El dinero no compra la belleza ni tampoco puede pagar el amor, pero sí proporciona alimentos, aunque a un precio tal, debido a la carestía, que muchos días durante ese invierno Inés almorzó pan y cenó migas, sin otro aderezo que unos ajos fritos en grasa de tocino. Ni que decir tiene que, en esas condiciones extremas, la mayor parte de sus trabajadoras pasó necesidad. Todas excepto Sancha, quien parió a una criatura en cuyo color de ojos jamás reparó su padre, para bien de todos. Ella dejó el obrador y pasó a vivir como una gran señora, dado que su marido panadero se convirtió prácticamente de la noche a la mañana en uno de los hombres más ricos del pueblo gracias a que había sido previsor y tenía cuantiosas reservas de harina, más valiosa en esa coyuntura que el mismo oro. Entre las menos afortunadas no faltaron las que optaron por el camino más fácil, o acaso el último recurso. El único que estaba a su alcance para dar de comer a sus hijos: la prostitución.
Nunca se había visto en Barbastro que mujeres decentes vendieran sus cuerpos a cambio de cuatro perras, pero durante ese tiempo aciago ocurrió, con el consentimiento de muchos esposos condenados al silencio. La gente veía y murmuraba, sin atreverse a condenar con demasiada severidad lo que en circunstancias distintas habría sido motivo de repudio fulminante. Las penalidades extremas sacan de las personas lo peor y lo mejor también, siempre que haya algo bueno que obtener de ellas. En caso contrario, la adversidad barre la pátina de humanidad con que las leyes de Dios y de los reyes han recubierto esas almas negras, hasta devolverles la condición bestial que les es propia…
Ocurrió una tarde de ventisca en que los cristales de nieve helada se clavaban en la piel y en los ojos como cuchillos. La furia del invierno era tal que resultaba imposible caminar y mucho menos cabalgar. Casi todo el mundo permanecía encerrado en su casa, rogando al Señor que perdonara de una vez las ofensas de sus hijos y se dignara mostrarles su rostro misericordioso. Sólo un infanzón de la comarca, de paso por la ciudad, aguardaba en la taberna a que escampara la tormenta, ahogando la impaciencia en vino. Y llevaba ya más de una jarra. Esa fue la razón por la cual, según explicó él más tarde, cedió a la tentación del diablo, encarnado en el cuerpo de la muchacha que le servía, y la poseyó allí mismo, en presencia del tabernero, que era el padre de la desflorada. Según él, ella le provocó meneando las caderas como hacen las rameras expertas, a la vez que le confundía con palabras melosas. De haber estado sobrio, adujo en su defensa, se habría resistido como el buen cristiano que era, rechazando a Satanás, quien le probaba a través de esa hembra voluptuosa. El alcohol, aliado al influjo maligno de la joven, fueron, concluyó, su perdición.
De acuerdo con el relato que hicieron la chica y su progenitor ante los miembros del concejo que les tomaron juramento a los tres, cuando el hombre comenzó a propasarse con ella, que acababa de cumplir quince años, fue invitado a marcharse o acostarse junto al fuego a dormir la borrachera. Él se negó en rotundo, amenazó al padre con el arma que llevaba al cinto, llegó a producirle un corte considerable en la mano, debidamente exhibido a guisa de prueba, y forzó a la inocente con violencia.
—Señorías —imploró el tabernero—, el caballero ha deshonrado a mi niña, robándole la virginidad y con ella las posibilidades de encontrar un esposo dispuesto a dotarla como merece su condición de doncella, libre y hermosa. Mírenla vuestras mercedes —añadió, agarrando la cara de su hija con su manaza y obligándola a mirar a los jurados a los ojos, a pesar de que ella, avergonzada, mantenía la vista fija en el suelo—. Me la han desgraciado para siempre. ¿Quién nos devolverá ahora su mejor prenda? ¿Qué será de ella? Hemos venido a pedir justicia hoy mismo, porque mañana será ya tarde. Que hable el fuero, en el nombre de Jesucristo, y que se cumpla lo que está escrito.
No era ni mucho menos la primera vez que los representantes de la autoridad comunal se enfrentaban a un caso semejante, por lo que conocían de sobra el modo correcto de proceder. Pese a las protestas del infanzón, que invocaba su sangre superior para marcharse impunemente a sus dominios, el alguacil lo retuvo hasta que concluyera la investigación, pues lo que ocurría dentro del municipio era competencia exclusiva de los cargos designados para aplicar las leyes locales, plasmadas en el fuero al que con toda razón apelaba el padre de la violentada. Esta fue examinada por dos parteras que dieron fe de la veracidad de su denuncia, confirmando que, en efecto, había sido desvirgada por el agresor, y él hubo de enfrentarse a lo establecido en la norma.
—Aimeric de Jaca —le interpeló con firmeza el justicia—, puesto que sois soltero y os habéis declarado culpable de la falta cometida, la llamada Luisica, aquí presente, tiene derecho a que la toméis como esposa o le proporcionéis un marido tan bueno como el que habría podido conseguir ella de no haberla desvirgado vos. ¿Deseáis casaros con esta moza?
—¡Vive Dios que no! —respondió el infanzón con gesto airado—. Deshonrarme yo y deshonrar a mi casa uniéndome a una villana…
—Entonces tendréis que compensarla por lo que le habéis robado —sentenció la voz que representaba al concejo—. Dado que no es de vuestra condición no podemos obligaros a reparar el daño causado de la mejor manera posible, que sería legitimando vuestro contacto carnal a través del matrimonio. Dicho lo cual, la muchacha es agraciada, además de bien dispuesta, por lo que le habría resultado sencillo obtener, de permanecer intacta, una dote no inferior a los ciento cincuenta sueldos, valorando en términos monetarios la cama, las vestiduras y el resto del ajuar al uso. Os condeno a pagarle esa cantidad, a fin de que pueda casarse bien a pesar del daño que le habéis hecho.
No hubo más. El tal Aimeric aflojó la bolsa sin rechistar, pues en caso contrario el municipio se habría dirigido al zalmedina real, quien seguramente se hubiese mostrado incluso más severo. Luisica lloró unos días más, nadie supo si de pena o porque es cosa conocida que una mujer en su situación está obligada por el decoro a humillar la cabeza, y la vida siguió adelante, entre rogativas y novenas a la Santa Virgen para que, por su intercesión, se aplacara cuanto antes la cólera de Dios.
Aquello fue una prueba dura para Inés. Viendo a Luisica esconderse de cuantos la miraban con una mezcla de lástima y asco, ya que más de un vecino pensó que en realidad era ella la que había provocado al infanzón con el fin de sacarle los cuartos, resultaba difícil cumplir con el mandamiento que los compendia a todos ordenándonos amar al prójimo como a nosotros mismos. ¿Amar a quién? ¿Amar por qué?
Braira, esa confidente con la que desde la distancia compartía secretos que jamás habría confiado a nadie, había encontrado motivos suficientes para amar a su esposo y a su hijo hasta el extremo de la desesperación, y juraba haberse sentido amada de igual modo por Gualtiero, su marido. ¿A quién podría querer ella así? ¿Quién hallaría una razón para amarla de verdad a ella si nunca dejaría de ser una criatura extraña, única en su género y monstruosa? La única ventaja atribuible a su deformidad radicaba en que, con ese rostro de pesadilla, ningún hombre la escogería como blanco de su lujuria violenta… Triste consuelo para tamaña penitencia.
Sumida en sombrías reflexiones, inducidas por el ambiente tenso y atribulado que impregnaba el pueblo, Inés pensó con frecuencia en lo caro que pagaban todas las hijas de Eva el pecado original cometido por esa primera madre. Cuando la ira divina se desataba sobre los mortales, ya fuera en forma de epidemias, hambrunas o guerras, hombres y mujeres padecían su rigor, pero ellas siempre parecían ser acreedoras a un punto más de desdicha. Siempre estaban en el último peldaño de la escalera, sufriendo su propio dolor y el ajeno, consolando las aflicciones de sus mayores además de las de sus hijos, convirtiéndose en el receptáculo de todas las frustraciones. ¿O acaso era la forma sesgada en que ella veía las cosas, insensible al penar de los demás?
Llevaba tanto tiempo sola que temía por su buen juicio.
Con los primeros brotes, tardíos dado el rigor de la estación fría, regresaron algunos de los que habían partido tiempo atrás a la conquista de Valencia. Sus relatos fueron la respuesta a las dudas que atormentaban a la tejedora. O mejor dicho, las respuestas, en plural, pues cada cual contaba la historia vivida en aquella guerra en función de su propia experiencia.
De la docena larga que había marchado, los que volvieron sanos y salvos se contaban con los dedos de una mano. Juanón había caído víctima de una saeta sarracena durante el sitio de la plaza, mientras empujaba un fundíbulo, máquina semejante al trabuco, con la que las huestes cristianas lanzaban grandes piedras en forma de pelotas contra las torres enemigas. ¡Tanto mejor!, pensó Inés para sus adentros. Un aprendiz de carnicero llegó tuerto y otro, incluido en el cupo del gremio de tejedores, tullido del brazo derecho, lo que le impediría alcanzar el grado de maestro. Tomás en cambio no se hizo rico, pero se las arregló para conseguir una casa de su exclusiva propiedad en la ciudad conquistada, lo que constituía una fortuna para alguien de su condición. Pensaba establecerse allí y venía a su Barbastro natal con el único propósito de recoger a su madre y a su hermana, pavonearse un poco y comunicar a sus paisanos las oportunidades que se abrían a partir de ese momento para cualquier poblador dispuesto a empezar de cero en aquella tierra hasta entonces infiel.
Dándose el correspondiente pisto, se había erigido espontáneamente en cronista oficial de la batalla y desgranaba el relato de lo sucedido de pie sobre un taburete plantado en medio de la plaza del mercado, donde se había reunido prácticamente todo el pueblo para recibir a los soldados licenciados.
—Cuando el rey infiel Zaen mandó al real a su embajador con el encargo de rendir su capital —decía con voz engolada—, nuestro señor don Jaime resolvió con él que todos los moros y moras saliesen de la ciudad llevando toda la ropa que pudiesen sacar, sin que fuesen molestados en su camino hasta Cullera y Denia. Aseguró a los fugitivos por veinte días, ni uno más, y dio tregua a los mahometanos por ocho años, durante los cuales no les haría la guerra ni daño alguno ni la permitiría hacer a sus ricoshombres y caballeros contra las citadas plazas.
—¿Se ha acabado la guerra entonces? —preguntó una mujer.
—Por el momento así parece —respondió el muchacho en tono suficiente, una vez captada la atención del respetable en su calidad de veterano curtido—, pero no tardará en reanudarse. En cuanto empiecen a pelearse los ismaelitas entre sí, como es su costumbre, aprovecharemos para empujarles hacia el sur y ganar nuevos campos de cultivo. Los han preparado bien. Son tan buenos labradores como pésimos soldados, lo que redunda en nuestro beneficio.
—¡Cuéntanos cómo fue la batalla! —pidió un niño que escuchaba extasiado a Tomás.
—Cuando llegamos nosotros —accedió este de inmediato, feliz de poder satisfacer esa demanda—, la ciudad ya llevaba varios meses siendo asediada y acometida con toda clase de máquinas de asalto, que golpeaban sus murallas sin cesar. Día y noche soportábamos el sonido ensordecedor de los impactos: tanto los nuestros, batiendo contra sus fortificaciones, como los suyos, golpeando las mantas o testudos dispuestos alrededor del campamento a fin de proteger las tiendas.
—¿Cómo es el rey visto de cerca? —inquirió una voz femenina—. ¿Es tan fuerte y apuesto como se dice?
—Si no me dejáis terminar no podré contestaros a todos —fingió impacientarse el hijo de Petra—. Veamos… El rey es un palmo más alto que el hombre más alto que yo haya visto jamás. Lo juro. Rubio de pelo, blanco de cutis, de ojos negros, algo grueso, diría yo, incluso en proporción a su altura, derecho, de actitud gallarda siempre que le tuve cerca… y desde luego un gran guerrero. Precisamente al poco de andar zascandileando yo por el campamento, a las órdenes de un ricohombre de Tortosa encargado del avituallamiento, fue herido de una saeta en la cabeza. Y aunque felizmente no llegó esta a traspasar la armadura tanto para que su vida corriera peligro, estuvo cinco días retirado del combate debido a la gran hinchazón que sufrió en el rostro, que le impedía abrir los ojos. En cuanto mejoró regresó a la lid, pues no es hombre dado a permitir que otros hagan su faena. En más de una ocasión le vi vestirse el perpunte sobre la camisa y acudir de los primeros a un rebato a pie, sólo con su espada, que le habían enviado de Monzón y a la que decía Tizona.
—La batalla, cuéntanos la batalla —insistió el niño.
—No hubo tal. Únicamente escaramuzas de poca monta, algún lance entre caballeros de ambos bandos y finalmente la capitulación, acaecida en la víspera de la festividad de San Miguel, aunque nuestra entrada oficial en la plaza no se produjo hasta el día de San Dionisio. El soberano avanzó con su ejército, mandó izar su pendón en lo alto de la torre más elevada, luego convertida en la Casa del Temple, y cuando vio levantar su estandarte se apeó del caballo y, volviéndose hacia oriente, se hincó de rodillas, besó la tierra e hizo su oración dando gracias a Nuestro Señor por tan señalada merced como aquel día le hizo. El hambre y la necesidad habían batido muy fieramente a los sitiados, que no podían resistir a otro otoño y otro invierno sin recibir socorro, una vez fracasada la misión de auxilio enviada meses atrás por el sultán de Túnez. Estaban vencidos, en suma, lo que les llevó a optar por un acuerdo honroso.
—¿Y qué hay del botín? —inquirió otro de los presentes.
—Saco apenas se produjo —repuso Tomás— puesto que el rey mandó colgar a los primeros hombres que sorprendió despojando de sus bienes a los moros fugitivos. Pero hay cuantiosas tierras y propiedades por repartir. Ahora mismo algunos ricoshombres y prelados, entre quienes están nada menos que los obispos de Barcelona y Huesca, andan dedicados a cumplir con el encargo de distribuir esas heredades entre todas las gentes principales que participaron en su toma, sin olvidar a unos cuantos peones espabilados como yo. No terminan de ponerse de acuerdo, a lo que se oía decir por las calles cuando me marché, porque a unos y otros se les prometió más de lo que puede dárseles. Pero lo cierto es que han sido nombrados más de trescientos caballeros de conquista procedentes de Aragón y Cataluña, que podrán dejar algo a sus hijos. La única condición puesta a los beneficiarios de esas mercedes es quedarse a vivir y echar raíces en el reino reconquistado.
—¿Y el pueblo? —insistió el que se interesaba por el botín—. ¿No hay nada para los de a pie?
—Hay migajas y sobre todo esperanza —respondió convencido el antiguo aprendiz—. El noble al que yo serví en la organización de la intendencia, que estaba versado en leyes, aseguraba airado que don Jaime estaba a punto de dictar un fuero distinto al de Aragón para el nuevo reino de Valencia, que mermaría los privilegios de los de su casta, e incluso los del clero, y reforzaría la autoridad de los justicias municipales elegidos por nosotros, los ciudadanos. Sostenía mi señor Geral que al amparo de esas leyes los artesanos no tendríamos que pagar más impuestos que los debidos a la Corona, y que el soberano en persona se haría garante de nuestros derechos frente a las pretensiones de los potentados como él. Yo le creo. Por eso he venido a recoger a mi madre y a mi hermana para llevármelas conmigo hasta esa tierra de promesas, en la que por cierto el sol luce con mayor frecuencia que aquí, lo que le ahorrará a mi progenitora tanto tormento en los huesos…
Durante días no se habló de otra cosa en Barbastro que del asunto del nuevo reino valenciano. Tal como lo describía Tomás, parecía realmente manar leche y miel en comparación con el pueblo y sus alrededores, máxime después del crudísimo invierno que acababan de sufrir. Además, era un hecho cierto y constatado que la mayoría de los veinte mil habitantes de esa gigantesca urbe reconquistada al sarraceno habían emigrado hacia el sur, dejando la plaza vacante a cuantos pobladores cristianos quisieran ocupar sus puestos. Eso significaba trabajo garantizado, oportunidades de negocio, mercado asegurado y, en definitiva, prosperidad al alcance de la mano, sin otro requisito que la audacia necesaria para recoger los bártulos y emprender el viaje hacia lo desconocido.
¿Qué arriesgaban personas como Francisco en esa travesía? Una vida mediocre que, concluido el mandato de veedor y frustrados los planes de matrimonio con Inés, carecería del menor aliciente. ¿Qué tenían que ganar? La fortuna. ¿No era en Valencia precisamente donde más había florecido la fabricación de la seda a cargo de artesanos moros? Si el aprendiz estaba en lo cierto, un buen tejedor como él, con el grado de maestría acreditado ante el gremio barbastrino y un telar fácilmente desmontable, no tendría dificultades para abrirse camino en un territorio joven, abonado para la ambición. Y ambición era precisamente lo que le sobraba a Francisco. De modo que se despidió de sus cofrades, quienes le otorgaron sus bendiciones junto a una carta que daba fe de su maestría, hizo el equipaje y se fue, en compañía de Tomás y de algunos otros aventureros dispuestos a probar suerte junto al mar Mediterráneo.
Cuando Francisco volvió la vista atrás, para ver por última vez la villa en la que había nacido, no sintió pena ni nostalgia, sino un deseo ardiente de cobrarse algún día la revancha sobre esa mujer prepotente que había osado rechazarle. Humillarla del modo más dañino posible, fabricando y exportando a Flandes paños mil veces mejores que los producidos por ella.
Acababa de pasar la festividad de Nuestra Señora del Pilar del año 1240.
Ramón regresó finalmente de su interminable periplo antes de la Natividad de Jesús. Venía algo delgado y agotado por el viaje, aunque pletórico de ánimos. Traía consigo dos mulas cargadas de especias: pimienta, clavo y nuez moscada, destinadas a los mercados de Barcelona y Zaragoza. En cuanto descansara lo suficiente para reponer fuerzas, él mismo remataría el negocio con algunos conocidos suyos, obteniendo un buen precio por esos productos traídos del Lejano Oriente que constituían auténticos lujos. Hasta entonces, los mandó almacenar en la buhardilla de su casa, advirtiendo a su ayudante que se asegurara bien de protegerlos de la humedad y las ratas.
Pero con ser valiosos, no eran esos sacos lo más preciado que portaba el comerciante. Cuidadosamente distribuidas entre la mercancía, su propio equipaje y sus vestiduras, bien escondidas, venían cinco bolsas repletas de monedas de oro y plata de diversas acuñaciones, principalmente florines y coronas, fruto de la venta del último cargamento de seda que se había llevado consigo.
—Las telas que me diste a vender la última vez han causado asombro —comentaba esa noche a su hermana, sentados ambos a la mesa en la cocina, mientras degustaban una gallina asada aderezada con limonea, preparada amorosamente por Martinica agregando leche de almendras peladas, jengibre, azafrán, miel, sal y abundante zumo de limón a un caldo sustancioso, y dejando hervir el guiso a fuego lento hasta que la salsa estuvo suficientemente espesa. Una delicia para el paladar que Ramón devoraba como si fuese su última cena.
Antes de llegar a ese punto en la conversación, ambos habían llorado de emoción por el reencuentro y se habían puesto al día de lo ocurrido durante su separación. Inés había pasado de puntillas sobre la proposición matrimonial de Francisco, por miedo a la incomprensión de su hermano mayor, aunque este no tenía precisamente al tejedor en el mejor concepto y comprendió la postura de ella. De algún modo los dos intuían que acabarían acompañándose el uno al otro una vez llegada la vejez, en los escasos momentos que el oficio escogido por él les brindara para estar juntos. La fortuna les sonreía en forma de riqueza material y salud, en un mundo que por doquiera estaba lleno de pobres y enfermos. No podían pedir más al cielo.
—Tienes que producir esos paños en cantidad mucho mayor —prosiguió Ramón entre bocado y bocado—. En Brujas no parece haber límite para su demanda, lo que significa que estamos perdiendo dinero.
—Aunque incrementáramos la producción de seda dejando con vida a más mariposas y permitiendo crecer el número de gusanos —respondió Inés con la sensatez que la caracterizaba—, no daríamos abasto. Los tres telares de que disponemos funcionan ya a pleno rendimiento.
—Entonces habrá que mandar construir alguno más, elevar a las mejores aprendizas al rango de oficialas y contratar a nuevas sirvientas dispuestas a formarse en el oficio —dispuso él, imbuido de su mentalidad resolutiva—. No será difícil encontrarlas. Por la comida, el alojamiento, la ropa y el calzados suficientes, durante dos o tres años trabajarán sin cobrar y, transcurrido ese plazo, lo harán por una cantidad muy razonable. Todos en el pueblo dicen que eres una buena patrona a la que resulta sencillo obedecer, además de una excelente maestra.
—¿Y dónde meteríamos esa nueva máquina, hermano? —inquirió Inés, divertida por la facilidad con que Ramón hallaba rápidamente solución a todos los problemas prácticos.
—¡En el taller, por supuesto!
—Mañana por la mañana bajarás conmigo a verlo y comprobarás por ti mismo que allí no cabe un telar más, ni siquiera de los pequeños.
—Está bien —cedió él ante el peso de los argumentos esgrimidos por su hermana—. En tal caso habrá que construir una nueva casa, acorde con nuestra posición y con las necesidades de nuestros negocios. Mejor aún: una vivienda más amplia para nosotros y, anejo a ella, un local destinado a albergar la maquinaria, con una dependencia especial para los gusanos. ¿Qué te parece?
—Me parece que lo que pretendes costaría una fortuna de la que no disponemos —afirmó Inés torciendo el gesto—. No conviene abarcar más de lo que se puede apretar, pues la avaricia rompe el saco. ¿No recuerdas lo que decía siempre nuestro padre?
—Nuestro padre nunca salió de Barbastro, yo sí. Te aseguro que hay un vasto universo ahí fuera, poblado por gentes ricas dispuestas a pagar lo que se les pida con tal de lucir un pellote o una camisa tejidos en delicada seda. Sería de estúpidos no aprovechar la oportunidad que se nos brinda.
—La prudencia no es homologable a la estupidez, creo yo —se defendió Inés.
—Ni está reñida con la valentía —contraatacó su hermano—. Tenemos capital más que suficiente para iniciar las obras. Será una inversión provechosa, confía en mí. Si, en el peor de los casos, necesitáramos endeudarnos, estoy seguro de que cualquiera de los judíos que conozco en Barcelona nos fiará a un alto precio, desde luego, al que podremos hacer frente, no obstante, con los beneficios derivados de una mayor producción. Además, a poco que acompañe la suerte, antes de que tengamos que devolver ese préstamo el rey habrá promulgado uno de sus múltiples decretos prohibiendo la usura, con los que libera a la Corona de someterse a los desmesurados intereses de sus banqueros hebreos y, de paso, nos hace merced a los comerciantes, sujetos al mismo yugo. ¿No te parece que el riesgo merece holgadamente la pena?
—Haré lo que te complazca, Ramón, y lo que estimes más conveniente. Si tú crees que hemos de levantar otro obrador… ¡Adelante! Nadie podrá decir nunca que doña Inés de Barbastro se amilanó ante el trabajo.