Barbastro, en el año del Señor de 1238
Inés hilaba con manos ágiles junto a la ventana abierta al sol de un amanecer veraniego. La seda ese año parecía de excelente calidad, lo que facilitaba la tarea de deshacer el laborioso trabajo realizado por el gusano hasta formar el capullo que descansaba en su regazo: un óvalo alargado de color amarillento, apenas mayor que la falange de su dedo índice, del que arrancaba, con la ayuda de una escobilla metálica, la seda escupida en círculos por el animal. Si lograba no quebrarla, obtendría una hebra larga y fuerte que, unida a otras tres, proporcionaría la materia prima del tejido al que la familia debía su fortuna.
En los días previos a esa fase del proceso habían tenido que emplearse a fondo todos los empleados del pequeño obrador que controlaban ella y su hermano para conseguir el tesoro que manejaba en ese momento, pues aquella era la estación en que los insectos, cebados como capones durante semanas dentro de sus cestos alfombrados de hojas de morera blanca, construían la morada que acogería su transformación en crisálidas; unas criaturas híbridas que era menester asfixiar, sometiéndolas al calor del mediodía en una sábana blanca dispuesta sobre el suelo húmedo, previa separación de las mariposas indispensable para dar continuidad a la producción. Muerto el bicho que los habitaba, los capullos eran hervidos en grandes calderos de cobre a fin de limpiarlos de gres y lograr que se aflojara la seda, pues se trataba de un material extremadamente pegajoso y difícil de deshilar, aunque resistente como ningún otro una vez armado.
Aquella era ciertamente una tarea ardua, repetida de año en año con la máxima cautela y provecho parejo al esfuerzo. No en vano la fabricación de ese tejido prodigioso obedecía a una técnica milenaria, traída del Lejano Oriente por los musulmanes y transmitida en el seno de su familia de generación en generación, con gran secretismo. Una ciencia que, según la tradición popular, se adecuaba mejor a las mujeres que a los hombres, por requerir una extraordinaria delicadeza además de paciencia y minuciosidad, cualidades a todas luces femeninas.
La hilandera, de hecho, disfrutaba realizando esa labor de devanado que le permitía ir formando poco a poco una madeja, previo paso de la hebra por el torno que accionaba con el pie. Mientras se esmeraba por tirar del hilo casi traslúcido con el grado de presión exacto (ni demasiado fuerte para romperlo ni con el miedo que al principio le impedía avanzar en su quehacer), había de concentrar toda su atención en lo que se traía entre manos, gracias a lo cual podía evadirse momentáneamente de sus angustias. Durante ese rato se olvidaba de sí misma, que era tanto como decir del dolor que impregnaba su corazón. Allí, en su cuarto, con el rostro libre del tupido velo tras el cual se escondía en cualquier lugar público, no había miradas hostiles ni humillación. No debía enfrentarse al hecho de ser la única doncella soltera de Barbastro obligada por el infortunio a cubrirse la cabeza. Entre esas cuatro paredes pulcramente encaladas respiraba paz, aunque fuese a costa de esa soledad mitigada a duras penas por la fe mamada en la cuna a la vez que la leche materna.
¿Dónde estaba ese Dios silente al que con tanto fervor elevaba sus plegarias?
Todo había salido mal.
Iba ya para nueve años desde que regresó de la peregrinación a Jerusalén emprendida junto a su hermano mayor, Ramón. Había realizado ese viaje, tan extenuante como gravoso en términos pecuniarios, con la esperanza de obtener un milagro si invocaba la misericordia divina a los pies del Santo Sepulcro, en ese lugar del Gólgota donde era perfectamente visible la hendidura provocada por el temblor que sacudió la tierra al expiar Jesucristo clavado en la Santa Cruz. Y allí, dentro de ese recinto sagrado, amparada por la oscuridad, había orado con devoción rogando al Señor que la librara de los estigmas que la convertían en un monstruo. Había suplicado, derramado lágrimas, ofrecido sacrificios, caridades… ¡Cuánto fervor desplegado en vano!
Decidida a cumplir su palabra, había prometido levantar una iglesia consagrada al Salvador en su tierra natal si Él le concedía la gracia de borrar de su rostro la mancha de color rojo sangre, rojo vergüenza, que le partía la cara en dos mitades simétricas, desde el nacimiento del cabello hasta la base del cuello, trazando una diagonal casi perfecta. Mas su plegaria no había sido escuchada. Y lejos de curarla de su mal, el Dios de la venganza había aprovechado su prolongada ausencia del hogar para arrebatarle a sus padres y a sus hermanos, las únicas personas que realmente la amaban, barridas de este valle de lágrimas por una epidemia de fiebres que diezmó a la población de Barbastro y a las de las comarcas vecinas.
Lo recordaba como si acabara de suceder. Una y otra vez acudían a su mente las imágenes de su regreso a la ciudad, exhausta aunque todavía esperanzada en que se obrara el prodigio, ansiosa por compartir sus experiencias con sus padres. Evocaba el efecto brutal de ver la puerta de su casa cerrada a cal y canto y saber de lo acaecido a través del cofrade mayor de la hermandad de tejedores, que se hizo cargo de las honras fúnebres de los difuntos a falta de familiares cercanos. Apenas podía contener el llanto pensando en lo que habrían pasado antes de rendir el alma, sin que ella pudiera estar a su cabecera proporcionándoles alivio y consuelo o acaso marchando con ellos a la otra vida. ¿Por qué no? Esta no le ofrecía muchos alicientes por los que seguir luchando.
Aquella peregrinación aciaga a Tierra Santa únicamente le había traído desgracia, excepción hecha de la dama con la que se había topado de bruces en la pequeña capilla levantada sobre el suelo en el que exhaló Jesús su último suspiro como hombre. Braira de Fanjau se llamaba. ¡Qué mujer! Durante el escaso tiempo que compartieron en Jerusalén se abrieron la una a la otra como jamás lo había hecho antes ninguna de las dos con nadie, acaso porque nunca hubieran hallado a alguien tan parecido a ellas, siendo como eran, cada una a su manera, únicas. Se atrajeron con una fuerza que Inés atribuía a la acción divina, pues solamente esta podía explicar la corriente de simpatía surgida entre dos almas tan bendecidas por la fortuna material y sin embargo tan desdichadas.
Ella imploraba el milagro de su curación después de que ni todo el oro de su familia ni todos los galenos, barberos y cirujanos a los que había acudido así en Barbastro como en Zaragoza e incluso Barcelona le hubiesen dado solución a una dolencia que, según su docto diagnóstico, carecía de cura. La occitana, pues de allí procedía Braira, nacida en el castillo de Fanjau, suplicaba por su esposo y por su hijo, cautivos de los sarracenos. Rara vez había visto Inés llorar a nadie con tanta desesperación. Tal dolor causaba verla sollozando en la penumbra del templo solitario, tumbada con los brazos en cruz y el rostro besando el polvo, que por un instante se había olvidado de su propia pena para ofrecerle consuelo, como habría hecho con su madre. Y así, pese a la diferencia de edad, había surgido entre ambas un afecto sincero que perduraba en la memoria, aunque su amiga no respondiera a las numerosas cartas que le había remitido ella a Palermo, aprovechando alguno de los viajes comerciales que con creciente frecuencia emprendía su hermano Ramón.
Braira de Fanjau, según ella misma le contó, servía en la corte del emperador Federico, rey de Sicilia y titular del sacro solio romano-germánico, quien se hallaba en Jerusalén al frente de una cruzada extraña, toda vez que había sido puesta en marcha pese a la prohibición expresa del Papa. Su esposo, Gualtiero, y su hijo, Guillermo, formaban parte asimismo del séquito real y de su hueste. Ellos dos habían participado unos días antes en una misión de reconocimiento aparentemente rutinaria, que sin embargo había tenido un desenlace fatal, ya que, según acababa de saber de labios de su señor, habían sido capturados por una partida de jinetes enemigos.
—¿Vivos? —preguntó Inés en esa primera conversación, mantenida en el atrio de la iglesia al caer la noche tórrida de Palestina.
—Vivos, sí —respondió la extranjera con los ojos hinchados por el llanto—, aunque amarrados a la silla y camino de la esclavitud, a menos que mi señor consiga rescatarlos.
—¿Y dudáis de que lo haga?
—Quisiera tener esa certeza —le confesó Braira con franqueza—. Me gustaría poder confiar ciegamente en que su lealtad hacia ellos será equivalente a la que ellos mostraron siempre con él, pero le conozco bien y sé que hará lo que más le convenga, sin atender a otro interés que el suyo propio. Gualtiero, mi esposo, ha combatido sin descanso en el ejército del soberano y ya ha sido cautivo de los infieles en Egipto. Acababa de recuperarle justo antes de emprender este viaje maldito. Dios sabe que ha entregado su vida entera a ese rey ingrato que no se merece su hombría de bien. Y mi hijo… —Rompió a llorar nuevamente—. Es tan joven, tan inconsciente.
—Tened fe, señora. —Inés la abrazó—. Suplicad a la Santa Virgen patrona de los desamparados que, al igual que vos, perdió a su hijo aquí mismo, viéndole morir en la cruz.
—Ya lo hago, querida, a ella me encomiendo —replicó Braira, sabiendo que el oscuro secreto que moraba en lo más profundo de su ser, su alma de cátara, esa fe de su infancia de la que nunca había abjurado y que la convertía en hereje, impediría cualquier auxilio divino. Dios la estaba castigando al fin por el grave pecado cometido al hacerse pasar por católica sin obtener previamente el preceptivo perdón de la Santa Iglesia ni el bautizo. Pero lo peor, lo más insoportable, era que ese castigo no se materializaba en ella, sino en el amor de su vida y en la carne de su carne. Una crueldad proporcionada con la magnitud de su mentira.
Juntas recorrieron esos días las calles de una Jerusalén sombría y triste, que estaba sometida a interdicto papal en represalia por acoger al excomulgado emperador Federico. Él se había ganado la enemistad de Roma por sus constantes desafíos a la autoridad eclesiástica, y el pontífice se vengaba ordenando que sus sacerdotes se abstuvieran de impartir los sacramentos o celebrar cualquier ceremonia allá donde estuviese el rebelde, para frustración de cuantos peregrinos habían tenido la desdicha de llegar a su destino en esas fechas.
La urbe no resultaba ser, además, nada parecido a lo que siempre había imaginado Inés. En los dibujos que iluminaban el valioso libro de horas de su madre, o el que había tenido ocasión de hojear alguna vez en la iglesia de San Pancracio a la que acudía en Barbastro, la Ciudad Celestial parecía levantada con piedra blanca, rodeada de murallas resplandecientes sobre las que ondeaban pendones multicolores, aparentemente vacía de habitantes y aureolada de gloria. Aquel villorrio de casas de adobe, en cambio, estaba sucio, repleto de mendigos harapientos que se disputaban la sombra con soldados borrachos conformando una multitud de gentes abigarradas, y totalmente desguarnecido, dado que sus muros yacían por tierra convertidos en escombros. Salvo el templo del Santo Sepulcro y algunas hospederías regentadas por los monjes hospitalarios, lo demás era un cúmulo de ruinas mezcladas con basura. Una decepción amarga.
Durante las semanas que compartieron en aquel paraje hostil, al que con tanta ilusión habían acudido sin embargo ambas, intercambiaron algunas confidencias pero sobre todo se infundieron mutuamente valor. Fueron dos náufragas agarradas cada una a la tabla de salvación que le proporcionaba la otra. Llegado el momento de la despedida, se juraron volver a encontrarse y se ofrecieron sinceramente hospitalidad. Luego Braira volvió junto a su rey, por el que había empezado a albergar un rencor sordo, mientras Inés emprendía el camino de regreso a Aragón, para darse de bruces con la trágica realidad de haberse convertido en huérfana. Únicamente le quedaba Ramón, su hermano mayor, al que amaba más que a sí misma y del que recibía un amor similar, e igualmente exclusivo, ya que él también había perdido en la epidemia a su joven esposa, Carolina, antes de que le diera hijos, y no tenía tiempo ni ganas de volver a probar suerte con el matrimonio.
Precisamente la víspera se había marchado él con un cargamento de tejidos varios, quincalla y alguna otra mercancía menor destinada a los mercados del norte, en un viaje lleno de peligros que le mantendría alejado de casa al menos hasta el otoño. Era un hombre emprendedor, incapaz de quedarse quieto. Un comerciante ambicioso, de espíritu aventurero, a diferencia de su padre, quien prefería el sosiego del cultivo de gusanos y el obrador. De ahí que hubiese tenido que ser Inés la que, al regreso de Tierra Santa, se hiciera cargo del taller familiar, mientras Ramón daba salida a la producción allá donde alcanzaba mejor precio, acrecentando de ese modo el ya cuantioso patrimonio que compartían los hermanos. Una riqueza baldía, pensaba Inés, a falta de herederos llamados a perpetuar su estirpe. Él no parecía en modo alguno dispuesto a buscarse una esposa y a ella… ¿Quién iba a desear acercársele venciendo el temor a ese rostro en el que llevaba grabado el sello del mismo diablo?
—Hemos de aceptar la voluntad de Dios —había tratado de consolarla Ramón viéndola ceder ante la acometida de la desesperación, en el transcurso de su última conversación mantenida la noche anterior, mientras cenaban juntos.
—Es fácil decirlo desde tu posición —rebatió ella, cuyo espíritu valiente nunca había logrado quebrar del todo la adversidad, aunque de cuando en cuando lo embistiera sin misericordia—. No has sido tú el escogido para purgar los pecados familiares…
—¡Calla, loca! —le amonestó él—. Sabes tan bien como yo que jamás debes mencionar ese asunto en voz alta. ¿Has olvidado cuántas veces nos lo advirtió nuestro padre?
—¿Por qué he de callar? ¿Acaso no sabe todo el pueblo a qué debo este extraño «don»? ¿No soy la comidilla de los vecinos a la salida de misa o de la taberna? ¿No vivo prácticamente oculta tras estos muros?
—Aun así, hay cosas de las que es mejor no hablar…
—¿Y qué tengo que perder? ¿Qué tengo que esconder? Uno de nuestros abuelos profesó la fe de los infieles; adoró a un falso dios y, no contento con ello, abjuró de sus creencias después de la conquista con el fin de quedarse a vivir entre los cristianos sin verse obligado a pagar los tributos impuestos a los ismaelitas. O sea, que prefirió convertirse antes que entregar a la hacienda municipal el quinto que abonan los de su raza en lugar de nuestro diezmo. ¿Por qué he de cargar yo con eso?
—Porque llevas la sangre de un apóstata y un hereje, Inés. Es la única explicación razonable, la que encontraba nuestra madre, quien en compensación por tu carga te amó más que a cualquiera de nosotros, y la que nos dieron todos los galenos que te visitaron, además de tu confesor. Nuestro antepasado musulmán nos cubrió de oro al transmitirnos el secreto de la fabricación de la seda, pero manchó nuestro linaje con el más grave de los pecados. Fue un falso converso. Un hipócrita que trató de servir a dos señores cuando en realidad sólo adoraba a un ídolo. Era de dominio público en el pueblo. Si aceptó el bautismo fue únicamente para poder casarse con una cristiana, entrar en la cofradía y dedicarse a su negocio sin impedimentos. Pero nunca probó el cerdo ni el vino. ¿Por qué? Porque en el fondo de su corazón seguía creyendo en Alá en lugar de abrazar a Cristo.
—¿Y qué culpa tengo yo, Ramón?
—Ninguna que yo sepa discernir, pequeña. Él nos lo da y Él nos lo quita. Es todo lo que puedo decirte. A cambio de la prueba a la que te ha sometido, te ha colmado de bendiciones que a muy pocas muchachas les son dadas: eres dueña de esta casa, del taller más próspero de la ciudad, miembro destacado de la hermandad de tejedores, a pesar de lo insólito que resulta ocupar una posición así siendo una mujer soltera de veintitrés años, libre de ir y venir a tu antojo… Da gracias de no tener a un padre o a un marido imponiéndote su voluntad y atando en corto la tuya —trató de consolarla él, haciendo de la necesidad virtud.
—También soy huérfana, doncella, prisionera en una cárcel que llevo conmigo a todas partes…
—Y hermana del que está llamado a ser cofrade mayor de los comerciantes y el hombre más rico de esta localidad —concluyó él con una sonrisa pícara, a la vez que acariciaba con ternura la mejilla color púrpura de la hermana pequeña—. No pierdas la esperanza. ¡Nunca se sabe lo que nos deparará el destino!
—Tú tampoco deberías ir por ahí alardeando de lo bien que te van las cosas. Sabes tan bien como yo que a los integrantes de cualquier cofradía les disgusta profundamente que alguno saque la cabeza por encima del resto. Es más; tengo para mí que esa es una de las razones principales que llevan a la mayoría a unirse, al margen del socorro mutuo que nos brindamos ante la adversidad: la envidia.
—No creo yo que sea envidia —replicó Ramón en tono reflexivo—, sino afán de justicia y protección. En tanto en cuanto trabajemos juntos, acatando las mismas normas, estableciendo idénticos precios por iguales productos, sin engañar con los pesos, las medidas o la calidad, e impidiendo la competencia de los forasteros, todos prosperaremos.
—Pues entonces no te pavonees tanto —le regañó ella medio en broma.
—Yo me arriesgo a ir mucho más lejos que cualquier otro, he fletado naos hasta Flandes, abierto nuevas rutas inexploradas hasta ahora. Si obtengo un lucro mayor no es por romper el código que rige desde antiguo, sino por mi audacia. Nadie podrá reprochármelo jamás. Y además, el rey don Jaime ha prohibido la existencia de cofradías gremiales, precisamente para terminar con los monopolios que perjudican a los más desfavorecidos, los abusos cometidos contra los trabajadores deseosos de establecerse por su cuenta como maestros, la explotación de los aprendices más allá del tiempo razonable y la pereza de muchos.
—Esa prohibición no impide que las hermandades sigan ejerciendo el control en la práctica —apuntó Inés con acierto—. Tanto la de comerciantes como la de tejedores, que son las que nos conciernen. No podemos ir contra ellas. Más vale que te muestres humilde y devoto, además de extremar la generosidad en las limosnas, o nos harán la vida imposible en Barbastro. No necesito decirte lo caro que se paga el hecho de ser diferente…
—Ya me encargo de sufragar el coste de diez libras de cera al año, de la mejor calidad, además de un yantar para todos los miembros de la hermandad durante la fiesta del patrón. ¿Te parece poco?
—Sólo te pido prudencia, Ramón, nada más…
El pequeño torno giraba despacio a medida que Inés iba engordando su madeja. Recordaba esa conversación, tantas veces repetida en términos similares, porque sobre los cimientos de esa historia se había construido su vida: trabajo en el taller o en los criaderos de gusanos desde que tenía memoria, siempre con la cara cubierta; acceso privilegiado al gremio de tejedores sin necesidad de superar la prueba impuesta a cualquier aprendiz, sólo por ser hija de maestros; carantoñas de unos padres que la miraban con pena, vergüenza, culpa y más vergüenza…
Por otra parte, empero, ese estigma la había hecho fuerte, resuelta y valiente, además de agudizar su inteligencia. Puesto que no encontraría un marido de condición similar a la suya que velara por ella, y carecía de vocación para ingresar en un convento, tendría que valerse por sí misma. Un aliciente incontestable, sin duda, que en ocasiones se hacía muy cuesta arriba y en otras, en cambio, la hacía sentirse invulnerable, en función de los vaivenes de su estado de ánimo.
Esa mañana el humor era sombrío.
Sintió la acometida de la angustia, esa vieja conocida que sin previo aviso le trepaba hasta los ojos en forma de fuego líquido, alcanzarla con la fuerza de un torrente. Era incapaz de evitarlo, aunque llevaba largos años intentándolo. Y lo dejó fluir, hasta que oyó los pasos de Martinica subir por las escaleras. Entonces respiró hondo, haciendo acopio de toda su voluntad con el propósito de frenar las lágrimas. No cedería al impulso de llorar delante de su criada. Ella no. No la habían educado así.
Evocó el recuerdo de Braira de Fanjau a fin de olvidarse de su pena, pues no hay como compadecerse de una persona querida para dejar de hacerlo de una misma. Pensó en la entereza con que la occitana sobrellevaba su pérdida, y en cómo ella, Inés, le había hablado con autoridad del valor que se necesita para vencer al miedo que nos atormenta y abrir así de par en par las puertas de la vida que se nos ofrece. Se armó ella misma de coraje y se recompuso, justo en el momento en que entraba por la puerta la moza en cuestión, que era algo más joven que ella y servía en su casa desde que, recién cumplidos los ocho años y a cambio de un puñado de monedas cobradas a la firma del contrato, la habían empleado allí sus padres como doméstica sin sueldo, por la comida, la ropa y el calzado.
—¿Dais vuestro permiso, señora? —inquirió la sirvienta.
—Pasa, pasa, estoy hilando.
—Os traigo el almuerzo —dijo la muchacha, una regordeta de rostro rubicundo y sonriente que sentía verdadera devoción por su ama—. No habéis probado bocado desde ayer y pronto será mediodía.
—No tengo hambre.
—¡Vaya novedad! Vos nunca tenéis hambre, pero debéis comer. Tomad un pedazo de este pan que está recién horneado, todavía caliente, acompañando a este poco de cecina que acabo de cortar, y regadlo con un vaso de vino fresquito. En caso contrario enfermaréis.
—Deja la bandeja sobre el escabel y ponte a hacer tus cosas —respondió Inés sin ganas de charla—. ¡A ser posible en silencio!
Martinica obedeció al instante, consciente de que el ama no estaba para zalamerías. Tras depositar el recipiente con la comida en un taburete colocado junto al que ocupaba su señora, se acercó en silencio a la cama que estaba por hacer, situada al otro lado de la habitación. Era de considerable tamaño y estaba rodeada de paneles de madera que se cerraban por la noche a fin de servir de protección contra el frío. Como correspondía a un hogar próspero, la vestían varios colchones de plumas superpuestos, sábanas de lino, cubrepiés y edredón. Un lecho lujoso, pensó la sirvienta, de los que únicamente acogían a los señores. Nada que ver con la yacija de paja a ras de suelo que ocupaban ella y sus dos hermanas allá en la granja, antes de que la fortuna la trajera hasta esta casa en la que nunca le habían pegado y tampoco le faltaba el sustento. ¡Una bendición de Dios!
Terminada esa tarea y retirado con la ayuda de un trapo el polvo de la habitación, bajó a por una escoba para barrer el suelo, de tablones de madera basta, sin mover el arcón en el que se guardaban los vestidos de doña Inés, ya que tal acción habría provocado un desagradable chirrido y acarreado la consiguiente regañina. Concluida la limpieza, dado que no había otra cosa que hacer en aquella estancia desprovista de más mobiliario, salió, cerrando tras de sí la puerta.
Hasta allí arriba llegaba el eco de los cantos que entonaban las trabajadoras del taller, situado bajo los pies de Inés. Como la mayoría de los maestros tejedores, ella tenía instalado el obrador en la planta de abajo de su vivienda, diáfana, con el espacio apenas suficiente para albergar dos telares medianos y otro de mayor tamaño en los que una docena de oficialas especializadas, ayudadas por otras tantas aprendizas, componían con infinito esmero la urdimbre y la trama de los brocados, rasos, terciopelos, damascos y demás tejidos de seda en cuya fabricación se había ido especializando la familia desde hacía varias generaciones. En el piso superior se encontraban las habitaciones que ocupaban los hermanos, ampliadas en una reforma llevada a cabo tras su regreso de Jerusalén, y sobre estas, bajo el tejado de pizarra a dos aguas, un desván en el que se guardaba la mercancía una vez terminada, antes de su puesta en venta. La cocina estaba fuera, en el patio, junto al corral de las gallinas y la cuadra. Aquel era el dominio de Martinica, a la que de cuando en cuando ayudaba alguna otra moza pagada para la jornada en caso de que hubiera que hacer matanza o alguna otra labor extraordinaria. Con el correr de los años y el prosperar del negocio estaban un tanto apretados, aunque no podían quejarse. Mejor la estrechez que el hambre. De eso no cabía duda.
En el plano material las cosas no podían irles mejor a los hermanos. El tejido que fabricaban era un bien tan escaso como apreciado por las gentes de alta cuna, que pagaban auténticas fortunas por un simple retal. Inés habría trocado sin dudar un instante toda la tela que poseía y llegaría a fabricar a cambio de un cutis limpio, que sustituyera a su piel de seda… Pero no era esa la voluntad de Dios.
La seda no abrigaba ni mucho menos tanto como la lana pero resultaba extremadamente suave al tacto, además de constituir un símbolo inequívoco del poder aparejado a la riqueza; un lujo irresistible para cualquiera que pudiese pagárselo. Y gracias a la experiencia acumulada desde antiguo, así como a la depurada técnica alcanzada por las empleadas enseñadas desde muy pequeñas en el manejo de esos paños, la que se fabricaba en los telares de Barbastro era comparable a la procedente de Italia o Flandes. La superaba, como es natural, la que traían las caravanas del Lejano Oriente, pero esa alcanzaba precios tan astronómicos que únicamente estaba al alcance de reyes y reinas. Gentes mucho más cercanas al Creador que al pueblo.
Oyendo los cánticos de esas mujeres, que no concebían el trabajo sin el acompañamiento de sus voces, Inés fue superando la tristeza. Tal como le recordaba frecuentemente Ramón, ella no tenía derecho a sentirse desgraciada. No cuando tantas familias pasaban penalidades como consecuencia de las guerras entre señores y debían abandonar los campos para trasladarse a la ciudad en busca de un trozo de pan que llevar a la boca de sus hijos. Eran esas gentes las que nutrían la próspera actividad de la villa, que se hallaba en plena expansión: tejedores, con su corte de hilanderas, tundidores y demás oficios asociados a la producción de telas; curtidores, tintoreros, sastres, algún maestro albañil de rango menor, herreros, carpinteros y sobre todo comerciantes de toda índole se instalaban al abrigo de una ciudad con rango de infanzona y voto en Cortes, que podía presumir de haber acogido cien años atrás nada más y nada menos que las bodas de Ramón Berenguer IV y Petronila, hija de Ramiro el Monje, de cuyo feliz matrimonio nació la Corona de Aragón.
Tras una pugna librada durante siglos con los sarracenos hasta consolidar el dominio cristiano, Barbastro florecía al igual que otras villas del reino, dotadas por don Pedro I de fueros sumamente atractivos para sus habitantes. Fueros propios de una urbe fronteriza, capaces de animar a los más valientes a instalarse en ella y servir de muro de contención a los ismaelitas. Leyes justas, al amparo de las cuales las personas eran libres de labrarse un destino ajeno al yugo del señor feudal, dueño absoluto de las vidas y haciendas de sus siervos campesinos. Allí, como en el resto de los municipios, los vecinos eran los copropietarios de los terrenos comunales circundantes, se gobernaban a sí mismos sin otro árbitro que el soberano en persona o su representante directo, elegían a sus propios procuradores y alguaciles, encargados de administrar justicia, y gozaban de la protección real. Ellos se encargaban de recaudar los tributos debidos a la hacienda del rey, así como de reclutar a las milicias requeridas por su ejército en tiempo de guerra. Ninguno gozaba formalmente de preeminencia con respecto a los demás. A cada cual le daba prestigio su propia valía, más allá de su sangre o su linaje. ¿Resultaba juicioso pedir más? No, Inés no tenía derecho a escupir al cielo. Haber nacido en un lugar como ese, en el seno de una familia pudiente, era lo mejor que podía sucederle a una mujer. Y ella, además, estaba sobrada de recursos para abrirse camino en ese entorno.
Debía de estar empezando a caer la tarde. Era hora de arreglarse para acudir a la misa de vísperas, a la que rara vez faltaba aunque hubiera asistido puntualmente a la de la hora prima, que coincidía con la salida del sol y el arranque de la jornada iniciada con el auxilio de la sagrada comunión. La desilusión no había quebrantado en modo alguno su fe. ¿Cómo podría? Dios era la medida de todas las cosas. La explicación a lo inexplicable. El principio y el fin de nuestra razón de ser. Dios era su meta y su guía. Hasta Él elevaría un día más sus plegarias, aferrándose a sus creencias.
Sin necesidad de llamar a Martinica en su ayuda, cambió la camisa ligera que solía llevar en casa a fin de combatir el calor por una saya de lana fina, ajustada y encordada, que realzaba su figura de doncella esbelta, más alta que la mayoría, de caderas anchas y hombros redondeados. Luego trenzó su melena clara con habilidad de tejedora y la ocultó bajo el velo de tul oscuro que le cubría siempre el cabello y el rostro cuando salía a la calle. Un manto de seda negra; el color del mal que la afligía pero también el de la férrea voluntad con que la había compensado el Señor.
Habría preferido no detenerse en su caminar, pero las calles rebosaban de gente a esa hora, y todos la conocían y saludaban con un afecto entreverado de lástima que la llenaba de rabia. Uno de los pocos que la trataba de igual a igual era el carnicero, a quien todos rehuían por la naturaleza vil de su oficio sanguinolento, tan despreciable como lucrativo. Y precisamente por eso mantenía Inés con él una relación cordial, nacida de la complicidad. Ella era capaz de comprender mejor que nadie lo que significaba la marginación en la que vivían ambos, cada cual a su manera. La padecía en sus carnes, manchadas de sangre como las del matarife despedazador de animales, aunque de un modo simbólico. Y por tanto se apiadaba de él. Había hecho de la caridad bandera, porque en su caso el sufrimiento prolongado no la había conducido a la amargura o al afán de venganza, como es común entre los seres humanos, sino a compadecerse del dolor ajeno, en el sentido literal de la expresión; es decir, sintiéndolo realmente como propio.
Estaba a punto de llegar a la pequeña iglesia de San Pancracio, patrón de su hermandad, cuando divisó en la esquina de la calle a uno de sus aprendices, a quien había dispensado esa tarde del trabajo a fin de que pudiera acudir sin demora a los baños públicos. Su desobediencia la enfadó, y, aunque llevaba cierta prisa, lo llamó con voz enérgica:
—¡Fortún!
El aludido se sobresaltó al ver a su patrona tan alterada y acudió presto a su lado, cabizbajo, en la actitud sumisa de quien nunca ha roto un plato.
—¿No tendrías que estar dentro de una tinaja, quitándote con estropajo y jabón toda la mugre que llevas encima?
—Lo hice esta mañana, señora.
—¡Embustero! No hay más que verte para saber que me estás mintiendo. Ayer te di un sueldo para que pagaras el servicio. ¿Qué has hecho con él?
El chico, que tendría unos diez años, mantenía los ojos fijos en el suelo, sin atreverse a contestar. Ella le agarró de una oreja.
—Responde —le conminó—, o te llevo a rastras hasta tu casa y se lo cuento a tu madre.
—¡No lo hagáis, ama, por caridad, me arrancará la piel a tiras!
—Entonces dime la verdad. Puedo perdonar una falta pero no consentiré un engaño. ¿Qué has hecho con el dinero?
—Me lo gasté en miel —confesó él al fin—. La vendía un buhonero que la traía en un cántaro y está tan rica…
Inés pareció aplacarse un poco y le soltó. La misa iba a dar comienzo y debía entrar en el templo, aunque no podía dejar de escarmentar al ladronzuelo.
—Escúchame bien, Fortún. Tú eres uno de los que está al cargo de las larvas, algunas de las cuales ya han salido del huevo y son todavía muy delicadas. La roña es causa de innumerables miserias como úlceras, sarna, chancros o fuego de San Lorenzo. Es algo que aprendí de mi padre, quien a su vez lo oyó de labios del suyo. Está comprobado. Si vuelves a gastarte en miel lo que te doy para lavarte y contraes alguna peste que pueda matar a mis gusanos, yo misma te haré con mis manos lo que no quieres que haga tu madre. ¿Me has comprendido?
—Sí, señora.
—Pues ve inmediatamente a cumplir con lo que te he mandado. —Le dio otra moneda de cobre que llevaba en un bolsillo oculto—. Mañana te repasaré de arriba abajo y ¡pobre de ti si te veo sucio!
Una vez oída la palabra de Dios regresó a casa deprisa, pues detestaba someterse al escrutinio de todos esos ojos hostiles que le desnudaban el alma por mucho que se escondiera. Desde que se había hecho mujer, iba ya para una década, la forma en que la observaban los demás constituía para ella un tormento. A su alrededor veía miradas de simpatía, gratitud, envidia, admiración, codicia, inquina o pena, pero ninguna mirada de hombre que denotara deseo. Ese anhelo insatisfecho, que jamás había revelado a nadie, era una pesada cruz con la que cargaba en secreto.