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Si Tomás hubiese querido librarse, Inés le habría proporcionado los medios necesarios para hacerlo. La plata o el oro, que poseía en abundancia, no podían comprarle un rostro hermoso como el de Sancha ni tampoco una familia, aunque sobraban para compensar al ejército del rey por la pérdida de un mozo de reemplazo recién llegado a la edad de dieciséis años, a partir de la cual era obligatorio el servicio. No hubo modo, empero, de convencerle para que aceptara ser rescatado. Ni el llanto de su madre ni las buenas razones de la patrona hicieron mella en su determinación de marchar a la conquista de Valencia, que esperaba tomar él solo, sin más ayuda que la de su corazón valeroso.

—¡Regresaré rico, madre! —fue lo último que dijo mientras salía por la puerta de la villa en tropel, con el resto de los integrantes de esa milicia variopinta compuesta por niños, viejos, artesanos y campesinos, cuyo único punto en común era formar parte del vulgo ayuno de privilegios.

Corría el rumor, acaso propagado por los agentes de reclutamiento, de que en la capital de la taifa musulmana se escondían incontables tesoros. Riqueza suficiente para colmar el ansia de botín de todos los que lograran franquear sus murallas y entregarse al saqueo de rigor. Cosa cierta y probada era, desde luego, que en tan gran estima tenía el rey moro a su ciudad, y tal era su temor a perderla, que había ofrecido a don Jaime un tributo anual de diez mil besantes, además de varios castillos situados a orillas del río Turia, a cambio de una tregua pactada. Una propuesta tentadora, que el soberano sin embargo rehusó, pues estaba decidido, desde niño, a engrandecer combatiendo el territorio que había heredado de su padre, y a no caer en la holganza propia de quien se cree rico y seguro merced a esa riqueza, al contrario de la postración en la que estaban sumidos los sarracenos tras haberse dormido en los laureles de su gloria pasada. Él no sucumbiría a esa tentación. Antes al contrario, impulsadas por sus capitanes, no cesaban las correrías cristianas en huertas, villas y alquerías, encaminadas a quebrantar la resistencia de los musulmanes, a la vez que se multiplicaban los ataques a sus destacamentos y se ponía sitio a la plaza cuya rendición habría de culminar la conquista de otro reino.

En esas estaban las tropas aragonesas encabezadas por su señor, cuyo real quedó instalado entre Grao y Valencia en aquel verano del año 1238. Barbastro, entretanto, contemplaba cómo una viuda se mesaba los cabellos pensando en qué comerían ella y su hija menguada cuando llegaran los hielos.

Petra era consciente de que el mal que la corroía avanzaba inexorablemente sin remedio posible. Desde hacía tiempo le dolían terriblemente los huesos, especialmente los de las manos, que estaban empezando a retorcérsele como las ramas de la vid. Muy pronto sería incapaz de manejar la lanzadera, con lo que perdería un empleo que ya mantenía a duras penas, gracias únicamente a la bondad de su patrona. Aunque esta no podría sostenerla mucho tiempo más. Los problemas de Inés, de hecho, acababan de empezar y tenían nombre: el de Francisco, decidido a sacar el máximo partido posible a ese anhelado cargo de veedor del gremio, fuente de enorme poder y capacidad de coacción.

No le había resultado fácil al joven alcanzar esa posición. Para el hijo de un tejedor de dudosa reputación, acusado en alguna ocasión de poner en sus paños menos lana de la establecida por las reglas gremiales, escalar dentro de la hermandad hasta uno de los puestos de máxima responsabilidad había requerido gran habilidad, esfuerzo y dedicación. Claro que en él esas virtudes estaban extraordinariamente desarrolladas. Así como don Jaime jamás había dudado de su vocación conquistadora, Francisco siempre supo que llegaría a lo más alto dentro de sus posibilidades, ceñidas al ámbito de su oficio. Y en ello estaba. Controlar la calidad de todos los tejidos fabricados en la ciudad, supervisar el buen trabajo de los trabajadores así como la limpieza y seguridad de los obradores, velar porque nadie vulnerara las estrictas reglas que regían la vida del colectivo, y tener la potestad de denunciar a quienes las incumplieran le señalaban como el segundo hombre más importante de la cofradía de tejedores, inmediatamente detrás del preboste. Sólo por un año, pues tal era la duración improrrogable de su mandato. Pero un año daba para mucho. Por ejemplo, para conseguir la mano de Inés y, a través de ese matrimonio, el control del negocio más próspero de la comarca.

Ese enlace, concebido en forma de sueño años atrás y urdido, paso a paso, con mucho más esmero del que empleaba en su telar, se había convertido en una obsesión. Su apariencia, no ya desagradable sino repugnante, constituía un obstáculo evidente, que él estaba empero dispuesto a superar con tal de llevar a buen puerto sus propósitos. Y en ausencia de Ramón, tutor legal de la pretendida, había consultado tiempo atrás a Guillén, cuya autoridad e influencia sobre ambos resultaba incuestionable. Tanto le había gustado la idea al preboste, que había sido, según sus propias palabras, el elemento decisivo para brindarle su apoyo a la hora de la elección.

—¿Te ha aceptado ya la doncella? —había preguntado el anciano, gratamente sorprendido al enterarse de los planes de Francisco.

—Todavía no, aunque estoy seguro de que lo hará. ¿Por qué no habría de aceptarme? Soy ciudadano libre, al igual que ella, propietario de un obrador que no desmerece al suyo y soltero. Hasta donde yo sé, nadie la ha cortejado ni creo que haya muchos voluntarios…

Estaban los dos sentados en la taberna, compartiendo un vaso de vino al que había invitado Francisco en busca de aliados. Como era costumbre en él, aficionado a llamar la atención, vestía una saya ameatada a dos colores, verde y amarillo, cofia de tela transparente y un capirote echado sobre la espalda; ropas más propias de un infanzón que de un villano, pues le gustaba presumir de su elegancia y tenía fama entre las mujeres de ser apuesto: alto, de cabello oscuro ligeramente ondulado, ojos fríos, negros como tizones, y boca de labios finos, inclinados hacia abajo en un rictus de suficiencia. Uno de esos hombres guapos con los que fantasean las muchachas casaderas tan sobradas de imaginación como carentes de seso.

—Escucha, hijo —le reconvino el anciano—. No subestimes a esa muchacha ni te dejes engañar por el rostro que esconde tras el velo que la cubre. En esa mujer habita un corazón noble que no se dejará doblegar con facilidad. Sé muy bien lo que me digo. Conocí a su padre y me consta que ella ha heredado muchas de sus cualidades, además de recibir de él todo el temple que proporciona una educación estricta. Fue un hombre honrado, trabajador como el que más y orgulloso de su sangre, incluida la de esa hija deforme de la que nunca le oí renegar. Ni a él ni a ningún miembro de esa familia. Jamás se avergonzaron de ella ni permitieron que nadie la humillase. Ella se ha hecho fuerte en ese amor y no se dejará dominar. Tenlo bien presente si piensas convertirla en tu esposa.

—Si la desposo —repuso Francisco algo molesto por el rapapolvo— tendrá que obedecerme, como debe hacer cualquier mujer honrada con su marido. ¿Qué sería de nosotros si aceptáramos que su voluntad fuese equiparable a la nuestra? Está escrito que la hembra se someta al varón porque Dios la creó débil, voluble, inferior en inteligencia y necesitada de protección. No digo que no gobierne su taller con mano firme ni que falte a sus deberes para con el gremio. Pero cuando Inés se convierta en mi esposa, Guillén, nos irá mejor a todos.

Ajena por completo a esos designios, Inés se había hecho cargo de la infortunada Petra, cuya enfermedad parecía haberse agravado con el disgusto. Mantenerla al cargo de un telar en ese estado constituía una grave irresponsabilidad, pero despedirla por su incapacidad era tanto como condenarla a la mendicidad. No sería la primera ni la última tullida que pediría limosna a las puertas de una iglesia, aunque desde luego no era un destino grato. De ahí que fuera preferible buscarle alguna ocupación remunerada a resguardo del obrador, donde más de una vieja trabajadora gozaba del amparo de la propietaria cuando sus habilidades ya no eran las de antaño.

Barbastro, como cualquier otra ciudad, estaba infestada de cojos, mancos, ciegos, ulcerosos, melancólicos, furiosos o leprosos que vivían de la limosna, más o menos apartados de los demás, gracias a que los sanos, siguiendo los dictados de la Santa Iglesia, vencían su aversión natural hacia esas lacras y cumplían con el sagrado deber de la caridad, condición indispensable para alcanzar el cielo. Incluso se había hablado en alguna reunión del concejo de fundar un hospital promovido por todas las cofradías, aunque nada se había concretado todavía. Únicamente las monjas del convento de Santa Ana, situado a las afueras de la villa, daban acogida a los niños de pecho abandonados a sus puertas, y los criaban lo mejor que podían, o bien proveían a su manutención en casas de campesinos dispuestos a darles techo y comida a cambio de unos pocos sueldos. Claro que nadie aceptaba a una criatura retrasada como la que babeaba junto a su madre en el obrador, desde que, muerta la abuela, Petra se veía obligada a llevarla con ella al trabajo cada día. Esas sólo podían confiar en quien las había parido.

Catalina, ese era su nombre, no era la única chiquilla que correteaba por el taller dando gritos y armando alboroto. Dado que la mayoría de las tejedoras eran mujeres, era frecuente que muchas de ellas llegaran cargando con un niño de pecho a la espalda y otro, apenas mayor, de la mano, al que vigilaban con un ojo mientras ponían el otro en la labor que llevaban a cabo. No era ese el modo de obrar que dictaban las normas, pero ¿qué otra cosa podían hacer? La patrona se mostraba indulgente siempre que ninguno se acercara al fuego, y para impedirlo, a base de cachetes propinados sin piedad, estaba Antón, el oficial supervisor. Parecía un milagro que las piezas de damasco o terciopelo salieran del bastidor a tiempo y lo hicieran con el grado de perfección exigido por Ramón para su venta, pero lo normal era que así fuera. E Inés daba constantemente gracias por ello al Señor, a cuya misericordia atribuía el prodigio.

Hasta que una mañana de finales de verano, estando el sol en lo más alto, se presentó por sorpresa el veedor, acompañado por dos alguaciles, para llevar a cabo, dijo, una inspección rutinaria. Saludó con educación a la dueña del taller, que bajó azorada desde sus aposentos en cuanto le dieron cuenta de la inesperada visita, e inmediatamente se puso a recorrer el recinto, fijando detenidamente su atención en cada uno de los tres telares que funcionaban a pleno rendimiento. No hizo preguntas ni dirigió la palabra a ninguna de las trabajadoras, cuyo nerviosismo quedaba patente en la torpeza con que llevaban a cabo movimientos tan interiorizados con el correr de los años como para resultar automáticos. Únicamente formuló un seco «buenos días nos dé Dios» al hombre que vigilaba, quien le respondió de igual manera. Concluido el examen, que a todos les pareció eterno, Inés le invitó a tomar un vaso de su mejor vino en la huerta, donde la temperatura aún resultaba agradable a esa hora, para lo cual mandó a Martinica sacar dos taburetes de la cocina.

—¿Y bien, señor veedor? —preguntó al cabo de un rato, inquieta por el silencio de él.

—Si os soy sincero, estimada Inés, no puedo estar satisfecho —contestó Francisco tratando en vano de sonar apenado—. Me temo que mi informe habrá de ser desfavorable y sugerir que se os imponga una multa severa.

—¿Por qué razón? —se sorprendió ella—. Los paños que salen de esta casa jamás han sido objeto de controversia ni han regresado a ella por falta de comprador.

—He visto a tres o incluso a cuatro mujeres en cada telar. Sabéis perfectamente que una o dos son suficientes y que contratar a más personal del necesario contraviene nuestras reglas, destinadas a garantizar que todos trabajemos en igualdad de condiciones y paguemos los mismos sueldos, sin perjudicarnos los unos a los otros otorgando ventajas a los asalariados que podrían ponerlos a favor de uno o una, en vuestro caso, y en contra de los demás.

—Las telas de seda, señor veedor, son más complejas de fabricar que las de lana —repuso ella, aun sabiendo que lo que decía él no carecía de razón—. Precisan una tejedora que maneje los pedales, otra que se ocupe de la lanzadera y una tercera que apriete el hilo de la trama con el peine. El telar ancho es punto y aparte, puesto que su manejo requiere de más atención todavía. El hecho de que sean varias garantiza, por añadidura, que todas observen a todas, lo que a mí me asegura que nadie cometa errores.

—Esa función es propia de un hombre y para desempeñarla está nuestro cofrade Antón. ¿Me equivoco? Empleáis a personas que no están en condiciones de trabajar, lo cual explica el exorbitante precio que alcanzan vuestros textiles, claro…

Esta vez Inés no pudo contenerse y exclamó:

—¡Eso es mentira! Sabéis tan bien como yo que nuestras telas nunca se han vendido en Barbastro, por lo que no suponen competencia alguna para las vuestras. Y en caso de que lo fuera sería en nuestro detrimento, puesto que vendéis los vuestros más baratos. La seda se oferta en los mercados de Barcelona, y sobre todo de Flandes, a un precio elevado por su calidad y su diseño. El salario de mis empleados no tiene incidencia alguna. Y en cuanto al beneficio que de ella obtengamos mi hermano y yo… no os afecta en absoluto.

—Podría afectarme en un futuro próximo… —comentó él en tono enigmático.

—No os comprendo —replicó ella cortante.

—Sosegaos, querida —dijo Francisco, abandonando momentáneamente el papel de veedor para adoptar el de pretendiente—. En realidad la inspección ha sido un pretexto destinado a venir a visitaros, pues deseaba haceros una propuesta que seguramente os sorprenderá.

—Vos diréis.

—Está bien. —Él se levantó del taburete, ajustándose la garnacha recién salida del sastre que se había puesto para la ocasión y engolando levemente la voz—. Dejémonos pues de prolegómenos y vayamos al asunto que me quema en los labios. He venido a proponeros que seáis mi esposa.

De haberle caído un rayo del cielo, a Inés no la habría golpeado de tal modo. Había abandonado tiempo atrás la esperanza de que alguien quisiera tener amoríos con ella y mucho menos desposarla. Era consciente de que su fortuna la convertía en un excelente partido, pero llevaba toda la vida oyendo advertencias de su padre primero, y su hermano después, sobre el riesgo de que un granjero, un oficial sin posibilidad alguna de emanciparse o, peor, un mozo desaprensivo de condición servil se valiera de su necesidad de afecto para engatusarla y elevarse en la escala social a su costa. Algo que la deshonraría ante los ojos de Dios y por descontado ante los de todos sus pares. Lo que no se había atrevido a esperar jamás la mujer del rostro velado, «piel de seda», como solía llamarla su madre, acompañando sus palabras de una caricia, era que un hombre tan apuesto como Francisco, miembro de pleno derecho del gremio y por tanto su igual, le ofreciese compartir una vida juntos.

Tras la sorpresa vino la emoción, seguida de cerca por la cautela, aprendida a golpe de necesidad. Se había quedado muda ante aquel hombre orgulloso, que empezaba a dar muestras visibles de impaciencia. Su primer impulso habría sido aceptar de inmediato la proposición y empezar con los preparativos de la boda, dando rienda suelta a los sueños que toda muchacha concibe en cuanto alcanza la edad de merecer. Una parte de su ser deseaba ardientemente abandonarse en los brazos del hombre que la miraba fijamente y descansar en ellos de tantas fatigas acumuladas. La otra le conminaba a reflexionar antes de tomar una decisión de tal calado. Si hubiese estado cerca Ramón, él habría sabido aconsejarla. En su ausencia…

Francisco rompió finalmente el muro de silencio que se elevaba rápidamente entre ellos dos, argumentando el porqué de esas palabras que tanto habían turbado a Inés:

—Las cosas cambiarían mucho y para bien con mi presencia en esta casa, creedme. Se terminaría el relajo que he tenido ocasión de comprobar con mis propios ojos, lo que incrementaría notablemente la eficiencia del taller y, con ella, la del gremio en su conjunto por cuyo interés he jurado velar. La nuestra sería por ello una unión fecunda, que nos beneficiaría a todos. Aquí hace falta una mano firme y yo os ofrezco la mía. ¿Qué respondéis?

—Regresad mañana a esta hora y conoceréis mi respuesta —fue todo lo que pudo decir ella.

—Así lo haré —repuso él, seco—. Consultad con el maestro Guillén. Encontraréis en él a un amigo e incluso a un padrino de boda, me atrevo a sugerir.

Mientras él se alejaba a grandes zancadas hacia el portillo abierto en el muro de la huerta que daba a la calle, Inés permaneció sentada, tratando de recuperar el aliento. Necesitaba desesperadamente a alguien con quien compartir la tormenta de emociones que tronaba en su interior. Alguien a quien abrir su corazón. Pero ¿quién? Estaba sola; siempre rodeada de gente parlanchina, y sin embargo sola, puesto que en ninguna de las comadres con las que trataba a diario podía confiar para arrojar luz sobre semejante trance. Sólo se había vaciado por entero una vez, en tierras de Palestina, paradójicamente a una completa desconocida llamada Braira de Fanjau. Esa cortesana hermanada con ella en el dolor, en la clase de dolor que a la mayoría de las personas les resulta inaprensible, había sido el receptáculo de sus amarguras y también el de su fortaleza. Recordaba bien haber expresado en voz alta un pensamiento que hasta entonces nunca había formulado en esos términos, aunque su propia existencia se asentara sobre él:

—La valentía no consiste en no tener miedo sino en aprender a vivir en su compañía, resistiendo cada día sus embestidas.

Braira no había respondido. No estaba en condiciones de hacerlo. Pasaba casi todo el tiempo llorando la pérdida de su esposo y de su hijo, a quienes amaba mucho más de lo que parecía amarse a sí misma. ¿Sería ese el efecto del matrimonio?, pensó Inés. ¿Lograría fundir las almas del hombre y la mujer, a la vez que sus cuerpos, hasta convertirlas en una sola, llamada a ser elevada y engrandecida a través del amor? Algo así había dicho Francisco, o eso al menos había entendido ella. Pronto lo sabría, en cualquier caso, porque estaba decidida a darle el sí.

—¡Señora, señora! —Martinica la sacó de sus ensoñaciones—. Ya ha llegado al obrador la buena nueva…

—¿De qué hablas? —preguntó Inés, realmente sorprendida.

—El pueblo entero se hace lenguas de la noticia. ¡Qué alegría tan grande! Una boda en esta casa…

—¿Quién te lo ha dicho, chismosa?

—No se hablaba de otra cosa en el mercado. Todo el gremio de tejedores parece estar al corriente de que vais a casaros con don Francisco, y ya sabéis lo que pasa en Barbastro. En cuanto alguien cuenta algo… los chismes corren más rápido que las ratas, y la maledicencia no le va a la zaga.

—Pues las lenguas se han soltado demasiado rápido —frenó en seco su patrona—. Todavía no hay nada decidido. Así es que si te pillo hablando de lo que no sabes, yo misma te quitaré las ganas de cotillear a golpe de vara. ¿Entendido?

—Os juro por estas que seré una tumba —contestó al punto la moza, llevándose el índice y el pulgar de la mano derecha a los labios a fin de dar mayor credibilidad a esa promesa. Sus mejillas, habitualmente sonrosadas, estaban de un colorado encendido a causa de la excitación. Tanta era su curiosidad que taladraba a Inés con los ojos como hacen los perros hambrientos viendo comer a sus amos, suplicando una migaja de información.

—No hay nada que saber —se defendió Inés.

—¿Os lo ha pedido? ¡Señora…! —insistió Martinica, empleando para ello las artes aprendidas de las comadres a las que frecuentaba en la plaza.

—Me lo ha pedido, sí —confesó al fin su patrona, cuya necesidad de compartir la emoción que inundaba su corazón no era menor que el afán de su criada por enterarse de cada detalle.

—¡Un caballero tan galán! Y de buena familia… ¿No habrá que esperar a que regrese don Ramón para el casorio? ¿Os haréis un nuevo vestido?

—¡No corras tanto, cabra loca! —la reconvino la interpelada, que estaba librando una dura batalla interior contra su propia inclinación a dejarse llevar por su primer impulso y acceder a la proposición de Francisco con los ojos cerrados—. Una boda no es algo baladí. En ausencia de mi hermano, yo misma tendré que ocuparme de todo lo referente a la dote y al reparto de bienes. Aunque mi esposo pase a hacerse cargo del negocio, es importante que las cosas queden claramente acordadas y registradas ante un notario del reino.

—Si vos lo decís… —replicó la doméstica con aire despectivo—. De estar yo en vuestro lugar, desde luego, sería la mujer más feliz del mundo y no pensaría en papeles sino en el novio. ¡Vais a ser la envidia de todas las solteras del pueblo! Que se encargue él del notario. Esas son cosas de hombres.

—Te equivocas, Martinica. Son cosas de hombres y mujeres por igual, puesto que en ellas nos va nuestra vida y la de nuestros hijos. Lo repetía una y otra vez mi padre cada vez que surgía algún problema con una entrega o un pago. Incluso nos hizo memorizar desde muy chicos a todos los hermanos, y a mí en particular, las palabras textuales del fuero de Aragón: «Aprended a hacer lo correcto, facilitad las cosas, dictad documentos razonables, expresaos, en fin, de tal manera que quienes más os importan, los miembros de vuestra familia, no sufran ni se desunan jamás porque por desinterés o desidia no habéis cumplido vuestra parte».

—¿Qué significa esa jerigonza? —preguntó Martinica desconcertada.

—Significa que las palabras dichas al aire se las lleva el viento, mientras que lo que se deja escrito permanece y puede invocarse.

—Pero ¿cuándo será la boda? —volvió ella a su matraca.

—Cuando lo decida, serás la primera en enterarte. Ahora ve y calla la boca —zanjó la cuestión Inés, respaldando sus palabras con el característico gesto del dedo índice cortando los labios—. Como me entere de que has ido por ahí contando cuentos, probarás la vara de castaño en las nalgas. ¡Te lo garantizo!

Esa noche la pasó en blanco, dando vueltas y más vueltas a las ideas que acudían a su cabeza en cascada: cómo sería la noche de bodas, a quién podría preguntar, a falta de madre o hermanas, sobre el modo de actuar en ese trance, crucial en la vida de una mujer, con el que no se había atrevido a fantasear hasta entonces, cuántos hijos tendrían, si heredarían o no su estigma —¡Dios no lo permitiera!— o la alegría que se llevaría Ramón al conocer a su cuñado… No durmió, aunque se levantó feliz y llena de energía.

Una hora antes de la fijada para el encuentro con su prometido ya estaba perfectamente arreglada, embutida en un brial de brocado tejido en seda y plata, propio de una infanta, a juego con un velo de color carmesí sobre el que había colocado una guirnalda de cintas entretejidas ciñéndole la cabeza. Obtenida la aprobación de Martinica al atuendo, así como su promesa formal de no aparecer por el huerto bajo ningún concepto, se sentó a la sombra de un ciruelo a esperar la llegada de Francisco, que acudió puntual, luciendo la mejor de sus sonrisas.

—Estáis bellísima —la saludó con una inclinación cortés—. Confío en que sea una buena señal…

Inés no había planeado hacer lo que hizo en respuesta a ese saludo. Fue un acto totalmente irreflexivo, cuya razón de ser jamás llegaría a entender, aunque se pasó años preguntándose qué clase de ángel o de diablo la llevó en ese momento a descubrirse el rostro y mirar fijamente a su pretendiente, sin pronunciar palabra. De no haber tenido ese arranque, de haberse limitado a responder con un sencillo «lo es» o simplemente asentir, todo habría sido diferente. Por un impulso innato, empero, se vio empujada a mostrar su rostro al hombre que le proponía tejer juntos una existencia, y lo que leyó en sus ojos fue más elocuente que el más brillante de los discursos.

Conteniendo a duras penas el llanto, contestó:

—No puedo.

—¿Cómo que no podéis? —replicó él, con la sonrisa convertida en un rictus, tras una breve pausa destinada a encajar el golpe—. ¿Me rechazáis?

—Os libero de la carga que asumiríais desposándome —argumentó ella, haciendo un esfuerzo supremo por mantener la serenidad—. Es evidente que os repugno.

—¡Eso es falso! —mintió el despechado—. No os engañaré con halagos que no creeríais, pero de ahí a repugnarme… Además —retomó los aires de suficiencia—, el matrimonio no se basa en una atracción momentánea sino en la mutua conveniencia, palmaria en nuestro caso, así como en la aceptación del orden natural de las cosas, que coloca al varón como cabeza de la mujer a la que ha de gobernar y llama a esta a ser obediente y solícita. ¿Qué sería de la familia si los esposos tuvieran que amarse o desearse? ¡Menudo disparate!

—Si me hubieseis mirado con pena, Francisco, me habría conformado. Si hubieseis expresado desagrado, lo habría comprendido y aceptado. Estaba decidida a daros el sí, aun sabiendo que vuestro interés por mí obedece únicamente a la conveniencia, tal como acabáis de expresar, porque soy consciente de lo que soy tanto como de aquello a lo que puedo legítimamente aspirar. Y no compartiré mi vida con alguien que ve en mí a un monstruo.

—Si me infligís esta humillación os aseguro que lo pagaréis —amenazó él al borde de la ira.

—No sólo veis en mí a un monstruo. Es que tengo la sospecha de que nunca veríais más allá de la piel… o de la seda, según prefiráis expresarlo.

—Inés, estáis desvariando y agotando mi paciencia. ¿Sí o no? No repetiré mi oferta ni creo con sinceridad que recibáis otra igual.

—Francisco, mi respuesta es no. Tenéis razón. Lo más probable es que no llegue a conocer las mieles del matrimonio, la dicha de sentirme cuidada y respetada por un marido al que atender y honrar desde el respeto y el amor. Pero tampoco probaré sus hieles. Pagaré con soledad mi decisión.

—Pagaréis con mucho más que soledad, tenedlo por seguro —le espetó él furioso—. No voy a olvidar esta afrenta.

—Id en paz, Francisco, que no hay tal —trató de apaciguarlo Inés, mientras pugnaba por vencer su propia desilusión—. Yo nada he dicho a nadie de vuestra proposición ni tampoco saldrá de mi boca una palabra sobre esta conversación. Si ambos callamos, no habrá escándalo.

Él no se molestó en contestar. Salió de allí a grandes zancadas, pisando el sembrado de cebollas, e Inés supo que se había ganado un enemigo enconado. Más hostil incluso, y acaso hasta más persistente, que la soledad, a cuyas embestidas sañudas no había tenido más remedio que acostumbrarse desde que regresó de Tierra Santa.

Caían las primeras nieves cuando llegaron noticias de su hermano a través de un comerciante de vinos afincado en Zaragoza, con quien este había coincidido en la ciudad de Brujas. Tuvo el hombre la gentileza de llegarse hasta Barbastro para transmitir que todo estaba en orden, aunque ese invierno lo pasaría Ramón lejos, ya que estaba ampliando el negocio a otros campos como el de las especias procedentes de Oriente. Deseaba que todos estuviesen con salud y enviaba su cariño. En verano, o a lo sumo en otoño, trataría de volver a casa.

Otro jarro de agua fría que añadir a la que llovía sin parar desde que habían celebrado la romería de la Virgen de agosto, antes de terminar la recogida de la cosecha.

Ni los más ancianos de la comarca recordaban un tiempo tan malo. El agua lo había encharcado todo, pudriendo la mayor parte de los tubérculos y verduras que albergaban los huertos y colándose en más de un granero cuyas reservas de cereal se habían echado a perder. Las calles eran un barrizal semejante a los campos, convertidos en un gigantesco lago inundado por la crecida del río. Durante el otoño se multiplicaron las rogativas a santa Bárbara y santa Orosia, suplicando su intercesión a fin de que alejaran las tormentas que azotaban a los afligidos hijos de Eva, pero fue en vano. Estaba cantado que ese invierno todos pasarían hambre. Y por si no bastara con el agua, el hielo llegó antes de las fiestas de la Natividad del Señor, adelantándose al calendario.

Entre tanta calamidad la historia del malogrado matrimonio entre Inés y Francisco no tuvo demasiado recorrido, a pesar de que él trató de materializar su venganza. Convocó un cabildo extraordinario con el fin de denunciar las irregularidades detectadas durante su inspección, y ante los miembros del gremio dio cuenta del número de trabajadoras más o menos ociosas que, según su leal entender, no sólo no se ganaban el pan, sino que abusaban de la generosidad de una patrona poco diligente en la exigencia. El preboste le dejó hablar, aunque una vez escuchada su exposición rebatió el fondo y la forma de su discurso apelando al espíritu que había alentado siempre en la hermandad.

—La cofradía tiene como finalidad proteger nuestros negocios, Francisco, pero por encima de los paños están los cristianos. Siempre hemos velado los unos por los otros, amparado a los enfermos y asistido a los hermanos víctimas de algún contratiempo. No necesito recordarte quién sufragó el funeral de tu difunto padre así como las misas de réquiem que se oficiaron por su descanso eterno, cuando rindió el alma, hará poco más de un año…

—¡Pero esas mujeres no son nuestras hermanas! —protestó el veedor—. No forman parte del gremio, ni siquiera poseen las herramientas con las que trabajan. Si acostumbramos a los aprendices a recibir el mismo trato que nos dispensamos entre nosotros, acabarán pretendiendo compartir nuestros beneficios en pie de igualdad…

—A esas tejedoras las pago yo —terció Inés—, sin desatender mis obligaciones con la cofradía ni mucho menos con las obras de caridad que sufrago con la ayuda y el consejo de mi hermano Ramón. —Le pareció oportuno recordar la existencia de un pariente varón poderoso, por más que estuviera lejos—. Perded cuidado, Francisco. Me aseguraré de que cumplan estrictamente con sus obligaciones.

—Os vigilaré de cerca —respondió él.

—Todos lo haremos —trató de conciliar Guillén—. Sin olvidar que nuestra hermana Inés merece y necesita de manera muy especial nuestro apoyo.

A pesar de esas buenas intenciones, durante los meses que siguieron no hubo brazos suficientes para sostener a cuantos precisaban respaldo. Con las despensas medio vacías como consecuencia de los aguaceros y ese frío glacial que ni la lana ni las pieles parecían capaces de combatir con éxito, la ciudad entera tuvo que unirse en el empeño común de sobrevivir al invierno. Un desafío de grandes proporciones, sencillamente gigantesco para los gusanos fabricantes de esa seda que era la fuente principal de riqueza de Inés.

Desde que a comienzos del verano las mariposas salvadas del vapor depositaban sus huevos en los cajones preparados al efecto, los laboriosos animales de piel delicada y blanca, cuyo hilo daba vida a los más bellos tejidos, no eran más que un huevecillo minúsculo, de color parduzco, que esperaba el regreso del sol para venir al mundo. Durante esa época las moreras que les alimentaban perdían su manto, por lo que la producción de materia prima quedaba en suspenso hasta que en primavera los árboles se vestían de nuevo de verde y las larvas rompían el cascarón para regresar a la vida con un apetito voraz. En las cuatro o cinco semanas que tardaban en completar su metamorfosis de huevo a larva, pupa, oruga, crisálida encerrada en un capullo tejido con una única hebra interminable y finalmente polilla, los insectos no paraban de comer. Roían las jugosas hojas de la morera, tanto más apreciadas por ellos cuanto más frescas y tiernas se les suministraban, a una velocidad asombrosa que les llevaba a crecer y a mudar la piel varias veces, antes de concluir su ciclo en una breve cópula que garantizaría la perpetuación de la especie… y de la próspera actividad textil. Ese año, empero, nada estaba asegurado.

Tanto había llovido y de forma tan repentina aparecieron las heladas que se llegó a temer por la supervivencia de los árboles. Si se les helaban las raíces, advirtió el más veterano de los hortelanos encargados del bosquecillo, tal vez no volvieran a brotar por Pascua de Resurrección, en cuyo caso no habría forma de alimentar a esas criaturas caprichosas que rechazaban cualquier otra comida. Era menester orar y trabajar con idéntico empeño a fin de conjurar ese peligro.

Por primera vez desde que existía memoria viva en Barbastro, hubo que encender hogueras diseminadas entre los troncos y mantenerlas cebadas en las noches más frías, en el intento de impedir con ello la congelación de la tierra. También se taparon con mantas de lana basta las copas desnudas, a modo de protección contra las nevadas. Inés tuvo que rascarse la bolsa y tirar de las reservas hasta agotar los ahorros para contratar a más mozos dispuestos a llevar a cabo esas duras tareas bajo la atenta dirección de su encargado, que sentía esas plantas como algo suyo; tan suyo como su mujer o sus hijos.

En el obrador, entretanto, los braseros consumían leña a destajo, aunque ni por esas se libraban las tejedoras de unos sabañones del tamaño de garbanzos cocidos que les arrancaban lágrimas. Únicamente los huevos permanecían abrigados junto al hogar de la cocina, permanentemente encendido, dentro de sus cajas forradas de algodón. Estaban al cargo de un chico especialmente espabilado, aprendiz de Ramón en todo lo relacionado con el almacenamiento y carga de los tejidos previo a su traslado al mercado, a quien Inés había encomendado la tarea de mantener la temperatura constante, so pena de sacarle la piel a tiras si moría uno solo de los gusanos. En lugar de los cánticos habituales, sonaban rosarios y novenas elevados al cielo a coro en demanda de clemencia… Y de sol.

Dentro del taller faltaba la alegría. Fuera de él sobraba la miseria. Las monjas del convento de Santa Ana no daban abasto para vestir y ofrecer un cuenco de leche o un mendrugo de pan a todos los niños abandonados a sus puertas, algunos de los cuales caminaban ya cuando sus padres se habían visto en la necesidad de darles una oportunidad al cuidado de las hermanas o verles morir de hambre a su lado. La desesperación iba en aumento, y de su mano llegó la violencia, acompañada de crueldad.

Empezaban a alargar los días, pese a la bruma helada que permanentemente oscurecía la luz, cuando se organizó aquella siniestra partida de caza. La que juntó a todos los hombres del pueblo, armados de palos, cuchillos y azadas, en busca de los ladrones que habían robado un cordero de su corral, anejo a una de las casas construidas extramuros de la ciudad. Su propietario dio la alarma de inmediato, sabedor de que ni sus cofrades ganaderos ni tampoco el resto de sus vecinos permanecerían impasibles ante tamaña osadía.

No lo hicieron.

En el reino de Aragón los pastores gozaban de privilegios de paso por cualquier vereda o cañada, siendo conscientes los señores, mayordomos, merinos, zalamedinas, justicias, jurados, alcaldes y demás súbditos de Su Majestad de que dichos ganaderos estaban bajo la protección real, plasmada en la correspondiente encomienda. Merced a la alta consideración en que tenía don Jaime a esos súbditos suyos, también les había otorgado plena licencia y potestad de ajusticiar a todos los ladrones que con maldad fueran descubiertos en cualquier cabaña de Zaragoza o de otro lugar de sus dominios, sin que nadie estuviera autorizado bajo ningún concepto a obstaculizar dicha acción justiciera.

Sustraer un animal a su legítimo propietario era uno de los actos más abyectos que pudiera cometer un criminal, y el hambre no constituía en modo alguno una excusa. ¿Acaso no sufrían hambre los pastores durante los largos períodos que pasaban alejados de sus hogares, a los que sólo regresaban, si es que tenían un hogar al que regresar, en lo más crudo del invierno? Su vida errante en montes y pastos de altura, defendiéndose sin más armas que sus cayados rematados con puntas de hierro de las alimañas, siempre dispuestas a arrebatarles un ternero o incluso el rebaño entero de ovejas, era de una dureza inicua. Con la única compañía de sus perros, la mayoría de los cuales acababan muertos o heridos de gravedad al enfrentarse con bravura a los lobos que infestaban los bosques agrupados en enormes manadas, arrastraban una existencia solitaria, indispensable para garantizar el suministro de carne de toda la comunidad. Eso los convertía en gentes apreciadas no sólo por el rey, sino por todos los vecinos.

Partieron pues los hombres de Barbastro de buena mañana, bajo una luz lechosa, en busca de los malhechores. Los encontraron esa misma tarde, en una cueva cercana, dando cuenta del festín obtenido de manera tan despreciable. Eran tres vagabundos sin oficio ni beneficio. Siervos jóvenes, seguramente huidos de las tierras de labranza, que fueron arrastrados, maniatados, hasta la plaza mayor de la villa, en la que al día siguiente se levantó un cadalso rudimentario. Ni siquiera se molestaron en defenderse, pues conocían de sobra cuál iba a ser su suerte. La ley se aplicaría de manera implacable, como exigían la gravedad del delito cometido y el honor de una justicia tan ciega como feroz.

Tras pasar la noche en una mazmorra del castillo y recibir el consuelo de un sacerdote, que ante la inminencia del suplicio les absolvió de sus pecados terrenales, los alguaciles los condujeron calle abajo hasta la horca, cubiertos de improperios y basura que arrojaban las mujeres desde las ventanas. Luego, uno a uno, fueron subiendo esos peldaños fatales, antes de que el verdugo les pusiera la soga al cuello. Murieron deprisa, sin lamentaciones inútiles.

Inés no acudió a contemplar la ejecución. Nunca había asistido a ese tipo de espectáculos, tanto más apreciados por el populacho cuanto peor estaban las cosas, desde ese instinto perverso que nos lleva a soportar mejor la adversidad cuando esta se ceba especialmente en otro. A ella no le proporcionaba consuelo alguno el sufrimiento ajeno. Antes al contrario, trataba de remediar el suyo propio auxiliando a cuantas personas podía. Y en sus oraciones a la Virgen de los Desamparados nunca olvidaba encomendar a Braira de Fanjau, a su esposo y a su hijo, por remota que fuese la esperanza de que estuvieran con vida. Si allá donde se encontraran cautivos debían soportar rigores semejantes a los de ese invierno maldito, era altamente improbable que así fuese.

Y es que los flagelos no cesaban. Las moreras dormidas seguían precisando de fuegos y mantas para resistir al frío, pero al menos estaban protegidas por sólidos muros de piedra sabiamente levantados en época remota para salvaguardar su integridad. Todos los huertos carentes de vallas tan sólidas, situados extramuros de la ciudad, sufrieron en esos días la violencia de los jabalíes, que bajaban en tropel de los montes empujados por el hambre y lo destrozaban todo a su paso: manzanos, ciruelos, viñas, sembrados… Esas fieras enloquecidas arrancaron suelo y cortezas con sus defensas y sus hocicos, destriparon animales e incluso llegaron a matar a más de un niño. Pero no eran, ni de lejos, la amenaza más temida.

Una bestia más letal que cualquiera de esos cochinos, más peligrosa incluso que una manada de lobos, roía las entrañas del pueblo así de día como de noche. Una bestia invisible aunque conocida. Un bicho infernal, cuya mordedura provoca en sus víctimas enfermedad y las atormenta sin piedad antes de acabar con ellas: el hambre. La clase de comezón rabiosa que lleva a una persona a cometer cualquier locura con tal de llenar la barriga.