Su muerte fue una traición. Una puñalada por la espalda del destino, de la propia Máiuska, de Dios. ¿Por qué me retaban todos ellos a convocar a la vida si estaba llamado a ver cómo se apagaba en mis brazos? ¿Por qué alimentaban mi esperanza con la única finalidad de acrecentar la pena lacerante de su pérdida?
Cuando exhaló su último suspiro, sin dejar de sonreír, yo empecé a sacudir su cuerpo inerte, gritándole, exigiéndole que se quedara conmigo, que cumpliera lo que había prometido. Era incapaz de aceptar que me hubiera abandonado para siempre. Seguí chillando y llorando como un demente, sin dejar de abrazarme a sus amados restos, hasta que Iván me derribó de un puñetazo para rescatar ese cadáver aún caliente que se agitaba entre mis brazos como si fuera un guiñapo.
Mi mente era incapaz de procesar un acontecimiento para el que no estaba preparada y que traspasaba la última frontera del dolor; la que nace del vacío que deja la ilusión, truncada repentinamente, de un amor con vocación de eternidad. Mi corazón la culpaba a ella de su propia desgracia, como si hubiese elegido abandonarme deliberadamente en ese pozo de desolación que pronto devino en locura. Fue la gota que colmó un vaso cuya capacidad había sido puesta a prueba con saña.
La muerte de Máiuska acabó con el último resquicio de Guillermo de Girgenti que había sobrevivido a Mongolia. Cavé su tumba con mis propias manos, acometiendo a golpes y arañazos la tierra voraz que me la arrebataba. Luego rellené el hueco, seguí durante mucho tiempo apilando fango sobre el fango en el que se convertiría la única mujer a la que había amado y la emprendí a cabezazos sobre el montículo resultante. Me contaron tiempo después que sólo a costa de grandes esfuerzos mi padre e Iván lograron apartarme de allí, aullando como un animal, con la frente cubierta de sangre y varias uñas arrancadas. En mis recuerdos, una densa capa de bruma cubre la etapa que vino a continuación.
Caí en una especie de trance similar al que provocan ciertas drogas, que me privó de la mayor parte de los sentidos. Me volví sordo, mudo e insensible al calor o al frío. Agredía a cualquiera que se me acercara. Caminaba como un perro sin dueño, tras los pasos de mis dos compañeros, comiendo lo que me daban o ayunando en caso de que no hubiera nada que llevarse a la boca. Ese fue mi duelo además de mi forma de escapar del sufrimiento: un hábito monacal de enajenación que se prolongó durante una eternidad, hasta que un buen día algo en mi interior reaccionó y me devolvió el dominio de mí mismo… en apariencia.
Regresé a mi ser, aunque no del todo. El Guillermo que despertó bajo un cielo gris, otoñal, para descubrir que acababan de sacrificar a la última de nuestras monturas, no era el mismo que había huido de la realidad meses antes. Era un hombre nuevo. Un espécimen humano único, guiado por un solo afán: la venganza contra todo y contra todos. Si el dolor era el signo que el azar me tenía reservado, me imbuiría de él hasta destilarlo en forma de odio. Odio denso, libertador, levantado piedra a piedra con los escombros de mi corazón ávido de revancha. Un baluarte cerrado a la confianza e inexpugnable a la ilusión. Ese o eso sería yo a partir de entonces.
Recordé con nitidez la forma en que Tukai, el hijo bastardo de Gengis, había contemplado sin inmutarse, con sus ojos de lobo hambriento, la ejecución de tres tártaros hervidos vivos en un caldero de cobre. Ante los bramidos desesperados de esos desgraciados sometidos al peor suplicio que quepa imaginar, el kan se había mostrado marmóreo. Ni un gesto de placer o de compasión había asomado a su rostro de trazos brutales, esculpido a hachazos. Ni siquiera la manifestación de alguna molestia por el ruido. Nada. El caudillo mongol había permanecido quieto, mirando el macabro espectáculo como quien contempla la lluvia. Esa sería a partir de entonces, me propuse, la actitud que adoptaría yo ante la vida. Él sería mi referente, mi ejemplo a seguir ante los contratiempos que me reservara el destino. Un modelo de conducta. Cualquiera que me brindara un pretexto para desahogar la ira acumulada en mi interior acabaría igual que esos cuatreros, despedazado a conciencia como un chivo expiatorio de la pena que me consumía.
Mi padre e Iván tampoco pasaban por sus mejores horas. El ruso se había desentendido de mí y me culpaba de la muerte de su hermana tanto como yo a él. Ambos habíamos tomado la decisión de emprender la fuga, lo que nos convertía en cómplices de su trágico fin, pero ninguno de los dos aceptábamos cargar sobre nuestras espaldas una responsabilidad que nos superaba.
—Dios se la llevó con Él. Fue Su voluntad, no os torturéis —solía decir mi padre, cada vez más débil y necesitado de ayuda para caminar.
Nadie respondía a esas palabras. De hecho, apenas hablábamos entre nosotros, salvo en caso de que fuera imprescindible, e incluso entonces empleábamos un lenguaje de monosílabos, pues había que ahorrar energías.
Nos habíamos repartido en dos sacos, que cargábamos los jóvenes, las joyas robadas a Tukai. Eran a esas alturas la única posesión que nos quedaba, aparte de las armas, y nos aferrábamos a ellas con la determinación de quien percibe que ese fardo es el último nexo de unión con la esperanza. A falta de alimento, el frío de esa tierra húmeda, hostil, calaba hasta los huesos nuestros maltrechos cuerpos, castigados por un cansancio infinito que invitaba a tumbarse junto al fuego y abandonarse al sueño. Pero la voluntad, o acaso el instinto, nos impulsaba a caminar como almas en pena hacia poniente, siguiendo el recorrido del sol, en busca de Novgorod, donde esperábamos hallar algún superviviente cristiano que hubiese escapado a la matanza.
Y quiso el Señor que un buen día, en un claro del bosque en el que nos habíamos detenido para descansar, se obrara el milagro por el que tantas plegarias habíamos elevado al cielo, suplicando Su misericordia.
Los salvadores que Jesucristo puso en nuestra senda eran comerciantes germanos, procedentes de varias ciudades asomadas al mar Báltico, cuyos nombres, impronunciables para mí, olvidé antes incluso de aprenderlos. Pertenecían a una hermandad llamada Liga Hanseática, extraordinariamente próspera, además de poderosa, a juzgar por el lujo con que vestían sus miembros y el séquito de servidumbre que les acompañaba. Viajaban de regreso a la ciudad de Brujas, de la que yo nunca había oído hablar, para vender allí las pieles y el oro intercambiados en Rusia por los arenques ahumados, los tejidos y ropas de lana, el vino, la sal y los cereales que habían adquirido a buen precio en los mercados de sus burgos. Su actividad conllevaba un alto riesgo, al obligarlos a recorrer territorios inhóspitos y caminos infestados de bandidos, aunque el enorme beneficio que obtenían de su tráfico justificaba con creces la exposición a esos peligros. De hecho, eran gentes joviales y generosas que nos recibieron con los brazos abiertos.
Según nos contaron, una vez rotos los primeros hielos, esas pieles de marta, nutria, ardilla, visón o armiño, que para nosotros representaban únicamente calor, además de duro trabajo, se vendían por sumas astronómicas en los más selectos comercios de la cristiandad, ya que la nobleza de cuna y algunos burgueses potentados, surgidos del pueblo llano y enriquecidos en paralelo con la prosperidad creciente de sus ciudades, competían entre sí por exhibir esas prendas exóticas.
Pensé en la cantidad de ocasiones en que había tenido que orinar sobre mis propias manos para tratar de sanar con esa orina las llagas sufridas en el proceso de curtido de esas pieles. Recordé el dolor sufrido, las yemas de los dedos en carne viva, los padecimientos de Máiuska, mi dulce y omnipresente Máiuska, mucho más dolorosos que los míos propios… Todo ese sacrificio tenía una razón de ser si se trataba de sobrevivir al gélido invierno de las estepas de Mongolia. Pero ¿por el mero placer de impresionar o provocar envidia? ¿Sin otra necesidad que la de satisfacer la vanidad? Sentí cómo la furia crecía en mi interior y supe que sería, mientras viviese, un extraño suspendido entre dos mundos. Meridional entre los mongoles y mongol entre mis iguales.
Pero regresemos al relato, que tengo tendencia a extraviarme…
La caravana que nos acogió era muy distinta de la que nos había llevado hacia el destierro siguiendo la ruta de la seda. Recios jamelgos de carga hacían el papel de los camellos; los carros, mucho más livianos y con ruedas radiadas en lugar de compactas, eran arrastrados por mulas, y los corceles que montaban los ricoshombres que la dirigían eran similares a los de batalla que recordaba vagamente de mis años mozos, de gran alzada, imponentes, a diferencia de los humildes ponis montados por los jinetes de Gengis. Además de los palafreneros, criados y demás sirvientes encargados de atender las tareas más bajas, acompañaba a los viajeros una nutrida escolta compuesta por dos docenas de soldados de a pie y la mitad de a caballo, que fueron los primeros en detectarnos.
Debieron de tomarnos por mongoles, calibrando a simple vista nuestras vestiduras, lo que les llevó a acercarse sigilosos, gritando algo incomprensible en su lengua extraña. Mi reacción fue instantánea. Me coloqué frente a mi padre, protegiendo con mi cuerpo el suyo, a la vez que calzaba una flecha en el arco cuyo manejo dominaba lo suficientemente bien para vender caras nuestras vidas.
—¡Detente, Guillermo! —me dijo él—. ¿No ves que son de los nuestros?
No respondí, pues no veía nada. Reaccionaba como un animal acosado, sin discernir rasgos o intenciones. Iván, en cambio, sí debió de reconocer a los personajes situados detrás de los soldados, que iban ataviados como cortesanos de palacio, con gorros ribeteados de marta cibelina, guantes de cabritilla y largos mantos de brocado forrados de armiño, porque les gritó en ruso:
—¡Hermanos, tened piedad, somos cristianos como vosotros!
—¡Si en verdad lo sois, deponed las armas y acercaos para que podamos veros! —replicó, en el mismo idioma, que tradujo para nosotros nuestro compañero, el oficial que parecía mandar el destacamento.
Les costó convencerme de que acatara esa orden, pero al final cedí a sus ruegos conjuntos, a regañadientes. Recorrimos pues, desarmados, el trecho que nos separaba de ellos, a fin de que pudieran comprobar que nuestros ojos no tenían forma de almendra sino que se asemejaban a los suyos y que nuestra piel, aunque sucia y cubierta de grasa, era blanca. Debíamos de oler como los osos, porque torcieron el gesto en una mueca de asco en cuanto estuvimos a una distancia suficiente para que les llegara nuestro hedor. Tuve la sensación de que mi padre e Iván se avergonzaban. Yo no. Me había transformado en una fiera de la que estaba orgulloso.
Tras un breve intercambio de palabras entre el herrero y el jefe de la guardia, fuimos conducidos a la presencia de los armadores de la expedición, que nos contemplaban desde la distancia con enorme curiosidad.
¡Qué cuadro debíamos de componer, con nuestros harapos llenos de remiendos cosidos con tendones y esa maraña de pelo que nos cubría la cabeza y el rostro! Ellos, todo pulcritud en medio de esa naturaleza salvaje, y nosotros, en el extremo opuesto, tan bestializados por las peripecias sufridas como para formar parte del paisaje sin alterarlo.
Jugó a nuestro favor, empero, la afabilidad de esos hombres sencillos, que nada tenía en común con su parafernalia exterior. También la educación de mi padre, quien no tardó en hallar la forma de comunicarse con ellos empleando una mezcla de italiano y alemán aprendida en los ejércitos del emperador. Una jerga providencial en ese trance, ya que resultaba ser igualmente la de uso común en las transacciones comerciales. No en vano alemanes e italianos eran los pioneros en el universo cristiano de esa lucrativa actividad, que hasta fechas muy recientes había sido monopolio de hombres de negocios musulmanes.
—A pesar de la miserable condición a la que nos veis reducidos —explicó mi progenitor, haciendo gala de su natural cortesía—, creo que debemos servir al mismo señor: el emperador Federico, que Dios guarde muchos años. Mi nombre es Gualtiero de Girgenti y ellos son mi hijo Guillermo y nuestro buen amigo Iván.
—El emperador ha muerto —replicó uno de los germanos, con gesto contrito—. Pronto hará tres años. ¿Dónde habéis estado metidos todo ese tiempo para ignorar una noticia que ha llegado hasta el último rincón del Imperio?
—En un lugar del que muy pocos regresan y al que nadie debería ir jamás —le respondió mi padre—. ¿Podéis decirnos, por favor, en qué fecha estamos?
—En el otoño del año del Señor de 1252. ¿Qué desventuras pueden llevar a un hombre a ignorar en qué día vive?
Mi padre narró nuestra peripecia de manera sucinta, omitiendo los detalles más escabrosos así como, por supuesto, los referidos al tesoro que llevábamos con nosotros. Tanta riqueza al alcance de la mano habría podido despertar una codicia capaz de tentar a más de uno a liquidarnos allí mismo, y no teníamos aún la menor idea de la clase de personas con las que habíamos topado. De manera que dejamos que él hablara, en nombre de los tres, mientras Iván y yo vigilábamos, asiendo firmemente nuestros sacos, con la desconfianza inherente a quien ha sido apaleado a menudo: la cicatriz más profunda que deja en el alma la esclavitud.
Una vez satisfecha su curiosidad con el relato de los suplicios padecidos, recibido con muestras evidentes de horror salpicado de compasión, llegó el turno de nuestras preguntas. La primera, formulada con voz temblorosa por el veterano capitán al comerciante que dijo llamarse Gottfried, les provocó una gran carcajada a esos cuatro interlocutores cuyas mejillas rasuradas, permanentemente encendidas por el frío, tendían con facilidad a la risa.
—¿Han logrado los mongoles apoderarse de todo el orbe?
—¡No! —respondieron a coro—, aunque vive Dios que a punto estuvieron de conseguirlo —explicó el tal Gottfried, el más parlanchín—. Hace pocos años arrasaron Rusia, después Polonia y finalmente Hungría, donde exterminaron al ejército del duque de Bohemia, compuesto por más de treinta mil combatientes. Después se entregaron a una orgía de sangre que redujo a menos de la mitad la población de esa nación mártir. Menos mal que ellos mismos decidieron retirarse de regreso a sus llanuras en lugar de continuar avanzando, al parecer porque la muerte de su rey les obligaba a reunirse en una gran asamblea a fin de elegir un sucesor.
—¿Y qué hizo el emperador?
—Trató de reclutar tropas para acudir en auxilio de nuestros hermanos. Se dirigió a todos los grandes reinos cristianos e incluso a Borgoña, Chipre, Creta, Escocia o Noruega, aunque nadie respondió a su llamada. El Papa le había excomulgado, por lo que ni el rey de Francia, ni el de Castilla, ni su suegro, el de Inglaterra, se atrevieron a desafiar al ocupante de la silla de Pedro.
—Tampoco puso demasiado empeño en ello —terció otro de los mercaderes, que calentaba sus manos junto a la hoguera a la vez que hablaba—. Estaba muy ocupado resolviendo sus cuitas con Roma como para pensar en un peligro que él percibía lejano.
—¿Y qué habría debido hacer según tu docta opinión? —le rebatió con cierta sorna Gottfried, evidente entusiasta de la Casa de los Hohenstaufen a tenor de la actitud extraordinariamente cordial que había mostrado hacia nosotros en cuanto supo que habíamos compartido, en tiempos, la mesa del emperador.
—Yo me dedico al comercio, no a la guerra —repuso el interpelado, airado—, y pago ingentes tributos para que me defiendan e impidan que una horda de salvajes destruya el fruto de mi trabajo. ¿No es acaso esa la razón que justifica la existencia de la nobleza? La guerra es su negocio. El mío son las pieles y los arenques. Si cada estamento no cumple con su función, el edificio social se desmorona.
—Lo cierto es —retomó la narración nuestro amigo— que los mongoles se retiraron cuando ya habían cruzado el Danubio sin que tropa alguna les hiciese frente. Después supimos los motivos que les habían obligado a replegarse y dimos gracias al Altísimo por su providencial intervención.
—¿Quién ha sucedido a nuestro señor Federico, que Dios lo tenga en su gloria? —preguntó nuevamente mi padre, mucho más interesado por los asuntos del Imperio que por lo de los mongoles, felizmente pertenecientes a un pasado sin retorno.
—Por el momento, su hijo Conrado, habido de su segunda esposa, Yolanda de Jerusalén.
—¿Por el momento? No os comprendo.
—Es que Inocencio pretende que renuncie a Sicilia a cambio de apoyar su coronación como emperador, cosa a la que Conrado se niega, por supuesto. La mayoría de los príncipes germanos está con él, aunque algún güelfo traidor respalda al Papa. Entretanto, Luis de Francia, Enrique de Inglaterra y Alfonso de Castilla miran con deseo el trono de Carlomagno, haciendo guiños a Roma.
—¿Y en Sicilia?
—Allí, según tengo entendido, ejerce de regente un hijo bastardo de Federico, llamado Manfredo, quien también anda en disputas con el Santo Padre. Aunque lo cierto es que en lo que atañe a esas tierras no puedo informaros con rigor. Nos pasamos la vida viajando y para cuando nos llegan las nuevas suelen haberse quedado viejas.
—Decidme, hermanos, ¿qué ha sido de Jerusalén, felizmente en manos cristianas la última vez que la vimos, antes de ser apresados?
—Hace más de una década que cayó. ¡Señor, cuánto habéis debido padecer!
—¿Cayó?
La expresión de mi padre, que al principio de la conversación reflejaba toda la luz de la ilusión recuperada, iba tornándose sombría a medida que las noticias recibidas ponían de manifiesto la destrucción de todo aquello que había dado sentido a su vida anterior a la pesadilla del cautiverio. Yo escuchaba impertérrito, ajeno a cualquier emoción, puesto que mi corazón yacía muerto y enterrado junto a Máiuska, en un pantano tan yermo como mi espíritu. ¿Qué me importaba a mí el destino de una ciudad o mucho menos el de una corona? Lo único que me impulsaba a seguir era velar por mi padre, en justa reciprocidad por lo mucho que él había cuidado de mí.
—Sí —confirmó Gottfried, apenado—, cayó en poder de los turcomanos y sigue bajo su dominio. Dicen los pocos peregrinos que consiguen llegar hasta allí y regresar con bien que se ha convertido en un villorrio polvoriento, indigno de albergar el Santo Sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo.
—¿Y los señores cristianos de Tierra Santa?
—Ellos también andan divididos en luchas intestinas por ver cuál de ellos prevalece sobre los demás.
Se hizo el silencio a la vez que caía la noche sobre el campamento. Un silencio incómodo, frío, que rompió finalmente otro de los mercaderes de la expedición con una conclusión tan demoledora como irrebatible:
—Amigos, sólo hay dos cosas que mueven a los hombres en este mundo: el anhelo de poder y el del calor de una mujer. Por eso hay que confiar en la misericordia divina y atenerse a las reglas de la Santa Madre Iglesia, cuyo magisterio nos aleja del pecado y nos bendice con el sacramento del perdón cuando caemos en la tentación. Compartid nuestra comida y sed nuestros huéspedes hasta Brujas. Pronto embarcaremos hacia allí en una coca recién botada que nos espera en Novgorod. Es una embarcación rápida y segura. Dad por hecho que regresáis a casa.
Nunca había comido tanto pescado. Ni siquiera en Sicilia. Nos hartamos de arenques guisados, fritos e incluso crudos, según salían del tonel en que se conservaban ahumados o en salazón. Engullimos todos los excedentes que no se habían vendido, debo decir que con gran placer por nuestra parte. Después de largos años de queso, leche, sangre y vísceras, de caza y hambre, aquellos peces sabrosos, que se deshacían en la boca, me parecieron un manjar digno de reyes, por más que los reyes, según nos explicaron los germanos, los consideraran demasiado bajos para incluirlos en sus banquetes.
Al cabo de pocas jornadas de marcha nos encontramos de nuevo con las huellas dejadas por los jinetes mongoles. Nos acercábamos a Novgorod, milagrosamente librada del asalto final gracias a la súbita retirada de las tropas sitiadoras, y todo a nuestro alrededor daba cuenta de la brutalidad desplegada por los guerreros de las estepas. Todo era devastación, árboles arrancados y secos. Muerte.
—Aquí estaba mi hogar —nos dijo Iván una mañana, mientras pasábamos junto a las ruinas de lo que debió de ser una aldea de considerable tamaño—. Ese montón de piedras que veis allí formaban la chimenea del horno que alimentaba nuestra forja. Aquí es donde asesinaron a mis padres ante mis ojos.
Callamos. ¿Qué podíamos contestar? Yo estaba tan lleno de dolor y rabia que me resultaba imposible ponerme en su lugar, añadir cualquier aflicción ajena a la mía. En cuanto a mi padre, supongo que no encontraría palabras de consuelo con las que tratar de apaciguar el alma rota de ese hombre, cuyos sentimientos afloraban en carne viva ante nosotros. Iván siguió con su monólogo, perdido en la espesura de unos recuerdos que habían agotado sus lágrimas.
—Todos nuestros vecinos fueron aniquilados. Uno a uno. Nuestros amigos, nuestros parientes… Esos niños lanzados al aire o estrellados contra el suelo…
—No deberíamos haber dejado a ninguno de ellos con vida. —Aproveché para reiterar la convicción que me quemaba las entrañas—. Ni a las mujeres, que parirán e inculcarán en sus hijos la misma sed de sangre de sus padres, ni a esos cachorros de lobo que volverán, en cuanto puedan, para seguir sembrando la tierra de cadáveres.
—Debimos degollarlos, ya lo dije yo —secundó mis palabras el ruso.
—Lo hecho, hecho está —terció mi padre—. Lo importante es que hemos llegado hasta aquí.
—No todos —le corregí, sombrío.
—Comparto tu pesar, hijo. Aunque debes pensar que Máiuska está en el cielo, donde no hay pena, ni sufrimiento ni penurias, sino únicamente la luz de Dios. Y si por un milagro encontráramos a tu madre…
—… Tú tendrías a tu mujer. Yo no —le espeté con crueldad involuntaria.
Tras una pausa muda que se hizo eterna, se separó de mí para seguir a Iván, que se había alejado del grupo en dirección a las ruinas. Fui tras ellos, guiado por la inercia, y me los encontré juntos, de rodillas, en el lugar donde descansaban, convertidos en polvo, los restos de esas personas que torturaban la memoria del herrero.
—Ven con nosotros a Sicilia —le susurró mi padre, reconfortándolo con un abrazo—. Deja atrás el pasado. Nada queda aquí sino fantasmas.
—Este es mi pueblo.
—Tu pueblo y tu familia somos nosotros. Llevamos una eternidad juntos. Somos hermanos huérfanos, náufragos a la deriva. Yo te quiero como a un hijo, lo sabes. Aquí no te queda nada ni nadie. En Sicilia siempre se necesitan conocimientos como los tuyos. Acompáñanos. Sea cual sea nuestro destino, lo compartiremos.
Obediente, carente de voluntad propia en ese momento, el gigante tuerto se dejó conducir con mansedumbre de regreso a la caravana, que siguió su caminar a través de esa tierra negra, habitada por los gritos silenciosos de los muertos, hasta llegar a la mar.
No era el agua tibia color turquesa de mi infancia, sino una inmensidad grisácea y fría. El Báltico. Un océano temible en cuyas riberas habitaban hombres y mujeres de elevada estatura y complexión hercúlea, parecidos a los normandos aunque más fuertes. Auténticos colosos de tez pálida y cabello rubio, emparentados con los vikingos que habían sembrado el terror en las costas del Mediterráneo allá por los albores del milenio. ¿Cómo era posible que se hubiesen dejado vencer por una horda de jinetes salvajes montados en caballos enanos?
Llegué a la conclusión de que el secreto de una victoria no radica en la fuerza, sino en la determinación, y grabé a fuego esa lección en mi interior. La experiencia me lo había enseñado de la manera más despiadada. En el futuro, si es que futuro había, no dejaría espacio en mi corazón para la misericordia, ni el perdón, ni mucho menos las reglas de la caballería. A causa de esas normas absurdas había arruinado la mejor parte de mi vida. En el futuro, me juré a mí mismo, Guillermo de Girgenti sería un perfecto mongol. Un guerrero capaz de hacer fortuna como mercenario, actividad para la que siempre existía demanda en un mundo carente de brazos suficientes con los que satisfacer el ansia inagotable de conquista de los potentados.
Arribamos a Brujas en un día lluvioso, después de una travesía tranquila, dada la circunstancia feroz de ese mar helado. Estábamos en Flandes, en tierra de cristianos, a dos pasos de ese hogar que ya casi podíamos oler y tocar. Parecía increíble que hubiésemos llevado a cabo esa hazaña imposible y sin embargo lo habíamos hecho, contra todo pronóstico, aunque no todos. Ella, mi dulce Máiuska, era una ausencia tangible que impedía cualquier manifestación de euforia. Un dolor incrustado de por vida en mi pecho.
Desembarcamos con nuestro tesoro a cuestas, cubiertos de los mismos harapos, no sin antes agradecer encarecidamente a nuestros salvadores la ayuda que nos habían prestado. Nos despedimos con cordialidad y prometimos enviarles cartas una vez que hubiéramos recuperado nuestro dominio siciliano. En un último gesto de generosidad, que terminó de borrar en nosotros la desagradable huella dejada en nuestro recuerdo por todo lo que oliese a germano a raíz de la traición de Gunter, Gottfried nos envió a la posada que regentaba una viuda conocida suya, la cual, aseguró, se brindaría a alojarnos hasta que encontráramos el modo de proveer a nuestro sustento. Incluso nos ofreció algunas monedas de plata que rechazamos con firmeza, un tanto avergonzados por seguir escondiendo esa fortuna metida en sacos que nadie había hecho ademán de tocar.
Si mi alma hubiese estado en condiciones de destilar otra cosa que desconfianza y hostilidad, habría recibido de esos comerciantes hanseáticos la lección de que por cada persona malvada con la que uno se topa en esta vida hay otra noble y decente a la vuelta de la esquina. Una semejante a la patrona que, efectivamente, nos abrió las puertas de su casa de hospedaje, modesta aunque limpia, situada a las afueras de la ciudad, no muy lejos de un conjunto de casitas humildes, construidas y sufragadas por la municipalidad, que hacían las veces de lazareto.
Era una mujer bajita, de formas redondeadas, cabellos níveos apenas visibles, mejillas tersas, recorridas por minúsculas venitas rojas, y manos suaves. Cubría su cabeza con una toca sencilla de lino blanco, calzaba zuecos y vestía de negro. Le faltaban más dientes de los que conservaba, por lo que le resultaba difícil articular las palabras, aunque conseguía hacerse entender supliendo con buena disposición esa carencia.
—Sed bienvenidos a mi casa —nos dijo, en la misma lengua de los mercaderes, cuando nos presentamos en su puerta esgrimiendo el nombre de quien nos enviaba—. Cualquier amigo de Gottfried es amigo mío también. Le debo mucho a ese hombre, paisano de mi difunto esposo, sin cuya ayuda yo estaría hoy mendigando frente a la catedral. ¿Os quedaréis mucho tiempo?
—El menor posible —respondió mi padre—. Y os pagaremos, por supuesto.
Nos miró de arriba abajo, dejando asomar un gesto de escepticismo, pero no lo tradujo en palabras. Antes al contrario, prosiguió:
—De eso no os preocupéis por el momento. Imagino que estaréis agotados y tendréis hambre…
—Tenemos más urgencia de resolver ciertos negocios en la ciudad —tercié yo, con la brusquedad de un salvaje, impaciente por vender las joyas que llevábamos, embarcar hacia Italia y enrolarme en cualquiera de los ejércitos que luchaban allí entre sí.
—No os ofendáis, pero dudo que podáis emprender negocio alguno tal y como vais vestidos —me contestó con ironía, algo molesta—. La gente tiende a juzgar a sus semejantes por las apariencias, bien lo sabéis, y esta es una ciudad en la que circula mucho dinero y los alguaciles andan al quite. No sé si me explico…
—Perfectamente —concedió mi padre—. El caso es que ahora mismo disponemos de letras de cambio pero no de efectivo…
—Puesto que Gottfried es vuestro garante, me fiaré de lo que decís. Tomad estos ducados —le tendió una bolsa con varias monedas de vellón y plata— que espero me devolváis. Acudid a los baños públicos, quitaos esa roña de encima y pedid a alguno de los criados que allí sirven que os compre ropa aseada. Lo demás es cosa vuestra. Marchad con Dios.
—Que él os guarde.
Brujas era una ciudad peculiar, surcada de canales que hacían las veces de calles. Una infinidad de barcazas recorría ese laberinto de ríos artificiales, guareciéndose de la lluvia bajo los puentes cuando esta arreciaba demasiado y llevando mercancías de un lado para otro, cuando el tiempo lo permitía, hasta los diminutos muelles situados frente a cada edificio. Estos eran en su mayoría altos y estrechos, construidos en piedra o ladrillo y rematados por tejados puntiagudos, con ventanas similares a ojos abiertos a las que se asomaba la gente para ver discurrir la vida, a falta de vías públicas en las que relacionarse con los demás. Únicamente una gran plaza, situada frente a la catedral y conocida como Kristendom, ofrecía espacio suficiente para instalar un gran mercado permanente, abierto a comerciantes del orbe entero, en el que se exponían todos los productos que pudiera concebir la mente humana: alimentos, ropa, joyas, especias, cacharrería, vajillas, muebles, licores… hasta el hidromiel del que tanto nos había hablado Iván y que, hasta entonces, no habíamos llegado a catar.
Salimos de la posada con lo puesto, el botín, bien guardado en sus sacos y, en mi caso, el arco mongol al hombro, sordo a las súplicas de mi padre para que lo dejara en nuestro aposento.
—No me adentraré desarmado en un territorio potencialmente hostil como este —le dije.
—No tienes nada que temer aquí —me respondió, con la escasa convicción de quien se ha dado por vencido tiempo atrás.
—Por si acaso —zanjé yo.
Y partimos, de buena mañana, en dirección a los baños públicos. De camino hacia allí pasamos por la explanada que ya bullía de actividad, con multitud de viandantes rebuscando entre los puestos donde cada vendedor trataba de vocear su mercancía más alto que los demás, y hubimos de ceder a los ruegos de Iván, quien se empeñó en probar aquel brebaje, que comparaba a la ambrosía, antes de dar un paso más.
—Sea —accedió mi padre—. Pero sólo un trago. No es seguro andar por aquí con toda esta riqueza encima.
—Si es por eso, estad tranquilos —gruñí, señalando el arco—. No dejaremos que nos roben.
—Uno sólo —prometió el ruso—. Bastará para devolver el pulso a este corazón maltrecho.
He de reconocer que Iván no faltaba a la verdad al describir el licor originario de su patria. Tan deliciosamente ardiente era ese líquido espeso, tan dulce al espíritu y al paladar, que no fue un trago lo que dimos, sino que fueron tres, y nos habríamos quedado allí él y yo, hasta caer al suelo borrachos, de no haber mediado la firme voluntad del más serio de entre nosotros, que nos arrastró prácticamente hasta el lugar señalado por la posadera como parada obligatoria en nuestro transitar por Brujas.
Guardaba yo un vago recuerdo de lo que eran los baños en la Palermo de mi infancia: grandes piscinas de agua a distintas temperaturas, heredadas de los romanos. No se parecían en nada a lo que nos encontramos en el tugurio al que nos habían enviado a rascarnos la suciedad acumulada en tantos años. Lo que allí nos ofrecieron no eran vasijas revestidas de mármol pensadas para purificar el cuerpo tanto como el alma, sino toneles de madera llenos de agua tibia, tirando a fría, en los que nos invitaron a introducirnos desnudos a fin de que una legión de siervos pudiera frotarnos con cepillo y jabón hasta arrancarnos la espesa costra. Nos dejamos hacer, a regañadientes, aunque manteniendo al alcance de la vista y de la mano tanto nuestras preciadas bolsas como nuestras armas. No sentí agrado alguno al someterme a ese tratamiento. Nada grato podía resultar de desposeer a la piel de su protección natural, lo que justificaba la escasez de clientela dispuesta a pagar por aquello. Claro que «aquello», lo del jabón, no era el único servicio disponible en esa casa.
Estábamos todavía en la tinaja, aclarándonos la espuma negra, cuando el criado al que habíamos enviado a comprarnos calzas, jubones y zapatos se presentó ante nosotros con el mandado, en actitud obsequiosa, ofreciéndonos, por un par de monedas más, los servicios expertos de mujeres «limpias —subrayó—, de absoluta confianza».
—¡Que vengan! —ordené, encendido por el alcohol.
—Sí, que vean de lo que somos capaces —me jaleó Iván.
—Haced lo que os plazca —dijo mi padre—. No me atrevo a censuraros después de lo que hemos vivido, aunque yo aguardaré fuera.
—¡No te morderán, padre! —le animé, medio ebrio—. Un poco de cariño no te hará daño.
—Haz lo que tengas que hacer, Guillermo. Pero no os entretengáis. —Miró con indulgencia al ruso, que volvía a reír a carcajadas después de permanecer casi mudo durante meses—. Tenemos negocios que rematar.
¿Seguía pensando aquel hombre que podría reencontrarse con su esposa? ¿Le guardaba fidelidad incluso después de perder la esperanza o es que la edad le había privado del deseo carnal? Nunca lo sabré. Tampoco me lo pregunté en ese momento.
Llegaron las mozas por las que habíamos pagado; muchachas sin rostro ni voz, forzadas a dar placer a cambio de unos sueldos de cobre, e hicimos lo que se hace con ellas. Si sentí alguna satisfacción, la he olvidado. Fue un desahogo sórdido que trajo a mi mente con despiadada nitidez la imagen amada de Máiuska, justo en el instante en que vaciaba mi lujuria en esa pobre desgraciada. La aparté de mí de un empujón que la hizo rodar por el suelo, dejando al desnudo sus vergüenzas; acto seguido, me vestí apresuradamente, maldiciendo al destino que me había arrebatado al único amor de mi vida, y salí de allí de mal humor, más impaciente que nunca por encontrar una causa en la que volcar tanta ira como acumulaba en mi interior.
Una vez recuperada la apariencia de gentes civilizadas, con el cabello y la barba recortados al modo de la burguesía acomodada, alquilamos una barca con su correspondiente remero para que nos condujera a través de los canales en un recorrido por la villa. Buscábamos la tienda de algún joyero situada en un lugar discreto, donde poder negociar la venta de nuestro salvoconducto a Italia sin llamar en exceso la atención. Hacerlo en medio de la Kristendom, a la vista del público, nos habría acarreado preguntas incómodas además de someternos a un peligro innecesario. Era mejor un taller tranquilo, apartado del bullicio, de los que abundaban en esa urbe célebre por la cantidad de judíos y genoveses que regentaban comercios de esa naturaleza, especializados en la fabricación e intercambio de piezas de orfebrería procedentes de los cuatro puntos cardinales. Reyes, duques y príncipes se surtían allí de regalos para sus amantes y esposas. Sólo necesitábamos dar con el adecuado, lo que conseguimos al poco de comenzar la búsqueda, al divisar al fondo de un canal una fachada iluminada por dos farolas de gran tamaño, bajo las cuales un cartel escrito con letra pulcra sobre un tablón de madera rezaba, en alemán e italiano: AARON WEISMAN. ORFEBRE. PROVEEDOR DE LA CORONA DE ARAGÓN.
—¡Detente! —ordenó mi padre al marinero—. Vamos a hacer una parada aquí. Arrímate al embarcadero y espera.
El local estaba iluminado por velas de cera, auténtico lujo reservado a los palacios. Olía como las iglesias en día de fiesta grande. Si se guardaban allí joyeles no estaban a la vista, es de suponer que por miedo a los ladrones, aunque, tal como nos había dicho nuestra patrona, la autoridad municipal los mantenía a raya multiplicando la presencia de alguaciles y actuando contra ellos sin piedad en la horca instalada a dos pasos del mercado, para que todos la tuvieran bien presente. Lo que sí exhibían las estanterías eran candelabros y otras piezas de plata, dispuestas sobre paños de terciopelo rojo. Detrás de una cortina del mismo tejido se oía el chirrido hiriente de una lija puliendo algo de metal.
—¿Hay alguien ahí? —gritó mi padre, que se había atribuido, sin oposición por nuestra parte, el papel de capitán de nuestra tropa y portavoz de todo el grupo.
Al instante, un hombre de su misma edad, tocado con un extraño bonete redondeado y envuelto en un chal de lana gruesa, salió de su escondite, renqueando. Tras dirigirnos una de esas miradas escrutadoras que parece adivinar hasta el más recóndito pensamiento, respondió:
—¿En qué puedo serviros, caballeros?
—Tenemos algo que vender que tal vez os interese comprar.
—¿De qué se trata?
En lugar de contestar, sacamos de uno de los sacos dos crucifijos de oro incrustados de piedras preciosas, un cáliz de idéntica hechura y algunas cosas menores, como medallas y relicarios, que depositamos sobre una mesa vacía. El efecto que la visión de esos objetos produjo al hebreo fue evidente, por más que tratara de disimular. Sin perder la compostura, se acercó, los tomó uno a uno en sus manos, los tocó, rascó y hasta mordió, hasta cerciorarse de que eran auténticos. Su parsimonia me volvía loco, aunque por respeto a mi progenitor me aguanté las ganas de sacudirle un bofetón para que se apresurara. Finalmente, habló.
—Tal vez pueda ofreceros algo por estas piezas, en efecto, siempre que su procedencia sea lícita.
—Lo es —le tranquilizó mi padre.
—¿Es que pretendes insultarnos? —salté yo, en tono amenazador, mientras Iván contemplaba la escena inquieto, sin entender la conversación que se desarrollaba en italiano.
—Nada más lejos de mi intención. Os pido disculpas, nobles señores. Es que no se ven todos los días objetos de esta… calidad.
—¿Cuánto ofreces por ellos? —retomó la negociación mi padre, deseoso de concluir cuanto antes la operación.
—Veamos… ¿Puedo presumir que la otra bolsa que portáis tiene un contenido similar al que me habéis mostrado?
—Así es, Aaron Weisman. ¿Cuánto ofreces?
Sacó un trozo de pergamino en el que se puso a hacer sumas y restas, mascullando palabras en una lengua incomprensible. Estábamos a punto de marcharnos, vencidos por la impaciencia, cuando finalmente anunció:
—Si es como decís, creo que podría ofreceros cinco mil marcos de plata por el lote completo, o, si lo preferís, ocho mil libras aragonesas.
—¡Maldito usurero! —Me abalancé sobre él—. Sabes perfectamente que lo que tienes ante tus ojos vale diez veces más.
—No os acaloréis, os lo ruego, acabamos de empezar a hablar…
—Id al grano, orfebre —retomó las riendas del regateo mi padre—. No tenemos tiempo que perder. ¿Cuál es tu última oferta?
Weisman había cogido de nuevo la pluma para garabatear sus cuentas, cuando se abrió la puerta del local para dar paso a un hombre de mediana edad, ataviado de un modo distinto a la usanza local, que obviamente conocía al joyero a juzgar por el alivio con que este lo miró nada más verle entrar.
—¡Don Ramón de Barbastro! ¡Qué gran placer acogeros en mi modesta casa!
—No tan modesta, no tan modesta, Aaron. Mis buenos dineros me cuesta cada vez que vengo a verte en busca de un regalo para mi querida Inés.
—Estaba explicando a estos dignos caballeros —dijo en referencia a nosotros— que aquí es costumbre discutir tranquilamente el precio antes de llegar a un acuerdo.
—En eso eres imbatible, viejo bribón —repuso el extranjero, que tenía un fuerte acento irreconocible para mí. Luego, dirigiéndose a nosotros y tratando de ocultar el temor trufado de curiosidad que le producía mi persona, añadió, con cortesía—: Permitidme que me presente. Como ya habéis oído me llamo Ramón de Barbastro, súbdito de su majestad el rey don Jaime de Aragón, cliente habitual, a su vez, de los hermanos de sangre de Aaron, quien se resarce en nosotros de los préstamos que mi soberano tiene por costumbre no devolver a sus acreedores hebreos… Fabrico y vendo tejidos de seda, motivo por el cual me encuentro aquí. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?
—Yo soy Gualtiero de Girgenti y estos son mi hijo, Guillermo, y nuestro compañero de infortunio, Iván de Novgorod.
—¿Infortunio? ¿Habéis sufrido algún percance en Brujas?
—No, me temo que nuestra desdicha se fraguó largo tiempo ha, muy lejos de aquí.
—Si quisierais contarme esa historia, mientras nuestro buen amigo Aaron nos hace servir una copa de vino y conviene un precio justo con vosotros, me encantaría escucharla.
Con la fluidez que da la experiencia, dado que no era la primera vez que narraba nuestra historia, mi padre comenzó a desgranar el relato del cautiverio en Mongolia y la posterior fuga. Iván se había quedado adormilado en una silla, ajeno a la conversación, y yo no perdía de vista al judío ni las joyas, presto a utilizar el arco sin vacilar si percibía cualquier peligro. Con el rabillo del ojo, no obstante, observaba los gestos de estupor con que recibía el aragonés los detalles de lo acontecido. A duras penas daba crédito a lo que en verdad parecía increíble y sin embargo era cierto; cierto de principio a fin.
—¿Cuánto ha durado en total ese calvario? —preguntó, una vez concluida la narración, el llamado Ramón de Barbastro.
—Haced los cálculos vos mismo. Fuimos capturados en las inmediaciones de Jerusalén en el año del Señor de 1230 y estamos ahora, si no me equivoco, en el 1252. ¿No es así?
—¡Qué curiosa casualidad! Ese mismo año visitamos la Ciudad Santa mi hermana pequeña y yo, aunque no pudimos cumplir con los requisitos de la peregrinación, confesar y comulgar, como habría sido nuestro deseo, porque el Papa había dictado un interdicto que impedía la celebración de los sacramentos en la basílica del Santo Sepulcro y todas las demás iglesias. Tuvimos el infortunio de coincidir allí con el emperador sacrílego, el excomulgado Federico, que había acudido a firmar un humillante tratado de paz con el sultán Al Kamil.
—Nosotros formábamos parte de las tropas que acompañaban a su majestad imperial en ese viaje —repuso mi padre, cambiando el tono, visiblemente molesto por el modo en que el aragonés se había referido a su señor.
—Os ruego me disculpéis si os he ofendido, pero aquella desgraciada circunstancia causó a mi hermana una honda pena, paliada sólo en parte por la amistad que trenzó en esos días con una dama extranjera que curiosamente formaba parte, al igual que vos, del séquito de vuestro señor. ¿Cómo se llamaba? —Se llevó el dedo índice a la frente, frunciendo las cejas al máximo, como si ese esfuerzo le ayudara a refrescar la memoria—. ¡Ya lo tengo! Era un extraño nombre de origen occitano, creo. Braira. Braira de Fanjau.