7

Partimos a paso ligero de a dos en dirección noroeste, los hermanos delante y nosotros en retaguardia, arrastrando a las bestias de refresco que transportaban nuestro equipaje. Marchamos durante un buen rato callados, sumidos cada cual en nuestros propios pensamientos. En mi caso, una mezcla de euforia y vértigo imposible de controlar, semejante a los copos de nieve agitados por la brisa que revoloteaban a nuestro alrededor. Algo salvaje, parecido al placer sexual, bajo cuyo influjo sentía la necesidad imperiosa de aullar a voz en cuello mi verdad, para que todo aquel páramo se enterara de que habíamos vencido al desistimiento y superado nuestro propio miedo, por más que en un rincón oscuro este permaneciera agazapado, en espera de ver aparecer por el horizonte un escuadrón de jinetes mongoles decididos a despellejarnos vivos.

Iván había asumido el mando de manera espontánea, por lo que era su caballo el que marcaba el rumbo, soportando estoicamente el peso de un jinete cuyas piernas casi llegaban al suelo. A su lado, Máiuska, pese a su considerable altura y corpulencia, parecía una criatura liviana. Nuestra tropa, observada desde la distancia, debía de producir un efecto cómico, por lo variopinto de sus componentes. Claro que era altamente improbable un encuentro con alguien susceptible de sorprenderse al vernos y, si se daba el caso de cruzarnos con otro ser vivo, no cabría posibilidad alguna de que la cosa derivara en risas. Habíamos traspasado todos los límites de lo razonable para adentrarnos de lleno en el campo del que no se retorna, si no es con los pies por delante o amarrado para el suplicio.

Mecido por el suave vaivén de ese caballo manso, perdí la noción del tiempo. A ratos me pellizcaba las mejillas con violencia a fin de cerciorarme de no estar soñando, pues me costaba lo mío aceptar que realmente hubiese cambiado mi suerte. ¿Sería este el fin del calvario? ¿Llegarían mis siete años de vacas gordas, como le había sucedido al faraón tras sufrir otros tantos de penuria?

Ni siquiera estaba seguro de cuánto tiempo había pasado cautivo ni era capaz de precisar mi edad. En los sueños que cada noche me asaltaban seguía descubriéndome en el cuerpo y las facciones de un guerrero de Tukai, si bien la llegada de Máiuska a ese universo secreto, únicamente mío, había provocado un cambio de personajes merced al cual mi fisonomía variaba dependiendo del escenario. En su presencia recuperaba tamaño y rasgos semejantes a los de mi padre; mi cabello se tornaba castaño, los ojos recuperaban su dibujo real, e incluso le sonreía, aunando en ese gesto caballerosidad y galantería. ¿Quién era yo? ¿Qué aspecto tenía? ¿Cuál era mi fe? ¿Dónde podría encajar? Allí, bajo el cielo plomizo de la estepa que pronto dejaríamos atrás, me resultaba indiferente. Estaba libre. Era dueño de escoger mi camino. ¿Qué más podía anhelar?

Dejé vagar la mente a su albedrío gozando de la experiencia, hasta que la llamada del hambre me devolvió a la realidad. La luz avara de ese día otoñal empezaba a declinar, por lo que deduje que habríamos cabalgado un buen rato. Nos podíamos permitir un descanso.

—¿Qué tal si damos un bocado? —propuse.

—Creí que nunca lo dirías —secundó mi oferta Iván—. ¡Estoy desfallecido!

—Hagamos un alto entonces —ordené, frenando a mi caballo con un leve tirón de las riendas—. Tengo las piernas entumecidas. Nosotros no hemos crecido atados a una silla de montar, como los bárbaros que hemos dejado atrás… Las nuestras son largas y rectas. Sufren con este castigo.

—Debo deciros algo —anunció entonces Máiuska, que parecía inquieta.

—¡No nos habremos dejado las provisiones! —exclamó su hermano.

—Tranquilo —terció mi padre—. Yo mismo he cargado dos sacos de carne y uno de queso sobre una de las yeguas de las que tiro.

—Las provisiones están al completo —confirmó ella—. Lo que tengo que decir no se refiere a eso.

—¿De qué se trata entonces? —la apremié, mientras la ayudaba a desmontar, consciente de que nunca sería una gran amazona si había de atenerme a lo que significaba su gesto dolorido—. ¡No nos tengas en ascuas!

—Sé que no va a gustaros ni a Iván ni a ti…

—Dinos de una vez qué pasa —se enfadó su hermano.

—Antes de marchar…

—¿Qué has hecho? ¡Desembucha ya!

—Habla tranquila, hija —terció mi padre para calmar los ánimos—. No puede ser tan grave.

—Antes de irnos corté las ligaduras de una de las niñas.

—¿Es que te has vuelto loca? —me encaré con ella—. ¿Acaso quieres que nos cojan?

—Habrían muerto de hambre allí solos —se defendió, sosteniéndome la mirada orgullosa—. Son niños, niños inocentes. No tuve fuerzas para dejarlos morir así. Desaté a la más pequeña, sabiendo que tardaría en deshacer los nudos de los demás. No creo que eso suponga una gran diferencia. Siguen sin disponer de monturas.

—¿Y ahora qué? —le reproché con frialdad.

—No pueden seguirnos, no tienen con qué, pero al menos estarán en condiciones de alimentarse. He obedecido a mi conciencia; la única que me pide cuentas cada noche.

—Ellos no mostraron esa faceta caritativa con nuestros niños en Rusia —replicó Iván, escupiendo su ira en forma de salivazo lanzado a los pies de su hermana—. No puedo creer que lo hayas olvidado.

—Ellos no son cristianos —le respondió Máiuska.

—Lo hecho, hecho está —zanjó mi padre, conciliador—. Es inútil lamentarse. Máiuska siguió el dictado de su corazón. Eso es todo. Las mujeres tienen otra forma de concebir la vida, ya os lo dije cuando mencioné a Braira y su visión de la guerra, contemplada con sus propios ojos y padecida en la carne de sus seres más próximos. Ellas son diferentes, gracias a Dios. Por eso las amamos y las respetamos. Son madres antes que cualquier otra cosa, a semejanza de la Virgen María. Si llega el día en que aprendan de nosotros a destruir sin remordimiento, será que el mundo se ha vuelto loco y llega el Apocalipsis. Ahora comamos algo y prosigamos mientras sea posible hacerlo. Cuanto más nos alejemos, mejor.

Él, ese hombre a quien la vida parecía engrandecer con cada golpe, tenía un don especial para comprender lo incomprensible.

La noche, oscura como la muerte y al igual que esta, helada, se nos echó encima enseguida. No era cuestión de montar la tienda cada vez que nos detuviéramos, de modo que improvisamos lo mejor que supimos una especie de sombrajo a fin de evitar que nos cayese lo peor del relente. Bajo ese techo inestable nos acurrucamos los cuatro, cubiertos de pieles, rezando para que el kan y los suyos no hubiesen adelantado el regreso y salido en persecución de los cuatro trastornados que habían osado desafiarle.

El Señor debió de escuchar nuestra plegaria, porque amanecimos en paz, tras un sueño reparador que disolvió todas las fatigas de los días previos, decididos a seguir avanzando.

La sonrisa de Máiuska, su buen humor inteligente, oportuno, capaz de hacer olvidar a cualquiera hasta la preocupación más fundada, pronto nos llevó a perdonarle la imprudencia cometida con los prisioneros del poblado. Transcurridas dos lunas enteras sin atisbar el menor signo de nuestros perseguidores, dimos por hecho que no vendrían, hasta el punto de perder poco a poco ese terror que nos obligaba a estar en permanente alerta y abrir ojos en la nuca. Ya no era necesario estremecernos al menor ruido ni borrar meticulosamente las huellas de nuestros fuegos, cada vez más imprescindibles para combatir el frío que sobrevenía tras la puesta del sol, a fin de no dejar el menor indicio susceptible de ser identificado por algún rastreador mongol, cuya fama de infalibles era más que merecida. El aliento omnipresente del amo empezó a dejar de sentirse. Su brazo pareció acortarse. La esperanza cobró fuerza.

Fue más o menos por aquel entonces cuando nos dimos cuenta de que nuestro verdadero enemigo, al menos en esa hora, no era el que había quedado atrás, sino el que se cernía sobre nosotros desplegando sus garras blancas: el feroz invierno siberiano.

Disponíamos todavía de abundantes reservas de sal y té, pero habíamos agotado prácticamente las demás provisiones. Matar una marmota o un zorro nos hacía perder un tiempo precioso a cambio de bien poca cosa, pese a lo cual, siempre que el azar se mostraba generoso y nos dejaba ver una madriguera, nos apostábamos en las inmediaciones a la espera de poder dar caza a un frugal desayuno. E incluso logramos flechar a un cervatillo joven, cuya carne nos proporcionó un banquete suculento.

Claro que mucho más nutritiva y accesible resultaba la leche o sangre de nuestras yeguas. La primera, mientras duró, fue sorbida hasta la última gota, a menudo de la propia ubre. Después recurrimos a robar a nuestras monturas su viscoso fluido vital, abriéndoles pequeños cortes en el cuello o en las patas, tan a menudo como era posible sin amenazar sus vidas. Dejarlas morir habría constituido un error fatal, pues resultaban ser esenciales para nuestra propia supervivencia. Pero aguantaban bien la sangría. Hacía tanto frío ya que la parte superficial de la piel de los animales debía de estar medio congelada, porque no parecían sentir dolor al clavarles el cuchillo para llegar a la vena, y las heridas les dejaban de sangrar en cuanto terminábamos de succionar el preciado líquido.

¡Dios, si alguien ajeno a ese infierno nos hubiese visto en semejante trance!

Habíamos aprendido bien de nuestros antiguos amos, acostumbrados a sobreponerse a las condiciones más adversas, aunque estábamos a punto de alcanzar ese límite que ningún mortal es capaz de traspasar, por mucho empeño que ponga en ello. Y mi padre fue el primero en mostrar síntomas de agotamiento inquietantes. Pese a resistir sin proferir una queja todo el tiempo que le fue posible, terminó por reconocer que no era capaz de dar un paso más sin caer redondo.

—Si no reposo un poco —dijo una noche con la mirada extraviada, acercándose peligrosamente a la hoguera en busca de su calor—, voy a volverme loco. Apenas puedo pensar con claridad. Siento que mi cuerpo dedica todas sus fuerzas a mantenerme sobre la silla, incluso dormido, porque he llegado a sucumbir a ese cansancio extremo. Mi mente está permanentemente nublada. No consigo concentrarme ni siquiera en comer o beber. Olvido hasta mi propio nombre…

—El frío y la fatiga van de la mano —corroboró el ruso con gesto serio—. Quienes hemos crecido en esta tierra lo sabemos bien. Son hermanos gemelos que se alimentan el uno al otro. Hemos ido demasiado lejos. Es hora de buscar un lugar donde levantar la ger. ¿Podrás ponerte en pie para hacer un último esfuerzo?

—Podrá —respondí yo—. No hay nada que él no pueda hacer.

Mi progenitor me miró con una mezcla de ternura y reproche, asintiendo con la cabeza. Ignoro si era consciente de mis sentimientos. Yo me negaba a ver en él a un anciano forzando su naturaleza mucho más allá de lo razonable en pos de un sueño. Prefería contemplarle como al padre protector que había sido hasta entonces; un compañero con el que siempre se podía contar. Sujeto, como cualquiera, a sufrir un momento de debilidad, pero inmortal, a semejanza de los olivos sicilianos que solía poner como ejemplo de solidez en sus relatos. Supongo que me resultaba más fácil atribuirle ese papel que ponerme en su lugar, porque mirarle de abajo arriba me eximía del deber de velar por él. O acaso fuera que su espíritu inquebrantable le confería una apariencia externa más juvenil de la correspondiente a su edad, muy cercana, si no superior, al medio siglo.

Prácticamente sin transición, aunque no sin cansancio, habíamos cambiado la estepa árida por un bosque de árboles de hoja, o mejor dicho de aguja perenne, similares a nuestros pinos aunque mucho más altos y en forma de conos terminados en punta. Desde hacía varias jornadas seguíamos el curso de un arroyo en el que abundaba la pesca, lo que nos hacía concebir fundadas esperanzas de poder encontrar en sus márgenes un lugar adecuado para aposentarnos en él, asegurándonos sustento y agua con vistas a la estación más dura. Iván seguía desempeñando el papel de rastreador, por ser quien mejor conocía ese terreno, aunque fue Máiuska quien dio, por casualidad, con el que sería nuestro hogar durante la época más feliz de mi vida.

Ocurrió una mañana de esas en las que la respiración formaba un halo de vapor blanquecino casi sólido. Habíamos apurado la marcha hasta más allá del anochecer, por lo que nos acostamos a ciegas, envueltos en nuestros capullos de pieles, sin ver lo que nos rodeaba. Ella se levantó la primera, con el alba, fue a por agua para preparar la infusión que nos pondría en pie, y enseguida prorrumpió en gritos. Temiendo un encuentro con alguna fiera, o algo peor, salimos su hermano y yo tras ella, cuchillo en mano, dispuestos a vender caras nuestras vidas. Mas se trataba de una falsa alarma. Las voces de nuestra dama eran una muestra de alegría porque acababa de contemplar el paraje exacto con el que había soñado toda su vida, tal como me confesó esa misma noche, mientras la luna llena dibujaba un circulo irisado en el archipiélago de nubes compactas que hacía las veces de cielo.

El azar, por una vez, se mostraba bondadoso al guiar nuestros pasos. A nuestro alrededor el río se plegaba sobre sí mismo, serpenteaba caprichoso, y creaba en sus márgenes pequeñas penínsulas pobladas de abedules algo más hospitalarias que los bosques tupidos recorridos hasta entonces. Se trataba de un escondite perfecto, difícilmente localizable desde la distancia, al abrigo del viento, situado junto a una fuente de vida. La felicidad de Máiuska estaba justificada.

—Esto me recuerda mucho al lugar al que acompañábamos a nuestra madre a buscar hongos en otoño —dijo Iván—. ¿Recuerdas? También allí había un riachuelo como este.

—Es lo primero que he pensado al abrir los ojos y contemplar el paisaje —contestó ella—. Habrá bayas y setas comestibles, seguro, además de caza y pesca. Sólo tendréis que buscar sus madrigueras. Aquí estaremos bien. Lo intuyo. Lo sé.

—No se hable más —sentenció mi padre—. Pongámonos manos a la obra. Nosotros nos acomodaremos en la ger, que es lo mejor que se ha inventado para combatir el frío de esta naturaleza implacable, pero los animales necesitarán de algún cobijo. Afortunadamente aquí hay madera en abundancia a nuestra entera disposición…

—A trabajar, pues —me sumé al entusiasmo general—. Lo primero es escoger el emplazamiento exacto del campamento y levantar la tienda. Luego empezaremos a serrar.

Por unanimidad elegimos como morada el rincón más oculto entre la vegetación. Prácticamente un islote rodeado de agua que, nos informaron los hermanos rusos, no tardaría en congelarse. Condujimos hasta allí a nuestras monturas, que acusaban los rigores del viaje hasta el punto de que las costillas se les podían contar una a una, decididos a sacrificar a las que hicieran falta con el fin de proveernos de carne, amén de ahorrar forraje. Aquellas sufridas bestias mongoles sobrevivían con apenas nada, pero allí la hierba era casi inexistente y pronto quedaría cubierta por un espeso manto de nieve. Siempre permanecerían las raíces, que ellas mismas se encargaban de escarbar, no obstante, además de líquenes y corteza de árbol. De alguna manera saldrían adelante. Su instinto era parecido al nuestro: un impulso irrefrenable de seguir siendo, de ver la luz de un nuevo día, de avanzar un poco más, a cualquier precio.

Acordamos, creo que merced a la complicidad tácita de mi progenitor, que yo ayudaría a Máiuska a ensamblar y montar las piezas de fieltro previamente marcadas. Él e Iván, a su vez, llevarían a cabo la labor de tala, provistos de un hacha y algo parecido a una sierra, robadas a nuestros antiguos dueños.

Marcharon, después de un frugal desayuno, con provisiones para todo el día, mientras ella yo desempaquetábamos los rollos que se transformarían en nuestra casa. Era preciso incrustar en el duro suelo los palos que harían las veces de bastidor, ordenar los distintos paños de tela, colocarlos en su sitio y coser con tendones las aberturas, cosa que habíamos aprendido a hacer eficazmente, con rapidez, a base de golpes e improperios a lo largo de muchos años de cautiverio. En esa ocasión, empero, nos apremiaba otra razón de mucho mayor y más placentero peso.

Mientras trabajábamos en silencio, escuchando nuestra propia respiración y los golpes lejanos con los que Iván acometía los troncos más delgados, fue aumentando la temperatura. La mía tanto como la suya, estoy seguro. Cada mirada era una invitación. Cada roce, una caricia. Cada suspiro, la expresión de un deseo ardiente.

La tomé con urgencia sin ni siquiera desvestirla, entre paredes de lana basta, recién clavada la última estaca de sujeción. Luego volví a disfrutarla despacio, aplazando deliberadamente el desenlace, gozando de su cuerpo níveo, que por vez primera contemplaba en su resplandeciente desnudez, y haciendo de su goce el mío. Puse en juego toda la sabiduría aprendida de las concubinas cuyos favores me habían enseñado el arte de bien amar en Mosul, hasta despertar en ella un fuego cuya existencia ignoraba. Lloró en mis brazos de emoción, asustada ante lo que sentía, mientras yo le susurraba promesas de amor eterno. Esa tarde la desposé en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, en la alegría y en la tristeza, ante los ojos de Dios, con una determinación que ni la muerte ni la vida conseguirían quebrar.

A partir de ese momento ella y yo fuimos ya siempre uno.

Al principio todo fue muy fácil. Ningún ser racional había hollado hasta entonces esa tierra, por lo que resultaba sencillo atrapar a las criaturas que se ponían a nuestro alcance, desconocedoras del potencial depredador del ser humano. Para cuando las aguas del río se congelaron habíamos construido un cobertizo bien resguardado, que mantuvo a los caballos a salvo de la intemperie y de los lobos, cada vez que estos trataron de irrumpir en él. Disponíamos igualmente de una considerable reserva de leña, forraje variopinto, incluido musgo muy del gusto de nuestros animales, carne seca, pescado ahumado y grasa. En cuanto al aburrimiento o a la agresividad derivada del prolongado encierro, más peligrosos que muchos elementos externos, lo combatíamos merced al talante de Máiuska, que conocía un sinfín de juegos de ingenio, así como a las inagotables historias y anécdotas procedentes de la azarosa vida de mi padre. Gracias a ellos dos no llegamos Iván y yo a las manos en más de una ocasión, por los motivos más fútiles.

Si el invierno hubiese durado lo que en cualquier otra latitud, lo habríamos superado sin dificultades. Lo malo fue que el hielo llegó para quedarse. Brutal en su modo de atenazar entre sus zarpas a todas las criaturas vivientes. Sobrecogedor. Todopoderoso en comparación con nuestra insignificancia.

Hay que haber experimentado la fuerza infinita del Creador, reflejada en sus obras más extremas, para comprender que la humildad no debería ser considerada una virtud, sino la única actitud coherente con la realidad humana. ¿Qué seríamos nosotros, privados de la fe en la salvación, sino accidentes en un espacio y un tiempo inabarcables? En medio de aquella inmensidad de contrastes absolutos, entre el azul grisáceo del río petrificado y el verde parduzco del bosque impenetrable, aunque abrigado, nosotros cuatro éramos náufragos a la deriva, agarrados al fuego y a la voluntad; a la voluntad inquebrantable de vivir, más incluso que al calor del fuego.

Adaptándolo a las circunstancias de la taiga, pusimos en práctica todo lo que habíamos aprendido de los jinetes de ojos rasgados: a cubrirnos los párpados y las ojeras con hollín, con el fin de protegernos la vista del reflejo cegador de la nieve. A encender la hoguera incluso con leña húmeda, cortándola en virutas transparentes a fin de hacerla penetrable por las llamas. A evitar a toda costa sudar, porque la transpiración era una camisa de hielo que llevaba a una muerte segura. A cubrirnos el rostro o las manos de una buena capa de grasa antes de exponerlos a la intemperie, porque de no hacerlo así la congelación era cosa segura.

Nos fuimos comiendo los caballos a medida que se hizo necesario darles un final misericordioso en lugar de dejarlos morir de inanición. Primero un macho, luego las tres yeguas, una tras otra, y después otro de los ponis más jóvenes, hasta que sólo quedaron tres. Creímos que sucumbirían ellos también a ese invierno interminable, pero entonces empezó a derretirse la costra blanquecina que cubría el suelo, de manera que los supervivientes pudieron escarbar con sus cascos en busca de alimento, hasta encontrarlo. Sabían bien cómo hacerlo. A diferencia de nosotros, se habían criado en ese universo que exigía de sus hijos una dureza a toda prueba y únicamente permitía prosperar a los más aptos, ya fuesen personas o cuadrúpedos.

La vida despertó poco a poco de su letargo, a medida que fue menguando la noche y alargaron los días. Esa circunstancia habría debido bastar para llenarme el corazón de alegría, aunque estaba preocupado por la salud de Máiuska, quien padecía desde hacía tiempo problemas de vientre frecuentes que la obligaban a orinar cada poco rato y convertían ese acto en un tormento, a juzgar por sus gestos de dolor.

—¿Qué mal te aflige? —le pregunté al principio, incapaz de comprender que algo tan natural como vaciar la vejiga pudiera causarle ese suplicio.

—Cosas de mujeres. Nada grave. He debido de coger frío en mis partes íntimas. —Me guiñó un ojo, coqueta—. Pronto pasará. Sólo es cuestión de esperar el regreso del sol, que todo lo cura.

Ni ella le dio importancia ni ninguno de nosotros, ignorantes de la naturaleza de su enfermedad, sabíamos ayudarla. ¿Qué habríamos podido hacer? ¡Cuántas veces me he formulado a mí mismo esa pregunta!

La forma más fácil de huir siempre es correr hacia delante, pues el peligro por venir no tiene aún nombre ni forma definida, aunque no por ello deje de estar ahí, agazapado, a la espera.

Decidimos que era tiempo de organizar una batida de caza con el fin de llenar la despensa antes de reanudar el camino de regreso a casa, pero nos lo impedía el cielo, que derramaba lluvia sin cesar. Después de mucho esperar una jornada más propicia, nos vimos obligados a salir una mañana de niebla densa, confiando en que levantaría. Partimos temprano, armados de arcos y cuchillos, rezando porque se nos pusiera a tiro un ciervo, o mejor aún un reno, pues con él habríamos resuelto la intendencia para mucho tiempo. En caso de toparnos con algo más pequeño o feo lo echaríamos al morral igual, pues hacía ya mucho tiempo que a nada le hacíamos ascos. Lo importante era encontrar comida. A cualquier precio.

Tres hombres caminando juntos por el bosque constituyen, para la fauna que lo habita, una banda de tambores capaz de ahuyentar a todo ser vivo. De ahí que optáramos por separarnos a fin de probar suerte individualmente. De regreso a la ger compararíamos trofeos y el más favorecido por la suerte o la puntería podría pavonearse ante los demás. Ese fue el acuerdo. ¿Por qué dejé ir solo a mi padre? Siempre me lo reprocharé. Si hubiese estado con él, si a él no le hubiese ocurrido lo que le sucedió, si ella no se hubiese visto obligada a velarle como lo veló…

¿De qué valen los lamentos tardíos? Nunca sabré qué habría sido de mi existencia de no haberse encadenado la trágica sucesión de acontecimientos que se produjeron a partir de entonces, porque lo cierto es que en esa maldita hora el destino se nos cruzó y apareció en nuestro camino en forma de fiera salvaje.

¿Por qué le sorprendió el oso por la espalda sin que lo oyese llegar? Tampoco esa pregunta encontrará jamás respuesta. Es probable que el oído empezara a fallarle como consecuencia de la edad, que el viento circulara en la dirección contraria a la de su seguridad o que la bestia, acuciada por el hambre de muchas lunas de ayuno, supiese mostrarse extraordinariamente sigilosa. Lo cierto es que para cuando mi padre vio a ese gigante de pelaje oscuro este ya se le había echado encima, hasta el punto de que pudo oler y recordar más tarde el aliento fétido de sus fauces abiertas. Entonces lanzó un grito cuyo volumen rasgó la cortina de bosque que nos separaba, seguido, en la secuencia que llegó hasta nosotros, del rugido característico de su atacante.

Jamás he corrido tanto. Volé, con la congoja agarrada a la garganta y la sensación de que la distancia se multiplicaba absurdamente a medida que trataba de recortarla. Lo mismo hizo Iván, que estaba más cerca del lugar del incidente y por eso llegó antes que yo. Sin pensar en su propia integridad, se abalanzó cuchillo en mano sobre el oso, que había clavado las garras en el pecho de mi padre, le había arrojado al suelo y estaba a punto de lanzarle un mordisco letal al cuello. Yo lo vi todo mientras corría, desesperado, dudando entre pararme para disparar mi arco o bien terminar la carrera. Opté por esto último, ante el peligro cierto de herir al ruso si ensayaba la puntería en aquel amasijo de gigante animal y gigante humano probando sus respectivas fuerzas. Alterado como estaba dado el cariz de la situación, con la respiración entrecortada por el esfuerzo y el pulso disparado a consecuencia de la tensión, era más que probable errar el tiro, así es que me tragué el impulso.

Los dos combatientes se daban ánimos a voces, pugnando por rugir más alto. Mi amigo clavaba su hierro una y otra vez en el vientre de su adversario, que había abandonado a su presa y se defendía abrazándole. Le tenía bien agarrado, pero perdía vigor a ojos vista ante las múltiples heridas abiertas en sus entrañas, de las que manaban sangre y vísceras. Yo le acometí por detrás, tan arriba de la espalda como pude alcanzar, buscando su nuca. Le golpeé con saña. Entre Iván y yo terminamos por obligarle a emprender la huida, renqueando, para ir a morir a pocos pasos de allí.

En otras circunstancias habría pensado en el formidable trofeo que constituiría su piel, de valor incalculable en ese clima. Al ver a mi padre semiinconsciente, con la ropa y el cuerpo desgarrados, me faltó tiempo para agacharme a su lado y comprobar que respirara. Lo hacía, entre gemidos de dolor, porque tenía un hombro dislocado además de múltiples llagas en carne viva. El herrero, por su parte, había sufrido alguna magulladura, pese a lo cual me ayudó a llevar a cuestas al herido hasta la ger, donde Máiuska se puso a llorar nada más verle, pensando que le había llegado la hora. Gracias a ella, no fue así.

Como casi todas las mujeres, era galena, cocinera, costurera, curtidora y recolectora de hongos o bayas, además de hermana, hija, esposa y compañera. Nada más comprobar que su paciente vivía, con un movimiento seco colocó la articulación descoyuntada en su sitio, lo que provocó que padre profiriera otro alarido y se desmayara. Entonces mi esposa ante los ojos de Dios lavó y cosió las heridas, preparó un emplasto con hierbas y barro que untó sobre ellas antes de vendarlas con tiras de seda, y se sentó a su lado, susurrándole palabras de consuelo.

—No te oye —le reprochó su hermano, algo celoso de tantas atenciones dispensadas a otro.

—Yo creo que sí lo hace, del mismo modo que siente mi calor si le cojo de la mano. Todo ayuda. Se pondrá bien.

—Has hecho lo que podías —tercié yo—. Ahora descansa. Está en las manos del Señor.

—Pues recemos mientras velamos —concluyó ella, entonando un Padrenuestro en lengua mongola, que me chirrió en el alma como un gozne oxidado al cerrar una puerta del pasado.

Concluida la oración, no pude impedir que mi mente concibiera con cruel claridad la idea de que el hombre que tantas veces me había dado la vida muriera. Creo que nunca hasta ese momento lo había pensado con tanta lucidez, probablemente para protegerme del daño que me causó la mera posibilidad de verme privado de él. Si se marchaba, yo quedaría en primera línea de combate ante los acontecimientos por venir. Algo más fácil de decir que de asumir. Si él dejaba de mirarme del modo en que solía hacerlo incluso en los peores momentos, con un destello de amor, visible siempre entre la niebla de su severa censura, ni siquiera Máiuska sería capaz de llenar ese vacío.

Sería porque juntos y solos habíamos afrontado una prueba terrible sin sucumbir a ella. Sería porque durante una eternidad únicamente le tuve a él, en medio de ese universo hostil al que me catapultó el destino. Sería porque al contemplarle allí, inerme ante mis ojos, sentía una puñalada de culpa por las muchas veces en que había confundido su prudencia con falta de arrojo e ignorado los ingentes sacrificios que había hecho no sólo por mí, sino por su elevado sentido del honor y la nobleza. Sería cobardía. Sería debilidad… pero pugné por ahuyentar esos fantasmas.

Él necesitaba mi protección, no mis temores de niño. Había llegado la hora de que descansara en mí tanto como yo lo había hecho en él, a fin de que se cerrara el círculo natural de las cosas. Debo decir que alcanzar esa conclusión y depositar un beso en su frente me produjo una extraña sensación de paz, al concluir que, pese a todos los pesares, algo del ejemplo recibido había calado en mí. Al menos eso quise pensar en esa hora de tribulación.

Y esa noche me convertí en hombre.

Rayando el alba sucumbí al sueño. Máiuska no. Se mantuvo despierta, remendando los destrozos sufridos por los abrigos y demás prendas, sin dejar de controlar que a mi padre no le subiera la fiebre. Al día siguiente él se encontraba algo mejor, mientras ella entraba y salía a menudo de la tienda para aliviar su dolor de vientre, restando importancia al rictus con el que iba y, sobre todo, regresaba.

—¿Qué tienes? —la interrogaba yo—. ¿A qué viene esa cara? ¿Qué mal sufres?

—Nada, no te preocupes, es lo mismo de siempre, que no termina de pasar.

¿Cómo iba yo a saber? ¿Cómo habría podido sospechar siquiera lo que aquello significaba?

Iván y yo despellejamos a conciencia a la fiera antes de despiezarla con el propósito de ahumar su carne correosa. Devoramos entre los cuatro el hígado y el corazón todavía calientes, crudos, sintiendo cómo cada pedazo de víscera tierna nos proporcionaba parte de la energía que había habitado en el oso. También eso lo habíamos aprendido de los mongoles. De ellos habíamos recibido lecciones vitales sobre dónde esperar pacientemente a una marmota hasta verla aparecer, perezosa, y flecharla, o cómo tender una trampa de la manera más efectiva para que cayera en ella una presa comestible. Sin pretenderlo ni proponérselo, quienes nos habían hurtado la libertad nos regalaban a cambio la vida, o algo parecido a ella.

Aguardamos a que la medicina de Máiuska obrara en mi progenitor el milagro prometido, tal como sucedió. Después recogimos los bártulos, plegamos con gran esfuerzo la ger y nos dimos cuenta de que no podríamos llevarla con nosotros, pues era menester priorizar la carga dada la escasez de monturas.

No es que tuviéramos grandes posesiones. Nuestra fortuna se limitaba al oro robado al clan de Tukai, las pieles que nos abrigaban, una frugal despensa de carne ahumada y restos de sal, una vez agotado el té, y, por supuesto, las armas. Si reservábamos dos caballos para que los montaran Máiuska y mi padre, que evidentemente no podían caminar largas distancias, quedaba únicamente un poni para llevar lo demás, dando por hecho que también Iván y yo nos echaríamos sendos sacos a la espalda. Yo no alcanzaba su fortaleza, pero no era el alfeñique adolescente que había caído cautivo en Tierra Santa. El trabajo constante me había hecho desarrollar una musculatura considerable, amén de una resistencia comparable a la del pueblo de la estepa. Y era alto, más incluso que el autor de mis días. Aunque apenas hubiese entrevisto vagos reflejos de mi figura en las aguas del río o del lago, podía considerarme un hombre recio, preparado para una marcha dura.

El deshielo trajo consigo un infierno de fango y mosquitos al que hicimos frente apretando los dientes. Aquella tierra aquejada de las peores plagas no debería formar parte de la Creación, clamaba yo al cielo en voz alta. Máiuska mostraba unas ojeras cada vez más pronunciadas y se negaba a beber, aunque no se quejaba. Si acaso, cabalgaba en silencio, privándonos de las palabras de ánimo a que nos tenía acostumbrados. Al acampar, se hacía un ovillo antes de cerrar los ojos. Si me acercaba a interesarme por su estado, aducía estar cansada para despacharme de su lado, lo que me irritaba hasta el punto de volverme hosco, cosa fácil dado mi carácter. Se alimentaba de lo mínimo necesario para tenerse en pie, gracias a la paciencia de mi padre, quien la había prohijado de corazón. Ninguno comíamos demasiado, habida cuenta de la penuria en que nos encontrábamos. Fueron tiempos de purgación. Tiempos malditos.

Todos los días avanzábamos varias leguas hacia poniente mientras lo permitía la luz, convencidos de que pronto o tarde daríamos con alguna aldea donde hallaríamos cobijo. Cuando finalmente lo conseguimos, nos arrepentimos de haberlo deseado tanto.

Desde la distancia era evidente que los mongoles habían pasado por allí antes que nosotros. De lo que habían sido chozas de adobe y paja apenas quedaba un rastro negruzco, sembrado de cadáveres reducidos a huesos dispersos por la acción de los carroñeros. Algunos, para nuestro mal, habían escapado a esa suerte y, en virtud de algún sortilegio climático, parecían momificados tal como quedaron tras el paso despiadado de las hordas esteparias. Niños atados a postes y cubiertos de flechas de arriba abajo, utilizados a guisa de dianas vivientes por los soldados borrachos. Cuerpos partidos en dos mitades, de arriba abajo. Troncos separados de sus cabezas…

—¡Hijos de una puta leprosa! —exclamó Iván, santiguándose con tres dedos de derecha a izquierda, al revés de como lo hacíamos nosotros—. Creí que no tendría que contemplar nuevamente este horror.

—Dios haya acogido en su gloria a esta pobre gente —apostilló mi padre, hincándose de rodillas.

—Les vi cometer estas barbaridades en los alrededores de Novgorod —siguió hablando el ruso, temblando de furia—. Las que fueran poblaciones prósperas aunque indefensas, con escuelas, monasterios en los que se conservaban joyas manuscritas que los copistas reproducían para distribuirlas a la cristiandad entera, graneros repletos de bonanza, cayeron en sus manos como fruta madura. No tengo que explicaros su modo de celebrar ese hecho. Se reían, aullaban a semejanza de los perros salvajes mientras cogían por las piernecitas a bebés arrancados de los pechos de sus madres para lanzarlos al aire y pugnar por ver cuál de ellos lograba ensartarlos en plena caída…

—Debemos olvidar esos días, hermano —dijo Máiuska dándole un abrazo.

—No quiero olvidar, ¿comprendes? No puedo olvidar. ¿Cómo olvidar a nuestro vecino, Petrus, a quien ataron de pies y manos a dos caballos apostando cuánto tardarían las bestias en desmembrarlo? ¿Has olvidado tú las lágrimas de madre al ver morir a nuestro padre antes de ser violada?

—Deberíamos haberlos matado a todos —escupí mi rabia—. Si hubiese sabido esto yo mismo habría degollado a los miembros de la tribu uno por uno.

—¿Y qué habrías conseguido asesinando a mujeres y niños? —me preguntó ella, con el hilo de voz que le quedaba.

—Venganza. Justicia postrera para todos estos desgraciados.

—Deja ese trabajo al Señor —dijo mi padre tratando de apaciguarme—. Él será quien nos juzgue a todos, así a los vivos como a los muertos.

—Él se ha olvidado de nosotros —rebatí, apartándome con asco de aquel lugar habitado por el espanto de los masacrados—. Nunca ha dirigido su mirada hacia este páramo.

—¡No blasfemes, Guillermo! —oí que me regañaba mi progenitor, airado.

—Si el Dios todopoderoso hubiese estado aquí a la vez que las hordas del kan —le respondí, furioso— habría impedido esta orgía de sangre. La habría detenido a tiempo.

—Los designios del Señor son inescrutables —zanjó él la conversación—. Ya aprenderás a aceptarlo.

Hubiésemos querido dar sepultura a todos esos cristianos, mas nos faltaban el tiempo y las fuerzas. Únicamente pudimos elevar una plegaria al cielo por la salvación de sus almas, antes de continuar nuestro camino hacia Occidente, siguiendo el recorrido de un sol pálido. Bordeamos otros pueblos reducidos igualmente a polvo y cenizas. Llegué a dudar de si habríamos logrado realmente escapar o estaríamos cumpliendo nuestro tiempo de condena en el purgatorio, perdidos en esas ciénagas malsanas, infestadas de insectos y fantasmas. Pero estábamos vivos. Todavía lo estábamos.

Apretaba ya el verano la tarde en que ella se cayó de su poni. De improviso, como un fardo, dio con sus huesos en el suelo sin pronunciar una palabra. Corrí a su lado, pensando en un golpe de calor, y efectivamente estaba ardiendo. Su frente quemaba al tacto. Sufría convulsiones semejantes a los efectos de una posesión demoníaca, que la sacudían con violencia. Tenía los ojos en blanco.

—Máiuska, Máiuska, ¿qué te sucede? —La abracé, aterrado.

—Tiene fiebre —explicó mi padre—. Fiebre alta. He visto antes este cuadro. Hemos de enfriarle el cuerpo con el fin de bajársela. Busca agua.

Me apresuré a poner en sus labios el odre que cargaba a la espalda, tratando de obligarla a beber, pero el líquido resbaló hasta perderse en la tierra blanda. Luego empapé un paño que le coloqué en la frente, salpicándole directamente las manos, mientras él le quitaba las botas para refrescarle los pies. Iván gritaba su nombre, tan asustado como yo. Le daba bofetadas en las mejillas, cada vez más fuertes, como si con ellas pudiera reanimarla, hasta que un gesto de mi padre le detuvo. Poco después ella recobró la conciencia, con la mirada de quien regresa de muy lejos.

Me pidió que la abrazara.

—He llegado al final —dijo en mi oído.

—No digas tonterías —rebatí, apretando el abrazo.

—Guillermo, escúchame —suplicó.

—Te vas a reponer —insistí, sordo a sus súplicas—. Eres fuerte, tienes una voluntad de hierro, estamos ya cerca de casa…

—La voluntad no puede ahuyentar a la muerte, aunque sí convocar a la vida —respondió en un susurro—. Es lo que quiero que entiendas.

—Y yo quiero que dejes de desvariar. —La ayudé a incorporarse un poco, ofreciéndole nuevamente el odre—. La fiebre te ha trastornado el juicio.

—Amor mío. —Sonrió con infinita tristeza—. Llevo semanas orinando sangre. Cada gota que sale de mi cuerpo es fuego que me abrasa las entrañas. Lo he intentado, créeme. He luchado contra este maldito mal hasta el límite de mis fuerzas, por ti, por mí, por construir nuestro sueño…

—Y lo construiremos —repliqué, llorando—. Estamos a un paso. Ten fe, sanarás en cuanto descanses un poco…

—Lo haremos, pero no en este mundo. La voluntad, como te digo, no basta para ahuyentar a la muerte, pero sí para derrotarla. No te dejes vencer por ella, júramelo por nuestro amor. Júrame que lucharás.

—Eres tú quien ha de luchar. —Besé sus manos, depositando en cada beso toda la desesperación que sentía—. Debes conseguirlo.

—Júramelo —me urgió, al borde del llanto.

—Te lo juro —acepté, sin saber muy bien a qué ataba mi palabra.

—Viviré, si tú te comprometes a honrar tu promesa.

—Entonces —respiré aliviado—, vivirás, mi dulce Máiuska, porque yo no he de rendirme.