

Y quiso el Señor que todo fuese mucho peor de lo que había advertido el masón. Peor que el peor de los pronósticos. Peor que mal; un desastre. Cuando no llovía helaba y cuando no ocurría ni una cosa ni la otra, el excesivo calor impedía avanzar de acuerdo con el ritmo previsto.

Al principio, aconsejados por su constructor, los hermanos contrataron una gran cantidad de mano de obra con el fin de acortar en lo posible los plazos, de manera que llegó a haber docenas de trabajadores a sueldo, con la consiguiente sangría para la bolsa. Sólo en cavar los cimientos se ocupó a una docena de hombres, que hubieron de luchar contra las inundaciones, el suelo de roca y otro sinfín de contratiempos. Una vez asentados los pilares de la nave que haría las veces de taller, doce meses después de empezar la excavación, el solar se asemejaba a un campamento militar en plena ofensiva bélica: dos mujeres acarreaban el agua y remojaban la tierra, mientras un hombre se encargaba de añadirle la cal necesaria para la preparación del mortero. Otras cuatro llevaban la pasta ya mezclada a los albañiles, quienes, en número de siete, iban juntando ese barro con las piedras, ayudándose de escuadras y plomadas al objeto de levantar hileras rectas. Al caer la tarde, antes de dar por terminada la jornada, otra moza tenía encomendada la tarea de limpiarlo todo a conciencia, aunque no fuese cosa fácil dadas las circunstancias.

A una media de quince dineros diarios por persona, esto es, algo más de un sueldo jaqués multiplicado por once, a los que era menester sumar los honorarios del maestro Aimeric, no tardaron en agotarse los ahorros del comerciante y hasta los de su hermana pequeña, ya muy quebrantados por las penalidades sufridas como consecuencia del gran frío. Pero lo peor era que ni siquiera se vislumbraba el final de esa noche sombría, toda vez que, como sucedió en el relato bíblico de la Torre de Babel, los elementos parecían confabularse en el empeño de impedir cualquier avance.

—Juro por mi alma que he de matar a ese embaucador —porfiaba Ramón desesperado, consciente de haberse metido en una trampa de la que ya le había advertido Inés.

—Él no es el responsable —trataba de tranquilizarle ella, temerosa de que ejecutara su amenaza buscándose con ello la ruina—. Alega en su defensa, y es verdad, que nunca se había enfrentado a tamaña mala suerte. Parece sinceramente afligido. Tú mismo lo has visto.

—Y tú eres demasiado buena, tanto que te dejas engañar. La mentira y el victimismo son madre e hijo o padre e hija, como prefieras. Van de la mano en todo caso y se encubren una a otro, se ayudan, se alían en el empeño común de justificar los fracasos. Lo único cierto es que hace ya tres años que empezó esta maldita obra y nadie sabe decirnos cuándo acabará de una vez. Mañana iré a visitar a un cambista a quien conozco en Zaragoza, con el que he trabajado a menudo. Es persona honrada y confío en obtener de él a crédito la plata suficiente para aguantar unos meses más. Le explicaré que pronto estará listo un nuevo cargamento de paños con destino a Flandes, que cubrirá con creces el préstamo e incluso le proporcionará un buen interés si accede a asociarse conmigo compartiendo los riesgos y también los beneficios. En caso contrario, no sé lo que vamos a hacer…

—Dios proveerá, Ramón —dijo Inés—. Confiemos en Él y ayudémosle también con diligencia. Yo me encargaré de acelerar el brazo de las tejedoras para que esas telas estén terminadas cuanto antes, y ya verás cómo se venden bien. Afortunadamente no desmantelamos nada de lo que teníamos para embarcarnos en esta aventura del nuevo taller, por lo que nada hemos perdido todavía. Saldremos adelante. ¡Ten confianza!

Por San Pedro, en el año de Nuestro Señor de 1244, embarcó en Barcelona una partida de tejidos de primera calidad con destino a la ciudad de Brujas, donde los comerciantes aragoneses disponían de buenos contactos y hasta de una alhóndiga, sita en uno de los mejores edificios de la ciudad, que hacía las veces de cabeza de puente en Flandes. En esa ocasión no iba el propio Ramón a cargo de la mercancía, porque se sentía en la obligación de vigilar personalmente la evolución de las obras que él mismo había puesto en marcha y que parecían eternizarse. Recién terminado el edificio mayor destinado a obrador, acababan de arrancar las de la vivienda, precedidas de un complejo ritual de bendiciones llevado a cabo por el párroco de San Pancracio con objeto de propiciar un desarrollo de los trabajos más rápido que el conocido hasta la fecha.

Por San Pedro partió la nao, pero nunca arribó a puerto. Acababan de celebrar los hermanos las fiestas de la Natividad, con la frugalidad impuesta por el precario estado de sus finanzas, cuando llegó a Barbastro, a través del cambista, la noticia del naufragio que rubricaba la quiebra absoluta de su negocio. El prestamista, que había rechazado la sociedad planteada por Ramón, aunque sí le había proporcionado el crédito requerido, previa firma de los documentos acreditativos de la transacción, exigía la devolución del mismo, ya fuese en metálico o en especie. Por eso se había tomado la molestia de actuar de portador de tan graves nuevas: para ver con sus propios ojos cómo podría cobrarse la cantidad que se le adeudaba.

Apurando al máximo hasta la última moneda, vendiendo sus mejores vestiduras a quien estaba en condiciones de comprarlas, como por ejemplo Sancha, y desprendiéndose de las escasas joyas que atesoraba, Inés se las había arreglado para poner en marcha el nuevo taller, haciendo funcionar a pleno rendimiento los tres telares con los que ya contaba, más otros dos recién armados por el mejor carpintero de la villa. Con el mismo número de tejedoras, puesto que no podía asalariar a más, habría estado en condiciones de producir casi el doble de paño que antaño, si la fabricación de seda por parte de los gusanos hubiese crecido a la velocidad deseada. Pero la naturaleza tiene sus propios tiempos y el hombre no los altera a su antojo, sino a base de mucha paciencia y constancia.

Concluida la inspección de las propiedades susceptibles de ser embargadas, maese Bonet, el acreedor llegado desde Zaragoza, estaba sentado a la mesa de los hermanos, ante un plato de truchas en escabeche primorosamente preparado por Martinica con el propósito de predisponerle lo más favorablemente posible para un acuerdo. Comía despacio, con gesto adusto. Frente a él, Ramón no prestaba la menor atención al guiso, aparentemente derrotado por la adversidad. Se había devanado los sesos buscando el modo de hacer honor a su deuda, sin hallar respuesta. Inés, a su vez, pasaba la cuchara con habilidad por debajo del velo que le cubría el rostro, tratando en vano de hallar algún tema de conversación que rompiera ese silencio denso.

Al cabo de una eternidad, el tal Bonet afirmó:

—Puesto que no estáis en condiciones de restituirme la plata que os entregué ni disponéis de paños susceptibles de cubrir la suma que me adeudáis, me veo forzado a incautarme de vuestros telares…

—Si lo hacéis —respondió Ramón—, firmaréis nuestra condena. Sin medios de producción, ¿cómo vamos a subsistir? Necesitamos esas herramientas para ganarnos el pan. Nos arrojáis conscientemente al arroyo…

—No me dejáis otra salida —adujo el cambista impostando pesar—. ¿Pretendéis que me arruine yo?

—Si me permitís una sugerencia —terció Inés—, tal vez haya una manera de contentarnos a todos.

—Hablad —la invitó el de Zaragoza.

—¡Sí, habla, por Dios! —urgió su hermano.

—Según mis cálculos, en un par de años, o a lo sumo tres, tendremos gusanos suficientes para garantizar un suministro de seda que como poco duplique el actual. A partir de ese momento estaremos en disposición de fabricar muchos más rasos, damascos o terciopelos de los que jamás han salido de esta casa, a un coste de producción similar, lo que significa que el beneficio será mucho mayor…

—Mi hermana tiene razón, amigo Bonet —tomó el relevo el comerciante, captando al vuelo la idea—. Dadnos ese tiempo y no sólo cobraréis la deuda sino que recibiréis el doble de esa suma. Dicho de otro modo, os ofrezco un cien por cien de interés a cambio de una prórroga en el plazo.

—¿Y quién me garantiza que esta vez cumpliréis lo prometido?

—Además de daros mi palabra de honor —respondió Ramón—, haremos escritura pública de lo acordado. En ella constará que, si en un tiempo máximo de cinco años, no habéis cobrado hasta el último sueldo comprometido, seréis el propietario legal no sólo de los telares, sino del edificio que los alberga y también de nuestra casa.

—Decíais tres y ya son cinco. No puedo aceptar.

—El doscientos por cien de interés, por escrito —dobló su oferta el mercader—, además de algunos pagos parciales fruto de lo que vayamos ganando. Necesitamos un tiempo suplementario para elaborar los paños y proceder a su venta.

—¿Y pondréis como garantía el obrador, esta casa en la que cenamos y la nueva residencia que, tal como he visto, está todavía en construcción?

—Para incluir a esta última en el trato tendría que pediros otro pequeño adelanto, que se sumará, por supuesto, a la deuda resultante, con los intereses negociados.

—¿Cuánto?

—Cincuenta besantes de oro.

—¡Estáis loco!

—Os devolveré ciento cincuenta… o una propiedad que vale mil veces más.

El prestamista siguió comiendo, como si nada, taladrado por la mirada escrutadora de los dos hermanos. Era imposible saber qué cábalas se estaría haciendo ese hombre acostumbrado a regatear sin mover un músculo de la cara, lo que convertía cada segundo en un siglo. ¿Estaría calculando los pros y contras de avenirse al citado pacto o simplemente se regodeaba alimentando su angustia?

Bonet se tomó su tiempo para acabar hasta la última migaja del guiso, limpió a conciencia el plato mojando pan, y, después de un sonoro eructo, pronunció su veredicto:

—¡Trato hecho! Cinco años, ni un día más, y a comienzos de 1250 recibiré el triple de lo que os dé ahora, sumado a lo que me debéis. Como veis, soy demasiado blando.

—Hacéis un buen negocio, señor —dijo Inés, aliviada en lo más hondo.

—¡Ya lo creo! —añadió Ramón, mordiéndose la lengua para no llamar usurero hijo de una mala madre al hombre en cuyas manos acababa de depositar su futuro.

Obtenida esa costosa tregua, el tiempo pareció congelarse al principio, aunque luego se puso a correr. Un nuevo cargamento de paño llegó sano y salvo a su destino, lo que permitió pagar los salarios. La espada de Damocles de la deuda seguía pendiendo, empero, sobre las cabezas de los hermanos, recordándoles a toda hora que nada de lo que tenían era en realidad suyo. Una sensación harto desagradable que ninguno de los dos había experimentado hasta entonces.

Terminada su nueva morada, tras otra interminable lista de calamidades y demoras, se habían instalado en ella con esa inseguridad que produce la incertidumbre respecto al mañana.

Arrancaba, bajo oscuros augurios, la primavera del año de Nuestro Señor de 1249, y la suerte de la familia dependía de la cantidad de larvas que asomaran sus cabezas de alfiler fuera de los huevos en cuyo interior descansaban. En esa ocasión eran muy numerosos, ya que las polillas, salvadas del vapor y cuidadas con mimo durante el invierno, habían cumplido con creces su misión ponedora. Si los gusanos se mostraban igualmente laboriosos llegado el momento de escupir su precioso hilo de seda, tal vez hubiera aún esperanza. Hasta entonces nada se podía hacer salvo elevar plegarias al cielo, cosa que Inés practicaba a diario con más devoción que nunca.

—¿Alguna vez pensaste que nos veríamos en tal precariedad? —le preguntó una tarde a su hermano, mientras ambos contemplaban embobados los cajones que conservaban entre algodones esas diminutas bolitas grisáceas, como si por el hecho de mirarlas fijamente fuesen a precipitar los ansiados nacimientos.

—Desde luego que no —respondió él—. Tampoco pensé que mi vida dependería de un gusano y aquí estoy. Pero lo importante no es cuánta adversidad nos envía el Señor sino cómo le hacemos frente. Recuerda la parábola de los talentos. El Juez Supremo nos pedirá cuentas en función de lo que nos dio, que en nuestro caso fue mucho.

—Y también nos lo quitó —adujo Inés, sorprendida.

—Pues es hora de recuperarlo. A cualquier precio. Cueste lo que cueste, vamos a salir de este trance y a levantar esta casa. ¿De acuerdo?

—Estaré a tu lado, Ramón, como he hecho siempre, aunque me apena pensar que cuando tú y yo faltemos no habrá nadie de nuestra sangre para continuar con el negocio. ¿Por qué no tomas una esposa que te dé hijos? Me daría tanta alegría ver corretear a esos chiquillos por estas estancias tan amplias y tan vacías…

—No es tiempo de pensar en eso, Inés. Ya lo meditaremos cuando hayamos salvado este bache. Algo en mi interior me dice que de un modo u otro alguien tomará el relevo cuando ni tú ni yo estemos aquí. No puedo explicarte quién ni cómo. Es sólo una intuición… Ahora hemos de poner todas nuestras energías en conseguir hacer frente a ese pago que nos aprieta el cuello como la soga del verdugo. ¡Por san Jorge, no perderé mi heredad a manos de un prestamista!

Esa misma noche empezaron a nacer en gran número. Quebraban a golpes casi imperceptibles la cubierta de sus diminutos habitáculos y se arrastraban lentamente sobre el lecho blando que les había mantenido con vida, a fin de llegar hasta el ansiado alimento. Una vez alcanzadas las hojas de morera, se ponían a devorarlas con fruición, como si estuvieran impacientes por crecer lo antes posible y llevar diligentemente a cabo su labor. Ese año, pensó Inés, habría seda de sobra si ella hallaba el modo de mandar hilarla dentro del plazo disponible. A partir de ese momento los telares tendrían que funcionar día y noche, sin descanso, a fin de derrotar al calendario en la carrera que ella y su hermano libraban contra él.

Pero lo harían.

A mediados del otoño estaban ya hervidos, limpios y devanados los cuantiosos capullos obtenidos en la cosecha, después de que una docena de hilanderas contratadas al efecto realizara puntualmente la tarea de transformar en madejas los ovillos enmarañados que constituían el hogar de la crisálida. El año siguiente nacerían menos larvas porque sería inferior el número de mariposas preservadas para poner huevos, pero se habría superado definitivamente el peligro de quiebra.

—Antes de que caiga el frío marcharé a Brujas —dijo Ramón a su hermana pequeña esa mañana, ante unas gachas de avena—. Tengo que asegurarme de disponer de compradores para cuando lleguen los paños, y tú debes hacer lo que sea menester con tal de suministrármelos a finales de la primavera, como muy tarde. ¿Entendido? Esa es la época óptima de los mercados del lujo. Si no logramos cerrar la transacción antes de que empiece a recogerse la cosecha, estamos acabados.

—Pierde cuidado —respondió ella, sin tener la menor idea de cómo pensaba cumplir ese encargo—. Tendrás los tejidos aunque deba enfrentarme a todo el gremio.

—Sabes que así será —replicó él—. Más de uno tratará de destilar ahora toda la envidia acumulada durante lustros. Ya ves cuánto nos han ayudado en estos momentos de penuria… ¡Nada!

—Algunos como Guillén sí lo han hecho, en la medida de sus posibilidades —rebatió Inés, menos rencorosa que Ramón o acaso más agradecida al hombre que siempre la había apoyado como un padre—. Si no hubiera mirado hacia otro lado en más de una ocasión con el trabajo prohibido en días festivos, por ejemplo…

—En los próximos meses tendrás que vulnerar esa regla sistemáticamente, aunque te multen —insistió su hermano, centrado en llevar a buen puerto el plan trazado para garantizar la supervivencia del negocio—. Obliga a tus mujeres a tejer en domingo y en fiestas de guardar, a destajo. Diles que cuando cobremos esta partida tendrán una compensación proporcional al esfuerzo. En cuanto al Señor, confiemos en que sepa perdonarnos esta ofensa involuntaria. Le ofreceremos misas en desagravio una vez que termine esta pesadilla y, si todo sale como espero, acaso podamos mandar construir un hospital o ampliar la iglesia de San Pancracio. Llegará la hora de rendir cuentas y pagar todas las deudas; confía en mí y mantente firme. Lo que está por venir será mejor, te lo prometo, pequeña.

Nunca nadie se sintió más solo en el mundo. Eso pensaba Inés durante los meses que siguieron, mientras se quemaba los ojos manejando ella misma la lanzadera del telar grande, para dar ejemplo, o se enfrentaba a las recriminaciones del nuevo veedor, empeñado en obligarla a incumplir la palabra que le había dado a su hermano con el fin de ajustarse a las normas de la cofradía.

—Sabéis, Inés, que el séptimo día Dios descansó y lo mismo debemos hacer sus hijos. He interrogado a vuestras tejedoras. Se muestran remisas a hablar, pero obligadas a prestar juramento reconocen que las empujáis a quebrar la ley divina tanto como las de la hermandad. Me veo obligado a sancionaros con dureza.

—Señor veedor, no ignoráis que no dispongo de medios para hacer frente a esa sanción. Ni siquiera puedo pagar a mis trabajadoras. Están dejándose la vida en estas máquinas porque confían en mí y saben que si no logramos terminar la labor no habrá un mañana para nadie.

—Ese es vuestro problema. Tal vez no debisteis ser tan ambiciosos…

—¿Acaso no recoge el campesino la fruta madura del árbol cuando amenaza una tormenta, por ser domingo? ¿No luchan los soldados en la guerra si el enemigo ataca ese día? ¿No presta sus servicios el galeno al enfermo? Apelo al estado de necesidad extrema en que se halla este taller para implorar vuestra clemencia. Os ruego que comprendáis nuestra situación desesperada. Y si tras considerar mis argumentos seguís dispuesto a multarme, me dirigiré a la cofradía para ser oída. Ahora, con vuestro permiso, tengo que seguir tejiendo.

No llegó la sangre al río. Antes al contrario, por Pascua de Resurrección estuvo listo y embalado el más ambicioso envío de paños que jamás hubiera visto la luz en Barbastro. Gracias a la mayor dimensión de los telares, eran piezas más anchas, de aspecto impresionante, dignas de un emperador. Los brocados refulgían al sol mientras eran cuidadosamente enrollados para su embalaje. El raso, azul, verde, color marfil y escarlata, hacía unas aguas perfectas que despertaban exclamaciones de admiración en cuantos lo contemplaban. A falta de recursos, no se había podido combinar la seda con hilo de oro o plata, aunque la belleza del paño era tal que cualquier añadido postizo no habría hecho sino estropearlo.

Todo estaba ahora en las manos de Dios.

Fue por esas fechas cuando Inés enfermó. Al principio pensó que su debilidad era fruto del agotamiento y accedió a meterse en la cama, tal como le pedía Martinica, alarmada por la extrema delgadez de su señora. Luego fue cediendo a la pereza, o mejor dicho a la languidez que se adueñó de ella. Apenas dormía aunque rara vez abandonaba el lecho. Se alimentaba del caldo que a duras penas le obligaba a tragar su doméstica, recurriendo a una combinación de paciencia y amenazas. Convirtió su mente en un fortín cerrado a los pensamientos, porque cuando se atrevía a entreabrir las puertas de ese castillo la asaltaba el miedo; un miedo cerval a verse expulsada de su vida, de todo cuanto conocía, de esa existencia gris, aunque tranquila, condicionada por sus estigmas pero también por sus certezas. Esa vida plácida de la que tantas veces había renegado y que ahora, paradójicamente, le parecía irrenunciable.

Pasó el verano despacio, en esa morada nueva causa de tanta aflicción, sin noticias de Ramón. Fueron los hortelanos del campo y las oficialas del taller quienes se ocuparon de la nueva remesa de gusanos, porque la patrona apenas hablaba ya y estaba como alunada, con la mirada perdida en una puerta por la que esperaba ver entrar en cualquier momento al hombre que la desposeería de todo cuanto había amado. Fuera de sí. Derrotada.

Entonces, poco antes de la festividad consagrada a los Difuntos, llegó a Barbastro un extraño, aunque no el que Inés se temía.

—¡Señora! —irrumpió en su cuarto Martinica, dando voces, una mañana en la que todas las nubes del cielo parecían haberse abierto en canal derramándose cual catarata—. La Virgen ha escuchado nuestras plegarias.

—¿Qué dices, loca? —respondió ella molesta—. Déjame en paz. Quiero estar sola.

—Hay un caballero esperándoos en la cocina —insistió la criada.

—¡Dile que se vaya! Que estoy enferma y no puedo recibir visitas. Que me han dado los santos óleos. Dile lo que se te ocurra pero haz que se marche de aquí —ordenó Inés con voz trémula, acurrucándose entre las mantas hasta esconder la cabeza.

Martinica se acercó a la cama, la destapó sin contemplaciones y, desplegando la mejor de sus sonrisas, esa que convertía sus carrillos en dos albaricoques en sazón, le espetó:

—El que aguarda a ser recibido no es el señor Bonet. Ni siquiera es aragonés y apenas chapurrea nuestra lengua, pero me ha parecido entender que le envía vuestro hermano, pues ha pronunciado su nombre en más de una ocasión. Viene empapado el pobre, con la que está cayendo, aunque sus vestiduras son las de una persona principal, con posibles. ¡Y ha entrado en la ciudad a caballo, al frente de una recua de mulas cargadas de mercancías! —Elevó ojos y manos al cielo, como si lo que acababa de anunciar fuese exactamente la respuesta divina a sus demandas—. De su hombro cuelga una bolsa de cuero que parece pesar lo suyo y que, a juzgar por sus gestos, sólo os entregará a vos. Para mí que son monedas —concluyó, y guiñó un ojo.

—Dile que ahora mismo voy. —La enferma se recompuso lentamente, aunque con un visible alivio—. Sírvele vino caliente, pan, queso, lo que haya en la cocina. ¡Rápido!

—Me ha dado también esta carta…

Inés se abalanzó sobre el pergamino amarillento que le tendía su doméstica, confiando en que Ramón le confirmara en él, con sus propias palabras, lo que había deducido Martinica juzgando por las apariencias. Estaba doblado en forma de cuadrado formado por cuatro bordes triangulares, y sellado en el punto de encuentro de sus vértices con lacre rojo. Le sorprendió que la letra escrita en el otro lado no fuese la de su hermano, aunque lo único que la obsesionaba en ese momento, mientras pugnaba por romper el sello, era que se tratara de un pagaré por importe de al menos cuatrocientos besantes de oro, suficientes para saldar la maldita cuenta pendiente. Habría dado uno de sus brazos porque así fuera. En el breve espacio de unos segundos, se hizo toda clase de cábalas descabelladas. Lo que jamás habría podido adivinar era el nombre de quien remitía la misiva, claramente escrito en letra pulcra al final de unas pocas líneas…

Un fantasma surgido del pasado y prácticamente olvidado. Una quimera. Braira de Fanjau. Su Braira.