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La iglesia de San Pancracio era un pequeño templo octogonal con base de sillería, muros de mampostería y tejado de pizarra, construida para mayor gloria de Dios en vida del abuelo de Inés. Era el fruto más visible de las contribuciones que todos los cofrades habían aportado a lo largo de varios lustros, ya fuese en calidad de donativo voluntario o de multa por alguna infracción cometida contra las normas por las que se regían. Constituía la principal propiedad comunal, amén del máximo orgullo de los tejedores barbastrinos.

Además de las misas, también se celebraban en ella los cabildos, esas reuniones restringidas a los maestros del oficio a las que la joven acudía con regularidad desde que la muerte prematura de sus padres la convirtió en titular de pleno derecho del obrador más próspero de la localidad. Un taller al frente del cual había dado sobradas muestras de su valía, despertando tanta admiración como envidia. Más envidia que admiración entre sus pares, seguramente, aunque también respeto e incluso el cariño sincero de algunos de los más ancianos.

No sólo era ella la única maestra sedera conocida en la región, ya que su familia jamás había vendido huevos de los preciados gusanos ni permitido que el secreto de la fabricación de la seda traspasara los muros de su casa, sino que los dibujos y colores de sus paños eran célebres hasta en la mismísima Flandes, donde su hermano Ramón los vendía por sumas astronómicas. Lo cual constituía una fuente inagotable de riqueza, beneficiosa de un modo u otro para todo el pueblo, pero daba también lugar a frecuentes tensiones y problemas en un entorno en el que la diferencia sólo se concebía entre miembros de distintos estamentos, pues así lo había establecido el Altísimo al ordenar el universo según Su infinita sabiduría. ¿Acaso no existía la cofradía precisamente para garantizar que nadie sobresaliera por encima de los demás ni tampoco se quedara atrás en caso de enfermedad o infortunio? ¿No se habían agrupado en tiempos los tejedores entre sí, al igual que los mercaderes, tintoreros y demás artesanos, con el propósito de ayudarse mutuamente y hacer un sólido frente común ante los abusos de los nobles? ¿No era la igualdad su razón de ser y su meta?

La singularidad no era vista con buenos ojos por las gentes de bien, amantes del orden establecido en la tradición. Acumular peculiaridades hasta el extremo de convertirse en una persona única constituía una pesadilla. Un mal sueño en el que Inés moraba por partida triple: en su condición de mujer obligada a bregar activamente en un universo gobernado por los hombres, en la de fabricante de un producto de valor muy superior a cualquiera de los tejidos por sus compañeros de hermandad, y naturalmente en la de víctima de una deformidad que la convertía en un ser de apariencia monstruosa, dotado empero de los mismos sentimientos que cualquier mortal.

La cofradía de tejedores de Barbastro aunaba a la sazón, en el año de Nuestro Señor de 1238, a media docena de miembros, todos ellos dedicados a la lana con la excepción de Inés. Más de un cofrade había puesto reparos a la presencia de esa mujer en sus cónclaves, aduciendo que su sexo de naturaleza inferior la privaba de la capacidad necesaria para participar en las decisiones que allí se tomaban. Acuerdos determinantes para la prosperidad del colectivo, dado que en ellos se fijaban desde los precios locales de los diversos textiles, necesariamente idénticos en el empeño compartido de eliminar la competencia entre hermanos, hasta el salario de los trabajadores o los años de aprendizaje obligatorio. O sea, toda la organización interna del oficio.

Ella, sabedora de que fuera del gremio no había existencia posible, se había apoyado en Ramón, su valedor incondicional, tanto como en lo que establecía el fuero, para reclamar lo que por ley le era debido. A saber, que siendo huérfana de un maestro tejedor, soltera, y sin más hermanos que el susodicho, cuya dedicación al comercio lo mantenía lejos del taller la mayor parte del tiempo, la asistía el derecho inalienable a integrarse en la cofradía como una más, con idénticas obligaciones y responsabilidades. Eso era lo que estaba escrito; lo que establecían las disposiciones reales y avalaban los viejos usos. La elevada cuantía de las limosnas que prodigaba su casa había terminado de torcer el brazo de los más recalcitrantes, con una única excepción: la de un tejedor modesto llamado Francisco que, a base de enorme esfuerzo y no pocos halagos, había alcanzado el cargo de veedor, que consistía en velar por el cumplimiento de las normas dentro de la cofradía, cargo al cual iba aparejado un poder considerable.

Haciendo un uso implacable de las atribuciones que le otorgaba su puesto, Francisco ponía toda clase de trabas a la buena marcha del obrador que capitaneaba Inés y la había obligado recientemente a contratar como primer oficial a un antiguo empleado de su padre, cuya misión consistía en controlar la labor de las tejedoras, incluida la patrona, con el fin de garantizar la calidad del producto final. Únicamente un varón podía dar fe de este extremo, según una interpretación estricta de lo establecido, que era la que Francisco aplicaba siempre que se trataba de ella. De modo que allí estaba ahora el bueno de Antón, en funciones de supervisor, aunque en realidad fuese demasiado viejo y corto de vista para hacer otra cosa que sestear al calor de la lumbre. Un modo ciertamente cómodo de ganarse el salario que recibía de su «vigilada».

«Todo sea por la paz», se repetía ella a sí misma cuando sentía ascender la rabia desde las tripas hacia los labios.

San Pancracio estaba situada al final de la calle de los tejedores, en el extremo opuesto al que ocupaba su casa, emplazada en lo más alto de esa vía, lindando con el barrio musulmán del que había salido tiempo atrás su bisabuelo. Sumida en el recuerdo del último y agitado capítulo celebrado por la hermandad, en el que había tenido que morderse una vez más la lengua con el fin de evitar un enfrentamiento, Inés recorrió deprisa esa corta distancia que cada día la llevaba de misa a casa y de casa a misa, pues le urgía llegar al taller para comprobar el estado de un paño que, según sus cálculos, debía de estar a punto de ser rematado.

El momento de cortar los hilos de sujeción del bastidor siempre resultaba emocionante, ya que a diferencia de la lana, repleta de impurezas y necesitada de un largo proceso de limpieza, batanado, cardado y tundido, posterior a su salida del telar y previo a su llegada al mercado, la seda resultaba ser agradecida desde el mismo momento de su concepción. Mostraba un esplendor único al primer golpe de vista. Era en todo momento suave, delicada pese a su incomparable resistencia. «¡La piel de la realeza!», solía decir Ramón, admirado, mientras repasaba personalmente al detalle cada uno de los paños antes de mandarlos embalar con sumo cuidado para su embarque rumbo al corazón de Europa.

Aunque la tarde avanzaba a paso firme hacia completas, el sol estaba todavía alto. El verano era la estación del trabajo por excelencia, ya que las abundantes horas de luz natural permitían alargar las jornadas sin arriesgarse a perder calidad o a dejar prematuramente ciegas a las tejedoras. Durante tres o cuatro meses, dependiendo del año, todas las ventanas del taller permanecían abiertas, evitando así la necesidad de encender candelas susceptibles de provocar incendios. En otoño e invierno, por el contrario, era menester colocar paños encerados en los huecos abiertos en las paredes y recurrir a las velas así como a los mitones, aunque ni por esas lograban las trabajadoras evitar que las manos se les llenaran de grietas debido al frío y a la dureza de la tarea que realizaban.

No era fácil la vida de una tejedora, en especial en época de nieves, aunque infinitamente más dura era la de un labrador o un tintorero, condenados a permanecer al aire libre, bajo el hielo o el sol abrasador, respirando en el caso de este último los efluvios malsanos de las tinturas y los corrosivos utilizados para alterar el color de los tejidos. El Dios todopoderoso había condenado a los hombres a ganarse el pan con el sudor de su frente, y otro tanto hacían las mujeres, además de parir con dolor, aunque no lo recogiese así el Libro que leía el sacerdote en la iglesia. Unas y otros, en todo caso, procuraban gozar de los pocos momentos de asueto que se les brindaban, aunque no siempre fuesen lícitos esos goces. De hecho, la mayoría no lo eran en absoluto, tal como demostraba la escena que contempló Inés en ese instante…

Los vio desde la distancia y maldijo para sus adentros. Aunque le había advertido en más de una ocasión que se alejara de aquel hombre, allí estaba la pánfila de Sancha, la mejor de sus oficialas, coqueteando sin recato en la misma puerta del obrador con el Juanón, uno de los hortelanos que cuidaban de las moreras. Algo natural, dada la juventud de ambos, que Inés habría mirado con benevolencia de no haber sido porque Sancha estaba casada con un panadero que le doblaba la edad, a quien había dado ya dos hijos, mientras que el hortelano, pobre y soltero, tenía una bien ganada fama de embaucador de incautas enamoradizas.

Aceleró el paso, decidida a cortar de raíz el idilio por el bien de su empleada.

—¡Sancha! —la llamó en un tono agrio que no dejaba lugar a la duda.

—Señora… —respondió ella azorada, sabiéndose sorprendida en flagrante falta del pudor exigible a su condición de esposa.

Era lo que se dice una buena moza, a pesar de haber parido a dos criaturas, una de las cuales ya caminaba por sí misma y acompañaba a veces a su madre en el trabajo, trasteando entre los telares. Debía de tener poco más de veinte años, bien llevados. De mediana estatura, cabello rubio recogido en un moño y cubierto con el tocado propio de las casadas, ojos muy claros y rostro ovalado, se asemejaba a la figura que representaba a la Virgen María en el retablo de la catedral, revestida de su manto azul estrellado. El trabajo a resguardo la había mantenido a salvo de los estragos de la intemperie, gracias a lo cual conservaba una piel nívea que Inés contemplaba con admiración sincera. Y precisamente porque no le deseaba mal alguno, la reprendió con energía.

—Tú sabes que Juanón es un liante, ¿verdad? ¿Cuántas veces te lo he dicho? Acabará comprometiendo tu virtud y buscándote la ruina. ¡Pazguata!

Completamente tapada por su velo negro, la patrona parecía la encarnación misma de la severidad, aunque cuantos la conocían sabían que no era tan fiera. De ahí que Sancha se atreviera a contestarle:

—Tenéis razón, señora, pero… ¿Qué le voy a hacer? La carne es débil, él me busca y mi esposo en cambio…

—¿Tu esposo qué? —la interrumpió Inés, decidida a ejercer de madre pese a no ser ese su papel—. ¿Tienes alguna queja de él? ¿Te pega acaso? ¿Falta comida en tu mesa? ¿Carecen de algo tus hijos? Es un hombre trabajador y un buen cristiano. ¡No deberías tentar a la suerte!

—Él no se solaza ya conmigo, señora —confesó la chica bajando la voz—. Apenas lo hace. Sé que anda por ahí con otras, por no mencionar a ese hijo reconocido que tuvo con la Pilarica, al que paga la manutención en detrimento de los míos.

—Eso es distinto —terció Inés—. Ese chiquillo nació antes de que os desposarais y es su deber legal subvenir a sus necesidades.

—Pero no es justo que yo tenga que verle pasearse por el obrador cada vez que viene con un mandado de su madre —protestó Sancha frunciendo el ceño—. Poneos en mi lugar. ¿Os gustaría encontraros día sí día también al bastardo de vuestro esposo y saber que lo tuvo con otra? Vos le dais de comer a ella encomendándole labores de hilado, pero mi esposo alimenta a ese mocoso quitándonos a nosotros ese pan de la boca.

Inés se alegró de tener el rostro cubierto, ya que había acusado en el gesto el golpe propinado involuntariamente por su oficiala. No la había herido a propósito, por supuesto, pero pedirle que se pusiera en su lugar, sabiendo que jamás tendría la posibilidad de hacerlo, no dejaba de resultar cruel. Aun así, desde niña había aprendido a soportar con entereza las pullas que voluntaria o involuntariamente le propinaban los demás a causa de su estigma, por lo que hizo caso omiso de su dolor y prosiguió con la lección.

—Primero, la madre de ese niño es una de las mejores hilanderas que trabajan para el taller y tú sabes mejor que nadie que no es fácil desentrañar esos capullos. Segundo, él no tiene culpa de lo que hizo su padre. Y tercero, agua pasada no mueve molino.

—Si sólo fuese la que pasó… Mi marido levanta todas las sayas que se ponen a su alcance menos la mía, doña Inés, y vos deberíais saberlo. Nadie en Barbastro lo ignora. Por eso llega al lecho sin otra gana que la de dormir a pierna suelta.

—Si es así, denúnciale, Sancha, no le engañes arriesgándote a que lo haga él. Tendrías todas las de perder…

—Ya las tengo, patrona. Para probar su adulterio yo estaría obligada a aportar unos testimonios que nadie querrá prestar, siendo él quien es, o bien a someterme a la ordalía del fuego. Y no me atrevo.

—Si dices sólo la verdad, Dios será tu testigo —repuso de inmediato Inés, cuya fe movía montañas.

—Aun así, prefiero callar. Para sujetar el hierro candente ante el concejo en pleno, sin temor a las consecuencias, es menester un valor que no poseo. Tal vez no me quemara, siendo como es cierto que mi esposo es un adúltero. Pero ¿quién me lo asegura? Vos sois valiente, señora. Yo no. Nunca conocí a una esposa dispuesta a correr el riesgo, a pesar de ser legión las que se saben cornudas. A ellos en cambio les basta con prestar juramento y, en el peor de los casos, pagar una multa de sesenta sueldos si son hallados culpables. Así funciona este mundo…

—No te quejes tanto, que no tienes motivos, y deja de poner en duda la voluntad de Dios. Si alguien más hablador que yo te sorprende pelando la pava con ese enamorado tuyo y le va con el cuento a tu marido, perderás todos tus bienes, incluidos los de la dote que te entregó, perderás a tus hijos y te quedarás sin sustento y hasta sin vestiduras, que te serán confiscadas por los alguaciles. Te convertirás en una mendiga, tenlo bien presente, porque nadie, ni siquiera yo, por mucho que te aprecie, daría trabajo a una adúltera reconocida. Estás advertida.

—Vos no diréis nada, ¿verdad? —suplicó Sancha.

—No. Pero si vuelvo a verle a él rondando por donde no debe, os despediré a los dos y me aseguraré de que no encontréis otro trabajo en la ciudad. No me fío de ese hombre. Hay algo en él que hace que desconfíe. Podría llevarte por el mal camino y… ¡No quiero ni pensarlo!

—No es malo, patrona, sólo me hace reír, me dice cosas bonitas…

—Esas zalamerías son peligrosas, Sancha. ¿Has olvidado el caso de ese mancebo aprendiz en una barbería de Cubla, en tierras de Teruel, que sedujo a la esposa de su patrón y, movido por un espíritu diabólico, la convenció para darle muerte? Juntos asesinaron al marido y desvalijaron la casa antes de huir a Albarracín, donde fueron arrestados, juzgados y descuartizados por el verdugo. Hará tres o cuatro años del suceso. Durante mucho tiempo no se habló de otra cosa que de la ejecución de esos dos criminales. Cada buhonero que pasaba por aquí decía conocer a alguien que había asistido al suplicio y añadía algún detalle truculento a la narración. No me gustaría que acabases como esa desgraciada, así es que aléjate de ese zascandil antes de que te lleve por el mal camino.

¿Sería Sancha capaz de cometer una fechoría así? No, seguro que no, aunque toda precaución era poca. ¡Cuántas mujeres se perdían por las mentiras de un rufián! ¡Cuántas pagaban con sangre los celos de sus maridos, facultados por la ley para corregir a golpes cualquier mal gesto! Mejor por tanto pasarse en la advertencia que quedarse corta, toda vez que el enamorado en cuestión era de los que podían volver loca a cualquier mujer y llevarla a su perdición. La propia Inés se había quedado más de una vez embelesada con sus ojos verdes y sus labios carnosos, siempre dispuestos a la galantería engañosa. Era una pieza de cuidado el tal Juanón, de quien más valía mantenerse alejada. Por eso estaba muy bien donde estaba, fuera del taller, dedicado a cuidar de las moreras que crecían junto al río, muy cerca de las murallas, en un huerto cerrado y vallado casi siempre sujeto a vigilancia, pues de la salud de esos árboles, aproximadamente un centenar, dependía toda la producción basada en los gusanos.

Mientras recorría los telares, comprobando que la labor de las obreras estuviera a la altura de lo que exigían unos paños con más de dos mil pares de hilos entrelazados entre la trama y la urdimbre, apretados uno a uno con la ayuda de un peine extraordinariamente fino y difícil de manejar, Inés se acordó nuevamente de Braira de Fanjau. ¿Dónde estaría su amiga? ¿En qué intrigas palaciegas andaría embarcada? Le fascinaba pensar que alguien a quien ella conocía, con quien incluso había llegado a intimar, tuviese acceso a nobles, reyes e incluso al mismísimo Papa de Roma. Su vida era tan monótona, tan reducida a los estrechos límites de su obrador y las pequeñas miserias de quienes lo poblaban que le costaba imaginar cómo sería la de esa mujer cuya tarea consistía nada menos que en aconsejar al emperador. Debía de ser algo grandioso, pensaba para sus adentros. Un antídoto infalible contra la melancolía o el aburrimiento que embestían con frecuencia los pilares de su existencia, cuya única aventura digna de tal nombre había sido la peregrinación a Jerusalén, definitivamente arrumbada en el pasado. ¿Dónde estaría Braira? ¿Recibiría esa vez la carta que se había llevado con él Ramón, como hacía en cada viaje, por si tenía ocasión de entregársela a algún siciliano?

Barbastro no se parecía en nada a esa Palermo de la que le había hablado la misteriosa dama que descubrió casualmente, sumida en un llanto desconsolado, en la paz de una capilla levantada sobre el Santo Sepulcro de Nuestro Señor. Estaba en las antípodas de esa gran urbe donde, al parecer, abundaban las casas señoriales rodeadas de jardines exóticos habitados por fieras salvajes, y donde la más pequeña de las iglesias era mayor que una catedral. Ni siquiera era comparable su pequeña villa a Barcelona, desde donde habían embarcado ella y su hermano con destino a Tierra Santa. Allí, en su pueblo, la vida se repetía a sí misma sin otra variación que la impuesta por las estaciones, cada día era similar al anterior, todo el mundo se conocía y no resultaba frecuente la presencia de extraños. De ahí que constituyese todo un acontecimiento la llegada de los reclutadores del rey, en busca de tropas frescas para las guerras contra el moro.

Desde que fue reconocido mayor de edad al cumplir los diez años, e inmediatamente coronado rey, don Jaime, apodado el Conquistador, nunca había dejado de luchar al frente de sus ejércitos. De ahí que siempre estuviera necesitado de hombres y plata indispensable para pagarles la soldada, y también que siempre anduviera escaso de unos y otra.

Con arreglo a las disposiciones de sus antepasados, imbuidos de idéntico espíritu reconquistador y víctimas de la misma escasez, cada municipio estaba obligado a proporcionarle tropas o bien satisfacer las cantidades correspondientes a la redención de este servicio militar, que irían destinadas a financiar mercenarios. Y dado que las ciudades necesitaban hombres capaces de trabajar en los distintos oficios, lo habitual era que se llegase a una solución intermedia, en virtud de la cual los mejores oficiales y los ciudadanos más pudientes quedaban eximidos de la obligación de empuñar las armas, mientras los demás se incorporaban a filas con pan suficiente para tres días, la ropa que llevaran puesta, «armas» tales como aperos de labranza o a lo sumo cuchillos de caza, y la cabeza llena de sueños de gloria y botín.

Esa mañana fue a buscarla uno de los hijos de Guillén, amigo de su difunto padre y a la sazón preboste del gremio.

—¡Doña Inés! Dice mi padre que acudáis a la capilla, que van a deliberar sobre la nueva leva.

—Dile que enseguida voy —respondió ella al punto, haciendo cábalas mentales sobre lo que le convenía hacer. ¿Librar a todos sus trabajadores a cambio de una buena bolsa de sueldos o prescindir de alguno como Juanón? En otras circunstancias habría pagado sin rechistar. En vista del cariz que parecía tomar la relación que había entablado él con Sancha, esa guerra de Valencia sería la salvación. Que marchara en buena hora y se perdiera de vista. Tanto mejor para todos. Sólo confiaba en que la criatura que empezaba a notarse ya en el vientre de su mejor tejedora tuviese sus ojos azules, o bien los negros del panadero, y no los ojos acusadores, los ojos del embustero que ella temía ver en el momento en que los abriera.

Más de un veterano barbastrino había participado en la conquista de Mallorca, acaecida diez años atrás, y todos sin excepción recordaban las penurias de la expedición y lo menguado de la recompensa obtenida. La isla, sometida por la fuerza, no carecía de riquezas, pero el rey había distribuido la parte del león del saqueo entre los prelados y la aristocracia que le acompañaban, empezando por los poderosos caballeros templarios, dejando a los peones las migajas del banquete. Además, para mayor escarnio de las buenas gentes encuadradas en la infantería, el soberano había cedido a los judíos la zona más importante y próspera de la ciudad de Palma, prohibiendo bajo pena de muerte que se les molestara, porque estos le habían ayudado, decía él, a culminar su conquista. Claro que sus tropas no veían las cosas igual. Como decía un viejo soldado convertido en cardador, «no se transforma una alcazaba en castillo ni una mezquita en catedral para luego dejarla en manos del pueblo que crucificó a Cristo…».

—¡Con el frío que aguantamos durante el interminable asedio! —solía repetir ante cualquier audiencia, a poco que se hubiese echado un trago de tinto al coleto—. Si sería inclemente el tiempo que mientras los dos trabucos, el fundíbulo y el maganel turquesco que batían incansablemente los muros de la ciudad, disparaban sus enormes bolas, los soldados de guardia en el campamento tenían que relevarse cada hora para regresar a las tiendas en busca de calor. Tardamos una eternidad en abrir la brecha por la que el rey nos animó a entrar al grito de «¡Por Cristo, varones! ¿De qué dudáis?». Y cuando finalmente embestimos en tropel, primero los peones, detrás los de a caballo, obligando a los vencidos a escapar a las montaña, nos fue arrebatado el botín ganado en tan buena lid. De haber sabido cómo iba a hacerse el reparto, iba yo a quedarme allí, en primera línea, enfrentándome a las adargas sarracenas mientras los jinetes se daban al saqueo de las casas abandonadas. Nosotros los infantes fuimos quienes hicimos posible que él mismo en persona agarrara por la barba al rey moro, que se escondía en una casa junto a dos de sus leales, vistiendo su loriga de acero con sus sobreseñales de seda blanca. Le entregamos a esa pieza y así nos lo pagó, el muy…

A causa de ese agravio habían esbozado los soldados un amago de sublevación, rápidamente reprimida sin contemplaciones. La experiencia mallorquina no era pues el mejor aliciente para despertar el entusiasmo de los nuevos reclutas, aunque los mozos seleccionados como integrantes del cupo exigido eran conscientes de no tener escapatoria. Siempre cabía la posibilidad de desertar, por supuesto, y muchos lo hacían, sabiendo de que en caso de ser capturados acabarían en la horca. No existía clemencia para los cobardes en ese reino ganado palmo a palmo al enemigo en un incesante cruce de armas.

—¿Cuándo terminará de una vez esta pesadilla de la guerra? —expuso Inés ante el cabildo en su turno de palabra, tras ser oída y aprobada la propuesta del preboste de aportar cinco infantes en nombre de la hermandad y pagar por otros tantos—. ¡Como si no tuviéramos suficiente con las pechas!

—No te quejes, mujer —le respondió al punto Francisco, subrayando la palabra «mujer»—, que vosotras no prestáis ese servicio.

—Pero lo pagamos igual que cualquier hombre. ¿O acaso mi taller no ha abonado su parte?

—Siempre lo hace, Inés —terció en la polémica Guillén. Luego, dirigiéndose al veedor, añadió en tono de reproche—: Las mujeres entregan al rey a sus hijos, que son lo más valioso que poseen. No deberías menospreciar esa carga.

—Y no lo hago —repuso el aludido con humildad fingida—. Sólo pretendía recordar a Inés que no es propio de un buen vasallo cuestionar las decisiones de un soberano de la talla de don Jaime, cuya valentía engrandece el nombre de Aragón a la vez que su territorio.

—En eso lleva razón Francisco —concedió el preboste—. Y merced a ese coraje y a esas conquistas fluye la riqueza a la ciudad, con lo que nuestros negocios prosperan. La guerra está lejos, Inés. No tienes de qué preocuparte.

¿Lejos? La guerra estaba allí mismo, esperándola en la calle. Había llamado a las puertas de una de sus obreras más torpes, a quien mantenía en su puesto únicamente por caridad, ya que la enfermedad que padecía en los huesos le impedía manejar la lanzadera con la soltura indispensable para no equivocar los hilos pares de la urdimbre con los impares, cosa que había ocurrido ya en más de una ocasión, con el consiguiente perjuicio difícilmente reparable. Petra, que así se llamaba la desdichada, era una viuda madre de una chiquilla retrasada y de un único varón sano, a quien acababan de incorporar a filas como parte de la milicia local. Se arrojó a los pies de su patrona nada más verla salir del templo, suplicando su ayuda entre sollozos, con la desesperación de quien no teme perder la dignidad pues nunca ha soñado con permitirse ese lujo.

—Señora, tened piedad, librad a mi Tomás del servicio o este invierno moriremos de hambre. ¿Qué será de nosotras sin su jornal? En el nombre de la Santa Virgen os lo ruego, interceded por él…

Junto a ella, con aspecto avergonzado, el muchacho, apenas un adolescente, trataba de animarla mostrando abiertamente su entusiasmo:

—No pene, madre, regresaré rico con el oro que arrebatemos al moro y no tendrá usted que trabajar nunca más.

—¡Calla, ignorante, que vas a la perdición! —le respondió ella sin dejar de sollozar—. Lo mismo decía tu padre cuando se fue con los almogávares y nunca más supimos de él. La juventud es tan osada como temerosa la vejez, y el tiempo que transcurre entre ambas resulta tan corto que apenas se nota el cambio de una a otra… Doña Inés, por favor, socorrednos.

«La guerra está lejos», había afirmado Guillén con autoridad. ¿Cómo de lejos? ¿Lejos de quién? En algún lugar de Sicilia o de la Germania, pensó Inés, su añorada Braira de Fanjau estaría seguramente aconsejando al emperador sobre algún asunto relacionado con ella, si no seguía lamentando la pérdida de su esposo y de su hijo en un enfrentamiento imprevisto acaecido en Tierra Santa. En Barbastro, entretanto, esa devoradora de hombres volvía a cebarse a esa hora en una de las familias más pobres del burgo, estrechándola entre sus fauces.

—Levántate, Petra. —Tendió la mano a la suplicante, envuelta en esa especie de sudario negro que, muy a su pesar, le otorgaba la apariencia de una emisaria de la muerte—. Veré lo que puedo hacer. La guerra siempre está al acecho, pero en esta ocasión trataremos de arrebatarle a Tomás.